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Inesperada noche de pasión Abby Green El sorprendente anuncio alteraría su vida para siempre. Rompiendo las reglas Joss Wood La química que había entre ellos debió quedarse en el pasado. Propuesta inesperada Tara Pammi Tenía una propuesta para recuperar a su hijo… y a su esposa olvidada.
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Seitenzahl: 596
Veröffentlichungsjahr: 2022
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
E-Pack Bianca, n.º 303 - mayo 2022
I.S.B.N.: 978-84-1105-845-2
Créditos
Inesperada noche de pasión
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Rompiendo las reglas
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Si te ha gustado este libro…
Propuesta inesperada
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Si te ha gustado este libro…
LÁZARO Sánchez observaba con satisfacción el elegante salón de baile de uno de los hoteles más selectos de Madrid, un hotel de su propiedad.
Era un momento importante para él. Aquel había sido el objetivo durante toda su vida, estar allí, frente a sus colegas, aquellos cuya aprobación anhelaba.
Pero no siempre habían sido sus colegas. Aquella gente no habría reconocido al adolescente que vivía en las calles, limpiando ventanillas de coches en los semáforos, mostrando a los turistas cómo colarse en las filas de los museos y sobreviviendo como podía.
Lázaro experimentó la familiar quemazón de rabia e injusticia al recordar esos días desesperados. Se había escapado de la última casa de acogida a los trece años y había tenido que cuidar de sí mismo desde entonces. La cruel ironía era que él no era huérfano como otros niños que terminaban en centros de menores o casas de acogida. No, sencillamente sus padres lo habían abandonado.
Y su padre estaba en el salón en aquel momento. Aunque nunca lo miraría a la cara. Nunca admitiría que era su padre.
En cuanto a su madre, solo la había visto en un par de ocasiones, de lejos. Lázaro Sánchez era el resultado de una aventura ilícita entre un hombre y una mujer que pertenecían a dos de las familias más antiguas e ilustres del país. Lo más cerca que se podía estar de la monarquía sin ser miembro de la realeza.
Lo había descubierto por casualidad. Había oído hablar a dos trabajadoras sociales sobre el rumor de quiénes eran sus auténticos padres y se había quedado atónito. Incluso siendo un niño había oído hablar de los Torres y los Salvador, dos de las familias más importantes del país.
Cuando tuvo oportunidad, indagó para buscar más información. Y, aunque solo era un rumor, supo en cuanto vio la fotografía de su padre que era cierto porque eran como dos gotas de agua. Además, había heredado los inusuales ojos verdes de su madre.
Había merodeado por las propiedades palaciegas de las familias Torres y Salvador en una exclusiva zona de Madrid, viéndolos entrar y salir, viendo a sus hermanastros. Uno en particular, Gabriel Torres, había llamado su atención. Tal vez porque eran de edades y aspecto parecidos.
Un día los había visto sentados en un restaurante en el centro de Madrid, celebrando el cumpleaños de Gabriel. Lázaro había esperado fuera y cuando salieron, las mujeres enjoyadas, los hombres con elegantes trajes de chaqueta, se había plantado delante de su padre.
–¡Soy tu hijo! –le había gritado, temblando, mientras todos lo miraban como si fuera un extraterrestre.
Todo ocurrió rápidamente. Unos hombres lo agarraron del brazo y Lázaro se encontró en un callejón al lado del restaurante.
–Tú no eres hijo mío –le había dicho su padre, mirándolo con desprecio–. Y si vuelves a acercarte a mí o a mi familia pagarás por ello.
Fue entonces cuando nació su ambición de tener algún día la misma categoría que su padre, de poder mirarlo a los ojos y mofarse de él, sabiendo que había triunfado.
Y allí estaban, en el salón del hotel, su padre y su hermanastro, Gabriel, con quien mantenía una implacable batalla para hacerse con el mercado más antiguo de Madrid.
Gabriel seguía negándose a reconocer que Lázaro pudiera ser su hermano…
–¿Lázaro?
Él giró la cabeza.
Leonor Flores de la Vega.
Con su exquisita belleza, su largo pelo negro, sus ojos de color gris oscuro y un cuerpo esbelto con delicadas curvas, era una de las mujeres más bellas de España.
Su familia no era rica. De hecho, esa era una de las razones por las que iban a casarse, pero el apellido Flores de la Vega era tan antiguo y venerado como el de los Torres y los Salvador y eso no tenía precio.
Su matrimonio con Leonor lo llevaría al círculo del que nunca había podido formar parte, por muchos millones que hubiese ganado, y lo acercaría a su objetivo: hacer sufrir a su familia y obligarlos a aceptarlo como uno de los suyos.
–¿Te encuentras bien? –le preguntó ella–. Estás muy tenso.
Lázaro tomó su mano. Nada. Ni una sola chispa. Pero no iba a casarse con ella por deseo. Iba a casarse con Leonor por algo mucho más duradero, para asegurar su legado y para obligar a aquellos que lo habían ignorado a reconocerlo y respetarlo.
–Estoy bien, tranquila. ¿Y tú, estás bien? –le preguntó.
Ella lo miró, esbozando una sonrisa.
–Sí, sí, estoy bien.
–Me alegro de que hayas aceptado casarte conmigo. Creo que seremos felices.
Una sombra pareció oscurecer el bello rostro de Leonor.
–Sí, eso espero –murmuró, apartando la mirada.
Apenas conocía a aquella mujer, pensó Lázaro. La había buscado por su apellido y habían salido juntos un par de veces, pero no la deseaba. No era un secreto que su familia tenía problemas económicos y él había visto la oportunidad de acercarse un poco más al círculo del que quería formar parte. Cuando sugirió casarse y pagar las deudas de su familia, ella había aceptado.
Lázaro soltó su mano y le pasó un brazo por la cintura. Un gesto de intimidad, un gesto posesivo.
Y seguía sin sentir nada.
Pero la atracción física no lo era todo. El deseo era una emoción primaria y nadie en el mundo de Leonor se casaba por eso. Él era la prueba viviente de que se casaban por razones más prácticas y ocultaban el deseo como un pecado.
Pero Lázaro no era como ellos. Él no perdería la cabeza por nadie.
De repente, una imagen apareció en su mente. Un recuerdo que lo había perseguido con irritante frecuencia, aunque no había ninguna razón para sentirse culpable.
«¿Entonces por qué no puedes dejar de pensar en ella?».
«Ella» era una mujer a la que había conocido tres meses antes en otra ciudad. Antes de comprometerse con Leonor. Una mujer pequeña de rizado pelo rojo y pecas por todas partes. Una mujer de pechos generosos con túrgidos pezones rosados y un triángulo de rizos entre las piernas que él había…
Lázaro se quedó sorprendido por lo vívido que era ese recuerdo y por el exasperante efecto que ejercía en su cuerpo cuando la guapísima mujer que tenía al lado no lo excitaba en absoluto.
–Me haces daño –dijo Leonor en voz baja.
Lázaro aflojó la presión de la mano en su cadera.
–Lo siento –murmuró, avergonzado y furioso.
Esa mujer no era nadie. Sí, la había deseado más que a ninguna otra, pero solo había sido un momento, una sola vez. En otra ciudad, donde nadie lo conocía.
Esa mujer, la extraña, no sabía quién era. Tal vez por eso la intensa e inmediata atracción que había sentido por ella fue tan irresistible y explosiva.
Era virgen. Virgen. Aún no podía creerlo. No lo esperaba, pero había sido la experiencia más erótica de su vida.
Leonor señaló a su ayudante con la cabeza.
–Está haciendo señas, así que ha llegado el momento de hacer el anuncio. ¿Estás listo?
Lázaro miró a su futura esposa, la mujer que le abriría las puertas de un mundo que le había sido negado desde el día que nació.
–Sí –respondió–. Vamos a hacerlo.
Skye O’Hara sentía náuseas. Literalmente. Estaba enferma de nervios desde que entró en el salón de baile del hotel, con sus paredes forradas de pan de oro y sus enormes lámparas de cristal.
Nunca había visto tanta gente guapa, alta o elegante. Los hombres con esmoquin, las mujeres con preciosos vestidos de noche. Incluso el olor era especial, selecto, la clase de aroma que no podía ser embotellado.
El olor de la riqueza.
Llevaba una camisa blanca y una falda negra con la intención de pasar desapercibida entre los otros camareros y había sujetado su rebelde melena en un moño. No iba a intentar competir con las invitadas. Para empezar, apenas medía metro y medio y era la única pelirroja. Además, tenía muchas pecas. Vulgares imperfecciones físicas que gente como aquella encontraría intolerables.
Skye se puso de puntillas para mirar alrededor.
Y entonces lo vio. ¿Cómo no iba a verlo? Le sacaba una cabeza a los demás, con su pelo rubio oscuro algo largo y elegantemente alborotado. Una tenue sombra de barba destacaba la mandíbula cuadrada y su boca…
No podía verla desde allí, pero la recordaba bien. Esculpida y firme, ardiente. Recordaba esa boca sobre su piel desnuda…
Skye se abrió paso entre la gente, con el corazón acelerado mientras observaba al hombre más atractivo que había visto en toda su vida. El primer hombre que le había parecido sexy y, por tanto, el primer hombre con el que se había acostado.
Llevaba una chaqueta blanca de esmoquin, una corbata blanca de seda y un pantalón negro. Llamaba la atención entre los elegantes invitados, como si fuese diferente a ellos, como si no pudiese esconder una parte primitiva de sí mismo en aquel sitio tan sofisticado.
Primitivo. Así había sido esa noche.
Salvaje, visceral, increíble. Inolvidable.
Skye se llevó una mano al vientre. Inolvidable en muchos sentidos.
Lázaro Sánchez.
Lo había buscado en internet después de la noche que pasaron juntos y estuvo a punto de sufrir un infarto al descubrir que era un financiero multimillonario. Un hombre muy conocido en España, con fama de donjuán.
Había montones de fotografías de Lázaro con mujeres guapísimas, de modo que ella solo era una más. Había sido una ingenua al caer en sus redes y ahora…. ahora estaba a punto de anunciar su compromiso con la mujer más bella del mundo.
Hacían buena pareja, los dos altos y delgados. La joven, de pelo oscuro, llevaba un elegante vestido rojo con escote palabra de honor que se ajustaba a sus proporcionadas curvas.
Skye vaciló. ¿Había hecho bien al ir allí?
Lamentó de nuevo no haber podido hablar con Lázaro antes de la fiesta, pero habría sido más sencillo dejarle un mensaje al Papa. Lo había intentado una y otra vez, pero la habían bloqueado en todas partes.
¿Qué derecho tenía a interrumpir su fiesta de compromiso con aquella belleza?
«Estás esperando un hijo suyo y Lázaro tiene que saberlo», le recordó una vocecita.
En ese momento, alguien golpeó una copa y los invitados se quedaron en silencio, mirando a Lázaro y su prometida.
Skye se sentía enferma. ¿Estaba saliendo con ella cuando se acostaron juntos tres meses antes? ¿Sabía que iba a comprometerse con ella?
Skye imaginaba lo que iba a pasar: Lázaro daría la noticia del compromiso y la gente los rodearía para darles la enhorabuena. Y luego se irían a algún sitio al que ella no tendría acceso.
No podía esperar. Aquella era su única oportunidad de hablar con Lázaro y tenía que aprovecharla. No podía llevar en la conciencia no haberle contado que estaba embarazada, que la asombrosa noche que habían pasado juntos había tenido consecuencias.
Y si salía con ella cuando Lázaro la sedujo, su prometida merecía saber quién era el hombre con el que iba a casarse.
Lázaro se aclaró la garganta, notando que todos los ojos estaban clavados en él. Su padre, que se negaba a reconocerlo como hijo. Su hermanastro, Gabriel, con el ceño fruncido.
–Gracias a todos por venir –empezó a decir, mirando a Leonor de soslayo.
Ella estaba ruborizada, nerviosa. Y era raro porque Leonor siempre se mostraba compuesta y serena.
Nervios de última hora, se dijo.
–Sé que esto no es una sorpresa para nadie, pero me alegra anunciar oficialmente que Leonor Flores de la Vega ha consentido en ser mi esposa y que la boda tendrá lugar muy pronto…
–¡No, espera!
Los invitados se volvieron hacia el fondo del salón, donde dos miembros de su equipo de seguridad sujetaban a una mujer.
Una mujer bajita y pelirroja.
Una mujer que le resultaba familiar. Pero no podía ser.
Tenía unos enormes ojos azules que parecían espantados en ese momento, el pelo sujeto en un moño del que escapaban algunos rizos, el rostro ovalado, la barbilla decidida, la nariz pequeña, los labios gruesos y jugosos.
Sus pechos empujaban contra la camisa blanca y podía entrever el sujetador bajo la tela. Él había acariciado esos pechos, había apretado los sensibles pezones entre los dedos y ella se había estremecido…
Lázaro soltó a Leonor y se dirigió hacia la mujer.
–Tengo que contarte algo. Estoy embarazada… estoy esperando un hijo tuyo.
Todos se quedaron en silencio, helados. Incluso los hombres de seguridad lo miraban con expresión desconcertada.
–¿Qué estás diciendo?
–Es verdad, estoy embarazada y el hijo es tuyo –insistió ella.
Skye O’Hara. Ese era su nombre. Era camarera en un restaurante de Dublín. Se había fijado en ella en cuanto entró porque había algo especial en cómo se movía, en cómo hablaba con los clientes. Era abierta, simpática, natural.
Había sacado un bolígrafo del bolsillo de la camisa para tomar nota antes de mirarlo a los ojos.
Y ese había sido el momento.
Una chispa, una oleada de deseo instantáneo. Lázaro la había sentido como un rayo y, a juzgar por el brillo de sus ojos y el rubor en sus mejillas, ella había sentido lo mismo.
Lázaro intentó calmarse. Había prensa en el salón cubriendo el evento y no podía arriesgarse a echarla de allí, pero tenía que poner fin a ese numerito.
–He venido a decírtelo porque… porque no he podido ponerme en contacto contigo –dijo Skye entonces–. No tenía tu número de teléfono y…
Le había dado su tarjeta cuando le pidió que tomasen una copa, pero ella la había tirado a la papelera del hotel a la mañana siguiente.
Aún podía verla poniéndose los vaqueros y el jersey ancho que dejaba un hombro al descubierto. Sin una gota de maquillaje y el pelo suelto parecía una despreocupada estudiante…
–¿Dónde vas? –le había preguntado cuando salió de la ducha.
–Tengo que irme. No pasa nada, sé cómo son estos encuentros de una noche –respondió ella–. Tú no eres de aquí y… en fin, yo no esperaba esto –añadió, señalando las sábanas arrugadas.
«Era virgen».
–Espera, voy a pedir el desayuno –dijo Lázaro, impulsivamente–. No tienes por qué irte corriendo.
–No, tengo cosas que hacer. Debo irme.
–¿Por qué?
–No esperaba lo que ha pasado. No esperaba conocer a alguien como tú y, en fin, ha sido encantador.
Cuando salió de la habitación, Lázaro se quedó inmóvil, atónito y excitado como nunca.
«Ha sido encantador».
No, había sido mucho más que eso. Una noche de pasión tan intensa que le sorprendía que las sábanas no se hubieran prendido.
Pero todo había sido una farsa y aquel era el objetivo. Y él había sido un idiota.
Lázaro habló en voz baja con uno de sus hombres:
–Llévala a la oficina y retenla allí hasta que recibas nuevas instrucciones.
Luego se dio la vuelta, intentando esbozar una sonrisa mientras veía de soslayo la expresión horrorizada de Leonor.
–Lamento la interrupción, pero ya está solucionado.
Estaba a punto de decir que todo era un error, que la mujer no podía estar esperando un hijo suyo, pero entonces recordó algo. Estaba a punto de enterrarse en ese cuerpo tan tentador cuando se dio cuenta de que había olvidado ponerse un preservativo.
–¿Tomas la píldora? –le había preguntado.
–No pasa nada –había respondido ella–. Por favor, no pares ahora.
De modo que podría estar diciendo la verdad, pensó, angustiado.
Leonor había dado un paso atrás y lo miraba como si fuera un monstruo.
–Leonor, por favor, deja que te lo explique.
–¿Es verdad? –le espetó ella.
–Tenemos que hablar…
–No puedo casarme contigo, ya no –lo interrumpió Leonor–. ¿Cómo has podido hacerme esto? ¿Y delante de todo el mundo?
Después se dio la vuelta y corrió hacia la puerta mientras su hermanastro, Gabriel, se abría paso entre la gente con una sonrisa irónica en los labios.
–No esperaba que la noche fuese tan entretenida, Sánchez. Debo reconocer que si alguien sabe cómo hundir una reputación eres tú, pero, francamente, tengo mejores cosas que hacer que presenciar tus morbosos dramas personales.
Lázaro apretó los puños. Nada le gustaría más que darle un puñetazo, pero sabía que no podía hacerlo, de modo que se volvió hacia los invitados, hacia la gente a la que había reunido para compartir ese momento de aceptación, de triunfo.
Todos apartaban la mirada, abochornados. Todos salvo un hombre. Su padre, al fondo del salón, lo miraba con gesto burlón, como diciendo: «has intentado ser uno de nosotros y has fracasado».
El anuncio del compromiso, el momento que debería haber sido la cumbre de su éxito, se había convertido en un escándalo. Todo por culpa de una mujer. Y por su propia culpa.
Porque, por una noche, se había dejado llevar por el deseo y había olvidado el objetivo de su vida.
Skye esperaba sentada en una oficina. El hombre que la llevó allí había ido a buscar su bolsa de viaje y su abrigo al guardarropa, de modo que estaba sola.
No era su intención montar un escándalo, pero había sido imposible ponerse en contacto con él de otro modo. Lázaro Sánchez tenía más anillos de seguridad que un jefe de Estado.
Estaba buscando alguna otra forma de ponerse en contacto con él cuando leyó en internet que al día siguiente tendría lugar su fiesta de compromiso en uno de los mejores hoteles de Madrid.
No podía esperar más, pensó.
Lázaro iba a comprometerse oficialmente con Leonor Flores de la Vega, pero se había acostado con ella unos meses antes y estaba embarazada.
Su madre la había arrastrado de un país a otro cuando era niña y Skye siempre había jurado que tendría hijos solo cuando su vida fuera segura y estable, pero la decisión estaba tomada: iba a tener a su hijo.
El guardia de seguridad asomó la cabeza en la oficina.
–Venga conmigo –le dijo, ofreciéndole su abrigo y su bolsa de viaje.
Tomaron un ascensor para subir a la última planta del hotel y la puerta se abrió frente a un laberinto de pasillos y puertas. Poco después llegaron a un salón con una pared de cristal desde la que podía ver una fabulosa vista de Madrid.
Y allí estaba él.
Había desabrochado los dos primeros botones de su camisa y la corbata colgaba a un lado, como si se la hubiera quitado de un tirón.
Lázaro le dijo al guardia de seguridad que podía irse y Skye oyó el ruido de la puerta a su espalda.
Y luego, con un tono letal, peor que si le hubiese gritado, Lázaro Sánchez le espetó:
–¿Se puede saber a qué demonios estás jugando?
LÁZARO Sánchez tenía un aspecto tan imponente que Skye tuvo que hacer un esfuerzo para disimular, pero le temblaban las piernas.
¿Sus hombros siempre habían sido tan anchos? ¿Sus piernas tan largas?
Estaba furioso, lívido. Nada que ver con el hombre amable y encantador que la había seducido tres meses antes.
«Tú participaste activamente en esa seducción», le dijo una vocecita.
Y, a pesar de su palpable ira, seguía encendiéndola. Solo con mirarlo sentía una oleada de incontrolable deseo.
–Lo siento… de verdad lamento mucho lo que ha pasado. Si hubiera podido ponerme en contacto contigo no habría venido. Llamé a tu oficina varias veces, pero no te pasaban mis mensajes y cuando leí la noticia de tu compromiso, pensé que sería la oportunidad de hablar contigo.
–Qué conveniente que esa «oportunidad» vaya a aparecer mañana en todos los periódicos.
Ella frunció el ceño.
–¿Qué?
–No te hagas la inocente ahora. Tú sabías muy bien que habría prensa en la recepción.
–Pero era la única forma de verte. Nadie te pasaba mis mensajes…
–Esa noche me aseguraste que entendías cómo eran estas cosas, ¿recuerdas? ¿Estabas mintiendo entonces?
–No, lo decía en serio. Evidentemente, no imaginaba que esto iba a pasar.
«Esto» era un embarazo.
–Te pregunté si tomabas la píldora y dijiste que no había ningún problema. Me mentiste.
Skye se mordió los labios. Lo único que recordaba era que estaba desesperada por hacer el amor con él. Todo lo demás le daba igual, no quería que parase.
–No recuerdo bien lo que dije en ese momento, pero no imaginé que esto pudiera pasar. Pensé que estaba en un momento seguro del ciclo.
Él hizo un gesto desdeñoso.
–¿Cómo voy a saber que de verdad estás embarazada? No lo pareces.
–Estoy embarazada de tres meses –dijo Skye, llevándose una mano al vientre–. Me hice una ecografía hace poco para confirmar que todo iba bien, por eso he esperado hasta ahora. A veces los embarazos no progresan…
–¿Y cómo puedo estar seguro de que yo soy el padre?
Ella lo miró, indignada.
–No me he acostado con nadie desde esa noche.
El pulso de Lázaro se había acelerado, pero se dijo a sí mismo que era de rabia, no de deseo. Porque era imposible aceptar que estaba embarazada, que esperaba un hijo suyo.
Siempre había deseado tener hijos, pero no había esperado que fuese tan pronto. Ni con aquella mujer.
Seguía atónito por su repentina y brusca caída en desgracia. Solo había rozado la posibilidad de ser aceptado en el círculo de la alta sociedad. Nada más. Tal vez era algo que nunca estaría a su alcance.
Intentó hablar con Leonor, pero ella había desaparecido y, además, sabía que sería inútil. Todo había terminado porque, en su mundo, esa clase de humillación pública nunca sería perdonada.
Y allí estaba, intentando lidiar con la situación.
Cuando Skye dejó la bolsa de viaje y el abrigo sobre una silla y lo miró con expresión contrita, Lázaro tuvo que apartar la mirada.
No podía entender por qué lo afectaba tanto aquella chica. Tal vez era su belleza natural, las pecas en la nariz y las mejillas, su aspecto inocente.
–Te prometo que no quería armar un escándalo. De verdad pensé que no tenía otra forma de hablar contigo, pero no quería disgustar a tu prometida.
–Ya no es mi prometida. El compromiso está roto.
–Si está enamorada de ti, tal vez podáis arreglarlo…
Lázaro dejó escapar una risa amarga.
–¿Amor? El amor no existe. No íbamos a casarnos por amor.
–¿Entonces por qué ibais a casaros? –le preguntó ella, perpleja.
Lázaro se encogió de hombros, incómodo.
–Porque nos convenía a los dos. Leonor me habría ayudado a llegar donde quiero llegar y yo habría ayudado a su familia.
–Eso suena tan frío.
–Habría sido suficiente para mí. Además, los matrimonios basados en una emoción tan nebulosa como el amor no suelen durar.
–¿Estabais juntos cuando…?
–No, ocurrió después. Justo después –la interrumpió Lázaro.
La intensidad de su encuentro con Skye lo había dejado sintiéndose extrañamente inquieto, pero él no buscaba una gran pasión sino aceptación y respeto. Y para eso necesitaba una mujer que perteneciese al mundo de sus padres.
Había visto a Leonor Flores de la Vega en varios eventos y siempre le había intrigado su actitud ausente, como alejada de todos los demás, y había pensado que quizá se parecían un poco, pero debía admitir que conocer a Skye lo había empujado a pedirle que saliese con él. Como si esa noche en Dublín lo hubiese asustado, como si hubiera despertado en él un deseo voraz que nunca antes había querido reconocer. Un deseo del que no había podido librarse.
Maldita fuera.
Skye O’Hara no podía ser más diferente a la alta y esbelta Leonor, pero su cuerpo voluptuoso y su simpático rostro eran más atractivos para su libido que la fría elegancia de su exprometida, con quien nunca había conectado de verdad.
–Tal vez le haya hecho un favor –dijo Skye entonces–. Todo el mundo merece ser querido.
–Déjate de tonterías sentimentales. Tú has provocado esta situación interrumpiendo una fiesta privada.
Ella se inclinó para tomar su bolsa de viaje y su abrigo.
–Y ya te he dicho que lo siento, pero había venido a decirte que estoy embarazada y ahora que lo sabes, me marcho.
Lázaro la miró, incrédulo.
–No puedes soltar esa bomba, arruinar mi compromiso y luego marcharte como si no hubiera pasado nada. Siéntate, por el momento no vas a ningún sitio.
Skye debería haber imaginado que no sería tan fácil. Por supuesto, un hombre como Lázaro Sánchez, tan importante que era imposible ponerse en contacto con él, no la dejaría ir.
–¿Podrías darme un vaso de agua?
En realidad estaba hambrienta, pero le daba vergüenza pedir un sándwich de pollo y unas patatas fritas, que era su antojo en aquel momento.
Lázaro se acercó al mueble-bar para servirle un vaso de agua mineral.
–Debías saber quién era yo –dijo entonces.
–¿Qué?
–Sabías quién era y te fuiste conmigo a la cama a propósito.
Ella lo miró, airada.
–Tú entraste en el restaurante en el que yo trabajaba y luego sugeriste que tomásemos una copa. ¿No te acuerdas? No me dijiste tu nombre hasta que llegamos al bar.
–Tuviste tiempo de buscar mi nombre en internet.
–Pero no hice eso –replicó ella–. La verdad es que me pareciste el hombre más sexy que había conocido nunca y sabía que lo lamentaría si no me iba contigo… –Skye se mordió los labios, avergonzada por lo que acababa de admitir sin darse cuenta–. Busqué tu nombre en internet al día siguiente y solo entonces supo que eras alguien importante.
–¿Y fue entonces cuando decidiste aprovechar la situación?
–Aunque te parezca increíble, mi plan no era quedarme embarazada a los veintidós años.
–¿Y cuál era tu plan entonces, convertirte en gerente del restaurante?
–¿Qué te importa a ti? Tú no sabes quién soy o lo que quiero.
–Al contrario. Creo que hemos dejado bien claro lo que querías esa noche.
Skye torció el gesto.
–¿Solo yo? Si no recuerdo mal, había dos personas en la habitación y supongo que el deseo era mutuo.
Lázaro apretó los dientes.
–¿Por qué has venido? Dime la verdad.
–Para decirte que estoy embarazada. ¿No te interesa saber que vas a ser padre?
–No has venido solo a decírmelo porque te remordía la conciencia.
Skye tuvo que hacer un esfuerzo para mantener la calma.
–¿Habrías preferido que no te lo dijese? ¿Te gustaría que hubiese un hijo tuyo por ahí del que tú no sabías nada?
Para su sorpresa, él palideció ligeramente.
–Si de verdad estás embarazada, y si el bebé es hijo mío, por supuesto que quiero saberlo. Admito que no es algo para lo que esté preparado, pero si es hijo mío no le faltará nada.
Skye pensó entonces que no había leído nada sobre sus padres en los múltiples artículos publicados sobre él, pero antes de que pudiese mencionarlo sintió un espasmo en el estómago.
–¿Qué ocurre, te encuentras mal? Te has puesto pálida –dijo Lázaro, tomándola del brazo.
–Creo que necesito comer algo…
–¿Cuándo comiste por última vez?
–En el desayuno. Tomé un cruasán y un plátano en el aeropuerto, pero luego vomité en el lavabo.
Lázaro masculló algo ininteligible mientras la llevaba hacia una silla.
–¿Qué quieres comer?
–¿Un sándwich tal vez? ¿Unas patatas fritas?
Lázaro llamó al servicio de habitaciones y cuando volvió a su lado Skye le dio las gracias.
–Lo siento mucho. De verdad no quería provocar un escándalo.
–¿Así que pensabas venir, soltar la bomba y marcharte?
–Solo quería que lo supieras, no esperaba nada de ti. Tal vez cuando la gente se olvide de esto podrás arreglar la situación con tu prometida.
Él hizo un gesto con la mano.
–Ya te he dicho que Leonor no quiere saber nada de mí.
–Oh.
–Ven, vamos a la cocina. El camarero llevará allí la bandeja.
Unos minutos después, Skye estaba comiendo un fabuloso sándwich de pollo y un plato de patatas fritas.
–Oh, qué rico.
Decía «oh» muy a menudo, pensó él, observándola mientras comía.
Parecía sofocada y recordó que se había ruborizado cuando sus ojos se encontraron en aquel restaurante de Dublín. Y más aún cuando le pidió que tomasen una copa al terminar su turno.
Entonces también había dicho «oh».
–Oh, verás, no creo que sea buena idea.
–¿Por qué no?
–Porque no te conozco y yo no suelo quedar con extraños.
Él le había dado su tarjeta entonces. Una tarjeta con su nombre y su número de teléfono grabados en relieve.
–Solo te pido que tomemos una copa para conocernos mejor.
Ella lo había mirado con esos enormes ojos azules que parecían incapaces de esconder nada.
–¿Pero para qué? –le había preguntado.
Y Lázaro se había sorprendido a sí mismo respondiendo:
–¿Nunca has hecho nada de forma espontánea, solo porque te apetece hacerlo?
–En fin, tal vez –dijo ella por fin.
De modo que, después de cenar, se había sentado a esperarla en el bar del hotel, sin saber si aparecería. Pero Skye había aparecido.
Con unos vaqueros ajustados y un jersey grueso que dejaba un hombro al descubierto. Debería haberse dado cuenta entonces de que era una locura porque el deseo era tan potente que no había sido capaz de levantarse para saludarla…
–Gracias por el sándwich.
Lázaro, perdido en sus pensamientos, volvió al presente. No había dejado nada en el plato.
–¿Dónde te alojas? –le preguntó.
–No he reservado habitación en ningún sitio, pero en Madrid hay muchos hostales.
–¿Tienes billete de vuelta a Dublín o esperabas que este numerito me obligase a llevarte a la cama de nuevo? ¿Es eso, querías probar suerte otra vez para quedar embarazada de verdad?
Skye lo miró con gesto airado.
–Eso es repugnante. Eres la persona más cínica que he conocido nunca. No he venido para desplumarte o para seducirte. No me interesan ni tu dinero ni tu elegante suite…
–Es un apartamento.
–¿Qué?
–Este es mi apartamento. El hotel es de mi propiedad.
–Me da igual –dijo ella, levantándose.
–¿Dónde vas?
–A buscar un hostal. Mi vuelo de regreso sale a primera hora de la mañana. Como te he dicho, pensaba contarte que estoy embarazada y marcharme, y eso es lo que voy a hacer.
–No irás a ningún sitio. Dormirás aquí esta noche y mañana seguiremos hablando del asunto.
–Pero tengo que trabajar…
–Digamos que estoy dispuesto a otorgarte el beneficio de la duda. Haremos una prueba de ADN y si de verdad el bebé que esperas es hijo mío te quedarás aquí, en España.
Skye lo miró con los ojos como platos.
–Tú no puedes decirme dónde voy a vivir.
–Tengo derecho a estar involucrado en el futuro de mi hijo. Si es hijo mío.
Skye sintió una oleada de pánico.
–En su futuro, cuando nazca, pero no antes. Podría pasar cualquier cosa en estos seis meses.
–Y, mientras tanto, tú vas a atender mesas en un restaurante y a vivir a saber dónde –Lázaro frunció el ceño–. ¿Dónde vives?
–En un apartamento.
En realidad era un sótano y se sintió culpable al recordar la humedad en las paredes de su dormitorio. Además, el barrio se convertía en una zona de guerra por las noches.
–Imagino qué tipo de barrio puedes permitirte con un sueldo de camarera. Y lo siento, pero no quiero que pongas a mi hijo en peligro.
Skye se llevó una mano al vientre.
–Es mi hijo.
Pero debía admitir que tenía serias dudas sobre cómo iba a arreglárselas con su salario.
–Te quedarás aquí esta noche y mañana iremos al ginecólogo para confirmar el embarazo. Y después hablaremos –anunció Lázaro.
–No puedes darme órdenes. Y no puedes poner mi vida patas arriba. Yo tengo un trabajo, una casa, una vida en Dublín.
Él enarcó una ceja.
–¿No puedo poner tu vida patas arriba? ¿Y qué acabas de hacer tú con la mía, Skye?
SKYE no podía responder a esa pregunta porque sabía que tenía razón. Había ido a Madrid para hablar con él, había provocado un escándalo y ahora tenía que lidiar con el resultado, de modo que aceptó quedarse por el momento.
–Ponte cómoda –dijo Lázaro después de llevarla a un enorme dormitorio.
Skye se quedó inmóvil en el centro de la habitación. No quería moverse por temor a dejar una marca en los muebles o en la maravillosa alfombra, tan suave que parecía como si caminase sobre una nube. La cama era muy tentadora, pero decidió darse una ducha antes de acostarse.
El cuarto de baño era tan grande como el dormitorio, con una amplia ducha y una bañera en la que cabrían diez personas, y casi gritó de gozo al sentir la caricia del agua. Normalmente tardaba un siglo en secarse el pelo, pero no pudo resistirse a la tentación de lavárselo con un champú que olía a gloria.
Después, volvió al dormitorio con una toalla en la cabeza. Estaba agotada, pero demasiado inquieta como para dormir después de lo que había pasado, de modo que se tumbó en uno de los sofás para mirar el cielo estrellado de Madrid.
Se preguntaba si Lázaro estaría angustiado por haber roto con su prometida. No parecía muy disgustado. Claro que él mismo había dicho que no iba a casarse por amor.
Parecía tener aversión a la idea del amor y ella odiaba admitir que, en el fondo, había sido un alivio saber que no estaba enamorado de Leonor.
La noche que había pasado con él había sido… un cataclismo. La había afectado más de lo que le gustaría admitir. Había querido quedarse un rato más por la mañana, pero sabía que no debía prolongar el encuentro.
Incluso antes de saber quién era, intuía que Lázaro Sánchez no mantendría una relación amorosa con una camarera.
Pensar eso la angustió y tuvo que hacer un esfuerzo para llevar oxígeno a sus pulmones. Le parecía escuchar la voz de su madre:
«Somos seres humanos, Skye. Lo único que puedes hacer es concentrarte en el momento presente. No existe nada más».
Su madre siempre esbozaba una sonrisa radiante cuando decía eso, y el anuncio era normalmente seguido de una de sus decisiones improvisadas de mudarse a otra ciudad o a otro país. Básicamente, en cuanto un sitio empezaba a parecer un hogar su madre decidía marcharse.
Pero, siguiendo el consejo materno, tal vez sería mejor quedarse allí unos días y dejar de preocuparse. Al fin y al cabo, Lázaro era el padre de su hijo. Aunque ni él mismo lo creyese.
«Podría haberte echado de aquí sin escucharte», le dijo una vocecita.
La situación era muy desagradable, desde luego. Pero, aunque le habría gustado hablar con él discretamente para evitar el escándalo, no lamentaba haberle contado que iba a ser padre.
Ella no había conocido a su padre. Era la única cosa sobre la que su madre se negó a hablar durante años. Pero por fin, cuando se hizo mayor, le había revelado la verdad: no estaba segura de quién era. Había ocurrido en una fiesta. Habían bebido mucho y estaba tonteando con dos hombres, pero ni siquiera recordaba sus nombres.
Su madre había sido una joven rebelde, con una vena artística y bohemia. Sus padres la habían desheredado al saber que estaba embarazada y fue entonces cuando decidió vivir yendo de un lado a otro, sin echar raíces en ningún sitio.
El orgullo le impedía ponerse en contacto con su familia. El orgullo y un inmenso dolor por haber sido rechazada.
«Familia».
Skye suspiró profundamente. Ella tenía una opinión negativa sobre la familia y, sin embargo, soñaba con formar la suya propia para tener una vida segura y estable.
Cuando descubrió que estaba embarazada sintió un enorme deseo de echar raíces y decirle a Lázaro Sánchez que estaba esperando un hijo era parte de eso. Quería estar instalada cuando diese a luz y mantener algún tipo de comunicación con Lázaro para que su hijo creciese sabiendo quién era su padre.
Quería que su hijo viajase por todo el mundo como había viajado ella, pero sabiendo que siempre tendría un sitio al que volver, un hogar.
Agotada, apoyó la cabeza en el brazo del sofá, se envolvió en el suave albornoz y cerró los ojos. Solo quería descansar durante unos minutos…
Lázaro miró a la mujer dormida durante unos minutos. Solo había querido comprobar que estaba bien, pero Skye no había respondido cuando llamó a la puerta, de modo que entró en la habitación. No la vio en la cama y, por un momento, pensó que se había ido.
Y no le gustó nada la oleada de pánico que sintió al pensar eso.
Pero entonces la vio, hecha una bola en el sofá, profundamente dormida, la toalla que llevaba en la cabeza a punto de caer al suelo.
No podía negar que ardía de deseo por ella. Incluso ahora, envuelta en un albornoz demasiado grande, solo tenía que imaginarla desnuda bajo la ducha y su sangre se encendía.
«¡Basta!».
Lázaro se inclinó para tomarla en brazos y ella ni siquiera se movió, tan profundamente dormida estaba.
Era tan ligera, no pesaba nada.
«Embarazada».
Cuando la dejó sobre la cama, la toalla que llevaba en la cabeza se desató y la melena roja se desplegó sobre las sábanas de lino blanco. Tenía un aspecto tan inocente que le remordía la conciencia. Había sido inocente cuando la conoció, era virgen.
¿Se habría metido en la cama con otro hombre así, sin conocerlo? Algo le decía que no.
Según Skye, había intentado ponerse en contacto con él sin resultado y tuvo que admitir que tal vez estaba diciendo la verdad. Recordaba haber visto, incrédulo, la tarjeta que le había dado en la papelera de la habitación del hotel. La tarjeta con su número privado.
La había tirado y él tenía por norma no dejar que ningún desconocido pudiera ponerse en contacto con él, especialmente si se trataba de una mujer.
Skye era una desconocida para todos salvo para él. Nadie sabía lo de esa noche en Dublín porque no lo había seguido ningún reportero y si había llamado a la oficina…
Lázaro recordaba algo más de esa noche. Cuando se sentaron para tomar una copa en el bar del hotel le había preguntado por qué había decidido acudir y ella lo había mirado algo avergonzada, pero también desafiante, antes de responder:
–Porque nunca había conocido a nadie como tú. Y tienes razón, a veces está bien ser espontáneo.
–Eres muy sincera, eso es algo raro.
–¿Por qué no iba a serlo? ¿Qué tengo que esconder?
Lázaro la había creído. ¿Y por qué no? Ella no formaba parte de su mundo, donde el cinismo y la desconfianza iban siempre de la mano.
Aun así, sería un tonto si no confirmase el embarazo por sí mismo. Y más tonto aún si olvidase sus recelos y creyese que Skye no tenía intenciones ocultas solo porque hubiera sido virgen cuando se conocieron.
Skye despertó a la mañana siguiente sintiéndose desorientada. Estaba en la cama más cómoda del mundo, pero no recordaba haberse metido en ella…
Porque no lo había hecho. Se había quedado dormida en el sofá.
Se apoyó en un codo y vio la toalla sobre el edredón. Su pelo estaría hecho un asco, pensó. ¿Y cómo había terminado en la cama? Estaba bajo las sábanas, pero aún llevaba puesto el albornoz.
Se puso colorada al imaginar a Lázaro llevándola en brazos a la cama, pero tenía que haber sido él. Debía haber entrado en la habitación cuando dormía y… se le encogió el estómago al pensarlo y no solo de vergüenza sino de deseo.
El sol estaba alto en el cielo cuando salió de la ducha, intentando controlar su imposible melena. Se vistió y, tomando aliento, se aventuró fuera del dormitorio.
Encontró a Lázaro en el comedor, sentado frente a una larga mesa de desayuno, rodeado de periódicos. Llevaba una camisa de rayas azules y un pantalón oscuro, el pelo mojado de la ducha y recién afeitado. Estaba tan guapo que Skye sintió una punzada de deseo en el vientre.
Él levantó la mirada cuando una mujer de mediana edad entró en el comedor con lo que parecía una jarra de café.
–Buenos días –la saludó.
Skye murmuró un saludo y se acercó a la mesa, algo avergonzada por su aspecto desaliñado en comparación con la elegantísima suite. Siempre había vestido con vaqueros y camisetas, pero nunca se había sentido tan incómoda como en ese momento, frente a aquel hombre.
Cuando la mujer, que debía ser el ama de llaves, salió del comedor y los dejó solos de nuevo Lázaro dejó a un lado el periódico que estaba leyendo y la miró de arriba abajo con esos fabulosos ojos verdes.
–¿Hoy no te pones el falso uniforme de camarera?
–Es mi ropa de trabajo. Pensé que me ayudaría a pasar desapercibida.
Porque de ningún modo podría haber pasado desapercibida entre los invitados con su propia ropa.
–¿De verdad querías que nadie se fijase en ti? –replico Lázaro, sarcástico.
De repente, Skye se sintió enferma y tuvo que agarrarse al respaldo de una silla.
–Ya te he dicho que lo siento…
–¿Qué te ocurre? Te has puesto pálida.
Las temidas náuseas de nuevo.
Skye apenas consiguió murmurar algo ininteligible antes de salir corriendo de vuelta al baño y, un minuto después, Lázaro apareció a su lado.
–Déjame sola, por favor. Estoy bien, son solo náuseas matinales.
Pero él no se movió.
–¿Te ocurre todos los días? –le preguntó, con tono horrorizado.
Skye cerró los ojos, angustiada. El deseo que Lázaro pudiese sentir por ella habría muerto después de aquel episodio.
Por suerte, las náuseas desaparecieron y se incorporó para enjuagarse la boca en el lavabo.
No quería mirarse al espejo porque imaginaba qué aspecto tendría, pero Lázaro estaba en la puerta, mirándola con expresión pensativa.
–No tengo control sobre las náuseas, pero por suerte pasan enseguida y el médico me ha dicho que terminarán después del primer trimestre.
–Creo que es normal en las embarazadas. ¿Podrías comer algo?
Skye asintió con la cabeza. Eso era lo raro, que después de las náuseas siempre estaba hambrienta.
Volvieron al comedor y Lázaro le dijo algo en voz baja al ama de llaves, que la miró con gesto compasivo antes de desaparecer discretamente.
Skye vio entonces su pasaporte sobre la mesa y lo tomó, mirando a Lázaro con gesto acusador.
–¿Qué haces con mi pasaporte?
Él se sirvió una taza de café y luego la miró, burlón.
–¿Skye Blossom O’Hara?’
Skye se encogió de hombros.
–Mi madre es un poco hippy.
–¿Vive en Irlanda?
Ella negó con la cabeza mientras tomaba un sorbo de café.
–Está en India, en un ashram. No he podido localizarla para contarle que estoy embarazada.
El ama de llaves volvió en ese momento con una selección de panecillos y Skye le dio las gracias, aliviada cuando Lázaro no le preguntó por su padre.
–¿Y tus padres? –le preguntó–. ¿Estaban en la fiesta anoche?
Lázaro apartó la mirada y pareció vacilar antes de responder:
–No tengo ninguna relación con mis padres.
–Oh.
–Dices eso mucho.
–¿Ah, sí?
–Sí.
–Bueno, si te molesta siempre puedo marcharme.
Quería marcharse, alejarse de la turbadora órbita de aquel hombre, pero Lázaro negó con la cabeza.
–No, no vas a irte tan fácilmente –le dijo, mirando su reloj mientras se levantaba de la silla–. Tenemos una cita con el ginecólogo dentro de una hora. Estaré en mi estudio hasta entonces, haciendo unas llamadas. Termina tu desayuno.
–¿Siempre eres tan mandón?
–Siempre –respondió él mientras salía del comedor–. Espero que estés lista en cuarenta minutos.
Skye dejó escapar un suspiro cuando se quedó sola. Se maravillaba al recordar lo encantador que había sido la noche que se conocieron, mostrando ante el mundo una fachada mucho más benigna. Se preguntó entonces si algún día volvería a ver esa faceta encantadora. Aunque no apostaría nada por ello.
–Bueno, señorita O’Hara, puedo confirmar que está embarazada.
Skye miró a Lázaro de soslayo.
–Por supuesto.
–He llamado a su médico y me ha confirmado que, según la ecografía, todo progresa de manera normal.
–Esta mañana se ha puesto enferma –dijo Lázaro.
–Solo son náuseas, no tiene importancia –se apresuró a explicar Skye.
–Con un poco de suerte, desaparecerán ahora que entra en el segundo trimestre –le informó el médico.
–Sí, eso me había dicho mi ginecólogo.
Skye no sabía si sentirse animada o irritada por la preocupación de Lázaro. Sin duda, no estaba acostumbrado a ver mujeres en esa situación.
–Le haremos una nueva ecografía cuando esté de veinte semanas –dijo el médico.
Skye abrió la boca para decir que no estaría en Madrid para entonces, pero Lázaro se adelantó.
–Mi ayudante pedirá la cita, gracias.
Estaban en el coche cuando Skye se volvió hacia él.
–No deberías haber dicho eso.
–¿A qué te refieres?
–¿Crees que voy a estar aquí dentro de dos meses? Hay ginecólogos en Dublín.
Lázaro sacó el móvil del bolsillo.
–¿Cuál es tu dirección?
Skye hizo una mueca. No quería contárselo, pero tampoco quería discutir, de modo que se lo dijo y, unos segundos después, él le ofreció el móvil. En la pantalla había una fotografía del edificio de apartamentos en el que vivía y no tenía buen aspecto. Algunas ventanas estaban tapiadas con tablones y había bolsas de basura en la calle. Unos chicos sentados en los escalones de la entrada parecían estar pasándose algo.
–¿Vives aquí?
Skye asintió, poniéndose a la defensiva.
–No es tan horrible. Están reformando uno de los edificios de la calle ahora mismo.
Lázaro no parecía impresionado.
–Así que dejará de ser un sitio donde pasar droga y se convertirá en una obra, qué bonito.
Skye no dijo nada. ¿Para qué? Siguieron en silencio hasta que entraron en el apartamento y Lázaro se volvió para mirarla con expresión airada.
–¿Me estás diciendo que vas a pasar el embarazo en ese agujero? ¿Y es ahí donde piensas vivir con el bebé?
–No todo el mundo tiene la suerte de crecer en un palacio –replicó ella–. La gente tiene hijos en mi barrio y son felices. No es un gueto.
Él hizo una mueca.
–Yo no crecí en un palacio, todo lo contrario. Sé muy bien cómo son esos barrios y no voy a dejar que un hijo mío crezca en un sitio así.
Skye hizo un esfuerzo para mantener la compostura.
–Pues lo siento, pero es lo único que puedo permitirme por el momento. No está tan mal y me encargaré de tenerlo todo preparado cuando nazca mi hijo.
–Nuestro hijo.
El corazón de Skye se aceleró.
–¿Entonces me crees?
El ginecólogo les había dicho la fecha aproximada de la concepción, que coincidía con la semana de su encuentro en Dublín, pero Lázaro no había comentado nada.
–Había dos personas esa noche en la habitación y yo no usé protección –dijo él entonces–. Era mi responsabilidad más que la tuya.
Esa admisión casi dejó a Skye sin palabras.
–De verdad pensé que no habría consecuencias, pero parece que me equivoqué.
–Cuando nazca el bebé haremos una prueba de ADN para confirmar la paternidad, pero hasta entonces estoy dispuesto a tratarlo como si fuera mi hijo.
Ella tuvo que morderse los labios. Estaba dispuesto a aceptar su responsabilidad, pero no la creería del todo hasta que tuviese en la mano una prueba irrefutable. En fin, no podía esperar otra cosa de un hombre como Lázaro Sánchez, pero le dolía que no confiase en ella.
–He perdido el avión –le dijo–. Hoy no tengo que ir a trabajar, pero debo estar allí mañana o perderé mi empleo. Sé que no te gusta la zona en la que vivo, pero lo único que puedo hacer es intentar encontrar otro apartamento en una zona mejor.
Con la crisis de la vivienda que sufría el país, Skye no tenía muchas esperanzas de encontrar algo que pudiera permitirse, pero por el momento no podía hacer nada más.
Iba a entrar en el dormitorio para buscar su bolsa de viaje cuando Lázaro le espetó:
–¿Es que no me has oído?
–¿Qué?
–No vas a volver a ese apartamento o a ese trabajo, Skye. Tengo una responsabilidad hacia ti y hacia nuestro hijo.
–Pero has dicho que no creerás que es hijo tuyo hasta que hagamos la prueba de ADN.
Él hizo un gesto con la mano.
–Es solo una formalidad.
Skye apretó los labios. Qué irritante seguir deseándolo cuando seguramente él la miraba preguntándose cómo podía haber perdido la cabeza esa noche en Dublín.
–¿Entonces qué?
–Tengo que ir a mi finca de Andalucía mañana para solucionar unos asuntos. Vendrás conmigo y te quedarás allí un tiempo, hasta que encontremos una solución a largo plazo. Todo ha cambiado, Skye. Vamos a tener un hijo y yo quiero estar involucrado en el proceso.
Lázaro observó su expresivo rostro. Era fascinante, una de las cosas que lo habían atraído de ella desde el primer momento. Todas las emociones se reflejaban en su rostro y no conocía a muchas mujeres así. Leonor, por ejemplo, era como una esfinge.
En ese momento, las emociones reflejadas en el rostro de Skye iban de la rabia a la frustración y algo más que no podía descifrar. ¿Resentimiento, impotencia?
Daba igual. Tenía que solucionar aquella situación tan incómoda y asegurar el futuro de su hijo.
Le sorprendía la ecuanimidad con que se había tomado la noticia de que iba a ser padre. Tal vez porque no le parecía real. O tal vez seguía conmocionado. Tal vez si Skye pareciese embarazada…
De repente, la imaginó con su hijo en brazos y esa imagen lo enterneció. Era una imagen tan vívida y sentimental que lo hizo replicar con tono cortante:
–Quieras o no, tu vida ha cambiado tanto como la mía, Skye. Cómo acabará esto, ya lo veremos, pero por el momento tu sitio está aquí. Corrígeme si me equivoco, pero no parece que haya mucho que te ate a Dublín, ¿no? ¿Tienes más familiares aparte de tu madre?
–No, solo mi madre –respondió Skye.
Al ver su gesto apesadumbrado Lázaro intentó contener los remordimientos de conciencia porque, de repente, se sentía como un canalla. Pero se dio cuenta de que tenían mucho en común. También él estaba solo en el mundo, siempre lo había estado. Confiaba en muy poca gente, solo un par de amigos íntimos.
Cuando Skye levantó la barbilla sus ojos brillaban como dos zafiros.
–Pero tengo una vida, soy una persona independiente –siguió Skye–. Tendré en cuenta tu sugerencia de quedarme aquí porque tal vez sería bueno para el bebé, pero no creas que voy a decir que sí solo porque a ti no te gusta mi trabajo o dónde vivo. No tienes jurisdicción sobre mí, Lázaro. Te recuerdo que podría no haberte dicho nada sobre el embarazo –añadió, colgándose el bolso al hombro–. Voy a salir a tomar un café y a pensar un rato. Luego te diré lo que voy a hacer.
Lázaro estaba tan atónito que no era capaz de reaccionar mientras Skye salía del apartamento, el brillante pelo rojo cayendo por su espalda, pero al ver que su pasaporte seguía sobre la mesa del comedor se relajó un poco. No iría muy lejos sin el pasaporte.
Se acercó a la ventana, inquieto. Skye tenía razón, podría no haberle contado que estaba esperando un hijo, que iba a ser padre.
Cínicamente, no lo creía ni por un momento, pero pensar que pudiera haber tenido un hijo del que no sabía nada hizo que se le helase la sangre.
Durante toda su vida había sentido un odio profundo hacia sus padres por haberlo abandonado, librándose de él como si fuera un paquete indeseado. Ese odio lo había empujado a conseguir el éxito a cualquier precio, pero si era sincero consigo mismo debía admitir que el odio escondía un profundo dolor.
Así que, pasara lo que pasara a partir de ese momento, Skye y el bebé siempre serían parte de su vida porque jamás trataría a un hijo como lo habían tratado a él.
El escándalo de la noche anterior había hecho descarrilar sus planes, pero estaba convencido de que todo podría arreglarse con el tiempo.
Su deseo por Skye era una debilidad en la que no volvería a caer.
Como para poner a prueba esa resolución, Skye levantó la cabeza para sentir el sol en la cara cuando salió a la calle y Lázaro la vio sujetarse el pelo en un descuidado moño.
De verdad no se parecía nada a Leonor, con su belleza clásica, pero nunca había sentido el deseo de tocar a Leonor.
Era Skye en quien pensaba. En sus curvas, en sus pechos…
«Basta».
Lázaro metió las manos en los bolsillos del pantalón. Él nunca había pensado casarse por deseo, o por ninguna emoción. Las emociones eran peligrosas. Las emociones no podían controlarse y él necesitaba controlarlo todo porque siempre le exigirían más que a los demás. Porque la gente cuya opinión le importaba quería que fracasase.
Skye, ajena a sus caóticos pensamientos, sacó del bolso unas gafas de sol y se dirigió hacia un café al otro lado de la calle como si fuera una estudiante sin una sola preocupación en el mundo.
Una estudiante a la que acababa de tocarle la lotería, pensó Lázaro. Se negaba a creer que no supiera lo poderosa que era su posición en ese momento y tuvo que controlar el deseo de ir tras ella.
En lugar de eso hizo una llamada y, unos minutos después, vio que uno de sus hombres se colocaba discretamente a la entrada del café.
Estaba seguro de que no iba a desaparecer, pero no quería arriesgarse.
Skye llevaba tanto rato dándole vueltas al café que los empleados empezaban a mirarla con curiosidad, pero le daba igual. Sabía que a Lázaro no le había hecho gracia que se fuera. Cuando un hombre como él daba una orden, todo el mundo se apresuraba a obedecer.
Su madre había salido con un millonario durante un tiempo. Skye recordaba el yate, atracado en el puerto de Cannes, y lo divertido que había sido explorar el pueblo con niños a los que conocía por la calle.
Era un hombre muy agradable, pero la relación no duró mucho porque quería casarse con su madre y en cuanto ella empezó a sentirse controlada decidió marcharse.
Skye había aprendido desde niña a no apegarse a nadie. Había sido desolador para ella dejar atrás a sus amigos cada vez que su madre decidía cambiar de aires. El secreto, por tanto, era no apegarse a nadie.
Que Lázaro hubiera conseguido hacer que bajase la guardia hasta el punto de acostarse con él sin conocerlo era algo en lo que no quería pensar.
Se decía a sí misma que había sido algo puramente físico, que le pesaba su virginidad. Era algo de lo que quería librarse y él había aparecido en el momento oportuno, nada más.
«Mentirosa», le dijo una vocecita.
Claro que no había esperado acabar en esa situación. Porque, pasara lo que pasara entre ellos, Lázaro formaría parte de su vida para siempre.
Se decía a sí misma que no temía apegarse a Lázaro. Esa noche de pasión había sido una aberración. Además, él le había dicho que no creía en el amor y ella era demasiado sensata como para entregarle su corazón.
Lo más importante era el bebé y debía admitir que en algunas cosas tenía razón. No había nada que la atase a Dublín ni a ningún otro sitio. No tenía familia aparte de su madre y su trabajo como camarera no llevaba a ningún sitio.
En realidad, lo que necesitaba era alejarse de Lázaro para poner en orden sus pensamientos y hacerle ver que no iba a obedecer sus órdenes como si fuese una empleada, pero su pulso se aceleró incluso antes de verlo.
«Maldita sea», dijo de nuevo esa vocecita.
Cuando levantó la cabeza, allí estaba. En la puerta del café, buscándola con la mirada.
Cuando se quitó las gafas de sol, casi podría haber jurado que todas las mujeres y algunos hombres dejaban escapar un audible suspiro.
Un segundo después se sentaba frente a ella, atrapándola con sus largas piernas por debajo de la mesa.
–¿Has tenido tiempo para pensar? Llevas aquí más de una hora.
Skye tuvo que admitir la derrota.
–Lo he pensado, sí. Iré contigo… por ahora. Al fin y al cabo, tenemos que conocernos mejor.
–Muy bien –dijo él, con un brillo de recelo en los ojos–. Uno de mis empleados irá a Dublín para sacar las cosas de tu apartamento. Podemos llevar los muebles a un guardamuebles y traer aquí todo lo demás.
Skye se puso colorada. Después de una vida yendo de un lado a otro, todas sus posesiones cabían en dos maletas.
–No tengo muchas pertenencias y los muebles son de mi casero.
–Ah, mejor. Enviaré a un empleado esta misma tarde para empaquetar tus cosas y hablar con el casero –dijo Lázaro mientras se levantaba de la silla–. ¿Nos vamos?
Skye se sentía desorientada. No había imaginado que todo sería tan rápido. Pensó que volvería a Dublín y se encargaría de organizar ese cambio de vida antes de volver a España, pero cuando Lázaro le ofreció su mano experimentó una oleada de emoción que no era capaz de controlar.
Durante un segundo, y por primera vez en mucho tiempo, tuvo la sensación de no estar sola. Era una sensación desconcertante.
Y muy seductora.
Pero se dijo a sí misma que no significaba nada. Habían ocurrido muchas cosas y se sentía particularmente vulnerable, de modo que no aceptó la mano que le ofrecía por miedo a delatarse.
–Tengo que trabajar durante un par de horas –dijo Lázaro cuando salieron del café–. Nos iremos a Andalucía mañana por la mañana.
–Muy bien.
Mientras Lázaro daba las instrucciones precisas a su empleado, Skye supo que ya no era dueña de su vida.
Después de vivir a merced de los caprichos de su madre durante tanto tiempo, Skye valoraba la independencia, pero Lázaro tenía razón. No podía pensar solo en sí misma. Había un bebé en camino y ese bebé era lo primero. En eso al menos sería distinta a su madre, que solo pensaba en sí misma.
En ese momento empezó a sonar su móvil y cuando vio el nombre en la pantalla Skye esbozó una sonrisa.
–Hola, mamá.
NUNCA habías viajado en un avión privado?
Skye tuvo que controlarse para no poner los ojos en blanco.
–No es algo que hagan la mayoría de los mortales.
Habían despegado de un pequeño aeródromo a las afueras de Madrid media hora antes y ahora estaban sobrevolando el cielo de Castilla.
Skye miró a Lázaro y, de inmediato, sintió un escalofrío. Iba vestido de modo informal, con un pantalón oscuro y un polo de color gris que dejaba al descubierto sus poderosos bíceps.