El ayuntamiento de Valencia y la invasión napoleónica - María Pilar Hernando Serra - E-Book

El ayuntamiento de Valencia y la invasión napoleónica E-Book

María Pilar Hernando Serra

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El 23 de mayo de 1808 la población de Valencia se alza contra la ocupación del ejército de Napoleón. Se inicia entonces un período de enfrentamiento bélico contra un poder extranjero e invasor. Sin embargo, ésta no es una guerra al uso, convencional. En el trasfondo de esta rebelión se vislumbra el ahínco de todo un pueblo por desprenderse de sus propias lacras, la lucha contra todo aquello que impedía la construcción de una nación avanzada. Las ansias de cambio que se habían ido gestando durante el siglo anterior irrumpen a principios del siglo XIX con los visos de una auténtica y deslumbrante revolución. Valencia queda dividida ideológicamente entre los que aceptan el dominio francés, los afrancesados, y los que se enfrentan a él, absolutistas y liberales. El triunfo, aunque efímero, de los liberales introduciría cambios notorios en la estructura del consistorio valenciano, dominado hasta el momento por una fuerte oligarquía urbana instalada > en el poder municipal. 'El Ayuntamiento de Valencia y la invasión napoleónica' analiza la institución municipal durante los años de la guerra de la Independencia y, en especial, los efectos sociales, políticos y, sobre todo, económicos, que en ella causó la ocupación de la ciudad por el mariscal francés Louis Gabriel Suchet.

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Veröffentlichungsjahr: 2017

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EL AYUNTAMIENTO DE VALENCIA Y LA INVASIÓN NAPOLEÓNICA

EL AYUNTAMIENTO DE VALENCIA Y LA INVASIÓN NAPOLEÓNICA

María Pilar Hernando Serra

(Prólogo de Mariano Peset)

 

UNIVERSITAT DE VALÈNCIA2004

Esta publicación no puede ser reproducida, ni total ni parcialmente, ni registrada en, o transmitida por, un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, ya sea fotomecánico, fotoquímico, electrónico, por fotocopia o por cualquier otro, sin el permiso previo de la editorial.

© La autora, 2004© De esta edición: Universitat de València, 2004

Producción editorial: Maite SimónFotocomposición y maquetación: Ligia SáizCorrección: Pau VicianoDiseño de la cubierta: Celso Hernández de la Figuera

ISBN: 978-84-370-9480-9

 

A mis padres

A David y Pablo

ÍNDICE

Prólogo de Mariano Peset

Introducción

1. EL AYUNTAMIENTO DE VALENCIA A FINALES DEL ANTIGUO RÉGIMEN

Valencia a principios del siglo XIX

La oligarquía municipal valenciana: un poder sólidamente asentado

El corregidor

Los alcaldes mayores

Los regidores

2. ESTALLA LA GUERRA DEL FRANCÉS

Las juntas provinciales asumen el poder. Las juntas de Valencia

Las Cortes de Cádiz

La guerra en suelo valenciano

Financiación de la guerra

Medidas de defensa

Asedios a la ciudad de Valencia

Liberales, absolutistas y afrancesados

3. LA OCUPACIÓN FRANCESA DE LA CIUDAD (1812-1813)

Capitulación de Valencia

El ayuntamiento bajo el gobierno del mariscal Suchet

El ayuntamiento interino (9 enero-7 marzo de 1812)

El ayuntamiento «afrancesado» (7 marzo 1812-5 julio 1813)

Presión fiscal asfixiante: las contribuciones extraordinarias de guerra

El gobierno francés y otras competencias municipales: obras públicas, sanidad y policía

Suchet y la Universidad de Valencia

Relaciones con la Iglesia

Estancia del rey José I en Valencia y salida de los franceses de la ciudad

APÉNDICE DOCUMENTAL

ÍNDICE ONOMÁSTICO

Prólogo

La invasión napoleónica fue uno de los acontecimientos más notables de la historia reciente de España. Es el comienzo de la época contemporánea y trajo consigo –junto a los desastres de una guerra– el inicio de una nueva sociedad y de unas formas políticas nuevas. Historiadores, como el conde de Toreno y Modesto Lafuente, describieron sus batallas y sus logros, los cambios sobrevenidos en aquellos tiempos tristes, que sin embargo anunciaban un horizonte nuevo, que llega hasta nuestros días. Galdós, en las primeras series de los Episodios nacionales mezcla sus personajes –Gabriel Araceli y Salvador Monsalud– con los protagonistas vivos. En su intento de exponer la nueva situación liberal que despliega en sus novelas, comienza con la derrota de Trafalgar, y continúa con los sitios de Gerona o de Zaragoza... La primera serie narra el reinado de Fernando VII. La historiografía ha sido copiosa sobre aquellos años fundacionales del estado moderno. En aquel momento los franceses, con sus armas, trajeron sus ideas y sus logias –elementos decisivos para la transformación–. Propusieron un monarca Bonaparte, en quien muchos «afrancesados» vieron una solución de modernidad; transmitieron sus ideas constitucionales: «Le but de toute association politique est la conservation des droits naturels et imprescriptibles de l’homme. Ces Droits sont la liberté, la propriéte, la sûrété et la résistence a l’oppression...» Con la ayuda decisiva de Inglaterra, fueron vencidos y se retiraron dejando huella doloroso, pero también las raíces de una revolución que prometía un futuro más justo, más libre, más favorable al pueblo.

En general, la bibliografía hispana no ha mirado con simpatía la presencia de los ejércitos napoleónicos, aunque existan buenos estudios sobre afrancesados y liberales: Juretschke sobre Lista, Artola, López Tabar, Vicente Llorens en sus Liberales y románticos. Pero sobre el ejército y el estado bonapartistas no ha sido, en general, muy amplia; interesa el bando doceañista, más que el francés, que parece dejarse encargado a los historiadores galos...

También los sucesos de aquellos años, en las diversas regiones, han producido numerosos estudios: a medida que avanza la investigación sobre un tiempo y unos acontecimientos, la parcela ha de reducirse para penetrar más hondo, para manejar nueva y más copiosa documentación, y entender mejor los mecanismos sociales y económicos, los jurídicos. La historia local cobra importancia, no es una limitación como algunos pretenden –otra cosa es que sea anécdota o de detalles poco importantes, de lo que también pueden adolecer los enfoques amplios–. En Valencia la iniciaron Vicente Genovés y Natalio Cruz, después Manuel Ardit, y tantos otros... Mas una cosa son las ideas y las circunstancias y luchas políticas y bélicas, otra, las instituciones que propugnaron los franceses, desde un monarca y una constitución –la de Bayona–, una división de las provincias o departamentos regidos por prefectos o por militares, unos impuestos... El primero que en España cultivó un enfoque institucional fue Mercader Riba, gran historiador al que sin embargo se ha olvidado un tanto. Tuve cierta relación con él, no por éste, sino por el tema de la Nueva Planta sobre el que tanto trabajó, en relación a Cataluña; en alguna ocasión hablamos en la Residencia de Estudiantes de Madrid, en donde pasó gran parte de su vida, mientras estuvo en el Consejo Superior de Investigaciones Científicas. Era un hombre retraído, trabajador hasta el extremo, generoso... Tuvo escasos continuadores en este empeño, aunque la tesis doctoral de Carmen Muñoz del Bustillo, acercó su mirada a la prefectura de Xerez.

Pilar Hernando realiza su estudio sobre el Ayuntamiento de Valencia, sus transformaciones desde inicios del XIX hasta la vuelta de Fernando VII. El Antiguo Régimen se desplomaba sin remedio, con las propuestas de Cádiz y de los ejércitos franceses... La autora vio cómo se producían los cambios en tres modelos diferentes: el viejo ayuntamiento borbónico fue sustituido por las propuestas francesas y doceañistas, luego volvió a instaurarse por unos años. Durante un periodo, entre 1812 y 1813, –entre el ayuntamiento tradicional y las propuesta de reforma de Cádiz– Valencia fue administrada por los invasores. Quizá sin demasiados cambios, al pronto se respetaron a los regidores, pero con sentido de ocupación bélica; la interferencia militar del mariscal Suchet aborda las principales cuestiones: cambio de personas, reformas, lealtades, asuntos económicos... Cuando la historia acelera los ritmos –la invasión, la resistencia, las ocupaciones, los destrozos...– parece que los documentos, aunque no sean muy numerosos, hablan con claridad, plantean novedades y proyectos que apenas tienen tiempo de implantarse. Comienza sus páginas con una amplia presentación de los últimos momentos del ayuntamiento borbónico, su organización y quiénes lo forman. Como acontecía desde el XVIII –desde la Nueva Planta–, el corregidor-intendente y los regidores formaban una oligarquía al servicio del rey y de sus propios intereses, que dominaba sobre la ciudad. Durante los años de la guerra, una junta de notables tomó el poder, sujeta después a la Junta Central y a las Cortes y la regencia. Los problemas municipales de esos años –contribuciones bélicas y defensa de la ciudad– fueron sus tareas esenciales, hasta que se verificó la ocupación. Moncey una vez, y Suchet por dos, sitiaron y destruyeron en parte la urbe amurallada; el palacio real fue derribado para oponerse al avance francés... Desde su entrada, los franceses imponen un nuevo orden político y administrativo: en primer lugar las prefecturas francesas y comisarios, al menos en el papel, pues no alcanzarían a Valencia. La creación por Napoleón de cuatro gobiernos militares, con un mariscal al frente –en pugna con los deseos y poder de José I– dejó la ciudad sujeta a mando militar. En sus páginas la autora muestra cómo, una vez más, la realidad viva se mezcla con las normas, en este caso por razón de la guerra. El arbitrio del mariscal Suchet fue la ley, ayudado por algunos altos mandos franceses; durante unos meses se quiso reconstruir la administración municipal. Se confirmó a todos los regidores y oficios municipales, incluso un alcalde mayor presidió como corregidor interino. Todos colaboraron, se reunieron cada día para hacer frente a los graves problemas existentes, en especial el mantenimiento del ejército y autoridades de ocupación. En realidad, fueron meros ejecutores de órdenes francesas, dirigidas a proporcionar alojamientos, raciones, salarios... De otro lado, recaudaron los repartos de las contribuciones extraordinarias exigidas por el mariscal. Cantidades altas que exigieron la confección, con extraordinario cuidado, de un libro padrón de personas y propiedades –ya iniciado en 1810–, cuya consulta depara excelentes datos; Juan Romero y José Luis Hernández Marco lo utilizaron para analizar propiedad de las tierras en Valencia; la autora también, para precisar quién es quién en el ayuntamiento y en la vida de la ciudad. Desde el principio se confiscaron los bienes de los regulares, se extinguieron los conventos y se estableció un impuesto sobre las campanas, para extraer dinero de las iglesias; sobre todo, exigieron contribuciones... En tiempos de guerra importaba recaudar, se pedía préstamos forzosos a los nobles y a los más ricos, a cuenta de aquellas contribuciones.

Apenas hubo tiempo de plantear un nuevo modelo municipal, aunque se pusieron algunos cimientos. En marzo de 1812 se reunió a los miembros del ayuntamiento para lograr mayor eficacia. Se confirmaron cargos y se formaron comisiones, en junción de las necesidades de alojamientos y de dinero que eran imprescindibles para el ejército y la campaña: comisiones de suministros para el mariscal y los altos mandos, raciones para la tropa, hospital militar, comisión de utensilios, de guerra, de clasificación de los vecinos, del libro padrón... Era un ayuntamiento en guerra, subordinado. Después nuevos nombres fueron designados –más afectos, quizá– como el corregidor y los veinte regidores. No se correspondía pues su organización a los decretos dictados por José I para los ayuntamientos. Suponía la dependencia absoluta de Suchet, debían ejecutar sus órdenes, porque la provincia se encontraba en estado de sitio. A primera vista, aparecen restos del viejo ayuntamiento, pero tiene un sentido distinto: se empieza a introducir la separación del sistema judicial nuevo, se redacta una especie de presupuesto... El análisis de quiénes formaron el nuevo ayuntamiento, algunos nobles y comerciantes, otras personas destacadas, proporciona una exacta radiografía de aquellos cambios; quizá los más no fueron afrancesados, pues algunos continuaron al venir Fernando VII. En la última parte, se escudriña –con minucia y orden– la actividad de aquellos hombres en los meses de la ocupación. Una institución debe ser estudiada en su organización y en sus hombres, pero también en la función que revela su sentido día a día. El centro de la actividad fueron las exacciones ordenadas por los vencedores, que llenan la mayor parte del esfuerzo municipal. Sabíamos poco de éstas, de las dificultades que soportó Valencia. Algunas obras urbanas y de sanidad completaron sus tareas. La universidad intentó continuar sus clases...

***

No es frecuente que los historiadores españoles se dediquen al estudio de la presencia francesa en la península –Mercader y algunos otros son excepción–. Se deja a los historiadores franceses, como Jean-René Aymes que la ha cultivado en los últimos años. Tras esa distribución de la investigación se esconde un criterio de especialidad, sin duda. La pertenencia a un país facilita la lengua y el acceso a archivos, el encaje en la historiografía propia... Pero también supone cierto matiz nacionalista en el autor, en la comunidad científica, en los lectores... La historiografía del XIX se pone decidida de parte de los liberales, los afrancesados fueron más bien olvidados; sólo en época reciente ha habido estudios colectivos y particulares sobre ellos. En aquellos años, el nacionalismo liberal tuvo que componer una idea de la nación española, que sustituyera los viejos valores de la monarquía y la religión. La soberanía del pueblo reclamaba una historia del pueblo, no de clérigos y santos, ni sólo de reyes y nobles señores. El espíritu del pueblo alemán o los ciudadanos de la revolución en Francia habían pasado a ser el sujeto de la historia. En España, la gesta de la independencia sirvió a Galdós o a Toreno para escribir sus páginas o crónica sobre el origen de una nueva era. En Francia, Napoleón y sus ejércitos victoriosos –la Revolución, sobre todo– depararon hechos gloriosos para confeccionar aquella historia... Pero en países como Alemania o Italia, en donde tardó el cambio, o en Inglaterra, donde se había hecho paulatino, el pretérito se infiltró más en la reconstrucción histórica nacional. En España, los liberales partieron de la Guerra de la Independencia, mientras los sectores conservadores y eclesiales, incluso los moderados, prefirieron recordar pasadas glorias...

Pero no todos participaron en las ideas liberales: por un lado, quedaban numerosos partidarios del Antiguo Régimen, carlistas e integristas, que miraban hacia un pasado de viejos reinos y príncipes, más o menos ideologizado. Hasta en los liberales más avanzados –Martínez Marina, máximo exponente– existía una exaltación de la Edad Media, como ejemplo de libertades, junto a un rechazo de las dinastías extranjeras de Austrias y los Borbones –el absolutismo–. Por tanto, la historia de la nación española se contaminó de tiempos pretéritos, cuando, en verdad, estaba naciendo entonces. El partido liberal moderado o el conservador echaron mano de viejas hazañas, de mitos e historias del Antiguo Régimen. Al lado de la pasada grandeza, colocó la religión y la Iglesia, que significaba la tradición y una fuerza coetánea indudable. Los neos de los hermanos Pidal reforzaron esta veta en el bando de Cánovas y después.

Los historiadores, aunque más eruditos, apoyaron aquellas antiguas presencias... Esa continuidad con pretéritos lejanos aparece, en especial en los manuales o las grandes síntesis, en donde es difícil sustraerse a los esquemas recibidos. Además siempre hay cierta dualidad de enfoques en quienes utilizan el relato histórico. La historia, en general, interesa a todos –al menos a quienes se tienen por ilustrados–; quizá por razón de su formación, o porque, sin duda, es un elemento para enjuiciar el presente. Pero cabe distinguir dos tipos de relato o referencia histórica: una historia como esquema de los políticos y los oradores, los periodistas o los manuales, y otra de los investigadores. La primera es, en suma, un relato sencillo, sostenido por ideas acuñadas y mitos, más que sobre interpretaciones de datos. En los medios de comunicación esta historia-esquema se repite hoy machacona, simple, sin dudas, aunque pueda haber varias versiones. Se aprende en los primeros tramos de la enseñanza, se lee en la prensa o se ve en el cine, se oye repetida en la televisión, en los discursos sobre el presente, que poseen una fuerza con la que no puede competir el libro o la monografía. Una referencia histórica que va más allá de los hechos y propone mitos, unas abstracciones, que no se apoyan en un análisis concreto –aunque también a veces se desliza en la investigación–. En aquel entonces, en el ardor de la guerra y los cambios, se impuso en el sermón y el discurso político, en el romance de ciego y en el periódico... Por lo demás, en la primera mitad del XIX el análisis histórico era bastante pobre; estaba subordinado a la historia propuesta por el poder, que buscaba adoctrinar al pueblo... Incluso en el presente, frente a ella, la investigación apenas puede lograr alguna raedura, y en ocasiones también la apoya. Es la historia nacionalista...

En la península resultaba sobremanera difícil construir esa idea unitaria de la nación. Los inicios del XIX son tiempos de separación de las colonias americanas, de invasión y guerra, de guerra civil carlista, que rebrota varias veces... Es imposible hallar un común denominador entre las diversas visiones políticas, el acuerdo que significó Napoleón para Francia, o se logró en Inglaterra durante la formación de su imperio; Prusia hizo la unificación alemana tras varias victorias. ¿ Cómo casar el sueño integrista del Antiguo Régimen y la religión, con los progresistas liberales, que ni siquiera comparten algunas ideas esenciales, ni pueden convivir con los moderados? Los cambios políticos se producen mediante pronunciamientos, por eliminación de los contrarios, con una nueva constitución, en cada momento, según gobiernen los unos o los otros... ¿ Cómo crear una idea de nación si no hay acuerdo político sobre la soberanía, la religión o sobre las lenguas...? En Inglaterra esta última diversidad se fue esfumando, en Francia, mediante la educación general, se acabó con las que algún texto de la época llamó «lenguas feudales». Alemania, aunque tardía fue capaz de relegar a dialectos las diferencias, como también Italia optó por extender el toscano. En España no fue posible –aunque el castellano creció, se impuso en buena parte–, porque las regiones mantuvieron su fuerza a lo largo del siglo. Y no existieron fuertes movimientos regionalistas o nacionalistas hasta fin de siglo, sino que resurgían las provincias en cada una de las sucesivas quiebras del Estado central.

La península, en los comienzos de la revolución, estaba conformada por diversos territorios regidos por diferentes instituciones, derechos, lenguas, medidas... La monarquía no fue capaz de unificar, aunque intentó algunas vías, desde la extensión de normas castellanas al este peninsular –la Guerra de Sucesión–, o la creación de reales academias, la unificación tardía de medidas de longitud o capacidad –estudiada por Antonio García Belmar–. Ni existía un mercado peninsular de granos u otros productos, ni los medios de comunicación lograron uniformar los pueblos más allá de la religión –la Iglesia, los sermones–, o algunas ideas ilustradas entre minorías letradas. Los inicios del nacionalismo fueron, por tanto difíciles, en un ambiente de contradicción y de guerras, de decadencia... La organización central se resquebrajaba una y otra vez: las juntas se formaron frente a la invasión de los franceses, para desembocar luego en una Junta Central, en las Cortes y la regencia. La monarquía de Fernando VII no ayudó, más bien se empecinó en aferrarse al Antiguo Régimen, que aprobaba la Iglesia y otros sectores –Luis XVIII en Francia ayudó con sus tropas, aunque supo adaptarse mejor en su reino–. Durante el reinado de Isabel II la situación no mejoró, las juntas regionales se formaron en 1840 para elevar a Espartero, o en 1843, aunque también se superan con el gobierno provisional de Joaquín María López y el acceso de los moderados. Hubo de nuevas juntas en el levantamiento progresista de 1854 y para la expulsión de la reina en 1868. Después, vinieron de nuevo los levantamientos carlistas, los cantones que afirmaban un federalismo más allá del defendido por Pi y Margall –la República intentó enderezar la situación, pero la intervención militar acabó con ella–. Años de lucha política con diversidad de tradiciones y situaciones diferentes: en el norte peninsular navarros y vascos –el núcleo del carlismo– mantienen instituciones públicas especiales, que no figuran en las constituciones...

Parece que con Cánovas se inaugura un tiempo nuevo, pero no es tan evidente. Los dos grandes partidos dinásticos llegan a un acuerdo y alcanzan una ficción de normalidad durante aquellos años. Más bien engañosa, aunque, cuando no están en guerra, los carlistas participan en las elecciones y sientan sus minorías en las Cortes; como también los ultracatólicos –los integristas–, que consideran el liberalismo como un mal, de acuerdo con la condena del Syllabus. También quedaban fuera los demócratas que querían el sufragio universal, o los republicanos –algunos se hacen posibilistas con Castelar–. El desacuerdo es notable en los puntos esenciales. Los partidos obreros encuentran escaso hueco en el sistema de voto censitario y corrupción, de caciquismo: los socialistas participan, aun cuando fueran contrarios al sistema; el anarquismo, reñido con la representación parlamentaria... Cuando en 1890 se proclame el sufragio universal, el caciquismo y las mañas electorales están demasiado avanzados para responder a sus reivindicaciones. A finales de siglo, además, comienzan los partidos nacionalistas, el vasco de Sabino Arana y el catalán de Almirally Prat de la Riba. El «desastre» de Cuba en el 98, muerto ya Cánovas, será el detonante de una situación que funcionaba con muchas dificultades...

***

La nación española en el siglo XIX no podía presumir de grandes hechos de armas, el antiguo prestigio de su imperio se había reducido a la nada. La guerra de O’Donnell en África o la retirada de Prim en la expedición al México de Juárez y Maximiliano, la guerra larga y la pérdida de Cuba y Filipinas, no podían suscitar el orgullo bélico de los tiempos pasados. Fueron años de desarrollo económico, pero el Estado no funcionaba... Se ha debatido entre historiadores si fue un Estado débil, incapaz de conformar la sociedad, de acuerdo con su idea e intenciones; la educación no fue vehículo de la nación, como en Francia al extender el laicismo o en Alemania para formar el imperio y lo que vino después... Sin embargo, cuando la educación favorece el poder tampoco es clara su ventaja: Bertoldt Brecht, ya en tiempo de nazismo, aludía al maestro alemán de sigloy medio antes: debería pasarse del servicio de la nobleza a la burguesía para enseñarle «buenos modales, catecismo, ciencia, altanería y el arte de mandar...», porque «siempre enseñé lo que querían mis amos, en este aspecto nada cambiará. Os voy a revelar lo que enseño: el abecé de la miseria alemana».

El Estado español –entendido como los tres poderes– sustituyó a la Corona absolutista del altar y el trono, destruyó en buena medida la organización anterior. Algunos, al comprobar las oscilaciones frente a absolutistas durante el reinado de Fernando VII, coligieron que la burguesía era débil, cosa a todas luces inexacta, ya que al fin venció. Con todo, la nobleza también gozó de fuerza indudable; una parte de la nobleza menor se alineó con las gentes adineradas y los nuevos políticos, pero la alta también logró ventaja en la abolición de jurisdicciones y las leyes desvinculadoras. La nobleza más poderosa siguió siendo cabeza política y modelo de prestigio: militares y políticos recibieron nuevos títulos para asemejarse. La Iglesia fue la gran sacrificada, pero desde el concordato de 1851 adquiere un estatus más cómodo. El gran ausente del sistema fue el pueblo, aunque se gobernase en su nombre; campesinos, menestrales y obreros, desde el analfabetismo, quedaron algo marginados de las ventajas de la Revolución: las diferencias sociales eran graves, los impuestos –la ley Mon– afectaban de forma desigual, los consumos y estancos predominaban sobre la contribución territorial o industrial... El servicio militar recaía en los pobres, que no podían eximirse. Pero, sobre todo, el voto censitario excluía de las elecciones a los más. ¿Cómo podía sentirse identificados con el Estado y sus ideas quienes no votaban siquiera? En donde una clase política superior gozaba de grandes privilegios y negocios, y se imponía a una masa analfabeta...

La incapacidad del Estado liberal –del poder– para diseminar una idea de patria común y una adhesión renovada no fue sólo consecuencia de la contradicción política y religiosa existente entre las minorías gobernantes o privilegiadas, de la ausencia del pueblo de a pie, de la pervivencia de las regiones, revivida por el republicanismo federal o los nuevos nacionalismos catalán y vasco. Es más, entre historiadores, con presencia en la prensa, la decadencia hispana había producido algunas obras, Adolfo de Castro, Cánovas –Valera también ensayó el tema–. Pero existía en el presente una situación que Joaquín Costa supo dictaminar, aunque no resolver: Oligarquía y caciquismo (1901) es sin duda un acertado diagnóstico de la corrupción política, pero el remedio no era fácil, Costa fue el gran fracasado. Hizo una encuesta, señaló deficiencias, pero no se halló el camino para enderezar o equilibrar intereses. El sufragio universal se difuminó en un mundo de caciques, en donde los gobiernos designados por la corona, siguieron aprovechando sus resortes –gobernación y los gobernadores– para lograr las mayorías... La Restauración requirió menor intervención de Alfonso XII y la reina regente; luego Alfonso XIII volvió a las andadas. Los profesores constitucionalistas Gumersindo de Ázcarate o Posada analizaron con nitidez los defectos del sistema político...

En torno a la pérdida de las colonias, se ahondó por la literatura regeneracionista en el «problema de España», con escritos de Ganivet o de Macías Picavea, Isert, Morote, Unamuno... Costa había diagnosticado la corrupción política y las carencias económicas de España, el militarismo cidiano; dio unas recetas y remedio de lo que cabría hacer, así como una vía de actuación política –el movimiento de las cámaras agrarias– que no resultó; luego se unió a los republicanos. Otros ya habían planteado antes en ámbitos concretos los problemas: la segunda polémica de la ciencia había denunciado el atraso –Menéndez Pelayo, Revilla, Perojo...– Lucas Mallada en Los males de España (1890) buscaba soluciones técnicas, como también Altamira en 1898 se atuvo a los problemas de la universidad y la educación; aunque entró de inmediato en cuestiones de la psicología del pueblo español para detectar la causa esencial de aquella situación, había que averiguar quién era «el hombre español». Costa pertenece también a este grupo, pues componía un recetario más o menos adecuado, incluso esperaba la venida de un hombre providencial «el cirujano de hierro», después explotado por las dictaduras militares del XX. Incluso el gobierno proclamó la regeneración con Silvela y Sagasta, aunque no lograse gran resultado, Fernández Villaverde equilibró las finanzas públicas –faltas de los ingresos ultramarinos–, con la creación del impuesto sobre renta, o, en el nuevo Ministerio de Instrucción Pública y Bellas Artes; García Alix con notable entusiasmo, y con menos Romanones, retocaron las enseñanzas...

A partir del 98, los políticos y muchos intelectuales ofrecieron ideas sobre el hombre español, sobre la angustiosa identidad de España... Con retazos de historia simplificada, con estadísticas o consideraciones varias, debatió la literatura regeneracionista el llamado «problema de España». Con él se daban algunas recetas, muchas críticas, pero había que indagar sobre el sujeto, sobre la nación y el hombre hispano... De este modo, se relegaban cuestiones y carencias a un imaginario o a un discurso abstracto. Un hallazgo para la oratoria política y académica, para los literatos y los intelectuales, los periodistas... Se desplazaban un tanto las cuestiones políticas y sociales al limbo de las ideas: ¿cuál era la tara de España, la psicología o talante del hombre español?

Sin embargo, en la lucha política se evidenciaban la corrupción de la política, no sólo del sistema político, denunciado por Costa. La historia reciente apenas ha aludido a las ventajas y negocios de la oligarquía, que, en numerosas ocasiones, pueden rastrearse en la prensa o en los tribunales en algún caso... Se dejaban deslumbrar un tanto por la idea sobre España –como un todo, una hipóstasis–, que ha tenido sucesivos rebrotes, y hoy aparece de nuevo, frente a los nacionalismos varios que pretenden una nueva descentralización, una organización –y unos impuestos– en que logren mayor participación y poder las autonomías.

Los planteamientos sobre el ser y la esencia de España recorrieron la última centuria y llegan hasta hoy. Ortega, un filósofo y periodista, escribió sobre la rebelión de las masas y de la invertebración de las provincias; aunque también criticó en muchas ocasiones y participó en la política concreta, con intensidad desde la primera dictadura. El casticismo de Unamuno, otro filósofo, se transformó en lucha política personal contra la monarquía y cuanto significaba, con su enfrentamiento a Alfonso XIII, su destierro y su vuelta... Pero las ideas sobre España y el hombre hispano continuaron en las más variadas circunstancias. En los años cincuenta sirvió para la pugna entre dos intelectuales del franquismo, Laín Entralgo y Calvo Serer, con su España como problema o sin problema. Las pugnas entre grupos falangistas y del Opus Dei se ventilaban en planteamientos esencialistas –tal vez no era posible argumentar de modo abierto en aquellos años de censura–. Por estas fechas también dos historiadores del exilio, Américo Castro y Sánchez Albornoz se enzarzan en la definición del ser o del estar del hombre hispano... La tragedia de la guerra y el exilio quizá late en los brillantes libros de aquellos grandes historiadores... En la península los seguimos con interés, la historia medieval y aun moderna no estaba demasiado prohibida.

Hoy nos hallamos de nuevo por doquier con el viejo problema, en especial en boca de los políticos, quizá con más atención a las ideas que a las tercas realidades políticas y económicas –también tercian algunos historiadores con más profundidad–. En lugar de cuestiones concretas sobrevuelan ideas nacionalistas de uno y otro signo. ¿Significa que hoy tampoco funciona bien el modelo de Estado? ¿O son simples escaramuzas para sumar votos en tiempos de varios nacionalismos?

MARIANO PESET

INTRODUCCIÓN

En 1808 las tropas francesas invadían la Península con el fin, encubierto, de ampliar el deseado imperio europeo proyectado por Napoleón. El ejército francés entraba como «amigo», pero el pueblo español no lo recibió como tal. Pronto se desató la guerra. El 2 de mayo de 1808, la población de Madrid se levantaba contra el ejército napoleónico. El 23 de mayo el levantamiento se repetía en la ciudad de Valencia al igual que estaba sucediendo en muchas otras ciudades. Se iniciaba, pues, un conflicto bélico contra el país vecino, Francia, que acabaría seis años después. Eterno enemigo y, sin embargo y a la vez, ocasional aliado, sobre todo, durante el siglo XVIII. Era una guerra contra un poder extranjero e invasor, una guerra por la independencia. Pero también era una guerra ideológica, del pueblo contra sus propias lacras. Una lucha en contra de todo aquello que impedía a la sociedad marchar hacia la construcción de una nación más avanzada, que pudiera desprenderse de las estructuras antiguas que la anclaban demasiado al pasado. Con la guerra de la Independencia, por lo tanto, empezaba una nueva época. Había llegado el momento de resolver y responder a todas y a cada una de las cuestiones que habían ido surgiendo a lo largo del siglo XVIII. En realidad, este proceso de conflicto, cuestionamiento y cambio era un proceso largo en el tiempo que se había ido gestando en el precedente siglo ilustrado y que ahora explotaba como revolución, en el marco y en la forma de una guerra. Guerra o revolución que fue dividiendo a España, territorial e ideológicamente. Territorialmente, en aquellas zonas que iban cayendo ante el ejército francés y que sufrirían la ocupación del gobierno de José I. Otras, permanecerían fuera del dominio francés, incluso durante toda la ocupación, como Alicante. Ideológicamente, quedaría dividida –al menos en las capas dirigentes, intelectuales, políticos, etc.–, entre los que aceptaron al nuevo rey –afrancesados, juramentados o colaboracionistas–, y los que se enfrentaron a este dominio. De estos últimos surgieron, desde el primer momento, dos posturas que aunque irreconciliables después, hicieron frente común ante el enemigo. Por un lado, los absolutistas, partidarios de mantener las cosas como estaban, y por el otro, los que creyeron que había llegado el momento de cambiarlas. Estos últimos eran los doceañistas o liberales, que aprovecharon la coyuntura para hacer suyas las ideas revolucionarias que habían confluido años antes en la revolución del país vecino. Partidarios ambos del monarca Fernando VII, los liberales, hijos de los viejos ilustrados, consiguieron una victoria momentánea: las primeras cortes liberales y la primera constitución española. Pero sólo fue eso, momentánea. Luego sufrirían –junto a los afrancesados–, castigo y represión...

La sociedad española del XVIII y sus instituciones manifestaban un agotamiento en sus posibilidades, patente desde hacía ya bastante tiempo. Era necesario darles una configuración nueva. La institución municipal, el ayuntamiento, unidad básica de la organización administrativa del Antiguo Régimen, participaba también de esta crisis. Era necesario que fueran profundamente renovados y adaptados a los nuevos tiempos que se avecinaban. Los primeros años del XIX hasta el momento de la guerra son una continuación en el funcionamiento del ayuntamiento del siglo XVIII. Implantado tras los decretos de Nueva Planta en 1707, conforme al modelo castellano, sustituía al municipio foral valenciano. El nuevo ayuntamiento, con el intendente-corregidor, los alcaldes mayores y los regidores, se consolidará a lo largo del setecientos adaptándose a todas las reformas que, principalmente, se llevaron a cabo durante el reinado de Carlos III. Entre esas reformas, cabe destacar la llevada a cabo en 1766, trascendental por lo que se refería al ayuntamiento borbónico. La introducción en el poder municipal de elementos nuevos, electivos y en cierta manera, de posible extracción popular, era el preludio de los cambios que se adoptarían en el futuro ayuntamiento constitucional.

El Ayuntamiento de Valencia adolecía de los mismos males que los de la mayoría de otras ciudades: estaba sujeto a una fuerte oligarquía urbana instalada en el poder municipal debido a la patrimonialización de los oficios públicos, sobre todo, de las regidurías. A su vez, la dependencia del ayuntamiento respecto de los órganos centrales, del Consejo de Castilla, limitaba su capacidad de actuación. Los regidores valencianos habían hecho del ayuntamiento un lugar donde ejercer todo el escaso poder que el centralismo de los monarcas Borbones les permitía. No obstante, el suficiente para convertirse en un oficio codiciado por las ventajas sociales y económicas que les reportaban. No se trataba de las familias pertenecientes a la más alta nobleza o con los mayores patrimonios, pero sí de cierta categoría, con títulos de hidalguía, algunos de cierta solera, otros de más reciente adquisición, pero que habían progresado gracias a sus economías y propiedades inmobiliarias. Por relaciones familiares y otros vínculos, pocas familias dominaban el consistorio, perpetuándose en el ayuntamiento. Y además de todo ello, la situación económica de los pueblos, difícil, complicada y sin una sencilla solución.

Con la guerra de la Independencia se producirán las primeras alteraciones en la organización y estructura existente hasta ese momento. Por ejemplo, la sustitución de los poderes centrales por las nuevas juntas que se crearon y la relación que éstas tuvieron con el ayuntamiento y sus componentes. Después, con la ocupación cambiará la estructura del mismo. Un nuevo consistorio será nombrado por el mariscal del Imperio francés que llevó a cabo la conquista y ocupación de la ciudad, Louis Gabriel Suchet, nombrado duque de la Albufera. Abarca un período concreto, desde el 9 de enero de 1812, hasta el 5 de julio de 1813. Es interesante ver quiénes fueron los componentes del nuevo ayuntamiento y su implicación con el movimiento afrancesado. También, cuáles fueron las novedades principales en las competencias y funciones de la nueva municipalidad, por emplear la terminología francesa. La obligación que tiene que asumir el ayuntamiento de soportar y organizar el sostenimiento del ejército francés, además de hacer frente a la exacción de contribuciones exageradas sobre la población, impedirán que cuestiones más de fondo se puedan poner en marcha en el ayuntamiento afrancesado.

Así pues, el municipio –también el de Valencia–, debía pasar el examen de la revolución. Revolución que se plasmaría a nivel general en la Constitución de 1812 y en la labor legislativa de las cortes de Cádiz que implantará el ayuntamiento constitucional. Sin embargo, en Valencia la legislación liberal apenas será aplicada. El desarrollo de la guerra hará que el período constitucional sea muy breve, más, incluso, que el de la ocupación francesa. No obstante, ambos períodos romperán, en mayor o menor medida, con el ayuntamiento borbónico.

En este libro he querido presentar la actuación y organización del Ayuntamiento de Valencia a lo largo de estos decisivos y conflictivos años de la guerra de la Independencia, y especialmente, durante el año y medio de la dominación francesa. Destacará en el campo económico y fiscal. El municipio es reflejo de la sociedad, de su población, de sus ciudadanos. Abordar el Ayuntamiento de Valencia en esta época, nos ofrece la posibilidad de conocer el comportamiento y reacción de la ciudad y de dicha institución –en aquellos momentos, muy tradicional–, ante un acontecimiento tan decisivo como fue esta guerra, ante una época llena de cambios y de novedades. En definitiva, no pretendo más que hacer una aportación al conjunto de las investigaciones pasadas y las que, seguro, continuarán en el futuro.

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Quiero concluir estas primeras páginas dando las gracias a mis directores de tesis –de la que este libro forma parte–, y que tan generosa y sabiamente encauzaron los caminos de mi investigación, los profesores Mariano Peset y Pilar García Trobat. También a los doctores que formaron el tribunal que la juzgó y cuyas sugerencias han mejorado el texto que presento: Benjamín González Alonso, Bartolomé Clavero Salvador, Marc Baldó Lacomba, Pascual Marzal Rodríguez y Manuel Martínez Neira. Y en fin, a todos mis compañeros del Departamento de Historia del Derecho por su ayuda y aliento a lo largo de todo este trabajo.

1. EL AYUNTAMIENTO DE VALENCIA A FINALES DEL ANTIGUO RÉGIMEN

En los albores del siglo XIX, el municipio valenciano seguía rigiéndose según el derecho establecido a lo largo de la centuria anterior. Las grandes reformas de la administración local del Antiguo Régimen se habían producido tras la guerra de Sucesión y, posteriormente, durante el reinado de Carlos III.

El nuevo modelo de ayuntamiento se había implantado en Valencia en 1707, durante los primeros años de vida de la dinastía borbónica. Con los decretos de Nueva Planta se iniciaba una hueva andadura para la Corona de Aragón y también, por lo tanto, para el reino de Valencia. La dureza de la nueva legislación se dejó sentir con un cambio institucional, legislativo, fiscal, y también social y cultural. Valencia se «castellanizó» en todos los aspectos, y uno de ellos fue la administración territorial local.1

Después de la derrota de Almansa, a manos de las tropas de Felipe V, los acontecimientos se desarrollaron con gran celeridad. Tras un primer consistorio provisional y abolidas la legislación e instituciones forales se pasó a constituir el primer ayuntamiento según el modelo castellano. El primer corregidor borbónico fue Nicolás Francisco Castellví y Vilanova, conde de Castellar, siendo su alcalde mayor Pedro Buendía Arroyo. Nombrados éstos en agosto de 1707, un poco más tarde, en diciembre de ese mismo año, se designaron a los treinta y dos regidores que se habían previsto para la ciudad de Valencia. Los nuevos regidores juraron y tomaron posesión de sus cargos en enero de 1708.2 Se trataba de nombramientos vitalicios, y no anuales como habían sido hasta entonces los cargos municipales en la Corona de Aragón.3 Es decir, en tan sólo unos pocos meses desde la batalla de Almansa, el municipio foral pasaba a la historia.

A partir de aquí, el ayuntamiento valenciano se fue adaptando a todas las modificaciones y reformas que se fueron introduciendo de mano del Supremo Consejo de Castilla.4 El cargo de síndico procurador general, previsto en la instrucción de 20 de marzo de 1709.5 El establecimiento del intendente en 1711 y su posterior regulación por sendas instrucciones de 1718 y 1749, cuando se unió al corregimiento.6 La reducción del número de regidores de treinta y dos a veinticuatro, afectando la disminución solamente a los regidores nobles, que pasaban a ser dieciséis.7 Y finalmente, ya en el último tercio de siglo, la creación de las juntas municipales de propios y arbitrios en 1760; la introducción de las figuras del síndico personero y los diputados del común en 1766, así como la separación de la intendencia del corregimiento ese mismo año; y la nueva regulación de los corregidores y alcaldes mayores en 1783 y 1788.

La adecuación continuó con la nueva división territorial. Ésta se produjo un año después de los decretos de Nueva Planta, por una real orden del 25 de noviembre de 1708, en la que se dividía el reino de Valencia en doce gobernaciones –en vez de las cuatro torales–,8 aumentándose este número a trece, en 1737.9 Al frente de cada una de ellas se situaba el corregimiento de la ciudad sede de la gobernación.

Los corregimientos se dividían en corregimientos militares de capa y espada o de letras. Los de letras se concedían a personas «letradas», es decir personas que habían completado los estudios de leyes, y por lo tanto podían impartir justicia por sí mismos sin auxilio de nadie. Frente a este tipo de corregimientos estaban «los otros políticos, o como se llaman también en las leyes, de capa y espada, que se dan a personas de mérito, y experiencia, sin ser necesaria la circunstancia de letrados».10

Como apunta De Dou, en la Corona de Aragón van a predominar los corregimientos militares –aquellos que tienen unido el gobierno civil y military los de capa y espada, frente al mayor número de corregimientos de letras castellanos. 11 En palabras del intendente Rodrigo Caballero refiriéndose al reino de Valencia, «aquel territorio necesitaba por muchos años que los que mandasen las governaciones fuesen hombres de guerra y tubiesen, como tenían, jurisdicción político y militar».12 En los corregimientos de capa y espada lo normal es que recayera el nombramiento en un sujeto de la carrera de armas, pero éste no tenía el mando militar –que correspondía al capitán general–. El Ayuntamiento de Valencia se constituyó desde 1715 como un corregimiento de capa y espada, y así continuó hasta el siglo XIX.13

A finales de siglo, la real cédula de 21 de abril de 1783 estableció tres clases de corregimientos: de primera, de segunda o de tercera clase, o lo que es igual, de entrada, de ascenso y de término, dependiendo de la renta que produjeran. 14 Esto significaba respecto a Valencia –corregimiento de término o tercera clase–, que los puestos de cabeza del ayuntamiento, es decir, corregidores y alcaldes mayores, estarían ocupados por personas de dilatada carrera en la administración pública. Éstos tendrían que haber pasado por los puestos precedentes en ayuntamientos de entrada y de ascenso, siguiendo un riguroso orden de antigüedad y mérito. Con esto se reforzaba la tendencia, que ya se había iniciado en 1766 a instancias del fiscal Campomanes, de convertir a los miembros del ayuntamiento en verdaderos funcionarios públicos.15 Junto al corregidor, se establecían dos alcaldes mayores, uno de segunda y otro de tercera clase. En la época de nuestro estudio, el ayuntamiento valenciano estuvo presidido por un corregidor de capa y espada, asesorado por dos alcaldes mayores de la misma clase.16 Entre ellos, a partir de 1788, se distinguirían simplemente por el título de la alcaldía más antigua y más moderna de la ciudad.

Por un informe que solicitó el Supremo Consejo de España el 3 de noviembre de 1809, para que el ayuntamiento le informara sobre los corregimientos y las alcaldías mayores, vemos que Valencia seguía siendo un corregimiento de capa y espada de tercera clase, con dos alcaldías mayores de la misma clase.17 En esos momentos, el corregimiento de Valencia estaba servido interinamente por el alcalde mayor más antiguo.

VALENCIA A PRINCIPIOS DEL SIGLO XIX

La ciudad de Valencia era la capital de su gobernación y también la capital del reino. Albergaba las principales instituciones: la Real Audiencia,18 la Capitanía General, y su ayuntamiento era el de mayor número de regidores en comparación con las demás ciudades. En los años de la guerra del Francés también fue la sede de las juntas que fueron surgiendo ante la falta de autoridades centrales, así como para la organización de la defensa militar del reino.

La ciudad –al igual que el reino en su totalidad– había experimentado, sobre todo en el último tercio del siglo XVIII, un importante crecimiento demográfico.19 De 300.000 habitantes en todo el reino en 1714, se había pasado a 825.059 en 1797, según el censo de Godoy.20 En la época del referido censo y de acuerdo con Cavanilles, la ciudad contaría con unos 100.000 habitantes.21 En un censo o descripción de todas las gobernaciones realizado hacia 1740, el número de vecinos –contribuyentes– intramuros y de la Particular Contribución era de 18.208, excluidos sólo los eclesiásticos regulares y seculares.22 Posteriormente, en diciembre de 1813 y finalizada la guerra, el número de vecinos de las 13 parroquias del interior de la ciudad era de 10.265 vecinos.23

Un 4 % de la población total pertenecía al estamento nobiliario, agrupando a nobles de primera clase junto con la llamada nobleza menor, ciudadanos honrados o de inmemorial y nobleza de privilegio o reciente.24 Vivía este sector de la población de las rentas que les producían sus posesiones repartidas por todo el reino. Solían habitar en la ciudad y administrar sus bienes por medio de apoderados. Por otro lado, comienza a aparecer una clase social emergente, la nueva e incipiente burguesía. Ricos comerciantes que habían prosperado en los últimos años del siglo XVIII, sobre todo en los sectores de la industria textil y sedera. La Junta Particular de Comercio de Valencia reunirá a los principales comerciantes de la ciudad, constituyendo un fiel reflejo de la cada vez mayor actividad económica en aquellos años. Al lado de ellos, subsistirá la organización gremial,25 de origen medieval, que agrupaba a los artesanos, fabricantes y demás menestrales que tenían su localización principalmente en la ciudad. Digna de mención también era la importante colonia de extranjeros, mayoritariamente franceses, que se habían asentado, no sólo en la capital, sino en otras importantes ciudades del reino y prácticamente en toda la franja mediterránea.26 Este hecho le confería a la ciudad cierto carácter cosmopolita que no tenían, por ejemplo, otras ciudades del interior.

A nivel fiscal, correlativamente al mayor número de habitantes, Valencia era la que soportaba una mayor carga impositiva. La ciudad y la Particular Contribución cargaban, aproximadamente, con un 20 % del total de la cuota del equivalente que se fijaba cada año para todo el reino. Incluso el sistema para su recaudación, dada la cifra mayor de contribuyentes, era especial. No era el del repartimiento que se utilizaba para las demás ciudades, sino que se había configurado como un derecho de puertas –al estilo de las alcabalas castellanas–, que recaía sobre artículos de consumo.

Los límites territoriales de actuación del Ayuntamiento de Valencia se extendían no sólo al casco urbano de la ciudad, sino también a los alrededores de la misma, huertas y arrabales, la llamada Particular Contribución.27 Dividida ésta en cuatro cuarteles –Benimaclet, Campanar, Patraix y Russafa–, comprendía los lugares, villas, calles y parroquias adscritos a cada cuartel, además de los lugares de Albuixec, la Puebla de Farnals y la villa del Puig.

La relación existente entre el Ayuntamiento de Valencia y la Particular Contribución se extendía a varios extremos.28 En primer lugar, los habitantes de los cuatro cuarteles y demás territorios contribuían en las sisas y arbitrios municipales de la ciudad de Valencia. En segundo lugar, también participaban en las elecciones de los cargos de diputados del común y síndico personero, desde que éstos fueron creados en 1766. Por otro lado, el ayuntamiento aprobaba los nombramientos de alcaldes y tenientes de algunos de los lugares de la Particular Contribución, recibiendo el juramento de estos cargos en la propia sala consistorial en los primeros días de cada año.

El tráfico fluido de gentes y de mercancías que se producía entre los habitantes del casco de la ciudad y los labradores de los arrabales hacía necesaria una regulación, en muchos casos pormenorizada, de esta intensa relación. Introducción de frutos y productos del campo en la ciudad, entrada de los labradores para recoger las inmundicias del casco para estercolar, etc., protagonizarán muchos de los asuntos que se tratarán en los cabildos del consistorio valenciano.

Al frente de cada uno de los cuatro cuarteles de la Particular Contribución se encontraban los electos mayores, cabezas de cada cuartel que casi siempre actuarán conjuntamente en defensa de los intereses de los habitantes de la Particular Contribución frente al Ayuntamiento de Valencia. Estos electos eran dos, elegidos en junta general de cada cuartel, presidida por uno de los alcaldes mayores de la ciudad. Lo más probable es que se tratara de una elección directa por los propios habitantes de cada cuartel.29 También estaban los partidarios de cuartel, es decir, representantes de partidos o lugares de cada uno de ellos, y el fiel de hechos, que llevaba un libro donde se debían recoger los acuerdos y decisiones de las juntas.

El casco urbano de la ciudad, es decir, el recinto amurallado de Valencia, también estaba dividido, a su vez, en cuatro cuarteles o distritos. Esta división se llevó a cabo como consecuencia de la real cédula de 13 de agosto de 1769,30 en la que se ordenaba que las ciudades sedes de audiencias o chancillerías debían subdividirse en cuarteles conforme ya se había hecho un año antes en Madrid. La real cédula de 1769 establecía la división de la ciudad intramuros en cuatro cuarteles, estando al frente de ellos los cuatro alcaldes del crimen de la Audiencia de Valencia. Estos cuatro cuarteles eran los del Mar, Serranos, Mercado y San Vicente. Los alcaldes de cuartel, miembros de la Real Audiencia, ejercían este cargo como anejo al que tenían como magistrados. Funcionaban como verdaderos alcaldes ordinarios respecto al territorio asignado. Gozaban de jurisdicción civil y criminal, siendo de alguna manera los responsables del buen orden y estado de cada uno de sus cuarteles. Durante los años de la guerra fueron alcaldes de cuartel: en el cuartel del Mar, Vicente Fuster; en el de Serranos, Ramón Calvo de Rozas y desde 1810, Francisco Cándido Paz; en el del Mercado, José María Manescau, y desde 1811, Vicente Lisas Balsas; y en el cuartel de San Vicente, Manuel Domingo Morales.

La cédula también establecía que cada cuartel se dividiera en ocho barrios, estando al frente de cada uno de ellos el correspondiente alcalde de barrio. Antiguamente la ciudad ya había contado con una figura semejante llamado cap de guaita, distribuidos por parroquias. Con la Nueva Planta se intentó establecer un oficio similar, pero al parecer no fue necesario «por la quietud y buen gobierno que desde entonces siempre a reynado en esta ciudad».31 Fue en 1769 cuando vuelven a introducirse con el nombre de alcaldes de barrio. En este caso el cargo era anual, eligiéndose de la misma manera que los comisarios electores de los diputados del común y síndicos personeros. Es decir, se trataba de alcaldes elegidos directamente por los vecinos del respectivo barrio,32 constituyéndose en los órganos más inferiores en todo el entramado de justicias establecido. Ejercían las primeras diligencias, como examen de testigos, recogida de armas, etc., que inmediatamente elevaban a los alcaldes de cuartel como superiores suyos. También se encargaban de la matrícula de vecinos; cobro de contribuciones –como el alumbrado–; colaboración en el alistamiento de quintas; cuidado de la limpieza y aseo del barrio; quietud y recogimiento de pobres, etc.

Además de la división de la ciudad en cuarteles y barrios existía otra división –más antigua– de la ciudad, que era la división de la misma en las trece parroquias.33 Esta división es la que se tomaba como base para llevar a cabo las elecciones de diputados y personero, eligiéndose en cada parroquia, por concejo abierto, doce comisarios electores, que luego elegirían a aquellos cargos.

LA OLIGARQUÍA MUNICIPAL VALENCIANA: UN PODER SÓLIDAMENTE ASENTADO

A la cabeza del Ayuntamiento de Valencia a principios del siglo XIX se situaba el intendente-corregidor,34 asistido por los dos alcaldes mayores, funcionarios letrados creados para asesorar al corregidor militar –lego en materia de justicia–, en los pleitos y causas que le correspondían. El corregidor y el alcalde mayor eran órganos de carácter jurisdiccional, diferenciándose del resto de cargos municipales en que no tenían ningún tipo de jurisdicción.

Junto a ellos, el «cuerpo» del ayuntamiento lo constituían un total de veinticuatro regidores, dieciséis en la clase de nobles o caballeros y ocho en la clase de ciudadanos. Por otra parte,, el síndico procurador general y el síndico personero del público, así como los cuatro diputados del común.35 Destacaban todos ellos por su participación directa en los cabildos municipales, además de por desempeñar sus funciones específicas, fundamentalmente, en materia de abastos. Tenían también un papel importante en la vida municipal los dos abo– gados consistoriales y los dos subsíndicos, el secretario del ayuntamiento –con todos los oficiales y ayudantes de escribanía–, el mayordomo de propios y el contador titular.

Finalmente, en una categoría «inferior», hay que nombrar a los vergueros o maceros, el alguacil mayor, el portero, los pregoneros, timbaleros, clarineros y músicos ministriles. No podemos, tampoco, dejar de mencionar una serie de oficios municipales con funciones específicas como la del agente en la corte, el intérprete, el capellán, los arquitectos de la ciudad, los fieles y pesadores de la alhóndiga, el perrero, el archivero mayor, el médico, etc., cuyos salarios estaban sufragados por los propios de la ciudad.36

El ayuntamiento es definido por Dou como «el cuerpo que representa todo el pueblo», cuerpo que ha de arreglar «todo lo gubernativo y útil para los vecinos, y común. Éste es el principio de lo que llamamos ayuntamientos o cabildos de regidores».37 Por lo tanto, toda la actuación de la institución municipal ha de estar dirigida a ese fin común.

Para el funcionamiento del Ayuntamiento de Valencia, no existían unas ordenanzas propiamente dichas que regularan su funcionamiento en el proceder cotidiano. Nos tenemos que remontar a una exigua instrucción que en 1709 se otorga a la ciudad de Valencia, que constituirá la única regulación –muy breve en contenido– de su ejercicio. Fuera de esta instrucción, el ayuntamiento se atendrá a sus propios acuerdos a la hora de proceder en determinados asuntos, como sorteo de comisiones, elección de vocales para las juntas de propios, abastos, etc.; a las decisiones que pueda tomar el Real Acuerdo sobre asuntos del ayuntamiento; y por último, a la legislación central proveniente del Consejo de Castilla, que por otro lado siempre se refiere a órganos concretos, sus competencias, etc., y no al ayuntamiento en bloque como órgano colegiado.

La instrucción a la que hago referencia estaba fechada el 20 de marzo de 1709, Instrucción que ha de observar la ciudad de Valencia estando junta su ayuntamiento y fuera de él.38 Ésta era la instrucción que los regidores y alcaldes mayores juraban observar, guardar y cumplir cuando tomaban posesión de sus cargos. Se mantendrá hasta principios del siglo XIX, una instrucción que se había dictado exclusivamente para Valencia, a los dos años de haberse establecido la Nueva Planta. Fue dictada por el fiscal Luis Curiel para regular el ayuntamiento al estilo castellano. La instrucción es una legislación de carácter urgente, dada su brevedad y su insuficiencia. En ella misma se señala que sería completada por «otra general para el govierno de los ayuntamientos, que se imprimirá con ella, donde se comprehenden otros muchos casos que conducen al buen govierno de los pueblos».39

La instrucción comienza señalando tres días a la semana para celebrar los cabildos ordinarios,40 precisando, incluso, la hora de las ocho de la mañana para el verano y las nueve para el invierno. Desde 1803, por una providencia de buen gobierno, se establecía que los cabildos ordinarios se celebrarían los lunes y los jueves sin necesidad de convocación; los miércoles, las juntas de propios a las diez de la mañana; y los cabildos extraordinarios cuando fuere necesario.41 En la instrucción, asimismo, se establecía el quorum para poder celebrar ayuntamiento en el número de cinco regidores, no siendo éste necesario para los cabildos extraordinarios.

Según la instrucción, la presidencia de los cabildos correspondía al corregidor, y así lo ratificaba la legislación posterior que regulaba esta figura. Cuando el corregidor no estaba presente, le suplían los alcaldes mayores, y en su defecto, el regidor decano, es decir, el más antiguo en el consistorio.42 Esto, que no está previsto en la instrucción, era la práctica normal en Castilla, y así se procede en Valencia en los años que estamos estudiando.

A la hora de tomar acuerdos, el sistema de votación sí estaba regulado en la instrucción. Comenzaba votando el regidor más moderno, siguiendo los demás por orden inverso de antigüedad, conformándose con el voto del anterior, añadiendo o quitando, o dando su voto distinto. El presidente del cabildo en ese momento, fuera el propio corregidor, el alcalde mayor o el regidor decano, tenía voto de calidad si se producía empate en la votación. Por último, y aparte de otras cuestiones puramente formales, la instrucción establecía lo siguiente:

Será necesario el nombramiento de fieles executores, para el qual se formará una rueda para todos los meses del año, señalando dos para cada mes, y acabado el número bolverán a entrar los primeros, y antes de exercer su oficio jurarán en el ayuntamiento, que en él mirarán por el bien común, y cumplirán con su obligació [sic], que es cuidar de la bondad de los abastos, poner posturas, y limpieza de calles, y lo demás que pertenece que la ciudad esté bien proveída, con la jurisdicción que se expressará en las ordenanças.

Se refiere al llamado tribunal del repeso, una de las más importantes comisiones que desempeñaban los regidores, por ser sus competencias –abastos, calles, obras públicas– el grueso de los asuntos a los que se dedicaba el ayuntamiento.

La instrucción no dice nada más. No hay en ella una enumeración de competencias propias y exclusivas del cabildo municipal. Esas competencias las encontramos, en cambio, en las instrucciones que se dictan para los corregidores yalcaldes mayores. Las competencias de éstos se convierten en las competencias del ayuntamiento. Su actividad se desarrollará en materia de abastos, obras públicas y administración de los propios y arbitrios de la ciudad, fundamentalmente.

Como hemos dicho, los principales órganos del ayuntamiento eran el corregidor, los alcaldes mayores y los regidores. Junto a ellos, también destacaban por sus funciones el síndico procurador general, el síndico personero, los diputados del común, el secretario, el mayordomo de propios y el contador. Veamos, someramente al menos, los primeros, sus funciones y quiénes ocuparon estos cargos cuando estalló la guerra hasta el cambio que se produjo con la ocupación en 1812.

El corregidor

El corregidor comenzó siendo un comisionado del rey, enviado para casos concretos, con el fin de corregir –de ahí su nombre–, abusos e injusticias que se podían producir en los distintos pueblos y ciudades del reino.43 Esta figura fue evolucionando hasta convertirse en un órgano estable, con competencias jurisdiccionales y administrativas, y con carácter representativo de la monarquía, por un lado, y del ayuntamiento que presidía, por el otro.

La creación del intendente y el conjunto de competencias que se le atribuyeron relegó la función del corregidor a un segundo plano. Efectivamente, cuando en 1711 apareció el cargo del intendente,44 éste asumió todas las competencias referentes a los ramos de hacienda y guerra. Poco después, con las ordenanzas de 171845