El amor es un libro en blanco - Mi paraíso eres tú - Arwen Grey - E-Book
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El amor es un libro en blanco - Mi paraíso eres tú E-Book

Arwen Grey

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Beschreibung

El amor es un libro en blanco Rebeca es una prestigiosa escritora de novela romántica que se siente amenazada por la nueva competencia durante un congreso al que acude como nominada, por tercer año consecutivo, al premio literario Corazón Dorado. Ella sigue fiel a su estilo, en el que todo es de color de rosa, mientras que los demás se adaptan a las nuevas modas de historias de amor escritas de una forma más directa y explícita. Y para colmo, su rival más odioso para conseguir el galardón es el apuesto Roberto de Vega, también compañero de editorial. Mi paraíso eres tú Un novio guapísimo que apenas se sabe su nombre… Un apartamento en un edificio histórico, en un barrio rodeado de ruinas… Un negocio que funciona de maravilla, que la tiene «un poco» esclavizada… ¿Una vida perfecta en la calle Paraíso? Lo último que le faltaba a Ariadna era el interés repentino que siente por ella el Lúgubre, el vecino más extraño de todo el edificio…

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Seitenzahl: 536

Veröffentlichungsjahr: 2020

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 129 - enero.2020

© 2016 Macarena Sánchez Ferro

El amor es un libro en blanco

© 2017 Macarena Sánchez Ferro

Mi paraíso eres tú

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2017

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Tiffany y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com.

I.S.B.N.: 978-84-1348-325-2

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

El amor es un libro en blanco

Nota de la autora

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Epílogo

Agradecimientos

Mi paraíso eres tú

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Epílogo

Agradecimientos

Si te ha gustado este libro…

El amor es un libro en blanco

Nota de la autora

 

 

 

 

 

Antes que nada, tengo que decir que esto es una obra de ficción. Nunca está de más decir estas cosas, por si acaso.

Durante la escritura de esta obra no se usó como modelo para personajes a ningún autor, editor, ni persona real.

Si a alguien le suena algo de lo que se cuenta, es posible que lo haya soñado…

1

 

 

 

 

 

El hotel tenía buena pinta, para variar. En todos los congresos y eventos a los que había asistido en los últimos años, se había encontrado de todo, y no siempre bueno. Grande, de cuatro estrellas y con una fachada cuidada. Y gratis, porque pagaba la editorial. Había tenido que pagar el billete de avión, pero no le importaba. Hasta no hacía tanto tiempo, ella había corrido con todos los gastos y ahora solo se había tenido que hacer cargo de la mitad. Era el privilegio de ser la estrella, la que más vendía y la que más tiempo mantenía sus obras en lo alto de las listas de ventas. No siempre había sido así, y no sabía cuánto podía durar, porque el suyo era un mundo en constante cambio, pero iba a aprovecharlo a tope mientras pudiera.

Además, el congreso se celebraba en Madrid. Eso conllevaba unas ventajas insospechadas. Con un poco de suerte, podría escabullirse cuando nadie mirara en mitad de alguna charla y aprovechar para darse una vuelta por la Gran Vía y las pequeñas plazas, disfrutar del ambiente abierto de la capital, tomarse un café en una terraza lejos de los gritos y la tensión del hotel. Y quedar al fin con su ex, su mejor amigo, Dani, que vivía allí. En otro tiempo había pasado en Madrid largas temporadas, pero últimamente no tenía tiempo para viajar como antes. Ese congreso había sido una buena excusa para hacerlo. Sería trabajo, pero también placer.

Cuando el taxi se detuvo frente a la puerta del hotel, se bajó las gafas de sol hasta dejarlas colgando de su respingona nariz y suspiró. De pronto, la parte desagradable del viaje cayó sobre ella como una losa.

–Adelante, cariño, tú puedes –se animó. En ese momento preferiría estar a mil kilómetros de allí, pero a veces una tenía que sacrificarse por su carrera.

–Y de paso podría usted bajar ya del taxi, señora. No tengo todo el día.

Rebeca Sáez de Heredia arrugó su bonita nariz y fulminó al taxista con la mirada.

Se mordió la lengua. Era una dama y él no merecía su tiempo. Abrió la portezuela del coche y pisó el suelo con sus carísimos e incomodísimos zapatos de tacón. Se puso de pie y sacudió las caderas, notando cómo se acomodaba la tela de la falda negra a su alrededor. La blusa de seda blanca no era la más apropiada para viajar y seguro que estaba arrugada, pero hacía juego con sus ojos. Una primera impresión valía oro, lo sabía bien. Al entrar en el hotel esa primera imagen de una mujer cansada pero elegantísima, por muy arrugada que estuviera su blusa bajo la americana negra, se clavaría en las retinas de las personas que estuvieran en el hall, y permanecería allí, indeleble. Le había costado mucho tiempo darse cuenta de que algo tan simple como ir bien vestida y peinada era importante. A ella un traje decente le aportaba seguridad, tranquilidad, por qué no decirlo. Para Rebeca Sáez de Heredia, su aspecto físico era parte de su trabajo, y lo suyo le costaba mantenerlo.

Pagó al taxista y esperó con paciencia a que él comprendiera que ahora le tocaba a él bajar del coche para sacarle el equipaje del maletero. El muy desgraciado se hizo el sordo y ciego y no le quedó otro remedio que romperse una uña para sacar la maleta.

Tiró con fuerza y la sacó a duras penas, sintiendo que necesitaba a alguien para esos menesteres, a ser posible mudo y fuerte. ¿Cómo era posible que pesara tanto si solo iba a quedarse un fin de semana? Iba a tener que empezar a replantearse lo de la elegancia y la belleza. Seguro que había cosas bonitas y que pesaran y ocuparan menos espacio.

Con el equipaje al fin en su poder, enfiló la entrada del hotel, arrastrando el trolley tras de sí, intentando mantener el buen tono en todo momento. La primera impresión era la más importante, y nunca se sabía cuándo podía haber alguien observando.

La bienvenida (que había pactado con su editora para no tener que llevarse sorpresas desagradables, más que nada porque los recibimientos improvisados nunca salían bien), nada más cruzar las puertas giratorias, fue espectacular: dos docenas de fans gritando su nombre, flores, flashes de fotógrafos, una pancarta con su foto y la de las portadas de sus novelas… No por esperado la emocionó menos. Pensó que había hecho bien en escoger ese modelo, porque el negro y el color crema siempre la favorecían en las fotos. La palidez de su piel y su pelo parecían más pálidos en comparación y sus ojos más azules. Entre gritos y besos, pensó que había nacido para esos instantes, aunque en el fondo se sintiera siempre un poco avergonzada por ello, sobre todo al recordar que nada de aquello había salido de las lectoras. Un aguijón en su conciencia, que acalló con un sonoro taconazo, le recordó que Eva, su editora, y ella lo habían planeado. De no ser por eso, ¿habría pancarta, flores o fotógrafos?

–Gracias, queridas –decía una y otra vez, sin tener que fingir las lágrimas de emoción, repartiendo besos y abrazos por doquier–. Gracias de todo corazón.

Se encontraba entre los cariñosos brazos de una de sus más fervientes admiradoras cuando notó un cambio en el aire. Los gritos habían cesado y ya no la miraban todas a ella. Algunas cuchicheaban y se llevaban las manos al pecho, como si estuvieran viendo a la mismísima Virgen de los Milagros.

–¡Es Rob! –exclamó una de ellas al fin, con una voz a medio camino entre el grito histérico y un gruñido animal ahogado.

Las voces dejaron de gritar su nombre y comenzaron a proclamar el de Roberto de Vega. Todas menos algunas fans irredentas la abandonaron para ir a saludar, besar y sobar al nuevo ídolo de masas. En poco rato, estaba casi sola, aferrada a su querida maleta y a los restos de un ramo de flores espachurradas, con el bochorno de saber que casi nadie la recordaba ya.

Con un suspiro, se forzó a sonreír y a disculparse con las pocas que quedaban a su lado para ir a inscribirse en el hotel. Apretando el ramo de flores contra sí como si le fuera la vida en ello, se forzó a no mirar atrás, aunque sentía la mirada de Rob sobre ella como una oscura amenaza.

 

 

–Tranquilas, tranquilas, solo soy un hombre.

Roberto de Vega se sorprendió de lo audaces que podían llegar a ser algunas lectoras. Le costaba esquivar con gracia besos dirigidos a sus labios y manos dirigidas hacia su trasero. Hasta tuvo que usar el casco de la moto a modo de arma defensiva para detener unos dedos demasiado atrevidos que iban camino a su entrepierna. Ellas parecían tomar sus movimientos serpenteantes para escapar como aliciente para seguir con más empeño. Al día siguiente habría demasiada gente en el hotel y no podrían acercarse tanto. Era ahora o nunca.

Al apartar a una de ellas con la excusa de que necesitaba respirar un poco al menos, vio cómo Rebeca abandonaba el vestíbulo rumbo a los ascensores, haciendo como que no veía lo que ocurría tras ella.

Sonrió y fingió que escuchaba lo que le decían mientras contemplaba a la autora de romántica con más ventas, más reseñas positivas y más ego de todas cuantas conocía. Hasta la irrupción de Rob en las listas, su éxito había sido inamovible. Pero ahora ya no era ella la única baza segura de su editorial. Él vendía casi tanto como ella y todavía tenía una gran carrera por delante, mientras que Rebeca parecía haberse estancado en su mundo de color de rosa.

Se preguntó cómo podía ella caminar con esos tacones y esa falda tan estrecha, mientras arrastraba la maleta, enorme y dorada como su cabello, sujetando a la vez los ramos de flores sin que se le perdiera nada por el camino. Durante un malicioso momento se dijo que había nacido para ello y que lo sabía.

Rebeca Sáez de Heredia era la reina de la romántica, pero él era el plebeyo que iba a destronarla.

 

 

–¡Cretino, maldito, mastuerzo… cretino otra vez!

Rebeca había conseguido llegar hasta el ascensor sin percances y la dignidad intacta, pero, en cuanto se cerraron las puertas tras ella, soltó todo lo que tenía entre las manos y apretó los puños con furia.

–¡Estúpido arrogante! Sarnoso, rastrero, hortera…

A medida que subía el ascensor, se notó más tranquila, y para cuando llegó a la planta 8, donde estaba su habitación, ya era capaz de sonreír otra vez mientras se tambaleaba por el peso de todo lo que llevaba.

Se cruzó con un hombre con un carrito de comidas que no se ofreció a ayudarla. ¿Es que ya no quedaban hombres amables en el mundo? No, se dijo, todos eran como ese… Rob.

Rob, que creía que podría desbancarla después de haber ocupado los mejores puestos de ventas en España y parte del mundo. Rob, que pensaba de ella que era cursi y sus historias irreales. Rob, el hombre que había traído lo que, según él, era la «realidad» al mundo de la literatura romántica.

–¡Ja! –exclamó, haciendo que el hombre del carrito se girase hacia ella, con una mirada de sospecha y hasta de temor.

Le ignoró, como haría con Rob durante todo ese fin de semana. Había decidido que se divertiría, que ganaría el premio a la mejor autora romántica del año, al que había estado nominada varias veces y jamás había ganado, y que procuraría no mirar con cara de superioridad a ese advenedizo.

Tenía claro que esto último sería lo más difícil. Él era tan… fresco, tan natural, que la irritaba como nada en el mundo. Estaba segura de que ya salía de la cama con ese aspecto. Solo necesitaba ponerse unos vaqueros y una cazadora de cuero para estar perfecto. O todo lo perfecto que podía serlo Roberto de Vega. Porque él era el típico tipo que estaba bien lo mirase como lo mirase. Despeinado, con barba descuidada, con la camiseta arrugada, con botas viejas, con vaqueros destrozados, con ojeras, con pinta de no haber dormido en un mes y no haberse peinado en un año. Y eso no podía ser estudiado. Y si lo era, debería estar prohibido por ley, porque no había derecho a que la vida fuera tan injusta.

Pero lograría ignorarle. Lo había hecho otras veces. Esta vez sería más complicado, pero le gustaban los retos.

Él era un mastuerzo irritante, pero ella era una dama y lo conseguiría, aunque le fuera la vida en ello.

 

 

Rob consiguió deshacerse de las fans a duras penas y se dirigió hacia el mostrador de la recepción del hotel. Estaba a punto de llegar cuando tropezó con algo que había en el suelo.

Lo miró con sorpresa y levantó un pie al ver que estaba pisando el rostro maquillado de Rebeca en el cartel que le habían preparado sus lectoras, esas mismas que la habían dejado casi sola cuando él había entrado.

Sintió una punzada de lástima por ella. Al fin y al cabo, estaba en franca decadencia y no parecía capaz de reconvertirse a lo que estaba de moda en el tipo de literatura que hacían. Esa mujer seguía planteando sus historias como cuentos de hadas en las que nada malo podía pasar jamás, y eso no tenía futuro. Debería ser capaz de mirar a su alrededor y reflejar la realidad en sus novelas. Aunque, conociendo a Rebeca, eso era como pedirle a una princesa Disney que viera películas porno.

Se colocó en el hombro la bolsa de viaje, que había resbalado al tropezar, y se plantó ante el mostrador, dejando el casco sobre la brillante superficie con un golpe seco.

El recepcionista, Carlos, a juzgar por lo que decía la chapa identificativa de su solapa, le miró con cara obsequiosa y de pocos amigos a la vez, como si no pudiera permitirse parecer descortés con un cliente por mucho que lo deseara. Parecía que no iban muchos hombres con chaqueta de cuero y botas camperas por allí. Cuando se presentó, pudo captar una cierta sonrisita en su rostro relamido. Bien, otro que pensaba que había algo raro en él por escribir novelas románticas. ¿Qué sabía esa gente sobre su vida? ¿Acaso decía él algo de la horrible decoración del hotel, llena de terciopelos rojos, volutas doradas, cojines enormes que parecían a punto de devorarte si te acercabas o sillones tan decorados en los que eras capaz de imaginarte a un papa Borgia sentado, posando para un retrato renacentista?

Pasó el trámite y le deseó un buen día a Carlos, que lo siguió con la mirada, tal vez de lástima por lo desviado de su futuro.

Camino al ascensor, miró la tarjeta para memorizar el número de la habitación que le había asignado. 815. Buen número. Siempre le había gustado contemplar las cosas desde arriba.

Una vez dentro del habitáculo de metal, lleno de lucecitas futuristas, en amplio contraste con el vestíbulo rococó, se agachó para dejar la bolsa de viaje en el suelo. Al hacerlo vio una flor espachurrada en una esquina, rosa y con los pétalos rasgados. La cogió y se la llevó a la nariz. Como casi todas las flores de las floristerías, no olía a nada, pero era hermosa, como lo era Rebeca Sáez de Heredia.

2

 

 

 

 

 

Rebeca insertó la tarjeta en la ranura que había junto a la puerta, y se hizo la luz en la habitación, una luz anaranjada y desagradable que le perforó las pupilas.

Parpadeando sin cesar y tratando de enfocar, porque sin las gafas apenas veía nada, avanzó y soltó la maleta de cualquier manera.

–Primero lo primero –murmuró, manoteando en el bolso hasta que encontró el estuche con las gafas de ver. Eran grandes y feas, con una montura que en su momento había estado de moda, de pasta imitación de carey, pero sin ellas no era nada. Llevaba años queriendo cambiarlas, pero nunca veía el momento. Eran como ese vestido viejo y enorme del fondo del armario que siempre se guarda porque es lo más cómodo de todo el guardarropa. Eran feas y grandes, sí, pero eran cómodas y, al ponérselas, era como si no las llevara puestas, al contrario que le ocurría con las lentillas. Con ellas parecía una bibliotecaria o una estudiante de matemáticas, pero de hacía treinta años. Aunque las maldecía cada dos segundos, eran resistentes a los numerosos golpes que recibían, y agradecidas como nada que hubiera en su armario o sus cajones.

Parpadeando como una lechuza, observó la habitación y se dijo que no estaba mal del todo. Cama enorme, con un edredón sin manchas aparentes, y baño bonito y limpio, con una ducha normal, y no de esas que salpican agua por todas partes antes que en tu cabeza. Hasta los cuadros de las paredes eran de paisajes reconocibles: Roma, París, Londres en acuarela. Anodinos, pero no horribles del todo. Los que más odiaba era los de enormes flores a juego con la pintura de las paredes y las colchas, siempre de colores brillantes y agresivos. Si pudiera, los arrancaría y los lanzaría por la ventana, y esgrimiría una sonrisa triunfal al escuchar el chof que producirían al chocar contra el suelo.

La ventana daba a un patio, lo cual no le hizo demasiada gracia, pero se tendría que conformar. Al menos no se escuchaba ningún ruido de máquinas o calderas, como ocurría a veces. Todavía recordaba viajes en los que no había podido pegar ojo en toda la noche por culpa del ruido espeluznante y repetitivo de los patios. Aunque también era cierto que algunas de sus mejores escenas habían salido de esas noches en blanco.

En conjunto, no le importaría que la habitación fuera más luminosa, pero en general le gustó. Lo más importante era que tenía no solo uno, sino dos armarios enormes para sus cosas, y eso le hizo ganar varios puntos.

Dejó las flores en el lavabo y dedicó más de media hora a colocar su ropa de la forma más primorosa posible, para evitar que se arrugase y tener que pedir al servicio de lavandería que se encargase de plancharla. Odiaba el apresto profesional y lo evitaba siempre que podía. Cada vez que se ponía una camisa almidonada, se sentía como si se la hubiera puesto con percha incluida.

Una vez colocada cada cosa en su sitio, desparramados sus cosméticos en la repisa del baño y alineados sus zapatos junto a la ventana, se encontró con la joya de la corona al fondo de la maleta.

Sostuvo el paquete secreto contra el pecho y giró sobre sí, preguntándose dónde podía ponerlo para tenerlo a mano sin que se viera. En esa habitación no había mesillas de noche con cajones, así que uno de los del armario tendría que valer. Estaba a punto de guardar la bolsa en el oscuro rincón cuando sintió la tentación. El plástico se rompió bajo sus manos ansiosas, lo mismo que el envoltorio. Unos segundos después, una deliciosa onza de chocolate casi puro se derretía en su lengua, haciéndola soltar un gemido de placer.

Minutos más tarde, sintiendo todavía el delicioso regusto amargo en el fondo de la lengua, abrió los ojos y se encontró tirada en el suelo, con el paquete de chocolatinas abierto ante ella. Cuatro envoltorios aparecían desperdigados por el suelo, obligándola a sentirse un poco culpable. Miró las que restaban en la bolsa. Su provisión de chocolate «para emergencias» peligraba si seguía a ese ritmo. Pero era lógico que fuera así. Ese fin de semana estaría sometida a una tensión y a un exceso de atención que, a pesar de lo que la mayoría de la gente pudiera pensar, no le agradaba. Su único escape era ese pequeño vicio, que ni siquiera era inconfesable. De todas formas, era algo que, como todo vicio, debía ser controlado.

Como una niña pillada en falta, guardó la bolsa en el armario, obligándose a no mirar siquiera.

Se había prometido a sí misma que se saltaría la dieta restrictiva de chocolate solo una vez al día… lástima que no pudiera ni cumplir las promesas que se hacía a sí misma.

El sonido de la sintonía de su teléfono móvil comenzó a sonar, haciendo que diera un brinco del susto. Tal vez debería empezar a pensar en cambiarla, porque, cada vez que sonaba el O Fortuna de Carmina Burana, estaba a punto de sufrir un infarto. Cierto que la había escogido como sintonía porque necesitaba algo que se escuchara fuerte, aunque se encontrase en medio de una multitud furiosa, pero igual era demasiado intenso para sus emociones, con ese coro furioso atronando a toda potencia.

Miró la pantalla y sonrió al ver de quién se trataba. Nada menos que el motivo de que estuviera allí en ese momento.

–Cariño, tengo malas noticias… –dijo la voz de Daniel en cuanto descolgó, haciendo que su ilusión se desvaneciera como por ensalmo. Cuando Daniel usaba ese tono, era que algo muy malo había ocurrido.

–¡Dani! Te recuerdo que he venido a este congreso solo como excusa para verte, no me digas lo que creo que estás a punto de decir.

Su voz había sonado plañidera y desagradable, pero él no pareció demasiado impresionado por ello. Riendo con su voz profunda, la hizo sentirse culpable por su egoísmo.

–Ya sabes que la gente que tenemos trabajos reales tenemos deberes que cumplir, reuniones a las que asistir, sueldos que ganar. No todos podemos ganarnos la vida con nuestras fantasías.

Rebeca no se enfadó por sus palabras. Conocía a Daniel lo suficiente como para saber que lo decía en broma. Él era de las pocas personas que la habían animado a seguir escribiendo, funcionara o no. Solo por vivir su sueño, según él, merecía la pena.

–Dani, querido, te recuerdo que eres escaparatista –dijo, con voz irónica. Dani era algo más que un escaparatista, pero, llegados a ese punto de la charla, ninguno de los dos se molestaba por los insultos habituales entre ellos.

–Mi trabajo es más visible que muchos. Yo hago el mundo más bonito. –Su voz sonó exaltada y eufórica, como si se dirigiera a un público dudoso de sus numerosos talentos–. Y tú también, preciosa, solo por estar en él.

Rebeca rio. No conocía a nadie que fuera capaz de insultar y halagar en la misma frase con la misma frescura que él. Era incapaz de enfadarse con Dani, dijera lo que dijera.

–No intentes camelarme, acabas de romperme el corazón y tendrás que trabajar duro para enmendarlo. ¿Qué voy a hacer ahora aquí sola?

Daniel suspiró al otro lado de la línea.

–Podrías intentar divertirte, para variar –respondió, arrastrando las palabras.

Ella bufó.

–No puedo, cada vez me cuesta más mantener la sonrisa en estos actos.

Al decirlo se dio cuenta de hasta qué punto era cierto. Daniel sabía que llevaba un tiempo planteándose tomar un descanso, pero nunca veía el momento de hacerlo. Quizás había llegado ese punto en que no podía negárselo a sí misma. Estaba a punto de quemarse.

–Para sobrevivir, podrías hacer varios ejercicios básicos: fíjate en tus rivales y haz listas con sus defectos, desde su peinado hasta su forma de puntuar los textos. Eso seguro que te entretiene. Y luego están las cosas habituales –comenzó a enumerar Dani, con la voz convincente de quien pretende venderte la moto–: hincharte con el bufé del desayuno, llenando platos y platos con comida que no te vas a comer, cotillear conversaciones ajenas para saber si hablan mal de ti, buscar un grupo afín para poder destripar a gusto al resto de los asistentes, criticando sus horribles obras, de inmerecido éxito entre el público… Seguro que hay alguien que saca lo peor de ti y te hace sentirte mejor persona y autora.

El cinismo de Daniel la hizo sonreír. No era tan extraño que él sugiriese algo así, después de las horas que habían pasado juntos tratando de analizar los textos tanto de ella como de los demás autores a los que conocía. No había nada que le divirtiera más que criticar, fuera lo que fuera. Y era sorprendente lo útil que podía ser esa habilidad a veces.

–Eres malvado.

–Y a ti te encanta. Por una vez podrías dejar de ser una dama y decir lo que piensas sobre todo ese mundo y las criaturas que lo pueblan. Eso sí sería divertido, para variar. –Su voz sonó siniestra y con una vibración extraña, como si buscara incitarla a hacer lo que decía.

–Seguro que Roberto de Vega estaría encantado de verme perder los papeles.

Daniel rio, como si hubiera estado esperando que le nombrara justo a él. Habían hablado cientos de veces de Rob y, no sabía cómo se las arreglaban, pero siempre volvía a sus conversaciones.

–El troglodita no se pierde una. ¿Dan canapés gratis?

Rebeca lo recordó en el vestíbulo, rodeado de sus lectoras, regalando sonrisas a diestro y siniestro, dejándose adorar como si fuera un dios pagano. Por lo que atestiguaban sus vaqueros ceñidos, no era de los que se hinchaban a comida gratis en los eventos, más bien todo lo contrario.

–Pues él al menos se divierte. Deberías haberlo visto, dejándose sobar por las fans, con esa sonrisa de…

–¿Envidia? –la interrumpió Dani con sorna.

–¿Cómo voy a tener envidia por tocarle, estás loco? –Solo al hablar, se dio cuenta de que tal vez Daniel no se refería a eso, precisamente–. Las lectoras solo le hacen caso porque es guapo, y él cree que es por su talento, así que es ridículo.

Sabía que estaba diciendo incoherencias, pero Daniel no pareció notarlo.

–¿Te parece guapo? –Su voz se había vuelto áspera y dura, con un punto desagradable–. ¿Tengo que empezar a ponerme celoso?

Rebeca contuvo la respiración. ¿Había dado a entender un interés que no sentía por el cretino de Roberto de Vega?

–No seas idiota. Ese tipo es tan… no sé ni cómo calificarlo. Sería el último hombre en la Tierra en el que me fijaría.

Daniel permaneció en silencio. No sabía si estaba calibrando sus palabras o dándose cuenta de que no estaba siendo sincera del todo.

–Tengo que dejarte, preciosa –dijo de pronto, dándole a entender que, si no le había respondido antes, era porque estaba haciendo más cosas aparte de escuchar sus llantos–. Luego me cuentas lo horrible que es y lo mucho que lo odias.

Rebeca apretó los labios ante su tono de burla, pero no le dio tiempo a replicar antes de escuchar que había colgado. Dani no podía estar insinuando que fuera una exagerada o que hubiera mentido en algo. ¿O sí? Estaba claro que no se podía fiar de nadie, ni siquiera de él.

Menos mal que le quedaba el chocolate.

 

 

Roberto tiró la bolsa de viaje junto a la cama y miró la flor que todavía tenía en la mano. Sin saber por qué, llenó un vaso de agua en el baño y colocó la flor dentro. Tenía un aspecto horrible, pero algo le decía que viviría, al menos unas horas más.

Probó la cama. Estaba cansado del viaje en moto y para él todas las habitaciones de hotel eran la misma. Al menos ese colchón era cómodo y no de esos que se hundían bajo el peso de uno. O peor todavía, de esos como una piedra, que no se notaba la diferencia si te acostabas en el suelo. Sin darse cuenta, los ojos se le cerraron por sí mismos.

Los abrió de golpe al escuchar un gemido de placer femenino tan claro y fuerte como si se hubiera soltado en su misma habitación.

A pesar del agotamiento, su mente comenzó a imaginar a una pareja haciendo de todo menos hablar. Una mujer sexy y con curvas cabalgando sobre un hombre, mientras su larga cabellera rubia caía sobre su espalda…

–¿Rubia? –murmuró para sí. Nunca le habían gustado las rubias. Eran frías y estiradas. Pero en su cabeza, ella era rubia sin ambages.

Con una sonrisa pícara, aguzó el oído, pero no volvió a escuchar nada. Al parecer había acabado la fiesta. Lástima.

Con un gemido de dolor, se estiró todo lo largo que era, sintiendo que las articulaciones crujían deliciosamente. Decidió que se daría una ducha y saldría a dar una vuelta por el hotel, para ver qué ambiente se respiraba, o de lo contrario se quedaría dormido.

Hasta no hacía tanto tiempo, jamás se le habría ocurrido que podría asistir a un evento semejante, pero ahora era uno más, se obligaba a pensar cada vez. Tenía que fingir que le gustaban los falsos halagos, las búsquedas de favores, las sonrisas de plástico de la «competencia».

–Solo tres días –se dijo, levantándose de un saltito, que resultó más torpe y cansado de lo que habría deseado.

¿Solo? Ya el momento «entrada triunfal» le había costado un mundo. ¿Cómo resistían las grandes divas la enorme cantidad de eventos a los que asistían? Aguantar la sonrisa durante tanto tiempo tenía que ser perjudicial para las mandíbulas y los músculos faciales.

Abrió la bolsa de viaje y ordenó lo poco que había llevado. Dos pares de vaqueros gastados y viejos tan similares entre sí que no los distinguiría ni bajo tortura, unas cuantas camisetas básicas de algodón de distintos colores, una sudadera gris por si hacía fresco, ropa interior de sobra para un regimiento, algo por lo que su madre estaría orgullosa… Al acabar, su armario seguía escandalosamente vacío, pero él se sintió mejor. Nunca le habían gustado los hoteles, por impersonales y fríos, y hasta que no dejaba en ellos alguna muestra de vida humana, no empezaba a respirar a gusto.

Solo serían tres días, y el primero ya iba por la mitad. Sobreviviría.

 

 

Rebeca miró el reloj. Había quedado con su editora para comer en media hora. Pensó que no estaría mal dejarse ver por el vestíbulo. Era muy probable que hubiera fans deseosas de verla, sacarse fotos junto a ella y de que les firmara cualquier cosa con su nombre y una dedicatoria cariñosa. Además, era lo bastante temprano como para que no hubiera competencia a la vista.

Hizo un repaso mental de su aspecto: pelo perfecto y recogido en una coleta descuidadamente cuidada, ropa cómoda pero bonita y con un toque chic (había cambiado el traje de chaqueta por unos pantalones de lanilla grises anchos con corte a la cintura y una camiseta ancha color crema metida por dentro y que dejaba un hombro al aire. Sabía que ese conjunto marcaba su figura, que no era espectacular, pero no estaba mal del todo), un bolso enorme con libreta, bolígrafo, móvil (y provisiones de chocolate para las emergencias). En conjunto, parecía joven y desenfadada. Nadie notaría que la elección de esa ropa le había costado más de media hora de probar y descartar.

Estaba a punto de salir cuando se dio cuenta de que llevaba las gafas puestas. Cayó en la cuenta de que, con la escasa luz reinante en el hotel, no pegaría demasiado ponerse las de sol, también graduadas.

La palabra «lentillas» le hizo apretar los dientes. Si había algo que odiase más que a Roberto de Vega, eso eran sus lentillas. Nunca se había acostumbrado a llevarlas y comenzaba a lagrimear si las llevaba puestas más de una hora. Sus ojos sempiternamente húmedos le habían dado fama de sensible, pero preferiría no tener esa fama y poder llevar sus enormes y feas gafas de ver, con esa montura de pasta que en su momento le había parecido tan «de escritora», de intelectual, y ahora le parecía espeluznante.

Solo había un motivo por el que daría el paso definitivo para perderlas de vista para siempre, y sería operarse de la miopía. Como era una cobarde, todavía tendrían que pasar al menos dos siglos hasta que eso llegara, así que tendrían que vivir juntas al menos una temporada… de años.

De todas formas, debía reconocerlo: en el fondo, muy en el fondo, le favorecían, y en parte por eso no veía el momento de cambiarlas por unas de esas con monturas transparentes o metálicas. A veces era un castigo mantener la imagen de sí misma que había creado: siempre impoluta y sin un cabello fuera de lugar. En su imaginación, que las fans la vieran con esas gafas suponía un drama y un shock… sobre todo para ellas, acostumbradas a verla como la viva imagen de la perfección y el saber estar.

Sonrió con algo cercano a la condescendencia. Debía sacrificarse para que no se llevaran una decepción.

Una vez sin gafas y con las lentillas puestas, salió del cuarto y cerró la puerta a sus espaldas. Había dos puertas a su derecha y después, gracias a Dios, estaba el ascensor. Era complicado que pudiera tropezar con algo en esa corta distancia.

Su ojo derecho ya estaba lagrimeando para cuando llegó junto a las puertas del ascensor. El izquierdo pronto seguiría el camino del otro, como no podía ser menos. Evitó su reflejo en el espejo, para no llevarse un susto.

–Perdone, yo también bajo.

Se envaró al escuchar la voz masculina. Un pie calzado con una bota campera de cuero gastado y color indefinido hizo palanca para que las puertas automáticas no se cerrasen. Al encontrar el obstáculo, volvieron a abrirse, mostrando a la última persona a la que le gustaría entrever a través de las lágrimas.

Roberto la miró con sorpresa. Parecía tan contento de verla como ella de verle a él. Sin embargo, sería demasiado evidente salir en ese momento solo por no bajar unos pocos metros a su lado.

Apretó el bolso contra el costado y procuró clavar la mirada en cualquier cosa que no fuera él.

Roberto llevaba su habitual cazadora de cuero que había visto días mejores, al igual que sus vaqueros y sus botas. La camiseta al menos estaba limpia. Y olía a limpio también, con un lejanísimo toque de aroma de tabaco. El cabello castaño no había visto un peine en meses y tampoco se había afeitado esa semana. Parecía cansado, pero así y todo parecía capaz de salir a correr un maratón. O de juerga con sus fans, que era lo que seguro que haría esa misma noche. Una bacanal de alcohol, sexo y drogas, con camas redondas y gente desnuda gimiendo y sudando, y…

Olía bien…

Antes de darse cuenta, estaba aspirando profundamente.

 

 

¿Cuánto tardaría ese maldito aparato en bajar ocho pisos? Tenía la sensación de que llevaba allí dentro media vida. Nunca le había sucedido algo semejante, pero estaba empezando a ponerse nervioso.

Claro que algo tendría que ver que ella estuviera allí, haciendo cualquier cosa para evitar mirarle, mientras parpadeaba como una lechuza. Tomaba aire y volvía a echarlo como si estuviera a punto de desmayarse.

–¿Estás bien?

Ella lo miró por primera vez, con los pulmones llenos de aire, que soltó poco a poco, entreabriendo los labios de una forma que le hizo mirarla fijamente.

–Soy claustrofóbica.

La mentira era tan obvia que tuvo que sonreír, haciendo que ella volviera a parpadear. ¿Qué persona con claustrofobia bajaría en ascensor, y más alojándose en el octavo piso?

Una lágrima se deslizó por una de sus mejillas. Antes de darse cuenta, se la estaba limpiando con el pulgar. Su piel estaba caliente y era suave. Y se puso todavía más caliente al notar que la tocaba. De hecho, había enrojecido de tal modo que parecía a punto de estallar.

–¿Qué diablos crees que estás haciendo?

Roberto se preguntó eso mismo, al darse cuenta de que todavía no había apartado la mano de su rostro. La apartó como si quemara, aunque ella siguió mirándole como si fuera el mayor criminal de la historia solo por osar tocarla.

Cerró los dedos sobre la palma de modo inconsciente para guardar su calor y el extraño cosquilleo, que se borró al dejar de sentir el contacto de su piel.

–Lo siento –se disculpó, sintiéndose idiota.

El sonido de una campanilla les anunció que habían llegado al vestíbulo. No sabría decir cuál de los dos pareció más aliviado por ello.

Rebeca pasó junto a él, rozándole a su paso con aquel enorme bolso, dejando tras ella un rastro de perfume floral, fresco y sin un solo rastro de dulzura. Aspiró con fuerza y se maldijo en cuanto se dio cuenta de lo que estaba haciendo. Estaba claro que hacía demasiado tiempo que no se daba un revolcón si había algo en esa mujer que pudiera tentarle siquiera un poco.

3

 

 

 

 

 

–¿Conjuntivitis otra vez? Igual deberías ir a un oftalmólogo, porque no es normal que siempre estés así.

Rebeca murmuró las excusas habituales y se dejó besar por su editora, delgada y seca como una rama, pero dura como el acero. Si había alguien en el mundo del que pudiera decir que tenía miedo, esa era Eva Rejón, editora de Antorcha, una de las editoriales más grandes de España.

El restaurante del hotel combinaba una decoración a medio camino entre el barroco del vestíbulo y la modernidad de los dormitorios, creando un efecto extraño e incongruente. Terciopelo rojo y volutas para las sillas y cubertería modernísima e incómoda. Rebeca contempló los cubiertos y vasos, incapaz de distinguir cuál era para qué. Con suerte, no necesitaría hacerlo, porque iba a comer poco.

–Creo que es alergia –musitó Rebeca, fijando la mirada borrosa en la carta de la cafetería. Esperaba que tuvieran alguna ensaladita ligera y verde. En todo caso, no podía enfocar la vista como para comprobarlo y la conciencia le gritaba por las chocolatinas que se había comido en la habitación.

–Pues tu alergia coincide con los días en que no usas las gafas.

Eva había sonado inocente, pero era de esas personas que nunca hablaba sin tirar al blanco. Y sus balas nunca eran de fogueo. Sin necesidad de verla con claridad, supo que llevaba uno de sus habituales trajes de chaqueta, caros y elegantes, impersonales y con faldones largos para ocultar las cartucheras, y el cabello peinado con una coleta tan tirante que hacía que se le achinaran los ojos (y disimulaba las arrugas). Había sacado su cigarrillo electrónico y empezó a llenar la cafetería de vapor aromatizado con vainilla, lo que hizo que los ojos de Rebeca llorasen todavía más si cabe.

–No sé a qué te refieres…

Eva le soltó una vaharada repugnante en plena cara y rio.

–No quieres que se sepa que no ves tres en un burro. Yo creo que estás graciosa con esas enormes gafas que llevas. Te darían un aspecto intelectual que ahora no tienes.

Rebeca se limpió una lágrima y procuró no bizquear al responder.

–Las gafas no te hacen más lista, Eva.

–Pero hacen que lo parezcas. Y tu imagen empieza a estar pasada de moda. Igual un toque más intelectual favorece a tus ventas. El estilo bibliotecaria reprimida siempre ha estado de moda entre las autoras de romántica.

El golpe fue más fuerte de lo que esperaba antes de comer. Empezaba a pensar que Eva le estaba dejando un recadito, a su sutil manera.

–No es mi imagen lo que vende libros.

–Hoy en día todo vende libros, y la imagen personal forma parte de ello.

–Pues algunos tienen una imagen de zarrapastrosos y delincuentes y venden igual…

Pudo adivinar la sonrisa de Eva sin necesidad de mirarla.

–Rob vende por esa imagen de macarra que es capaz de arrinconarte en el ascensor y hacerte un hijo antes de que te des ni cuenta. Él lo sabe, y la explota a conciencia.

Rebeca sintió que se le pasaban las ganas de ensalada al recordar su olor en el ascensor. Se estremeció ante la idea de hacer… cosas… con él en el ascensor. Era un aroma sexy, no podía negarlo, pero el resto dejaba bastante que desear, con aquella ropa gastada y pasada de moda. No entendía qué le veían las lectoras a ese hombre.

Aspiró hondo con la intención de bufar con elegancia cuando su cerebro captó su olor otra vez. Cerca. Muy cerca.

 

***

 

–¿Qué hay para comer?

Rebeca exhaló todo el aire de los pulmones y empezó a toser como si estuviera a punto de ahogarse. Preocupado, Rob comenzó a darle palmaditas suaves en la espalda, que era lo que su madre le había dicho que había que hacer en esas ocasiones, pero ella, al sentir su contacto, saltó de la silla y lo miró como si la hubiera atacado con un cuchillo.

Parpadeando con esos ojos llorosos y tosiendo como si la vida le fuera en ello, Rebeca le miró, en guardia. Estaba claro que Eva, su editora en común, no le había dicho que iban a comer los tres juntos.

Ocultó su fastidio con una sonrisa encantadora y se sentó entre las dos.

–Tengo tanta hambre que me comería un caballo.

–Y seguro que lo matas antes con una lanza –creyó escuchar de labios de Rebeca, aunque, cuando la miró, ella había recuperado parte de su aspecto de diva irredenta.

–Estamos esperando a que alguien se digne a tomar nota, querido. Qué guapo estás, dame un beso.

Como siempre que se veían, Eva aprovechó para sobar todo lo que la decencia y la presencia de público le dejaban. Si no supiera que no lo hacía mal del todo, pensaría que publicaba su obra solo porque le gustaba un poco. La dejó disfrutar el tiempo que consideró necesario, hasta que pensó que era suficiente por ese día.

Escuchó cómo Rebeca fingía una tosecilla de embarazo. Seguía con los ojos llorosos, tanto que estuvo a punto de preguntarle si quería que la llevara al médico para que se los mirase. Todavía tenía las mejillas de un bonito tono rosado, que contrastaban de modo agradable con el rubio de su cabello, tan irreal como el color de sus uñas fucsias. Viendo sus cejas, de varios tonos más oscuros, se preguntó cuál sería el tono de pelo natural. ¿Castaño, rubio oscuro? Castaño cuadraría con sus ojos azules. Y él no tenía ni idea de por qué se preguntaba algo así.

Cogió la carta y trató de concentrar todos sus sentidos en ella, procurando olvidar los extraños pensamientos que le estaban acosando desde hacía unas horas. Esa mujer le odiaba, y ella no era su persona favorita en el mundo. Además, a él le gustaban morenas.

–¿No hay nada normal en esta carta? –gruñó–. Espárragos trigueros con emulsión de huevo y aceite virgen extra con un toque de limón. ¿Hacen falta tres líneas para decir espárragos con mayonesa?

Captó por el rabillo del ojo la expresión de indulgencia de Rebeca. Seguro que pensaba que era un garrulo que no había comido fino en toda su vida.

–Creo que tomaré eso, pero sin la emulsión –dijo ella, pestañeando pero sin poder evitar que sus ojos parecieran los de la Virgen de los Dolores.

–Claro, no vayas a coger un par de kilos de más –replicó, poniendo la barbilla sobre la mano y sonriendo con algo cercano a la simpatía–. Esos tobillitos no podrían sostener tu peso y el de tu ego.

–¿Pretendes darme lecciones de humildad? ¿Tú? Permíteme que me ría… –Acompañó sus palabras con una risa cruel y falsa que le hizo sentirse apuñalado en lo más hondo.

–Haya paz, chicos. Los dardos para el postre, tengo hambre –intervino Eva, aunque era evidente que estaba encantada con la situación, a juzgar por el leve sonrojo de sus mejillas, en general exangües, y el brillo de sus ojos–. Tanta pasión me abre el apetito.

¿Pasión? Rob se preguntó cuántos años tenía Eva, porque cualquiera diría que empezaba a chochear. Había que desvariar mucho para pensar que podía haber pasión entre esa mujer y él.

 

 

Bendito camarero, pensó Rebeca cuando al fin se allegó hasta su mesa un hombre con toda la pinta de un latin lover trasnochado. Lucía un cabello negrísimo pegado a la cabeza con fijador o aceite y el uniforme le apretaba en zonas donde no debería hacerlo. ¿Cómo era capaz de andar con unos pantalones tan estrechos?

–¿Qué van a tomar los señores? –preguntó con un acento cubano que hizo que Eva pusiera los ojos en blanco, en un éxtasis profundo. Siempre le habían gustado los acentos exóticos.

Fingió leer la carta, pero cada vez podía enfocar menos, lo cual le ahorraba tener que ver la cara de Roberto, que seguro que pensaba una respuesta a lo que le había dicho. Ella podía tener un ego como una catedral, pero era rápida respondiendo, y eso no se lo podía negar.

–Tomaré los espárragos, pero sin emulsión, gracias –respondió al camarero, que apuntó su pedido con un garabato que dudaba que pudiera ser capaz de leer después.

–Espárragos sin mayonesa para la dama –murmuró el latin lover entre dientes–. ¿Y ustedes?

La risa de Rob le crispó los nervios. Seguro que estaba encantado de haber encontrado a otro igual de burro que él. En su imaginación, le veía regodearse en su triunfo hasta la vejez. Pues ya podía aprovechar, porque sería la única vez que…

Sintió una mano cálida sobre la suya y se sobresaltó. Alzó la mirada y ahí estaba él, tan cerca que era capaz de enfocarle. Sus ojos oscuros estaban enmarcados por unas pestañas negras que serían la envidia de muchas. Y sonreía con esos labios tan bien dibujados que seguro eran capaces de hacer maravillas en el cuerpo de una chica.

–¿Vino? ¿Blanco o tinto? –le preguntó, bajando la voz en un susurro grave e incitante.

–Blanco –respondió, diciendo lo primero que se le ocurrió, preguntándose si estaba cogiendo una infección ocular que le llegaba al cerebro, porque era la única explicación de que le encontrara atractivo.

–Estupendo –dijo él, dándole una palmadita en la mano antes de girarse hacia el camarero–. Blanco para las señoras y una cerveza para mí, gracias.

¿Señora? Toda la lejana atracción que podía haber sentido, causada por algún tipo de trauma pasajero, se evaporó al escuchar esa palabra. ¿Cuántos años creía ese maldito desharrapado que tenía?

–Perdonadme, voy al baño.

Si seguía sentada allí un minuto más, iba a estamparle el plato en la cabeza. Y Eva la mataría por acabar con el niño de sus ojos. ¡Cuánto había que sufrir para tener contenta a la que le daba de comer!

 

 

La había ofendido de alguna forma, pensó. ¿Acaso había sido que había pedido el trozo de carne más grande que tuvieran cuando ella solo comía ensalada? Igual era una de esas locas vegetarianas que se fotografiaba desnuda con el cuerpo manchado de pintura y cara de mártir…

–No, borra eso. Nada de desnudos –murmuró, cerrando los ojos.

–¿Decías algo, cariño? –La voz ronca de Eva le hizo abrirlos de golpe. No sabía si era sensación suya, pero su editora parecía más cariñosa de lo habitual.

–Pensaba en una escena de mi próxima novela –mintió, improvisando a toda prisa.

–¿Ah, sí? ¿Y de qué trata? Dime que será mía y yo seré tuya.

Roberto sintió que sus mejillas se teñían de rojo como no le sucedía a menudo. Y no solo por sus palabras, sino por el pie desnudo que estaba comenzando a subir entre sus piernas, directo a una parte de su anatomía que no estaba deseosa para nada de su contacto.

–Trata de una pareja que come junta y él la imagina… desnuda…

Se dio cuenta de que no eran las palabras ideales para la situación cuando, además de un pie, sintió una mano fuerte y huesuda en el muslo.

–¿Y es una escena muy cachonda? Me encantan esas escenas si las haces tú.

Roberto se levantó como tocado por un rayo cuando tanto el pie como la mano de Eva alcanzaron su objetivo.

–Yo también voy al baño.

Sintió la risa grave y espeluznante de Eva a sus espaldas mientras escapaba como un cobarde del comedor.

–¡Recuerda que te estoy esperando, pimpollo!

 

 

¿Dónde diablos estaba? Siempre tenía alguna de reserva para casos urgentes como aquel. Recordaba que había metido una antes de salir de la habitación, estaba convencida de que…

Cuando su mano tocó la chocolatina en el fondo del bolso, Rebeca soltó un suspiro de alivio. La abrió, ansiosa, y se metió un trozo en la boca. Más tarde pensaría que era algo preocupante que el chocolate constituyera su terapia favorita, pero ahora no tenía ganas de pensar.

Sintió la onza deshacerse en su boca al entrar en contacto con su calor, soltando todo tipo de aromas y sabores deliciosos.

Apoyada contra la pared, sintiendo que el frío de los azulejos atravesaba la tela de la camiseta, cerró los ojos y gimió, larga y quedamente.

Un ruido a su lado la hizo abrir los ojos de golpe. Aunque los tenía muy irritados, fue capaz de ver la cara de sorpresa de Rob, que la miraba como si se encontrase ante una desconocida. Con la boca todavía llena de chocolate, trató de hablar, pero no fue capaz.

–Ha sonado bueno –le escuchó decir antes de que ella corriera a encerrarse en el retrete, huyendo de su mirada curiosa y con un punto de deseo.

 

 

Era ella.

La mujer a la que había escuchado al otro lado de la pared en su dormitorio. Los dos estaban en la octava, no podía ser nadie más. Además, reconocería ese gemido de placer primario en cualquier sitio. Lo que jamás habría imaginado era que se lo causara el chocolate. A saber cómo sonaría cuando lo compartía con alguien en la cama.

Alto. Peligro. Nada de pensar en Rebeca en una frase que contuviera las palabras cama, compartir y gemido. Esa mujer no le atraía lo más mínimo y su cabeza no la imaginaba con la melena rubia desperdigada sobre la almohada mientras gemía y gemía, y no precisamente a causa del chocolate.

Ante sus ojos, Rebeca se irguió, aunando toda la dignidad de la que era capaz, y escapó casi corriendo, como la cobarde que era.

De acuerdo, no le caía bien, pero era la mujer que gemía al otro lado de la pared, y eso cambiaba las cosas. Porque Rebeca Sáez de Heredia había dejado de ser una figura de cera y había demostrado ser una mujer capaz de gemir como una mujer llena de deseo, aunque fuera por culpa del chocolate, y eso lo cambiaba todo de forma radical.

 

 

–Habéis tardado mucho los dos. ¿Habéis estado haciendo algo indebido en el baño?

Rebeca, que acababa de sentarse, estaba pensando en el mejor modo de escapar sin dejar de parecer una dama, cuando vio que Rob volvía del baño. Por su actitud, nadie diría que acababa de verla en una situación comprometida.

–No digas bobadas –gruñó.

Eva rio, con esa risa cascada de fumadora empedernida, y se acercó a ella, tanto que su aroma combinado de perfume, humo de vainilla y tabaco real casi la ahogó.

–Pues yo porque no se deja, que me lo tiraba en esta misma mesa hasta que me suplicara clemencia. Pero, si no te gusta, más para mí.

La imagen de Eva devorando a Rob sobre la mesa cual mantis religiosa hizo que olvidara parte de sus tensiones. Se lo merecía por indiscreto y bruto.

Otra vez su olor le precedió, esta vez mezclado con el del jabón floral del baño. Parecía que la falta de vista estaba aguzando sus otros sentidos, porque hasta pudo notar las notas amaderadas de su colonia. La combinación no le desagradaba, si es que había algo en él que pudiera agradarle.

La llegada de la comida les impidió hablar durante largo rato, y ella lo agradeció. Lo último que deseaba era tener que levantar la vista de su plato para volver a ver esa mirada oscura sobre ella. Tenía que actuar como si nada hubiera pasado, y lo haría como si le fuera la vida en ello.

Llegó el postre, que ella descartó, a su pesar, y el camarero trajo el café. Al pasar a su lado, la rozó con un muslo aprisionado en la tela y la miró de modo incitante, poniendo morritos y sonriendo como si fuera un capricho divino.

Miró a los demás, pero nadie parecía haberse dado cuenta de ello. Trató de evitar mirar al camarero, para que no entendiera que había comprendido su invitación a sexo salvaje. Él captó el mensaje y desapareció, haciendo sus morritos más turgentes, haciéndole saber lo que se estaba perdiendo.

Rebeca lo olvidó pronto. Eva, por una vez, se lo puso fácil. Había vuelto a encender su apestoso cigarro electrónico y echaba nubes de vapor en su dirección. Su mirada calculadora casi había desaparecido entre los arrugados y colgantes párpados, pero la conocía lo suficiente como para saber que se avecinaba algo, y no necesariamente bueno. Toda aquella puesta en escena no podía deberse a querer comer con ellos dos, por mucho que dijera apreciarlos. Eva no era de esas. Ella no tenía corazón. No al menos uno de esos que laten por lo que lo hacen los del resto de la gente. El de ella lo hacía por cifras de ventas y porcentajes, y ellos eran porcentajes andantes, por eso los quería un poco más que al resto.

–No os he invitado a comer porque me guste vuestra compañía –dijo, confirmando las sospechas de Rebeca, aunque, a la vez, su mirada calurosa hacia Rob negaba sus palabras, pero se mordió la lengua–. Quiero hablar del premio y de lo que pasará si ninguno de los dos gana.

4

 

 

 

 

 

El premio. El Corazón Dorado al mejor autor o autora de romántica del país. El más importante de los cientos que se concedían cada año. Hasta hacía bien poco, había sido siempre para alguna mujer, pero desde que los hombres habían decidido dedicarse también a escribir novelas románticas eran una seria competencia para cualquier dama de la literatura rosa.

Era un clamor que ese año solo había tres candidatos a ganarlo, o por lo menos con opciones reales, a no ser que surgiera una hecatombe. Y dos de ellos estaban sentados en esa mesa en ese instante, mirando a su editora con cara de idiotas.

–La editorial necesita ese premio –sentenció Eva, como si hubiera algo en sus manos a esas alturas, cuando el ganador estaba ya más que decidido.

Se suponía que la votación era llevada a cabo por un grupo de blogueras y lectoras en un lugar tan secreto y con unos criterios tan selectos que se podía comparar con la elección del nuevo papa. El fallo inapelable debía de estar en la mesilla de noche o en la caja fuerte de las organizadoras a esas alturas. Y cualquiera de los tres sentados en esa mesa daría lo que fuera por conocerlo.

–¿Para qué lo necesita? –preguntó Rob, diciendo las palabras que Rebeca no osaba decir. En esos casos, venía bien tener a un estúpido bocazas al lado para hacer el trabajo sucio.

Eva le miró de aquella manera tan particular y que Rebeca se atrevió a calificar de obscena. La editora tomó la mano de su autor favorito y se la llevó a su propio pecho.

–El prestigio que nos dé hará que la competencia simplemente desaparezca. Y eso nos interesa a todos.

–¿Y qué pasa si ninguno de los dos gana? –Rob otra vez. Desde luego, ese hombre no era de los que se quedaba con las ganas de saber nada.

–Que tendremos que replantearnos la… situación.

Rebeca sintió que se le humedecían los ojos, y esa vez no estaba segura de que las lentillas tuvieran la culpa de ello. Más presión era lo último que necesitaba en ese momento. Precisaba de tranquilidad, calma, zen, y todas esas cosas modernas y maravillosas para poder concentrarse en su nueva obra, esa que no salía ni a tiros.

–¿Qué situación?

¿Ese hombre era incapaz de callarse? Rebeca palmoteó por la mesa hasta que dio con la copa de vino, que esperaba que estuviera llena, porque lo necesitaba.

Eva se giró hacia él, perdiendo parte de su aparente cariño por el camino.

–Rob, amorcito… –El corazón de Rebeca se encogió como cada vez que escuchaba algo similar dirigido a ella. Por suerte, esta vez el damnificado sería otro–. No me gustaría pensar que eres tonto. Guapo y tonto es una buena combinación para otros menesteres, pero aquí se paga caro el tener un cerebro de mosquito.

Rebeca se atragantó con el vino. Él la miró con cara de pocos amigos, pero no pudo evitar la risa.

 

 

Era la primera vez que la veía reírse de ese modo. Siempre que habían coincidido, en distintos eventos y presentaciones a lo largo de toda la geografía española, ella siempre había, como mucho, esbozado una sonrisa neutra, pero llena de encanto. Que la primera vez que la viera así fuera a su costa no era lo más agradable que se le ocurría. Aunque, por otra parte, ¿quién era él para arrebatarle un momento de felicidad a alguien que parecía necesitarlo más que nadie?

–Los premios no harán que vendamos más –dijo con voz amarga.

–Pero os darán prestigio, y Dios sabe que lo necesitáis. –La voz de Eva al decir las últimas palabras había sonado seca e irónica de un modo hiriente–. Y, además, ¿de dónde sacas que no hacen que se venda más?

Rob se apoyó contra el respaldo y se tomó todo el tiempo del mundo para responder.

–Porque da la casualidad de que yo gané varios cuando escribía… ahora no viene al caso lo que escribía, pero te aseguro que el prestigio no te da de comer.

Rebeca lo miró con interés. Incluso había desaparecido el brillo acuoso de sus ojos y era capaz de enfocarle bien. En ese momento estaría haciendo un repaso mental de todos los premios que conocía y preguntándose quién había sido tan idiota como para darle uno justo a él.

–Pero es agradable recibirlos.

Había hablado con timidez, como si temiera haber sido demasiado indiscreta. Ella había ganado varios galardones por su carrera, pero ninguno tan prestigioso como el que se otorgaría al día siguiente.

–Lo es –dijo, girándose hacia ella con una sonrisa tierna–. Es como tener un orgasmo, ¿no crees?

–No, yo…

Rebeca reculó tan rápido que estuvo a punto de caer de la silla. No sabía qué diablos le estaba pasando con esa mujer. Era como si algo le obligara a provocarla hasta poder ver su cara real.

–¿No tienes orgasmos?

La vio sonrojarse de tal manera que no habría bastado un huracán para rebajar su vergüenza. En su cabeza resonaron los gemidos que había escuchado en su boca. Parte de su calor se instaló en su propio cuerpo, sorprendiéndole. Peligro.

–¡Niños, os desviáis del tema! –exclamó Eva, dando una palmada. Parecía a la vez divertida y algo celosa por la atención que despertaba Rebeca en él–. Hablábamos del premio que vais a ganar para mí.

Rob se giró hacia ella. Si había algo que le molestara en ese mundo, era que la gente se fijara en todo menos en lo importante: el trabajo de creación de una obra literaria. Él había dejado un tipo de literatura muy distinto creyendo que era un grupo demasiado cerrado para todo, excepto para la búsqueda de halagos y atención, pero empezaba a darse cuenta de que las autoras y las lectoras de romántica eran tan cerradas a su modo como los de terror. Tal vez todo el mundo literario, en los distintos géneros, lo era a su modo.

–¿Me despedirás si no gano? –preguntó, más serio de lo que había estado jamás.

Eva parpadeó un par de veces, sorprendida de que fuera tan al grano.