El acosador nocturno - Chris Carter - E-Book

El acosador nocturno E-Book

Chris Carter

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Beschreibung

Observa. Espera. Mata. "No te des la vuelta." Sobre una mesa grande de una carnicería abandonada encuentran el cadáver de una mujer no identificada, cuya causa de muerte no está clara. El cuerpo no tiene ninguna marca, salvo por el hecho de que le han cosido los labios para dejárselos cerrados. Recién en el momento en el que se está llevando a cabo la autopsia el patólogo revelará el verdadero horror de la situación, un descubrimiento tan devastador que el detective Robert Hunter de la Sección Especial de Homicidios de Los Ángeles debe ser retirado de otro caso para quedar a cargo de esta investigación. Pero cuando su indagación se topa con un caso de personas perdidas que está siendo investigado por la afilada Whitney Myers, Hunter sospecha que el asesino podría estar manteniendo secuestradas a varias mujeres. Pronto Hunter se ve envuelto en la búsqueda de un asesino con una obsesión enfermiza, un acosador cuyo amor se ha convertido en odio. ________________________ « Contundente y veloz » - Sunday Mirror « No puedes dejar de pasar las páginas » - Express 

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El acosador nocturno

El acosador nocturno

Título original: The Night Stalker

© 2011 Chris Carter. Reservados todos los derechos.

© 2021 Jentas A/S. Reservados todos los derechos.

Traducción Aldo Giacometti,

© Traducción, Jentas A/S. Reservados todos los derechos.

ePub: Jentas A/S

ISBN 978-87-428-1181-8

Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin la autorización escrita de los titulares de los derechos de la propiedad intelectual.

–––

Esta novela está dedicada a mi familia

y a Coral Chambers, por estar ahí para mí

cuando más necesitaba a alguien

Agradecimientos

Estoy tremendamente agradecido con varias personas sin las cuales esta novela nunca habría sido posible.

Mi agente, Darley Anderson, que es no solo el mejor agente que cualquier autor pudiera desear, sino además un verdadero amigo. Camilla Wray, mi ángel de la guarda literario, cuyos comentarios, sugerencias, conocimiento y amistad me resultan imprescindibles. A todas las personas que forman parte de la Agencia Literaria Darley Anderson por luchar incansablemente para promocionar mi trabajo en cualquier lugar y en todos los lugares posibles.

Maxine Hitchcock, mi fantástica editora personal en Simon & Schuster, por ser tan increíble haciendo lo que hace. Mis editores, Ian Chapman y Suzanne Baboneau, por su apoyo y confianza tremendos. A todas las personas que trabajan en Simon & Schuster por toda la energía y entrega que ponen en cada aspecto del proceso de publicación.

Samantha Johnson por escuchar atentamente tantas de mis terribles ideas.

Mi amor y mi más sincero agradecimiento van para Coral Chambers, por impedirme quebrarme.

Uno

El doctor Jonathan Winston se ajustó la mascarilla quirúrgica sobre la boca y la nariz y miró la hora en el reloj que estaba en la pared de la sala de autopsias número cuatro en el subsuelo del Departamento Forense del Condado de Los Ángeles. 6:12 p.m.

El cuerpo que yacía sobre la mesa de acero inoxidable a poca distancia de donde él estaba era el de una mujer blanca no identificada de alrededor de treinta años, poco más o menos. Su cabello negro largo hasta los hombros estaba mojado, las puntas adheridas a la mesa de metal. Bajo el brillo de la luz quirúrgica, la piel blanca de la mujer parecía como de goma, casi inhumana. No había sido posible identificar la presunta causa de muerte en el lugar en el que el cadáver había sido hallado. No tenía sangre, ni herida de bala ni de cuchillo, no tenía hinchazones ni abrasiones en la cabeza o en el torso ni tampoco hematomas alrededor del cuello que indicaran que había sido estrangulada. Su cuerpo no presentaba traumatismos, salvo por el hecho de que quien fuera que la hubiese asesinado le había cosido la boca y la vulva para que quedaran cerradas. El hilo era fuerte y grueso −los puntos, desprolijos y descuidados−.

−¿Estamos preparados? −le dijo el doctor Winston a Sean Hannay, el joven asistente forense que estaba en la sala.

Los ojos de Hannay no se podían despegar de la cara y los labios cerrados de la mujer. Por algún motivo se sentía más nervioso que de costumbre.

−Sean, ¿nos sentimos bien?

−Ummm, sí, doctor, lo lamento. −Finalmente miró al doctor Winston y asintió−. Tenemos todo listo. −Se ubicó del lado derecho de la mesa mientras el doctor activaba la grabadora digital que estaba sobre la encimera más próxima a él.

El doctor Winston aclaró la fecha y la hora, los nombres de los presentes y el número de expediente de la autopsia. Al cuerpo ya lo habían medido y ya lo habían pesado, por lo que procedió a dictar las características físicas de la víctima. Antes de hacer una incisión, el doctor Winston estudió meticulosamente el cadáver, en busca de cualquier marca que pudiera ayudar a identificar a la víctima. En el momento en que su mirada se detuvo en los puntos aplicados a la parte inferior del cuerpo de la víctima, hizo una pausa y entrecerró los ojos.

−Espera un segundo −susurró, aproximándose y separando cuidadosamente las piernas de la víctima−. Alcánzame la linterna, por favor, Sean. −Estiró la mano hacia el asistente forense sin quitarle los ojos de encima a la víctima. Su mirada se fue llenando de preocupación.

−¿Algo anda mal? −preguntó Hannay, dándole al doctor Winston una pequeña linterna de metal.

−Quizá. −Dirigió el haz de luz hacia algo que le había llamado la atención.

Hannay pasaba su peso de un pie al otro.

−Los puntos no son una sutura médica −dijo el doctor Winston para el registro de audio−. Son poco profesionales e imprecisos. Como los de un adolescente que les cose un parche a unos pantalones de jean rotos. −Se aproximó aún más−. Los puntos además están muy separados, la distancia entre sí es demasiado grande, y... −Hizo una pausa, girando la cabeza−... no puede ser.

Hannay sintió cómo se le estremecía el cuerpo:

−¿Qué? −Dio un paso hacia delante.

El doctor Winston respiró hondo y lentamente alzó la vista y miró a Hannay:

−Creo que el asesino dejó algo dentro del cuerpo de ella.

−¿Qué?

El doctor Winston se concentró en el haz de luz durante algunos segundos más hasta que estuvo seguro:

−La luz está reflejando hacia afuera algo dentro de ella.

Hannay se agachó, siguiendo la mirada del doctor. Verlo le tomó tan solo un segundo:

−Mierda, la luz está reflejando algo hacia afuera. ¿Qué es?

−No sé, pero sea lo que sea es lo suficientemente grande como para que se pueda ver a través de los puntos.

El doctor se irguió y cogió de la bandeja de instrumentos un puntero de metal.

−Sean, sostén la linterna. Así. −Le pasó la linterna al joven asistente y le mostró exactamente dónde quería que enfocara el haz de luz.

El doctor se agachó e introdujo la punta del puntero de metal entre dos de los puntos, llevándolo hacia el objeto que estaba dentro de la víctima.

Hannay mantenía firme la linterna.

−Es algo metálico −anunció Winston, utilizando el puntero como una sonda−, pero aún no puedo decir con seguridad qué podría ser. Pásame las tijeras quita puntos y el fórceps.

No le llevó mucho tiempo cortar los puntos. A medida que cortaba un punto, el doctor Winston se servía del fórceps para coger el grueso hilo negro, tirar y retirarlo de la piel de la víctima, y luego lo colocaba en un pequeño contenedor de plástico para evidencias.

−¿La violaron? −preguntó Hannay.

−Tiene cortes y marcas alrededor de las ingles que son consistentes con una penetración forzada −confirmó el doctor Winston−, pero podrían haber sido ocasionados por el objeto que le colocaron dentro. Tomaré algunas muestras y las enviaré al laboratorio junto con el hilo. −Dejó las tijeras y el fórceps en la bandeja para el instrumental usado−. Veamos qué nos dejó el asesino, ¿sí?

Hannay se puso tenso en el momento en el que el doctor introdujo su mano derecha en el cuerpo de la víctima:

−Bueno, estaba en lo cierto, no es un objeto pequeño.

Pasaron algunos segundos silenciosos e incómodos.

−Y además tiene una forma rara −anunció el doctor−. Más o menos cuadrangular con algo extraño sujetado en la parte superior. −Finalmente se las apañó para cogerlo firmemente. Al retirarlo, algo que estaba sujeto a la parte superior del objeto hizo clic.

Hannay dio un paso hacia delante para poder ver mejor.

−Metal, relativamente pesado, parece un objeto de fabricación casera... −dijo el doctor Winston, observando el objeto que tenía en la mano−. Pero aún no estoy seguro de qué... −Hizo una pausa y sintió cómo el corazón le empezaba a latir a toda velocidad dentro del pecho al mismo tiempo que sus ojos se abrían bien grandes al caer en la cuenta−. Oh Dios mío...

Dos

Al detective Robert Hunter de la División de Robos y Homicidios (DRH) de Los Ángeles le llevó más de una hora llegar en coche desde los Tribunales de Hollywood hasta la carnicería en desuso ubicada en Los Ángeles Este. Le habían solicitado hacía más de cuatro horas, pero el juicio en el que estaba declarando se había extendido mucho más de lo que él esperaba.

Hunter formaba parte de una elite exclusiva; la mayoría de los detectives del Departamento de Policía de Los Ángeles darían su brazo derecho por no formar parte de esa elite. La Sección Especial de Homicidios (SEH) de la DRH fue creada para tratar casos de asesinos en serie y homicidios notorios que requieren mucho tiempo de investigación y pericia. Dentro del SEH, Hunter tenía una tarea aún más especializada. Debido a su formación en psicología del comportamiento criminal, se le asignaban los casos en los que el responsable había utilizado una abrumadora brutalidad. A esos casos el departamento los etiquetaba como UV, ultraviolentos.

La carnicería era la última de una sucesión de tiendas cerradas. Todo el vecindario parecía haber sido abandonado. Hunter aparcó su viejo Buick junto a una furgoneta blanca de la policía científica. Mientras se apeaba del coche, analizó por un momento el exterior de los edificios. Todas las ventanas habían sido cubiertas por postigos de metal macizo. Había tantos grafitis en las paredes que Hunter no supo distinguir de qué color habían sido originalmente los edificios.

Se aproximó al agente que custodiaba la entrada, mostró su placa y pasó por debajo de la cinta amarilla de seguridad. El agente asintió pero permaneció en silencio, la mirada distante.

Hunter abrió la puerta y entró.

Le golpeó un olor nauseabundo que le hizo retroceder y le provocó una arcada −una combinación de carne podrida, sudor rancio, vómito y orina que le quemó los orifivios nasales y le picó los ojos−. Se detuvo un momento antes de alzarse el cuello de la camisa y taparse la nariz y la boca improvisando una mascarilla.

−Esto funciona mejor −dijo Carlos Garcia, saliendo de la trastienda y ofreciéndole a Hunter una mascarilla quirúrgica. Él mismo llevaba una puesta.

Garcia era alto y delgado con cabello oscuro largo y ojos celestes. Lo único que estropeaba su buen aspecto aniñado era una leve prominencia en la nariz, donde se le había roto. A diferencia de todos los demás detectives de la DRH, Garcia había trabajado duro para que le asignaran a la SEH. Ya hacía casi tres años que era el compañero de Hunter.

−El olor se pone peor cuando entras a la trastienda. −Garcia hizo un gesto con la cabeza en dirección a la puerta por la que acababa de salir−. ¿Cómo fue con en el juicio?

−Duró más de la cuenta −respondió Hunter mientras se acomodaba la mascarilla en el rostro−. ¿Qué tenemos?

Garcia ladeó la cabeza:

−Un desastre. Víctima blanca de sexo femenino, de alrededor de treinta años, poco más o menos. Fue hallada sobre la mesa de corte de acero inoxidable del carnicero. −Señaló hacia la sala que estaba detrás de él.

−¿Causa de muerte?

Garcia negó con la cabeza:

−Tendremos que esperar por la autopsia. Nada evidente. Pero esto es lo interesante. Tenía la boca y la vulva cosidas para que quedaran cerradas.

−¿Qué?

Garcia asintió:

−Eso mismo. Un trabajo muy enfermo. Nunca he visto nada semejante.

Los ojos de Hunter se movieron como un rayo hacia la puerta que estaba detrás de su compañero.

−Ya se llevaron el cuerpo −comentó Garcia antes de la siguiente pregunta de Hunter−. El doctor Winston fue el jefe forense aquí esta noche. Quería que tú vieras el cadáver y la escena tal como habían sido hallados, pero no podía esperar más. El calor allí adentro estaba acelerando las cosas.

−¿Cuándo se llevaron el cuerpo? −Hunter miró mecánicamente su reloj.

−Hace unas dos horas. Conociendo al doctor, probablemente ya va por la mitad de la autopsia. Sabe que detestas presenciarlas, por lo que no tendría sentido ponerse a esperar. Para cuando acabemos de registrar este lugar, estoy seguro de que ya tendrá algunas respuestas para nosotros.

El móvil de Hunter le sonó en el bolsillo. Lo cogió y se retiró la mascarilla quirúrgica, que le quedó colgando alrededor del cuello:

−Detective Hunter. −Escuchó durante unos segundos−. ¿Qué? −Los ojos se le dispararon en dirección a Garcia, que vio cómo Hunter cambiaba completamente de aspecto en un instante.

Tres

Garcia hizo el viaje desde Los Ángeles Este hasta el Departamento Forense del Condado de Los Ángeles en Mission Road en tiempo récord.

La confusión que tenían se les duplicó cuando se aproximaban a la entrada del aparcamiento de la morgue. Estaba bloqueada por cuatro móviles de policía y cuatro coches de bomberos. Dentro del aparcamiento había más coches de policía. Varios agentes uniformados se movían caóticamente de un lado al otro, gritándose órdenes entre sí y por la radio.

Los medios se habían lanzado sobre la escena como lobos hambrientos. Había por todas partes furgonetas de canales de televisión y de periódicos locales. Periodistas, camarógrafos y fotógrafos hacían todo lo que estaba a su alcance para acercarse lo más posible. Pero ya se había establecido un perímetro restringido alrededor del edificio principal, y estaba siendo estrictamente vigilado por el Departamento de Policía de Los Ángeles.

−¿Qué demonios está sucediendo aquí? −susurró Hunter entre dientes mientras Garcia aparcaba junto a la entrada.

−No se puede detener aquí, señor −dijo un joven policía, acercándose a la ventanilla de Garcia y gesticulando frenéticamente para que moviera el coche−. No puede... −Se detuvo tan pronto como vio la placa de Garcia−. Lo lamento, detective. Le abriré paso enseguida. −Se volvió para quedar de frente a los otros dos agentes que estaban de pie junto a sus vehículos−. Vamos, muchachos, abran paso.

Menos de treinta segundos después, Garcia estaba aparcando su Honda Civic justo frente a la escalinata que llevaba al edificio principal.

Hunter se apeó del coche y miró alrededor. Un pequeño grupo de gente, la mayoría de ellos con abrigos blancos, estaban amontonados en la parte más alejada del aparcamiento. Hunter logró reconocerlos, eran técnicos del laboratorio y personal de la morgue.

−¿Qué pasó aquí? −le preguntó a un bombero que terminaba de hablar por la radio.

−Tendrás que preguntarle al jefe a cargo para más detalles. Lo único que te puedo decir es que hubo un incendio adentro en algún lugar. −Señaló hacia el viejo hospital convertido en morgue.

Hunter frunció el ceño:

−¿Un incendio?

Había algunos casos de incendios que también los investigaba la Sección Especial de Homicidios, pero casi nunca se los consideraba UV. Hunter nunca había sido asignado como detective a cargo de ninguno de esos casos.

−Robert, por aquí.

Hunter se dio la vuelta y vio a la doctora Carolyn Hove bajando las escaleras para saludarlos. Siempre había parecido mucho más joven de los cuarenta y seis años que tenía. Pero no ese día. Su cabello castaño por lo general perfectamente arreglado estaba todo desacomodado, tenía una expresión solemne y vencida. Si el Departamento Forense de Los Ángeles hubiese tenido rangos, la doctora Hove habría sido la segunda a cargo, justo por debajo del doctor Winston.

−¿Qué demonios está pasando, doc? −preguntó Hunter.

−Un infierno absoluto...

Cuatro

Hunter, Garcia y la doctora Hove subieron juntos los escalones y entraron al edificio principal pasando por su enorme puerta doble. Varios agentes de policía más y bomberos daban vueltas por el hall de entrada. La doctora Hove condujo a los dos detectives más allá del mostrador de recepción, bajando otro tramo de escaleras y hacia el subsuelo. Aunque todos podían oír los extractores girando a la máxima potencia, en el aire flotaba un olor nauseabundo a productos químicos y carne quemada. Ambos detectives se estremecieron e instintivamente ahuecaron la mano y se la llevaron a la nariz.

Garcia sintió que se le revolvía el estómago.

Justo al final del corredor, un sector del piso directamente enfrente de la sala de autopsias número cuatro estaba tapado de agua. La puerta estaba abierta pero parecía que la hubieran sacado de los goznes.

El jefe de bomberos a cargo le estaba dando instrucciones a uno de sus hombres cuando vio que se acercaba el grupo.

−Jefe −dijo la doctora Hove−, estos son los detectives Robert Hunter y Carlos Gacia de la División de Robos y Homicidios.

Ningún apretón de manos, solo asentimientos cordiales.

−¿Qué pasó aquí? −preguntó Hunter, estirando el cuello para intentar ver dentro de la sala−. ¿Y dónde está el doctor Winston?

La doctora Hove no respondió.

El jefe se quitó el casco y con la mano enguantada se limpió la frente:

−Alguna clase de explosión.

−¿Explosión? −Hunter frunció el ceño.

−Así es. Hemos registrado la sala y no hay ningún incendio escondido. De hecho, el fuego que hubo parece haber sido mínimo. Los irrigadores lo extinguieron antes de que nosotros llegáramos. Aún no sabemos qué fue lo que ocasionó el estallido, tendremos que esperar el informe de los investigadores del departamento de bomberos. −Miró a la doctora Hove−. Me dijeron que esta es la sala de autopsias más grande, y que es también un laboratorio, ¿es así?

−Sí, es correcto −confirmó ella.

−¿Hay productos químicos volátiles, quizás tubos de gas, almacenados allí?

La doctora Hove cerró los ojos un momento y dejó salir una fuerte exhalación:

−A veces.

El jefe asintió:

−Quizás hubo una fuga, pero como dije, tendremos que esperar el informe del investigador. Es un edificio fuerte con cimientos sólidos. Dado que es la sala del sótano, las paredes aquí abajo son mucho más gruesas que las del resto del edificio, y eso ayudó a contener el impacto. Aunque fue un estallido lo suficientemente fuerte como para provocar mucho daño interno, no fue lo suficientemente fuerte como para comprometer la estructura. Por el momento no les puedo decir mucho más. −El jefe se quitó los guantes y se restregó los ojos−. Hay mucho desorden allí dentro, doctora, en un muy mal sentido. −Se detuvo como inseguro acerca de qué más decir−. Lo lamento mucho. −Sus palabras estaban llenas de aflicción. Le hizo un gesto con la cabeza al resto del grupo, se dirigió hacia las escaleras y subió.

Se quedaron todos de pie en silencio a la entrada de lo que solía ser la sala de autopsias número cuatro, asimilando con los ojos la destrucción. En el extremo más alejado de la sala había mesas, bandejas, armarios y carritos deformados y volteados por todas partes, bañados de escombros y restos de piel y carne. Parte del techo y de la pared del fondo estaban dañados y cubiertos de sangre.

−¿Cuándo sucedió esto? −preguntó Garcia.

−Hace una hora, quizás una hora y cuarto. Yo estaba en una reunión en el segundo edificio. Se oyó un golpe seco y empezaron a sonar las alarmas.

Lo que le preocupaba a Hunter era la cantidad de sangre desparramada y de fundas negras impermeables que veía desperdigadas por la sala, cubriendo cuerpos o partes de cuerpos. La cámara de frío para cadáveres estaba en la pared opuesta al lugar en el que había ocurrido la explosión. Ninguno de los compartimentos parecía estar dañado.

−¿Cuántos cadáveres había fuera de las cámaras aquí, doc? −preguntó Hunter algo inseguro.

La doctora Hove supo que Hunter ya había comprendido. Alzó la mano derecha, mostrando solo el dedo índice.

Hunter dejó salir una exhalación pesada:

−Estaban realizando una autopsia. −Fue una afirmación más que una pregunta y sintió cómo un escalofrío le subía por la columna−. ¿La autopsia del doctor Winston?

−¡Mierda! −Garcia se pasó la mano por el rostro−. No puede ser.

La doctora Hove miró hacia otro lado, pero no lo suficientemente deprisa como para esconder las lágrimas que se le estaban formando en los ojos.

La mirada de Hunter permaneció posada en ella durante un par de segundos antes de regresar a lo que quedaba de la sala. Se le secó la garganta, una tristeza asfixiante le rodeó el corazón. Conocía al doctor Winston desde hacía más de quince años. Había sido el médico forense jefe de Los Ángeles desde que Hunter tenía memoria. Era un adicto al trabajo y brillante en lo que hacía. Siempre hacía todo lo que podía para dirigir la mayor parte de las autopsias de víctimas de asesinatos cuyas circunstancias de muerte se consideraran como fuera de lo común. Pero sobre todo, para Hunter, el doctor Winston era como parte de la familia. El mejor de los amigos. Alguien con quien había podido contar una gran cantidad de veces. Alguien a quien respetaba y admiraba como a muy otras pocas personas. Alguien a quien extrañaría sinceramente.

−Había dos personas presentes. −La voz de la doctora Hove flaqueó un instante−. El doctor Winston y Sean Hannay, un asistente forense de veintiún años.

Hunter cerró los ojos. No había nada que pudiera decir.

−Llamé tan pronto como lo supe −dijo la doctora Hove.

La expresión de García era la de una auténtica conmoción. Había visto muchos cuerpos muertos en su carrera, varios de esos cuerpos grotescamente desfigurados por un asesino sádico. Pero nunca había conocido personalmente a ninguna de las víctimas. Y a pesar de haber visto al doctor Winston por primera vez hacía tan solo tres años, pronto se habían hecho amigos.

−¿Qué sabemos del chico? −preguntó finalmente Hunter. Y por primera vez oyó que a Hunter le temblaba la voz.

La doctora Hove negó con la cabeza:

−Lo lamento. Sean Hannay estaba terminando el tercer año de patología en UCLA. Quería ser un científico forense. Yo fui quien aprobó su pasantía hace tan solo seis meses. −Le brillaron los ojos−. Ni siquiera se suponía que estuviese en esta sala. Echando una mano. −La doctora hizo una pausa y pensó bien sus siguientes palabras−. Yo le pedí que lo hiciera. Se suponía que fuera yo la que asistiera a Jonathan.

Hunter notó que a la doctora le temblaban las manos.

−Era una muerte en circunstancias especiales −continuó−. Jonathan siempre me pedía que lo asistiera en esos casos. Y lo habría hecho, pero me retuvo la reunión y le pedí a Sean que me hiciera el favor de relevarme. −Se le llenaron los ojos de horror−. Quien tenía que morir hoy aquí no era él... era yo.

Cinco

Hunter comprendía lo que le estaba pasando a la doctora Hove por la mente. En el momento inmediatamente posterior a la explosión, su instinto de autopreservación se había activado y ella había sentido alivio. Había escapado de manera afortunada. Pero ahora se estaban instalando la razón y la culpa y su mente la estaba castigando de la peor manera posible. Si mi reunión no se hubiera retrasado, Sean Hannay aún estaría vivo.

−Nada de todo esto es tu culpa, doc −Hunter intentó tranquilizarla, pero sabía que las palabras no tendrían demasiado efecto. Antes de aceptar algo, todos necesitaban entender qué había sucedido en esa sala.

Hunter dio un paso en dirección a la puerta de la sala de autopsias mientras su mente intentaba procesar la escena que tenía frente a él. En ese exacto momento, nada tenía sentido. De repente, algo le llamó la atención y entornó los ojos durante un segundo antes de voltearse para mirar a la doctora Hove.

−¿Se filman a veces las autopsias? −preguntó, señalando algo en el suelo que se asemejaba a la pata de un trípode de una cámara.

La doctora Hove negó con la cabeza:

−Muy pocas veces, y el pedido tiene que ser aprobado o por mí o por... −sus ojos pasaron de Hunter al interior de la sala− el médico forense jefe.

−El doctor Winston.

La doctora Hove asintió una sola vez y de manera vacilante.

−¿Crees que podría llegar a haber decidido grabar esta autopsia?

La doctora Hove lo pensó un momento y el rostro se le encendió de esperanza:

−Existe una posibilidad. Si consideraba que el caso era lo suficientemente interesante.

−Bueno, incluso si así fue −intervino Garcia−, ¿eso en qué nos ayudaría? La cámara con seguridad estalló en mil pedazos como la mayor parte de la sala. Alcanza con echar un vistazo.

−No necesariamente −dijo despacio la doctora.

Todas las miradas regresaron a ella.

−¿Sabes algo que nosotros no sabemos? −preguntó Hunter.

−La sala de autopsias número cuatro a veces se utiliza como sala de conferencias −explicó la doctora−. Es la única sala que tenemos equipada con una conexión para videocámara. Está conectada directamente con nuestro ordenador central. Lo cual significa que las imágenes se guardan simultáneamente en nuestro disco duro central. Para filmar una clase o un examen, lo único que tiene que hacer el doctor es instalar la cámara digital, conectarla al sistema y ya está todo listo.

−¿Podemos averiguar si el doctor Winston hizo eso?

−Seguidme.

La doctora Hove se dirigió resueltamente hacia la escalera por la que habían bajado y subió hasta la planta baja. Pasaron por el área de recepción antes de continuar por una puerta doble de metal e introducirse en un pasillo largo y vacío. A las tres cuartas partes del recorrido, giraron a la derecha. Al final del corredor había una puerta simple de madera con una ventana de vidrio esmerilado. La oficina de la doctora Hove. La abrió con la llave, empujó la puerta y los invitó a pasar.

La doctora Hove fue directo a su escritorio y se conectó al ordenador. Los dos detectives se quedaron de pie detrás de ella.

−Solo mi usuario y el del doctor Winston tienen derechos de acceso de administrador al directorio de vídeo del ordenador central. Veamos si encontramos algo.

A la doctora Hove le llevó tan solo unos cuantos clics llegar al directorio de vídeo donde estaban guardadas todas las grabaciones. Dentro de la carpeta principal había tres subdirectorios −Nuevo, Clases y Autopsias−. La doctora abrió el directorio que se llamaba nuevo y encontró solo un archivo .mpg. El registro de fecha y hora indicaba que había sido creado hacía una hora.

−Bingo. Jonathan grabó la autopsia. −La doctora Hove hizo una pausa y miró ansiosamente a Hunter. Él notó que ella había retirado mínimamente su mano del ratón.

−Está bien, doc, no hay necesidad de que mires esto. Nosotros nos podemos encargar a partir de aquí.

La doctora Hove dudó un segundo:

−Sí, necesito mirarlo. −Hizo doble clic en el archivo. La pantalla parpadeó y el ordenador ejecutó la aplicación del reproductor de vídeo que tenía predeterminado. Hunter y Garcia se acercaron.

Las imágenes no eran de muy buena calidad, pero mostraban claramente el cuerpo de una mujer blanca sobre una mesa de autopsias. La toma había sido filmada desde arriba y en diagonal, y habían hecho un zoom parcial, por lo que la mesa ocupaba la mayor parte de la pantalla. A la derecha, se veían del torso hacia abajo otras dos personas con guardapolvos blancos de laboratorio.

−¿Puedes sacarle el zoom? −preguntó Garcia.

−La imagen fue grabada así −contestó Hunter, negando con la cabeza−. No estamos controlando la cámara aquí. Esto es solo una reproducción.

En la pantalla, una de las dos personas a la derecha de la mesa se dirigió hacia la cabeza del cuerpo y se agachó para examinarla. Repentinamente la cara del doctor Winston apareció en la toma.

−¿No tiene sonido? −preguntó Garcia al observar que los labios del doctor Winston se movían en silencio−. ¿Cómo puede ser que no tenga sonido?

−Los micrófonos de las cámaras que utilizamos para los exámenes en vídeo no son de muy buena calidad −explicó la doctora−. Por lo general ni siquiera los encendemos.

−Creí que los patólogos tenían la costumbre de dictar cada paso de sus exámenes.

−Y así es −confirmó ella−. Los dictamos a nuestras propias grabadoras personales. Las llevamos nosotros mismos a las salas de exámenes. Lo que fuera que estaba utilizando Jonathan, ahora está destruido con todas las demás cosas en esa sala.

−Genial.

−Ojos... castaños, piel bien cuidada, los lóbulos de las orejas parecen no haber sido nunca perforados... −dijo Hunter antes de que el vídeo mostrara al doctor Winston apartándose de la cámara−. ¡Maldición! Ya no puedo verle la boca.

−¿Sabes leer los labios? −La pregunta la hizo la doctora Hove, pero su mirada de sorpresa estaba espejada también en el rostro de Garcia.

Hunter no contestó. Mantuvo su atención en la pantalla.

−¿En dónde demonios aprendiste a hacerlo? −preguntó Garcia.

−Libros −mintió Hunter. En ese momento, lo último que quería era hablar de su pasado.

Miraron en silencio durante los siguientes segundos.

−Jonathan está llevando a cabo un examen externo habitual del cuerpo −confirmó la doctora Hove−. Se hace una lista de todas las características físicas de la víctima, incluyendo primeras impresiones de las heridas, en el caso de que las haya. También estaría buscando cualquier marca física que pudiera ayudar a identificar a la víctima. Fue ingresada con el nombre de Jane Doe.

En la pantalla, el doctor Winston se detuvo y una mirada de interés le cruzó el rostro. Todos observaron cómo el asistente le alcanzaba una pequeña linterna. Agachándose, dirigió la luz directamente a los puntos aplicados a la parte inferior del cuerpo de la víctima, moviendo la luz de arriba abajo y de un lado a otro. Parecía desconcertado por algo.

−¿Qué está haciendo? −Garcia instintivamente inclinó su cabeza hacia un lado, tratando de ver mejor.

El vídeo siguió y los tres vieron cómo el doctor Winston usaba un puntero metálico para sondear por entre los puntos y dentro del cuerpo de la víctima. Los labios del doctor se movieron y Garcia y la doctora Hove miraron a Hunter.

−Es algo metálico −tradujo Hunter−, pero aún no puedo decir con seguridad qué podría ser. Pásame las tijeras quita puntos y el fórceps.

−¿Había algo dentro del cuerpo? −La doctora Hove frunció el ceño.

En la pantalla, el doctor Winston se apartaba nuevamente de la cámara y procedía a usar unas tijeras para cortar los puntos. Hunter notó que en total eran cinco. El doctor introdujo la mano derecha en la víctima.

Momentos después, el doctor Winston se las apañaba para retirar un objeto. Cuando se giró, solo el borde del objeto pasaba deprisa frente a la cámara.

−¿Qué era eso? −preguntó Garcia−. ¿Qué dejaron dentro de la víctima? ¿Alguien lo vio?

−No estoy seguro −contestó Hunter−. Esperemos, quizá se dé la vuelta y quede otra vez de frente a la cámara.

Pero nunca lo hizo.

En unos pocos segundos hubo una explosión y la imagen quedó reemplazada por estática. Las palabras Sala 4. Error de señal aparecieron en el centro de la pantalla.

Seis

Un silencio absoluto llenó la sala durante varios segundos. La primera que habló fue la doctora Hove:

−¿Una bomba? ¿Alguien colocó una bomba dentro de una víctima de asesinato? ¿Qué demonios...?

No hubo respuesta. Hunter se puso al mando del ordenador y ya estaba cliqueando, rebobinando las imágenes. Volvió a dar play, y el vídeo se reanudó justo algunos momentos antes de que el doctor Winston retirara la mano de dentro del cuerpo de la víctima, sosteniendo un objeto metálico no identificado. Todas las miradas se volvieron a posar en la pantalla.

−No lo puedo reconocer de manera exacta −dijo Garcia−. Pasa frente a la cámara demasiado deprisa. ¿Lo puedes pasar más lento?

−No importa el aspecto que tiene −dijo la doctora Hove de manera casi catatónica−. Era una bomba. ¿Quién demonios pone una bomba dentro de una víctima, y por qué? −Dio un paso hacia atrás y se masajeó las sienes−. ¿Un terrorista?

Hunter negó con la cabeza:

−La misma ubicación del ataque descarta la esencia del terrorismo. Los terroristas quieren ocasionar la mayor cantidad de daño posible con la mayor cantidad de pérdida de vidas posible. Detesto decir cosas obvias, doc, pero esto es una morgue, no un centro comercial. Y la explosión ni siquiera fue lo suficientemente fuerte como para destruir una sala de tamaño medio.

−Además −dijo Garcia, sin ninguna nota de sarcasmo en la voz−, la mayor parte de los cuerpos aqui están ya muertos.

−¿Entonces por qué alguien pondría una bomba dentro de un cuerpo muerto? No tiene ningún sentido.

Hunter le sostuvo la mirada a la doctora:

−No te puedo responder esa pregunta ahora mismo. −Hizo una pausa−. Tenemos que mantenernos concentrados. ¿Asumo que nadie más vio esta grabación?

La doctora Hove asintió.

−Por el momento lo tenemos que mantener así −dijo Hunter−. Si se difunde la noticia de que un asesino puso una bomba dentro de una víctima, la prensa va a hacer de esto un carnaval. Pasaremos más tiempo dando entrevistas inútiles y contestando preguntas estúpidas que investigando. Y no nos podemos permitir perder más tiempo. A pesar de las emociones que nos provoca todo esto, lo que tenemos aquí es una persona lo suficientemente loca como para asesinar a una mujer joven, colocar un explosivo dentro de su cuerpo y coserlo para que quede cerrado. Y así se cobró también las vidas de otras dos personas inocentes.

En los ojos de la doctora Hove se empezaron a formar nuevas lágrimas. Pero había trabajado con Hunter en muchos casos a lo largo de los años y no había nadie en las fuerzas de seguridad en quien confiara más de lo que confiaba en él. Asintió lentamente y por primera vez Hunter vio furia en el rostro de ella:

−Tan solo prométeme que atraparás a este hijo de perra.

Antes de irse del edificio de la morgue, Hunter y Garcia hicieron una parada en el laboratorio forense y recogieron toda la información disponible que el equipo había reunido hasta el momento. La mayoría de los resultados de los análisis de laboratorio llevarían al menos un par de días. Dado que Hunter no había tenido la posibilidad de ver el cuerpo tal como había sido hallado en la escena del crimen, los informes, las notas y las fotografías eran por el momento lo único que tenía para continuar.

Ya sabía que el cuerpo había sido hallado hacía ocho horas en la trastienda de la carnicería abandonada en Los Ángeles Este. Una llamada anónima había avisado a la policía. Más tarde le darían a Hunter una copia de la grabación.

En su camino de regreso a Los Ángeles Este, Hunter recorrió lentamente toda la información del archivo forense. Las fotos de la escena del crimen mostraban que a la víctima la habían dejado desnuda, acostada de espaldas sobre un mostrador sucio de metal. Las piernas estaban juntas y estiradas pero no amarradas. Uno de los brazos colgaba hacia afuera por el costado del mostrador, el otro lo tenía apoyado sobre el pecho. Tenía los ojos abiertos, y Hunter ya había visto muchas veces en otras ocasiones la expresión de esos ojos: miedo puro.

Una de las fotos mostraba un primer plano de la boca. Le habían cosido los labios con un hilo negro grueso, como de espinos. De las punciones de la aguja había salido sangre que le había caído por el mentón y el cuello, indicando que seguía con vida cuando lo habían hecho. Otro primer plano mostraba que lo mismo habían hecho en la parte baja del cuerpo. Las ingles y la parte interior de los muslos también estaban manchadas de sangre que había salido de las heridas de las punciones. Había algunas inflamaciones alrededor de los puntos −otro indicio de que había muerto horas después de haber sido violada por hilo y aguja−. Para el momento en el que murió, las heridas ya se habían empezado a infectar. Pero eso no le habría ocasionado la muerte.

Hunter miró las fotos de la locación. La carnicería era un asco mugriento. El suelo estaba tapado de pipas para fumar crack, jeringas viejas, condones usados y excrementos de ratas. Las paredes estaban tapadas de grafitis. Los agentes de la policía científica habían encontrado tantas huellas dactilares que parecía que en esa trastienda hubiese habido una fiesta. La cierto era que en ese momento solo un examen de autopsia podía arrojar luz sobre el caso.

Siete

Ya todos se habían ido para el momento en que Garcia llevó a Hunter otra vez hasta su coche. Todavía había cinta de seguridad marcando el perímetro alrededor de la carnicería. Un solo policía uniformado custodiaba la entrada.

Garcia sabía que Hunter se tomaría su tiempo, observando cada detalle posible dentro de la tienda.

−Voy a regresar y ver qué puedo hacer con las fotos de la escena del crimen y la base de datos de Personas Perdidas. Como tú dijiste, nuestra prioridad es identificar quién era la víctima.

Hunter asintió y se apeó del coche.

El olor repugnante parecía haber triplicado su intensidad para el momento en que Hunter le mostraba su placa al agente y entraba a la tienda por segunda vez esa tarde.

Cuando la puerta se cerró detrás de él, Hunter quedó en una oscuridad total. Encendió su linterna y sintió cómo una oleada de adrenalina le recorría el cuerpo. Cada paso iba acompañado por el crujido de vidrio o el chapoteo de algo mojado bajo sus pies. Avanzó hasta pasar el mostrador de carne y se aproximó a la puerta del fondo. Al acercarse, Hunter oyó el zumbido de moscas.

Esta nueva sala era espaciosa y unía el frente de la tienda con la pequeña sala de refrigeración en la parte de atrás. Hunter se detuvo junto a la puerta, luchando contra el pútrido hedor. El estómago le rogaba que se fuera, amenazándole con entrar en erupción en cualquier momento y provocándole náuseas y tos violentamente unas cuantas veces. La mascarilla quirúrgica no estaba haciendo mucho efecto.

Lentamente movió el haz de luz de la linterna alrededor de la sala. Contra la pared más apartada había dos fregaderos de metal de gran tamaño. A la derecha había un módulo de almacenamiento alto del piso al techo. Algunas ratas se paseaban libremente por los estantes.

Hunter hizo una mueca con el rostro.

−Tenía que haber ratas −maldijo entre dientes. Odiaba las ratas.

En un instante su mente le llevó al momento en que tenía ocho años de edad.

De regreso de la escuela, dos chicos más grandes que él le frenaron y le sacaron su fiambrera de Batman. La fiambrera había sido un regalo de cumpleaños que su madre le había hecho un año antes, apenas unos meses antes que el cáncer se la llevara. Era su posesión más preciada.

Después de burlarse de Hunter durante un rato lanzándose la fiambrera de uno al otro, los dos acosadores la patearon y la hicieron caer por una alcantarilla.

−Ve a buscarla, sordo.

La muerte de la madre de Hunter había sido devastadora para él y para su padre, y sobrellevar todo el período posterior era particularmente difícil. Durante varias semanas, a medida que la enfermedad de ella avanzaba, Hunter se quedaba sentado solo en su habitación, escuchando los gritos desesperados de ella, sintiendo el dolor de ella como si fuera de él. Cuando finalmente falleció, Hunter había comenzado a sufrir una severa pérdida de la audición. Era la manera psicosomática que tenía su cuerpo para interrumpir el dolor. Su sordera temporal hacía que Hunter fuera un blanco aún más fácil para los acosadores. Para escapar de ser dejado de lado más aún, había aprendido a leer los labios. En dos años, con la misma facilidad con la que se había ido, su audición regresó.

−Más vale que vayas a buscarla, sordo −repitió el más corpulento de los dos acosadores.

Hunter ni siquiera dudó, apresurándose a bajar la escalera de metal como si su vida dependiera de eso. Que era exactamente lo que los acosadores querían que hiciera. Volvieron a colocar la tapa en el agujero de la alcantarilla y se fueron, riendo.

Hunter encontró la fiambrea abajo al fondo e hizo el camino por la escalera hacia arriba, pero por mucho que lo intentara, no tenía la fuerza física para retirar la tapa del agujero de la alcantarilla. En vez de entrar en pánico, bajó otra vez a los pasillos del alcantarillado. Si no podía salir por donde había entrado, simplemente tendría que encontrar otra salida.

En semioscuridad, apretando fuerte la fiambrera contra el pecho, se echó a andar por el túnel. Había avanzado tan solo unos cincuenta metros cuando sintió que algo caía del techo a su espalda y se prendía de su camiseta. Instintivamente, llevó su mano hacia allí, cogió eso que se le había prendido de la camiseta y lo arrojó tan lejos de sí como le fue posible. Al golpear contra el agua a sus espaldas, chilló, y Hunter finalmente vio lo que era.

Una rata tan grande como su lonchera.

Hunter contuvo la respiración y lentamente se giró para quedar de frente a la pared que tenía a la derecha. Estaba llena de ratas de todas las formas y tamaños.

Comenzó a temblar.

Con mucho cuidado, se dio la vuelta y quedó de frente a la pared que tenía a la izquierda. Aún más ratas. Y podía jurar que todas tenían los ojos puestos en él. Hunter no pensó, simplemente corrió tan rápido como pudo, salpicando agua alto por el aire con cada paso. Unos ciento cincuenta metros más adelante dio con una escalera de metal que le llevó a otra entrada de alcantarilla. Otra vez, la tapa no cedía. Regresó al pasillo y siguió corriendo. Otros doscientos metros, otra alcantarilla, y Hunter finalmente tuvo algo de suerte. En lo alto, la tapa estaba mitad abierta, mitad cerrada. Con su cuerpo delgaducho, no tuvo ningún problema para pasar por el hueco.

Hunter aún tenía la fiambrera de Batman que la madre le había dado. Y desde entonces, las ratas le habían puesto muy incómodo.

En ese momento, Hunter hizo a un lado el recuerdo, devolviendo la atención a la trastienda de la carnicería. El único otro mueble que había allí era el mostrador de acero inoxidable donde habían recostado el cuerpo desnudo de la víctima. Estaba ubicado a unos dos metros de la puerta abierta de la sala de refrigeración que estaba en la pared del fondo. Hunter analizó el mostrador desde cierta distancia durante un rato. Tenía algo extraño. Estaba demasiado elevado del suelo. Cuando revisó el suelo vio que debajo de cada una de las cuatro patas habían colocado ladrillos, haciendo que el mostrador quedara unos treinta o cuarenta centímetros más elevado.

Como había visto en las fotos de la escena del crimen, el suelo estaba repleto de trapos sucios, condones usados y jeringas descartadas. Hunter avanzó hacia dentro, con pasos cortos, corroborando cuidadosamente el piso antes de cada paso. La temperatura dentro de la sala parecía ser de al menos cinco grados más que afuera, y sintió que le caían unas gotas de sudor por la parte baja de la espalda. A medida que se aproximaba al mostrador de acero inoxidable, el zumbido de las moscas se hacía cada vez más fuerte.

A pesar de las moscas, el olor nauseabundo y el calor, Hunter se tomó su tiempo. Sabía que los del equipo de la policía científica habían hecho su mejor trabajo, pero las escenas del crimen podían ofrecer mucho más que evidencia física. Y Hunter tenía un don en lo que concernía a entender las escenas del crimen.

Dio cuidadosamente la vuelta al mostrador de metal por quinta vez. La principal pregunta que le giraba en la mente era si la víctima había muerto en esa sala o si la carnicería no había sido más que un lugar de descarte.

Hunter decidió ponerse en el lugar de la víctima.

De un salto subió al mostrador de metal antes de recostarse en la misma posición exacta en la que había sido hallada la víctima y apagar la linterna. Permaneció absolutamente quieto, dejando que los sonidos, los olores, el calor y la oscuridad de la sala le envolvieran. La camisa se le pegaba al cuerpo, mojada de sudor. De las fotografías, recordaba la mirada en los ojos de ella, la expresión de horror inmovilizada en el rostro.

Encendió la linterna pero permaneció en la misma posición, asimilando con la vista los grafitis que decoraban todo el techo.

Un momento después, algo le llamó la atención. Entornó los ojos y se sentó. La mirada fija en el sector del techo que estaba directamente arriba del mostrador. Lo entendió en tres segundos exactos y se le abrieron los ojos.

−¡Oh, Jesús!

Ocho

Katia Kudrov salió de la bañera y se envolvió una toalla mullida blanca alrededor del cabello negro largo por los hombros. Velas aromáticas iluminaban su lujoso cuarto de baño en el penthouse de un exclusivo edificio de apartamentos en West Hollywood. Las velas la ayudaban a relajarse. Y esa noche lo único que quería era distenderse.

Katia acababa de terminar su primera gira por Estados Unidos como violinista principal de la Filarmónica de Los Ángeles. Sesenta y cinco conciertos en otras tantas ciudades en setenta días. La gira había sido un éxito total, pero la agenda agotadora la había dejado exhausta. Ansiaba un merecido descanso.

La música había encontrado su lugar en la vida de Katia a una edad muy temprana, cuando ella tenía tan solo cuatro años. Recordaba vívidamente estar sentada en la falda de su abuelo mientras él intentaba hacerla dormir escuchando el Concierto para violín en Re Mayor de Tchaikovski. En vez de quedarse dormida, se enamoró de los sonidos que escuchaba. Al día siguiente, el abuelo le dio a Katia su primer violín. Pero Katia no era una música nata, lejos de eso. Durante años sus padres padecieron los agonizantes y penetrantes ruidos de sus largas sesiones de práctica. Pero ella era comprometida, determinada y trabajadora, y con el tiempo empezó a tocar una música que podía hacer sonreír a los ángeles. Luego de una larga temporada en Europa, había regresado a Los Ángeles hacía trece meses después de que le hubieran ofrecido el lugar de concertina en la Filarmónica de Los Ángeles.

Katia salió del cuarto de baño, se detuvo frente al espejo de cuerpo entero que había en la habitación, y miró detenidamente su reflejo. Sus rasgos eran casi perfectos −ojos grandes y marrones, nariz pequeña, pómulos elevados y unos labios carnosos que enmarcaban una sonrisa perfecta−. A los treinta años, aún tenía el cuerpo de una animadora de colegio secundario. Verificó su perfil, metiendo panza durante varios segundos antes de decidir que ahora tenía una pequeña barriga. Probablemente a causa de toda la comida basura que había comido en los cócteles a los que había tenido que asistir durante la gira. Katia negó con la cabeza en señal de desaprobación.

−De vuelta a la dieta y al gimnasio a partir de mañana −se susurró a sí misma, cogiendo su bata de baño rosa.

Sonó el teléfono inalámbrico que estaba sobre la mesilla de noche y lo miró con dudas.

−Hola −atendió finalmente luego del quinto tono, y podía jurar que había oído un segundo clic en la línea, como si alguien hubiera cogido una de las extensiones que había en el estudio, en la sala de estar o en la cocina.

−¿Cómo está mi superestrella favorita?

Katia sonrió:

−Hola, papá.

−Hola, pequeña. Entonces, ¿cómo estuvo la gira?

−Fantástica, pero extremadamente agotadora.

−No lo dudo. Leí las críticas. Todo el mundo te adora.

Katia sonrió:

−Ansío tanto dos semanas sin ensayos, ni conciertos, y definitivamente sin fiestas. −Salió de la habitación y pasó al entresuelo que miraba desde arriba su espaciosa sala de estar.

−Pero tienes algo de tiempo para tu viejo, ¿no?

−Siempre tengo tiempo para ti cuando no estoy de gira, papá. Eres tú el que siempre está muy ocupado, ¿lo recuerdas? −le desafió ella.

Él rio entre dientes:

−Vale, vale, no me lo refriegues. Te diré qué. Puedo decir por tu voz que estás cansada, ¿qué te parece si hoy te acuestas temprano y nos ponemos al día mañana en el almuerzo?

Katia dudó:

−¿De qué estamos hablando aquí, papá? ¿De uno de tus encuentros rápidos estilo “me tengo que ir, comamos un sándwich”, o de un almuerzo como corresponde, sentados, tres platos, móviles prohibidos?

Leonid Kudrov era uno de los productores cinematográficos más famosos de Estados Unidos. Sus compromisos para almorzar nunca duraban más de treinta minutos, algo que Katia sabía muy bien.

Hubo una pequeña pausa y esta vez Katia estuvo segura de oír un clic en la línea:

−Papá, ¿sigues allí?

−Estoy aquí, pequeña. Y elegiré la opción número dos, por favor.

−Hablo en serio, papá. Si vamos a tener un almuerzo como corresponde, nada de llamadas telefónicas, y no te irás corriendo a la media hora.

−Nada de móviles, lo prometo. Despejaré mi agenda para tener la tarde libre. Y tú puedes elegir el restaurante.

La sonrisa de Katia esta vez fue más animada:

−Vale. ¿Qué te parece si nos encontramos en el asador Mastro’s en Beverly Hills a la una en punto?

−Buena decisión −convino su padre−. Yo haré la reserva.

−Y no llegarás tarde, ¿no, papá?

−Claro que no, querida. Tú eres mi superestrella, ¿recuerdas? Mira, me tengo que ir. Acabo de recibir una llamada importante.

Katia negó con la cabeza:

−No me sorprende.

−Que duermas bien, cariño. Te veré mañana.

−Hasta mañana, papá. −Cortó la llamada y guardó el receptor en el bolsillo de la bata de baño.

Luego de bajar las escaleras a la sala de estar, Katia se dirigió a la cocina. Tenía ganas de beber una copa de vino, algo que la relajara más aún. Eligió del refrigerador una botella de Sancerre. Mientras hurgaba en uno de los cajones en busca del sacacorchos, volvió a sonar el teléfono que ahora llevaba en el bolsillo.

−¿Hola?

−¿Cómo está mi superestrella favorita?

Katia frunció el ceño.

Nueve

−Oh, por favor, papá, no me digas que ya me vas a cancelar. −Katia no estaba impresionada−. ¿Papá? −Katia de repente cayó en la cuenta de que la voz del otro lado de la línea no era la de su padre−. ¿Quién habla?

−No tu papi.

−Phillip, ¿eres tú?

Phillip Stein era el nuevo director de la Filarmónica de Los Ángeles, y el romance más reciente de Katia. Se habían estado viendo durante cuatro meses, pero tres días antes de que terminara la gira tuvieron una discusión acalorada. Phillip se había enamorado perdidamente de Katia, y quería que se fuera a vivir con él. A Katia le gustaba Phillip y había disfrutado del romance, pero definitivamente no con la misma intensidad que él. No estaba preparada para ese tipo de compromiso, no en ese momento. Ella había insinuado la idea de que quizá sería mejor que no se vieran por algunos días −solo para ver cómo resultaban las cosas−. Phillip no se había tomado a bien la sugerencia, y había hecho un berrinche y había dirigido esa noche el peor concierto de su carrera. No se habían hablado desde entonces.

−¿Phillip? ¿Quién es Phillip? ¿Tu novio?

Katia se estremeció.

−¿Quién habla? −preguntó de nuevo, esta vez de manera más firme.

Silencio.

Una sensación incómoda hizo que a Katia se le erizaran los vellos de la nuca:

−Mira, creo que marcaste el número equivocado.

−No lo creo. −El hombre rio entre dientes−. He estado marcando este número durante los dos últimos meses.

Katia exhaló, más tranquila:

−Verás, ahora estoy segura de que tienes el número equivocado. He estado fuera durante un tiempo. De hecho acabo de regresar.

Hubo una pausa.

−No es un problema, suele suceder −dijo Katia amablemente−. Mira, voy a colgar el teléfono así puedes marcar otra vez.

−No cuelgues el teléfono −dijo el hombre con calma−. No he marcado el número incorrecto. ¿Ya has revisado tu contestador automático, Katia?

El único teléfono en el apartamento de Katia que tenía contestador automático era el que estaba en el extremo de la encimera en la cocina. Cubrió el micrófono con la mano y se dirigió deprisa hacia allí. No había notado la luz roja parpadeante hasta entonces. Sesenta mensajes.

Katia suspiró asustada:

−¿Quién eres? ¿Cómo conseguiste este número?

Otra risita:

−Soy... −otra vez se sintió un clic en la línea−, un fan, supongo.

−¿Un fan?

−Un fan con recursos. El tipo de recursos que hacen que sea muy sencillo conseguir información.

−¿Información?

−Sé que eres una música fantástica. Amas tu violín Lorenzo Guadagnini más que cualquier otra cosa en el mundo. Vives en un penthouse en West Hollywood. Eres alérgica a los maníes. Tu compositor favorito es Tchaikovski y te encanta conducir ese Mustang rojo fuego convertible que tienes. −Hizo una pausa−. Y mañana almorzarás con tu padre en el asador Mastro’s de Beverly Hills. Tu color favorito es el rosa, al igual que la bata de baño que llevas puesta en este mismo momento, y estabas a punto de abrir una botella de vino blanco.

Katia se quedó helada.

−Así que ¿cuán dedicado te parece que soy como fan, Katia?

Instintivamente, los ojos de Katia se movieron deprisa en dirección a la ventana de la cocina, pero sabía que estaba demasiado alta como para que alguien en alguno de los edificios vecinos pudiera espiarla.

−Oh, no te estoy mirando a escondidas a través de la ventana −dijo el hombre con sorna.

La luz de la cocina se apagó y la siguiente voz que escuchó Katia no salió del teléfono.

−Estoy justo detrás de ti.

Diez

Una noche cualquiera el insomnio de Hunter le habría quitado al menos cuatro horas de sueño. La noche anterior le había mantenido despierto por al menos seis.

Fue después de que el cáncer se llevara a su madre cuando él tenía tan solo siete años de edad que empezaron sus problemas de sueño. Solo en su habitación, extrañándola, de noche se quedaba acostado despierto, demasiado triste como para dormirse, demasiado asustado como para cerrar los ojos, demasiado orgulloso como para llorar. Hunter había crecido como hijo único en un vecindario desfavorecido de Los Ángeles Sur. Su padre tomó la decisión de no volver a casarse nunca, e incluso teniendo dos trabajos, luchaba para sacar adelante las demandas de criar un hijo por su propia cuenta.

Para alejar las pesadillas, Hunter mantenía la mente ocupada de otra manera −leía intensamente, devorando libros como si le empoderaran−.

Hunter siempre había sido distinto. Incluso de niño, su mente parecía resolver problemas más rápido que la de cualquier otro. A los doce años, luego de una batería de exámenes y tests sugeridos por el director de su escuela en Compton, le aceptaron en la escuela Mirman para niños superdotados como alumno de octavo grado.

Pero ni siquiera el currículo de una escuela especial lograba que su progreso no se atrasara.

A los quince años, Hunter había pasado por Mirman sin ningún esfuerzo, condensando cuatro años de colegio secundario en dos, y sorprendiendo a todos sus maestros. Con recomendaciones de todos, le aceptaron como estudiante en “circunstancias especiales” en el Programa de Psicología de Stanford.

En la universidad, su avance fue igual de impresionante, y Hunter recibió su doctorado en Análisis del Comportamiento Criminal y Biopsicología a los veintitrés años. Y ahí fue cuando su mundo se destrozó por segunda vez. Su padre, que en ese momento trabajaba como guardia de seguridad en una sucursal del Bank of America en el centro de Los Ángeles, murió por disparo de arma durante un robo fallido. Volvieron en ese momento las pesadillas y el insomnio de Hunter −de manera incluso más enérgica−, y desde entonces no le habían abandonado.

Hunter estaba de pie junto a la ventana de la sala de estar, mirando una nada distante. Sentía los ojos ásperos y el dolor de cabeza que había comenzado en la parte de atrás del cráneo se estaba extendiendo deprisa. Por mucho que lo intentara, simplemente no conseguía sacarse de la cabeza las imágenes del rostro de la mujer. Los ojos abiertos de horror, los labios hinchados y cosidos. ¿Se había despertado sola en la carnicería y había intentado gritar? ¿Era esa la razón por la cual el hilo se había hundido tanto en la carne alrededor de los labios? ¿Se arañó la boca presa de un pánico desesperado? ¿Estaba despierta cuando el asesino colocó la bomba dentro de ella antes de coserla? Las preguntas le llegaban en grandes oleadas.

Hunter parpadeó y el rostro de la mujer fue reemplazado por el del doctor Winston y por las imágenes que habían recuperado de la morgue −los ojos abiertos bien grandes a causa de la conmoción cuando finalmente entendió qué era lo que tenía en las manos, cuando finalmente comprendió que la muerte le había alcanzado, y que no había nada que pudiera hacer−. Hunter cerró los ojos. Su amigo ya no estaba, y él no tenía idea de por qué.

Una sirena de policía a la distancia sacó a Hunter de su aturdimiento y tembló de rabia. Lo que había visto la noche anterior en el techo de la carnicería cambiaba todo. La bomba estaba destinada tan solo a la mujer que habían dejado allí. El doctor Winston, su amigo, alguien a quien consideraba como parte de su familia, había muerto sin ninguna razón −un error trágico−.

Hunter empezó a sentir un dolor en el antebrazo derecho. Solo entonces cayó en la cuenta de que había estado apretando tan fuerte el puño que la sangre no podía abrirse camino hacia el brazo. Se juró que pasara lo que pasara le haría pagar al asesino por lo que había hecho.

Once

Debido a la sensibilidad de la investigación de Hunter, la operación se trasladó del tercero al quinto piso del Parker Center, el departamento central de la División de Robos y Homicidios del Departamento de Policía de Los Ángeles en la calle Los Ángeles Norte. La nueva sala era lo suficientemente grande como para dos detectives, pero con tan solo una ventana en la pared sur se sentía claustrofóbica. Cuando Hunter llegó, Garcia estaba estudiando las fotografías de la escena del crimen que habían sido colocadas en un tablero magnético grande a la derecha del escritorio de Hunter.

−Estamos un poco atascados en cuanto a la identificación de la víctima −dijo Garcia mientras Hunter encendía su ordenador−. El equipo de la escena del crimen hizo varias fotos en primer plano de los puntos que tenía en los labios, pero solo una en la que se ve el rostro completo. −Señaló la foto que estaba más arriba en el tablero−. Y como puedes ver, no es una gran foto.

La foto había sido tomada en diagonal y el lado izquierdo del rostro de la víctima estaba parcialmente oscurecido:

−Más allá del vídeo, no tenemos ninguna imagen de la sala de autopsias −continuó Garcia−. Esto es todo lo que tenemos como material de trabajo. Si vivía cerca de donde fue hallada, no podemos realmente ir por allí preguntándole a la gente y mostrándoles una foto de alguien con los labios cosidos. Se morirían todos de miedo. Y alguien sin duda hablaría con los medios. −Se alejó del tablero.

−¿Personas Perdidas? −preguntó Hunter.

−Anoche me puse en contacto con ellos, pero como esta es la única foto que tenemos, y los puntos y la hinchazón en los labios son tan prominentes, el programa de reconocimiento facial que usan no funcionará. Si cargan esta foto para compararla con las de la base de datos y ella llega a estar allí, no obtendrán nunca una coincidencia. Precisábamos una foto mejor.

−¿Dibujantes de retratos robot?

Garcia asintió, mirando su reloj:

−Aún no han llegado, tampoco los muchachos de informática. Pero tú sabes que pueden hacer milagros haciendo modificaciones y retoques, por lo que hay esperanza. El problema es que puede llevar un rato.

−No tenemos un rato −contestó Hunter.

Garcia se rascó el mentón:

−Lo sé, Robert, pero sin un informe de autopsia, un perfil de ADN o alguna marca física específica de la que tengamos noticias y que nos pudiera ayudar a identificarla, estamos atascados.

−Tenemos que empezar por algún lugar, y ahora mismo el único lugar por el que podemos comenzar es la base de datos de Personas Perdidas y esas fotos −dijo Hunter, tipiando en el ordenador−. Tendremos que revisar la base de datos nosotros dos manualmente hasta que recibamos algo del equipo de retratos robot.

−¿Nosotros dos? ¿Manualmente? ¿Hablas en serio? ¿Sabes cuántas personas por semana reportan como perdidas en Los Ángeles?

Hunter asintió: