Solo cinco citas - Arwen Grey - E-Book

Solo cinco citas E-Book

Arwen Grey

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Beschreibung

Un cantante de rock, una doctora, un escándalo y… ¿cosa de magia? Marga tiene la sensación de haber perdido dos años de su vida encerrada entre libros y perdiendo neuronas, cuando en la oposición de Medicina no saca plaza fija. Para compensarla, sus mejores amigas deciden hacerle un regalo muy especial en su cumpleaños, aunque tengan que hacer magia para lograrlo: conseguirle el amor de su ídolo de la adolescencia, el cantante de rock Ángel Hell. El mánager de Ángel se ha gastado todo su dinero, pero tiene un plan maestro para compensar su error y que volverá a poner al grupo en el candelero. Solo tiene que aprovechar un momento de insospechada fama surgida de un pequeño escándalo de Ángel en el escenario con una fan. ¿Acaso hay mejor manera de ganar dinero y publicidad que vender exclusivas a las revistas del corazón y a la tele? ¿No está esa doctora encantada de pasar tiempo con su cantante favorito? Solo serán cinco citas, unos cuantos besos y arrumacos de cara a la galería. Ángel tendrá su dinero y, Marga, un poco de alegría en su vida. Un plan sencillo hasta que la magia empieza a entrar en acción. ¿O será el amor verdadero? - Las mejores novelas románticas de autores de habla hispana. - En HQÑ puedes disfrutar de autoras consagradas y descubrir nuevos talentos. - Contemporánea, histórica, policiaca, fantasía, suspense… romance ¡elige tu historia favorita! - ¿Dispuesta a vivir y sentir con cada una de estas historias? ¡HQÑ es tu colección!

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S. A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

© 2022 Macarena Sánchez Ferro

© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S. A.

Solo cinco citas, n.º 333 - julio 2022

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S. A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, HQÑ y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imágenes de cubierta utilizadas con permiso de Dreamstime.com y Shutterstock.

 

I.S.B.N.: 978-84-1141-132-5

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37

Capítulo 38

Capítulo 39

Capítulo 40

Capítulo 41

Capítulo 42

Capítulo 43

Capítulo 44

Capítulo 45

Capítulo 46

Capítulo 47

Capítulo 48

Capítulo 49

Capítulo 50

Epílogo

Agradecimientos

Si te ha gustado este libro…

 

 

 

 

 

A los eternos ídolos de la cándida adolescencia.

Prólogo

 

 

 

 

 

—¿Estás segura de esto?

Elvira siseó y miró a Carmen con impaciencia.

—Con lo que nos ha costado decidirnos, no te rajes ahora. Será rápido e indoloro y seguro que el efecto es espectacular.

Carmela emitió una risa baja y grave. Había bebido dos chupitos de vodka con limón y estaba un poco borracha, pero la ocasión no era para menos.

—Mi esteticista dice lo mismo cuando me hace las ingles brasileñas y siempre duele.

Elvira se mordió la lengua para no mandarla al infierno. Tal vez beber antes de hacer lo que se traían entre manos no había sido buena idea. Ya lo decían las instrucciones de la web del maestro Nelson, brujo, chamán y poeta urbano, muy completo él: era necesario estar centrado durante el ritual y con la mente bien clara para que no hubiera fallos. Cualquier pequeño error se podía pagar caro. De hecho, la lista de consejos y contraindicaciones era más larga que la de conjuros en sí, como si quien estuviera al frente fuera una viejecita y no alguien que negociase con velas para conseguir el amor verdadero o aceites para alejar el mal de ojo.

Chasqueó la lengua contra el paladar y se sirvió otro chupito.

Al instante, la vista se le borró durante unos segundos, lo que acreditaba que lo que habían pagado por el vodka valía cada euro, pero se le aclaró pronto.

Los ingredientes que habían comprado en la web de Nelson, que lo mismo te vendía una vela para atraer el trabajo que un muñeco para destrozarle la vida a un exnovio, aparecieron ante ella, junto con la lista que había preparado por si se le olvidaba algo importante.

Allí estaba todo lo que necesitaban para la labor que se traían entre manos: una foto del sujeto al que querían atraer, donde aparecía bien guapo, porque la versión que necesitaban de Ángel era la mejor. Pétalos de rosas, naturales, por supuesto, para que oliera de maravilla cuando al fin se encontrasen. El perfume que usaba Marga, que era una sosada, barato, corriente, como ella, que no tenía estilo ni para elegir una colonia. Sal, para que todo tuviera vidilla. Una vela blanca, para que pudieran verse, aunque estuviera oscuro, y una vela roja, por la pasión, que falta les haría cuando él la viera, que daba pena en los últimos tiempos, con lo mona que había sido.

También había un mechón de pelo bien largo, y de un rubio precioso, que parecía natural hasta a sus analíticos ojos.

En la página web que habían consultado decía que cualquier objeto personal de la persona que querían atraer reforzaba el conjuro, así que un mechón tan precioso, que hasta tenía raíces, tenía que hacer magia de la buena. Además, habían añadido un mechón de la melena oscura de Marga, su amiga, tan necesitada de afecto que daba miedo.

Conseguir unos pelos suyos no había sido ningún problema porque, con el estrés de estudiar para su oposición, se le caía la melena a trozos. Habían atado los dos mechoncitos con un lacito muy mono y ahora estaban ahí, en un platillo, esperando a que completasen el ritual que atase a sus dueños de por vida en un amor eterno, garantía del maestro Nelson.

En cuanto a los pelos del tipo al que habían escogido para ella, la cosa había sido más complicada.

Margarita solo había amado a un hombre en toda su vida.

Y ese hombre no era lo que se podía decir… accesible.

Ni cortas ni perezosas, habían indagado en páginas de Internet y en foros hasta dar con aquel tesoro en una subasta de objetos de fans de famosos de lo más variopinto, desde lo más granado hasta lo más espeluznante. Aquellos pelos les habían costado una fortuna y venían hasta con un certificado de una clínica y todo. Sin embargo, no había muro que unas amigas como ellas no pudieran superar por animar a alguien que estaba a punto de irse por el desagüe.

—Sigue bien las instrucciones, no vaya a ser que nos aparezca aquí un bicho con cuernos —dijo Carmela, empinando directamente de la botella de vodka.

Elvira repasó las instrucciones y dibujó un círculo de sal con ellas dentro. Encendió por orden las velas, primero la blanca, seguida de la roja.

Se suponía que tenían que haber hecho aquello al anochecer, cuando las poderosas fuerzas del amor eran más potentes, pero Marga las estaba esperando para comer y querían ver los efectos del hechizo cuanto antes.

Además, también deberían estar en una habitación que las hiciera sentirse felices o les transmitiera paz y armonía, pero el cuarto de baño era el único sitio donde no había muebles ni cosas tiradas por todas partes y podían arrodillarse en el suelo, como había que hacer. Y allí no las asaltarían los hijos de Carmen, que llegarían en cualquier momento del colegio.

—Venga, recita —dijo Elvira, tendiéndole el papel donde había apuntado el conjuro.

Carmen, con la botella todavía en la mano, le dio una palmada.

—Ni hablar. Yo soy católica, apostólica y más papista que el papa, como buena gallega.

Elvira bufó.

—¡No me jodas ahora!

—Por favor, hazlo tú. A mí me dan canguelo estas cosas.

En efecto, los ojos de Carmen lucían enormes y acuosos, pero no estaba tan claro que fuera del miedo. Elvira más bien pensaba que estaba borracha, pero calló y releyó el papel que tenía en la mano.

Repasó los ingredientes.

Velas, círculo de sal, foto, perfume, pelos como ingrediente de refuerzo…

Inspiró hondo y trató de leer con voz clara y sin tropiezos, temiendo que, en efecto, un bicho feo, con babas y cuernos, hiciese su aparición desde el negro agujero del infierno. Al fin y al cabo, ella también había ido a colegio de monjas. Y había visto Buffy, cazavampiros las suficientes veces como para saber que era peligroso jugar con magia.

—Mami del amor, hazme el favor. Tú que todo lo puedes, hazme las mercedes. Une a estos dos por siempre…

—Eso no rima. Ahí se ha columpiado el poeta urbano.

Elvira abrió un ojo y miró a Carmen, que se balanceaba un poco. No sabía si eran imaginaciones suyas, pero juraría que estaba bailando.

Así no había manera de hacer magia.

Trató de concentrarse otra vez.

—¿Por dónde iba?

—Une a estos dos por siempre. Eso no pega. El maestro Nelson no es tan buen poeta como cree.

—Carmen, leches, no insultes al maestro, no vaya a ser que sus dioses vudú nos fastidien el conjuro.

Carmen emitió una risa beoda y la salpicó con saliva.

Elvira apretó los labios y repasó las estrofas. La verdad era que aquello parecía una poesía cutre de aquellas que les obligaban a componer en la escuela. Y no de las buenas. Pero qué sabía ella de arte.

—Mami del amor, hazme el favor —repitió, tratando de pensar en Marga, en su necesidad de amor, de cariño y de paz—. Nuestra amiga te necesita, Mami del amor, hazle el favorcito. Une a nuestra amiga con el amor de su vida. Que conozca lo que es la pasión, Mami del amor, que lleva una racha muy triste y necesita una alegría. Una alegría muy gorda y, a ser posible, de las que aguantan en la cama. Gracias, Mami del amor. Tú sí que sabeh. Amen.

En algún momento, mientras hablaba, había cerrado los ojos. Carmela ni siquiera parecía respirar. De pronto Carmen aplaudió su improvisación y la regó con un trago de vodka con limón.

—¡Amen, Mami del amor!

Abrió los ojos poco a poco. A su alrededor nada había cambiado. Las velas no se habían apagado por ningún viento frío ni los mechones se habían consumido por el fuego, la foto de Ángel no había cambiado de postura. Y, ni que decir tiene, ningún bicho con cuernos se había sumado a la fiesta.

Se dejó caer hacia atrás y rio. Las baldosas del suelo del cuarto de baño estaban heladas y le enfriaron el culo.

Carmen la miró durante unos instantes, sin comprender qué ocurría. Luego levantó la botella y se la llevó a los labios. Si seguía así, iba a llegar a la comida con Marga como una cuba.

Aquello había sido una idea muy tonta. Y cara. Aquel mechón les había costado un dineral. Desde luego, ella no se lo iba a contar a nadie. Si acaso, lo comentaría a escondidas con Carmen cuando estuvieran las dos muy muy borrachas como anécdota de aquella vez en que estaban tan asustadas por su amiga y tuvieron una idea muy loca para animarla.

Evidentemente, no había funcionado, pero por lo menos se habían echado unas risas.

Marga solo estaba pasando una mala racha.

No había sacado plaza fija en su oposición esta vez, pero lo lograría en la siguiente ocasión. Era lista, era joven, era… Bien, era Marga. Otra cosa no, pero determinación nunca le había faltado. Una mala racha la tenía cualquiera.

Lo último que necesitaba era que sus mejores amigas hicieran un hechizo de amor para conseguirle a su gran amor de la adolescencia.

Si lo pensaba, era una suerte que todo aquello no hubiera servido para nada.

Era peligroso jugar con magia.

Capítulo 1

 

 

 

 

 

—Es mi cumpleaños, ¿sabe usted?

El camarero no sonrió ni la invitó a la copa, y Marga lo apuntó en su lista negra mental, por borde y por su nula empatía.

¿Acaso no veía que estaba sufriendo la crisis de los treinta y tres, que era una edad malísima? Además, se había levantado con el pelo horrible, y sus amigas la habían dejado colgada, visto lo visto.

Que llegaran un poco tarde era habitual, pero media hora empezaba a ser más de lo irritante, hasta para Elvira y Carmen.

Las odiaba, odiaba al camarero, odiaba su vida y lo odiaba todo.

Como si hubiera leído sus pensamientos, el antipático camarero puso ante ella un gin-tonic decorado con una sombrillita y un plato con gominolas.

—Para la niña cumpleañera —dijo el muchacho, con un guiño, para su sorpresa.

Marga sintió que los ojos se le humedecían de la emoción, lo cual no hablaba demasiado bien de cómo la había tratado la vida en los últimos meses.

—Gracias —balbuceó, incapaz de mirarlo sin lanzarse a llorar como una magdalena.

Él huyó a tiempo, como buen profesional, oliéndose que se avecinaba un temporal de lágrimas y de confesiones.

Marga trató de reponerse con un buen trago de bebida bien cargada. La sombrilla amenazó con crearle un tercer ojo en la frente, pero el alcohol la hizo sonreír y sentirse mejor durante unos segundos.

Aquello no era tan terrible, se dijo. Si ni siquiera el camarero era tan idiota, tal vez lo demás tampoco era tan malo.

Cierto que había pasado dos años estudiando para una oposición y, aunque había aprobado, no había logrado la plaza que quería. La sensación era que había desperdiciado su vida durante veinticuatro meses, encerrada casi sin salir, y que había quemado casi todas sus neuronas.

Pero había aprobado. Tendría trabajo. Un día aquí, otro día allá, pero era trabajo, al fin y al cabo.

Y eso era bueno.

Durante dos años, su vida se había centrado en un objetivo que no había logrado, y ahora resultaba que solo se sentía más vieja, más cansada, más gorda, y le habían salido pelos blancos por todo el cuerpo.

Una de sus mejores amigas estaba casada y tenía unos gemelos a los que apenas había visto en meses. Podría tenerlos delante y no los conocería, estaba segura. La otra seguía empeñada en que sola se vivía mejor y ella… ni siquiera recordaba lo que se sentía cuando un ser humano te tocaba una teta.

Mientras ella vivía en una cueva, toda la gente a la que conocía había seguido con su vida como si nada, y no podía evitar sentir cierto rencor por ellos. O mucho rencor. ¿Acaso no deberían echarla de menos y llorar cada día su ausencia? Pero no, se habían resignado a seguir adelante, sabiendo que volvería, como los astronautas en misión a la luna: más viejos, más delgados, con cara de pasa.

—¿Algo más? Porque si no es así, tendrá usted que librar la mesa. Hay gente esperando.

El camarero había regresado y volvía a mirarla con cara de pocos amigos. Por lo visto, lo de la sombrillita y las gominolas había sido una tregua breve, aunque agradable.

Quiso decirle que no podían echarla si todavía le quedaba bebida en la copa, pero alguien se había bebido su gin-tonic sin que ella se diera cuenta. Iba a protestar, pero un eructo anunció alto y claro que ese alguien había sido ella misma.

—Y esta es nuestra amiga, la fina y educada doctora Margarita Garrido. Camarero, pónganos otra ronda de lo mismo. Y champán, que estamos de celebración.

Los aplausos y vítores de Elvira y Carmen espantaron al pobre muchacho, que probablemente pensaba que se encontraba ante un grupo de borrachas recién salidas de una caverna.

—Podrías haberte peinado un poco, hija, que es tu cumpleaños. Piensa en que algunas queremos salir monas en las fotos.

Carmen se acercó a besarla, pero falló y besó su oreja. Si pretendía salir bien en las fotos, tendría que esperar a que se le pasara el efecto de lo que fuera que se había tomado.

—¿Habéis estado de fiesta sin mí? Llevo casi una hora esperando, cabronas.

Marga las miró, pero la verdad era que no podía enfadarse con ellas. Las conocía desde niñas y no recordaba una sola ocasión en que hubieran aparecido a la hora en que habían quedado. De hacerlo, se acojonaría. Carmen había llegado una hora antes a su boda y había sido porque se habían confabulado entre todos para que se despistara y así llegara a tiempo por una vez.

—Hemos estado hablando con la Mami del amor.

Elvira fulminó a Carmen con la mirada, pero ella apenas lo notó. El camarero había llegado con las bebidas y casi lo asaltó para amorrarse a su copa, como si temiera hablar de más.

—¿Qué habéis fumado? En serio, las drogas no os sientan bien.

—Hablemos de ti, chica del cumpleaños. ¿Algo que declarar? ¿Qué tal te sientes? ¿Algo nuevo?

Marga se recostó en su asiento y las miró como si estuvieran locas. No era solo que estuvieran bebidas, sino que actuaban como si estuvieran más locas de lo normal.

—Dejaos de chorradas y dadme mi regalo de una vez —dijo, extendiendo una mano—. Y que no sea un vale para un salón de belleza. O sí. Me vale cualquier cosa que no sea un libro enorme para estudiar.

Carmen se inclinó hacia ella por encima de la mesa, amenazando con tirar su copa. Entrecerró los ojos, como si quisiera analizarla, aunque el efecto, teniendo en cuenta su estado de embriaguez, dejó mucho que desear.

—¿Seguro que no notas nada? ¿Ningún hormigueo? —añadió, señalándose el pecho—. ¿Algo así como mariposas en el estómago?

Marga tomó su gin-tonic y las miró por encima.

—Estáis las dos muy raras, chicas. Venga, vale de bromas, ¿dónde está mi regalo?

Elvira emitió una risita nerviosa y miró a Carmen, que se había ido desmadejando sobre la mesa como una marioneta, hasta emitir un ronquido beodo.

—Ya verás que te encanta —dijo Elvira, al fin, levantando su copa también.

Marga suspiró aliviada.

—Por un momento me habéis acojonado. Pensaba que habíais hecho una locura de las vuestras. Y os juro que ahora mismo no estoy para chorradas. Con unos bombones y una botella de vino sería la mar de feliz.

—Claro, nada de locuras —aseguró Elvira, dando un codazo a Carmen, que gruñó en respuesta.

—Mami del amor, yo te invoco…

—Los gemelos no la dejan dormir, pobrecita.

Marga la miró palmear la espalda de Carmen, que balbuceaba incoherencias sin parar, mientras pensaba adónde irían a comer.

De pronto, tenía mucha hambre. Se preguntó si aquello serían las mariposas que debería sentir, según sus amigas.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

Ángel Hell lanzó un grito espeluznante y su banda lo coreó como si de una manada de coyotes hambrientos se tratase.

—¡Bragas mojadas! —aulló.

—¡Tangas empapados! —respondieron los chicos, haciendo temblar las paredes.

Donato, su agente, sonrió para sí, sin levantar la mirada de la pantalla de su teléfono móvil. Aquel grito de guerra haría que sus fans les arrancaran la cabeza… o la ropa. Quién sabía.

El pequeño camerino apestaba a testosterona y a licra ajustada. No comprendía cómo podían respirar con esos pantalones tan apretados. Aunque lo cierto era que los miembros de Angel’s Devils se mantenían en una forma envidiable, aunque ya habían cumplido los treinta y tantos.

Alguno ya tenía que peinarse la melena cardada haciendo malabarismos para cubrir la calva, pero eso no le impedía sacudir la cabeza como un energúmeno en los conciertos. Ni follar como loco con las fans, o eso decía la leyenda negra.

En la era del feminismo y de lo políticamente correcto, decir cosas así estaba feo y podía acarrear incluso denuncias, pero los chicos, en el fondo, eran unas magdalenas adornadas con esas cositas de colores que no saben a nada. Jamás le habían traído problemas, y por eso los adoraba.

Si le hubieran dicho hacía diez años, cuando había aceptado llevar a un grupo de rock con pintas pasmosas y pasadas de moda, adoradores de Bowie, de los grupos glam de los setenta y ochenta, del rock duro y convencidos de que triunfarían, y, lo más increíble de todo, a día de hoy todavía lo seguían haciendo, se habría reído en su cara.

Desde entonces, habían pasado baches, alguno muy gordo, algún intento de cambio de estilo, y hasta un abandono del líder con el consiguiente triunfal retorno.

Habían grabado algún disco decente y hasta habían sonado en Los 40 Principales, con lo que eso acarreaba en ventas, en una época en la que las ventas habían bajado de un modo en que ya no daban para comer.

En esa era extraña, los conciertos lo eran todo. Y en ese sentido no se podía quejar, porque Angel’s Devils habían nacido para tocar en directo.

Nadie diría que aquella música estridente, llena de gritos agudos, riffs de guitarra, baladas empalagosas y solos eternos tendría un público tan fiel, pero allí estaban, y una multitud esperaba al último concierto de la gira para demostrar su amor.

Tanto Ángel como el resto del grupo se crecían cuando tenían a su público delante.

Habían pasado por grandes estadios, de teloneros y luego como titulares, en los grandes momentos de gloria. Después, esos grandes espacios se habían convertido en lugares más pequeños, pero seguían manteniendo una cantidad aceptable de fans, teniendo en cuenta que lo que hacían estaba pasadísimo de moda.

—Chicos, no sabéis lo que os quiero —dijo Donato, con su imborrable acento italiano.

Tal vez fue por culpa de su sonrisa, pero Ángel, el cantante, guitarra, compositor y alma rebelde y cara bonita del grupo, lo miró de pronto con una sonrisa burlona.

Su melena rubia, de una belleza que hasta él envidiaba, enmarcaba un rostro que había ido perdiendo frescura a lo largo de los años. Ya no era el querubín que había enamorado a las adolescentes con solo mirarlas y hasta le había hecho merecer varias portadas en revistas de esas que las niñas recortaban para decorar carpetas. Donato las guardaba en un archivador junto con recortables de críticas de discos y conciertos. Todo lo bueno y lo malo, como debía ser. Ahora gustaba más a las madres, y tal vez a las abuelas, pero seguía siendo un tío guapo, de un modo casi insultante. Y, como lo sabía de sobra, se podía permitir mirarlo así, como un capullo. Aunque no era por lo único que podía hacerlo.

—Cada vez que te pones sentimental, empiezo a preocuparme, Don.

Donato no quería darle la razón. Declararles su amor a sus mejores clientes, bueno, a los únicos, no debería ser sospechoso, joder.

Pero el caso era que lo tenían calado. Ahora todos los muchachos lo miraban con los brazos cruzados.

Kilos y kilos de músculos tatuados y vestidos con licra, mallas y estampados imposibles atentos a él deberían acojonarlo.

Era una suerte que supiera que eran unas criaturas adorables.

—No tenemos ni un duro —dijo al fin, con un suspiro de alivio.

—¿Y cuál es la novedad? —preguntó Chucho, el batería, dándole una palmada que amenazó con tirarlo al suelo. Una sola de sus manos era más grande que su cara.

Los chicos rieron, hasta Ángel lo hizo, pero no dejó de mirarlo. Y sus ojos azules no tenían ningún resto de amabilidad.

Era posible que fuera un creído y estuviera sobrado de ego, que se creyera una estrella cuando se subía al escenario, y hubiera tenido que volver al grupo después de pegarse un buen batacazo cuando su disco en solitario no había vendido más que cuatro copias, incluidas las que le había vendido a su abuela y a su madre, pero no era tan tonto como para no saber cuándo había problemas de verdad en el aire.

—¿Ni siquiera para la grabación?

La voz de Ángel había sonado tranquila y suave, lo cual quería decir que estaba cabreado. Cabreado de cojones. Tenía una capacidad pulmonar capaz de hacer temblar las cristalerías, así que podía gritar hasta reventar. Pero daba más miedo cuando usaba ese tono de voz, y lo sabía.

La cuestión era que no deberían estar sin un duro.

Para los chicos, la grabación de su próximo disco lo era todo. Llevaban dos años ahorrando para ella. Habían comido de marca blanca y menús del día durante toda la gira, y eso cuando se lo habían podido permitir. Habían sobado en la furgoneta sin tocar una cama decente durante semanas, lo que suponía no pisar una ducha en días. Algunos de los instrumentos daban vergüenza ajena, pero evitaban comprar nada hasta que se rompiera de verdad, porque ahorrar era primordial.

Pero todo había merecido la pena porque ese sacrificio les garantizaba el mejor sonido que se podía pagar con sus medios.

Viajarían a Londres y se encerrarían día y noche en el estudio porque así no tendrían que pasar tanto tiempo en la ciudad. Si hacía falta, no dormirían para ganar horas de grabación. Porque el tiempo significaba dinero.

Lo habían calculado todo y habían pasado todo el verano tocando en pueblos para ganar más dinero.

En pueblos. Lo que significaba poco menos que habían tocado en verbenas. Si hasta les habían pedido pasodobles y Paquito el Chocolatero. Y lo habían tocado.

Ellos.

Los Angel’s Devils.

Y ahora resultaba que no tenían dinero.

—Pero ¿qué ha pasado con la pasta, Don?

Chucho, con toda su pinta de matón de película, parecía desolado. Los demás se habían juntado y lo miraban, murmurando entre sí, como si no pudieran creer lo que ocurría.

Solo Ángel se mantenía aparte.

Al final les dio la espalda a todos.

—Luego hablaremos de ello. Ahora tenemos un bolo. ¡Bragas mojadas! ¡Tangas empapados!

Los chicos, mucho menos animados que antes, gritaron también y siguieron a su líder.

Supo que habían llegado al escenario porque el griterío histérico y apabullante del público llegó incluso hasta allí y le llenó los ojos de lágrimas. Aquellos eran sus muchachos. Y él era un cabrón.

Donato inspiró hondo y se llevó una mano al pecho, sabiendo que el drama solo se había aplazado.

Que Ángel no hubiera dicho nada, no quería decir que no supiera lo que había hecho. Su mirada había sido clara: «Lo sé todo, traidor hijo de una hiena», decían esos ojos tan bonitos y que habían roto tantos corazones.

Capítulo 3

 

 

 

 

 

—¿Seguro que no podemos volver a casa ya? Los pies me están matando.

Marga esquivó el codazo de Elvira, que se estiró todo lo que daba de sí el cinturón de seguridad del taxi para susurrarle algo al conductor. No pudo escuchar nada, y estaba demasiado borracha como para distinguir nada a través de la ventanilla. Si fijaba demasiado la vista en las luces, todo se emborronaba y se mareaba, así que tenía que cerrar los ojos para no vomitar.

Carmen hacía rato que había recostado la cabeza contra el respaldo de su asiento y roncaba como una bendita. Aquel era su primer día sin trabajo, niños y marido desde hacía una eternidad. Era la tercera vez que se quedaba dormida, aunque tal vez era el efecto de la bebida.

—Estamos a punto de llegar, tápate los ojos.

Marga bufó.

—Ni de coña.

El taxista se rio sin disimulo y Marga no lo culpó. El pobre hombre ya debía de estar curado de espantos a esas alturas.

—Vale, entonces despierta a Carmela si no quieres que este buen señor se la lleve como paquete.

Mientras Elvira pagaba, Marga no podía evitar sentir curiosidad por conocer la siguiente parada de su periplo cumpleañero.

No podía decir que estuviera siendo memorable, pero al menos se estaba divirtiendo y había salido de su rutina durante un día.

Después del varapalo de la sensación de haber tirado dos años de su vida estudiando para nada, tener un día para beber, comer y correr de aquí para allá con sus amigas en tacones era cansado pero divertido. Aunque estuviera deseando tirar los zapatos a la basura y no verlos nunca más.

Tenía la impresión de que sus rizos, rebeldes ya de por sí, se habían disparado en todas direcciones, fuera del control con los que los había sujetado esa mañana y que el maquillaje correcto y discreto era historia, pero viendo a la gente que la rodeaba, pensó que estaba divina en comparación.

Si ella pensaba que tenía el pelo fatal, lo de aquella gente era digno de una llamada a Urgencias.

Jamás en toda su vida había visto tantas mallas de leopardo juntas. Con sus vaqueros, su camisa blanca y su americana negra, se sentía como una gacela a punto de ser devorada.

Carmen, que se mantenía en pie a duras penas, levantó una mano en forma de puño y lanzó un aullido que hizo que la masa de desgreñados gritara al unísono con ella.

Marga se encogió al sentirse rodeada por la masa. De algún modo, empezaron a moverse y se vieron arrastradas al interior de un local iluminado por luces estroboscópicas de colores estridentes que le impedían ver dónde se encontraba ni por dónde caminaba. Elvira la sujetaba con mano firme y ella sostenía a Carmen, que gritaba como una loca, feliz de que las hienas le respondieran cada vez.

De pronto, la masa se detuvo.

Apretujadas entre cuerpos sudorosos vestidos con licra y algodón lleno de rotos estratégicamente colocados, de melenas cardadas y pelos oxigenados, las tres amigas se miraron con los ojos abiertos de par en par, como perros abandonados.

—¡Guay! —gritó Carmen.

—Os voy a matar.

—Para eso tendrás que poder moverte —dijo Elvira, lanzando después un aullido que corearon sus nuevos amigos con entusiasmo.

Como si hubiera sido una señal, las luces se apagaron.

Marga sintió pánico.

No era lo mismo sentirse rodeada de desconocidos en un sitio iluminado que cuando todo está oscuro. Así, cualquiera podía tocarla, robarle. Pero no lo hicieron. Notaba a los demás, por supuesto, pero ningún contacto indeseado. Aquellos estrafalarios despelujados eran más respetuosos que muchos de sus pacientes, con diferencia. Ojalá aprendieran.

El corazón le latía a mil por hora y sudaba tanto que notaba la camisa blanca empapada.

La melena cardada del tipo que estaba delante de ella le impedía ver nada. Solo sabía que estaban en una sala de conciertos abarrotada y que aquello parecía un revival ochentero. A lo mejor era una fiesta de disfraces, aunque no entendía por qué ellas iban con ropa normal.

¿Cómo podían considerar sus amigas que aquello podía ser un buen regalo de cumpleaños?

Las luces empezaron a encenderse poco a poco. Primero una verde, luego una roja.

Y una batería machacona sonó. Pum. Pum. Como su corazón.

Luego un bajo. Y una guitarra.

Y ella conocía aquella música.

Miró al escenario, inclinando la cabeza para poder mirar a través del cabello del melenudo.

Estuvo a punto de vomitar cuando distinguió la figura aferrada al micrófono en el escenario.

Trató de escapar, pero Elvira y Carmen la sujetaron.

—Felicidades. No me digas que ahora no sientes las mariposas en el estómago.

Era increíble que pudiera escuchar lo que decía con todo el ruido que había, pero la oía. Y sí, sentía las mariposas.

Capítulo 4

 

 

 

 

 

Ángel sacudió la cabeza, haciendo que su melena rubia le tapara la cara. Y luego hacia atrás. Hacia adelante, hacia atrás. Primero despacio, luego más deprisa. Cada vez más rápido, a ritmo de la música, mientras la gente abajo gritaba como loca.

Apenas oía otra cosa que la batería, el gemido chirriante de la guitarra y el ritmo machacón del bajo, así que se colocó el auricular en el oído izquierdo para poder escucharse a sí mismo cuando cantara.

—Buenas noches, gente maravillosa. Gracias por estar aquí.

Como siempre, su voz estaba un poco rígida al principio. Se iba calentando a medida que entraba en faena.

Eran los nervios. Por mucho que aquello le encantase, se le seguían poniendo los huevos como canicas cada vez que salía al escenario.

Todavía tenía pesadillas en las que se ponía frente al micro y le salía la vocecilla de cuando tenía diez años y cantaba en el coro de la iglesia.

Ave María, llena eres de gracia.

Aquel no era el recinto más grande donde habían estado, pero no estaba mal. Además, estaba casi lleno. Un buen bolo para acabar una gira complicada, llena de altibajos.

Bajó la vista, cegado por las luces, y trató de centrarse en lo que tenía que hacer: acabar allí y pensar más tarde en la putada que les habían hecho Donato.

Se agarró al micro y empezó a cantar, con una sonrisa que había hecho durante años que tanto chicos como chicas le lanzasen toneladas de ropa interior. Todavía le tiraban algún sujetador, aunque no sabía si era porque Donato les pagaba para que lo hicieran para tenerlo contento y no hiciera amagos de largarse otra vez.

Supo que sería una buena noche cuando el público respondió a la primera. No siempre funcionaba.

Cerró los ojos y se dejó llevar por la música.

Ya pensaría en los problemas más tarde, como siempre.

 

 

—Buen concierto. Prepárate para los bises.

Ángel dejó la botella de agua y miró a Donato con una ceja rubia enarcada. Estaba sudando como un cerdo y estaba deseando darse una ducha, tomarse una copa, o cien, y quién sabía, dejarse llevar por la noche. Los últimos conciertos de gira siempre eran impredecibles.

—¿Y cuándo te has preocupado tú por los bises?

—Tengo una petición especial.

Ángel lo miró, incrédulo, sin saber si hablaba en serio o no. Donato tenía una sonrisa que podría estar en un cartel de anuncio de pasta dentífrica o de clínica dental. Solo que Ángel sabía que tras aquella sonrisa se escondía un mentiroso y un ladrón, y un capullo de mierda.

—No aceptamos peticiones. Ya no estamos en las verbenas de los pueblos. Cantaremos Black Angel otra vez y a casa.

Los chicos, que habían estado pendientes de la charla, protestaron. Por un momento se sintió un capullo él también. Había olvidado que para ellos también era el último concierto de la gira y que probablemente querían que fuera especial, con un fin de fiesta largo y lleno de… de lo que fuera. Conociéndolos, habrían preparado algo para después.

Solo que él estaba agotado y no tenía ganas de ver a nadie. Y menos a Donato.

Se estaba reprimiendo para no partirle la cara.

Lo haría. Pero no esa noche.

Esa noche era especial y no quería estropearla. Y cuanto más tiempo lo tuviera delante, más le costaría reprimirse.

—Es el cumpleaños de alguien del público.

Ángel emitió un gruñido.

—No me estás animando.

En el exterior, los gritos pidiendo que volvieran al escenario eran cada vez más atronadores. Había sido un buen concierto. El mejor en mucho tiempo. Estaba claro que sus ganas de olvidar las penas habían ayudado a que todo saliera mejor. Los chicos habían estado muy bien y la energía había sido muy especial mientras tocaban juntos. Casi lamentaba que aquel fuera el último concierto.

—Fue presidenta de tu club de fans hace años.

Ángel cerró los ojos al sentir que Lorca, el bajo, lo abrazaba por detrás. Olía a mofeta muerta, después de dos horas de concierto, pero supuso que él no debía de oler mucho mejor.

—A las fans no se las decepciona, Angelito. Venga, enróllate. Queremos conocerla. Seguro que es una madurita interesante.

Ángel le dio un codazo en la tripa que lo hizo encogerse, pero Lorca insistió e hizo que los demás se unieran a sus súplicas.

—Tienes un minuto para decidirte. La gente se nos va a echar encima, tío.

Chucho había asomado la cabeza a través de la cortina y parecía sorprendido, aunque encantado a la vez, de lo que veía.

El griterío era ensordecedor y no le dejaba pensar. Ángel no quería ceder, pero se temía que no podía hacer otra cosa.

Si empezaba a aceptar peticiones, ¿qué más le quedaba en la vida? ¿Acudir a cantar a domicilio en los cumpleaños de los fans? ¿Cuándo habían empezado a estar tan necesitados?

Al final, con un gemido de agotamiento, Ángel tomó el papel que su agente le tendía, lo leyó, hizo una bola con él y le dio la espalda a Donato. Sintiéndose una mercancía, se dirigió al escenario otra vez.

—Que sea la última vez. No nos dedicamos a las bodas, bautizos y comuniones.

El escenario estaba a oscuras, pero la gente supo que estaban allí, de algún modo. Siempre era así.

Supuso que algunos se habrían largado, pero los auténticos seguidores siempre se quedaban hasta el final.

—Muchas gracias —dijo, con la vista fija en el suelo. Estaba enfadado, pero no quería que se le notara. Esa gente no tenía la culpa de que Donato los tratara como a atracciones de feria—. Ha sido una noche increíble y os juro que no la voy a olvidar nunca.

Chucho lanzó un redoble de batería que hizo que sonriera a su pesar. Era un cachondo.

—Me han dicho que hay alguien por aquí que cumple años. Alguien muy especial.

Sonrió y recibió la respuesta que esperaba.

Se volvieron locos allí abajo. Las luces empezaron a girar sobre el público, como si no supieran decidirse. Los focos giraban y giraban, enfocando a melenudos maduros, niños que apenas tendrían dos años cuando sacaron su primer disco, mujeres en la cuarentena que, estaba seguro, debían de ser su chica del cumpleaños…

Hacía años que no se fijaba en ellos. Cuando cantaba y tocaba, no solía mirar a su público. No era solo que las luces le hicieran complicado enfocarlos, sino que era como si le diera miedo mirar hacia ellos y ver sus reacciones, comprobar que no sentían lo mismo que él.

Ahora veía sus rostros felices, extasiados, y seguía sin comprender que alguien quisiera conocerlos, a ellos, que no eran más que unos tíos normales y corrientes que se juntaban para tocar unas canciones. Que les pagaran por hacer aquello era un milagro.

De pronto la luz se detuvo en un grupo de mujeres.

Eran tres y no se parecían en nada a la media de sus seguidores. Iban bastante bien vestidas y debían de rondar la treintena, un poco pasada. Una de ellas gritaba y jaleaba a todos los que la rodeaban, que la habían aupado sobre sus hombros y la hacían saltar sobre ellos. Otra se había cruzado de brazos y lo miraba satisfecha, como si hubiera cumplido su misión en la vida.

La tercera trataba de escabullirse entre la multitud. Su cara asustada le dijo a las claras que era la mujer a la que buscaba.

Debería haber hecho lo que su conciencia le dictaba, porque era más que evidente que no había sido idea suya lo de subir al escenario para conocerlos, por muy presidenta de su club de fans que hubiera sido en su adolescencia. Ahora quería escapar al Caribe, muy lejos de sus amigas.

Y de él, por supuesto.

Estaba a punto de hacerlo, de felicitarla sin más, pero una punzada en las tripas lo obligó a abrir la boca y hacer algo terrible, que hizo que ella abriera todavía más los ojos, presa del pánico:

—Vamos, Marga, te esperamos arriba. Ven a cantar con nosotros.

Capítulo 5

 

 

 

 

 

—Os odio, os lo juro.

Marga sabía que Elvira, y sobre todo Carmela, que gritaba como una energúmena a hombros de sus nuevos amigos, altos como armarios, no podían escucharla, pero eso no iba a impedirle protestar.

Aquello era una encerrona y lo peor que le habían hecho jamás, y eso que a lo largo de los años había tenido unas cuantas jugarretas con las que entrenarse, desde la vez en que la habían emborrachado para teñirle el pelo de rubio pollo hasta las numerosas ocasiones en que la habían engañado, o eso se decía, para salir a tomar algo y había acabado, sin saber muy bien cómo, desayunando churros con chocolate en San Ginés.

Lo malo era que todo el mundo la estaba mirando, esperando a que subiera al escenario.

Un foco enorme la estaba enfocando, quemándole las lentillas a fuego lento, y Ángel, con una mano llena de anillos extendida, le sonreía. A ella.

Hacía unos quince años, se hubiera muerto por aquello. Ahora, se juraba, no le impresionaba lo más mínimo, con esa melena rubia como besada por el sol de verano junto a un lago, esos pantalones de cuero tan ceñidos que parecían pintados sobre su cuerpo, esa camiseta rota que dejaba ver un cuerpo precioso y seguro que suave como la mantequilla.

Y se había dejado barba. Una barba rubia y cosquilleante, de esas que acariciaban cuando una acercaba la mejilla… y otras cosas.

Juraría que hasta lo había soñado. Con menos ropa encima, menos gente melenuda alrededor. Y sin foco deslumbrante.

—¡Marga! ¡Marga!

No supo quién había empezado a gritar su nombre.

No fue Ángel, porque lo estaba mirando y él seguía sonriendo y mirándola, sin despegar aquellos maravillosos labios que ella había besado millones de veces —en foto—, con la mano extendida, sin moverse, como una figura de cera perfecta.

A su alrededor, todo el mundo empezó a corear «¡Marga!, ¡Marga!», cada vez más alto, con más entusiasmo, hasta rozar la locura.

Una chispa de cordura se adueñó de ella durante unos segundos y se encogió sobre sí misma, preguntándose si podría encontrar un hueco para escapar, pero tras ella la muchedumbre se cerró todavía más, como si le leyera las intenciones.

—¡Marga, Marga!

Los gritos eran cada vez más ensordecedores.

Hasta las traidoras de sus amigas habían empezado a gritar.

Sobre los hombros de un par de melenudos que habían dejado muy atrás la treintena, los cuarenta y hasta los cincuenta, Carmen la señalaba y gritaba como la que más. Si su marido y sus hijos la vieran así, no iban a poder tomarla en serio jamás. O todo lo contrario.

—Creo que no vas a poder librarte, nena.

La voz de Ángel hizo que volviera a mirarlo.

Su sonrisa tenía algo de triste. Parecía tan contento por aquello como ella misma.

Marga suspiró.

Aquel había sido un año de mierda y ese día acabaría con él. Así lo había decidido. ¿Por qué no rematar con una locura?

Al fin y al cabo, se merecía vivir una fantasía. Sería una alegría después de tanto horror. Y luego lo olvidaría, claro, pero siempre le quedaría un regusto amargo si no aprovechaba ese momento.

Ante las miradas de todos, se quitó la americana y la agitó por encima de la cabeza, sin importarle si le daba a alguien con ella. Luego la lanzó, aunque esperaba poder recuperarla después. Una cosa era hacer una locura y otra era que se le fuera la cabeza del todo.

Al ritmo de los que coreaban su nombre, empezó a sacarse la camisa blanca por la cinturilla del pantalón.

Por primera vez, vio que Ángel cambiaba de postura y hasta de expresión. ¿Era miedo aquello?

¿Cuántas fans se le habían tirado encima? ¿Con cuántas de ellas se había acostado?

Podía recordar su habitación forrada con su cara, las veces que había soñado con conocerlo. Joder, ¡si hasta se había preparado un discurso para ese momento!

Las manos le temblaron un poco al recordar los sueños que había tenido con él.

Era una suerte que aquel foco fuera tan blanco que nadie fuera a notar que su tono de piel había pasado a ser púrpura.

Nadie…, aunque quizás él vio algo, porque de pronto volvió a sonreír. Se agachó y se colocó al borde del escenario. Su mano estaba ahora más cerca.

Ahora o nunca, parecían decir sus ojos.

—Ven, Marga, canta conmigo.

No supo si eran las voces a su alrededor, sus ganas de olvidarlo todo al menos durante unos minutos, o la lengua de Ángel pasando por sus labios mientras la miraba, pero Marga sintió que algo extraño y salvaje recorría sus venas.

Desabrochó los últimos botones de la camisa y los dos primeros y la anudó a la cintura, dejando un poco de piel a la vista, lo que hizo que los gritos se convirtieran en algo similar a la berrea del ciervo.

Estando en su sano juicio, aquello le resultaría degradante, pero era su cumpleaños, había bebido, estaba cumpliendo el sueño de su adolescencia y nadie, aparte de sus amigas, la conocía allí.

Además, aquella gente gritaba con razón, sabía que no era una top model, pero estaba lo bastante buena como para levantar unos cuantos silbidos a su alrededor cuando empezó a caminar hacia el escenario.

Cuando llegó justo debajo, él la miró.

Durante unos segundos, pensó que la dejaría allí. Entonces, Ángel estiró el brazo y esperó a que ella lo tomara de la mano.

Su yo de cada día, la que había pasado cientos de horas estudiando hasta el punto de necesitar gafas que no había utilizado hasta hacía unos meses, la que había evitado las citas, no fuera a ser que le gustara alguien lo bastante como para perder follando o tomando copas el tiempo que podría utilizar estudiando, la que había estado dos años yendo de casa al trabajo y viceversa y que hasta había hecho la compra online para no perder el tiempo en el supermercado, habría dudado.

Pero la que estaba allí no era Margarita, la doctora Garrido, la que no había conseguido la plaza fija por poco y ni siquiera se había emborrachado de la rabia, sino que se había encogido de hombros, había sonreído y había dicho que la próxima sería la suya, como si no le jodiera tener que pasar unos cuantos años más con contratos basura, a veces de solo unas horas de duración, sin saber si al día siguiente tendría trabajo, ni dónde.

La que estaba allí no era Margarita, la que soportaba que el perro de la vecina se meara cada día en su felpudo, porque era incapaz de llamarle la atención a la muy cabrona, mientras ella se quejaba de que su gato, Plaza Fija, maullaba cada vez que se iba de casa y no la dejaba echar la siesta.

La que estaba allí no era Margarita, la hija que llamaba cada día a su madre a las diez en punto, incluso esa noche, poco antes de entrar en el taxi camino al concierto, para no oír su bronca al día siguiente.

La que estaba allí era Marga, la salvaje, ya lo decían los melenudos que la rodeaban.

Y esa Marga tomó la mano de Ángel, el cantante de los Angel’s Devils y se dejó aupar al escenario, como si todavía tuviera diecisiete años y aquel todavía fuera su sueño.

Capítulo 6

 

 

 

 

 

En sus años de carrera, Ángel había aprendido bien lo que era saberse llevar por el ambiente. Tanto para bien como para mal.

Había conocido noches alucinantes, la emoción de su primera grabación, de su primer concierto, y también la decepción del fracaso cuando nadie le había seguido cuando había decidido emprender su camino en solitario, pero nunca había visto nada como lo que estaba ocurriendo aquella noche.

No era solo que el público hubiera cantado sus canciones como en ningún concierto que recordase. Ya la noche había empezado de puta madre, haciendo que todos olvidaran durante las dos horas que habían tocado que aquella iba a ser la última. Tal vez la última de verdad, si no conseguían el dinero para la grabación en Londres. Hasta se había olvidado de Donato y de que quería partirle la cara, las piernas y arrancarle el corazón.

No era solo que hubiera disfrutado como hacía mucho tiempo que no lo hacía, que hubiera recordado por qué habían formado ese grupo y por qué estaba tan agradecido de haber vuelto con Chucho, Lorca y Sardi, aunque ellos no lo necesitaban para nada, porque su nuevo cantante era bastante decente y no les iba nada mal.

La cuestión es que eran hermanos, y lo habían sido desde que tenían granos, el pelo grasiento y apestaban a tigre por culpa de las hormonas, y soñaban ser como Iron Maiden en el garaje de la madre de Sardi, hasta que los habían echado de allí por armar tanto ruido.

Nunca le habían reprochado el haber querido probar una carrera en solitario ni le habían soltado un «ya te lo dije» cuando se había presentado en el local de ensayo un lunes, incapaz de preguntar si podía volver. Habían dado por sentado que lo suyo habían sido unas vacaciones y que la experiencia lo había hecho madurar, que falta le hacía.

Y allí estaba, aceptando subir al escenario a una mujer que cumplía años. A una fan. Él, que siempre había intentado mantener un aura distante, como la estrella que jamás había llegado a ser.

Se le escapó una sonrisa sin querer.

Ya que era posible que aquella fuera la última vez, no estaría mal acabar por todo lo alto y quemar todas las naves por el camino.

La tal Marga parecía emocionada y asustada al mismo tiempo. Por su aspecto, no era del tipo que hiciera aquel tipo de locuras.

Tenía el rímel corrido y el pelo castaño despeinado, y unas ojeras de campeonato, como si no hubiera dormido en siglos.

—¿Quieres cantar Dark Angel conmigo, Marga? —murmuró junto al micro con voz grave y seductora, mirando a su invitada.

El público se volvió loco.

Marga no tuvo oportunidad de negarse ni de escapar, porque Chucho ya estaba haciendo un redoble de anticipación. Sardi, a la guitarra, lo miraba con una ceja enarcada, como si pensara que lo habían cambiado por otro. Él, Ángel, que siempre ponía cara de seta cuando alguien le pedía un autógrafo o una foto, subiendo a una fan al escenario y cantando con ella, era como ver a un extraterrestre bailando flamenco. Y no porque odiara a la gente, que también, sino porque era increíblemente tímido. Una vez que dejaba de cantar, costaba sacarle más de dos palabras seguidas a no ser que estuviera con alguien con quien conectase. Ese escenario era lo más cercano a una terapia para él. Siempre decía que era como tener a dos personas en una, el Ángel del escenario y el Ángel que bajaba, y que no estaba seguro de si alguno de los dos le caía del todo bien, aunque esto último lo decía de broma, estaba seguro.

Ángel la acercó al micro.

La gente seguía coreando su nombre. Se sintió casi celoso, porque jamás lo habían hecho así con el suyo, pero había algo poderoso en el ambiente, y esa fuerza fluía hacia ellos.

La palabra que llegó a su cabeza fue que era mágico, pero aquello era ridículo.

 

Llegaste a mí

Y todo cambió.

La vida empezó,

En la nocheeee…

Ángel oscurooooo.