El amor llegó como un rayo - Arwen Grey - E-Book
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El amor llegó como un rayo E-Book

Arwen Grey

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Beschreibung

Elisa trabaja en radiología en una clínica privada. Es una mujer eficiente y responsable, pero también impulsiva, rebelde y poco diplomática. Todo ello forma un cóctel explosivo que hace que odie a Gabriel, el hijo del director de la clínica, cuando llega para sustituir al anterior jefe de radiología. Gabriel es un hombre serio y comprometido, muy alejado de la imagen que se ha formado ella de hijo del jefe que entra por enchufe. Para empezar, ni siquiera se habla con el estirado de su padre. Inevitablemente, llega el momento en que Elisa y Gabriel se dan cuenta de que no son indiferentes el uno para el otro. Pero aun así, Elisa encontrará suficientes motivos para creer que son muy diferentes, empezando porque uno es médico y otro técnico, habitantes de universos distintos. Él tendrá que esforzarse mucho para hacer que ella olvide esa especie de elitismo a la inversa... - Las mejores novelas románticas de autores de habla hispana. - En HQÑ puedes disfrutar de autoras consagradas y descubrir nuevos talentos. - Contemporánea, histórica, policiaca, fantasía, suspense… romance ¡elige tu historia favorita! - ¿Dispuesta a vivir y sentir con cada una de estas historias? ¡HQÑ es tu colección!

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2015 Macarena Sánchez Ferro

© 2015 Harlequin Ibérica, S.A.

El amor llegó como un rayo, n.º 61 - febrero 2015

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, HQÑ y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imágenes de cubierta utilizadas con permiso Fotolia.

I.S.B.N.: 978-84-687-6121-3

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Índice

Portadilla

Créditos

Índice

Dedicatoria

Agradecimientos

Capítulo 1. Todo el mundo ama al doctor Amat

Capítulo 2. No me grites buenos días

Capítulo 3. Cuando las horas parecen estirarse

Capítulo 4 . Lo que no arregle el doctor Liam Westport, no lo arregla nadie

Capítulo 5. Mirar fijamente no es de personas bien educadas

Capítulo 6. Dame primero la buena noticia, si es que la hay…

Capítulo 7. La noche es para las lechuzas y el domingo por la tarde para otros animales de compañía

Capítulo 8. Por esto odio las noches…

Capítulo 9. El descanso está sobrevalorado

Capítulo 10 . Bendita rutina, maldita rutina

Capítulo 11. Una cena sin postre no es una cena

Capítulo 12. ¿Quién no odia los martes?

Capítulo 13. No es lo que piensas

Capítulo 14. El principio del fin

Capítulo 15. Visitas

Capítulo 16. Nuevas energías

Capítulo 17. El que espera desespera

Capítulo 18. Decisiones difíciles

Capítulo 19. La gran noche

Capítulo 20. Navidad en blanco

Capítulo 21. Enero es para los optimistas

Epílogo. El amor llegó como un rayo

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Agradecimientos

A Ros, a Cova, como siempre. No os diré nada aquí que no sepáis ya. Gracias.

A los lectores viejos, a los nuevos, a los que siempre estuvieron ahí, a los que vendrán. Gracias.

A mis compañeros de fatigas en la radiología, porque hacemos un trabajo imprescindible que poca gente ve y, sin duda, merecíamos un pequeño homenaje. Gracias y adelante siempre.

Pour Alain, toujours. Merci.

Capítulo 1 Todo el mundo ama al doctor Amat

—Siempre se van los mejores.

—¡Oh, Dios! ¿Qué vamos a hacer sin él?

Un carraspeo educado interrumpió los lamentos de las dos mujeres, que apuraban sus copas, con las miradas perdidas en el vacío y los ojos llorosos.

—Os agradecería que no hablarais de mí como si estuviera muerto. Solo voy a jubilarme. Se supone que hoy es un día feliz.

Elisa Cortés y María Enríquez no mostraron señales de haber escuchado la voz del doctor Federico Amat, por el que celebraban una cena de despedida en uno de los mejores restaurantes de la ciudad. Aunque se suponía que el ambiente debería ser festivo, la mayoría de los presentes mostraba un aspecto digno de asistentes a un funeral. Que el doctor Amat dejara la clínica Doctor Fleming era un drama para la mayoría de ellos, supondría un punto y aparte en el modo de trabajar en unos tiempos que no estaban siendo precisamente los mejores para nadie.

—Dentro de unos días ninguno de vosotros se acordará de mí.

Esas palabras desataron las lenguas que habían permanecido mudas hasta ese momento.

¿Cómo se atrevía a decir eso? Nadie, jamás, podría ocupar su lugar ni en la clínica ni en sus corazones.

—Y menos «el Delfín».

Elisa le dio un codazo poco discreto a su compañera María, aunque esta, o no se dio cuenta por la cantidad de alcohol que llevaba en las venas, o le dio igual. Dedicó al menos diez minutos a despotricar contra el que sería el sustituto de su adorado doctor Amat, Gabriel San Esteban, el hijo de uno de los mayores accionistas de la clínica, y jefe de traumatología para más señas, Ignacio San Esteban.

—Recortes por todas partes, una más que segura reducción de plantilla, materiales al mínimo, pero para enchufar al niño sí que hay dinero. Seguro que hay que hacer reverencias a su paso, no vaya a ser que nos despida por faltarle el respeto a su majestad el Delfín.

Elisa rio ante las barbaridades que podía soltar su amiga en poco rato. Ella estaba tan poco contenta por la llegada de Gabriel San Esteban como María, pero nunca se le hubiera ocurrido decirlo en público…

—Mientras no sea un inútil como su padre, me conformo.

No había dicho eso. O sí. Por lo visto, sí, porque todo el mundo la estaba mirando. Apartó la copa casi vacía con discreción y deseó que se la tragara la tierra. A su lado, María reía a carcajadas como si hubiera dicho algo tremendamente gracioso.

El doctor Amat enarcó una ceja y la miró, como si le sorprendiera ese ataque gratuito por su parte. No se lo esperaba, decían sus ojos amables y rodeados de arrugas, no era su estilo.

Elisa se sonrojó de vergüenza ante el silencioso reproche. Estar triste por la pérdida de lo más cercano a un mentor que tenía en su vida no la justificaba para insultar a nadie, ni aunque en cierto modo tuviera razón en su comentario. Al fin y al cabo, a Gabriel San Esteban no lo conocía de nada, pero Ignacio, su padre, era su jefe y le debía cierto respeto.

Recordar a su jefe volvió a agriarle la cena. Ni siquiera había considerado apropiado pasarse para tomar un café en honor del que había sido, con toda probabilidad, el más brillante de sus empleados, el que había puesto su maravillosa clínica en todo lo alto de la élite de la medicina estatal. Quizás hubiera algo más importante a lo que acudir, como una velada en la ópera, o un concierto de flauta. Una actividad en la que no tendría que cruzarse con ninguno de sus infravalorados y mal pagados empleados.

Con cierta malicia, se preguntó si a su hijo le pagaría también un sueldo por debajo de lo normal con la excusa de que la clínica estaba pasando dificultades económicas y que todos debían ajustarse los cinturones por el bien de los pacientes, pues ellos eran lo prioritario.

En un gesto de rebeldía apuró la copa ante la mirada de reprobación del doctor Amat.

—¡Por los empleados de Doctor Fleming! ¡Por el doctor Amat!

Federico alzó una copa vacía por enésima vez, cansado ya de tanto brindis y tanto sonreír por compromiso. Si por él fuera, habría celebrado una pequeña cena en su casa con cuatro o cinco personas escogidas, lejos de parafernalias y bobadas. De solo pensar lo que costaría esa cena le dolía la úlcera. Menos mal que iba invitado.

Con un suspiro, escuchó las palabras que le dedicaban los que habían sido los miembros de su equipo y otros pertenecientes a la plantilla de la clínica y con los que solo había tenido una relación superficial. ¿De verdad lo quería tanto todo el mundo o solo se dejaban llevar por el sentimentalismo del momento, por no hablar del alcohol, que corría libremente por la mesa?

Su mirada se clavó en Elisa Cortés, que brindaba con entusiasmo cada vez que alguien se levantaba para pronunciar un pequeño discurso. No le envidiaba la resaca que tendría durante la guardia del día siguiente. Tal vez debería tener unas palabritas con ella antes de que se le fuera demasiado la mano con las copas.

De todas formas, ya era tarde y había sido un día muy largo. A pesar de lo que toda esa gente parecía pensar, no era un jovencito capaz de soportar otros diez años más en la brecha. Se sentía agotado por el trabajo y por las presiones de la dirección para suprimir personal y servicios. Por muy egoísta que pudiera parecer, saber que todo eso quedaría ahora en manos de otro era un alivio para él.

Tras comprobar la hora una vez más, se levantó y alzó las manos para pedir silencio a los presentes, que habían empezado a dar palmas contra la mesa, esperando sus palabras.

—Muchas gracias a todos por venir —comenzó, aunque tuvo que parar porque los aplausos lo interrumpieron. Sonrió, esperando que se detuvieran. Teniendo en cuenta que tenía poco de sensiblero, debía reconocer que un homenaje así era capaz de enorgullecer y emocionar a cualquiera. María y Elisa lloraban y también Mariana Rodríguez, la supervisora de la clínica, a pesar de que tenía fama de no tener corazón—. No sé si recordáis que hoy es martes y que mañana tenéis que trabajar. No quisiera que sucedieran cosas terribles por mi culpa, como que alguien radiografiara un pie en lugar de una mano, o vendara lo que no tiene que vendar —todos rieron su torpe intento de hacer un chiste, aunque comprendieron el mensaje: había llegado la hora de levantar el campamento.

Como si hubieran tocado a retirada, todo el mundo empezó a despedirse y a marcharse como si tuviera una prisa tremenda.

Elisa miró a su alrededor, buscando a Rogelio, que le había prometido que la llevaría a casa al salir de allí. Sin embargo, era obvio que ya se había marchado sin decir esta boca es mía. María, que vivía a diez minutos escasos a pie, se había marchado también, así que se había quedado prácticamente a solas en el restaurante.

Se levantó de la mesa, algo tambaleante, y se puso la chaqueta con torpeza. Todo daba vueltas a su alrededor y los sonidos le llegaban como a través de la bruma.

—Te llevaré a casa, aunque me gustaría que supieras que no es la forma en que me hubiera gustado despedirme de mi chica favorita.

Elisa se giró hacia la voz y se arrepintió al instante, porque estuvo a punto de perder pie. El doctor Amat la tuvo que sujetar para que no se cayera contra él. Mientras la acompañaba hasta el coche, sujetándola para que no tropezase con sus propios pies, le iba hablando sobre lo que esperaba de ella en el futuro. Elisa asentía de vez en cuando, aunque entendía una palabra de cada diez.

—Dale una oportunidad. Es un buen hombre, muy profesional.

Elisa asintió por enésima vez, sin saber de quién le hablaba. Sabía que estaban en un coche, porque sentía el movimiento, lo que no sabía era si llegarían antes de que echara hasta su primera papilla. Por suerte, el doctor Amat detuvo el vehículo justo en ese momento. Se bajó y le abrió la portezuela, algo que ella agradeció. El aire fresco hizo que las nauseas se le pasaran un poco, lo justo como para que pudiera llegar hasta la puerta de su casa sin incidentes.

—Sé feliz, Elisa.

Elisa se detuvo, sorprendida. El doctor Amat la miraba desde unos metros de distancia, con una sonrisa triste.

—Hablas como si no fuéramos a vernos nunca más —respondió, con un nudo en la garganta.

Él se encogió de hombros y se adelantó con torpeza. Antes de que se diera cuenta de lo que hacía, ella se refugió entre sus brazos, bañando su chaqueta en lágrimas.

—Sin ti nada será igual.

Federico quiso reír, pero no podía mentir. Sabía que era cierto.

—No seas tonta. Os irá bien sin mí.

Elisa no respondió. Se separó poco a poco y lo miró entre la bruma de las lágrimas. De algún modo, supo que una parte de su vida había terminado sin remedio. Solo esperaba que la siguiente fuera al menos la mitad de buena.

—Te seguiré los pasos. Sé buena.

No tuvo otro remedio que sonreír, aunque no sabía si era una amenaza o una promesa. Con el doctor Amat nunca se sabía. Lástima que tuviera cuarenta años más que ella y estuviera felizmente casado, porque sin duda era el hombre ideal.

Capítulo 2 No me grites buenos días

Hay días en los que no debería amanecer.

Eso pensaba Elisa Cortés mientras atravesaba las puertas de la clínica Doctor Fleming para iniciar una guardia de doce horas de trabajo. No llevaba ni dos minutos dentro y ya se le estaba haciendo largo el día. De solo pensar que justo ese día tendría que soportar la llegada del Delfín al servicio, se le agriaba el té, que era lo único que había podido tomar para desayunar con la resaca que tenía.

Mientras descendía a las tripas del edificio, donde se encontraban los vestuarios, pensaba en cómo se había dejado llevar de esa manera la noche anterior. No es que se considerase una persona abstemia, pero emborracharse en público no era su estilo, ni mucho menos. Solo esperaba no haber quedado en ridículo delante de la mitad de sus compañeros. Además, lo lamentaba por el doctor Amat, a quien apreciaba de verdad. Sin duda, había caído varios peldaños en su consideración.

Mientras aceleraba el paso por los pasillos, sintiendo el martillear de la sangre en su cerebro a cada latido, miró el reloj. Tenía el tiempo justo para ponerse el uniforme y llegar a su puesto. Resacosa y todo, nunca había llegado tarde al trabajo.

Gabriel San Esteban miró el reloj y comprobó que llegaba a tiempo. De hecho, no parecía haber nadie más en el servicio. Los aparatos estaban todavía apagados y hasta las puertas de la mayoría de los despachos estaban cerradas.

Entró en las salas y comprobó que todo estaba en orden y limpio, que había un material más que aceptable, pese a los recortes que había sufrido la clínica en los últimos tiempos. Cierto que los aparatos no eran ni los más modernos ni los más eficientes, pero eran muy válidos para las tareas que se realizaban allí. En ese sentido, ni los trabajadores ni los usuarios podían quejarse.

Al entrar en la sala donde se informaban las pruebas diagnósticas que se realizaban en el servicio, le sorprendió encontrar las huellas de su predecesor por todas partes: fotos del doctor Amat con los que supuso que eran los miembros de su equipo, flores y postales con mensajes de despedida. Era como si quienquiera que lo hubiera dejado allí quisiera recordarle que no era bienvenido.

Dejó su mochila en una de las estanterías y encendió un ordenador, dispuesto a empezar a trabajar lo antes posible. Tenía doce horas de trabajo por delante y pocas ganas, teniendo en cuenta la noche que había pasado, pero para eso le pagaban.

A Elisa le sorprendió encontrar luz en la sala de informes.

¿Habría ido el doctor Amat a saludar y a recoger las últimas cosas que se había dejado allí? Aceleró el paso, emocionada al pensar que lo vería y podría disculparse por las escenas de la noche anterior.

En cuanto entró se dio cuenta de que no se trataba de él. Para empezar, había silencio y orden. El doctor Amat enchufaba una pequeña radio a todo volumen en cuanto entraba y desperdigaba sus pertenencias por todo el despacho, hecho que irritaba a su compañera, la doctora Amelia Sanchís, que luchaba por su propio espacio como una leona en su jaula. Ahora reinaba un silencio solo roto por el sonido del teclado y el zumbido del ventilador del ordenador, que parecía a punto de explotar. Elisa recordó de pronto que tenía que llamar a los informáticos antes de que fuera demasiado tarde.

Estaba a punto de darle los buenos días al que supuso que era Gabriel San Esteban, el Delfín en persona, cuando una voz sonora y aguda le dio el susto de su vida.

—¡Buenos días, alegría de la fiesta!

Elisa se encogió tanto por la voz como por verse sorprendida espiando.

María pasó tras ella riendo a carcajadas, comentando a voz en grito las locuras que había hecho la noche anterior, mientras los ojos de Gabriel San Esteban se abrían por momentos, hasta convertirse en dos pantallas panorámicas.

—Y lo mejor fue cuando dijiste que ojalá el hijo no fuera un inútil como el padre. Casi me meo, en serio.

María se dio cuenta de pronto de que no estaban a solas, sin embargo, no mostró ningún tipo de embarazo. Se adelantó hasta Gabriel y se agachó para plantarle dos besos en las mejillas.

—María Enríquez, a su servicio. Y esta estatua de sal es Elisa Cortés. Ahí donde la ves, no es tan gruñona ni tan seca como parece, pero está resacosa.

Elisa sintió ganas de matar a su compañera, que siguió hablando sin parar durante varios minutos más sin que nadie fuera capaz de decir una palabra, tal vez porque ella no dio la oportunidad para ello.

—¡Me muero por un café! ¿Quién quiere uno? —preguntó, dándoles una tregua y desapareciendo en la pequeña cocina que había al fondo del pasillo. De allí llegó pronto el aroma del café y el sonido estridente de la música de María, que no podía trabajar sin ella.

Elisa y Gabriel se miraron sin hablar durante unos minutos eternos.

Gabriel San Esteban no era tan guapo como había oído decir. Atractivo tal vez, pero no guapo al uso. Rondaría los cuarenta años y pintaba alguna cana en su pelo castaño. Llevaba gafas en ese momento, pero no sabía si las necesitaba solo para trabajar o si las llevaba todo el tiempo. Sus ojos, oscuros y de forma ligeramente almendrada, estaban rodeados de unas ojeras de las que daban miedo. Era evidente que había dormido tan poco como ella esa noche.

—Un placer —dijo él, antes de darle la espalda para volver a lo suyo.

Elisa lo agradeció en silencio. ¿Qué podía decirle si le preguntaba si pensaba de verdad que su padre era un inútil? Mentirle a su jefe el primer día sería muy feo y un mal comienzo. Salió de la sala de informes y tomó camino de la cocina, dispuesta a estrangular a María por ponerla en evidencia.

Gabriel apartó la mirada y trató de concentrarse en la imagen en la pantalla, muy consciente de que ella seguía allí, mirándolo, esperando una reprimenda, quizás.

Cuando al fin se fue, tan silenciosa como había llegado, se giró sin poder evitarlo.

De modo que esa era la mitad de su equipo, pensó con ironía. Una loca bocazas que no sabía medir lo que decía y una de esas que despellejaba en cuanto abría la boca. Esperaba al menos que la otra mitad fuera medio normal o su estancia allí sería una pesadilla.

Cuando había pensado que no sería apreciado no pensó que las cosas llegarían hasta ese punto. De modo que tan inútil como su padre. Fantástico, pensó con un suspiro de agotamiento.

Elisa pasó la mitad de la mañana evitando la sala de informes.

Quería pensar que no lo hacía a propósito, pero comenzó a darse cuenta de que aprovechaba cada visita de María para darle sus volantes o para darle mensajes para Gabriel, siempre que no fueran cosas importantes.

Las pocas palabras que le había dirigido el doctor San Esteban habían sido correctas, pero era obvio que no era santo de su devoción. Se preguntó si debería explicarle lo que había ocurrido la noche anterior, pero luego, en un arrebato de rebeldía, se dijo que no tenía por qué hacerlo. Que pensara de ella lo que le diera la gana. En todo caso, en el trabajo nunca tendría nada que reprocharle.

El día fue pasando poco a poco, relativamente tranquilo para ser un miércoles. Elisa no pudo evitar pensar, con cierta malicia, que el Delfín había tenido suerte en su primera guardia. También ella. El dolor de cabeza se le había pasado hacía tiempo y había recuperado un ritmo casi normal de trabajo, aunque todavía tenía el estómago algo revuelto. En su fuero interno, juraba que jamás volvería a probar el alcohol, aunque sabía que no cumpliría su promesa.

Iba por el pasillo camino a la cocina, dispuesta a intentar comer algo para reponer fuerzas, cuando oyó un golpe en la puerta de una de las salas. Miró de pasada la agenda en la pantalla del ordenador, pero no había ningún paciente citado a esa hora, aunque eso no quería decir nada, podía ser alguien que se hubiera adelantado o alguien que quisiera preguntar alguna duda.

Abrió la puerta y se encontró con la sonrisa más deslumbrante que había visto jamás en un rostro digno de recordar. Ojos azules, cabello castaño claro, casi rubio, tez morena sin pasarse, tipo de deportista… La clase de paciente que no se ve todos los días, por desgracia.

—Buenos días —dijo con una nueva sonrisa—. Tengo cita para una radiografía.

Elisa frunció el ceño. No era que le importara demasiado que los pacientes se le adelantaran, siempre y cuando no tuviera el día complicado, pero prefería que la gente se presentara a la hora indicada, porque tenían tendencia a presentarse cuando querían, sin pensar que había horarios que cumplir.

—¿Me da la petición médica, por favor?

Lo vio cambiar de cara y encogerse de hombros. Su sonrisa, ciertamente encantadora, se amplió. Elisa predijo, sin equivocarse, cada una de sus palabras.

—Verá, señorita, salí para trabajar esta mañana y creo que me lo dejé en casa. Pero supongo que ustedes saben qué tienen que hacerme. Tengo la cita desde hace dos semanas —la nueva sonrisa pretendía convencerla. Sin duda, había funcionado miles de veces, porque la usaba con aplomo.

Elisa suspiró. En esas ocasiones ella no solía dudar, hacía la radiografía y luego lo hablaba con el doctor Amat, que la informaba sin problemas, pero el doctor Amat ya no estaba. Y no tenía ni idea de cómo manejaría el doctor San Esteban ese tipo de pacientes.

—Lo cierto es que necesitamos la petición para saber qué le pide su médico y por qué, supongo que lo entenderá —dijo, seria y con mirada firme, hecho que hizo que la sonrisa del hombre se rebajara varios puntos—. De todas formas, déjeme consultarlo con el doctor San Esteban. No le prometo nada. Dígame su nombre, por favor.

—Hugo Martín.

Elisa asintió, devolviéndole la sonrisa casi sin querer, y lo dejó en el pasillo, camino a la sala de informes. La sonrisa optimista de Hugo Martín la acompañó por el camino. Hacía tiempo que no conocía, si es que a eso se le podía llamar conocer, a un hombre tan atractivo. Lástima que hubiera sido allí, con esas pintas, con ese uniforme con el que no se sabía si una pesaba cincuenta kilos o doscientos.

Todavía tenía una sonrisa pintada en el rostro cuando llegó a la sala de informes. No se acostumbraba a no ver el desorden habitual ni a no escuchar música a todas horas.

Gabriel estaba de espaldas a ella, de cara a la pantalla de diagnóstico, en completo silencio e inmóvil como una estatua. Permaneció en la puerta unos segundos, esperando a que se diera por enterado de su presencia, pero él no se movió. Tras un par de minutos más, decidió acercarse. Iba a hablar cuando se dio cuenta: el doctor San Esteban estaba dormido como un angelito. Sus facciones estaban relajadas y las gafas se le habían resbalado por la nariz hasta casi caérsele. Tenía la boca entreabierta y murmuraba algo incomprensible. Su cabello aparecía revuelto, como si se hubiera pasado las manos por él.

Elisa sintió un ramalazo de rabia. ¿Tanto poder tenía ese tipo que creía que podía ir allí a dormir? Sintió deseos de despertarlo de un golpe en esa mejilla sonrojada por el sueño. En cambio, carraspeó con delicada educación, para ver si así lo despertaba. Al ver que no funcionaba, dio una fuerte palmada, pero tampoco despertó. Se limitó a removerse en el sillón de cuero, murmurando otra vez. Esta vez Elisa pudo entender un «mamá» alto y claro. Elisa parpadeó un par de veces, sorprendida. Que fuera un madrero era la gota que colmaba el vaso.

Se acercó para sacudirlo, pero él despertó de pronto, como si hubiera sentido su presencia, y la miró, parpadeando, tratando de enfocarla, tal vez preguntándose quién era y qué hacía allí, mirándolo con esa cara de reconvención.

—¿Qué ocurre?

Su voz, ronca por el sueño, no era precisamente amable, ni tampoco su mirada. Elisa se apartó y explicó en pocas palabras lo que ocurría. Él la miró con extrañeza, sin comprender demasiado bien cuál era el problema, porque todavía estaba medio dormido. Lo vio colocarse las gafas y peinarse, recuperando su aspecto de formal eficiencia, sin dar explicaciones en ningún instante. En todo caso, la siesta no parecía haberle servido de mucho, todavía parecía agotado y seguía estando ojeroso y pálido.

—El protocolo está claro, señorita…

—Cortés.

—Cortés. No se realizan estudios sin petición médica. Supongo que alguien con su experiencia lo sabe de sobra. Mande a ese hombre a su casa. Si es algo importante, volverá con ella.

—Pero el doctor Amat…

—Yo no soy el doctor Amat —la cortó él con acidez.

Elisa se apartó un par de pasos, sintiendo que se evaporaba el bienestar que había recuperado en lo que llevaba de mañana.

—Créame, eso lo sé muy bien.

Él pareció a punto de decir algo, pero apretó los labios y se calló.

Elisa habría preferido que dijera algo. No le gustaban las cosas a medio decir y se temía que con el doctor Gabriel San Esteban ya se estaban acumulando varias.

Salió de la sala de informes a explicarle a Hugo Martín lo que ocurría. Se lo tomó bien, dentro de lo que cabía. Prometió que estaría de vuelta en media hora con la petición médica.

Al irse le guiñó un ojo azulísimo que le devolvió un poco el buen humor.

Capítulo 3 Cuando las horas parecen estirarse

Elisa tenía que reconocerlo. Pocas veces en su vida se le había hecho el día tan largo. A los restos de la resaca tenía que añadir la tensión creada por la presencia del doctor San Esteban, las impertinencias de María, que parecía encontrarlo todo muy divertido, y que ese día los pacientes no parecían tener casa. En días como ese, se preguntaba cómo se le había ocurrido que estaba hecha para trabajar en un hospital.