E-Pack Bianca junio 2022 - Abby Green - E-Book

E-Pack Bianca junio 2022 E-Book

Abby Green

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Beschreibung

La esposa robada Abby Green ¿Podía estar seguro de que solo era un matrimonio de conveniencia? Desafío en el desierto Julianne Howells ¿Una simple estratagema o una verdadera boda real? Una reina de verdad Jackie Ashenden Cassius necesitaba una Reina… pero él ya tenía una esposa. Un encuentro especial Dani Collins Lo había planeado todo… ¡salvo convertirse en padre!

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Seitenzahl: 753

Veröffentlichungsjahr: 2022

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Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S. A.

E-pack Bianca, n.º 307 - junio 2022

 

I.S.B.N.: 978-84-1105-849-0

Índice

 

Créditos

Índice

 

La esposa robada

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

 

Desafío en el desierto

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Si te ha gustado este libro…

 

Una reina de verdad

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

 

Un encuentro especial

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

LEONOR Flores de la Vega no podía apartar los ojos del hombre que estaba al fondo del elegante salón del hotel. Era más alto que los demás y su expresión era seria, adusta, pero eso no le restaba atractivo. Incluso a varios metros, Leonor percibía su viril magnetismo y no podía dejar de mirarlo. Era como si estuviesen conectados por un hilo invisible, quisiera ella o no.

Sabía quién era Gabriel Ortega-Cruz y Torres. Todo el mundo lo sabía. Pertenecía a una de las familias más antiguas e ilustres de España, dueños de grandes extensiones de tierra, bancos, viñedos y propiedades inmobiliarias, solo por nombrar algunas empresas.

Era un hombre muy discreto, pero tenía fama de ser tan agresivo en la cama como en los negocios. Era considerado uno de los solteros más cotizados de Europa, pero no parecía tener prisa por casarse. Y cuando lo hiciese sería con una mujer de su círculo, alguien que respirase el mismo aire enrarecido.

¿Y por qué le interesaba eso a ella?, se preguntó Leonor. Ella provenía de una familia casi tan antigua e ilustre como la de Gabriel, pero ahí terminaban los parecidos. La fortuna de su familia se había perdido y subsistían abriendo al público el castillo a las afueras de Madrid. Era una situación ignominiosa e insostenible.

Nunca había hablado con Gabriel Torres y seguramente no lo haría nunca. Un hombre como él no perdería el tiempo con una chica cuya familia estaba arruinada, pero se había fijado en él desde la primera vez que lo vio, cuando él tenía veintiún años y ella doce, durante un partido de polo. Antes de que su familia lo perdiese todo debido a la adicción al juego de su padre, una vergüenza por la que sus padres no habían sido vistos en público en los últimos años.

Aquel día no había podido apartar los ojos de él. Era tan vital, tan atlético. El caballo y él parecían moverse al unísono, pero había sido su expresión lo que la interesó, tan intensa, tan concentrada.

Había oído decir a un miembro del otro equipo:

–Torres, relájate, solo es un partido amistoso.

Él no había dicho nada. Solo había fulminado al hombre con la mirada y Leonor recordaba haber sentido un pellizco en el corazón, como si hubiera querido consolarlo, hacerlo sonreír. Aunque eso era ridículo, claro.

El ruido del salón del hotel la devolvió al presente. A un momento que iba a cambiar su vida para siempre, pensó, intentando respirar.

Iba a hacer aquello por su familia, por Matías. No tenía elección. Ella era su única esperanza.

Suspirando, miró a su prometido, Lázaro Sánchez. Era muy atractivo, con el pelo rubio oscuro algo largo y unos inusuales ojos verdes. Alto, casi tan alto como…

Leonor sacudió la cabeza. Tenía que dejar de pensar en él. Estaba a punto de comprometerse oficialmente con Lázaro Sánchez, un hombre al que apenas conocía, aunque habían salido juntos en un par de ocasiones.

No sentía nada por él, pero Lázaro era amable y considerado. Y, sobre todo, estaba dispuesto a pagar las deudas de su familia. Los Flores de la Vega recuperarían el respeto de su círculo de amistades y el futuro de Matías estaría asegurado. A cambio, Lázaro conseguiría lo que quería: ser aceptado en el mundo de la alta sociedad en el que ella vivía, o en el que había vivido hasta que su padre arruinó a la familia. Lo único que ella podía esperar de la vida era ser la esposa trofeo de algún hombre rico como Lázaro y no tenía más remedio que aceptar.

Notó entonces que él tenía una expresión ceñuda, parecida a la de Gabriel Torres, pero antes de que pudiese seguir pensando en ello el ayudante de Lázaro empezó a hacerles señas.

Había llegado la hora.

–¿Te encuentras bien, Lázaro? Estás muy tenso.

Él esbozó una sonrisa mientras tomaba su mano. Nada. No sentía nada.

Leonor se regañó a sí misma. La gente de su círculo no se casaba por amor, ni siquiera por atracción física. Eran matrimonios estratégicos. Exactamente lo que ella iba a hacer.

–Estoy bien, solo un poco preocupado –respondió él.

Sin poder evitarlo, Leonor miró hacia el fondo del salón y, cuando la mirada oscura y fascinante de Gabriel Torres se clavó en la suya, sintió una oleada de algo indescriptible.

¿Cómo podía sentirse atraída por otro hombre cuando estaba a punto de comprometerse oficialmente con Lázaro?

–Me alegro de que hayas aceptado casarte conmigo. Creo que seremos felices –dijo él entonces.

«¿De verdad?».

Leonor experimentó una burbuja de histeria en su interior. Tenía la sensación de que las paredes del salón se cerraban, sofocándola. Cuando Lázaro soltó su mano para tomarla firmemente por la cintura, la sensación de claustrofobia aumentó.

–Me haces daño –le dijo en voz baja.

Él aflojó la presión inmediatamente.

–Lo siento.

Leonor esbozó una sonrisa forzada. Cuanto antes terminasen con el anuncio, antes podría salir del salón y respirar un poco, pensó, intentando no mirar al alto, magnético y turbador Gabriel Torres.

Lázaro golpeó una copa de champán para llamar la atención de los invitados.

–Sé que esto no es una sorpresa para nadie, pero me alegra anunciar oficialmente…

Leonor no estaba prestando atención. Por mucho que intentase evitarlo, sus ojos iban hacia el fondo del salón, donde Gabriel Torres seguía mirándola con una intensidad desconcertante.

De repente, un grito interrumpió el discurso de Lázaro:

–¡No, espera!

Una mujer se abría paso entre los invitados, aunque un guardia de seguridad intentaba sujetarla. Iba vestida como las camareras, con una camisa blanca y una falda negra, el vibrante pelo rojo sujeto en un moño. Era muy guapa, con unos enormes ojos azules.

Estaba mirando directamente a Lázaro cuando dijo:

–Tengo que contarte algo. Estoy embarazada… estoy esperando un hijo tuyo.

Durante unos segundos, el tiempo pareció quedar en suspenso y luego todo pareció ocurrir a cámara lenta.

Lázaro se apartó de ella para hablar con la mujer. Parecía tan pequeña a su lado. Tontamente, Leonor pensó que hacían buena pareja.

No podía oír lo que decían, pero unos segundos después un hombre de seguridad se llevó a la mujer y Lázaro se volvió hacia ella, mirándola con una mezcla de conmoción, rabia y remordimiento.

Aunque le avergonzaba admitirlo, Leonor se sintió aliviada, como si le hubieran quitado un peso de los hombros. Pero el alivio desapareció cuando miró alrededor y vio a los invitados cuchicheando. Algunos la miraban con pena y otros con algo menos benigno, con malicia, como regocijándose al presenciar su caída en desgracia.

Había intentado saldar las deudas y la vergüenza de su familia casándose por dinero y ahora se sentía tan expuesta como si estuviera denuda. Y él seguía allí, al fondo del salón, mirándola con expresión seria.

Se volvió hacia Lázaro, angustiada. Tal vez se trataba de una confusión de identidades.

–¿Es verdad? –le preguntó.

Pero Lázaro no respondió inmediatamente y su silencio lo decía todo.

–Leonor, por favor, deja que te lo explique.

Era verdad.

Ella negó con la cabeza.

–No puedo casarme contigo, ya no. ¿Cómo has podido hacerme esto? ¿Y delante de todo el mundo?

Agradecía que sus padres no estuvieran allí para presenciar aquel desastre. O Matías. Porque su hermano vería que estaba alterada y eso lo disgustaría.

Leonor miró alrededor, buscando una salida, pero solo veía rostros que la juzgaban, que se reían de ella. Nerviosa, corrió hacia el lavabo de señoras que, por suerte, estaba vacío. Se encerró en una de las cabinas y se sentó en el inodoro.

Estaba temblando y tuvo que hacer un esfuerzo para llevar oxígeno a sus pulmones, pero cuando empezaba a calmarse la puerta del lavabo se abrió y varias mujeres entraron chismorreando sobre la situación.

–¿Quién va a casarse con ella ahora? Su situación es tan desesperada que estaba dispuesta a casarse con un nuevo rico…

–¿De dónde ha salido Lázaro Sánchez? Dicen que creció en las calles, como un pordiosero.

–Los De la Vega no podrán sobrevivir a esto. Lo único que tienen es a ella y a ese hermano suyo…

Cuando mencionaron a su querido hermano, Leonor abrió la puerta y se encaró con las tres chismosas. Los cotilleos cesaron de inmediato. Una de las mujeres palideció, la otra se puso colorada, pero la tercera no parecía arrepentida.

Leonor estaba tan disgustada que no podía hablar mientras las veía salir del lavabo. Seguirían chismorreando en cuanto la hubiesen perdido de vista, pero al menos no la habían visto llorando.

Se acercó al lavabo y se miró al espejo, angustiada. Su aspecto, relativamente sereno, contradecía la tormenta en su interior.

Tomó aire mientras se lavaba las manos con agua fría, pero entonces recordó el rostro de Gabriel Torres, tan vívido como si estuviese ante ella. Se le encogió el corazón al pensar que también él había presenciado esa humillación pública.

Leonor tomó aire e irguió los hombros antes de salir del lavabo, esperando poder marcharse de allí sin que nadie la viese.

 

 

¿Dónde estaba?

Gabriel Torres miraba a un lado y a otro, pero no había ni rastro de la bella morena. El vestido rojo que llevaba se ajustaba a sus proporcionadas curvas de un modo que hacía arder su sangre por primera vez en mucho tiempo y el deseo de buscarla lo sorprendía porque él no solía portarse de modo impetuoso.

Solo había ido al hotel esa noche para ver por sí mismo qué tramaba Lázaro Sánchez. No confiaba en él porque todo lo que hacía parecía calculado para fastidiarlo. Y porque los dos estaban involucrados en una competitiva y lucrativa puja para un proyecto público.

Sánchez incluso había inventado que eran hermanastros. Lo había abordado durante un evento para contarle esa patraña. Según él, muchos años atrás se había encarado con su padre a las puertas de un restaurante para decirle que era su hijo, pero no había servido de nada.

Gabriel se había mostrado disgustado por tal insinuación, pero en realidad recordaba ese incidente. Recordaba al niño que esperaba en la puerta de un restaurante en el centro de Madrid donde habían celebrado su cumpleaños, una de las raras ocasiones en las que su desquiciada familia se reunía para algo.

Gabriel nunca había sido ingenuo y sabía que era muy posible que el mujeriego de su padre hubiese tenido un hijo ilegítimo. En una familia como los Ortega-Cruz y Torres, una dinastía que databa de la Edad Media, tales cosas eran frecuentes, de modo que Sánchez podría ser su hermanastro, pero sospechaba que era más bien una treta para sacarlo de sus casillas.

Irónicamente, su padre también estaba en aquel evento esa noche, pero no había hablado con él. Apenas se toleraban el uno al otro y, sin duda, solo estaba allí por el alcohol gratuito o por alguna mujer.

Como Sánchez decía estar emparentado con ellos, siempre habían mantenido las distancias, pero aquella noche iba a tener lugar una de sus más audaces maniobras: anunciar su compromiso con una aristócrata, cuya familia podía rivalizar en abolengo con los Ortega-Cruz y Torres.

Casarse con alguien como Leonor Flores de la Vega colocaría a Sánchez en una posición en la que sería muy difícil ignorarlo.

Gabriel debía admitir que era muy listo. Evidentemente, no iba a casarse con Leonor por dinero ya que su familia estaba en la ruina. No, el valor de Leonor estaba en su apellido.

Gabriel había oído decir que Sánchez le había ofrecido un trato, él pagaría las deudas de su padre y, de ese modo, pasaría a formar parte del selecto círculo al que tan desesperadamente quería pertenecer.

Nunca había hablado con Leonor, pero habían coincidido en varios eventos y tenía algo que siempre había llamado su atención.

Su hermoso rostro, siempre sereno, no revelaba sus sentimientos. El largo pelo oscuro apartado de la cara destacaba una estructura ósea fabulosa, ojos grandes, almendrados, pestañas oscuras y unos labios gruesos que insinuaban una sensualidad con la que, Gabriel intuía, no se sentía del todo cómoda.

Se había devanado los sesos intentando recordar la última vez que la vio. No había sido recientemente y había crecido mucho desde entonces. Ahora era una mujer bellísima.

Gabriel no había podido dejar de mirarla, esperando que ella le devolviese la mirada en algún momento. Y cuando lo hizo, el impacto de su mirada provocó una instantánea oleada de deseo.

En sus ojos había visto un brillo de pánico, pero también de algo más potente.

También ella lo deseaba.

Cuando Lázaro Sánchez le pasó un brazo por la cintura para anunciar el compromiso, Gabriel había sentido algo inesperado, ardiente y visceral. Una sensación… posesiva. Sentía el inexplicable y abrumador deseo de interrumpirlo, pero en ese instante una chica pelirroja y bajita se había abierto paso entre la gente para decir que estaba esperando un hijo de Sánchez.

En medio del tumulto que siguió a tal anuncio, Leonor había salido corriendo y Gabriel supo que esa era su oportunidad. Nunca había sentido un deseo tan urgente, tan primitivo, por nadie.

La animosidad que sentía por Sánchez lo había empujado a burlarse de él por su malogrado intento de comprar respetabilidad y por airear sus dramas domésticos en público, pero dejó de pensar en su rival mientras buscaba a Leonor Flores con la mirada.

Había desaparecido.

Gabriel experimentó una sensación extraña, como si algo importante se le hubiera escapado entre los dedos. Para un hombre que, en general, siempre conseguía lo que quería, era una sensación muy desagradable. Claro que estaba haciendo algo que no hacía nunca, perseguir a una mujer cuando no tenía necesidad de hacerlo.

Si quería a una mujer con tal urgencia podría darse la vuelta y elegir entre las invitadas, pero no quería a ninguna de aquellas chicas. La quería a ella.

Y entonces, como respondiendo a una llamada silenciosa, la vio detrás de las plantas que separaban el vestíbulo del resto del hotel. La vio y vio lo que ella veía, un grupo de paparazisfrente a la puerta y ninguna forma de salir sin ser vista.

No pensaba dejar que volviera a escaparse y si, además, tenía la oportunidad de recordar a Sánchez cuál era su sitio, sería un tonto si no lo explotase.

Leonor maldijo en silencio. Detrás del frondoso muro de plantas podía ver a los fotógrafos en la puerta del hotel, sin duda esperando fotografiar a la sonriente pareja cuando terminase el evento. No había otra salida sin pasar por el vestíbulo. De un modo u otro la verían escabulléndose, saliendo del hotel sin su prometido, como si fuera ella quien hubiese hecho algo censurable.

Mientras intentaba decidir qué debía hacer sintió un cosquilleo en la nuca y se dio la vuelta. Gabriel Torres estaba a unos metros de ella, mirándola.

Era incluso más alto de cerca, sus hombros más anchos, el cabello espeso apartado de la frente, los ojos oscuros, la nariz patricia y una boca firme, aunque el labio inferior, curiosamente exuberante, suavizaba las duras facciones, haciendo que se preguntase cómo sería besarlo. Podía imaginarlo tumbado sobre almohadones de seda, llamando a sus amantes.

Llamándola a ella.

Estaba perdiendo la cabeza, pensó. Ella nunca se imaginaba a sí misma besando a un hombre. Tenía veinticuatro años y era virgen porque su vida consistía en cuidar de sus padres, del castillo y de su hermano discapacitado. Había sido más una madre que una hermana para Matías desde que su mundo se hundió por culpa de las deudas de su padre y no tenía tiempo para nada más.

Antes de que pudiese decir nada, Gabriel dio un paso adelante.

–¿Quieres que te saque de aquí?

Su voz era ronca, fascinante, y Leonor asintió con la cabeza sin pensarlo dos veces.

–Saldremos por la entrada principal. Mira hacia delante y no hagas caso de los fotógrafos –le dijo, sacando el móvil del bolsillo para dar unas rápidas instrucciones–. Vamos, mi coche está fuera.

Gabriel Torres la tomó del brazo sin darle tiempo a reaccionar y los destellos de las cámaras la cegaron en cuanto salieron del hotel.

–¡Leonor! ¿Dónde está Lázaro Sánchez?

Siguiendo las instrucciones de Gabriel, Leonor caminaba mirando hacia delante. Había un deportivo plateado aparcado frente a la puerta y Gabriel la ayudó a subir a toda prisa. Unos segundos después, se abrían paso entre los periodistas. Leonor parpadeó, cegada por los destellos de las cámaras que los paparazis pegaban a las ventanillas del deportivo.

–Mañana saldré en todos los periódicos –murmuró.

–¿Por qué te preocupa? Tú no tienes nada de lo que avergonzarte.

Leonor lo vio poner la mano en el cambio de marchas. Dedos largos, uñas bien cortadas, masculinas…

Absurdamente, sintió una contracción entre las piernas.

–No tenías que hacer esto –le dijo cuando frenó en un semáforo–. Pero gracias en cualquier caso.

–No tiene importancia. Sánchez no debería haberte echado a los lobos.

Leonor tuvo la impresión de que estaba enfadado con Lázaro por ella y le parecía extraño, pero estaba demasiado aliviada por haber escapado de tan desagradable situación y no quería pensar más.

Estaban recorriendo una de las zonas más exclusivas de Madrid, con calles flanqueadas por árboles y elegantes terrazas, tiendas de antigüedades, boutiques con el nombre de famosos diseñadores y elegantes edificios clásicos mezclados con modernas construcciones de acero y cristal.

Sintiéndose avergonzada, y pensando que Gabriel podría estar lamentando su buena acción, Leonor se apresuró a decir:

–No tienes que llevarme a casa. Puedo tomar un taxi.

Él negó con la cabeza, mirando por el espejo retrovisor.

–Te seguirían.

Leonor miró hacia atrás y vio un par de motos siguiéndolos. Se le encogió el corazón al pensar que pudiesen aparecer en la finca de su familia. Si Matías los veía se sentiría desconcertado y asustado…

–Agárrate –dijo Gabriel cuando el semáforo se puso en verde.

Pisó el acelerador y giró en un par de calles estrechas a toda velocidad, aunque Leonor no se sintió en peligro en ningún momento. De hecho, era emocionante. Poco después entró en una calle residencial. Parecía que iban a estrellarse contra un muro, pero era una puerta que se abrió automáticamente y les permitió entrar en un garaje privado.

Gabriel detuvo el coche al lado de varios deportivos del mismo estilo.

–Creo que los hemos perdido.

–¿Dónde estamos? –preguntó Leonor.

–En mi apartamento. Esperaremos aquí un rato para perderlos del todo y luego te llevaré a casa, si quieres.

«Si quieres».

Leonor lo miró, nerviosa. Era tan extraño que fuese él, precisamente él, quien la había rescatado.

Gabriel la miraba con una expresión indescifrable y, sin embargo, entre ellos parecía haber una comunicación silenciosa. Algo que no podía entender y no quería investigar.

–Muy bien, pero no quiero molestarte más.

–No es una molestia, no te preocupes.

Gabriel salió del coche y dio la vuelta para abrirle la puerta. Cuando le ofreció su mano Leonor vaciló. No se atrevía a tocarlo porque temía su propia reacción, pero no podía hacerle esperar, de modo que dejó que la ayudase a salir del coche. Y había hecho bien al tener miedo porque la descarga eléctrica que sintió cuando tomó su mano la recorrió de arriba abajo.

Cuando se irguió estaba tan cerca de Gabriel que un paso más y estaría apretada contra su torso. No sabía dónde mirar y clavó los ojos en su corbata.

–¿Estás bien? –le preguntó él.

Leonor esbozó una sonrisa, intentando no sentirse intimidada por la masculinidad y la proximidad de aquel hombre tan atractivo.

–Sí, estoy bien. Solo un poco nerviosa. Normalmente, los paparazis no se fijan en mí.

No quería ni pensar en lo que dirían los periódicos al día siguiente o en la reacción de sus padres, que habían esperado que ella salvase el apellido y la economía familiar, no verse envueltos en otro escándalo.

Cuando Gabriel soltó su mano Leonor se dio cuenta de algo.

–¡Mi chal y mi bolso!

Los había dejado en el hotel.

–Yo me encargaré de que alguien vaya a buscar tus cosas y las traigan aquí, no te preocupes.

Subieron al portal por una escalera y el guardia de seguridad saludó a Gabriel.

–Buenas noches, señor Torres.

–Buenas noches, Pancho.

Gabriel puso una mano en su espalda, guiándola hacia un ascensor. Leonor podía sentir el calor de su mano a través del vestido y sintió el ridículo anhelo de apoyarse en ella.

La inquietaba lo que le hacía sentir aquel hombre, de modo que se apartó cuando entraron en el ascensor. Cuando las puertas se abrieron, Gabriel le hizo un gesto con la mano para que lo precediese a un fabuloso ático, con los elementos originales de la época del edificio, el siglo XIX, pero modernizados. Las clásicas molduras de los techos contrastaban con enormes cuadros y esculturas de arte moderno. El diseño, el orden, los suelos de madera brillante, la escasez de muebles, todo era muy relajante.

Gabriel la llevó a un amplio salón y sacó el móvil del bolsillo para hacer una llamada. Luego, cuando empezó a tirar del lazo de su corbata y a desabrochar los primeros botones de la camisa, Leonor apartó la mirada, sintiendo como si estuviese entrometiéndose en la intimidad de alguien.

–Por favor, siéntate. Ponte cómoda.

El vestido con escote palabra de honor hacía que Leonor se sintiese desnuda, pero no tenía nada con lo que cubrirse.

–Tienes un apartamento precioso –comentó, incómoda.

Sin duda, una de las muchas propiedades que él y su familia tenían por todo el mundo. Gabriel era el patriarca de los Torres, aunque su padre aún vivía, y sabía que tenía una hermana pequeña, pero no la conocía.

–¿Quieres tomar una copa? –le preguntó él, acercándose a un precioso mueble-bar–. Tengo whisky, coñac, champán, ginebra, vino…

–Un whisky, por favor –respondió Leonor.

Necesitaba algo fuerte para calmar sus nervios.

–Es irlandés. Al parecer, es muy bueno –dijo él, ofreciéndole un vaso.

Leonor lo tomó, distraída por el retazo de piel bronceada que podía ver bajo el botón desabrochado de su camisa.

–¿No lo has probado?

–Yo no bebo alcohol.

Le pegaba no beber alcohol. Parecía un hombre templado, inflexible, siempre alerta. Se preguntó por qué no bebía, pero no iba a preguntar.

Como si hubiera leído sus pensamientos, Gabriel dijo entonces:

–He visto cómo afecta el alcohol al buen juicio de la gente. Mi padre, por ejemplo, estuvo a punto de arruinar el negocio familiar por culpa del alcohol.

Ah, era por eso por lo que él dirigía la empresa.

–Te entiendo muy bien.

Ella nunca hablaba de su familia, pero había algo en aquel hombre, y en aquella situación, que no le parecía del todo real.

Por suerte, él no hizo preguntas. En fin, seguramente ya conocía los sórdidos detalles de la ruina de su familia, pero por primera vez no se sintió avergonzada. Tal vez por su admisión de que la familia Torres tampoco era perfecta.

–Lamento lo que te ha pasado esta noche, no lo merecías –dijo él entonces–. Eres demasiado buena para un hombre como Lázaro Sánchez.

Leonor frunció el ceño.

–¿Cómo puedes decir eso? Ni siquiera me conoces.

–Pertenecemos al mismo mundo, Leonor. Puede que no hayamos conversado hasta hoy, pero sabemos el uno del otro y no me refiero a los cotilleos. Estoy hablando de nuestras familias, de las expectativas que han puesto sobre nuestros hombros, de unas vidas erigidas sobre legados y responsabilidades.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

GABRIEL se maravillaba de lo expresivo que era el rostro de Leonor. Evidentemente, no había esperado que dijese eso porque lo miraba con gesto desconcertado. Se dio cuenta entonces de que sus ojos no eran castaños como había pensado sino de color gris oscuro, como un océano en medio de una tormenta, pero un segundo después recuperó su máscara de serenidad. La máscara que había llevado mientras estaba al lado de Lázaro Sánchez. Antes del escándalo.

Era preciosa, posiblemente la mujer más guapa que había visto nunca. Pero lo afectaba como no lo había afectado ninguna otra y eso lo incomodaba.

Normalmente, su deseo por las mujeres era manejable, pero en ese momento tenía que hacer un esfuerzo sobrehumano para no seducirla, para no obtener la satisfacción que su cuerpo reclamaba. Una satisfacción que sabía por instinto eclipsaría cualquier otra experiencia.

Gabriel dio un paso atrás y señaló uno de los sofás.

–Por favor, siéntate.

Leonor se quedó inmóvil, atónita por lo sucintamente que Gabriel había resumido su existencia.

«Estoy hablando de nuestras familias. De las expectativas que han puesto sobre nuestros hombros, de unas vidas erigidas sobre legados y responsabilidades».

Nunca había pensado que alguien pudiese entender cómo era su vida. Tenía pocas cosas por las que quejarse y, sin embargo, siempre se había sentido atrapada.

–Estoy bien de pie, gracias.

Se sentía inquieta mientras se acercaba al balcón para mirar las estrellas, preguntándose qué estaría haciendo Lázaro. ¿Hablando con la madre de su hijo?

Gabriel apareció a su lado entonces, vio su reflejo en el cristal. Se había quitado la chaqueta y sus hombros parecían increíblemente anchos bajo la camisa blanca.

También vio su propio reflejo en el cristal, el vestido rojo con escote palabra de honor, y el brillo de los pendientes que parecían diamantes, pero no lo eran. Hacía mucho tiempo que no podía ponerse las joyas de la familia porque su padre las había vendido.

Se sentía como un fraude y, nerviosa, se tomó el resto del whisky de un trago.

–Debería irme a casa. Mis padres estarán preocupados.

«Y Matías».

Pensar en su hermano le encogía el corazón. ¿Qué iba a ser de ellos ahora? Si perdían el castillo no habría nada que hacer. Habrían tocado fondo. El linaje de los Flores de la Vega borrado para siempre del mapa por los errores de su padre.

–No te vayas todavía.

–Pero es muy tarde.

–Aún no han traído tus cosas.

Leonor apartó la mirada. Le gustaría parecer cómoda y sofisticada, charlar de cosas sin importancia con Gabriel, pero ella no era así.

–Puedo venir a buscarlas mañana, da igual.

Cuanto más tiempo estuviese allí, más fácil sería que él se diera cuenta de cómo la afectaba.

Gabriel le quitó el vaso de la mano y rozó sus dedos. ¿Deliberadamente?

Leonor contuvo el aliento. Lázaro jamás la había afectado de ese modo y había pensado que eso haría que su matrimonio con él fuese más llevadero. Nada de sentimientos extremos o deseos irrefrenables.

–Los paparazis ya deben saber que el compromiso se ha roto y estarán buscándote por todo Madrid. Deberías llamar a tus padres y decirles que no se dejen ver esta noche.

–Pero no puedo quedarme aquí.

–Claro que puedes. Toma, llámalos –dijo él, ofreciéndole su móvil.

Leonor sabía que tenía razón. No podía volver a casa y enfrentarse con un millón de preguntas y explicaciones, de modo que llamó a su casa. Después de asegurarle a su madre que estaba bien, le contó a grandes rasgos lo que había ocurrido y le dijo que pasaría la noche en casa de una amiga.

Cuando cortó la comunicación, después de comprobar que Matías no sabía nada de la situación, le devolvió el móvil a Gabriel.

–¿Tu hermano no se encuentra bien?

–Matías tiene dificultades de aprendizaje desde que nació. Hoy está en casa, pero normalmente vive en un colegio a las afueras de Madrid.

Un colegio carísimo que pagaban con las visitas al castillo y con el dinero de los vestidos de diseño y las pocas joyas que Leonor había vendido por internet. Un colegio en el que Matías aprendía tanto y que le ofrecía una oportunidad de salir adelante en la vida.

Un colegio que no podrían seguir pagando si tenían que vender el castillo, lo único que los mantenía a flote entre un mar de deudas.

–¿Os lleváis bien? –le preguntó él entonces.

Leonor lo miró, esperando ver la expresión de ligero desdén, morbosa curiosidad o compasión que veía cada vez que hablaba de Matías, pero en el rostro de Gabriel Torres no había nada de eso.

–Muy bien –respondió–. Yo tenía seis cuando nació y desde el principio fue más mi hijo que mi hermano pequeño.

–Fue entonces cuando la situación de tu familia cambió.

Leonor agradeció su discreción. Evidentemente, se refería a que una vez sus padres habían sido importantes en el círculo de la alta sociedad española y, por lo tanto, su caída en desgracia más escandalosa. Había sido bochornoso cuando echaron a su padre del casino de Montecarlo y la noticia apareció en todos los periódicos. Esa era la razón por la que apenas salían de casa, por vergüenza. De ahí su deseo de redención a través de ella.

–Algo así –respondió Leonor.

–Pero tú no eres como ellos.

Era una afirmación, no una pregunta. Aquel hombre parecía verla por dentro como nadie lo había hecho y eso la hacía sentir incómoda.

–¿Cómo lo sabes? No me conoces.

–No, no te conozco, pero estoy seguro de que no eres así.

Se había acercado y Leonor podía ver la incipiente sombra de barba y unos puntitos dorados en sus ojos castaños.

–¿Por qué te importa lo que me pase? No nos conocemos… bueno, nunca habíamos hablado.

–Nuestros caminos se han cruzado en varias ocasiones, pero antes eras muy joven. Me había fijado en ti muchas veces, siempre un poco alejada de los demás, como si quisieras pasar desapercibida.

–Ah, vaya –murmuró Leonor, colorada al pensar que era tan transparente.

–Y esta noche me he dado cuenta de otra cosa –dijo Gabriel entonces.

–¿De qué?

–De que te has convertido en una mujer preciosa.

La miraba con tal intensidad que Leonor sentía como si estuviese tocándola.

Gabriel dio otro paso adelante. Estaba tan cerca que podía imaginarlo inclinando la cabeza para besarla.

No podía respirar. Estaba ardiendo por todas partes, incluso en el sitio donde ningún hombre la había afectado hasta ese momento.

–Te deseo, Leonor.

Los dos se quedaron inmóviles durante lo que le pareció una eternidad. De modo que no era solo por su parte, pensó Leonor. Él compartía esas sensaciones, esa inquietud.

Pensaba que era preciosa y la deseaba. A ella, una mujer que vivía recluida como una monja.

En ese momento sonó un timbre y Gabriel masculló una palabrota.

–Espera un momento. Será el conserje con tus cosas.

Lo vio atravesar el enorme salón y oyó el ruido de la puerta. Y, de repente, necesitaba oxígeno. Salió al balcón para tomar aire, intentando calmarse. Los sonidos de la vida nocturna de Madrid, los coches, la gente, la ayudaron a volver a la realidad.

¿Qué estaba haciendo? Estaba a punto de caer en los brazos de Gabriel Torres después de intercambiar cuatro frases con él. Seguramente solo estaba siendo amable, ayudándola a curar su maltrecho ego después del desastre de su fallido compromiso.

En realidad, habría sido una locura casarse con un hombre por dinero y ahora se sentía avergonzada, aunque sabía que era absurdo porque el matrimonio de sus padres también había sido concertado. En su mundo, todos los matrimonios eran concertados, estratégicos. Había demasiado en juego, legados y dinastías que debían pasar a la siguiente generación. No podían dejar que las emociones se involucrasen en una decisión tan importante.

El hecho de que sus padres se llevasen bien y sintiesen afecto el uno por el otro los había ayudado a soportar la ruina y la vulnerabilidad de su hijo pequeño, pero Leonor siempre había anhelado algo más. Una relación de verdad, amor, felicidad. Veía a las parejas que visitaban el castillo besándose, tomándose de la mano, susurrándose cosas al oído, y sentía envidia.

Sabía que eso era raro, pero no imposible.

Para la gente normal, no para ella.

Cuando Lázaro Sánchez le ofreció matrimonio a cambio de pagar las deudas de su familia, Leonor supo que no podía negarse. Porque tenía responsabilidades, como Gabriel había dicho antes. El legado de los Flores de la Vega era más importante que sus secretos anhelos.

«Te deseo, Leonor».

«Me había fijado en ti muchas veces. Siempre un poco alejada de todos, como si quisieras pasar desapercibida».

¿Cómo podía un extraño entenderla tan bien?

Siempre se había sentido incómoda en las fiestas, por timidez… y por Matías, para quien cualquier reunión con gente era un problema. Y también porque nunca había disfrutado de las fiestas de su círculo, que le recordaban una corte medieval con sus intrigas y sus traiciones.

Sus llamados amigos le habían dado la espalda desde que se convirtió en persona non grata y esa había sido una dura lección sobre la naturaleza humana.

¿Pero de verdad había dicho Gabriel Torres que la deseaba, de esa forma tan directa, tan atrevida?

Sí, él era ese tipo de hombre. Dejaría claro lo que quería y esperaría una respuesta inmediatamente.

Leonor miró la ciudad ante ella. Millones de personas viviendo sus vidas, millones de posibilidades. Era como si no fuera ella misma, como si estuviese en una realidad alternativa donde podía pasar cualquier cosa. Era un momento fuera del tiempo, un sitio en el que jamás había esperado estar, con un hombre que la deseaba.

A menos que no fuera deseo, pensó entonces. Debía ser compasión. Gabriel sentía compasión por ella después del escándalo en el hotel.

Tenía que irse de allí inmediatamente, pensó, antes de cometer el mayor error de su vida.

Gabriel admiró la preciosa figura femenina, la suave piel morena de su espalda, el brillante pelo oscuro en el que quería enredar los dedos antes de apoderarse de su boca.

–Han traído tus cosas.

Leonor se dio la vuelta.

–Gracias –murmuró–. Debería irme. Hay una entrada trasera en la finca. Seguro que los periodistas no la conocen y no me verá nadie.

Gabriel le dio su chal y su bolso, notando que ella evitaba rozarlo. Una novedad ya que estaba acostumbrado a que las mujeres se le echasen encima, especialmente si había dicho que las deseaba.

–¿De verdad quieres correr ese riesgo?

Leonor se echó el chal sobre los hombros.

–Gracias por tu ayuda, pero no tienes que molestarte más.

Gabriel vio el brillo de sus ojos y el rubor que cubría sus mejillas. Lo deseaba, era evidente.

–¿No has oído lo que he dicho?

Leonor tragó saliva y, durante un segundo, Gabriel pensó que era diferente a otras mujeres que él conocía, pero no. Era una belleza de veinticuatro años y ser inexperta a su edad, en aquel mundo tan cínico, era prácticamente imposible.

Más bien estaba jugando con él. Sabía que la deseaba y estaba divirtiéndose viendo cómo se esforzaba para seducirla. Había estado a punto de anunciar su compromiso con Lázaro Sánchez, de modo que no podía ser una cría inocente.

–No sé a qué te refieres.

–Te deseo, Leonor. Y tú lo sabes.

Ella se puso colorada.

–Pero no nos conocemos. ¿Cómo es posible…?

–¿Cómo es posible? Porque la química entre dos personas trasciende todo lo demás.

–No tienes que hacer esto –dijo ella entonces–. No necesito tu compasión.

Leonor intentaba resistirse con todas sus fuerzas a la atracción que sentía por aquel hombre. Estaba jugando con ella. Gabriel no sabía que era inexperta y no pensaba dejar que la humillase. Había tenido suficiente humillación por una noche.

–¿De verdad crees que lo que siento es compasión? –le preguntó él entonces, tomando su mano.

–Tal vez te doy pena por lo que ha pasado. Te sientes responsable y quieres animarme.

–No soy tan generoso. He dicho que te deseo porque es verdad. Y creo que tú también me deseas a mí. Incluso me deseabas mientras estabas a punto de anunciar tu compromiso con otro hombre –dijo Gabriel entonces.

Leonor sintió que le ardía la cara.

–¿Cómo puedes decir eso?

Intentó apartar su mano, pero Gabriel no la soltó. Al contrario, tiró de ella, dejándola sin respiración.

–¿No quieres creer que te deseo? Puedo demostrártelo. Y puedo demostrar que tú me deseas a mí.

Leonor sabía que si tiraba con fuerza lograría soltarse. Sabía que si se daba la vuelta y salía del apartamento, Gabriel no la detendría. Era demasiado orgulloso, demasiado sofisticado como para perseguir a una mujer y, sin embargo…

No podía moverse. No quería hacerlo. Tenía la sensación de estar en un momento fuera del tiempo, como si fuese otra persona.

–No estás en deuda con nadie –dijo Gabriel, como si hubiera intuido sus dudas–. No hay ningún deber, ninguna responsabilidad. Solo somos un hombre y una mujer que se desean. Somos libres para satisfacer nuestro mutuo deseo.

Leonor observó su rostro, en silencio. ¿De verdad era tan sencillo? ¿Era ella tan libre?

Se preguntó dónde estaría en ese momento si aquella mujer no hubiera interrumpido el anuncio del compromiso. Estaría en una situación similar, con un hombre que le caía bien, pero al que no deseaba. Tal vez Lázaro estaría besándola y ella no sentiría nada. Y tendría que conformarse porque había mucho en juego. El futuro de su familia, la seguridad de su hermano.

Pero los caprichos del destino la habían llevado allí y Gabriel Torres parecía absolutamente serio. No estaba siendo amable, no la compadecía. La deseaba. Y ella lo deseaba a él. Por una noche. Una noche en un momento fuera del tiempo.

Esa noche de verdad era libre. Al día siguiente volvería a la realidad, a reunir los pedazos de su vida, pero quería aprovechar ese momento que le ofrecía el destino, la oportunidad de vivir una noche de deseo irrefrenable con un hombre que la deseaba por ella misma, no por quién era o por lo que su apellido representaba.

Sin decir una palabra, Gabriel soltó su mano y tiró del chal que cubría sus hombros. La caricia de la seda la hizo temblar. Nunca se había visto a sí misma como una mujer sensual, pero se sentía sensual en ese momento, bajo la mirada ardiente de aquel hombre.

Sin dejar de mirarla, Gabriel dejó el chal sobre un sillón. Una mancha roja sobre el sillón blanco.

Peligro. Pasión.

–He dicho que te deseo y lo digo de verdad. No he deseado así a una mujer en mucho tiempo, pero no me debes nada. Te he traído aquí para ofrecerte refugio y la habitación de invitados está a tu disposición durante el tiempo que quieras. Lo que pase a partir de ahora es decisión tuya.

Leonor dejó escapar el aliento que había estado conteniendo de modo inconsciente. Casi desearía que la besase sin más, que tomase la decisión por ella.

Sabía que lo mejor sería marcharse, pero algo dentro de ella había despertado a la vida y sospechaba que Gabriel también lo sabía.

Estaba fuera de su elemento. Una mujer más experta le echaría los brazos al cuello, se apretaría contra su ancho torso, pero ella estaba paralizada.

–Si no quieres hacerlo…

–Sí quiero –lo interrumpió ella sin poder evitarlo–. Te deseo.

Su virilidad era abrumadora, pero no la intimidaba. Al contrario, la excitaba.

Gabriel tiró de ella y Leonor puso las manos sobre un torso que parecía de acero. Era algo tan nuevo, tan excitante, que tuvo que apretar los muslos para contener un torrente de deseo líquido. Todas sus terminaciones nerviosas parecían haber despertado a la vida y su corazón latía con tal fuerza que temió que él pudiese oírlo.

Sintió que deshacía su moño con lentitud, masajeando su cuero cabelludo con la punta de los dedos, unos dedos largos, fuertes, pero sorprendentemente delicados.

Temblaba por dentro, no solo de deseo sino de emoción, pero antes de que pudiese descifrar qué emoción era, él estaba inclinando la cabeza. En un desesperado intento de agarrarse a una semblanza de realidad, Leonor lo miró a los ojos, esos ojos castaños con puntitos dorados, intensos y directos.

Cualquier esperanza de aferrarse a la realidad se disolvió en un torrente de pasión cuando Gabriel se apoderó de sus labios con un beso suave, pero firme, dominante.

Leonor no pudo luchar contra la oleada de deseo que se apoderó de ella cuando Gabriel la animó a abrir los labios con la punta de la lengua, apretándose contra su vientre para hacerle sentir cada centímetro de su cuerpo.

Aunque no era novata del todo, porque había besado a algún chico años antes, no estaba preparada para el beso de Gabriel Torres.

Su boca exigía una respuesta que ella no sabía cómo dar y reaccionó de modo instintivo, saboreando, explorando, copiando sus movimientos. Oyó el gruñido que escapó de su garganta mientras la estrechaba contra su pecho.

No podía respirar, no podía pensar, pero sabía que no quería que aquel momento terminase. Nunca había experimentado tantas emociones al mismo tiempo.

Cuando Gabriel se apartó, Leonor no quería soltarlo. Su corazón latía acelerado y le costaba abrir los ojos, pero cuando lo hizo tardó unos segundos en centrar la mirada. Estaban tan cerca que podía sentir el rígido miembro masculino rozando su vientre. Eso debería haberla asustado, pero no fue así. Al contrario, se apretó contra él instintivamente, animada por la evidencia de que aquel hombre la deseaba.

Él sonrió, aunque no era una sonrisa dulce sino irónica. Pero ni siquiera eso podía frenar su deseo. Deseaba que aquel hombre fuera su primer amante porque, pasase lo que pasase después, siempre tendría esa experiencia. Y porque sabía que no volvería a sentir aquello nunca más, con ningún otro hombre.

–Hazme el amor, Gabriel.

–Tus deseos son órdenes para mí –bromeó él, enredando los dedos con los suyos.

Leonor dudaba que aquel hombre obedeciese las órdenes de nadie, pero dejó de pensar cuando él la llevó a un enorme dormitorio. Era casi espartano, solo paredes desnudas y un par de muebles modernos.

Gabriel soltó su mano para pulsar el interruptor y una suave luz dorada animó la sobria habitación. Pero viniendo de un castillo lleno de oscuros muebles y cuadros gigantescos más adecuados para la Edad Media, esa austeridad era casi tranquilizadora.

Leonor miró la enorme cama, con suntuosas sábanas de seda gris. Totalmente masculina y moderna. Aterradora y fascinante a la vez.

–Ven aquí, Leonor –dijo él, mientras se quitaba los gemelos y los dejaba sobre una cómoda–. Quítate las joyas.

Ella obedeció sin pensar, entregándose a aquella noche y a aquel hombre. Se quitó los pendientes y la pulsera a juego y los dejó al lado de los gemelos. Seguramente él ya habría adivinando que no eran joyas auténticas, pero en ese momento le daba igual.

–Quítame la camisa.

Armándose de valor, Leonor dio un paso adelante y, con manos temblorosas, empezó a desabrochar los botones, revelando su impresionante torso. Parecía más un guerrero que un hombre civilizado. El suave vello que cubría sus pectorales descendía en una fina línea hasta unos abdominales marcados y desaparecía bajo la cinturilla del pantalón.

Él se quitó la camisa, dejándola caer al suelo.

–Ahora tú. Quiero verte.

Nadie la había visto desnuda desde que era una niña. Cuando era adolescente y tonteaba con chicos en las fiestas, siempre habían sido tonteos a ciegas, en la oscuridad, sobre la ropa. No ese seco «quiero verte» con la luz encendida, ni con el hombre más imponente del mundo que era, según contaban, un experto en la cama.

Para no seguir pensando, Leonor se dio la vuelta y le hizo un gesto para que desabrochase la cremallera del vestido. Se apartó a un lado el pelo, preparándose para el roce de sus dedos, pero Gabriel puso las manos sobre sus hombros y la besó en el cuello, despacio, tomándose su tiempo.

Se le doblaron las piernas. Estaba lidiando con un consumado seductor, no con un adolescente ansioso y era tan ardiente, tan abrasador…

Por fin, él empezó a tirar de la cremallera del vestido hasta la curva de sus caderas y cuando rozó su espalda con los nudillos le pareció un gesto tan íntimo como si la hubiera besado.

Leonor levantó las manos para sujetar el vestido, sin saber qué hacer.

–Date la vuelta.

Ella lo hizo, con el corazón acelerado. Su descarnada mirada de deseo hizo que sintiera un escalofrío, pero Gabriel apartó sus manos y el vestido cayó por su propio peso hasta su cintura, descubriendo el sujetador a juego de encaje rojo.

Gabriel alargó una mano para desabrocharlo y la prenda cayó al suelo antes de que Leonor pudiera recordar que era viejo y desgastado.

Él se quedó mirándola un momento sin decir nada.

–Eres más preciosa de lo que había imaginado –dijo después, alargando una mano para tocar sus pechos con gesto reverente.

Leonor siempre se había sentido un poco tímida por su tamaño, pero cabían perfectamente en la mano de Gabriel. Cuando él rozó los pezones con el pulgar, se levantaron de forma casi dolorosa.

Gabriel tomó su cara entre las manos para buscar su boca de nuevo en un beso embriagador y Leonor sujetó sus muñecas sin saber por qué. Necesitaba algo, aunque no sabía lo que era.

La fricción de sus pechos desnudos contra el torso masculino provocó una sobrecarga sensorial, pero Gabriel no se detuvo. Deslizó los labios por su barbilla, su cuello, su hombro y uno de sus pechos, acariciándolo con la lengua y los dientes hasta que Leonor dejó escapar un gemido, un gutural ruego para que no parase, para que no parase nunca.

Enredó los dedos en su pelo mientras él prodigaba la misma tortura en el otro pecho hasta que apenas podía mantenerse en pie.

El vestido cayó al suelo con un suave frufrú de seda. Leonor solo llevaba las bragas y los zapatos. Cuando se los quitó, perdiendo unos cuantos centímetros de estatura, Gabriel parecía aún más alto, más impresionante.

Y luego, mientras intentaba mantenerse firme sobre unas piernas temblorosas, él la tomó en brazos para llevarla a la cama, donde la depositó con gran delicadeza, como si estuviera hecha del más fino cristal.

Capítulo 3

 

 

 

 

 

GABRIEL no sabía cómo había conseguido no lanzarse sobre Leonor, pero algo lo retenía. Su reticencia, que tenía que ser falsa, lo afectaba.

Se había acostado con algunas de las mujeres más bellas del mundo y había sido activo sexualmente desde la adolescencia, pero últimamente las relaciones sexuales se habían vuelto meramente satisfactorias. A menudo decepcionantes.

Sin embargo, no había hecho mucho más que besar a Leonor y ya era la experiencia más erótica de su vida.

Su cuerpo era perfecto, su piel como la seda, sus pechos deliciosos y sus pezones… se le hacía la boca agua al pensar en su sabor y en cómo se habían erguido bajo las caricias de su lengua.

Ella lo miraba con los ojos como platos, como si nunca hubiese visto a un hombre. Debería exasperarlo que pudiese afectarlo con tan rudimentaria farsa. ¿Tan hastiado estaba del sexo que lo excitaba la falsa inocencia?

Pero ya estaba bien de juegos, pensó mientras se quitaba el resto de la ropa.

Leonor no podía dejar de mirar su miembro, grueso y largo. Estaba asustada, pero no quería que él se diese cuenta.

Cuando se colocó sobre ella, apoyando las manos sobre el colchón, estuvo a punto de saltar de la cama. ¿Y si se daba cuenta enseguida de que era virgen? ¿Y si le dolía? ¿Y si él era demasiado…?

–No tienes que hacer eso, Leonor –murmuró él, acariciando un sensible pezón con la punta de la lengua.

–¿Qué?

–Hacerte la inocente. No tienes que jugar conmigo para seducirme. Ya me has seducido.

Antes de que ella pudiese responder, Gabriel empezó a administrar la misma tortura en el otro pezón. ¿Creía que estaba jugando con él?

No podía pensar con claridad porque él estaba mordiendo sus pechos suavemente, deslizando la lengua hasta su vientre y enterrándola en su ombligo antes de seguir hacia abajo.

Leonor se puso tensa cuando tiró de las bragas, pero levantó un poco el trasero para ayudarlo. Ahora estaba totalmente desnuda como él y, sin embargo, no se sentía avergonzada. Solo ansiosa, anhelante.

Como si le faltase algo.

Cuando Gabriel la miró de arriba abajo volvió a sentirse tímida. Ella no era como las modelos de ahora, que se depilaban todo, pero a él no parecía molestarle porque se tumbó a su lado y puso una mano entre sus piernas.

–Me gusta que una mujer parezca una mujer.

Leonor dejó de pensar y de preocuparse. Cualquier pensamiento coherente se esfumó de su cerebro cuando él separó sus piernas y empezó a explorar el sitio donde anhelaba que la tocase. Gimió sobre su boca cuando sus atrevidos dedos la encontraron húmeda y lista para él. La acariciaba con habilidad, sabiendo lo que hacía, llevándola a un nivel de excitación que la hizo arquear la espalda y rogar de modo incoherente algo que no estaba a su alcance, una promesa de éxtasis que casi podía saborear.

Gabriel era implacable, regodeándose en las caricias hasta que pensó que se moriría si no…

Pero entonces enterró en ella un dedo una y otra vez y Leonor por fin se vio liberada de la tensión. El placer era tan exquisito que la hizo gritar mientras sujetaba instintivamente la mano de Gabriel para que no parase.

Él la miró, transfigurado por el placer que veía en su rostro. La frente cubierta de sudor, las mejillas sonrojadas, las pupilas dilatadas.

–Ha sido… –empezó a decir Leonor.

Él sacudió la cabeza, intentando entender cómo podía fingir una sorpresa tan auténtica.

–Asombroso.

Lo había sido y tenía que hacer un esfuerzo sobrehumano para controlarse. Viéndola así, sus pechos moviéndose a un lado y a otro, el largo pelo oscuro extendido sobre la almohada, la mano de Gabriel temblaba ligeramente mientras sacaba un preservativo del cajón y se enfundaba en él.

Se colocó entre sus piernas, donde seguía húmeda y ardiente, y ella lo miró con los labios hinchados de sus besos. Nunca había visto nada tan erótico, nunca había sentido un deseo tan visceral de poseer a una mujer.

Y no podía esperar más.

Poniendo las manos en sus caderas, se colocó sobre ella y se enterró profundamente en su húmedo abrazo. La sensación fue tan exquisita que estuvo a punto de llegar al orgasmo inmediatamente.

Era tan inesperado, tan increíble.

Leonor era virgen.

Ella abrió mucho los ojos, conmocionada, pero en ellos vio un silencioso ruego para que se moviese, para que aliviase esa extraña sensación. Y no podía negárselo, como tampoco podía obligar a su mente a absorber tal revelación.

Tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para moverse despacio cuando lo que quería era poseerla salvajemente…

Gabriel la miraba como si se hubiera dado cuenta de que era virgen, pero no dijo nada y ella no quería que dijese una palabra. Estaba unida a aquel hombre que se había apoderado de ella en cuerpo y alma y eso era lo único que importaba.

Él levantó sus nalgas con las dos manos para poder intensificar las embestidas y la oleada de placer borró cualquier vestigio de dolor.

Después, levantó sus manos sobre su cabeza y las sostuvo allí mientras se movía con un ritmo incesante que la hizo apretarse contra él. Y entonces, de repente, tras una poderosa embestida tan profunda que la hizo gritar, Gabriel se dejó ir y en su rostro vio una expresión casi de dolor. La miraba como si nunca hubiera visto a una mujer.

Podía sentir sus músculos internos cerrándose alrededor del rígido miembro. La tenía cautiva y, sin embargo, nunca se había sentido más libre.

Él volvió a moverse entonces, empujando por última vez, y Leonor se mordió los labios para no gritar cuando otro orgasmo volvió a hacer que se rompiese en mil pedazos.

No estaba preparada para tal sobrecarga de sensaciones y el sueño se apoderó de ella como una bendición.

 

 

Leonor despertó al amanecer y tardó un momento en recordar que no estaba en su cama y en notar que se sentía diferente.

Porque era diferente.

Ya no era virgen. Había sido iniciada en el arte del amor por un maestro. Giró la cabeza y vio a Gabriel a su lado. Incluso dormido tenía un aspecto poderoso y deslizó los ojos por su torso desnudo, los músculos de su abdomen y más abajo, donde su virilidad era tan impresionante como el resto de su cuerpo.

Después de hacer el amor por primera vez había caído en un coma de placer, pero había despertado unas horas después con el trasero apretado contra el abdomen de Gabriel, notando el roce de su erección.

Y él la había llevado lenta, pero inexorablemente, de vuelta a la vida con las manos y la boca, dejando claro que lo que había pasado no era un sueño.

No, no había sido un sueño. Había sido algo explosivo que la había cambiado por completo.

Leonor apretó el embozo de la sábana contra su pecho, angustiada al recordar la noche anterior. Unas horas antes había estado a punto de anunciar su compromiso con Lázaro Sánchez y, sin embargo, allí estaba, en la cama de otro hombre.

Ese comportamiento era tan extraño en ella. Ni siquiera había besado a Lázaro, pero había hecho el amor con Gabriel sin dudarlo un segundo.

Se había sentido responsable durante tanto tiempo, desde que sus padres lo perdieron todo cuando ella era una adolescente, que casi había olvidado lo que era querer algo para sí misma. Pero ahora se sentía terriblemente egoísta. Lospaparazis seguramente habrían acampado a las puertas del castillo mientras ella perdía la cabeza con un desconocido.

Sentía como si hubiera pasado un siglo desde el día anterior, cuando salió de casa dispuesta a comprometerse con Lázaro Sánchez.

Recordó entonces cómo la había mirado Gabriel en el hotel. Nadie la había mirado así nunca, con esa intensidad. Como si la viese de verdad, a ella, una mujer independiente de su apellido y del escándalo que había sacudido a su familia.

Y luego se maldijo a sí misma.

Gabriel Torres era un hombre de mundo, un amante consumado. Seguramente miraría así a todas las mujeres. Ella solo era una más. Lo había intrigado, pero dudaba que quisiera volver a verla.

Temiendo que despertase y la viese tan agitada, Leonor saltó de la cama. Contuvo el aliento cuando él se movió, murmurando algo incoherente en sueños.

Por suerte, no despertó y, en silencio, Leonor tomó su ropa del suelo y salió del dormitorio de puntillas para buscar el cuarto de baño. Se arregló como pudo, intentando ignorar el escozor entre las piernas, pero cuando se miró al espejo vio que tenía la barbilla y el cuello enrojecidos por la fricción de la incipiente barba de Gabriel.

A toda prisa, se hizo una coleta y se envolvió en el chal, escondiendo en lo posible las pruebas de esa noche de pasión antes de salir del apartamento. Después, bajó al portal y le pidió al conserje que llamase a un taxi.

Por suerte, no tuvo que esperar mucho y mientras volvía a casa intentó tranquilizarse, pero se sentía perdida, como si no fuera ella misma.

Gabriel seguiría adelante con su vida y no volvería a pensar en ella, de eso estaba segura. Apenas recordaría la noche anterior. ¿Por qué iba a hacerlo si ella era una novata? ¿Qué podía ofrecerle?

Había hecho un pacto con el diablo al acostarse con Gabriel, diciéndose a sí misma que una noche sería suficiente, que al menos guardaría ese recuerdo, pero la sensación de vacío en su interior se burlaba de ella. Después de una noche con Gabriel Torres nada volvería a ser lo mismo.

 

 

Gabriel despertó sintiéndose extrañamente satisfecho, pero no se trataba de una mera gratificación sexual sino de una sensación casi de júbilo. Hacía mucho tiempo que no sentía así.

Esbozó una sonrisa cuando una imagen apareció en su mente. Largo cabello oscuro, elegantes curvas, pechos altos y firmes con deliciosos pezones, el triángulo de rizos oscuros entre sus piernas, el sitio donde se había perdido a sí mismo y donde había encontrado el éxtasis.

El mejor sexo de su vida.

Con una virgen.

Gabriel abrió los ojos y se sentó en la cama de golpe.

Leonor era virgen.

No había sido capaz de procesar esa información en medio de la experiencia más erótica de su vida, pero ella no le había pedido que parase, al contrario, lo había animado a que siguiera y él había perdido el control.

Incómodo, tuvo que admitir que no era su inocencia lo que hizo que la experiencia fuese tan placentera. Había sido ella, sencillamente, la química que había entre los dos. Jamás habría imaginado que pudiera ser tan explosiva.

¿Pero dónde estaba Leonor?

Gabriel se levantó de la cama y solo entonces se dio cuenta de que había amanecido y que ya podía oír el ruido del tráfico en la calle.

Sorprendido, porque él siempre se despertaba al amanecer, se puso unos vaqueros y recorrió el apartamento con una sensación incómoda. No había ni rastro de ella.

¿Lo habría soñado?

Entonces vio el vaso de whisky y dejó escapar un suspiro de alivio.

Cuando volvió al dormitorio vio algo brillante sobre la cómoda. Sus joyas. Las había olvidado allí. Por supuesto, no eran auténticas sino baratijas para mantener la fachada.

Leonor Flores de la Vega, la heredera que no tenía nada a su nombre salvo su apellido y su belleza. Una virgen que lo había dejado sin despedirse siquiera cuando siempre era él quien dejaba a las mujeres. Y ninguna lo había dejado tan hambriento, tan ansioso de repetir la experiencia.

Era algo sin precedentes, pero después de una sola noche sabía que eso no sería suficiente.

Mientras estaba bajo la ducha unos minutos después, Gabriel tuvo que admitir que Leonor no era como otras mujeres que él conocía. Había una vena salvaje bajo su sereno exterior, como le pasaba a él. Una vena salvaje que nunca había permitido que aflorase porque tenía que estar en guardia a todas horas. Demasiada gente dependía de su buen juicio.

Él había sido su primer amante, eso era algo que Leonor no podía negar, y pensar eso lo excitaba y despertaba un extraño deseo posesivo. El mismo deseo posesivo que había experimentado en el hotel, cuando vio que Lázaro Sánchez le pasaba un brazo por su cintura.

Gabriel salió de la ducha y se miró al espejo mientras se ponía una toalla a la cintura. Tenía treinta y tres años y llevaba cinco ignorando las recomendaciones de sus consejeros, cada vez más insistentes, sobre la necesidad de que sentase la cabeza para dar una imagen de respetabilidad.

Siempre había sabido que algún día tendría que casarse. Al fin y al cabo, él era el último de su estirpe, pero después de una infancia emocionalmente estéril, con unos padres que se odiaban, la idea de casarse no era precisamente apetecible.

Aunque, por otro lado, siempre se había preguntado si su propia familia podría ser diferente.

Había crecido con una convicción: no traer hijos a este mundo para luego olvidarse de ellos como habían hecho sus padres.

Su hermana menor había sufrido más que él y Gabriel seguía sintiéndose culpable por no haberle prestado más atención. Pero para entonces él era el único que mantenía en pie el imperio de los Torres.