El amor está de moda - Arwen Grey - E-Book

El amor está de moda E-Book

Arwen Grey

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Beschreibung

El sueño de Cocó es convertirse en una diseñadora, aunque no una de fama mundial. Lo que de verdad quiere es trabajar para la mujer real. Tiene muy claro su objetivo, pero este puede estar en peligro cuando comienza a tratar con Lana Chantal, una modelo tan hermosa como insufrible, y con Guy Larroquette, un diseñador a punto de dejar su huella en el complicado mundo de la moda. ¿Qué ocurrirá cuando tengan que trabajar codo con codo para sacar una nueva colección adelante? El amor está de moda es una novela ácida y mordaz que te atrapará desde la primera página gracias al impecable estilo de la autora, de unos personajes excepcionales y de la magia que sobrevuela el mundo del diseño. "El amor está de moda es una novela ácida y mordaz que te atrapará desde la primera página gracias al impecable estilo de la autora, de unos personajes excepcionales y de la magia que sobrevuela el mundo del diseño." Paperblog "Es una lectura fresca y sin altibajos, enganchándote desde la primera página." Paraíso de los libros perdidos - Las mejores novelas románticas de autores de habla hispana. - En HQÑ puedes disfrutar de autoras consagradas y descubrir nuevos talentos. - Contemporánea, histórica, policiaca, fantasía, suspense… romance ¡elige tu historia favorita! - ¿Dispuesta a vivir y sentir con cada una de estas historias? ¡HQÑ es tu colección!

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2016 Macarena Sánchez Ferro

© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

El amor está de moda, n.º 107 - febrero 2016

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente,

y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, HQÑ y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Fotolia.com.

I.S.B.N.: 978-84-687-7820-4

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

Portadilla

Créditos

Índice

My love is like a red, red rose

Cita

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Epílogo

Agradecimientos

Si te ha gustado este libro…

My love is like a red, red rose

O my Luve’s like a red, red rose

That’s newly sprung in June;

O my Luve’s like the melodie

That’s sweetly play’d in tune.

As fair art thou, my bonnie lass,

So deep in luve am I:

And I will luve thee still, my dear,

Till a’ the seas gang dry:

Till a’ the seas gang dry, my dear,

And the rocks melt wi’ the sun:

I will luve thee still, my dear,

While the sands o’ life shall run.

And fare thee well, my only Luve

And fare thee well, a while!

And I will come again, my Luve,

Tho’ it were ten thousand mile.

Mi amor es como un roja, roja rosa

Que recién nació en junio;

Mi amor es como una melodía

Tocada dulcemente como una sinfonía.

Tan bella como eres, mi hermosa joven,

Tan profundamente te amo:

Y te amaré, querida, hasta

Que los mares se sequen:

Hasta que los mares se sequen, querida,

Y las rocas se derritan con el sol;

Y te amaré, querida,

Hasta que las arenas de la vida se deslicen.

Adiós, mi único amor

¡Adiós, por breve tiempo!

Y volveré, mi amor,

Aunque me encuentre a diez mil millas.

Capítulo 1

Princesas

—Tú nunca sabrás qué se siente al ser una princesa.

Cocó estuvo tentada a fingir que se le había escapado un alfilerazo al escuchar esa frase en boca de la delgadísima, rubísima y preciosísima Lana Chantal, musa del modisto Guy Larroquette. De entre todas las modelos que le podrían haber tocado vestir, le había tocado la estrella, lo que otras considerarían un honor… si no fuera la criatura más egocéntrica y malvada del mundo de la moda.

—Tienes razón —respondió, en cambio, con toda la ironía de la que pudo hacer acopio en tan poco tiempo—. Es imposible que sepas cuánto lloro por ello al acostarme cada noche.

Lana la miró desde lo alto de sus tacones con una mueca de desdén en su boca brillante y con forma de corazón.

—Lo más triste de la gente como tú es que le da igual su aspecto. Trabajando en lo que trabajas, deberías saber, a estas alturas, que una buena imagen abre puertas.

Cocó se subió las gafas de montura de pasta negra, que habían resbalado a lo largo de su nariz. Desde donde se encontraba, a la altura de los perfectos pies de la modelo, Lana parecía una muñeca de plástico, tersa, fría e intocable. Solo cuando abría la boca se daba uno cuenta de que, además, era desagradable, elitista y snob.

—Me conformo con que vosotras, las divas de la moda, seáis las que tengáis buena imagen. Deberías ser feliz de no tener competencia.

Lana rio, con aquella risa ronca y acabada con un gruñidito porcino, al imaginar que Cocó pudiera comparársele en algo o que pudiera pensar, siquiera, en hacerle la competencia. Esa risa ridícula reconciliaba a Cocó con el género humano. Nadie era perfecto, estaba claro.

—Es evidente que Guy no te contrató por tu inteligencia, querida —dijo con cierto tono de lástima, al que le faltó una palmadita de compasión en la cabeza, coronada por un moño alto sujeto por un pasador de madera, de la modista.

«Ni a ti tampoco, cretina», pensó Cocó, mordiéndose la lengua. No sería la primera empleada a la que Lana le echaba el mal de ojo y acababa en la calle por no seguirle la corriente. Algunos diseñadores eran capaces de hacer lo que fuera con tal de no tener que lidiar con su enorme ego, aunque eso implicara tener que despedir a un trabajador válido. Le había costado mucho conseguir ese trabajo, a base de recomendaciones y favores de antiguos compañeros y empleadores, y no quería fastidiarlo todo por culpa de su bocaza, por mucho que deseara dejar a esa mujer en su sitio diciéndole lo que pensaba de ella. Aquel era un mundo pequeño y no quería cerrarse posibles puertas.

—Esto ya está, pero procura no tirar mucho de la tela, porque se deshilacha.

Lana ya no la escuchaba. Se había alejado unos pasos, taconeando algo vacilante sobre sus carísimos, aunque poco prácticos, zapatos de tacón. Fue obvio que no la había escuchado, o que le importaba un bledo lo que había dicho, porque, de pronto, se agachó y tiró de la cola del vestido de seda y se la enrolló en un brazo alabastrino. Incluso a esa distancia, Cocó pudo ver los hilos de la fina seda deshilachándose y las costuras desgarrándose poco a poco. Con un poco de suerte, el público no lo notaría. Y si lo hacía, Guy la mataría.

Maldiciendo para sí, la siguió por el pasillo, pensando que, en última instancia, la responsabilidad sería suya si el diseño acababa convertido en hilachas de seda verde. Perdida entre los pasadizos oscuros y casi vacíos del teatro, Cocó se detuvo en lo alto de una escalera, preguntándose si era la que conducía a los camerinos donde, en un día normal, se preparaban los actores antes de salir a escena. El sonido de una campana anunció que quedaban menos de diez minutos para que empezara el desfile. No tenía tiempo para dudas. No había demasiadas opciones, al fin y al cabo. Bajó corriendo las escaleras, sujetándose el acerico que llevaba prendido a la muñeca y las tijeras contra la cadera en un acto reflejo. Con un gesto a medio camino entre un suspiro de alivio y una maldición, se encontró ante un pasillo lleno de puertas con números que indicaban, a las claras, que no se había equivocado a la hora de escoger.

—¿Lana? —preguntó, alarmada a su pesar. Si la modelo no aparecía en escena, todo se iría al traste, después de tanto trabajo—. Quedan diez minutos.

Una puerta a su espalda se cerró de golpe y un hombre pasó junto a ella rozándola, camino al piso superior. Cocó le miró, desconcertada, al notar que llevaba una cámara de fotos al cuello y ver que sonreía para sí, murmurando sin cesar. Se suponía que ningún periodista debía traspasar las sacrosantas fronteras del patio de butacas hasta después de acabar, para que no se filtrase nada.

Una nueva campanada, la que anunciaba que no quedaban más que cinco minutos, hizo que se olvidara del posible periodista infiltrado.

—Lana, es la hora. Si no sales ya, Guy nos matará a las dos.

La puerta por la que había salido el desconocido se abrió con brusquedad, haciendo que Cocó retrocediera. Lana, macilenta y sudorosa, la miró desde la ventaja que le daban sus tacones de aguja. Sin decir ni una sola palabra, comenzó a andar hacia las escaleras, tambaleándose un poco. Estaba despeinada y tenía un aspecto extraño. Cocó corrió para alcanzarla.

—¿Te encuentras bien?

La mirada de Lana hizo que se arrepintiera al instante de su interés. Con una sonrisa que era poco más que una mueca llena de dientes, la modelo la apartó a un lado de un empujón.

—Llego tarde.

—¡Vamos, vamos, princesas!

La voz de Guy Larroquette, afectada y rápida, hizo que las chicas corrieran, balanceándose sobre sus tacones imposibles, hasta alcanzar sus marcas. Cuando se levantara el telón, todas ellas, convertidas en maniquíes de plástico que respiraban, sorprenderían al público, que esperaba un desfile al uso. A esas alturas, ya deberían saber que a Guy Larroquette no le gustaba hacer las cosas como se suponía que se debían hacer, pero seguía sorprendiéndoles igual. En esta ocasión, los periodistas especializados, las famosas de turno y los que habían ido solo para cotillear y criticar, incluida la competencia, podrían pasear por el escenario del teatro que habían alquilado, a precio de lujo, para la ocasión. Caminarían entre las modelos inmóviles, apreciando de cerca los detalles de cada diseño. Todas y cada una de las prendas debían estar perfectas, incluso a una distancia corta, capaces de resistir el examen más exhaustivo. Cada detalle debía estar listo para pasar revista. Para eso habían pasado noches en vela preparando la puesta en escena.

Mientras observaba a las muchachas colocarse en sus puestos, dispuestas a pasar, al menos, una hora en la postura elegida, sin moverse apenas y limitándose a respirar de la forma más discreta posible, a la vez que los peluqueros y maquilladores daban los últimos retoques a sus estilismos, Guy sintió la habitual mezcla de orgullo y puros nervios.

Preparar esa colección le había llevado meses de su vida y podía suponer su salto definitivo a la lista de los grandes nombres de la moda. Era la mayor oportunidad, quizás la última, en los diez años que llevaba en ese mundillo, y no podía desaprovecharla. Por eso había luchado y por eso se había convertido en lo que era ahora.

Estiró el cuello hasta escuchar un desagradable clack, tratando de relajar la tensión que se acumulaba allí, por mucho dinero que se gastara en masajes y terapias de relajación.

Tenía la cabeza en ese ángulo cuando vio a Lana pasar junto a él, envuelta en una creación de seda verde… deshilachada.

—Princesa.

Lana se detuvo, como tocada por un rayo, al escuchar el tono cortante de su voz. Cuando se volvió hacia él, había una sonrisa de disculpa en su rostro. Parecía sudorosa y cansada, algo pálida, pero Guy lo achacó al trabajo y a los nervios.

Guy no gritó. Nunca gritaba, al menos en público. Tenía fama de exigente y hasta de intransigente, pero también era correcto, más de lo que se podía decir de muchos diseñadores.

—Esa costura —su voz tenía un cierto acento francés, aunque no exagerado, ya que hacía muchos años que vivía en Londres. De hecho, en ocasiones, ese leve rastro de su origen era casi indetectable.

Lana pareció desconcertada durante unos segundos, hasta que bajó la vista hacia lo que el diseñador señalaba con un dedo largo y afilado. Ella fingió que veía el desgarrón por primera vez, aunque había escuchado el momento exacto en que la tela se rasgaba, en su intento de dejar a Cocó humillada a sus pies. Puso cara de consternación y de algún modo logró que un rubor culpable subiera a sus mejillas.

—¡Oh, Dios, querido! ¿Cómo ha podido pasar?

Guy había repasado cada modelo, costura a costura y cremallera a cremallera la noche anterior, así que fuera lo que fuera que había ocurrido con ese vestido en concreto, había sido en la última media hora.

—Ven aquí.

Guy se agachó junto a ella y levantó la tela, examinándola para comprobar hasta dónde había llegado el daño. Cuando se había arriesgado con aquel carísimo y delicado tejido, sabía que no sería fácil que todo saliera a la perfección, pero no se podía permitir perder dinero con aquella colección. Sacó una tijera diminuta de un estuche que siempre llevaba colgado de la cintura y cortó todo el bajo del vestido, sintiendo cómo cientos de libras se deshilachaban bajo sus manos. El nuevo corte hacía que la prenda perdiera su aire perfecto y elegante, aunque seguía siendo una prenda delicada. Una de las que iba a ser sus piezas estrella acababa de perder varios puntos. Con un poco de suerte, ninguno de los periodistas especializados le crucificaría por ello. Tal vez pensaran que había sido una nueva idea del enfant terrible de la moda: crear un vestido de noche con aire urbano y desenfadado, perfectamente imperfecto.

Se le escapó una sonrisa al pensarlo, aunque procuró que no se le notara. Cuando se levantó, frunció el ceño y miró a Lana, que se había mantenido inmóvil durante toda la operación, como si se estuviera preparando para lo que venía a continuación.

—Ha sido esa modista, la nueva…

Él fingió no escucharla. Sabía que ninguno de sus trabajadores habría pasado algo así, ni siquiera los que se había visto obligado a contratar en las últimas semanas porque pensaba que no le iba a dar tiempo a acabar la colección para la fecha prevista. Toda su gente tenía unas referencias impecables y una experiencia suficiente como para que fuera impensable que pasaran por alto algo tan evidente.

No le gustó que acusaran a nadie de su equipo, pero prefería evitar un conflicto justo en ese momento. Más tarde hablaría con la persona encargada de ese modelo en concreto para aclarar el asunto.

Al ver que él no decía nada, Lana apretó los labios y bajó la cabeza. Guy pensó que era una de esas modelos que creían que tenían derecho a todo, también a mangonear a su gente. Por desgracia, Guy tenía que soportarla, al menos durante esa noche. Era su única modelo con cierta fama, algo que debía aguantar para darles el gusto a los puristas. Era un tipo arriesgado, pero ni siquiera a él se le perdonaría el no cumplir con ciertos requisitos imprescindibles.

—Me sorprende tu calma, querido.

Guy se volvió hacia James Stewart Granger, el tercero de su familia con tan sonoro nombre, y dejó escapar media sonrisa que no le engañó ni por un instante. Todo el mundo sabía que Guy Larroquette no era el tipo de hombre que mostraba sus emociones en público, a no ser que le conviniera hacerlo. Y, por algún motivo, había decidido que en ese justo momento le convenía mostrarse tranquilo y conciliador, aunque por dentro estuviera deseando replicar con la debida crudeza.

—Pues no debería sorprenderte tanto —se limitó a responder, evitando mirarle.

James sonrió ante su tono tenso, tirante como si estuviera a punto de dejar de lado el propósito de ser educado. Echó una mirada a su alrededor, observando con estudiado desinterés a las modelos ya listas o a medio preparar, con sus maquillajes estridentes y sus cabellos peinados de forma inverosímil en el mundo real, pensando que igual debería echar en falta todo aquello, pero siendo incapaz de hacerlo. Durante años se había dedicado a aquella profesión e incluso se las había apañado para ser feliz en ella, inmerso en las intrigas para conseguir las mejores campañas y la despiadada competencia que, también en el mundo de los modelos masculinos, estaba a la orden del día. A sus cuarenta años, ya retirado, excepto para algún trabajo ocasional, había alcanzado una especie de paz consigo mismo. Ya no sentía la obligación de gustar a nadie que no fuera a sí mismo, y eso era un alivio.

Volvió a mirar a Guy, que observaba a las mujeres colocándose en sus posiciones, hieráticas e inaccesibles. La tensión se le reflejaba en el rictus duro de la boca y en la forma en que entrecerraba los ojos. Sus cejas salvajes y despeinadas casi se tocaban a causa de su ceño fruncido, dándole un aspecto hosco. Lo más probable era que no fuera consciente siquiera de ello, pero era comprensible. Si esa colección funcionaba bien, subiría el peldaño que le faltaba para alcanzar lo que era el sueño de todo diseñador: triunfar en un mundo complicado con su propio estilo. Había sacrificado muchas cosas para conseguirlo y no deseaba que todo se fuera al garete en el momento clave.

—Deja de poner esa cara de orgullo materno —dijo Guy sin mirarle.

—Y tú deja de fingir que es un día cualquiera —respondió James enarcando una ceja.

Guy se volvió y ahogó un suspiro de impaciencia. Sabía que con él no necesitaba disimular.

—Ha sido una mala idea lo de no hacer un desfile convencional. De esta forma se destaca cualquier posible defecto. Hasta los más ciegos verán los errores de cada modelo.

James sonrió de lado, una sonrisa que había sido su marca de la casa, junto con sus brillantes y expresivos ojos azules, mientras trabajaba.

—No llores ahora por una seda deshilachada. Nadie pensará que ese vestido no era así desde el principio. Hasta te diré que ha mejorado —bromeó, sabiendo que sus palabras enfurecerían a Guy.

—Mejor no te digo lo que costó esa seda —replicó, entrecerrando los ojos—. De todas formas, no debería haberme arriesgado tanto sabiendo lo que nos jugamos. Si no sale bien, estaremos en la ruina.

James se encogió de hombros y clavó la vista en Lana, que ondeaba la seda desgarrada, tratando de que se acomodara como ella deseaba, hasta que una de las nuevas modistas corrió hacia ella para colocar la tela del modo en que el vestido lucía mejor y el desgarrón era menos evidente. Sonrió al ver que le devolvía a Lana una palmada impaciente, sin que le importara en absoluto el supuesto estatus de la modelo.

—Yo de ti pensaría en contratar a la gente que se encargará de la nueva colección. Necesitarás a más modistas. No te vendría mal un poco de optimismo, para variar.

Guy bufó en un estilo muy francés y ondeó la mano, como para desechar sus palabras.

—Prefiero pensar siempre lo peor y sorprenderme para bien, al menos, en alguna ocasión.

James rio, sabiendo que no hablaba en serio. Por mucho que dijera lo contrario, Guy sabía tan bien como él que ya tenía medio camino hacia el éxito hecho. Pasara lo que pasara durante el desfile, lo cambiaría todo, y para mejor.

Esa noche era el principio de una nueva etapa para todos.

—Me has pinchado, zorra.

Cocó apretó los labios y fingió no haber escuchado nada. Luchaba a contrarreloj para tratar de evitar que ese vestido se deshiciera bajo sus manos. La idea de Guy de terminar de desgarrar todo el bajo no había sido mala desde el punto de vista estético, pero ahora había que afianzar las costuras rasgadas para evitar que la tela siguiera deshilachándose. Y era complicado hacerlo cuando la modelo que lo llevaba puesto no dejaba de moverse, de ondear la seda, de pegarle e insultarla. Cualquiera diría que hacía solo unos minutos, al salir del camerino, parecía enferma. Al final había tenido que devolverle uno de los golpes. Quizás fuera la última en llegar a ese equipo, era posible que fuera la primera en irse, pero no pensaba dejar que nadie, ni siquiera la mismísima Lana Chantal, la maltratara.

—Quédate quieta, maldita seas —murmuró para sí, agachándose una vez más para comprobar la caída de la tela y cortar cualquier hilacha visible.

—¿Cómo has dicho? ¡Guy!

La voz aguda y penetrante de Lana hizo que todo el mundo se girase hacia ella. La única que no se inmutó ante ella fue Cocó, que se arrastró por el suelo para observar la nueva caída de la tela. Al girar la cabeza para mirar la parte trasera, se topó con unos brillantes zapatos negros a escasos centímetros de su rostro. Levantó la vista y se topó con el mismísimo Guy Larroquette junto a ella, alto y serio como nunca le había visto. Apenas había hablado con él un par de veces y, aunque le consideraba un buen profesional, creía que su estilo era demasiado rebuscado como para llegar a triunfar del todo en el mundo real, que era en el que se movían la gran mayoría de sus posibles clientes.

—Lana, querida —dijo Guy, tras mirar durante apenas unas décimas de segundo a Cocó, que seguía en el suelo—, ahora no tengo tiempo para esto. Lo entiendes, ¿verdad?

—Pero…

Guy inclinó la cabeza hacia la izquierda y dejó que una sonrisa llena de encanto se le dibujara en los labios.

—Estás preciosa.

El cambio de tema, o el inesperado halago, hicieron que la modelo olvidara a Cocó, que observaba a su jefe con malicia. Con razón ese hombre había conseguido siempre lo que había querido, era un domador de fieras. Sabía de qué pie cojeaba cada una de las personas a su alrededor y conocía la forma exacta de ganárselas. Nunca había sido una admiradora de su trabajo, porque pensaba que tenía cierta tendencia a primar la espectacularidad de la prenda por encima de cualquier otro aspecto práctico, pero entendía que, para ser una persona salida prácticamente de la nada, había alcanzado una posición envidiable. De hecho, ya se hablaba de él como el diseñador más destacado de su generación, algo que a Cocó le parecía una exageración. Por prometedor que fuera, a Guy Larroquette todavía le faltaba mucho rodaje y marcar más su carácter en las prendas, no dejarse llevar por lo que creía que los demás esperaban de él.

—¿Cansada?

Se sorprendió al ver su mirada clavada en ella, con un deje de cansancio y aburrimiento, aunque estaba convencida de que lo segundo era fingido. Entonces se dio cuenta de que seguía en el suelo. Sonrió y le tendió una mano para que la ayudara a levantarse. Él miró su mano sorprendido, aunque al final extendió la suya, fina y fuerte, y tiró de ella hasta ponerla en pie. Estuvo a punto de chocar contra su cuerpo, pero él lo impidió interponiendo entre ambos su otra mano. Una vez estable sobre sus pies, le soltó y se volvió hacia Lana para terminar con su trabajo y comprobar que la caída del vestido no se había visto demasiado afectada por los cambios.

—¿No tienes trabajo en otra parte? —preguntó la modelo con tono ponzoñoso al ver que no se iba, aunque Cocó notó que rehuía su mirada, como si temiera que hiciera alguna alusión a lo que había ocurrido hacía unos minutos delante de su jefe.

Cocó sonrió para sí, les dedicó una reverencia burlona y se alejó, dejándolos allí sin una sola palabra ni una mirada atrás. En efecto, tenía trabajo y, a ser posible, no quería que nada fallara porque esa oportunidad no solucionaría solo la vida de Guy, sino la suya propia. Si todo iba bien, contaría con una recomendación de Guy Larroquette para entrar en algún taller que le permitiera, además, trabajar en sus propios modelos. Sabía que trabajaba bien, que era valiosa en cualquier equipo, pero su forma de ver la moda no se correspondía con la de ese francés frío y distante. Necesitaba un lugar más cálido en el que dejar volar su imaginación. Por no hablar de que estaba segura de que Lana estaba allanándole el camino hacia la puerta de salida en ese mismo momento.

Una vez terminada su labor, con todas las modelos en su posición, listas para que el público les pasara revista, Cocó se sentó, agotada, en una silla en el backstage, dispuesta a descansar hasta que todo acabara y llegara el momento de ayudarlas a desvestirse, después guardar las prendas antes de empaquetarlas y devolverlas al taller. Ni siquiera planeaba quedarse a la celebración posterior, porque esas ocasiones siempre la hacían sentirse incómoda ante la euforia o la decepción reinantes. Con un poco de suerte, llegaría a casa a una hora decente y podría trabajar un poco en sus propios proyectos, muy distintos de los que pasaban por sus manos en ese momento.

—Eres buena. Y lista.

Cocó abrió los ojos y los clavó en James Stewart Granger III, que en ese momento procedía a ocupar una silla junto a ella. Con ojo experto, Cocó observó el corte del traje, algo ceñido para su gusto, aunque impecable en apariencia, como todos los diseños de Guy Larroquette. Pensaba que su jefe todavía no se había decantado entre el clasicismo y el aire moderno que a veces se transmitía en sus cortes. Si todo salía bien aquella noche, tendría que tomar una decisión.

—Pues yo creo que me pierde la boca. De todas formas, no hace falta que parezcas tan sorprendido.

James sonrió y le tendió una copa de champán. A Cocó le pareció decadente celebrar el éxito antes de que el desfile empezara, pero alargó una mano y la tomó de todas formas. Al fin y al cabo, sabía que era del bueno y el champán era su bebida preferida. Desperdiciar algo así sería casi un desprecio.

—Si quieres un consejo, te recomiendo que te muerdas la lengua, si es que quieres prosperar aquí. No te pido que mientas, que finjas que te gusta todo lo que ves, pero a veces ser discreta es casi mejor que hablar demasiado.

Cocó sonrió y tomó un sorbo de champán. Se subió las gafas, que habían vuelto a resbalar por el puente de su nariz, y observó al hombre que, según las habladurías, era la pareja oficial y socio de su jefe, aunque ella nunca había visto ninguna muestra de especial afecto entre ellos que confirmara los rumores.

—Te agradezco tus consejos, pero este mundo no me interesa. No al menos tal y como va ahora mismo.

Él enarcó una ceja, sorprendido o, quizás, fingiendo sorpresa.

—¿No serás otra de esas idealistas que cree que puede dejar su marca en este mundillo? —preguntó, con ironía—. No me decepciones, querida, tú me caías bien.

Ella rio, sabiendo que no le engañaba en absoluto. Necesitaba hacerse un cierto nombre antes de lograr lo que se proponía y que la única forma era hacérselo allí, aunque fuera trabajando en algo que no le acababa de gustar.

—Es triste, pero cierto. Soy como todos —respondió, con la sonrisa todavía bailándole en los labios.

—Tampoco hace falta confirmar todas las sospechas —replicó él con gracia—. Si quieres otro consejo, no dejes que las tonterías de ese espantapájaros rubio te molesten. Cuando ella sea una vieja gloria de treinta años, tú estarás en la cima de tu creatividad, triunfando entre las pasarelas de tu barrio.

Cocó le dio una palmada en el hombro con fastidio. En una ocasión le había contado que su ambición no era convertirse en una diseñadora dedicada a vestir a famosas y a gente con la que no tenía nada que ver, sino que lo que quería era que la gente normal, hasta sus vecinos de Portobello, fueran capaces de comprar y ponerse algo de lo que ella diseñaba. Y él no dudaba en echárselo en cara a la mínima ocasión.

—¡Eres un capullo! —exclamó, con una sonrisa que hablaba de un cierto cariño.

—Yo solo digo que es una lástima que malgastes tu talento, si es que lo tienes, lo cual no tengo tan claro, en vestir a señoras con rulos.

—No sé si te has dado cuenta, pero hay más señoras con rulos en el mundo que ricachonas con mal gusto.

Él puso los ojos en blanco y emitió un suspiro dramático.

—Los idealistas sois tan aburridos. Me recuerdas a Guy cuando le conocí. Él también creía que era mejor trabajar con gente sencilla —esas palabras le hicieron sentir unas décimas de curiosidad, pero James siguió hablando y no tuvo la oportunidad de preguntar por esos inicios—. Creo que al fin se ha dado cuenta de que para llegar a esa gente sencilla, hay que ser alguien. Y para ser alguien —añadió, haciendo que Cocó pusiera los ojos en blanco, imitándole, ante tamaña lección de hipocresía—, hay que empezar por sacarle la pasta a las ricachonas con mal gusto. O no tan malo, o no estarían aquí…

Cocó no se imaginaba a Guy Larroquette diciendo algo así, pero no lo dijo. Sus diseños no eran ni asequibles ni ponibles en el mundo real. Y eso era lo que ella quería hacer: que una mujer pudiera ponerse algo suyo para ir a trabajar y algo distinto para salir con sus amigas a bailar y que ambas prendas pudieran combinarse entre sí.

Una campanilla sonando anunció que iba a abrirse el telón. A su alrededor, una tensa calma se adueñó de la atmósfera. A esas alturas, el público, tanto el especializado como el que no lo era, debía saber ya que no habían acudido a un desfile normal. A su pesar, Cocó sintió que el nerviosismo la envolvía, haciendo que sus dedos se apretaran alrededor del pie de la copa de champán. Desde su privilegiado puesto, observó el espectáculo. Todo parecía irreal, con aquella luz dorada y aquella música enlatada. Su mirada se fijó en Lana. Su mano temblaba un poco y su piel estaba más pálida de lo habitual, aunque su expresión era tan imperturbable como siempre. Durante una décima de segundo se preguntó si los nervios la habían traicionado, incluso a alguien con tanta experiencia como ella, pero descartó ese pensamiento casi en el mismo instante en que se formaba en su mente. Lana no era una persona en la que mereciera la pena perder más de dos segundos de su vida.

James se inclinó hacia ella y le dio un beso en la mejilla antes de levantarse.

—Le hablaré a Guy de ti. Algo me dice que podéis formar un buen equipo.

Cocó lo miró alejarse, sonriendo sin poder evitarlo. Nunca se había planteado en serio quedarse, pero lo cierto era que tampoco había pensado que se lo pidieran. Si Guy se lo pedía, tendría que empezar a replantearse sus plazos e ideas para el futuro.

Capítulo 2

Oportunidad se escribe con l

—Señoras y señores —dijo una voz, sobresaltando al público que hablaba entre sí formando un barullo informe, a pesar de que hacía rato que había sonado el aviso de que el desfile iba a comenzar—, les presentamos la nueva colección de primavera-verano de Guy Larroquette. No teman pasearse entre nuestros deliciosos maniquíes. Disfruten de un maravilloso día de compras.

Varias personas aplaudieron, aunque la sensación general era de desconcierto. Todos se miraban entre sí sin saber qué hacer, hasta que una mujer, vestida con tantas pieles que ella misma parecía una mezcla de visón y zorro plateado, se levantó y taconeó por las estrechas escaleras que conducían al escenario. Como si fuera la señal que todo el mundo esperaba, poco a poco la gente fue levantándose para acercarse a ver los modelos de cerca. Tras el desconcierto inicial, la gente se fue animando, sobre todo cuando el champán empezó a rodar con libertad al salir unos camareros con bandejas con copas de los laterales y comenzar a pasearse entre las modelos y los invitados. Al cabo de unos minutos, la sensación general era de satisfacción.

—La odia —murmuró Guy entre dientes, llevándose el puño a la boca y mordiéndose los nudillos.

—Le encanta —replicó James, con una sonrisa ladeada—. Recuerda que la conozco desde hace años. La vieja bruja cree que no demuestra sus sentimientos, pero la he visto sonreír al menos dos veces.

Guy cerró los ojos y dejó escapar un suspiro trémulo. Volvió a abrirlos, como si no quisiera perderse nada del paseo de Lola Godrick, editora de la revista Oh! La mode…, entre sus diseños. Por su expresión, cualquiera diría que se encontraba en un matadero.

—¿A qué le llamas sonrisa? ¡Oh, Dios, ya está anotando algo otra vez en esa maldita libreta morada!

James hizo un gesto con la boca que era una parodia de sonrisa, pues no era más que un ligero estirar de labios.

—Y han sido dos. Dos sonrisas —dijo, levantando dos dedos en una imitación del gesto de la victoria que no convenció a Guy—. Ni siquiera a Armani le dedicó dos el año pasado, y eso que dijo que le encantaba. Dijo que era estupenda-estupenda.

—¿Estupenda-estupenda? Yo con un «no da demasiado asco» me conformaría.

James rio. El eterno pesimismo de Guy le hacía muy divertido a sus ojos. Todo lo que tenía de modesto lo tenía de inseguro en ocasiones como aquella.

—Ten fe, querido.

Guy no respondió, pero se encogió de hombros en un estilo muy francés. ¿Cómo decirle a James que de esa mujer, intransigente y elitista, dependía su futuro? De todas formas, James lo sabía tan bien como él mismo, ya que llevaba en ese mundillo más tiempo incluso que él, casi desde niño. Ambos se habían criado y crecido entre modelos, modistas y restos de telas y patrones, y todavía había cosas que les sorprendían. Ojalá él pudiera estar tan seguro de haber interpretado bien las reacciones de Lola Godrick. Le sacaba de quicio con aquella libreta morada y aquel eterno gesto de hastío, como si todo el mundo la aburriera sobremanera.

Por mucho que James lo negara, aparentando una calma indiferencia, por dentro estaba tanto o más nervioso que él. Por suerte, su entrenamiento como modelo le permitía lucir siempre una sonrisa indeleble, aunque se sintiera a punto de sufrir una crisis de nervios. Alguien tenía que mantener el ánimo arriba, por mucho que le costara.

—Supongo que tendremos que esperar a leer su necrológica dentro de dos semanas para conocer su veredicto.

Guy gruñó y bebió de un sorbo lo que quedaba en su copa antes de dejarle para acudir a la llamada de su público, ahora que la campanilla había sonado, dando fin oficialmente al «desfile». Todo el mundo aplaudía encantado, y Lola Godrick había desaparecido como por ensalmo.

El desfile, o más bien, la puesta en escena, acabó apenas una hora más tarde, con participantes e invitados mezclados, comiendo y bebiendo en el escenario o el patio de butacas. Rodeado de admiradores y periodistas, Guy recibió felicitaciones y ánimos que le tranquilizaron en gran medida, aunque no podía dejar de sentir una cierta sensación de alerta, como si todavía quedara trabajo por hacer. Y era cierto, porque el desfile solo había sido una pequeña parte del trabajo. Todavía quedaba mucha noche por delante hasta que pudieran descansar.

—Y esa seda verde —dijo Joana Kiriakova, la esposa florero de un magnate ruso del petróleo, llevándose una mano enjoyada al pecho y agarrándole del brazo con la otra—. Prométeme que me harás uno igual, queridísimo. Tan delicado, ¡tan rompedor!

Guy ahogó una mueca de disgusto. Era al menos la tercera vez que le felicitaban por aquel accidente. La misma prenda que podría haberle destruido era la que más había gustado. La gente hasta se atrevía a felicitarle por su valentía al crear algo tan clásico y moderno al mismo tiempo. Se preguntó qué dirían si supieran lo que había ocurrido en realidad. A esas alturas el modelo probablemente había quedado ya arruinado del todo a los pies de Lana, que se había marchado en cuanto había acabado su pase, sin apenas saludar, tras recibir una llamada.

A su pesar, una sonrisa se dibujó en sus labios, haciendo que se relajara de golpe. La suerte estaba echada y ya no había marcha atrás. Lo más difícil había pasado.

Cocó se dejó caer en el sillón y miró su cuaderno de diseños, con el ceño fruncido. Estaba demasiado lejos. Para alcanzarlo tenía que levantarse y no estaba dispuesta a hacerlo. En momentos como ese, desearía tener poderes mágicos, pero como no los tenía, tenía dos opciones: levantarse y ponerse a trabajar o quedarse sentada y descansar después de un día largo y estresante. Durante dos minutos eternos, la solución pareció sencilla. El sillón, viejo y con cierto olor a cuero húmedo, era cómodo y se adaptaba a su cuerpo como un viejo amante. Sin embargo, transcurrido ese tiempo, le empezó a entrar cargo de conciencia. ¿Acaso no había escapado de la celebración después del desfile para poder trabajar? Para eso se podía haber quedado a tomar una copa y comer un poco, porque ni siquiera había cenado.

En un impulso muy impropio de ella, teniendo en cuenta su nivel de energía a esas alturas del día, se dirigió a la cocina, se preparó un bocadillo y una tetera de té bien cargado y volvió a sentarse en su sillón preferido, con su cuaderno de diseño en las rodillas. Pasó las páginas, analizando los dibujos con mente crítica, comparándolos de modo inconsciente con los que había cosido para Guy.

Sus estilos no tenía nada que ver. El de él era sobrio, clásico, rozando lo atemporal, exceptuando alguna pincelada de color o, como esa noche, algo rompedor, como una costura deshilachada, aunque fuera por accidente. Le recordaba a los viejos maestros, sobre todo a Balenciaga, en los cortes de las mangas, siempre muy cuidadas. Era un estilo dirigido a mujeres con una vida asentada, no profesional, poco relacionadas con una vida «real». Como ella decía, era un estilo de «mírame y no me toques».

El de Cocó, en cambio, era funcional, ancho, cómodo, lavable, con bolsillos y ponible. Con uno de sus vestidos te imaginabas a una mujer en el campo plantando unas lechugas, en un parque jugando, tirada en el suelo, pintando un cuadro. Sus tejidos estaban muy alejados de las sedas y los encajes que usaba Guy Larroquette. Ella prefería el algodón, tejidos frescos, útiles, de colores sólidos que aguantaran muchos lavados. Su ropa estaba dirigida a la mujer que vivía en un mundo real, a una mujer como había millones en el mundo, a una mujer como ella misma.

En ocasiones se permitía imaginar la cara que pondría su jefe al ver alguno de sus diseños, pero su imaginación no daba para tanto. Lo máximo en lo que podía pensar era en que, si por algún milagro la colección de esa noche triunfaba, si a Lola Godrick le gustaba, tendría trabajo para varios meses, y entonces tendría alguna posibilidad de sacar su proyecto adelante. Y tantos «Y si…» la estaban volviendo loca.

Dio un sorbo a su té ardiente y amargo y trató de concentrarse en su trabajo. Quería aprovechar la larga noche que tenía por delante. El mañana todavía quedaba lejos y era una página en blanco.

EXTRAÍDO DE LA REVISTA OH! LA MODE… FEBRERO DE 2015, POR LOLA GODRICK

«La noche no prometía, con un clima frío y húmedo de esos que dan ganas de quedarse en casa ojeando números antiguos de nuestra revista. Sin embargo, desafiando a la lluvia, todo lo más granado de Londres acudió el pasado viernes al primer desfile de la temporada del diseñador parisino Guy Larroquette, en lo que prometía ser algo impactante y memorable, y yo no podía ser menos.

A pesar de una puesta en escena chocante y muy kitsch, imitando unos grandes almacenes que nos retrotraían a los años 60, con su música enlatada y sus modelos estáticas, esta redactora pudo contemplar ciertas piezas sorprendentes entre la colección que se nos presentó anoche en el teatro Arts Palace. ¡Casi pude recordarme a mí misma de niña, corriendo con calcetines hasta la rodilla y falda de colegiala mientras mi madre me seguía!

En una colección algo corta, de solo veinte piezas, aunque muy cuidadas, el nuevo enfant terrible de la moda, abonado a su eterna elegancia parisina, demostró que está destinado a ser uno de los grandes nombres de la moda de este siglo. Destaco, en especial, la robe verte de seda salvaje vestido por nuestra querida Lana Chantal, deliciosa como siempre, con sus atrevidas y escandalosas costuras deshilachadas. Si bien ese detalle hubiera hecho elevar la ceja a ciertos puristas, ha hecho palpitar mi pequeño corazón por su atrevimiento. Sin duda, estos pequeños detalles son los que hacen crecer a los artistas. Ahora esperamos con ansia la colección que le hará grande de verdad…»

—No puedo dejar de imaginarme a Lola de niña corriendo entre los maniquís.

—Deja de reírte, no tiene gracia.

James Stewart Granger III luchó para contener su hilaridad, pero no pudo conseguirlo durante más de unos segundos. Guy suspiró cuando el exmodelo volvió a estallar en carcajadas. Esperó. Al fin y al cabo, era imposible que aquello durara mucho más. Ya llevaba riéndose media hora. ¿Cuánto podía reír una persona antes de morir?

Mientras esperaba, volvió a leer el artículo que había publicado Lola Godrick en Oh! La mode… Sin duda, había superado todas sus expectativas. Cuando James le había dicho que la había visto sonreír y lo que eso significaba, no había creído que esto fuera posible. Pero ahí lo tenía. Y, aun viéndolo, no acababa de creerlo. Ahí la tenía. La oportunidad que estaba esperando desde hacía años. Y estaba asustado de verdad.

Tenía que hacer tantos planes que no sabía ni por dónde empezar. Ojalá James dejara de reírse para que pudiera ayudarle.

Necesitaría gente, claro. Un buen equipo, de confianza. Y un taller más grande. Y tiempo, pero eso no se lo podía regalar nadie. Y confianza en sí mismo. Porque, de pronto, sentía que le temblaba todo el cuerpo y tenía tanto miedo de fracasar que tenía ganas de echar a correr hacía ninguna parte y no parar jamás.

Cocó se despertó sobresaltada, sin saber dónde estaba siquiera. La noche anterior se había dormido tarde, rodeada de muestras de tejido y con la mente agotada después de tantas horas trabajando. Para entonces ya no distinguía el color teja del naranja oscuro, algo que su madre jamás le habría perdonado de haberse enterado.

Apretando con fuerza los párpados ante la tenue luz del sol londinense, manoteó en busca del teléfono móvil, antes de recordar que no lo había sacado del bolso la noche anterior al llegar a casa. Lo cual quería decir que podía ser cualquier hora entre el amanecer y el instante antes del anochecer.

Hizo un acopio sobrehumano de fuerzas y consiguió levantarse al fin. Tambaleándose, logró llegar a la cocina, donde creía recordar haber dejado su bolso y el resto de sus cosas. En efecto, su bolso estaba tirado en la encimera, con parte de su contenido desperdigado de cualquier forma. El teléfono móvil, con una diabólica luz roja encendida, parecía reírse de ella, asomando desde un bolsillo.

Cuando lo miró, casi le dio un ataque al ver que eran casi las dos de la tarde. Menos mal que no tenía ninguna cita pendiente y ni siquiera trabajo, ahora que lo pensaba. Ninguna llamada. Solo el despertador que no había escuchado a las diez de la mañana, porque su plan había sido levantarse relativamente temprano y seguir trabajando un poco en el proyecto antes de comer. Pero la luz roja indicaba que tenía un mensaje de texto. ¡Quién demonios mandaba mensajes de texto en esos tiempos! Pero ella conocía a alguien que sí lo hacía.

Reconoció para sí que ya no esperaba su llamada. Habían pasado ya casi dos semanas desde el desfile y había pasado página, pero ahí estaba, cuando ya casi había perdido la esperanza. Cuando tecleó para leerlo, tuvo que sentarse en una de las desvencijadas sillas heredadas de la cocina de su madre para poder asumir lo que decía:

Te quiero en mi equipo. Ven con fuerzas. Guy

Nueve sencillas palabras.

Su futuro estaba en marcha.