E-Pack Bianca y Deseo abril 2019 - Abby Green - E-Book

E-Pack Bianca y Deseo abril 2019 E-Book

Abby Green

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Beschreibung

Una seducción, un secreto… Abby Green La rendición de una inocente… ¡y su consecuencia irreparable! Un marido conveniente Fiona BrandSi quería heredar su fortuna, tendría que encontrar marido en menos de tres semanas.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

 

 

Editado por Harlequin Ibérica. Una división de HarperCollins Ibérica, S.A. Núñez de Balboa, 56 28001 Madrid

 

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A. Pack Bianca y Deseo, n.º 162 - abril 2019 I.S.B.N.: 978-84-1328-107-0

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

SI ME permite, señor Rivas, solo un par de preguntas más.

–Por supuesto –Sebastio Rivas apretó los dientes, pero se obligó a sonreír.

Las palabras de su abogado y asesor principal resonaban en sus oídos:

«Desde la muerte de tu padre, hace un año, eres la cara visible de Rivas Bank. Vas a tener que abrirte a los medios de comunicación, y al público. Todos quieren conocer al hombre que convirtió una de las instituciones más endeudadas en un banco respetado y exitoso».

La sonrisa debió de ser aterradora porque el periodista lo miró con evidente nerviosismo.

A Sebastio le apretaban el traje y la corbata. En momentos como ese era cuando más añoraba su pasado, vistiendo los colores de su país junto a los catorce miembros de su equipo en el reverente susurro del estadio de rugby.

Echaba de menos la sencillez de trabajar con un equipo y un solo objetivo en mente. Ganar. Ser el mejor. Imparables. No había vuelto a sentir esa impresionante sensación de solidaridad.

«Porque la fastidiaste».

El periodista se aclaró la garganta, devolviendo a Sebastio al presente.

–Su vida es muy diferente ahora de la de antes. Nunca mostró ningún interés por la banca hasta hace unos cuantos años y, sin embargo, su evolución ha sido, como mínimo, triunfal. Ha devuelto al Rivas Bank a cifras de beneficios, y tan solo a unos pocos meses de la muerte de su padre.

Sebastio entornó los ojos amenazadoramente, pero el joven le aguantó la mirada.

Estuvo tentado de dar por finalizada la entrevista, pero sabía que no podía, de modo que volvió a dibujar esa sonrisa en sus labios antes de contestar.

–Siempre me ha interesado la banca. La familia Rivas fue una de las primeras en abrir un banco en las Américas, de modo que lo llevo en la sangre desde hace generaciones.

–Y sin embargo el Rivas Bank había entrado en declive en los últimos tiempos.

–Eso es verdad –la sonrisa de Sebastio se hizo más forzada–. Pero ese declive ya es agua pasada.

A Sebastio no le hacía falta que le recordaran lo que había precipitado ese declive. Lo había vivido como testigo silencioso. Había surgido por múltiples motivos, siendo el principal el escandaloso y costosísimo divorcio de sus padres. Escandaloso por las descaradas infidelidades por ambas partes. Y por una vida de excesos, por no mencionar la encarnizada batalla por la custodia de un Sebastio de ocho años, hijo único y heredero.

Cuando todo acabó, y el padre de Sebastio recibió la custodia plena del niño, se lanzó a una espiral de alcohol y juegos que terminó con la fortuna familiar y los beneficios del banco.

Sebastio no hizo mucho por ayudar, dando la espalda a su legado para dedicarse al rugby profesional, tanto como medio para rebelarse contra su familia como por amor al deporte.

Gracias a su glamuroso pasado, atractivo físico y proezas deportivas, y a su aversión al compromiso, se había convertido en uno de los solteros más codiciados. Un notorio playboy.

Sin embargo, al retirarse Sebastio del deporte, el banco había convocado una reunión de urgencia para intentar hacerle reconsiderar la opción de hacerse cargo de su puesto en la junta directiva. Y tras saber que miles de vidas dependían, directa e indirectamente, del banco, miles de vidas con las que su padre había estado jugando a la ruleta, no había tenido otra elección que ocupar su lugar y recuperar el control del barco que se hundía.

Sobre su conciencia cargaba con suficiente culpa para toda la vida, sin necesidad de añadir más.

Los últimos tres años los había dedicado a asumir más responsabilidades, mientras su padre entraba en un declive causado por su amargura y actitud autodestructiva.

La gente decía que el éxito de Sebastio se debía a una habilidad genética para comprender la complejidad de las finanzas y gestionar un banco, pero él opinaba que era pura suerte.

–Se apartó del rugby tras el trágico accidente de tráfico en el que se vieron implicados Víctor Sánchez y su esposa –la voz del periodista interrumpió sus pensamientos–. ¿Qué parte de culpa tuvo ese accidente en su regreso al negocio familiar? ¿Sigue en contacto con Víctor Sánchez?

La pregunta tuvo el efecto devastador de una bomba. Nunca hablaba del trágico accidente que se había cobrado dos vidas, destrozado una tercera y arruinado la suya para siempre.

–Si no hay más preguntas –se levantó lentamente, abrochándose la chaqueta–, tengo una reunión.

El periodista también se levantó, sonriendo con gesto de ironía, y le ofreció su mano.

–Espero que no me culpe por intentarlo, señor Rivas. Mi editor no me perdonaría nunca que no le formulara la pregunta cuya respuesta todo el mundo desea conocer.

Sebastio estrechó la mano del joven con la suficiente fuerza para que sus ojos se humedecieran.

–Puede preguntar todo lo que quiera, lo cual no quiere decir que yo vaya a contestar.

Dándose media vuelta, se marchó, intentando ignorar la ira que circulaba en su interior desde que un desconocido hubiera abierto la caja de Pandora de los peores recuerdos de su vida.

El recuerdo del impacto, y el olor a gasolina, aún lograba que Sebastio sintiera un sudor frío. La imagen de la esposa de su amigo, tirada en medio de la carretera, en un charco de sangre.

Apretó los labios con fuerza mientras se ponía el abrigo y salía del exclusivo hotel del barrio de Knightsbridge. Estaba a miles de kilómetros de Buenos Aires, pero el pasado no lo abandonaba.

«No te lo mereces».

No se merecía estar en paz. Quizás le debiera algo al periodista por habérselo recordado.

Vio al chófer saltar del coche y abrirle la puerta y de nuevo sintió esa familiar opresión.

–Está bien, Nick. Voy a regresar caminando al despacho.

–Muy bien, señor –el hombre uniformado inclinó la cabeza–. Hace un buen día para pasear.

¿Un buen día? Supuso que sí. Era uno de esos raros días de invierno, brillantes, despejados y secos. La Navidad estaba a la vuelta de la esquina y todo estaba ya adornado.

Odiaba la Navidad, por numerosas razones. Los tres últimos años había logrado escaparse marchándose a lugares donde apenas se celebraba: África, India, Bangkok.

El primer año tras el accidente, la Navidad había sido una nebulosa de dolor, sentimiento de culpabilidad y sufrimiento tan agudo que Sebastio no había creído poder sobrevivir.

Pero lo había hecho. Y ese año estaba en Londres, en el vórtice de la locura navideña. Porque no se merecía un pasaje para huir y, sobre todo, porque el Rivas Bank acababa de abrir su sucursal europea allí. Le habían aconsejado sacarle el mayor partido a las fiestas celebrando una serie de importantes recepciones que asegurarían su posición en la sociedad inglesa y europea.

Incluso le habían sugerido decorar su casa, en la que iba a celebrar las fiestas, pero la idea de vivir rodeado de arbolitos, adornos y lucecitas de colores le hacía sentir tal claustrofobia que había optado por no seguir ese consejo.

Al pasar frente al escaparate de unos famosos grandes almacenes, se fijó en un elaborado cartel colgado delante de unas cortinas rojas de terciopelo:

 

¡El famoso escaparate navideño de Marrotts será desvelado este fin de semana! ¡Feliz Navidad!

 

Un par de niños miraban por un hueco entre las cortinas, mientras sus padres tiraban de ellos.

Sebastio sintió una punzada de dolor tan intenso que casi se paró en seco. De no ser por el accidente, Víctor y la hija de Maya estarían…

Se sacudió el pensamiento de la cabeza y se apartó de la zona más concurrida, adentrándose en una calle lateral. Maldijo al periodista por haber precipitado esa avalancha de recuerdos.

Sebastio pasó ante otro de los famosos escaparates de Marrotts, pero las cortinas rojas estaban parcialmente abiertas.

Se detuvo en la tranquila calle mientras la escena del otro lado del escaparate llamaba su atención. Se trataba de un bosque de hadas, cuyas ramas se abrían a mundos ocultos y pequeños rostros y ojos. Hadas, duendes…

A su pesar, Sebastio se sintió cautivado. Era una escena navideña, pero… a la vez no. Y alcanzó un recuerdo profundamente escondido, de una época en la que no odiaba la Navidad.

Una de sus abuelas era inglesa, y sus padres solían dejar a Sebastio con ella cada Navidad, mientras ellos se iban de vacaciones. Habían sido Navidades mágicas. Su abuela lo llevaba a espectáculos en el West End. Adornaban la casa, veían películas, jugaban. Todas esas cosas que no hacía con sus padres porque siempre estaban ocupados con sus aventuras amorosas, peleándose o disfrutando de lujosas vacaciones.

Cuando su abuela murió, ni siquiera volvieron a Inglaterra para el entierro. En ocasiones, Sebastio se preguntaba si no se lo habría inventado. Tan hambriento de afecto que se había imaginado una adorable abuelita como en un patético cuento de hadas.

Ninguna Navidad había vuelto a ser como esas que recordaba. Y al final se había convencido de que odiaba la Navidad, porque no volvería a vivir nada parecido, y desearlo era una debilidad.

Vio movimiento y lo siguió hasta una mujer con las manos apoyadas en las caderas y la cabeza ladeada, que contemplaba a un joven que colgaba una brillante estrella de la rama de un árbol.

La joven estaba de espaldas y vestía unos sencillos pantalones negros, top negro de manga larga y zapatos planos. La vio sacudir la cabeza, su corta y rojiza melena brillaba bajo las luces. Se agachó y recogió algo, otra pieza de decoración, que entregó al hombre subido a la escalera. Al erguirse de nuevo, el top se le subió y reveló una pálida barriga y una fina cintura.

Sebastio sintió una sacudida de… consciencia. Excitación. Casi no lo reconoció, tanto tiempo había pasado. «Casi cuatro años». Lo agradeció como un antídoto a su amargura.

Y como si hubiera percibido esa atención que había despertado, la mujer se volvió lentamente. Sebastio no estaba preparado para la sacudida en el plexo solar al verla de frente. Era impresionante. Enormes ojos y oscuras cejas. Pómulos marcados y una seductora boca enmarcada por la corta y despeinada melena, algo más larga por delante.

Le daba un delicado aspecto infantil que despertó el deseo en el cuerpo de Sebastio. Estaba confuso. Siendo muy alto y corpulento, siempre le habían atraído las mujeres grandes. Pero esa parecía como si un soplo de viento pudiera derribarla. Aunque también se percibía una fuerza interior. Una locura, pues era una perfecta desconocida, separada de él por un panel de cristal.

La mujer miraba a Sebastio con expresión arrebatada. Durante un momento sus miradas se fundieron. Ella tenía los ojos azules, enmarcados por largas pestañas. Y, como si despertara de un trance, cerró las cortinas, dejando a Sebastio ante su propia imagen reflejada en el cristal.

Tuvo una fugaz sensación de haberla visto antes. Pero fue demasiado efímera.

Ninguna mujer había despertado su interés o deseo con tanta fuerza y rapidez en cuatro años. Sebastio era un maestro del despiste, enmascarando su nula libido con una serie de sonadas citas que nunca pasaban de un beso. Su fama era la de amante consumado de hermosas mujeres, una conveniente cortina de humo.

Pensó de nuevo en el escaparate que había llamado su atención, nada habitual en alguien que odiaba la Navidad. Pensó en el consejo que le habían dado para decorar su casa y…

Esa mujer podría haberle devuelto la vida a su libido, pero la necesitaba para algo más práctico.

Sebastio regresó a la calle principal y se dirigió hacia la entrada de los grandes almacenes.

 

 

Edie Munroe miraba fijamente las cortinas cerradas, como si la hubieran hipnotizado, o golpeado en la cabeza. Jamás, ni en un millón de años, habría esperado volver a verlo, pero…

Y la había impresionado con la misma fuerza que hacía cuatro años, cuando lo había visto por primera vez en un abarrotado club nocturno de Edimburgo.

«No puede ser él», se dijo a sí misma, con la carne de gallina. No podía ser Sebastio Rivas.

¿Qué probabilidades había de que fuera él? Sería alguien parecido. Sebastio Rivas era una famosa estrella internacional del rugby. ¿Qué demonios iba a hacer en una calleja lateral de Londres?

Pero su corazón acelerado le aseguró que sí era él.

Resultaba humillante que ningún otro hombre le hubiera producido el mismo efecto en cuatro años. Había mantenido citas solo por sexo, citas a ciegas y citas por Internet. Pero en todas ellas, cuando el tipo había intentado ir más lejos, Edie se había cerrado.

Porque no podía quitarse de la cabeza cómo le había hecho sentir ese hombre cuatro años antes. Viva y energizada. Vibrante. Conectada. Esperanzada.

Y excitada.

Por primera vez en su vida había entendido lo que la gente llamaba «flechazo», o cuando decían «Lo sabrás cuando lo sientas». Era como una energía palpable. Electricidad.

Había supuesto una sensación de deseo totalmente nueva, y había sabido instintivamente que solo él podría calmar la creciente excitación de su interior. Una locura tratándose de un perfecto desconocido, pero una sensación tan profunda que aún la sentía, cuatro años después.

Era patético. Su interacción con Sebastio Rivas no había durado más de cinco minutos. Le había dicho que se largara. Le había dejado claro que estaba fuera de su alcance, en otra división.

Había estado segura de haber visto algo, sentido algo, en él. Sus miradas se habían fundido en una silenciosa comunicación que había vibrado entre ellos. En su porte, en sus ojos, había visto algo, una especie de dureza. Y había resonado en su interior porque ella había sentido lo mismo.

Acababa de superar un terrible cáncer que había desarrollado a los diecisiete años, sacudiendo su vida. Había entablado una lucha por sobrevivir, infinitos ciclos de tratamientos tóxicos y habitaciones de hospital esterilizadas.

Durante dieciocho meses no supo si moriría o viviría, y en ocasiones se había sentido tan mal que casi hubiera deseado…

Edie reprimió el recuerdo y rememoró los rostros preocupados y demacrados de sus padres.

Y el día en que le habían dado el alta, había decidido salir de noche, su regreso al mundo.

Recordaba haber llevado un vestido prestado de una amiga. Corto, plateado y ceñido. Nada que ver con su estilo, pero aquella noche celebraba algo que no había pensado vivir. La vida.

Y como su pelo aún no había crecido, se había puesto una peluca. Un corte bob hasta los hombros. De un color rojo brillante, ardiente y que picaba un montón. Pero eso no le había impedido abordar al hombre más guapo del recinto.

Nunca había visto un hombre tan atractivo y carismático. Superaba holgadamente el metro ochenta, y su cuerpo era atlético y musculoso, de atleta. La fuerza que exudaba resultaba evidente incluso bajo el oscuro traje.

Intentó convencerse de que ese hombre que acababa de ver no podía ser él. Pero esa cara jamás la olvidaría. Esculpida en piedra. Angulosa y huesuda. Mandíbula cuadrada. Ojos hundidos bajo unas cejas negras. Cabellos espesos que caían descuidadamente sobre la frente.

Y una boca hecha para el pecado. Carnosa y sensual, suavizando esos duros y angulosos rasgos.

–Edie… la Tierra llamando a Edie. ¿Ya puedo bajar?

Ella se giró, espantada ante su reacción hacia un hombre que, seguramente, ni siquiera era él.

–Claro, Jimmy –contestó–. Creo que el hombre del escaparate… el hombre de la luna queda mejor que la estrella –rezó para que Jimmy no se hubiera dado cuenta del rubor ante el desliz.

–Aunque nadie lo verá –se quejó el joven mientras se bajaba de la escalera–. Estamos a la vuelta de la esquina, lejos de los escaparates principales.

–Y eso significa que podemos ser más creativos en nuestro pequeño escaparate –lo animó Edie.

–Tú lo has dicho: pequeño. Odio que los grandes diseñadores decoren los escaparates principales. Resulta tan… comercial.

–Lo sé –Edie ocultó una sonrisa ante la desazón del estudiante de arte. Ella nunca había ido a la universidad, escalando peldaño a peldaño hasta convertirse en una creativa de la decoración–. Así funciona hoy en día, y seguro que quedarán preciosos.

–Sí, pero no tendrán magia.

Edie estuvo de acuerdo. Ella adoraba la magia y la fantasía de la Navidad. Le gustaba todo de la Navidad. En el escaparate había intentado crear un poco de esa magia, aunque casi nadie lo vería.

Eran otros tiempos y los grandes diseñadores tenían más tirón que los creativos de la plantilla.

–Bueno –dijo mientras sacaba otra caja con elementos decorativos–, hora de tomar el té y luego seguimos. El escaparate tiene que estar terminado esta noche.

–Sí, jefa –contestó Jimmy.

Edie sonrió ante la descarada expresión del joven. Consultó la hora y suspiró. Ella también debería hacer una pausa, pero si quería terminar el escaparate…

En cuanto su mente estuviera ocupada con la decoración… pero volvía sistemáticamente a él.

Edie contempló las cortinas con sospecha. Se levantó del taburete y se asomó por un hueco.

La calle, por supuesto, estaba vacía. Y ella sintió una extraña, y estúpida, decepción. A lo mejor lo había invocado en una fantasía del subconsciente que jamás había admitido tener.

Cerró las cortinas con fuerza y se dio la vuelta, dispuesta a apartar de su mente pensamientos de hombres inquietantes. Oyó un ruido y levantó sonriente la mirada, esperando ver a Jimmy.

Pero no era Jimmy. Y la sonrisa se esfumó de su rostro.

Su supervisora, Helen, estaba de pie en la entrada del escaparate y detrás de ella estaba… él. Incluso más alto e intimidante de lo que recordaba. Muy real. Nada de fantasía.

Helen, profesional y madre de cuatro hijos, entró con expresión azorada y la mirada brillante.

–Edie, quiero presentarte a alguien.

Edie tenía los pies pegados al suelo. No podía creerse que aquello estuviera sucediendo.

Solo podía pensar en si la reconocería. Su lado racional le decía que no. Apenas habían hablado aquella noche, y ella había lucido un aspecto muy distinto. Pero no pudo negar la aceleración del pulso, la sensación de anticipación.

–Edie, el señor Sebastio Rivas. Señor Rivas, Edie Munroe, una de nuestras escaparatistas.

Ella dio un paso al frente y se obligó a mirarlo. Estaba tal y como lo recordaba, solo algo más acicalado. Los cabellos igual de largos, pero no tan revueltos. La camisa abotonada hasta arriba y la corbata impecable. Tuvo la sensación de que se sentía constreñido y deseó poder desatarla.

Qué locura. No lo conocía. Igual que no lo conoció entonces. La miraba fijamente, pero sin ningún destello de reconocimiento. Edie no sabía si sentirse aliviada o decepcionada.

Él alargó una mano, grande y masculina. Edie recordó esa mano sobre su antebrazo.

Sebastio la miraba con curiosidad mientras su jefa carraspeaba discretamente. Mortificada por el momento, ella se apresuró a estrecharle la mano. La suya desapareció en la de él. Y la misma sacudida de electricidad que había sentido cuatro años atrás la atravesó. Recuperó la mano y disimuló lo mejor que pudo su reacción. Y su sobresalto.

–Encantada de conocerlo.

Tenía los ojos grises, como el acero. Las largas y oscuras pestañas acentuaban su físico, al igual que esa ridículamente sensual boca.

–Es un placer, señorita Munroe.

Los dedos de los pies de Edie se encogieron ante la voz gutural de fuerte acento.

–El señor Rivas quiere hacerte una propuesta –intervino Helen–. ¿Nos acompañas? –aunque formulada como pregunta, no lo era.

–Claro. Jimmy volverá enseguida, él podrá continuar con la decoración.

Su jefa hizo un gesto de aprobación y se encaminó hacia la tienda. Sebastio Rivas le hizo un gesto a Edie para que lo precediera. Ella salió por la puerta del escaparate, muy consciente de tenerlo detrás, y vio a más de una mujer volverse para mirarlo a su paso.

De nuevo regresaron los recuerdos de aquella noche. El fuerte latido de su corazón al acercarse a él, latidos de deseo y nervios. Alguien la había empujado y ella se había caído hacia delante.

Él la había sujetado por el antebrazo y la había mirado.

–¿Quién eres? –había preguntado con voz fuerte, casi acusadora.

–Na-nadie –había balbuceado ella–. Quería saludarte. Te vi desde el otro lado de la sala. Tú también me estabas mirando y pensé que… pensé que quizás querías hablar conmigo.

Su mirada le había recorrido todo el cuerpo con indiferencia. La conexión que la había empujado a hacer algo tan osado se volvió de repente muy débil. Y fue muy consciente de lo que le picaba la peluca, del ajustado vestido. Demasiado ajustado.

Y también había sido repentinamente consciente de la gruesa cuerda VIP que los separaba, a él y a sus amigos, del resto de la gente. De ella. De repente se fijó en las mujeres que había a su alrededor, mujeres con las que Edie jamás podría competir. Mujeres de abundantes curvas y espesas cabelleras. Mujeres seguras de sí mismas.

Una de ellas se había acercado a Sebastio y lo había tomado del brazo, apretándose contra él. Él la había mirado y luego a Edie, soltándole el brazo.

–Aquí no hay nada para ti. Lárgate.

Edie se había quedado allí, sintiendo un cosquilleo en el brazo, humillada. Mientras, él había atraído a la mujer hacia sí y se había inclinado para besarla, tan explícitamente que los demás de su grupo habían empezado a silbar y a aullar.

Había hecho falta esa última humillación para que Edie se diera la vuelta y se marchara.

–Lo siento, será solo un momento.

Edie parpadeó. No se había dado cuenta de que habían llegado al despacho de su jefa, ni de que Helen había sido requerida por otro empleado. Pero, de repente, mientras la puerta se cerraba, fue consciente de estar en una pequeña habitación, encerrada con Sebastio Rivas.

Solo supo quién era tras averiguar que él y sus amigos integraban el equipo argentino de rugby. Al regresar a su casa, los había buscado en Internet y había averiguado que era el capitán. La estrella del equipo. Y el mejor medio apertura del mundo.

Sebastio Rivas la estaba mirando.

–Eh… –Edie apartó de su mente los recuerdos y carraspeó–, Helen ha dicho que tenía una propuesta.

–Su acento, ¿de dónde es? –preguntó él en lugar de responder a su pregunta.

–Escocés –Edie se sonrojó–. Soy de cerca de Edimburgo.

Sebastio la miraba fijamente y Edie contuvo la respiración. No podía recordarla, ¿no?

–Sí que tengo una propuesta, señorita Munroe –contestó al fin–. Quiero que venga a mi casa y la decore para Navidad.

Edie necesitó unos segundos para asimilarlo. Abrió la boca y la cerró. Y la volvió a abrir.

–Me… me temo que no hago encargos privados. Trabajo para la tienda. Estamos muy ocupados.

–Da igual. Me gustaría que trabajara para mí.

El tono de voz sugería que esperaba obediencia. A Edie se le crisparon los nervios.

«Aquí no hay nada para ti. Lárgate».

Ella se cruzó de brazos y sintió la mirada gris posarse sobre sus pechos antes de ascender de nuevo hasta sus ojos. Odiaba esa sensación, sobre todo cuando era consciente de sus… carencias. Pechos pequeños, caderas estrechas. Y cuatro años atrás había estado aún peor.

Edie había engordado, se había rellenado, aunque nunca podría competir con la clase de mujer que, evidentemente, le gustaba, a juzgar por la pechugona a la que había besado aquella noche.

¿Y esa tontería de la conexión que había sentido? Sin duda todo había estado en su cabeza, y con el tiempo resultaba aún más mortificante. Al menos no la recordaba.

–Me temo que no será posible. Estoy contratada para trabajar aquí.

–Le pagaré el triple de lo que cobra aquí durante un año.

Edie se quedó sin aliento. Era más dinero del que había ganado en su vida. Sacudió la cabeza.

–Lo siento, señor Rivas. No puedo dejar el trabajo por usted. Perdería mi empleo si les dejo colgados en Navidad –ante la obstinada expresión que vio en su rostro, continuó–: ¿Por qué quiere que yo decore su casa? Hay empresas que se dedican a eso.

Vio claramente la llamarada de irritación en los ojos grises. No estaba acostumbrado a que lo cuestionaran. Edie tuvo la extraña necesidad de enfrentarse a él a toda costa, sin saber por qué le parecía tan importante. A lo mejor porque no quería volver a resultar tan descartable.

–Tengo una casa muy grande en Richmond, y debo celebrar allí varios actos sociales de aquí a Navidad. He visto su trabajo. Me gusta el nivel de detalles que ha incluido en un escaparate que, seamos sinceros, no va a ver mucha gente.

Edie se sonrojó ante el inesperado elogio. Se había dado cuenta de que su esfuerzo sería inútil.

–Mi trabajo es decorar escaparates y espacios por toda la tienda. Nunca he decorado una casa.

Además, en Richmond, las casas eran mansiones.

–Solo necesito decorar las estancias que van a utilizarse en las recepciones, y el exterior –él se encogió de hombros–. No tengo ninguna intención de decorar toda la propiedad.

Sebastio cerró la boca con firmeza, como si la mera idea le resultara desagradable.

–Pero solo faltan tres semanas para Navidad…

–Y mi primera recepción será dentro de dos. Comprenderá las prisas.

–¿Por qué yo? –Edie seguía perpleja.

–¿Por qué no?

Capítulo 2

 

 

 

 

 

SEBASTIO vio a la preocupada joven morderse el labio inferior y tuvo que controlar el impulso de liberar ese labio. Aplastó el deseo. Si iba a trabajar para él, su relación sería estrictamente profesional. También aplastó la punzada de frustración que sintió.

No era su tipo. Quizás hubiera encendido una chispa, pero no había sido más que el resurgir de su libido durmiente. Algo más alta que la media, vista de cerca resultaba aún más delicada. Y sin embargo volvió a presentir cierta dureza bajo la delgada constitución.

El diálogo lo corroboraba. Sebastio estaba acostumbrado a que la gente solo le dijera «¿Cuánto?», si les pedía algo. Pero esa mujer parecía reacia siquiera a tratar con él, y eso lo intrigaba e irritaba a partes iguales. Así no solían recibirlo.

Se obligó a concentrarse. Necesitaba que ella se ocupara de esas cosas en las que ni siquiera quería pensar. Y cuanto más reacia se mostraba ella, más decidido se sentía él.

Habló en un tono paciente que contradecía la frustración ante el cariz que estaba tomando la conversación.

–¿Insinúa que no le iría bien recibir unos considerables ingresos en estas fechas?

Analizó la ropa, funcional y sosa, que llevaba. Tenía un cuerpo elegante, de esos a los que cualquier cosa les quedaba bien. Y, de repente, sintió ganas de verla con algo más femenino.

Ella lo miraba furiosa, y el deseo de Sebastio se disparó aún más, burlándose de su convicción de que ella no era su tipo. Al parecer, en esos momentos, sí lo era.

–No se trata de si necesito o no el dinero. Me temo que abandonar mi trabajo aquí y trabajar para usted no es una opción, por mucho que me ofrezca.

Edie tuvo una visión de sus padres en Escocia. Ambos parecían mayores de lo que eran, y sintió una punzada de culpabilidad, pues era por ella. Habían sufrido tanto… y justo cuando su padre se había jubilado, dispuesto a disfrutar de la vida, había sufrido un infarto. El crucero por el Caribe en el que se habían gastado sus ahorros había sido cancelado y, al no tener seguro y caer en manos de una agencia de viajes sin escrúpulos, habían perdido el viaje de sus vidas.

Con el dinero que le ofrecía el señor Rivas podría enviarles a tres cruceros. Y también pagarse un seguro médico privado, lo que les haría sentirse mucho menos agobiados cara al futuro.

Pero de ninguna manera estaba dispuesta a perder su trabajo por un hombre lo bastante arrogante como para pedírselo. De nuevo ignoró la punzada de culpabilidad que le advertía de que su reticencia se debía a motivos más variados y personales.

–Lo siento. Por fascinante que resulte su oferta, no puedo dejar, sin más, mi trabajo en la tienda.

–En realidad, sí que puedes… temporalmente.

Edie parpadeó y se volvió. No había oído regresar a su jefa.

–Pero, Helen… –ella se sintió desfallecer.

–El señor Rivas acaba de instalarse en Londres –Helen levantó una mano–, y queremos darle la bienvenida como cliente. Estamos más que dispuestos a prescindir de ti hasta Navidad, siempre que regreses a tu puesto aquí en cuanto el trabajo esté hecho.

Edie no se lo podía creer. ¿Hacer un encargo personal para Sebastio Rivas y conservar su empleo? Debía de pertenecer a la realeza, o algo así, para precipitar tamaña adulación.

–Helen, de verdad que no creo que… –Edie lo intentó de nuevo.

Pero su jefa ni la escuchó mientras abría la puerta del despacho y despedía a Sebastio Rivas.

–Nosotros nos ocupamos de ello, señor Rivas. Liberaremos a Edie de su agenda lo antes posible.

La puerta se cerró sobre la imagen de un Sebastio Rivas mirando a Edie con expresión desafiante. Ella se estremeció ante la posible naturaleza del desafío: hacer un trabajo, o dejarle claro que se había dado cuenta de cómo había reaccionado ante su presencia.

Le recordó a aquella noche en el club, cuando había tenido la sensación de que le estaba viendo hasta el alma. Era humillante que siguiera ejerciendo el mismo efecto sobre ella.

–¿Tienes la menor idea de quién es ese hombre? –preguntó su jefa mientras se volvía hacia ella.

–Es un jugador de rugby de la selección nacional de Argentina –contestó Edie.

–Hace años que se retiró del rugby –Helen agitó una mano en el aire–. Sebastio Rivas es el director general del Rivas Bank, proviene de una de las familias de banqueros más poderosas del mundo.

Edie asimiló las palabras de su jefa. Eso explicaba su aire arrogante y altivo.

–Y, si quiere que tú le decores la casa en Navidad, por supuesto se lo vamos a facilitar.

Edie reconoció el tono acerado de Helen. También reconoció la increíble oportunidad. Le suponía una enorme cantidad de dinero y su jefa le aseguraba el puesto de trabajo.

¿Por qué se sentía tan reacia?

«Porque», contestó su vocecita interior, «ese hombre te rechazó en un momento en que deseabas ser normal y saber lo que se siente siendo mujer. Y porque él te recuerda que sigues sin saberlo».

Resultaba humillante pensar que a lo largo de los últimos cuatro años había cambiado y madurado en muchos aspectos, pero a nivel íntimo seguía siendo la misma chica. Torpe y sin experiencia. Desesperada por encajar. Desesperada por experimentar. Desesperada por vivir.

–¿Edie? Si sigues reacia a hacerlo puedo encontrar a otra persona…

Edie regresó de golpe al presente, a su jefa, que la miraba con impaciencia por terminar con eso. Y sabía que no dudaría en proponérselo a otra persona.

Y decidió no dejar escapar la oportunidad solo porque ver de nuevo a Sebastio Rivas le había desconcertado. Como poco.

–No, por supuesto que lo haré yo. Sería una locura no hacerlo.

–Estupendo –Helen sonrió–. Si quieres, hoy puedes marcharte pronto a casa, estarás muy ocupada hasta Navidad. El señor Rivas dijo que enviaría instrucciones a través de su ayudante.

–No, prefiero terminar el escaparate con Jimmy. Casi está acabado.

–Como quieras –su jefa se encogió de hombros–. Cualquiera estaría encantada de irse antes.

Edie sonrió tímidamente. Ella no era como los demás, y no necesitaba que se lo recordaran.

Durante el resto de la jornada, Jimmy y ella trabajaron en armonía. Por suerte, él no pareció fijarse en su tensión. Al terminar le propuso reunirse con él y unos amigos en un bar cercano, pero Edie sonrió y declinó la invitación. Se sentía confusa después de todo lo sucedido ese día.

Sentada en el abarrotado autobús, se ordenó a sí misma dejar de ser tan miedosa. Quizás conocer un poco mejor a Sebastio Rivas la ayudaría a bajarlo de ese pedestal que ocupaba, donde ningún otro hombre podía alcanzarlo.

Además, él desconocía sus circunstancias, ¿verdad? Aquella noche solo había sido una mujer más en busca de unas migajas de su atención. No podía conocer su estado de fragilidad.

Pero ya no era frágil.

Edie apartó su mente del pasado y sacó el móvil del bolsillo al sentirlo vibrar. Era un mensaje de Helen, con una dirección de Richmond. La dirección de Sebastio Rivas.

Le dio un vuelco el corazón al leerlo.

 

Reúnete con Sebastio Rivas mañana en su casa, a las diez de la mañana. Él te explicará lo que necesita y su equipo legal redactará un contrato temporal. Buena suerte y feliz Navidad. Helen.

 

De nuevo, Edie se sorprendió de que su jefa hubiera apoyado la iniciativa. Cierto que era temporal. Y Marrotts no andaba corto de escaparatistas. Ella solo era uno de muchos. Además, la reputación de la tienda subiría mucho al prestar a uno de sus empleados a un ilustre cliente.

Edie hizo una rápida búsqueda de la dirección en Internet, y cinco minutos después deseó no haberlo hecho. La casa era una antigua cabaña de caza, con más aspecto de mansión que de cabaña, en medio de una vasta propiedad. Incluso había ciervos. Ella tenía experiencia decorando espacios de tres a ocho metros cuadrados, no grandiosas mansiones en el campo.

Sintió una llamarada de pánico y la apaciguó, diciéndose a sí misma que ya había superado desafíos más grandes. No iba a permitir que Sebastio Rivas viera cuánto le asustaba el proyecto. En una ocasión le había dicho «Lárgate». No volvería a tener la oportunidad de hacerlo.

 

 

A la mañana siguiente, Edie dobló la esquina en el largo y serpenteante camino de entrada a la casa de Richmond, maldiciéndose por insistirle al guarda de seguridad de la puerta que no le importaba caminar. El hombre le había propuesto esperar a un encargado que la llevara, pero ella había insistido. Necesitaba calmar los nervios. Pero no pensaba que el camino fuera tan largo.

Se detuvo en seco, impresionada por la escena. Ninguna foto habría hecho justicia al sol de invierno que iluminaba cientos de ventanas y la magnificencia de la casa.

Tenía dos alturas, y una elegante y grandiosa entrada delantera. Al fondo vio lo que parecían unos jardines de perfecta manufactura, y hasta donde le alcanzaba la vista, colinas y un bosque.

Mientras se acercaba a la entrada, sintiéndose cada vez más intimidada, la enorme puerta se abrió y apareció un apuesto viejo caballero, vestido con un elegante traje.

–Usted debe de ser Edie –el hombre bajó los escalones, sonriente y con la mano extendida.

–Sí –ella se adelantó un paso y le estrechó la mano. Su acento le pareció italiano.

–Soy Matteo, el encargado de la casa. El señor Rivas está en camino desde su despacho de Londres, pero algunos de sus asistentes están aquí para redactar el contrato mientras llega.

Edie apenas tuvo tiempo de respirar antes de que le arrebataran el abrigo y el bolso, y la llevaran a un luminoso despacho situado junto al vestíbulo de entrada, donde dos hombres y una mujer se levantaron para saludarla. Impecables y oficiosos, amables, pero dinámicos.

Acababa de firmar sobre la línea de puntos, y seguía impresionada por la fortuna que iba a ganar por un trabajo de poco más de tres semanas, cuando un fuerte ruido llegó del exterior.

Al mirar por la ventana vio aterrizar un helicóptero en la propiedad. Edie se estremeció.

Los asistentes de Sebastio Rivas recogieron sus cosas y se despidieron de ella antes de marcharse, dejándola sola en la habitación, esperando con creciente tensión.

¿Qué estaba haciendo allí? ¿Creía poder entrar así en el mundo de Sebastio Rivas? Aquello era otro nivel. La clase de nivel que la gente como Edie ni olía. El hombre había llegado en helicóptero, ¡por el amor de Dios!, mientras que ella había pasado casi dos horas en un atestado tren, y luego había tomado un taxi desde la estación.

Oyó un ruido proveniente de la puerta y vio a Sebastio Rivas, ocupando todo el marco con su cuerpo. Sus cabellos negros estaban revueltos, culpa del helicóptero. Llevaba un traje de tres piezas y, a pesar del pelo, su aspecto era el del exitoso titán de las finanzas internacionales.

Y, sin embargo, se intuía algo elemental y provocativo, la fuerza del atleta que había sido.

–¿Ha firmado el contrato? –preguntó él al entrar en el despacho.

Ella asintió, deseando haberse puesto algo más atrevido que ese pantalón negro y la camisa blanca que llevaba sobre el top gris sin mangas. Jamás se había sentido menos femenina.

«Sí», le recordó su vocecita interior. Cuando ese hombre la había mirado como si fuera una molestia.

–Tengo que volver a la ciudad antes de comer –Sebastio consultó su reloj–, le enseñaré la casa.

Edie lo siguió, odiando lo cohibida que se sentía. Intentó mirar a su alrededor y no dejarse distraer por el atlético cuerpo.

Sebastio le estaba mostrando el vestíbulo.

–Los invitados entrarán por aquí. Me gustaría algo adecuadamente festivo. Un gran árbol. Luces.

Edie sacó un cuaderno del bolsillo y un bolígrafo, y empezó a tomar notas.

Sebastio se volvió, fijándose en la cabeza agachada sobre el cuadernillo. Su cabello caoba brillaba bajo la luz del sol que se filtraba por la ventana. No podría estar menos atractiva con esa ropa, pero desde el momento en que la había visto en el despacho, se había sentido vibrar.

Le estaba produciendo el mismo efecto que el día anterior. Luego no era una anomalía, ni una aberración. Era condenadamente irritante, porque Sebastio siempre había controlado su libido.

También sintió algo que tironeaba de su memoria, esa vaga sensación de déjà-vu que había tenido el día anterior. ¿La había visto en otra ocasión? Podría ser, sobre todo en su época de jugador de rugby, cuando su círculo social había sido más agitado y libertino.

Estuvo a punto de preguntárselo, pero decidió que los cuatro años de celibato empezaban a jugarle una mala pasada convenciéndole de que se sentía atraído hacia ese duendecillo.

Cuatro años de celibato. ¿Sería suficiente condena?

Edie levantó la vista y sus ojos azules se abrieron desmesuradamente, como si le estuviera leyendo el pensamiento. Él se censuró su reacción. No quería desearla.

Las mujeres que le gustaban embutían sus curvilíneos cuerpos en ropa de diseño y llevaban el exuberante pelo largo. No poseían un cuerpo delgado que parecía a punto de partirse al menor soplo de viento, ni una capa pelirroja de finos cabellos que deberían darle un aspecto andrógino, aunque lo cierto era que subrayaban su feminidad.

Lo único que quería de ella era que le ayudara, creando la ilusión de que no odiaba la Navidad.

«Mentiroso», le susurró su vocecita interior, que él ignoró.

Esa mujer era su empleada, y estaba fuera de los límites.

–Sigamos –le espetó secamente.

Edie siguió a Sebastio, algo irritada ante el tono de voz. Parecía que hubiera hecho algo malo. Estuvo a punto de recordarle que había sido él quien había insistido en que fuera, pero él se paró en medio del salón principal y se volvió hacia ella.

Edie puso una expresión que, esperaba, resultara insulsa. Y odió a Sebastio Rivas por hacerle sentir tantas cosas a la vez. Nerviosa, consciente, a la defensiva.

Apartó la mirada y habló en tono cortante.

–Ha dicho que tenía que asistir a una reunión. ¿Por qué no me explica lo que quiere que haga?

–No le apetece nada estar aquí, ¿verdad? –respondió Sebastio tras un prolongado silencio.

Edie lo miró espantada. ¿Tanto se le notaba?

–No entiendo –él se cruzó de brazos– por qué parezco desagradarle. No nos conocemos.

Edie sintió el calor subir desde su pecho por el cuello y hasta las mejillas. Se moría de vergüenza. Su incapacidad para ocultar su reacción resultaba irritante en extremo.

–No le conozco lo suficiente como para que me guste o no –contestó secamente.

Lo cual era, técnicamente, cierto. A fin de cuentas solo se habían visto durante unos breves instantes. Aunque jamás se lo iba a decir, por si acaso recordara a la chica flacucha con peluca y un vestido demasiado corto, que había intentado torpemente hablar con él.

–¿Preferiría que no le hubiese propuesto este encargo?

Edie lo miró a la cara, aunque no era fácil cuando esos ojos grises la taladraban. Respiró hondo. Debía deshacerse de cualquier impresión anterior. No era culpa suya que aún la obsesionara.

–Cierto que este lugar abruma. Pero me alegra que me eligiera. Debo salir de mi zona de confort.

–Personalmente, considero la zona de confort como la muerte del progreso –él enarcó una ceja.

Edie se lo imaginaba sin problemas. Dudaba que alguien como Sebastio Rivas hubiera estado en una zona de confort en su vida. Y se estremeció ante la idea de alejarse tanto de la suya.

–Tendré que esforzarme por ganarme sus favores, Edie –Sebastio descruzó los brazos.

–No es obligatorio gustar a todas las mujeres del planeta –el pánico de Edie aumentó ante la posibilidad de que ese hombre intentara seducirla.

Espantada ante su osadía, miró a Sebastio, esperando ser despedida fulminantemente. Sin embargo, él echó la cabeza hacia atrás y soltó una sonora carcajada.

Al volver a mirarla, los ojos grises resplandecían divertidos y Edie sintió una opresión en el pecho. Parecía mucho más joven, y menos intenso, cuando sonreía.

–Desde luego –él volvió a consultar el reloj–. Como bien ha dicho, tengo prisa, acabemos.