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¡¡¡NUEVA EDICIÓN REVISADA EN E-BOOK!!! Disfruta de la serie superventas del detective de la Sección Especial de Homicidios Robert Hunter, escrita por el autor bestseller Chris Carter. Ahora en una nueva edición revisada en español. Tú podrías ser su próxima víctima. Si te atrapa, desearás morir cuanto antes. El cuerpo desfigurado de una mujer brutalmente asesinada es hallado en una cabaña abandonada en el Parque Nacional de Los Ángeles. Está desnuda, atada a dos postes de madera y con la cara desollada cuando aún estaba viva. En la nuca tiene grabado un extraño símbolo, un crucifijo doble: la firma de un psicópata conocido como el Asesino del Crucifijo. Pero no es posible que sea él, porque fue detenido y ejecutado dos años atrás. ¿Podría tratarse de un imitador, alguien con acceso a los detalles de los primeros asesinatos, detalles complejos que nunca se habían hecho públicos? ¿O acaso el detective Robert Hunter tendrá que hacer frente a lo inconcebible? ¿Andará aún suelto el auténtico Asesino del Crucifijo, dispuesto a embarcarse en una nueva matanza indiscriminada y sádica? Robert Hunter y su novato compañero están a punto de adentrarse en una pesadilla que supera toda imaginación y donde el concepto de una muerte piadosa no existe. --- «Un espeluznante y compulsivo retrato de un psicópata que sitúa a Carter al nivel de Jeffery Deaver». Daily Mail ⭐⭐⭐⭐⭐ «"El asesino del crucifijo" es definitivamente una lectura obligatoria. Con el trasfondo del autor en psicología criminal, se convierte en un escalofriante thriller que pone los pelos de punta». What's Good To Read ⭐⭐⭐⭐⭐ «Un thriller policiaco ingenioso y muy bien escrito con un final asombroso». Chat About Books ⭐⭐⭐⭐⭐ «El ritmo es vertiginoso, la historia te atrapa desde el primer segundo y no puedes parar de leer». Reseña en Goodreads ⭐⭐⭐⭐⭐ «Una lectura inquietante y estremecedora». Reseña en Goodreads ⭐⭐⭐⭐⭐
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Seitenzahl: 542
Veröffentlichungsjahr: 2020
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El asesino del crucifijo
EL ASESINO DEL CRUCIFIJO
El asesino del crucifijo
Título original: The Crucifix Killer
© 2018 Chris Carter. Reservados todos los derechos.
© 2018 Jentas A/S. Reservados todos los derechos.
Traducción Luis Arcádio Galindo Lopez,
© Traducción, Jentas A/S. Reservados todos los derechos.
ePub: Jentas A/S
ISBN 978-87-7107-577-9
Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin la autorización escrita de los titulares de los derechos de la propiedad intelectual.
A Samantha Johnson por, simplemente, serlo todo.
Uno
Viernes, 5 de agosto, 10:25 a. m.
—Sí... Detective Hunter al habla.
—Hola, Robert, tengo una sorpresa para ti.
Hunter se quedó paralizado, la taza de café casi se le cayó de las manos. Conocía muy bien esa voz robótica. Sabía que, cuando esa voz le llamaba, solo podía significar una cosa: un nuevo cadáver mutilado.
—¿Has sabido algo de tu compañero últimamente?
Los ojos de Robert buscaron con rapidez a Carlos Garcia por la estancia, en vano.
—¿Alguien ha visto a Garcia desde esta mañana? —gritó por toda la oficina, después de apretar el botón de silencio de su teléfono móvil.
Los demás detectives intercambiaron una mirada silenciosa y desconcertante, y Hunter supo la respuesta antes de oírla.
—No desde ayer —respondió el detective Maurice, haciendo un gesto de negación con la cabeza.
Hunter pulsó el botón de silencio otra vez.
—¿Qué le has hecho?
—¿Me vas a prestar atención ahora?
—¿Qué le has hecho? —le exigió Hunter con voz firme.
—Como he dicho, es una sorpresa, Robert —dijo la voz robótica riendo—. Pero te daré una oportunidad para que marques la diferencia. Puede que esta vez te esfuerces más. Ve al cuarto de lavandería que hay en el 122 de Pacific Alley, en Pasadena Sur, en la próxima hora. Si traes refuerzos, muere. Si no llegas en una hora, muere. Y créeme, Robert: será una muerte muy lenta y dolorosa.
La línea se cortó.
Dos
Corriendo y dando grandes saltos, Hunter bajó las escaleras del edificio situado al este de Los Ángeles. Cuanto más bajaba, más oscuro estaba y más calor hacía. Tenía la camiseta empapada de sudor. Los zapatos ajustados le apretaban los pies.
—¿Dónde diablos está el cuarto de lavandería? —musitó en cuanto llegó al sótano.
Al final del pasillo salía un rayo de luz por debajo de una puerta cerrada. Corrió hacia ella gritando el nombre de su compañero.
No hubo respuesta.
Hunter sacó su pistola Wildey Survivor de doble acción y se puso de espaldas a la pared, a la derecha de la puerta.
—Garcia...
Silencio.
—Novato, ¿estás ahí dentro?
Un golpe seco atenuado salió del interior de la habitación. Hunter apretó el percutor de su arma y cogió aire.
—¡A la mierda!
Aún de espaldas contra la pared exterior, abrió la puerta con la mano derecha y, con un movimiento bien ensayado, se giró hacia el interior de la habitación buscando un objetivo con el arma. El insoportable olor a orina y vómito lo obligó a retroceder y toser con violencia.
—Garcia... —lo volvió a llamar desde la puerta.
Silencio.
Desde fuera, Hunter no podía ver mucho. La luz de la bombilla que colgaba sobre una mesa de madera en el centro de la habitación era demasiado débil para alumbrar lo suficiente. Volvió a respirar hondo y entró de nuevo. Lo que vio le revolvió el estómago. A Garcia estaba clavado en una cruz de tamaño natural dentro de una caja de metacrilato. La fuerte hemorragia de las heridas había formado un charco de sangre en la base de la cruz. No llevaba nada puesto, a excepción de la ropa interior y una corona de alambre de púas en la cabeza, con los gruesos clavos de metal perforándole la piel. La sangre le surcaba el rostro. Garcia parecía inánime.
«Llego demasiado tarde», pensó Hunter.
Al acercarse a la caja, a Hunter le sorprendió ver un monitor de electrocardiograma en el interior. La onda alcanzaba el punto más alto levemente y en intervalos constantes. Garcia seguía con vida; por el momento.
—¡Carlos!
Ningún movimiento.
—¡Novato! —gritó.
Con gran esfuerzo, Garcia consiguió entreabrir los ojos.
—Aguanta, colega.
Hunter inspeccionó la habitación poco iluminada. Era grande, unos diecisiete metros por catorce, supuso. Trapos sucios, jeringuillas usadas, pipas de crack y cristales rotos cubrían el suelo. En un rincón, a la derecha de la entrada, vio una silla de ruedas vieja y oxidada. Encima de la mesa de madera del centro de la habitación, había una cinta de casete en la que ponía «Reprodúceme» en grandes letras de color rojo. Pulsó el botón y la ya familiar voz robótica salió con estrépito de los pequeños altavoces.
—Hola, Robert. Doy por hecho que lo has conseguido a tiempo. —Pausa—. Sin duda alguna, te habrás dado cuenta de que tu amigo necesita ayuda, pero para que puedas ayudarlo tendrás que jugar según las reglas... Mis reglas. Es un juego sencillo, Robert. Tu amigo está encerrado en una caja a prueba de balas, por lo que dispararle no te servirá de ayuda. En la puerta encontrarás cuatro botones de colores. Uno de ellos abre la caja; los otros tres, no. Tu tarea es simple: elije un botón. Si aprietas el correcto, la puerta se abrirá, podrás liberar a tu compañero y salir de la habitación.
Una oportunidad entre cuatro de salvar a Garcia. «Parece que no hay grandes posibilidades», pensó Hunter.
—Ahora viene la parte divertida. —La cinta de casete continuaba—. Si aprietas cualquiera de los otros tres botones, una corriente ininterrumpida de alto voltaje se enviará de forma directa a la corona que hay en la cabeza de tu amigo. ¿Has visto alguna vez lo que le pasa a un ser humano cuando se está electrocutando? —le preguntó la voz con sonrisa escalofriante—. Los ojos explotan, la piel se arruga como si fuese bacon, la lengua se enrolla en la boca hasta morir asfixiado, la sangre arde, las venas revientan y las arterias se abren. Es una escena más que exquisita, Robert.
El corazón de Garcia trabajaba a toda marcha. Hunter veía cómo la línea crecía con rapidez en la pantalla del monitor.
—Y ahora lo realmente divertido...
Hunter sabía que el artilugio de la corriente eléctrica no podía ser la única sorpresa de aquella habitación.
—Detrás de la caja he colocado explosivos suficientes para arrasar la habitación en la que te encuentras. Los explosivos están unidos al monitory si dejara de mostrar señales de vida... —Una pausa más larga esta vez. Hunter sabía qué iba a ser lo siguiente en decir la voz robótica—. Bum... la habitación salta por los aires. Como puedes ver, Robert, si aprietas el botón equivocado, no solo verás morir a tu amigo sabiendo que tú lo has matado, sino que poco después tú también morirás.
A Hunter el corazón le latía salvajemente contra el pecho; el sudor le caía por la frente, escociéndole los ojos; las manos le temblaban, pegajosas.
—Pero tienes una oportunidad, Robert. No tienes por qué salvar a tu compañero, puedes salvarte tú. Lárgate y déjalo morir solo. Nadie más que tú lo sabrá. ¿Podrás vivir con eso? ¿Te jugarás la vida por él? Elige un color, tienes sesenta segundos. —Un fuerte sonido se escuchó en la grabadora antes de quedarse en silencio.
Hunter vio encenderse una pantalla digital roja encima de la cabeza de Garcia: 59, 58, 57...
Tres
Cinco semanas antes
Jenny se frotó los ojos antes de levantarse de la ajetreada mesa del Vanguard Club, en Hollywood, con la esperanza de no parecer tan cansada como estaba.
—¿A dónde vas? —le preguntó Rey-T, mientras daba un trago al champán.
Bobby Preston era el camello más conocido del noroeste de Los Ángeles, pero nadie le llamaba nunca por su verdadero nombre, todo el mundo lo conocía como Rey-T. La «T» venía de «Traficante» puesto que traficaba con casi todo: drogas, chicas, coches, armas; por un precio adecuado, te agenciaba cualquier cosa que quisieses.
Jenny era de lejos su chica más despampanante. El color y bronceado de su piel eran impecables, y su cara y sonrisa perfectas podían cautivar a cualquier hombre en la tierra; a Rey-T no le cabía ninguna duda de ello.
—Necesito retocarme el maquillaje. Volveré enseguida, cariño. —Le lanzó un beso y salió de la exclusiva sala vip aún con la copa de champán en la mano.
Jenny no podía beber más alcohol, no porque estuviera borracha, sino porque era su quinta noche consecutiva de fiesta y no podía más. No pensaba que su vida terminaría así. Nunca pensó que se convertiría en una prostituta. Rey-T siempre le había asegurado que no era una prostituta. Entretenía a hombres de clase alta con un excesivo buen gusto y, obviamente, con mucho dinero, pero al final del día mantenía sexo a cambio de dinero. Para ella, eso la convertía en una puta.
La mayoría de los clientes de Jenny eran viejos millonarios pervertidos que buscaban algo que no podían conseguir en casa. El sexo no se limitaba a la postura normal y corriente del misionero. Todos querían que su dinero mereciera la pena. Sumisión, BDSM, azotes, deportes acuáticos, sexo atada a la cama, cualquier cosa. Lo que fuera que quisieran, Jenny tenía que facilitárselo. Pero esa noche no estaba trabajando. No le pagaban por hora. No había salido con uno de sus agotados clientes. Había salido con su jefe y tenía que divertirse hasta que él lo dijera.
Jenny había ido al Vanguard Club muchas veces. Era uno de los lugares que Rey-T más frecuentaba. No se podía negar que el club era una fantasía de un lujo magnificente, desde su enorme pista de baile hasta su gran escenario de espectáculos lumínicos. El Vanguard podía dar cabida a dos mil personas y esa noche el club estaba lleno hasta los topes.
Se dirigió a la barra que había más cerca del aseo de señoras y en la que dos camareros parecían ir de culo. El club entero era un atolladero de gente guapa, la gran mayoría de ellos tenían entre veinte y treinta y pocos años de edad. Jenny era totalmente ajena a los dos ojos que la habían seguido desde la sala vip hasta la barra. Unos ojos que habían estado encima de ella toda la noche. De hecho, la habían estado siguiendo durante las últimas dos semanas, de club nocturno en club nocturno y de hotel en hotel; observándola mientras fingía pasarlo bien, como si disfrutara de todos y cada uno de sus clientes.
—Ey, Jenny, ¿estás bien? Pareces un poco cansada. —Pietro, el camarero de pelo largo, le preguntó conforme se acercaba a la barra. Aún hablaba con un leve acento hispano.
—Estoy bien, cielo. Supongo que demasiada fiesta —le respondió con poco entusiasmo, después de echarse un vistazo en uno de los espejos de la barra. Sus hipnóticos ojos azules parecían haber perdido un poco de chispa esa noche.
—Los malos no descansan, ¿eh? —El comentario de Pietro vino con una tímida sonrisa.
—Esta noche, no. —Jenny le devolvió la sonrisa.
—¿Puedo ofrecerte algo?
—No, estoy bien. Aún estoy con esta. —Levantó la copa de champán parpadeando con sensualidad—. Solo necesito escaparme de la fiesta un rato.
Pietro y Jenny habían flirteado un par de veces, pero él nunca había dado el paso. Sabía que era de Rey-T.
—Bueno, si necesitas cualquier cosa, dame un grito. —Pietro volvió a sus cócteles y botellas voladoras.
Una mujer de cabello oscuro que estaba en la otra punta de la barra muriéndose de ganas por llamar su atención miró a Jenny con unos ojos asesinos que decían «Apártate, puta, yo lo vi primero».
Jenny se pasó la mano por el cabello, largo y rubio como el trigo, dejó la copa de champán en la barra del bar y se dio la vuelta para mirar la pista de baile. Le encantaba la atmósfera del bar. Toda esa gente pasándolo bien, bailando, bebiendo y encontrando el amor. «Vale, puede que el amor no —pensó—, pero al menos tienen sexo por placer, no por dinero». Quería ser como ellos. No cabía duda alguna de que esa no era la vida hollywoodiense con la que soñaba cuando dejó Idaho seis años atrás.
La fascinación de Jenny Farnborough por Hollywood empezó cuando tenía doce años. El cine se convirtió en el refugio de las interminables disputas entre su sumisa madre y su más que agresivo padrastro. Las películas se convirtieron en su vía de escape, el vehículo que podía llevarla a lugares donde nunca antes había estado y de los que quería formar parte.
Jenny sabía que el sueño hollywoodiense no era más que una fantasía. Algo que solo existía en novelas románticas y películas llenas de clichés, y había leído y visto muchas de ellas. Tenía que admitir que era una soñadora, pero tal vez no era algo tan malo. Quizá, ella sería la afortunada. No tenía nada que perder.
A los catorce años empezó su primer trabajo como chica de las palomitas. Jenny guardó cada céntimo que ganó y, cuando cumplió los dieciséis, había ahorrado lo bastante para marcharse de aquella ciudad dejada de la mano de Dios. Se juró que nunca volvería a Idaho. Jenny nunca llegó a saber lo de la sobredosis de somníferos de su madre tan solo una semana después de que ella se marchara.
Hollywood era todo lo que se esperaba. Un lugar mágico lleno de gente guapa, luces y fantasías, pero la dura realidad de la vida en la ciudad de Los Ángeles distaba mucho de las ilusiones que se había creado. Los ahorros no le duraron mucho, y sin una educación profesional, los rechazos empezaron a apilarse como ropa sucia. Su hermoso sueño poco a poco empezó a convertirse en una pesadilla.
Wendy Loutrop, otra aspirante a actriz en apuros, le presentó a Rey-T. Al principio, rechazó todas las proposiciones que le hizo. Había oído toda clase de historias de mujeres hermosas que habían llegado a Hollywood soñando con convertirse en estrellas para terminar trabajando en la calle o en la industria del cine porno. Ella estaba decidida a no rendirse. No quería convertirse en otra historia de fracaso, pero su orgullo tuvo que pasar a un segundo plano ante su instinto de supervivencia, y tras varios meses de llamadas telefónicas y regalos caros, Rey-T se había hecho con una nueva chica.
Jenny no llegó a darse cuenta de la mano que vertía un líquido incoloro en su copa de champán. Tenía la mirada aún puesta en la multitud que bailaba.
—Hola, preciosa. ¿Puedo invitarte a un trago? —le preguntó con una sonrisa brillante un hombre alto y rubio, de pie a su derecha.
—Ya tengo una copa, pero de todas formas gracias por el ofrecimiento —le respondió, educada, sin cruzar la mirada con el extraño.
—¿Estás segura? Podría pedir una botella de Cristal. ¿Qué me dices, preciosa?
Jenny se volvió y lo miró. Iba vestido de forma elegante, con un traje de Versace gris oscuro, una camisa blanca clara de cuello rígido y una corbata azul de seda. Sus ojos verdes eran su rasgo más llamativo. No le quedó más remedio que admitir que era un hombre atractivo.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó, forzando una sonrisa.
—Me llamo Carl, y es un placer conocerte —le dijo, ofreciéndole la mano.
En vez de estrechársela, Jenny le dio un trago a la copa.
—Mira, Carl, eres un tipo bastante guapo, no te lo voy a negar —su voz era tenía ahora un tono más dulce—, pero intentar ligar con una chica exhibiendo tu dinero no es una gran idea, sobre todo en un lugar como este. Nos hace sentirnos baratas. A no ser que estés buscando una chica guapa y tonta. ¿Es eso lo que estás buscando?
—Oh... ¡No! —Carl se toqueteaba la corbata con nerviosismo—. Lo siento, no era esa mi intención, preciosa.
—Entonces, ¿no buscas una chica que te anime la fiesta y que te haga pasar un buen rato de verdad? —le preguntó, y bebió más champán, esta vez clavándole la mirada.
—No, por supuesto que no, cariño. Solo intentaba que bebiéramos cordialmente, y si había algo de química entre nosotros... —Dejó que la frase flotara en el aire encogiéndose de hombros.
Con mucho cuidado, le pasó los dedos por la corbata y tiró hacia ella.
—Es una lástima que no busques una chica —le susurró al oído.
La sonrisa de Carl se evaporó en una mirada confusa.
—Te podría haber dado el número de mi chulo, está ahí mismo. —Señaló con el dedo hacia la sala vip, con una sonrisa sarcástica en los labios.
Carl entreabrió la boca como si fuera a decir algo, pero de ella no salió palabra alguna.
Jenny se terminó la copa, parpadeando con sensualidad, antes de alejarse de la barra para ir al aseo de señoras.
Los ojos aún la seguían.
«No tardará mucho. La droga hará efecto pronto».
Mientras se retocaba los labios, empezó a sentirse mareada. Sabía que algo no iba bien. De repente, se sintió muy acalorada y febril. Parecía que las paredes se le caían encima. Le costaba trabajo respirar e intentó llegar hasta la puerta rápidamente. Tenía que salir de allí.
Al salir del aseo de señoras tambaleándose, el lugar entero daba vueltas a su alrededor. Quería volver a la mesa de Rey-T, pero las piernas no le respondían. Estaba a punto de derrumbarse en el suelo cuando un par de manos la sujetaron.
—¿Te pasa algo, preciosa? No pareces estar muy bien.
—No me encuentro bien. Creo que necesito...
—Necesitas tomar el aire. Aquí dentro está muy cargado. Ven conmigo, te ayudaré. Salgamos de aquí un rato.
—Pero... —Jenny empezaba a no articular las palabras—. Tengo que decirle a Rey... Tengo que volver...
—Más tarde, preciosa. Ahora tienes que venir conmigo.
Nadie vio a Jenny y al extraño dirigirse a la salida.
Cuatro
—Sí, detective Hunter al habla —respondió al sexto tono. Tenía la voz grave y las palabras le salían despacio, revelando las pocas horas que había dormido.
—Robert, ¿dónde diablos te has metido? El capitán lleva dos horas detrás de ti.
—Novato, ¿eres tú? ¿Qué hora es? —Hacía solo una semana que le habían asignado un nuevo compañero, Carlos Garcia, tras la muerte de su otro compañero.
—Las tres de la mañana.
—¿De qué día?
—Mierda, tío... Lunes. Mira, más vale que vengas aquí y eches un vistazo a esto, tenemos un homicidio bastante complicado entre manos.
—Somos de la Sección Especial de Homicidios, Carlos. Lo único a lo que nos dedicamos es a homicidios complicados.
—Bueno, este es todo un follón, y más vale que vengas rápido. El capitán quiere que nosotros dirijamos el cotarro.
—De acuerdo —respondió, indiferente—. Dame la dirección.
Dejó el teléfono y examinó la pequeña, oscura y poco familiar habitación.
—¿Dónde diablos estoy? —musitó.
El tremendo dolor de cabeza y el terrible sabor en la boca le hicieron recordar lo mucho que había bebido la noche anterior. Hundió la cabeza en la almohada con la esperanza de que le aliviara el dolor. De repente, sintió un movimiento junto a él en la cama.
—Eh, ¿la llamada significa que tienes que marcharte? —La voz de la mujer era suave y sensual, con un leve acento italiano.
Los sorprendidos ojos de Hunter cayeron sobre el cuerpo medio destapado que había tendido junto a él. Apenas podía distinguir su silueta a través de la poca luz que entraba en la habitación proveniente de las dos farolas situadas al otro lado de la ventana. Por la cabeza le pasaron con un destello imágenes de la noche anterior. El bar, las bebidas, el viaje en taxi hasta el apartamento de una extraña y la mujer de cabello largo y oscuro cuyo nombre no podía recordar. Era la tercera mujer junto a la que se despertaba en las últimas cinco semanas.
—Sí, me tengo que ir. Lo siento. —El tono de su voz parecía despreocupado. Se levantó y buscó los pantalones; el dolor de cabeza era ahora más fuerte. Los ojos se le acostumbraron con rapidez a la tenue iluminación de la habitación y vio con más claridad el rostro de la mujer. Parecía tener treinta o treinta y un años. El cabello, sedoso y oscuro, le caía varios centímetros por debajo de los hombros, enmarcando un rostro con forma de corazón y con una nariz y labios delicadamente esculpidos. Era atractiva, pero no al estilo de una estrella de cine de Hollywood. El flequillo irregular le quedaba a la perfección y en sus ojos verdes oscuros había un destello atípico y cautivador.
Hunter encontró los pantalones y calzoncillos junto a la puerta; los de dibujitos con ositos azules.
«Demasiado tarde para avergonzarse», pensó.
—¿Puedo utilizar el cuarto de baño? —le preguntó, subiéndose la cremallera.
—Claro, es la primera puerta a la derecha según sales de la habitación —le dijo, sentándose en la cama, y apoyó la espalda en el cabecero.
Hunter entró en el cuarto de baño y cerró la puerta. Se echó agua fría en la cara y miró su reflejo en el espejo. Tenía los ojos azules inyectados en sangre. La piel, más pálida que de costumbre. La cara, sin afeitar.
—Genial, Robert —se dijo para sí mismo, echándose más agua en el rostro cansado—. Otra mujer a la que apenas recuerdas haber conocido, por no hablar de haber venido a su apartamento. El sexo casual es genial. Es incluso mejor cuando no te acuerdas de haberlo tenido. Tengo que dejar la bebida.
Después de ponerse pasta de dientes en el dedo, intentó limpiárselos. De repente, una nueva imagen le vino a la cabeza. «¿Y si es prostituta? ¿Y si tengo que pagarle por algo que ni siquiera recuerdo?». No tardó en mirar en la cartera. El poco dinero que tenía aún seguía ahí.
Se arregló el pelo con la mano y volvió a la habitación, donde ella aún seguía sentada contra el cabecero.
—¿Estabas hablando solo? —le preguntó con una tímida sonrisa.
—¿Qué? Ah, sí, lo hago a veces, me mantiene cuerdo. Mira... —Por fin pudo encontrar su camisa tirada en el suelo junto a la cama—. ¿Tengo que pagarte? —le preguntó con tono despreocupado.
—¿Qué? ¿Crees que soy prostituta? —le respondió, claramente ofendida.
—¡Oh, mierda! —Supo que la había cagado—. No, mira... No es eso, es solo que... Ya me ha pasado antes. A veces, bebo demasiado y... no era mi intención ofenderte.
—¿Te parezco una prostituta? —le preguntó con enfado.
—No, ni mucho menos —le respondió—. Ha sido una estupidez pensarlo. Lo lamento. Probablemente, aún estoy medio borracho —rectificó tan rápido como pudo.
Ella se quedó mirándolo un momento.
—Mira, no soy el tipo de mujer que sin duda crees que soy. Mi trabajo es bastante estresante y estos últimos meses han sido duros. Solo quería desahogarme y tomar un par de copas. Empezamos a hablar. Eras divertido, guapo, incluso encantador. Hasta podías mantener una conversación decente, a diferencia de la gran mayoría de los capullos con los que me encuentro cuando salgo. Una copa llevó a otra y terminamos en la cama. Obviamente, un error por mi parte.
—No... Mira... —Hunter intentaba buscar las palabras adecuadas—. A veces, digo cosas sin pensarlas. Y la verdad es que... no me acuerdo mucho de anoche. Lo lamento mucho. Y me siento como un imbécil.
—Deberías.
—Créeme, lo hago.
Tenía los ojos clavados en Hunter. Parecía sincero.
—En cualquier caso, si fuera prostituta, a juzgar por tus calzoncillos y por tu ropa, no creo que pudieras permitirte a alguien como yo.
—Oh. Eso ha sido un golpe bajo. Ya estaba lo bastante avergonzado sin que tuvieras que mencionarlo.
La chica sonrió.
Hunter se alegró de haberlo arreglado.
—¿Te importa si me hago un café rápido antes de irme?
—No tengo café, solo té, pero tienes total libertad si te apetece.
—¿Té? Creo que paso. Necesito algo fuerte para despertarme. —Terminó de abotonarse la camisa.
—¿Estás seguro de que no te puedes quedar? —Apartó las sábanas, dejando al descubierto su cuerpo desnudo. Curvas maravillosas, pechos con formas perfectas y no había nada de vello en toda su figura—. A lo mejor podrías demostrarme cuánto lamentas de verdad haberme llamado prostituta.
Hunter se quedó ahí de pie durante un instante, pensando qué hacer. Se mordió el labio inferior y negó moviendo la cabeza. El dolor de cabeza le recordó que no tenía que volver a hacerlo.
—Te lo prometo, si pudiera quedarme, me quedaría. —Ya estaba vestido del todo y preparado para irse.
—Lo entiendo. ¿La del teléfono era tu mujer?
—¿Qué? No, no estoy casado. Era del trabajo, créeme. —Lo último que quería era que pensase que era un hombre que engañaba a su mujer.
—Está bien —dijo ella, siendo realista.
Hunter recorrió todo su cuerpo con la mirada una vez más y sintió un leve hormigueo de excitación.
—Si me das tu número de teléfono, quizá podríamos volver a quedar alguna vez.
Ella se quedó examinándolo durante un buen rato.
—Crees que no voy a molestarme en llamarte de nuevo —le dijo Hunter, sintiendo su reticencia.
—¡Vaya! También lees la mente. Es un truco muy guay para las fiestas.
—Tendrías que ver lo que puedo hacer con una baraja de cartas.
Ambos rieron.
—Además, no hay nada que me guste más que demostrar que tengo razón.
Ella, con una sonrisa burlona en la cara, alcanzó un bloc de notas de la mesita de noche.
Hunter le cogió la hoja de papel de la mano y la besó en la mejilla derecha.
—Me tengo que ir.
—Eso te va a costar mil dólares, guapo —le dijo, pasándole dulcemente los dedos por los labios.
—¿Qué? —le preguntó con mirada de sorprendido—. Pero...
Ella le sonrió.
—Lo siento, no he podido resistirme después de que me hayas llamado prostituta.
Una vez en el exterior del apartamento, Hunter abrió la hoja del papel que tenía entre las manos. «Isabella, un nombre muy sensual», pensó.
Buscó en la calle su viejo Buick Lesabre. El coche no estaba a la vista.
—Mierda, estaba muy borracho para conducir —se maldijo antes de hacer una señal con la mano al primer taxi que vio.
La dirección que Garcia le había dado lo llevó a mitad de la nada. Little Tujunga Canyon Road, en Santa Clarita, tiene unos veinte kilómetros que van desde Bear Divide hasta Foothill Boulevard, en Lakeview Terrace. Casi toda la carretera está dentro del Parque Nacional de Los Ángeles. A veces, las vistas desde el bosque y la montaña son simplemente impresionantes. La dirección de Garcia era precisa, y el taxi no tardó en llevarlo por una diminuta, bacheada y polvorienta carretera rodeada de colinas, matorrales y terrenos quebrados. La oscuridad y la nada eran sobrecogedoras. Veinte minutos más tarde llegaron a un camino accidentado que los condujo hasta una casa de madera.
—Supongo que es aquí —dijo, mientras le daba al taxista todo el dinero que llevaba en los bolsillos.
El camino —largo y estrecho, por el que apenas podía pasar un coche de tamaño estándar— estaba bordeado de arbustos densos e intransitables. Vehículos oficiales y de policía se apiñaban por todas partes, dando la sensación de que había un atasco en medio del desierto.
Garcia estaba de pie delante de una cabaña de madera hablando con un agente del laboratorio de criminalística, ambos con una linterna. Hunter tuvo que franquear el carnaval de coches antes de unirse a ellos.
—¡Por Dios! Dicen que hay lugares remotos. Un poco más lejos y estaría en México... ¡Ey! Hola, Peter —dijo Hunter, saludando con la cabeza al agente de criminalística.
—¿Una noche dura, Robert? Tienes pinta de estar justo como yo me siento —dijo Peter con una sonrisa sarcástica.
—Sí, gracias, parece que tú también estás genial. ¿Cuándo sales de cuentas? —le preguntó, poniendo la mano sobre la barriga cervecera de Peter—. ¿Qué es lo que tenemos aquí, entonces? —Se dio la vuelta para mirar a Garcia.
—Creo que será mejor que lo veas tú mismo. Resulta difícil describir lo que hay ahí dentro. El capitán está dentro, ha dicho que quería hablar contigo antes de dejar que etiqueten el cuerpo y lo metan todo en bolsas —le dijo Garcia, con apariencia nerviosa.
—¿Qué demonios está haciendo el capitán aquí? Nunca viene a la escena del crimen. ¿Conoce a la víctima?
—Yo sé tanto como tú, pero no lo creo. No es que ella esté exactamente reconocible. —La afirmación de Garcia hizo que Hunter entrecerrara los ojos con una nueva preocupación.
—Entonces, ¿es el cuerpo de una mujer?
—Oh, sí, es una mujer.
—¿Estás bien, novato? Pareces un poco agitado.
—Estoy bien —le dijo Garcia, tranquilizándolo.
—Ha vomitado un par de veces. —Peter hizo el comentario con una nueva sonrisa de burla.
Hunter se quedó mirando a Garcia durante un instante. Sabía que no era la primera escena de un crimen para él.
—¿Quién ha encontrado el cuerpo?
—Al parecer, fue una llamada anónima al 911 —respondió Garcia.
—Vaya, genial, una de esas.
—Toma, coge esto —le dijo Garcia, dándole una linterna.
—¿Quieres también una bolsa para los vómitos? —bromeó Peter.
Hunter no prestó ninguna atención al comentario y dedicó unos minutos a examinar la casa por fuera. No tenía puerta principal. Le faltaban la mayoría de los tablones de la pared delantera y la hierba crecía por el entarimado que quedaba, dando al salón el aspecto de un bosque privado. Pudo ver por las manchas de pintura en los restos del alféizar que la casa había sido una vez blanca. Era obvio que nadie había vivido en ella desde hacía mucho tiempo, y eso preocupaba a Hunter. Los asesinos que matan por primera vez no se toman la molestia de buscar un lugar tan aislado para cometer un asesinato.
Había agentes de policía de pie a la izquierda de la casa hablando del partido de fútbol americano de la noche anterior, los tres con una taza de café en la mano.
—¿Dónde puedo conseguir una de esas? —preguntó Hunter, señalando las tazas de café.
—Te traeré una —le respondió Garcia—. El capitán está en la última habitación a la izquierda, por el pasillo. Te veré dentro.
—¿Trabajando duro, chicos? —les gritó Hunter a los policías, quienes lo miraron con indiferencia antes de seguir hablando del partido.
En el interior de la habitación flotaba un olor en el aire, una mezcla a madera podrida y aguas residuales. En la primera habitación no había nada que ver. Hunter encendió la linterna y cruzó la puerta más alejada hacia un pasillo largo y estrecho que daba a otras cuatro habitaciones, dos a cada lado. Un joven agente de policía estaba de pie en la última puerta de la izquierda. Echó un vistazo rápido en cada habitación mientras recorría el pasillo. Nada salvo telarañas y escombros. El crujir del entarimado daba a la casa un ambiente aún más siniestro. Conforme se aproximaba a la última puerta y al oficial que hacía guardia, sintió un escalofrío incómodo. Un escalofrío que hay en toda escena de un crimen. El escalofrío de la muerte.
Hunter sacó su placa y el agente se hizo a un lado.
—¡Adelante, detective!
En la mesa que había justo en antes de la puerta, Hunter encontró la bata reglamentaria al lado de los protectores para pies y cabeza de plástico azul. Junto a ellos, una caja de guantes de látex. Se los puso y abrió la puerta para enfrentarse a su nueva pesadilla.
La impactante imagen con la que sus ojos se encontraron al entrar en la habitación le vació todo el aire de los pulmones.
—¡Por Dios! —Su voz era apenas un débil susurro.
Cinco
Hunter estaba parado junto a la puerta de una gran habitación doble iluminada tan solo por dos linternas en movimiento: la del capitán Bolter y la del doctor Winston. Muy sorprendentemente, la habitación estaba en mejores condiciones que el resto de la casa. Se le hizo un agujero gigante en el estómago al contemplar la imagen que había ante sus ojos.
Justo enfrente de la puerta de la habitación y a unos noventa centímetros de la pared trasera, el cuerpo desnudo de una mujer colgaba de dos postes de madera situados en paralelo. Los brazos, abiertos por completo; las rodillas, dobladas sobre el suelo, situándola en una posición arrodillada formando una Y. La cuerda que le tensaba las muñecas contra la parte superior de los postes le había producido cortes profundos en la piel y surcos oscuros de sangre seca decoraban sus brazos. Hunter miró el rostro de la mujer muerta. Su mente se esforzaba por entender lo que sus ojos veían.
—¡Cielo santo!
Una nube incesante de moscas se arremolinaba alrededor del cuerpo creando un zumbido despiadado, pero sin acercarse a su rostro. Su rostro despellejado. Una masa deforme de tejido muscular.
—¡Hunter! Por fin has decidido aparecer. —El capitán Bolter estaba de pie al otro lado de la habitación junto al doctor Winston, el médico forense jefe.
Hunter miró a la mujer durante unos segundos antes de desviar su atención hacia el capitán.
—¿La han despellejado? —preguntó desde la puerta con un tono de incredulidad.
—Viva... Alguien la despellejó viva. —La voz calmada del doctor Winston corrigió a Hunter—. Murió horas después de que le hubieran arrancado la piel de la cara.
—¡Te estás quedando conmigo! —Hunter examinó a la mujer sin rostro. La falta de piel había hecho que las cuencas de los ojos estuvieran huecas, dando la sensación de que lo estaba mirando directamente a los ojos. La boca le colgaba abierta. Sin dientes.
Hunter supuso que no tendría más de veinticinco años de edad. Las piernas, el estómago y los brazos tenían el tono muscular definido, y estaba claro que se preocupaba por su apariencia. El cabello de un rubio oro, largo y suave, le caía por la mitad de la espalda. Hunter tenía claro que había sido una mujer atractiva.
—Hay más. Echa un vistazo detrás de la puerta —le dijo el doctor Winston.
Hunter entró en la habitación, cerró la puerta y se quedó mirándola confuso un par de segundos.
—¿Un espejo de cuerpo entero? —dijo con mirada enigmática, contemplando su reflejo. De repente, se quitó de en medio y el cuerpo de la mujer apareció a la vista en el espejo.
—¡Dios! El asesino hizo que se viera. —Su cuerpo había sido colocado frente al espejo.
—Eso es lo que parece —dijo el doctor Winston en consonancia—. Probablemente, pasó sus últimas horas de vida mirando su reflejo desfigurado en el espejo. Tortura mental y física.
—El espejo no es de esta puerta... —dijo Hunter, echando un vistazo—, ni de esta habitación. Parece nuevo.
—Exacto, el espejo y los postes de madera están aquí por un motivo: para aumentar el sufrimiento —confirmó el doctor Winston.
La puerta de la habitación se abrió frente a Hunter, interrumpiendo su mirada en el espejo. Garcia entró con una taza de café.
—Aquí tienes —dijo, ofreciéndosela.
—Creo que voy a pasar, novato, mi estómago ha vivido días mejores y ahora ya estoy mucho más despierto —le respondió Hunter con gesto desdeñoso.
Tanto el capitán como el doctor hicieron un gesto de negación con la cabeza indicando que ellos tampoco querían. Garcia volvió a abrir la puerta.
—Aquí tienes —le dijo al joven agente que había fuera—. Parece que te vendrá bien.
—¡Oh! Gracias, señor. —El agente parecía sorprendido.
—No hay de qué. —Garcia cerró la puerta y se acercó a la víctima con Hunter. Un penetrante olor llenó sus fosas nasales, obligando a Hunter a taparse la nariz con la mano. La mujer estaba de rodillas en un charco de orina y heces.
—Estuvo varias horas atada a los postes, puede que un día entero. Ese era su retrete —les explicó el doctor Winston, señalando el suelo.
Garcia hizo una mueca de asco.
—¿Cuánto tiempo lleva muerta, doctor? —le preguntó Hunter.
—Resulta difícil ser precisos en este momento. La temperatura del cuerpo humano desciende aproximadamente un grado y medio cada hora tras la muerte. La temperatura de su cuerpo ha bajado doce grados, lo que podría significar que lleva ocho horas muerta, pero eso depende de las circunstancias. El calor del verano podría sin duda haber ralentizado el proceso, y estoy seguro de que por el día esta habitación parece una sauna. Tendré una idea mejor de la hora de la muerte en cuanto esté en la sala de autopsias.
—No hay cortes, heridas de bala ni marcas de estrangulamiento. ¿Murió por las heridas de la cara? —preguntó Hunter, mirando el torso de la mujer a la vez que espantaba las moscas con la mano.
—De nuevo, sin una autopsia no puedo estar seguro, pero supongo que fue por un fallo cardíaco inducido por el dolor y el agotamiento. Quienquiera que le haya hecho esto la mantuvo en esta posición infligiéndole cada vez más y más dolor hasta que murió. El asesino quería que sufriera lo máximo posible, y vaya si sufrió.
Hunter recorrió la habitación con la mirada como si estuviera buscando algo.
—¿Qué es ese otro olor? Huelo algo más, como a vinagre.
—Tienes buen olfato, Hunter —le dijo el doctor Winston, señalando hacia uno de los rincones de la habitación—. Ese tarro de allí estaba lleno de vinagre. También puede olerse en el cuerpo, sobre todo en la mitad superior. Parece que el asesino lo vertió sobre su cara desfigurada en intervalos señalados.
—El vinagre también funciona como repelente para moscas —dijo Hunter.
—Eso es verdad —confirmó el doctor Winston—. Imagina la clase de dolor que tuvo que soportar. Todos los nervios de la cara estaban totalmente al descubierto. Incluso una ráfaga de viento le habría causado un dolor insoportable. Con toda probabilidad se desmayaría varias veces, o al menos lo intentaría. Recuerda que no tenía párpados, no tenía forma de evitar la luz, de que sus ojos descansaran. Cada vez que recobraba el conocimiento, la primera imagen que veía era su cuerpo desnudo desfigurado. No voy a entrar en la clase de dolor que la acidez del vinagre vertido sobre la carne viva le causó.
—¡Dios! —dijo Garcia, retrocediendo unos cuantos pasos—. ¡Pobre mujer!
—¿Estaba consciente cuando le arrancaron la piel? —preguntó Hunter.
—No sin ser anestesiada, pero no creo que lo estuviera. Yo diría que la drogó y la dejó inconsciente durante varias horas mientras el psicópata se ponía a trabajar con su cara. Cuando hubo terminado, la trajo a esta casa, la ató a los postes y la torturó un poco más hasta que murió.
—¿Qué? ¿No crees que le arrancara la piel en esta casa? —preguntó Garcia, confuso.
—No —contestó Hunter, antes de que el doctor Winston tuviera oportunidad de hacerlo—. Echa un vistazo. Revisa la habitación. Ni una mancha de sangre, excepto las que hay justo debajo del cuerpo. Estoy seguro de que el asesino limpió cuando terminó, pero no en este lugar. Corrígeme si me equivoco, doctor, pero quitar la piel a un ser humano es un proceso complicado.
El doctor Winston asintió en silencio.
—El asesino necesitaría equipo quirúrgico y la iluminación de una sala de operaciones, por no mencionar mucho tiempo y conocimiento —continuó diciendo Hunter—. Hablamos de un psicópata con mucha técnica. Alguien con un gran conocimiento en medicina. No le arrancaron la piel en esta casa. La torturaron y la asesinaron aquí.
—Puede que el asesino sea cazador. Ya sabes, que tenga conocimientos acerca de cómo desollar un animal —sugirió Garcia.
—Podría ser, pero eso no lo habría ayudado —respondió Hunter—. La piel humana no responde del mismo modo que la piel de un animal. Tiene diferente elasticidad.
—¿Cómo lo sabes? ¿Cazas? —le preguntó Garcia, intrigado.
—No, pero leo mucho —respondió Hunter con aire despreocupado.
—Además, a los animales se les arranca la piel cuando están muertos —prosiguió el doctor Winston—. Uno puede arrancarle la piel a tiras sin preocupación alguna por la vida del animal. Nuestro asesino mantuvo viva a la víctima, y eso en sí mismo es un proceso delicado. Quienquiera que sea esta persona sabe de medicina. De hecho, hizo una buena cirugía plástica, excepto por los dientes. Sencillamente, se los arrancó; poco sutil y el máximo de dolor.
—El asesino no quería que la identificáramos —concluyó Garcia.
—Le dejó intactas las huellas dactilares —se apresuró a responder Hunter, tras examinarle con rapidez las manos—. ¿Por qué arrancarle los dientes y dejarle las huellas dactilares?
Garcia asintió conforme.
Hunter rodeó los postes de madera para examinar la espalda de la mujer.
—Un escenario en el que actuar —susurró—. Un lugar donde la maldad del asesino pueda cobrar vida. Por eso la trajo aquí. Fijaos en ella, está en una posición de ritual. —Se volvió para mirar al capitán Bolter—. El asesino ya lo había hecho antes.
El capitán no parecía sorprendido.
—Nadie podría resistir un dolor así en silencio —comentó Garcia—. Este es el lugar perfecto, totalmente aislado, sin vecinos, sin nadie que pudiera sorprender al asesino. Ella podría haberse reventado los pulmones gritando y nadie habría venido.
—La víctima, ¿sabemos algo de ella? ¿Sabemos quién es? —preguntó Hunter, aún examinando su espalda.
—Nada hasta el momento, pero aún no hemos enviado sus huellas dactilares —respondió Garcia—. El primer vistazo a la casa no nos ha proporcionado nada, ni siquiera un trozo de ropa. Es obvio que ella no vivía aquí, y buscar en la casa cualquier pista sobre su identidad es, con toda seguridad, una pérdida de tiempo.
—Hazlo de todas formas —le dijo Hunter con firmeza—. ¿Y en Personas Desaparecidas?
—He metido la descripción inicial en la base de datos de la Unidad de Personas Desaparecidas y Sin Identificar —respondió Garcia—. Aún no hay coincidencias, pero sin una cara... —Garcia hizo un gesto de negación con la cabeza, como considerando lo imposible de la tarea.
Hunter examinó la habitación durante unos segundos antes de clavar la mirada en la ventana de la pared sur.
—¿Y huellas de neumáticos en el exterior? Parece que no hay otra forma de llegar hasta este lugar salvo ese estrecho camino.
El capitán Bolter asintió levemente.
—Tienes razón. Ese camino es el único acceso a la casa, y las unidades forenses y policiales han pasado por él. Si había algo, lo habrán cubierto. Haré que alguien pierda el culo por eso.
—¡Genial!
La habitación se quedó en silencio. Todos lo habían visto ya. Una víctima sin ninguna oportunidad contra un oponente mentalmente alterado; un lienzo pintando con los dramáticos colores de la muerte. Pero esto parecía diferente, daba la sensación de ser diferente.
—No me gusta. —Hunter rompió el silencio—. No me gusta nada. No es un homicidio común que se comete sin pensarlo dos veces. Fue planeado, y durante mucho tiempo, ¡joder! Imaginad solo la paciencia y determinación que se requiere para conseguir llevar a cabo algo como esto. —Hunter se frotó la nariz. Podía sentir el hedor a muerte.
—¿Un crimen pasional, quizá? Puede que alguien quisiera vengarse de una aventura amorosa fallida. —Garcia ofreció una nueva opinión.
—Este no es un crimen pasional —dijo Hunter, negando con la cabeza—. Nadie que hubiera estado enamorado de ella sería capaz de hacerle algo así, por mucho daño que le hubiese hecho, a no ser que estuviera saliendo con el mismísimo Satanás. Tan solo mírala, es sencillamente grotesco, y eso me preocupa. No va a terminar aquí. —Las palabras de Hunter produjeron un nuevo escalofrío en la habitación. Lo último que la ciudad de Los Ángeles necesitaba era otro asesino psicópata suelto, alguien queriendo ser el próximo Jack el Destripador.
—Hunter tiene razón, no es un crimen pasional. El asesino ya ha hecho antes esto —dijo el capitán, apartándose de la ventana.
Su afirmación asombró a todos.
—¿Sabe algo que nosotros no sabemos? —Garcia hizo la pregunta que todos tenían en la boca.
—No por mucho tiempo. Hay algo más que quiero que veáis antes de que deje entrar a los forenses.
Eso había intrigado a Hunter desde su llegada. Por lo general, el equipo forense comprobaba la escena del crimen antes de que a los detectives se les permitiera pisotear las pruebas, pero ese día el capitán había querido que Hunter entrara primero. El capitán Bolter raramente se saltaba el protocolo.
—En el cuello, echa un vistazo —le dijo, inclinando la cabeza hacia el cuerpo.
Hunter y Garcia intercambiaron una mirada de preocupación antes de aproximarse de nuevo hacia la mujer muerta.
—Dadme algo con lo que pueda levantarle el pelo —le pidió Hunter a cualquiera de la habitación.
El doctor Winston le dio un puntero retráctil de metal.
Conforme iluminaba su cuello desnudo con la linterna, la cabeza de Hunter se adentró en un torbellino de pensamientos confusos. Se quedó mirándolo con incredulidad; se quedó pálido.
Desde donde estaba, Garcia no veía con claridad, pero lo que le perturbó fue la mirada en los ojos de Hunter. Lo que fuera que Hunter estaba viendo, le había dejado mudo del susto.
Seis
A pesar de tener treinta y nueve años, el rostro juvenil y el impresionante físico de Robert Hunter le hacían tener el aspecto de un hombre que acababa de cumplir los treinta. Siempre con vaqueros, camiseta y chaqueta de cuero desgastada, Hunter medía un metro ochenta y dos centímetros, tenía hombros grandes, mejillas pronunciadas y el cabello corto y rubio. Poseía una fuerza que controlaba calculadamente y que aparecía en cada movimiento que hacía, pero sus ojos eran lo más impactante. Un azul pálido intenso que sugerían inteligencia y una resolución impávida.
Hijo único de una familia de clase media trabajadora, creció en Compton, un barrio poco privilegiado al sur de Los Ángeles. Su madre perdió la guerra contra el cáncer cuando él solo tenía siete años. Su padre nunca volvió a casarse y tuvo que coger dos trabajos para poder hacer frente a las exigencias de criar a un niño sin ayuda.
Desde una edad muy temprana, fue obvio para todo el mundo que Hunter era diferente. Comprendía las cosas antes que la mayoría. La escuela le aburría y le frustraba. Terminó todos los trabajos de sexto curso en menos de dos meses, y solo por tener algo que hacer, leyó los libros de séptimo, octavo y noveno curso. El señor Fratelli, el director de la escuela, se quedó asombrado por el niño prodigio y concertó una cita con la Escuela Mirman para Superdotados, en Mulholland Drive, al noroeste de Los Ángeles. El doctor Tilby, el psicólogo del colegio, lo sometió a una serie de pruebas y determinó que Hunter estaba «fuera de la escala». Una semana más tarde, le pasaron al octavo curso del colegio Mirman. Solo tenía doce años.
A los catorce años se había paseado por las asignaturas de Lengua, Historia, Biología y Química del colegio Mirman. Cuatro años de instituto se habían condensado en dos y a los quince se había graduado con honores. Con recomendaciones de todos sus profesores, la Universidad de Stanford, la universidad de Psicología más prestigiosa de América en aquella época, lo aceptó como estudiante bajo «circunstancias especiales».
A pesar del buen aspecto de Hunter, la combinación de ser muy delgado, ser muy joven y vestir con un extraño estilo lo volvió impopular entre las chicas y un objetivo fácil para los matones. No tenía ni el cuerpo ni las habilidades para los deportes y prefería pasar el tiempo libre en la biblioteca. Leía, devoraba los libros con una velocidad increíble. El mundo de la criminología y el proceso mental de los individuos denominados «malvados» le fascinaba. Mantener una media de sobresaliente durante sus años en la universidad fue como dar un paseo por el parque, pero pronto se cansó de los matones y de que le llamaran «palillo». Decidió apuntarse a un gimnasio y empezó a recibir clases de artes marciales. Para su sorpresa, disfrutaba del dolor físico del trabajo. Se obsesionó con ello y, al año, los efectos de un entrenamiento tan duro eran claramente visibles. Su cuerpo adquirió un volumen impresionante. El «palillo» pasó a ser el «cachas» y tardó menos de dos años en conseguir el cinturón negro en kárate. Los acosos pararon y, de repente, las chicas no se hartaban de él.
A los diecinueve años, Hunter ya se había licenciado en Psicología y a los veintitrés defendió su doctorado en Análisis del Comportamiento Criminal y Biopsicología. Su tesis, titulada Un estudio psicológico avanzado en comportamiento criminal se convirtió en un libro y en una lectura obligada en el Centro Nacional para el Análisis del Crimen Violento del FBI.
La vida le iba bien, pero dos semanas después de defender su doctorado, el mundo se le vino encima. Durante los últimos tres años y medio, su padre había trabajado como guardia de seguridad en la sucursal que el Banco de América tenía en Avalon Boulevard. Un intento de robo fallido se convirtió en un tiroteo a lo Salvaje Oeste y el padre de Hunter recibió una bala en el pecho. Se pasó doce semanas luchando en coma. Hunter jamás se apartó de su lado.
Aquellas doce semanas sentado en silencio, viendo a su padre morir poco a poco cada día, lo transformaron. No podía pensar en otra cosa que no fuera la venganza. Fue ahí cuando empezó el insomnio. Cuando la policía le dijo que no tenían ningún sospechoso, Hunter supo que nunca atraparían al asesino de su padre. Se sintió impotente, y esa sensación le puso furioso. Tras el entierro, tomó una decisión. Ya no solo estudiaría la mente de los criminales: él mismo los perseguiría.
Tras unirse al cuerpo de policía, se hizo un nombre rápidamente y ascendió a la velocidad de la luz, convirtiéndose en detective del Departamento de Policía de Los Ángeles a la temprana edad de veintiséis años. Pronto lo reclutaron para la División de Robos y Homicidios, donde lo emparejaron con un detective mayor que él, Scott Wilson. Formaban parte de la Sección Especial de Homicidios, que se encargaba de casos de asesinos en serie y otros homicidios que requerían de un extenso tiempo de investigación.
En aquella época, Wilson tenía treinta y nueve años. Su metro ochenta y nueve se complementaba con sus ciento treinta y seis kilos de músculo y grasa. Su rasgo más distintivo era una cicatriz que le brillaba en la parte izquierda de su cabeza afeitada. Su mirada amenazadora siempre jugaba en su favor. Nadie se metía con un detective que parecía una versión enfadada de Shrek.
Wilson llevaba dieciocho años en el cuerpo, los últimos nueve de ellos como detective de la División de Robos y Homicidios. Al principio, odiaba la idea de tener como pareja a un detective joven y sin experiencia, pero Hunter aprendía con rapidez y su poder de deducción y análisis era algo increíble. Con cada caso que resolvían, el respeto de Wilson crecía. El uno se convirtió en el mejor amigo del otro, inseparables dentro y fuera del trabajo.
A la ciudad de Los Ángeles nunca le habían faltado homicidios violentos y dantescos, pero carecía de detectives. Con frecuencia, Wilson y Hunter tenían que trabajar hasta en seis casos a la vez. La presión nunca podía con ellos; al contrario, les daba alas, hasta que la investigación del caso de una celebridad de Hollywood casi les cuesta sus placas y su amistad.
El caso involucraba a Linda y John Spencer, un conocido productor de música que había hecho una fortuna tras producir tres números uno consecutivos de rock. John y Linda se habían conocido en una fiesta después de un concierto, enamorándose al instante. A los tres meses ya estaban casados. John compró una casa impresionante en Beverly Hills, y su matrimonio parecía salido de un cuento de hadas, todo iba a las mil maravillas. A los dos les encantaba pasarlo bien y al menos dos veces al mes montaban una fiesta extravagante alrededor de su piscina con forma de piano. Pero el cuento de hadas no duró mucho. A punto de cumplir un año de casados, las fiestas empezaron a decaer junto con su idilio. Las peleas en casa y en público se convirtieron en algo normal a medida que la adicción de John a las drogas y al alcohol se apoderaba de su vida.
Una noche de agosto, tras otra acalorada disputa, encontraron el cuerpo de Linda en la cocina con un único disparo de un revólver del calibre 38 en la nuca, al estilo de una ejecución. No había signos de pelea ni de robo, tampoco heridas por haberse defendido ni moratones en los brazos o manos de Linda. Las pruebas encontradas en la escena del crimen, junto con el hecho de que había desaparecido tras la discusión con Linda, convirtieron a John en el principal y único sospechoso. Asignaron al caso a Hunter y a Wilson.
Cogieron a John solo unos días más tarde, borracho y puesto de heroína. En el interrogatorio, no negó haber tenido otra pelea con su mujer aquella noche. Admitió que su matrimonio estaba atravesando una época complicada. Se acordaba de la discusión y de haberse marchado de casa enfadado, agitado y borracho, pero lo que no recordaba era lo que había hecho los últimos dos días. No tenía coartada. Pero también sostenía que nunca haría daño a Linda. Aún seguía locamente enamorado de ella.
Las investigaciones de homicidios en las que había celebridades de Hollywood de por medio siempre atraían mucha atención y los medios de comunicación no tardaron en montar su propio circo: «PRODUCTOR RICO Y FAMOSO ASESINA A SU HERMOSA MUJER EN UN ATAQUE DE CELOS». Hasta el alcalde pidió una rápida resolución del caso.
La acusación demostró que John tenía en su poder un revólver del calibre 38, pero nunca se encontró. Tampoco tuvieron problemas para conseguir testigos que declararan sobre las peleas en público que John y Linda solían tener. En la mayoría de los casos, John gritaba, mientras que Linda solo lloraba. Establecer que John Spencer tenía un temperamento agresivo fue un juego de niños.
Wilson estaba convencido de la culpabilidad de John, pero Hunter estaba seguro de haber atrapado al tipo equivocado. Para él, John era solo un niño asustado que se había hecho rico muy rápidamente, y con el dinero y la fama llegaron las drogas. John no tenía un historial de violencia. En el colegio era otro friki más con aspecto estrafalario: vaqueros rotos, un extraño corte de pelo, y siempre estaba escuchando heavy metal.
Hunter intentó varias veces que Wilson entrara en razón.
—Está bien, tenía peleas con su mujer, pero dime un matrimonio que no las tenga —argumentó Hunter—. En ninguna de las peleas le hizo daño a Linda.
—Balística ha demostrado que la bala que la mató estaba guardada en el cajón de la mesa del despacho de John Spencer —le gritó Wilson.
—Eso no prueba que él apretara el gatillo.
—Todas las fibras encontradas en la víctima venían de la ropa que John llevaba puesta la noche que lo detuvimos. Pregúntale a cualquiera que conociera a la pareja. Tenía mal temperamento, siempre le estaba gritando. Eres psicólogo, sabes cómo se intensifican estas cosas.
—Exacto, se intensifican. De forma gradual. Por norma general, no se pasa de la noche a la mañana de tener discusiones acaloradas a dispararle a alguien en la cabeza por detrás.
—Mira, Robert, siempre he respetado las evaluaciones que haces de un sospechoso. Nos has llevado en la dirección correcta muchas veces, pero también me gusta seguir mi instinto. Y mi instinto me dice que esta vez estás equivocado.
—El tipo se merece una oportunidad. Deberíamos continuar con la investigación. Puede que nos hayamos dejado algo.
—No podemos seguir. —Wilson sonrió—. Esa decisión no depende de nosotros. Lo sabes bien. Hemos cumplido con nuestra parte. Seguimos las pruebas que teníamos y detuvimos al sospechoso que perseguíamos. Deja que sus abogados se encarguen de esto ahora.
Hunter sabía de la pasta que estaban hechos los asesinos y John Spencer no reunía los requisitos, pero, por sí sola, su opinión no valía para nada. Wilson tenía razón. No estaba en sus manos. Llevaban otros cinco casos y el capitán Bolter había amenazado a Hunter con suspenderlo si perdía más tiempo en un caso que estaba oficialmente cerrado.
Al jurado le llevó menos de tres horas alcanzar un veredicto de culpabilidad del cargo que se le imputaba, y John Spencer fue sentenciado a prisión de por vida. Y fue la vida lo que le costó. Veintiocho días después de la condena, John se colgó con las sábanas de la cama. En la celda, junto al cuerpo, había una nota que decía: «Linda, pronto estaré contigo. No más peleas, te lo prometo».
Veintidós días después del suicidio de John Spencer, cogieron en Utah al chico que les limpiaba la piscina. En su coche encontraron el revólver del calibre 38 junto con algunas joyas y ropa íntima de Linda Spencer. Las pruebas forenses posteriores demostraron que la bala que la mató había salido del mismo revólver. El chico confesó más tarde que le había disparado.
Los medios de comunicación, el jefe de Policía, el comisario y el alcalde mantuvieron a Hunter y Wilson bajo estrecha vigilancia. Los acusaron de negligencia e insuficiencia para dirigir una investigación. Si el capitán Bolter no hubiera intervenido y aceptado la mitad de la culpa, habrían perdido sus placas de detectives. Hunter nunca dejó de culparse por no haber hecho más. Su amistad con Wilson sufrió un duro golpe. De eso hacía ya seis años.
Siete
—¿Qué es? ¿Qué ves? —preguntó Garcia, dirigiéndose hacia la posición de su compañero, quien aún no había dicho ni una palabra.
Hunter estaba inmóvil, con los ojos abiertos de par en par, mirando algo grabado en la nuca de la mujer, algo que nunca olvidaría.
De puntillas para mirar por encima de los hombros de Hunter, Garcia pudo ver mejor el cuello de la mujer muerta, pero ni aun así pudo salir de su confusión. Nunca antes había visto algo así grabado en la piel.
—¿Qué significa? —preguntó con la esperanza de que alguien le respondiera.
Silencio.
Garcia se acercó. El símbolo parecía ser dos cruces en una, una bocarriba y otra bocabajo, aunque parecían estar muy separadas la una de la otra, casi en los extremos de la barra vertical. Para él no tenían ningún significado en absoluto.
—¿Es una broma, capitán? —Hunter salió por fin del trance.
—Es enfermizo, pero no es una broma —le respondió el capitán con voz severa.
—¿Me va a decir alguien algo, hostias? —La impaciencia de Garcia aumentaba.
—Mierda —dijo Hunter, dejando caer el cabello de la mujer sobre los hombros.
—¡Hola! —Garcia movió la mano frente a los ojos de Hunter—. No recuerdo haberme tomado esta mañana las pastillas para la invisibilidad, así que ¿me va a decir alguien qué diablos está pasando? —Apenas ocultó su irritación.
La habitación se había vuelto más oscura; el aire, más cargado. A Hunter le resultaba difícil pensar con el dolor que le machacaba la cabeza. Se frotó los arenosos ojos con la última esperanza de que todo hubiera sido un mal sueño.
—Será mejor que pongas a tu compañero al corriente, Hunter —dijo el capitán Bolter, haciéndolo volver en sí.
—Gracias —dijo Garcia, aliviado por haber encontrado un aliado.
Hunter seguía sin prestar atención.
—¿Sabe lo que quiere decir esto, capitán?
—Sí, sé lo que parece ser.
Hunter se pasó los dedos por el pelo.
—Los medios de comunicación van a hacer su agosto cuando se enteren —continuó.
—Por ahora, los medios de comunicación no se van a enterar de nada, yo me encargaré de ello —le tranquilizó el capitán—, pero más vale que tú descubras si es el auténtico.
—¿Auténtico? —gritó Garcia.
El doctor Winston se metió en la conversación.