El affaire Arnolfini - Jean-Philippe Postel - E-Book

El affaire Arnolfini E-Book

Jean-Philippe Postel

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Beschreibung

El retrato del «matrimonio Arnolfini», que Jan van Eyck pintó en 1434, es uno de los cuadros más fascinantes de la historia del arte: admirado a lo largo de los siglos, objeto de innumerables estudios, esconde sin embargo un secreto, un significado oculto que se hurta aún hoy incluso a la mirada más atenta. ¿Quiénes son realmente el hombre y la mujer retratados en el cuadro?, ¿qué vínculo los unía? y, especialmente, ¿qué pistas pueden ofrecernos al respecto los objetos que los rodean? En este extraordinario ensayo, Jean-Philippe Postel observa con ojo clínico el lienzo para desvelar uno a uno los misterios que Van Eyck planteó en esta singular obra, como si se tratara del análisis forense en un relato policíaco. ¿Resolverá el misterio de una de las obras de arte más enigmáticas de todos los tiempos? «Esa mujer embarazada, ese marido distante, esas manos que apenas se tocan, ese espejo (¡no se habrá hablado ya bastante de lo que se ve en ese espejo!) lo han oído todo, excepto… Excepto lo que se va a leer aquí». Daniel Pennac «Postel ofrece la más osada y curiosa hipótesis». Sergio Vila-Sanjuán, La Vanguardia «Este libro nos da pie para engolfarnos en cada centímetro de esta composición fascinante, para repasar con él las hipótesis hasta ahora formuladas y para divertirnos con nuevas teorías detectivescas». Elena Vozmediano, El Cultural «Una obra de una meticulosidad, propia de un cirujano, que pocas veces se tiene en cuenta a la hora de escribir. Esta hermosa obra, de apenas un centenar de páginas, es en realidad una pequeña joya literaria». Berta Lucía Estrada, Panorama Cultural «Puede que, en efecto, la de Postel sea la interpretación más real, a fuer de fantástica». Francisco R. Pastoriza, Faro de Vigo

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JEAN-PHILIPPE POSTEL

EL AFFAIRE

ARNOLFINI

INVESTIGACIÓN SOBRE

UN CUADRO DE VAN EYCK

PREFACIO DE DANIEL PENNAC

TRADUCCIÓN DEL FRANCÉS

DE MANUEL ARRANZ

ACANTILADO

BARCELONA 2023

CONTENIDO

Prefacio. Esos dos que no se miran, de DANIEL PENNAC

«En Londres, los días que hace buen tiempo…»

I. «Als ich can»

II. Los Arnolfini (estado de la cuestión)

III. Maneras de ver

IV. Hernoul-le-Fin con su esposa

V. Una cerradura para ocultarlo

VI. Tocando la mano uno al otro

VII. Del purgatorio y de las apariciones

VIII. La vela y los medallones

IX. El león, el diablo y el cerezo

X. Los zuecos

XI. Maternidad

XII. Las chinelas

XIII. «Johannes de Eyck fuit hic»

XIV. Vestido de rojo, vestido de azul

Libros y artículos consultados

Fuentes de las ilustraciones

Agradecimientos

[Acantilado no se responsabiliza del contenido de ninguno de los portales de la red mencionados en el libro].

PREFACIO

ESOS DOS QUE NO SE MIRAN

de DANIEL PENNAC

Soy tan sensible a las miradas dirigidas a los cuadros como a las miradas captadas por los pintores en sus cuadros. Cuando recuerdo un cuadro, generalmente son las miradas en lo primero que pienso. La impresión de espanto, por ejemplo, que me dejó El juicio de Cambises no tiene nada que ver con el suplicio propiamente dicho (el desollamiento de Sisamnes no es más que una lección de anatomía entre otras), sino con la expresión del condenado en el momento de su arresto: ¡no mira a ninguna parte! Eso es lo que no puedo olvidar: la mirada vacía del condenado. Y tampoco puedo olvidar a aquellos de entre los dieciséis hombres que, presentes a su alrededor, no lo miran. Como si él ya no existiera. Ni siquiera el mercenario que lo toma por el brazo mira al condenado a muerte. Y esa ausencia general de mirada, ese unánime abandono del acusado a su fulminación, hicieron que no pudiera olvidar el díptico de Gérard David, que había visto una mañana de otoño en el museo de Brujas.

Y esto es lo que me impresiona también en el matrimonio Arnolfini, que no se miran.

Como Jean-Philippe Postel, conozco a los Arnolfini, aunque menos íntimamente que él. Los conocí una tarde de junio en la National Gallery. A partir de aquel día, ya no me abandonaron nunca. Cuando pienso en ellos, lo primero que recuerdo es esa ausencia de mirada. En mi recuerdo, todo el cuadro se organiza alrededor de esas miradas que no se cruzan. Por lo demás, ¿qué es lo que ven estas dos soledades? ¿En qué piensan? Y nosotros, de pie y solos ante los esposos Arnolfini, ¿qué es lo que vemos?

Sin duda no me habría hecho estas preguntas si yo mismo no me hubiera sentido observado mientras contemplaba a los Arnolfini. Su vecino de pared—si puede decirse así—es el Retrato de un hombre con turbante rojo, casi con toda seguridad el propio Jan van Eyck en persona. Con el rostro impenetrable, la boca sin labios, los ojos severos y escrutadores, dirige a cada visitante que se para delante de los esposos Arnolfini una mirada que parece preguntar: «Y usted ¿qué es lo que ve?». Es evidente que no alimenta ninguna ilusión en cuanto a la pertinencia de las respuestas. Y sin embargo, desde 1434, las respuestas han sido innumerables. Son incontables las conferencias, los folletos, los monólogos, los discursos mundanos y los cotilleos de que han sido objeto los esposos Arnolfini: ninguno parece satisfacer al hombre del turbante rojo. Él es el único que sabe lo que está en juego en esa habitación, entre aquel hombre y aquella mujer. Inmortalizado por él mismo en su propio cuadro, Van Eyck se divierte—en lo más íntimo—con las interpretaciones de que son objeto estos dos personajes. Esa mujer embarazada, ese marido distante, esas manos que apenas se tocan, ese espejo (¡no se habrá hablado ya bastante de lo que se ve en ese espejo!) lo han oído todo, excepto…

Excepto lo que se va a leer aquí.

Y que yo mismo he leído en un tren de alta velocidad, como se lee una novela policíaca, arrastrado por el suspense, y con la misma curiosidad impaciente. Estas páginas, que yo pasaba también a toda velocidad, me demostraban claramente que no había visto lo que había visto, ¡que no había visto nada de lo que había que ver! La pasión que yo ponía en la lectura de Jean-Philippe Postel tiene menos que ver con la descripción del cuadro de Van Eyck (cuadro que creía conocer bien) que con el desmenuzamiento implacable de todas esas ilusiones ópticas a las que yo llamaba mi «recuerdo» del cuadro.

Al acabar mi lectura decidí volver cuanto antes a la National Gallery, para volver a ver a los esposos Arnolfini, claro está, pero sobre todo para buscar en el rostro del hombre con turbante rojo la confirmación de que finalmente había escuchado aquello que quería escuchar sobre este cuadro, que encerraba tantos secretos.

Observad, seguid observando, observad siempre, sólo así se llega a ver.

JEAN-MARTIN CHARCOT

En Londres, los días que hace buen tiempo, una extraña forma humana se ofrece a la mirada de los paseantes que deambulan por Trafalgar Square, justo ante la entrada principal de la National Gallery. Lleva una máscara y un sayal, y se mantiene en levitación, inmóvil, unos sesenta centímetros por encima del suelo. A veces mueve un poco la cabeza, lentamente. La brisa hace que su sayal flote. Una mano enguantada sobresale y descansa débilmente en la empuñadura de un grueso y largo bastón, cuya punta se pierde en los pliegues de un trozo de sábana extendido en el suelo. La máscara pretende ser terrorífica; es la máscara de un guerrero de la saga Star Wars. No sabría decirles de cuál de ellos. En el suelo una gorra de terciopelo puesta del revés contiene algunas monedas.

Nos gustan el ilusionismo y los juegos de magia. Ver aparecer en las manos del mago la reina de corazones o el rey de picas invocados en secreto nos deja siempre boquiabiertos. Tratamos de entender, y a la vez nada nos gusta más que no entender: una vez explicado, el truco decepciona siempre. Éste de la levitación, aunque logre desconcertarnos durante unos instantes, es un truco rudimentario. El ilusionismo con el que tenemos una cita es de otra envergadura.

El cuadro se encuentra en la sala 56. Desde que entrara a formar parte de las colecciones de la National Gallery, le pusieron un cristal para protegerlo del humo de Londres, y un marco. Lo que primero llama la atención es el marco: muy estrecho, bastante feo, estilo aparador Enrique II. Esperábamos algo mejor, pero lo olvidamos pronto. Cada cuarto de hora, cada veinte minutos, los vigilantes se turnan. Muchos son originarios de las antiguas colonias, de la India, de Pakistán, de Sri Lanka. Se sientan frente al cuadro y vigilan. La sala 56 es un callejón sin salida: el río de visitantes afluye y desemboca por el mismo sitio, dibujando un lento meandro a lo largo de las obras colgadas en las paredes. Delante del cuadro se demoran un poco más: dos o tres minutos, rara vez más. Tres minutos ya es mucho tiempo. En tres minutos pueden verse muchas cosas. A veces es un grupo. Escuchan las explicaciones de la guía, toman fotos y se van. Han visto. Pero ¿qué han visto exactamente? ¿Qué vemos nosotros?

El cuadro es archiconocido; cualquiera que lo haya visto, aunque sólo haya sido una vez, lo recuerda. De entrada suscita admiración por su factura y por un no sé qué de intemporal, un suspiro, un ritmo. Ha hecho correr mucha tinta. Pero, por más que haya podido decirse de él, su misterio sigue sin desvelarse: mientras lo contemplamos nos encontramos en la situación en que se encuentra el lector de una novela policíaca a la que faltase el último capítulo. El cuadro seduce, atrae, casi podríamos decir que nos llama, pero por mucho que miremos, no vemos nada—o mejor dicho, vemos que allí hay algo que ver, pero no vemos qué—. El quid de la cuestión se nos escapa. El sentido se oculta. Esto es lo que hay, nos dicen ese hombre y esa mujer conocidos, desde hace más de quinientos años, como El matrimonio Arnolfini.

Sin embargo, si nos acercamos más, veremos que todo está allí, a la vista, desde siempre. Si no vemos nada es porque los señuelos dispuestos con una habilidad extraordinaria distraen la mirada y la mente, y hacen que aquello que se pintó siga pasando desapercibido: estratagema propia de ilusionistas y de los autores de novelas policíacas (como la Agatha Christie de los Diez negritos), que mediante una prodigiosa proeza Van Eyck lleva a cabo en pintura.

Con un poco de suerte la sala estará vacía. Lleven una lupa y podrán admirar los reflejos del sol sobre las minúsculas cerezas, la orla de la alfombra imperceptiblemente deshilachada, la paja trenzada del sombrero negro. A continuación observarán otros detalles, secretos, apenas visibles…, y poco a poco irán adentrándose en un inextricable laberinto de reflejos y de espejos.

Observen.

I

«ALS ICH CAN»

Jan van Eyck, el príncipe de los pintores de nuestro siglo.

BARTOLOMEO FAZIO

El retrato llamado El matrimonio Arnolfini fue pintado por Jan van Eyck en 1434: enigmático, extrañamente bello, sin precedente ni equivalente en la historia de la pintura.

Pero quizá, después de todo, no fuese pintado en 1434. Todo lo que sabemos en materia de fechas está en una frase sibilina que hace las veces de firma, caligrafiada en mal latín encima del espejo: «Johannes de Eyck fuit hic1434» (fig.1). No fecit o complevit, sino fuit hic. No «Jan van Eyck hizo o acabó este cuadro en 1434», sino «Jan van Eyck estuvo aquí en 1434». O incluso: «Éste es Jan van Eyck en 1434». La frase es doblemente ambigua: no dice que el cuadro date de 1434, sino que la escena que representa tuvo lugar en aquel año. Y se guarda bien de informarnos si Van Eyck fue testigo o protagonista de esta escena. La frase sitúa al cuadro bajo el signo del doble sentido.

Gracias a los documentos contables de la corte de Borgoña sabemos más sobre Van Eyck que sobre ningún otro pintor de su tiempo, más de lo necesario incluso para escribir una novela (aunque esto no es una novela, sino más bien una investigación, un análisis), y sin embargo parcelas enteras de su biografía siguen en la sombra. ¿Qué es lo que podemos decir de Jan van Eyck? El lugar y el año de nacimiento se desconocen. Los historiadores sitúan su nacimiento en Flandes hacia 1390; tal vez en Maaseik, no lejos de Maastricht, a orillas del Mosa, tal vez en otro lugar. Habría vivido en La Haya y luego en Lille, antes de fijar su residencia en Brujas, donde moriría en 1441.

Sobre sus maestros, sobre su aprendizaje: nada. Sobre sus comienzos al servicio de Juan III de Baviera, soberano de Holanda fallecido en 1425: nada tampoco. Su nombre aparece mencionado por primera vez en una carta patente fechada el 19 de mayo de 1425.1 En ella se nos informa que «Johannes, antiguo pintor y ayuda de cámara del difunto duque Juan de Baviera» entraba al servicio del duque de Borgoña Felipe el Bueno. Y lo estuvo hasta su muerte. Borgoña sobrepasaba en riqueza tanto a Francia como a Inglaterra, que durante casi un siglo se habían destrozado mutuamente; mientras que el puerto de Brujas, por entonces centro económico y financiero de los países nórdicos, podía recibir en un solo día hasta cien barcos mercantes.

El duque Felipe parece que tuvo a Jan en muy alta estima. Lo colmó con sus atenciones y fue el padrino de su primer hijo, nacido en 1434. Jan hizo para él varios viajes por el extranjero: de España le traería el retrato de Isabel de Urgel, con la que el duque no se casó; de Portugal, el de otra Isabel, hija del rey Juan, con la que sí se casó. Las cuentas de la Recaudación general de finanzas mencionan además, y en varias ocasiones, «ciertos viajes lejanos y secretos que el dicho monseñor le ordenó hacer a ciertos lugares, de los que no quiere hacer más mención».2 La finalidad y la naturaleza de estas misiones secretas, retribuidas muy generosamente, son uno de los misterios de la vida de Jan que siguen sin resolver.

Conocía los alfabetos griego y hebreo. En un De viris illustribus escrito en 1456, el humanista italiano Bartolomeo Fazio dijo de él que era «un hombre de cultura literaria, experto en geometría y maestro de todas las artes que puedan añadirse a la distinción de la pintura».3 Durante mucho tiempo se le atribuyó el descubrimiento de la pintura al óleo, aunque para su gloria basta con haberla elevado a la perfección, descubriendo disolventes que le permitirían hacer vibrar el color y perfeccionar la ilusión figurativa hasta un extremo que durante mucho tiempo nadie superó.

Pintó sobre todo temas religiosos; fue uno de los primeros en aceptar encargos privados. Considerada como su obra maestra, el suntuoso retablo de la Adoración del Cordero Místico, conservado en la catedral de San Bavón de Gante, parece que lo empezó su hermano Hubert, aunque la existencia del tal Hubert no esté bien documentada, lo mismo que la de otro hermano, Lambert, y la de una hermana, Margaret, que también habrían sido pintores.

Una veintena de sus cuadros han llegado hasta nosotros; nueve están firmados; cuatro llevan su divisa, en mayúsculas más o menos griegas (la letra C ha sustituido a la ∑): «AɅC IXH XAN» (Als ich can, ‘Lo mejor que puedo’).4

Que se sepa, ningún otro pintor antes que él había representado nunca a un hombre y una mujer en una habitación. Anunciaciones, natividades, Vírgenes con el Niño, crucifixiones, martirios, santos, algunas escenas bíblicas, ésa era toda la pintura occidental de cuadros a principios del siglo XV: al pan de oro, para mayor gloria de Dios. Toda la pintura o casi toda: en la década de 1360, el primer retrato profano conocido de la era cristiana (un temple al huevo sobre revestimiento de yeso no firmado que representa al rey de Francia Juan el Bueno) había abierto una brecha por donde se adentraron muy pronto reyes y reinas, duques y duquesas, príncipes y princesas, que encontraron de buen gusto encargar su retrato, imitados más tarde por todos aquellos que en el mundo tenían alguna notoriedad, o bien eran muy ricos.

Y de pronto, en 1434, El matrimonio Arnolfini. O más bien—seamos precisos—Hernoul-le-Fin con su esposa: pues tales son los términos de la primera descripción conocida del cuadro.5 Un hombre y una mujer, de pie en una habitación, se dan la mano. Seguramente ricos, si nos fiamos de las apariencias (muebles finamente labrados, lujoso espejo, espléndido candelabro de cobre, fastuosas telas, alfombra oriental, prendas forradas de marta cibelina y vero), pero sin duda no pertenecían a los Grandes de este mundo, pues lo habríamos sabido.

Y a continuación una pregunta: ¿quiénes son? Si leyéramos la cantidad de artículos que se han consagrado al cuadro a partir de la segunda mitad del siglo XIX, la respuesta a esta pregunta parece ser la condición necesaria y suficiente para comprenderlo; ahora bien, respuesta no tenemos ninguna, y como veremos la pregunta adecuada sería más bien: ¿qué hacen?

Se trata de una tabla de roble pintada al óleo, de 84,5 por 62,5 centímetros, magníficamente conservada, catalogada en la National Gallery de Londres con el número NG186. El nombre de su primer propietario se ha perdido, así como la huella de las transacciones que la hicieron pasar a formar parte de las colecciones de un tal don Diego de Guevara (c. 1450-1520), quien fue a su vez paje en la corte de Felipe el Bueno, escudero de Carlos el Temerario, maestresala de Juana la Loca, chambelán y más tarde mayordomo mayor* de Carlos V—además de un gran coleccionista—. Don Diego regaló el cuadro a Margarita de Austria (1480-1530), hija de María de Borgoña y del emperador de Austria, Maximiliano I. Cuando éste murió de una gangrena de la pierna, su sobrina María de Hungría (1505-1558), hermana de Carlos V, lo heredó. Ambas fueron regentes de los Países Bajos borgoñones.

Un año después de que Carlos V abdicara para consagrar los pocos años que le quedaban de vida al ayuno, a la oración y a la mortificación, el cuadro iba camino de España en los baúles de María de Hungría. Corría el año 1556 y escapó así al «furor iconoclasta» de los calvinistas que, diez años después, destruyeron no se sabe cuántos cuadros en Flandes y en los Países Bajos. A la muerte de María de Hungría, pasó a manos de Felipe II y permaneció en las colecciones reales españolas hasta las guerras napoleónicas.

Fue un milagro que no ardiera en el incendio que destruyó el Alcázar de Madrid durante la noche de Navidad de 1734. ¿Fue defenestrado por sus rescatadores como tantos otros cuadros que escaparon de las llamas? ¿Era uno de los cuadros que Felipe V había hecho llevar poco antes a su residencia del Buen Retiro? No lo sabemos.

Misterio igualmente sobre las circunstancias en las que desapareció del Palacio Nuevo de Madrid bajo el reinado de José Bonaparte, apodado Pepe Botella. Y misterio de nuevo sobre su reaparición en Inglaterra años más tarde. La leyenda cuenta que reapareció en Bélgica en 1815