Dolly Parton. Un retrato americano - Beatriz Navarro - E-Book

Dolly Parton. Un retrato americano E-Book

Beatriz Navarro

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Beschreibung

La vida de Dolly Parton es un manifiesto feminista con tacones de 15 centímetros. Nacida en una cabaña sin agua corriente ni electricidad en los montes Apalaches, Dolly Parton es la viva representación del sueño americano. Con seis décadas de carrera a sus espaldas, lejos de conformarse con ejercer  de vieja gloria de la música, es una figura omnipresente en la vida social y cultural de Estados Unidos y un icono global. Compositora, cantante, actriz, empresaria y filántropa, la reina del country es además uno de los pocos  personajes públicos de consenso en un país desgarrado por la polarización política.  Abrumadora, contradictoria, sin un pelo de tonta —como acreditan sus famosos «dollysmos»— y definida muchos  años, más allá de sus canciones, por el tamaño de sus pechos, el perímetro de su cintura y su desafiante volumen  capilar, el talento de Dolly Parton ha alcanzado un reconocimiento tan generalizado como diverso.  ¿Qué nos dice de Estados Unidos el fenómeno Dolly? En su relato, tan ameno como absorbente, Beatriz Navarro no  solo nos acerca la trayectoria de la artista, sino que, a través de su retrato, nos permite entender mejor los problemas identitarios, raciales y de clase en un país tan excesivo como la propia cantante.

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© del texto: Beatriz Navarro, 2023.

© de esta edición: RBA Libros y Publicaciones, S. L. U., 2023.

Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.

rbalibros.com

Primera edición: octubre de 2023.

REF.: OBDO227

ISBN: 978-84-1132-484-7

Mapas: GradualMap.

EL TALLER DEL LLIBRE•REALIZACIÓN DE LA VERSIÓN DIGITAL

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Todos los derechos reservados.

PARA MARC, ÓSCAR Y JULIA

Con ustedes, Dolly Parton

e«Baby I’m Burnin’» (1978)e

El nombre de Dolly Parton aparece indefectiblemente en todas las listas de los iconos culturales contemporáneos. Pocas figuras merecen tanto la calificación como esta mujer, un logro increíble si se tiene en cuenta el género musical que la define (el country, un nicho artístico que, a menudo, se identifica con un Estados Unidos más retrógrado y patriarcal), sus humildes orígenes o hasta qué punto se ha infravalorado a esta rubia sin un pelo de tonta a lo largo de sus más de sesenta años de carrera. Recibió su primera guitarra a los ocho años, a los diez empezó a cantar en la radio y con trece se estrenó en el legendario escenario del Grand Ole Opry. A los dieciocho años cogió un autobús a Nashville, y el resto es historia.

Los años no han mermado un ápice su ambición. Con setenta y siete años, lejos de conformarse con ejercer de vieja gloria de la música, Parton es una figura omnipresente en la vida social y cultural de Estados Unidos, adorada incluso. En los últimos tiempos, ha emergido como la única figura pública capaz de generar consenso en el país y de poner de acuerdo a los estadounidenses en un momento de máxima polarización política. Se vio con claridad durante las elecciones presidenciales del 2016 y del 2020, pero ya lo había observado veinte años atrás la corrosiva crítica social neoyorquina Fran Lebowitz, una de las amistades inesperadas de la reina del country: «Incluso la gente que se odia entre sí ama a Dolly Parton».

Definida durante muchos años por el fenomenal tamaño de sus pechos, por el ínfimo perímetro de su cintura y por su desafiante volumen capilar, su talento ha alcanzado un reconocimiento unánime. Parton ha recibido todos los premios posibles, lleva medio centenar de álbumes publicados y más de cien millones vendidos, además de la vertiginosa cifra de tres mil millones de descargas en streaming propulsadas por una nueva generación de fans que ha descubierto en ella no solo a una de las compositoras con más talento de la música estadounidense, sino también a una astuta empresaria, a una fuerza del bien, a un adalid de los derechos de los gais y a un icono para las mujeres. Sí, la tercera oleada feminista en Estados Unidos tiene por referente a una cantante septuagenaria que, en los años sesenta y setenta, parecía personificar el estereotipo de la rubia tonta que las activistas de clase media y las intelectuales querían desterrar por siempre.

Empresaria segura y audaz («Parezco una mujer, pero pienso como un hombre», avisa a quien quiera oírla), Parton no ha dudado en tomar decisiones difíciles a lo largo de su carrera cuando ha sido necesario para seguir creciendo. Desde desmantelar la banda de músicos formada con su familia cuando esta se le quedó pequeña, hasta crear su propio sello para mantener el control de sus canciones, o negarse a que Elvis Presley, su paisano de Tennessee, grabara su propia versión de «I Will Always Love You» si ello implicaba desprenderse de sus derechos de autora. No le ha ido nada mal. Mientras muchos músicos de country han envejecido en la pobreza y caído en el olvido, Dolly Parton es uno de los músicos más populares y ricos de Estados Unidos. Su fortuna es la de los suyos y la de las causas que le tocan el corazón, como lo demuestra su profusa actividad filantrópica.

Aquellos que en los años ochenta se rieron de su ocurrencia de abrir un parque de atracciones llamado Dollywood, han tenido que comerse sus palabras ante el imperio del entretenimiento en que se ha convertido el lugar, una suerte de Las Vegas familiar que da trabajo a miles de personas en el corazón de las Great Smoky Mountains, la paupérrima tierra donde se crio. Nacida en una cabaña sin agua corriente y sin electricidad en la cordillera de los Apalaches, al este de Tennessee, Parton es la representación misma del «sueño americano», la protagonista de carne y hueso de una historia de esas que chiflan a los estadounidenses, relatos idealizados por Hollywood en los que se pasa de rags to riches, de mendigo a millonario.

Sus canciones son los hijos que, en una muestra más de su fiera independencia personal, no ha tenido. Dice que espera que estas le den de comer cuando ya no pueda trabajar, aunque no parece que tenga intención alguna de jubilarse, más bien al contrario. En los últimos años ha escrito un libro sobre su trabajo como compositora (Songteller: My Life in Lyrics) y publicado una novela junto a James Patterson (Corre, Rose, corre). Ha producido una serie de Netflix inspirada en sus canciones (Heartstrings), así como tres películas de Navidad (Christmas on the Square, Mountain Magic Christmas y A Holly Dolly Christmas) y ha lanzado infinidad de artículos de consumo, como un perfume, una línea de repostería exprés y hasta una colección de accesorios para perros llamada Doggy Parton. Tampoco ha descuidado su profusa labor filantrópica, que canaliza a través de la Fundación Dollywood, ni su proyecto más querido: Imagination Library, un programa que ha repartido más de doscientos millones de libros infantiles gratis en Estados Unidos y en otros países anglosajones.

«Dolly Parton no se ha gastado su dinero en viajes espaciales. Se lo gastó en regalar millones de libros a niños», celebra un meme que circuló en las redes sociales después de que Jeff Bezos, el fundador de Amazon, invirtiera una fortuna en convertirse en astronauta por diez minutos. La noticia de que Dolly había donado un millón de dólares a la investigación de la vacuna de Moderna dio la vuelta al mundo en cuestión de horas, y desató una nueva oleada de «dollymanía» global. Sus fans estadounidenses quieren poner una estatua de ella en el Capitolio de Tennessee y sacar otra del general confederado que fundó el Ku Klux Klan; pero Dolly les ha pedido que, por favor, con la que está cayendo, no la pongan en un pedestal; que, acaso cuando se muera, si alguien sigue pensando que lo merece, ya entonces se lo piensen.

Después de más de seis décadas de carrera musical, varias reinvenciones artísticas e incontables operaciones de cirugía estética, Dolly (como se refieren a ella con familiaridad sus admiradores y como haremos en este libro), santa Dolly Parton de América es la patrona laica de un país de extremos partido en dos; una septuagenaria que levanta pasiones entre los jóvenes, que ven el aspecto de la cantante no como algo ridículamente falso, sino como algo genuino, auténtico y personal: la desacomplejada expresión de su individualidad. Las nuevas generaciones son quizá quienes mejor han entendido lo que Dolly, la reina de las contradicciones, lleva diciendo toda su vida, que parece totalmente artificial por fuera, pero que es absolutamente auténtica por dentro. Han entendido que debajo de esas pelucas y de esas tetas enormes hay un cerebro y un corazón todavía más grandes.

Otras artistas lo hicieron después, pero, hasta su irrupción en la escena musical estadounidense, nadie había explotado como ella el poder de la femineidad sin perder el control de su imagen, como sí les ocurrió a Marilyn Monroe y a otras rubias explosivas. Ella misma lo advirtió en 1967 en su primer single, «Dumb Blond», y también lo saben los hombres que, durante toda su carrera, han tenido que negociar con ella: allá aquel que la tome por tonta porque saldrá escaldado. Así que (spoiler) no se equivoquen. No se dejen despistar por sus pelucas, por sus infinitas uñas acrílicas, por los tacones de vértigo ni por los vestidos de lentejuelas con formas imposibles. Hay mucho detrás de tan excesiva fachada: un look, por cierto, inspirado en la escandalosa actriz Mae West y en una prostituta local que, a la pequeña Dolly, le parecía el colmo del glamour.

El personaje, el dibujo animado que es Dolly Parton —ella misma lo define así—, fue una estrategia comercial deliberada para llamar la atención en el masculino mundo del country y para triunfar con mayúsculas más allá de este género musical. Es decir, para pasar de vender unas decenas de miles de discos a hacerlo por millones gracias a su entrada en las listas del pop, a triunfar en Hollywood y a hacerse insultantemente rica, pero sin renegar de sus raíces y sin caer en excentricidades, como ha ocurrido con otros artistas de su talla. Sin duda, el personaje ha ensombrecido largamente a la artista y la persona, por ejemplo, entre el grueso del público en España. «¿Dolly Parton? ¡Uno de mis ídolos de juventud! Bueno, ¡dos de mis ídolos, ja, ja, ja!», contestó un amigo, directivo de un gran medio de comunicación, cuando le pregunté qué le sugería el nombre de la cantante. Otras respuestas típicas de mis amistades fueron: «Tetas y country», «Rubia de bote», «Americanada» y «Estados Unidos profundo». Aunque se quedan en la fachada, todas son acertadas y fueron absolutamente estimulantes. Lejos de denigrarla, esos calificativos la retratan. Dolly Parton es todo eso y mucho más.

El precio a pagar por la cantante por adoptar tan exagerado look como carta de presentación de su talento fue que, durante muchos años, la crítica musical la ignorara o infravalorara. Sin embargo, su apuesta funcionó. Parton conquistó sus objetivos y, desde hace tiempo, puede dedicarse a lo que siempre ha querido: hacer lo que llama música de sus montañas, baladas inspiradas en las canciones folk del Viejo Mundo, que los inmigrantes irlandeses y escoceses se llevaron consigo a los Apalaches y que son la base del country y del bluegrass. «Tuve que hacerme rica para poder permitirme cantar como si fuera pobre», ha dicho al elitista semanario The New Yorker esta mujer que se define con orgullo con términos como white trash (escoria blanca) o hillbilly (paleta).

Antes la adoraban en el llamado Sur Profundo de Estados Unidos, en especial la clase obrera, los rednecks y las mujeres que bien podrían ser las protagonistas de sus canciones sobre dramas como embarazos no deseados, alcoholismo o infidelidades, y a las que sutilmente animaba a tomar las riendas de su vida. Ahora la idolatran también los progres de clase media alta, las jóvenes urbanas y las millennials en particular, que la reivindican como referente feminista, al igual que han hecho con la fallecida jueza Ruth Bader Ginsburg. La aman desde siempre los gais, mientras que la derecha religiosa la ve como una de los suyos, como una persona espiritual y creyente. Todos saben que hay muchas Dollys, que representa diferentes cosas para diferentes personas, pero todas se perciben como auténticas.

Aproximarse al personaje de Dolly Parton es adentrarse en los misterios de Estados Unidos. Sus extremos y sus contradicciones son también los de este país. Dolly Parton es tan estadounidense como las barras y estrellas de su bandera, como los deliciosos rollos de canela que sirven en su parque de atracciones o como el himno nacional que suena cada mañana cuando este abre sus puertas. Es, a la vez, sexualidad y espiritualidad, la artificialidad máxima y la pureza inmaculada, la ostentación y la humildad, los versículos de la Biblia y los chistes sobre tetas. Es una mujer que, como hasta hace poco la canciller alemana Angela Merkel, se niega a llamarse feminista; pero cuya vida, analizada en su contexto histórico y social, es sencillamente un manifiesto feminista con patas. O, mejor dicho, con tacones de quince centímetros.

Mi curiosidad hacia el personaje viene de hace un tiempo atrás. Confieso que, sin saber apenas nada sobre su música o sobre su vida, siempre me intrigó cómo una mujer con esos pechos tan desmesurados podía ir por la vida con esa seguridad y con esa alegría. Creo que dejé de observarla con despectiva ironía y empecé a tomármela en serio a raíz de la imitación de mi amiga Charlotte del sonido de sus uñas en la canción «9 to 5» cuando, hace más de veinte años, el tema sonó en la radio de un taxi una noche en Estocolmo (los suecos, grandes fans también de Eurovisión, la aman). Durante mis años como corresponsal de La Vanguardia en Washington (2018-2021), pude satisfacer mi fascinación por el personaje, que pronto dio paso a una «fascinación por la fascinación» de Estados Unidos por la cantante, que fue el punto de partida de este libro.

¿De dónde sale Dolly Parton? ¿Qué nos dice el «fenómeno Dolly» de su país desde el punto de vista social y político? ¿Cómo ha llegado la reina del country a ese nivel de adoración universal y, admitámoslo, un tanto acrítica, como pasa por definición con todas las mitomanías? ¿Qué dice de los estadounidenses este amor unánime por Parton? Las pocas voces disidentes de la «dollymanía» tienen diferentes teorías, pero, en el fondo, todas tienen más que ver con la acentuada tendencia de los estadounidenses a anestesiar ciertos aspectos molestos de su historia que con hechos directamente reprochables a la cantante.

Esta no es una biografía musical, sino un intento de retratar a Dolly Parton, la artista y la persona, en su contexto histórico, político y social; una larga crónica sobre lo que nos muestra este peculiar espejo de Estados Unidos. Repasar la vida, la música, la carrera y devoción de los estadounidenses por la artista ofrece claves sobre la historia reciente del país, así como los debates sociales y las batallas culturales que hoy libran sus dos mitades y que reverberan en el resto del planeta; como se vio, por ejemplo, con la muerte de George Floyd, el negro que murió asfixiado bajo la rodilla de un policía blanco en Minneapolis en el 2020. Grabado en vídeo con un teléfono móvil, su asesinato suscitó un debate global sobre el destino de los monumentos de ecos esclavistas y colonialistas del que, de rebote, ni santa Dolly se ha librado.

Para comprender lo extraordinario de la adoración nacional alcanzada por alguien como Parton o, por ejemplo, los motivos de la campaña de cancelación que se montó cuando las Dixie Chicks renegaron de George W. Bush después del 11-S, hay que hablar del largo matrimonio de conveniencia que existe entre el country y el Partido Republicano. Y para eso es necesario indagar en el uso de este género musical por parte de Richard Nixon para conquistar al electorado del sur atizando la animosidad entre la clase blanca trabajadora y los negros, como antes hizo el líder segregacionista George Wallace. La cultura popular —si me permiten tan elitista distinción— está altamente intelectualizada en Estados Unidos; y, como veremos, se han publicado incontables libros y tesis doctorales sobre la música de Parton y sobre sus conexiones con los debates sobre raza y clase social en un país mucho más clasista de lo que parece a primera vista y de lo que sus ciudadanos, a menudo, están dispuestos a admitir.

Nuestro viaje a las profundidades de Dolly Parton arranca en las Smoky Mountains, las «montañas humeantes» del este de Tennessee, donde ella nació; y pasa, por supuesto, por las calles de Nashville, la Ciudad de la Música, en la que malvivió la cantante con el estómago vacío mientras trataba de hacerse un hueco entre los grandes del country. Aunque hoy estén atestados de turistas de las todas las edades, desde nostálgicos de este género musical hasta despedidas de soltero o viajes de chicas que berrean «Jolene» montadas en bares a pedales, estos lugares siguen siendo la meca a la que jóvenes músicos peregrinan con la guitarra al hombro y con una mochila cargada de sueños, como en su día hizo Dolly y, más recientemente, Taylor Swift.

También visitaremos los clubs y los estudios de música dominados por hombres, donde Parton triunfó, y viajaremos al templo de la «dollymanía», su parque de atracciones. De Dollywood iremos a Hollywood, el destino con el que soñaba desde niña, pero que, como les ha ocurrido a muchos otros artistas, detestó al verlo de cerca, aunque no porque la derrotaran en un concurso de imitadores de Dolly Parton. También recorreremos algunos de los escenarios contemporáneos de las batallas políticas y culturales que dividen a los estadounidenses, lugares que pude visitar como corresponsal de La Vanguardia en Washington durante mi cobertura periodística de la presidencia de Donald Trump y de las elecciones del 2020, que dieron la victoria al demócrata Joe Biden.

El examen de decenas de entrevistas que ha concedido a lo largo de toda su carrera a publicaciones especialistas en música country, a revistas de mujeres, a la prensa local y nacional, en programas de radio y de televisión y en documentales, así como el análisis de las letras mismas de sus canciones y de sus propios libros nos permitirán profundizar en el retrato de la artista y seguir de cerca su evolución, desde la chica casi tímida de sus inicios hasta la hábil comunicadora que toma la delantera a los periodistas para ser ella misma la primera que hace un chiste sobre sus famosos pectorales. Era y es su forma de quitarse de en medio «el tema»: según sus propios términos y riéndose de sí misma, para poder pasar a hablar de cosas más sustanciosas, como su música, sus otros negocios y sus ganas de triunfar.

Prolífica como pocos, Parton calcula que ha escrito más de tres mil canciones y grabado más de trescientas. Al principio de cada capítulo, destaco un tema elegido en función del contenido o del periodo abordado en esas páginas para acompañar su lectura, en especial para quienes no están familiarizados con su obra. También, si la conocen, les recomiendo que emprendan este viaje con su música de fondo, con esa voz bajo cuyo influjo los estadounidenses olvidan sus diferencias y millones de fans en todo el mundo se echan a bailar, resuelven cambiar su vida o, simplemente, se dejan llevar movidos por esa felicidad triste que es la nostalgia.

MUJER

El orgullo de los Apalaches

e«My Tennessee Mountain Home» (1973)e

Dios, la música y el sexo son los tres misterios que, desde niña, hacen vibrar a Dolly Parton. A Dios se acercaba a través de su abuelo. Era predicador evangélico en una iglesia a la que iba con toda la familia. Temblaba de los pies a la cabeza con sus sermones, pero adoraba escuchar las historias de la Biblia y extasiarse cantando a Dios con su madre y sus tías. En casa, la música era algo tan presente como el aire puro de las montañas de Tennessee, que respiraban sin darse cuenta. Y el sexo, algo natural, limpio como los ríos en que se bañaban, además de una llamada precoz.

Dolly tenía doce años cuando, por casualidad, descubrió una pequeña capilla abandonada en el monte cerca de su casa. Las ventanas estaban rotas; el suelo de madera, levantado; y las paredes, pintarrajeadas con frases y dibujos pornográficos. Pasó horas observándolos y añadiendo nuevos elementos propios a los grafitis. Los envoltorios de condones abandonados por el suelo daban fe de que el lugar se había convertido en un templo del pecado, pero ella podía sentir que Dios seguía viviendo allí. También había un viejo piano. Y fue allí, sola, en ese refugio secreto, mientras cantaba himnos religiosos con su pequeña mandolina y miraba pintadas guarras, donde un día tuvo algo parecido a una epifanía. Sintió que había hallado a Dios y algo más.

«En ese lugar de imágenes contradictorias había encontrado la verdad. Entendí que estaba bien ser un ser sexual. Supe que era una de las cosas que Dios quería que fuera». Dios, la música y el sexo unidos de repente en un lugar. Dolly supo que todo saldría bien. Sus sueños de convertirse en una gran estrella de la música más allá de aquellas montañas no eran una fantasía estúpida, sino un gran plan ordenado y engendrado por el padre celestial. «Había sido validada. Santificada. Renací», escribe en su autobiografía.[1] «La alegría de la verdad que encontré ahí me sigue acompañando hoy en día. Había encontrado a Dios. Había encontrado a Dolly Parton. Y los amaba a los dos».[2]

Cuando volvió a casa, le contó a su madre lo que había sentido y le pidió que la bautizaran cuanto antes. No todo el mundo estaba de acuerdo (¿cómo una niña de doce años va a encontrar a Dios sola?), pero finalmente se organizó la ceremonia. El día elegido, se sumergió en el río Little Pigeon ataviada con un vestido blanco. «¡Aleluya!», exclamaron los chicos que se habían acercado a la orilla para contemplar el rito. Cuando su cuerpo emergió del agua, la tela se había hecho transparente y sus incipientes pechos eran más que evidentes. Algunos de los presentes murmuraron y le lanzaron miradas de desaprobación (a Dolly, no a los chicos); pero a ella, empoderada, esa mezcla de sexo y de religión le pareció en plena sintonía con lo que había aprendido en la vieja capilla de su nuevo amigo Dios: «No me habría dado estos pechos si no quisiera que la gente los mirara», se dijo.

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Salvaje, hermosa, exótica. No hablamos de Dolly Parton, sino de la cordillera de los Apalaches, el entorno en que se crio. Un paisaje, una cultura, la primera y, en cierto modo, última frontera de Estados Unidos. Sus montes se extienden mil quinientos kilómetros desde el estado de Maine hasta el de Georgia y forman uno de los sistemas montañosos más antiguos del mundo. Aunque hoy se hallan en diferentes continentes, hace cuatrocientos cincuenta millones de años estaban unidos con el Atlas (Marruecos) y con la sierra de Las Villuercas, en Cáceres.

Durante cientos de años, sus únicos habitantes fueron los cheroquis; pero, a primeros del siglo XVIII, las incontables desgracias acaecidas en las islas británicas (guerras, sequías, hambrunas...) se tradujeron en la llegada de sucesivas oleadas de emigrantes europeos. Procedentes de las tierras bajas de Escocia, del norte de Inglaterra y de Irlanda, los senderos abiertos por los nativos los condujeron hasta el corazón de las montañas, donde se desperdigaron y formaron pequeños asentamientos.

Aunque los montes Apalaches fueron el último territorio fundado durante la era colonial en Norteamérica, a diferencia de todos los demás no estableció ningún tipo de gobierno que fijara unas reglas básicas de convivencia. El legado de la guerra y las penurias vividas había dejado en estos individuos «fuertes sospechas hacia los aristócratas y reformistas sociales en general», así que, una vez libres y asentados en el Nuevo Mundo, formaron una sociedad «literalmente fuera del alcance de la ley y concebida a medida del mundo anárquico que habían dejado atrás», explica Colin Woodard en American Nations: A History of the Eleven Rival Regional Cultures of North America.

No eran colonos en el sentido tradicional. No habían sido enviados por una compañía para fundar y explotar una colonia, ni huían de persecuciones religiosas que dieran un propósito mayor a su viaje. Tampoco tenían esclavos; en realidad, algunos habían llegado como sirvientes. Seguramente, aunque no se habla mucho de ello, como señala Nancy Isenberg en White Trash, entre ellos habría también bastantes delincuentes y fugitivos.[3] Y, a diferencia de los primeros colonos ingleses, estos practicaban la economía de subsistencia y el trueque. De hecho, durante dos siglos la moneda de cambio más frecuente en el sur de los Apalaches fue el whisky. Vivían de forma aislada y cambiaban constantemente de emplazamiento; en cuanto agotaban los recursos de la tierra que habían ocupado, se largaban a otro sitio.

Las guerras con los nativos eran frecuentes y abundaban los forajidos, lo que solo intensificó su convencimiento de que no tenía mucho sentido acumular bienes. Los juzgados más cercanos, a menudo, estaban a varios días de viaje, y lo normal, en caso de conflicto, era tomarse la ley por mano propia. Sus rudas maneras y su mentalidad de clan escandalizaron a los otros colonos europeos. «La conducta de mis compatriotas del norte de Irlanda, su violencia y el trato injusto que se profesan era del todo extraño en esta provincia hasta su llegada», escribió, alarmado, un alto funcionario británico a la metrópoli.[4] Los colonos del norte que los visitaron a primeros del siglo XIX, se quedaron impresionados por la pobreza en que vivían. Su prioridad «rara vez parecía ser aumentar su riqueza, más bien les interesaba maximizar su libertad»,[5] se extrañaban.

Aunque los primeros contactos de los nuevos habitantes de los Apalaches con los cheroquis fueron amistosos, no tardaron en surgir conflictos entre los diferentes grupos. Los choques se hicieron constantes. Los nativos trataron de firmar acuerdos con los blancos y de adoptar algunas de sus costumbres, como el alfabeto escrito; pero nada pudieron hacer con el comienzo de la guerra de Independencia contra Londres, que los obligó a abandonar parte del territorio de las Smoky Mountains.

Hubo intentos fallidos de asimilación por parte del nuevo Gobierno federal, conflictos por las tierras y muchas promesas incumplidas. El descubrimiento de oro al sur de los Apalaches fue el golpe final. En 1830, el presidente Andrew Jackson —un populista y genocida, el presidente favorito de Donald Trump por su perfil antiélites— firmó la Ley de Reubicación de los Indios y obligó a todos los pueblos nativos del este del río Misisipi a emigrar al oeste, hacia Oklahoma. Unas cien mil personas emprendieron el llamado «sendero de lágrimas» entre los años 1838 y 1839. Miles murieron por el camino.

Dueños ya del territorio, durante las siguientes décadas la vida de los emigrantes del Viejo Mundo en esta parte de Norteamérica no cambió mucho, aunque los europeos siguieron llegando durante todo el siglo XIX y estableciéndose donde podían, en terrenos cada vez más agrestes y pobres. Hasta la guerra de Secesión de Estados Unidos (1861-1865), el panorama socioeconómico de los Apalaches no era realmente muy distinto del que había en el resto de las colonias de Norteamérica, pero, a partir de ese momento, las diferencias se agrandaron a pasos de gigante.

Para empezar, su situación geográfica los dejó al margen de la Revolución Industrial. Después, la expansión del país hacia el oeste reforzó el carácter provinciano de la región, doblemente aislada y pobre; por ejemplo, la Gran Depresión duró más en Tennessee que en la mayoría de los estados del país. La llegada de las compañías madereras había seducido a muchos campesinos y granjeros de la región, que durante unos años se dedicaron al negocio seguro pero efímero de talar árboles. Arrasados los bosques, se encontraron sin trabajo; algunos volvieron a cultivar la tierra, otros emigraron.

A primeros del siglo XX, algunos vecinos de la ciudad de Knoxville se movilizaron para frenar el expolio y así preservar los bosques de las Smoky Mountains. Una donación de cinco millones de dólares del magnate John Rockefeller permitió al National Park Service reunir los fondos necesarios para comprar las tierras, para compensar y desplazar a los habitantes afectados por la operación —incluidos algunos ancestros de Dolly Parton no tantos años antes de su nacimiento— y para crear, en 1934, el Great Smoky Mountains National Park.

La construcción del Blue Ridge Parkway —un proyecto lanzado por el presidente Franklin Delano Roosevelt para combatir el desempleo durante la Gran Depresión, una autopista de montaña que unió el nuevo parque con Shenandoah (Virginia) mediante una impresionante ruta panorámica pensada para su disfrute al volante— facilitó la llegada de visitantes de otros estados. Poco a poco, la zona se convirtió en un imán para el turismo nacional y empezó a llegar dinero de fuera, aunque, con el cierre de las minas de carbón y con la desaparición de la industria, hoy en día esta hermosa y salvaje parte de Estados Unidos sigue albergando grandes bolsas de pobreza y la esperanza de vida de sus habitantes está por debajo de la media del país.

Pese a sus duras condiciones de vida, la economía de subsistencia que había distinguido a los primeros colonos europeos de los montes Apalaches tenía algunas ventajas. Como no todo era trabajar, disponían de tiempo de sobra para dedicarse a la música y para mantener vivas las tradiciones que se habían llevado consigo de Europa. La música y la religión fueron los pilares fundamentales para mantener unidas a estas comunidades montañesas, físicamente desperdigadas, desconfiadas y muy reacias a incorporar elementos culturales del exterior. La gente se juntaba para rezar, cantar y bailar al ritmo de instrumentos como el dulcimer, el salterio, el violín, la armónica (que viajó con los inmigrantes alemanes), o el banjo (traído por los esclavos africanos en el siglo XVIII).

Los Apalaches han sido un terreno tan duro para el hombre como fértil para la música. Las reuniones después de asistir a la iglesia y los bailes populares en los graneros (barn dances) ayudaron a difundir las tradiciones musicales traídas de Europa. Sus canciones narraban trágicas historias de amor, adulterios, crímenes violentos o simplemente escenas de la vida cotidiana en las montañas. Las primeras grabaciones musicales de la historia, realizadas a inicios del siglo XX, rescataron del olvido lamúsica del Viejo Mundo, que ganó popularidad en los años treinta gracias a la radio y que inspiró el movimiento de música folk estadounidense de los años sesenta y setenta.Mezclada con influencias africanas y con los salmos de la iglesia, en la Old World Music está el origen de la música country, que bebe también del blues, inventado por los negros, y vibra con la guitarra de acero traída por los hawaianos. Como veremos, la industria discográfica ocultaría deliberadamente durante años el origen mestizo de este género musical, reivindicado ahora por numerosos artistas negros, para presentarlo como una música «de blancos y para blancos» frente a los discos de «raza» destinados al público afroamericano.

Sin embargo, como decíamos, todo empezó con las antiguas baladas tradicionales inglesas (murder ballads), como «Barbara Allen», aparecida por primera vez en el siglo XVII en Escocia y grabada en el siglo XX por infinidad de artistas anglosajones, incluidos Joan Baez y Bob Dylan. Estas canciones se transmitieron de forma oral de generación en generación en Estados Unidos, especialmente gracias a las mujeres. Parte de ese hilo invisible y femenino de transmisión cultural fue Avie Lee Owens, la hija de un estricto predicador evangélico criada en los montes de Tennessee.

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La nieve caía con fuerza la noche del 19 de enero de 1946. Robert F. Thomas, un respetado médico formado en Nueva York, misionero metodista, atravesaba las Smoky Mountains montado a caballo. Iba todo lo rápido que podía. Le habían avisado para que fuera a asistir un parto en una remota cabaña en un paraje conocido como Locust Ridge. Era una noche tan fría que, al pasar la fregona, el agua se quedaba helada en el suelo.[6] Los hijos de la pareja, dos chicos y una chica, esperaban el desenlace en casa de unos vecinos. Unas horas después, llegaba al mundo la niña Dolly Rebecca Parton. Tenía la piel clara, el pelo rubio como su padre y los pómulos altos como su madre.

La familia era rematadamente pobre y pagó por sus servicios al doctor con un saco de harina de maíz. Dolly era la cuarta hija de Avie Lee Owens y Robert Lee Parton. La pareja se había conocido en la iglesia, el sitio de socialización por excelencia para las gentes de las montañas. Ella era la hija del predicador. Él venía de una familia de quince hermanos y se le conocía cierta afición por la bebida. Eran unos chavales cuando se casaron. Tenían quince y diecisiete años respectivamente, y más pasión de la que podían soportar. Habían intentado huir juntos y los pillaron. Al fin, el padre de ella, Jake Owens, se resignó y los declaró marido y mujer en 1939.

Tuvieron su primer hijo antes de que les alcanzaran los medios para mantener una familia. Harta de penurias, a los tres meses Avie Lee abandonó la cabaña perdida en el monte donde vivían para volver con los suyos. Pasado un año, se reconciliaron. Analfabeto pero laborioso y hábil con el dinero, Robert Lee Parton empezó a trabajar unas tierras como aparcero (sharecropper), lo que significaba que tenía que dar la mitad de su escasa cosecha —fundamentalmente, tabaco y verduras— a los dueños de la tierra. De vez en cuando, hacía trabajillos por la zona, aunque no abundaban las oportunidades. Para ganarse unos dólares extra, como tantos montañeses, también fabricaba moonshine, un whisky casero ilegal que los contrabandistas solían elaborar a la luz de la luna, de ahí su nombre. Para desazón de su mujer, Robert lo degustaba más de la cuenta.

En casa, los embarazos se sucedían sin remedio. Cuando no tenía un bebé en brazos, Avie Lee tenía uno en el vientre, recuerda Dolly. Todos se recibían con alegría, como un regalo de Dios. De salud precaria, estuvo a punto de morir en dos ocasiones al menos por complicaciones relacionadas con los embarazos, y pasó largas temporadas enferma. Para cuando cumplieron treinta y cinco y treinta y siete años respectivamente, la pareja había tenido doce hijos, seis chicas y seis chicos. No es que fueran católicos, como la gente suele preguntar a Dolly al saber de su numerosa familia; solo eran unos «paletos cachondos» que se querían con locura (y una madre que, probablemente, al principio no tenía mucha idea de cómo se quedaba encinta), suele decir la artista.

En 1955 nació Larry, el niño que, según la costumbre de las montañas de asignar a los hermanos mayores el cuidado de los más pequeños, iba a ser «el bebé de Dolly». Murió a las pocas horas. Lo enterraron cerca de su casa. Ella se pasó varios días llorando desconsolada junto a su tumba. La experiencia, que inspiró la canción «Jeannie’s Afraid of the Dark», la traumatizó. «Lo había planeado todo, había trabajado duro para estar lista para él, para ser su pequeña mamá».[7] Tenía solo nueve años, pero Dolly lo sintió como si hubiera perdido un bebé propio.

Su padre, por su parte, tuvo varios hijos fuera del matrimonio, fruto de sus escapadas de fin de semana, nada extraño en este contexto social. La pareja habló en varias ocasiones de separarse y repartirse a los niños (Dolly sufría con la idea y era incapaz de elegir, recuerda su hermana mayor, Willadeene), pero finalmente estuvieron juntos hasta el final de sus días. «Era un buen padre y un buen marido. Siempre volvía a casa. Solo era un poco salvaje, pero lo entiendo porque yo soy una combinación de los dos. Pero siempre quiso a mamá y siempre nos trató bien», dijo Dolly en 1984 en una entrevista con Andy Warhol.[8]

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Desde finales del siglo XIX, a la «gente de las montañas», como la familia de Dolly, se les conocía como hillbillies. El diccionario de Cambridge los define como «personas originarias de zonas montañosas de Estados Unidos que tienen un modo de vida simple y están consideradas como ligeramente estúpidas por las personas que viven en las ciudades». Según el manual británico, la traducción más sencilla de la palabra hillbilly al castellano sería «paleto». El uso despectivo del término se extendió con la Gran Migración, que, en los años cincuenta, llevó a cientos de miles de estadounidenses de los montes Apalaches y del Sur Profundo a buscarse la vida en las fábricas y acererías que abrían las puertas en los estados del Medio Oeste, punta de lanza de la acelerada industrialización estadounidense tras la Segunda Guerra Mundial.

El padre de Dolly, como tantos, también lo intentó. Junto con un par de hermanos cogió la Hillbilly Highway (como se llamó a esta ruta migratoria interna) y se fue a Detroit para trabajar en la industria del automóvil. La experiencia le superó. No podía leer las señales de las calles, se sentía perdido y echaba de menos a su familia. Concluyó que no estaba hecho para vivir lejos de sus montañas[9] y volvió a casa al poco tiempo. Historias como esta inspiraron canciones, libros y películas. El cine de Hollywood, la televisión y la cultura de masas en general ridiculizaron sin compasión a los paletos con películas como Ma and Pa Kettle (1950), o con la popular serie The Beverly Hillbillies, una sátira del mito de la movilidad social en Estados Unidos que los representaba como personas violentas, primitivas e ignorantes. La «enorme conciencia de clase»[10] de los estadounidenses, escribió un crítico televisivo de Los Angeles Times en 1963, explica el extraordinario éxito de la serie televisiva.

A la vista del tirón comercial que tenía la imagen estereotipada de los hillbillies, los propios apalachenses colaboraron para perpetuarla: el programa cómico de televisión Hee Haw se emitió cada semana entre 1969 y 1997 desde el Grand Ole Opry, el templo del country en Nashville. Protagonizado por unos pillos granjeros desdentados e incultos, el show fue un éxito total más allá de las regiones rurales del país. Desde ciudades como Nueva York, Los Ángeles o Chicago, los estadounidenses miraban con curiosidad entomológica a sus poco refinados compatriotas del sur, como si de bichos raros se tratara, igual que en el 2016 mirarían con pasmo a esa otra mitad de Estados Unidos que votaría a Donald Trump.

La región de los Apalaches fue prioritaria en el programa federal de «guerra contra la pobreza»lanzado por el presidente Lyndon B. Johnson en 1964, un proyecto vasto e inconcluso todavía hoy. Durante su campaña presidencial, el senador demócrata Robert F. Kennedy, el más progresista del clan, realizó varios viajes a las regiones olvidadas de Estados Unidos para conocer de primera mano los retos pendientes del país en términos de pobreza y de racismo. Uno de esos poverty tours, en febrero de 1968, cuatro meses antes de ser asesinado, lo llevó hasta los Apalaches.

Eran tiempos de luchas sociales y de activismo sindical, y el político demócrata fue recibido con honores en Kentucky; aunque, poco a poco, la región viraría hacia el Partido Republicano. En el año 2016, ya era un bastión seguro para los conservadores cuando un empresario neoyorquino más racista y desvergonzado que la media de comentaristas políticos, adicto a la televisión y a la fama, se presentó a las elecciones presidenciales. Para sorpresa de los analistas de las grandes ciudades, Trump arrasó en las primarias republicanas en todos los estados de la región, y meses después, por supuesto, se impuso en las presidenciales. «No es como los demás, no es un político», «Él sí que se preocupa por nosotros», «Es un bocazas, pero no me importa», me dijeron sus votantes durante mis viajes por el interior de Estados Unidos, donde los demócratas se toparon con la incómoda verdad de que la clase obrera se había rendido a sus pies, seducidos por su estilo descarado y por su aura de éxito. Trump obtuvo resultados prácticamente idénticos en el 2016 y en el 2020 en Tennessee, alrededor del sesenta por ciento de votos; quizás allí es cierto que podría estar en medio de la Quinta Avenida, disparar a alguien y no perder ni un voto.

Este es el entorno en que Dolly Rebecca Parton se crio. La curiosidad sobre sus humildes orígenes, un elemento clave de su identidad artística, la persiguió desde sus comienzos en el mundo de la música. Orgullosa de sus raíces, la cantante abrazó con la frente bien alta el apelativo de paletay otros términos peyorativos, como redneck o, incluso, el de escoria blanca (white trash), los dignificó a ojos de los suyos y convirtió el insulto en motivo de orgullo. En sus primeras entrevistas con la prensa nacional, llama la atención que había casi tantas preguntas sobre su voluptuoso físico como sobre su infancia en los atrasados Apalaches.

La fascinación voyeurística, casi pornográfica, por el estilo de vida de los paletos es evidente, por ejemplo, en la larga conversación que mantuvo con la revista Playboy. «¿Alguna vez veíais revistas o diarios?», le preguntó el periodista. «A veces mi tía de Knoxville nos traía periódicos, que usábamos como papel higiénico. Pero antes de utilizarlo mirábamos las fotos y veíamos a gente que se había hecho rica y tenía toda la comida, ropa y casas que quería. [En nuestro entorno] había tanta gente como nosotros que cualquiera que tuviera una casa limpia ya nos parecía que era rica. Y si alguien llevaba los labios pintados, pensaba que era millonaria», respondió Parton.

¿Cuándo fue la primera vez que utilizó un inodoro con cisterna? «Mi tía tenía un váter en el baño, que nos tenía fascinados. Nos daba miedo usarlo. Pensaba que me iba a aspirar por allá abajo... También tenía televisión; fue la primera que vimos». Su familia fabricaba su propio jabón en casa y se bañaban todos en el río, explicó Dolly. «El jabón se iba río abajo; estábamos tan sucios que dejábamos una mancha en el agua». ¿Y qué hacían en invierno, cuando hacía demasiado frío para asearse al aire libre? «Teníamos una palangana. Tenía que limpiarme todos los días porque los niños se me hacían pis encima y dormíamos tres o cuatro en una cama. En cuanto me metía en la cama, se me orinaban encima. Ese era el único calor que teníamos en invierno».

La conversación derivó enseguida hacia la desnudez y la sexualidad en el mundo de los paletos, que, por si fuera poco, también tenían fama de depravados. «¿Os bañabais desnudos en el río?», preguntó el enviado de Playboy. «De niños éramos muy recatados. Los chicos se bañaban desnudos y nosotras a veces también, pero no juntos. En cuanto te empezabas a desarrollar, te ponías una camisa y no te la quitabas. Nunca he visto a papá o a mamá desnudos, y me alegro».

¿Y cómo aprendieron «las cosas de la vida»? «Lo aprendí en el pajar [risas]. Probablemente, no debería decir esto, pero es la verdad: siempre estábamos investigando cosas por nuestra cuenta. Teníamos tíos y primos que a veces solo tenían dos o tres años más que nosotros y que sabían muchas cosas. Venían a visitarnos y nos enseñaban todo tipo de maldades o nos contaban cosas. En cuanto teníamos ocasión, lo probábamos». Parton evitó responder a la pregunta de cuándo tuvo su primera experiencia sexual: «Eso no te lo voy a decir porque probablemente sería muy pervertido. Como niños, siempre estábamos experimentando», pero habló con absoluta naturalidad del tema.

«Siempre me ha encantado el sexo. Nunca he tenido una experiencia mala. Siempre he sido muy sensible y sentía que podía expresar mis emociones así, como hacía con las palabras. Si sentía que quería compartir una emoción, lo hacía. Para mí, el sexo no era nada sucio. Era algo muy íntimo y muy real. Creo que nunca tuve miedo al sexo; la primera vez que lo hice no lo tenía».

El interrogatorio rozó lo indigno, pero Dolly parecía disfrutar espantando al periodista con sus francas respuestas. La entrevista data de 1978. Para entonces, había cambiado su forma de abordar las relaciones públicas respecto a lo que ocurría en los inicios de su carrera, cuando afrontaba con timidez y cierto rubor las preguntas de la prensa. La cantante aprendió a tomar las riendas de las charlas con sus entrevistadores (en su mayoría varones), que quedaban descolocados por su original mezcla de encanto, descaro e ingenio.

La cabaña de los sueños

e«Coat of Many Colors» (1971)e

Si hay un lugar donde empezó todo para Dolly Parton es en la cabaña en la sierra de Locust Ridge, sin agua corriente y sin electricidad, con un solo dormitorio, donde vivió los primeros años de su vida. Es la modesta casa de madera que aparece en la portada de My Tennessee Mountain Home (1973), un lugar apartado del mundo donde los únicos entretenimientos eran la naturaleza, las historias de la Biblia que les contaba su madre y la inventiva de su musical familia. Gracias a su música, ese lugar idílico e idealizado es también el hogar perdido por millones de estadounidenses que emigraron a la ciudad en busca de empleo y que recordaban con nostalgia el mundo que habían dejado atrás.

En su hogar de las montañas de Tennessee, los grillos cantan, la madreselva crece enrollada en la valla junto al camino, los pájaros gorjean dulces melodías... La vida en su hogar en las montañas de Tennessee es tan plácida «como el suspiro de un bebé», evoca Parton. La nostalgia es el hilo conductor de este disco conceptual, que responde con historias reales y cotidianas de los Apalaches a la despectiva narrativa imperante en el país sobre la vida en esta parte de Estados Unidos. Sin embargo, la realidad no era exactamente bucólica, y así lo reflejan otros temas de la misma época.

Como dice en In the Good Old Days (When Times Were Bad) —literalmente: «En los buenos viejos tiempos, cuando las cosas iban mal»—, no hay dinero suficiente en el mundo para comprarle los recuerdos que tiene de entonces, pero tampoco para convencerla de volver a pasar por ello. Aunque Dolly destaca la alegría y el amor que reinaba en su familia, que compensaban la inmensa pobreza material en que vivían, en ningún momento se engaña respecto a su precaria situación: los madrugones para trabajar en el campo, el frío, el hambre, los agujeros en las suelas de los zapatos, la ropa remendada...

«Fui al instituto con Randy, Stella y Coy, los hermanos pequeños de Dolly. Era una familia pobre. Oh, sí, pobre de verdad. Dolly se metió en el mundo de la música y superó todo aquello, pero venían de muy abajo. Ella se ha labrado una buena vida y ha ayudado a su familia y a otras del condado; le tengo mucho respeto», me contó un jubilado en Sevierville. «Si alguien sospecha que Dolly exagera la dureza de su infancia, en realidad la pobreza que experimentó en el monte era peor de lo que ella ha admitido», ratificó una de sus primeras biógrafas, Alanna Nash.[1]

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Los alrededores del Parque Nacional de las Smoky Mountains están hoy llenos de hoteles y de cabañas de lujo para turistas, con vistas impresionantes sobre las montañas, internet de alta velocidad, barbacoas de gas y jacuzzis