El burgués - Franco Moretti - E-Book

El burgués E-Book

Franco Moretti

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Beschreibung

Aunque el capitalismo es más poderoso que nunca, su encarnación humana parece haberse desvanecido. A partir de esta constatación, el autor emprende un análisis de la figura del burgués en la literatura europea moderna, en el cual entrelaza una galería de retratos individuales.

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Franco Moretti (Sondrio, Italia, 1950) es doctor en Literatura Moderna por la Sapienza - Università di Roma. Actualmente, es profesor de Inglés y Literatura Comparada en la Stanford University, donde además fundó el Center for the Study of the Novel y el Literary Lab, del cual es director. Fue profesor en distintas universidades del mundo, especialmente italianas y estadounidenses, y es miembro de la American Academy of Arts and Sciences, la American Philosophical Society y la Academia Europæa. Es colaborador habitual de New Left Review y sus libros han sido traducidos a más de veinte idiomas. En 2014 fue galardonado con el National Book Critics Circle Award por su libro Distant Reading.

Entre sus obras se cuentan: Signs Taken for Wonders (1983); Il romanzo di formazione (1986); Opere mondo (1994), y Distant Reading (2013). Han sido traducidas al español: Atlas de la novela europea 1800-1900 (1999), y La literatura vista desde lejos (2007).

SECCIÓN DE OBRAS DE LENGUA Y ESTUDIOS LITERARIOS

EL BURGUÉS

Traducción de LILIA MOSCONI

FRANCO MORETTI

EL BURGUÉS

Entre la historia y la literatura

MÉXICO - ARGENTINA - BRASIL - COLOMBIA - CHILE - ESPAÑAESTADOS UNIDOS DE AMÉRICA - GUATEMALA - PERÚ - VENEZUELA

Primera edición en inglés, 2013 Primera edición en español, 2014 Primera edición electrónica, 2015

Armado de tapa: Juan Pablo Fernández Imagen de tapa: Paul Gavarni, en Le diable à Paris (1846).

Título original: The Bourgeois. Between History and Literature ISBN de la edición original: 978-1-78168-085-8 © 2013, Verso © Franco Moretti

D.R. © 2014, Fondo de Cultura Económica de Argentina, S.A. El Salvador 5665; C1414BQE Buenos Aires, [email protected] / www.fce.com.ar Carr. Picacho Ajusco 227; 14738 México D.F.

Comentarios:[email protected]

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc., son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicanas e internacionales del copyright o derecho de autor.

ISBN 978-607-16-3329-3 (ePub)

Hecho en México - Made in Mexico

Índice

Nota sobre las fuentes

Nota sobre la traducción

Introducción. Conceptos y contradicciones

1. “Soy un miembro de la clase burguesa”

2. Disonancias

3. Burguesía, clase media

4. Entre la historia y la literatura

5. Un héroe abstracto

6. Prosa y palabras clave: comentarios preliminares

7. “El burgués está perdido...”

I.Un amo trabajador

1. Aventura, empresa, Fortuna

2. “Esto demostrará que no estaba nunca ocioso”

3. Palabras clave I: “útil”

4. Palabras clave II: “eficiencia”

5. Palabras clave III: “confort”

6. La prosa I: “El ritmo de la continuidad”

7. La prosa II: “Hemos inventado la productividad del espíritu”

II.Un siglo serio

1. Palabras clave IV: “serio”

2. Rellenos

3. Racionalización

4. La prosa III: el principio de realidad

5. Descripción, conservadurismo, Realpolitik

6. La prosa IV: “Una transposición de lo objetivo a lo subjetivo”

III.Niebla

1. Desnuda, descarada y directa

2. “Detrás del velo”

3. El gótico, un déjà-là

4. El caballero

5. Palabras clave V: “influencia”

6. La prosa V: adjetivos victorianos

7. Palabras clave VI: “earnest”

8. “¿Quién no ama a la Ciencia?”

9. La prosa VI: niebla

IV.“Malformaciones nacionales”: metamorfosis en la semiperiferia

1. Balzac, Machado de Assis y el dinero

2. Palabras clave VII: la “roba”

3. Persistencia del Antiguo Régimen I: La muñeca

4. Persistencia del Antiguo Régimen II: Torquemada

5. “Es una cuestión puramente aritmética”

V.Ibsen y el espíritu del capitalismo

1. La zona gris

2. “Signos contra signos”

3. Prosa burguesa, poesía capitalista

Lista de figuras

Índice de nombres y conceptos

A Perry Andersony Paolo Flores d’Arcais

Nota sobre las fuentes

VAYAN unas pocas palabras sobre las fuentes que se usan con frecuencia en este libro. El corpus de Google Books es una colección de varios millones de libros que permite realizar búsquedas muy sencillas. La base de datos Chadwyck-Healey sobre obras de ficción del siglo XIX reúne 250 novelas británicas e irlandesas, que atravesaron un proceso de selección extremadamente minucioso, publicadas entre 1782 y 1903. El corpus del Literary Lab incluye aproximadamente 3.500 novelas decimonónicas británicas, irlandesas y estadounidenses.

También me refiero a diccionarios, indicándolos entre paréntesis, sin mayores especificaciones. La sigla OED corresponde al Oxford English Dictionary; Robert y Littré son franceses; Grimm es alemán y Battaglia, italiano.

Nota sobre la traducción

EN ESTE libro se citan y analizan innumerables fragmentos de obras, en su mayoría literarias. Muchas fueron escritas originalmente en inglés, pero también en español, portugués, francés, alemán, e incluso húngaro y noruego. Si bien hay traducciones al español de casi todas ellas, en muchos casos no pude utilizarlas debido a que el análisis de Moretti se basa en características muy específicas del léxico, la sintaxis, la gramática y la puntuación del texto original. De ahí que, especialmente en los casos de las obras en inglés y alemán, me haya visto obligada a hacer una traducción propia —mucho más literal que la existente— de los fragmentos citados.

Esto no significa que las traducciones existentes fueran erróneas, sino que, como es lógico, fueron hechas para una lectura literaria o temática. En consecuencia, sus traductores optaron por diversas formas gramaticales o enunciativas cuando consideraron que la reproducción literal podía resultar inconveniente para el propósito de su texto.

Solo en los casos en que recurro a una traducción ya publicada, indico entre corchetes el número de página de la edición mencionada en las notas.

Lilia Mosconi

Introducción. Conceptos y contradicciones

1. “Soy un miembro de la clase burguesa”

El burgués... No hace mucho tiempo, todo indicaba que esta noción era indispensable para el análisis social; hoy pueden pasar años sin que nadie la mencione. Aunque el capitalismo está más poderoso que nunca, su encarnación humana parece haberse desvanecido. “Soy un miembro de la clase burguesa; me siento parte de ella y me he educado según sus opiniones e ideales”, escribió Max Weber en 1895.1 ¿Quién podría repetir hoy esas palabras? “Opiniones e ideales” burgueses... ¿Qué son?

Y el cambio de clima se refleja en el trabajo académico. Simmel y Weber, Sombart y Schumpeter: para todos ellos, el capitalismo y la burguesía —la economía y la antropología— eran dos caras de la misma moneda. “No conozco ninguna interpretación histórica seria de este mundo moderno nuestro —escribió Immanuel Wallerstein hace un cuarto de siglo— en la que el concepto de la burguesía [...] esté ausente. Y por una buena razón. Es difícil contar un cuento sin incluir a su protagonista principal.”2

Y sin embargo, hoy hasta los historiadores que ponen más de relieve el papel de las “opiniones e ideales” en el despegue del capitalismo —Meiksins Wood, De Vries, Appleby, Mokyr— demuestran poco o ningún interés en la figura del burgués. “En Inglaterra surgió el capitalismo —escribe Meiksins Wood en The Pristine Culture of Capitalism—, pero no de la burguesía. En Francia surgió una burguesía (más o menos) triunfante, pero su proyecto revolucionario tuvo poco que ver con el capitalismo.” O bien, por último, “no hay una identificación necesaria del burgués [...] con el capitalista”.3

Es cierto que no hay una identificación necesaria, pero difícilmente sea este el quid de la cuestión. “El origen de la burguesía occidental con sus propias características”, escribió Weber en La ética protestante, es un proceso “que sin duda guarda estrecha conexión con el origen de la organización capitalista del trabajo, aun cuando, naturalmente, no es idéntica”.4 Guarda estrecha conexión, pero no es idéntica; he ahí la idea que subyace a este libro: observar al burgués —durante la mayor parte de su historia, el burgués ha sido sin duda un “él”— y a su cultura como partes de una estructura de poder con la que ni el uno ni la otra coinciden exactamente. Pero hablar de “el” burgués, en singular, es en sí mismo cuestionable. “La gran burguesía no podía separarse formalmente de las clases inferiores —escribe Eric Hobsbawm en La era del imperio—, porque su estructura debía mantenerse abierta a nuevos contingentes: esa era su naturaleza.”5 Tal permeabilidad, agrega Perry Anderson, separa a la burguesía

de la nobleza antes y de la clase obrera después. Aun cuando se registren diferencias significativas en el interior de cada una de estas clases contrastantes, su homogeneidad es mayor desde el punto de vista estructural: la aristocracia se definía típicamente por un estatuto legal que combinaba títulos civiles y privilegios jurídicos, en tanto que la clase obrera se demarca a gran escala por la condición del trabajo manual. La burguesía carece de una unidad interna comparable como grupo social.6

Fronteras porosas y débil cohesión interna: ¿acaso estos rasgos invalidan la propia idea de la burguesía como clase? Para su historiador vivo más destacado, Jürgen Kocka, ello no es necesariamente así en la medida en que establezcamos una distinción entre lo que podríamos considerar el núcleo del concepto y su periferia externa. Esta última ha sido extremadamente variable, en efecto, tanto en términos históricos como sociales; hasta fines del siglo XVIII, consistía principalmente en “los pequeños empresarios autónomos (artesanos, comerciantes minoristas, posaderos y pequeños propietarios)” de los primeros centros urbanos europeos; cien años después era una población completamente distinta, compuesta de “funcionarios y empleados administrativos de los rangos medios y bajos”.7 Pero en el ínterin, a lo largo del siglo XIX, había emergido en toda Europa Occidental la figura sincrética de la “burguesía propietaria e instruida”, que confirió un centro gravitatorio a la clase como totalidad y consolidó sus características de posible nueva clase dirigente: y esta convergencia encontró su expresión en el par de conceptos alemanes Besitz- y Bildungsbürgertum —burguesía de la propiedad y burguesía de la cultura—, o bien, desde una perspectiva más prosaica, en un sistema impositivo británico que colocaba imparcialmente “en el mismo capítulo” las ganancias (del capital) y los honorarios (de los servicios profesionales).8

El encuentro de la propiedad y la cultura: el tipo ideal de Kocka será también el mío, aunque con una diferencia significativa. Como historiador literario, me enfocaré menos en los vínculos reales entre grupos sociales específicos —banqueros y altos funcionarios públicos, industriales y médicos, y así sucesivamente— que en la “adecuación” entre las formas culturales y las nuevas realidades de clase: de qué modo una palabra como “confort” delinea los contornos del consumo burgués legítimo, por ejemplo; o cómo se adecúa el tempo del relato a la nueva regularidad de la existencia. Los burgueses, refractados por el prisma de la literatura: he ahí el tema de El burgués.

2. Disonancias

La cultura burguesa. ¿Una sola cultura? La palabra “‘multicolor’ —bunt— [...] puede servir para describir la clase que tengo en el microscopio”, escribe Peter Gay al cierre de sus cinco volúmenes sobre La experiencia burguesa.9 “El interés económico propio, las prioridades religiosas, las convicciones intelectuales, la competencia social, el lugar apropiado para la mujer: todas estas cuestiones adquirieron relevancia política en una batalla de burgueses contra burgueses”, agrega Gay en una mirada retrospectiva posterior; las divisiones son tan profundas “que uno se siente inclinado a dudar de que la burguesía sea en absoluto una entidad definible”.10 Para Gay, todas esas “conspicuas variaciones”11 son el resultado de la aceleración decimonónica del cambio social, y por lo tanto caracterizan a la fase victoriana de la historia burguesa.12 Pero también es posible contemplar las antinomias de la cultura burguesa desde una perspectiva mucho más extensa. En un ensayo sobre la capilla Sassetti de la Santa Trinidad, que se inspira en el retrato de Lorenzo trazado por Maquiavelo en la Istorie Fiorentine —“si se comparara su traza ligera con su traza solemne [la vita leggera e la grave], sería posible identificar en él dos personalidades distintas, aparentemente imposibles de reconciliar [quasi con impossibile congiunzione congiunte]”—, Aby Warburg observó que

el ciudadano de la Florencia de los Medici unía los personajes totalmente disímiles del idealista —ya fuera el cristiano medieval, el caballero romántico o el neoplatónico clásico— y el mercader etrusco mundano, pagano, práctico. Elemental pero armoniosa en su vitalidad, esta enigmática criatura aceptaba gozosa cualquier impulso psíquico como una extensión de su registro mental, a desarrollar y explotar cuando le viniera en gana.13

Una criatura enigmática, idealista y mundana. Al escribir sobre otra edad dorada de la burguesía, a medio camino entre los Medici y los victorianos, Simon Schama reflexiona sobre la “peculiar coexistencia” que permitió

a gobernantes laicos y clericales vivir de acuerdo con un sistema de valores que en otras circunstancias habría resultado intolerablemente contradictorio, un combate perenne entre la codicia y el ascetismo. [...] Los hábitos incorregibles de la autocomplacencia material y el aguijón de la aventura riesgosa, ya enraizados en la economía comercial holandesa, suscitaban todos aquellos cacareos admonitorios y juicios solemnes en los guardianes designados de la vieja ortodoxia. [...] La peculiar coexistencia de sistemas de valores aparentemente opuestos [...] les daba margen de maniobra entre lo sagrado y lo profano, según dictara la necesidad o la conciencia, sin necesidad de arriesgar una elección brutal entre la pobreza y la perdición.14

La autocomplacencia material y la vieja ortodoxia: “El alcalde de Delft” retratado por Jan Steen, que nos mira desde la cubierta del libro de Schama (véase la figura 1): un hombre robusto, sentado, de negro, con las galas filigranadas de su hija a un lado y las descoloridas ropas de una mendiga al otro. Al pasar de Florencia a Ámsterdam, la franca vitalidad que irradiaban aquellos semblantes de la Santa Trinidad se ha atenuado un poco; el alcalde está enclavado en su silla con actitud ensombrecida, como si lo desanimara el “tironeo moral” (Schama una vez más) de su dilema: espacialmente próximo a su hija, pero sin mirarla; vuelto hacia el lado donde está la mujer, aunque en realidad sin dirigirse a ella; la mirada hacia abajo, desenfocada. ¿Qué corresponde hacer?

La “conjunción imposible” de Maquiavelo, la “enigmática criatura” de Warburg, el “combate perenne” de Schama: en comparación con estas tempranas contradicciones de la cultura burguesa, la era victoriana aparece como lo que realmente fue: un tiempo de solución de compromiso, mucho más que de contraste. La solución de compromiso no es uniformidad, claro está, y aún es lícito ver a los victorianos en cierto modo como “multicolores”; pero los colores son reliquias del pasado y están perdiendo su fulgor. No es bunt, sino gris el estandarte que flamea sobre el siglo burgués.

Figura 1

3. Burguesía, clase media

“Me resulta difícil entender por qué al burgués le disgusta que lo llamen por su nombre”, escribe Groethuysen en su magnífico estudio, Origines de l’esprit bourgeois en France: “A los reyes se los ha llamado reyes; a los caballeros, caballeros;* sin embargo, el burgués prefiere mantenerse de incógnito”.15Garder l’incognito; y uno piensa, inevitablemente, en aquella etiqueta elusiva y ubicua: “clase media”. Todo concepto “establece un horizonte particular para la experiencia potencial y la teoría concebible”, escribe Reinhart Koselleck,16 y en su elección de “clase media” antes que “burguesía”, la lengua inglesa ha creado indudablemente un horizonte muy distintivo para la percepción social. Pero cabe preguntarse por qué. Es cierto que el burgués cobró existencia en algún punto “del medio” —“no era campesino ni siervo, pero tampoco era un noble”, como lo expresa Wallerstein—,17 pero esa medianidad era precisamente lo que deseaba superar: nacido en el “estamento medio” de la temprana Inglaterra moderna, Robinson Crusoe rechaza la idea de su padre según la cual ese es “el mejor estamento del mundo” y dedica su vida entera a trascenderlo. ¿Por qué, entonces, optar por una designación que retrotrae esta clase a sus indiferentes comienzos en lugar de reconocer sus éxitos? ¿Qué se jugaba en la elección de “clase media” [middle class] en lugar de “burgués” [bourgeois]?

La palabra bourgeois apareció por primera vez en el francés del siglo XI, bajo la forma de burgeis, para referirse a los habitantes de las ciudades medievales (bourgs), que gozaban del derecho legal a ser “libres y exentas de jurisdicción feudal” (Robert). Al sentido jurídico del término —del cual surgió la idea típicamente burguesa de la libertad como “libre o exento de”— se le sumó más tarde, hacia fines del siglo XVII, un sentido económico que, con la ya usual cadena de negaciones, se refería a “alguien que no pertenecía al clero ni a la nobleza, no trabajaba con sus manos y poseía medios independientes” (Robert una vez más). Desde aquel momento, aunque la cronología y la semántica varían de un país a otro,18 la palabra emerge en todas las lenguas de Europa Occidental, desde el término italiano borghese hasta el español burgués, el portugués burguês, el alemán Bürger y el holandés burger. En este grupo, el término inglés bourgeois sobresale como el único caso que ha permanecido como inconfundible importación del francés en lugar de ser asimilado por la morfología de la lengua nacional. Y en efecto, la primera definición del Oxford English Dictionary (OED) para el término bourgeois en calidad de sustantivo es “hombre libre o ciudadano (francés)”; y “de o perteneciente a la clase media francesa” es la definición del adjetivo, prestamente apuntalada por una serie de citas referidas a Francia, Italia y Alemania. El sustantivo femenino bourgeoise es “una mujer francesa de la clase media”, en tanto que el término bourgeoisie [burguesía] —en cuyas primeras tres acepciones se menciona a Francia, Europa continental y Alemania— se define, en coherencia con el resto, como “el grupo de hombres libres de una ciudad francesa; la clase media francesa; también extendido a la de otros países”.

Bourgeois, palabra marcada como no inglesa. En El caballero John Halifax (1856), el exitoso libro de Dinah Craik que cuenta la biografía ficcional de un industrial textil, la palabra aparece solo tres veces, siempre en cursivas que indican su carácter extranjero, y solo se usa para deslucir el concepto (“Me refiero a los órdenes inferiores, la bourgeoisie”) o expresar desprecio (“¿Qué? ¿Un bourgeois? ¿Un comerciante?”). En lo que concierne a los otros novelistas de la época de Craik, silencio absoluto; en la base de datos Chadwyck-Healey —cuyas 250 novelas constituyen una versión en cierto modo expandida del canon decimonónico—, el término bourgeois aparece exactamente una vez entre 1850 y 1860, mientras que rich [rico] aparece 4.600 veces; wealthy [acaudalado], 613 veces, y prosperous [próspero], 449. Y si ampliamos la investigación hasta abarcar el siglo entero —abordándola desde el ángulo levemente distinto de la amplitud de aplicación en lugar de la frecuencia—, las 3.500 novelas del Stanford Literary Lab ofrecen los siguientes resultados: el adjetivo rich se aplica a 1.060 sustantivos diferentes; wealthy, a 215; prosperous, a 156; y bourgeois, a ocho: familia, doctor, virtudes, aire, virtud, afectación, teatro [playhouse] y, extrañamente, blasón [escutcheon].

¿A qué se debe esta renuencia? En general, escribe Kocka, los grupos burgueses

se sitúan a sí mismos aparte de las antiguas autoridades, la nobleza hereditaria con sus privilegios y la monarquía absoluta. [...] De esta línea de pensamiento deriva lo inverso: en la medida en que estos frentes se desdibujan o desaparecen, la referencia a una Bürgertum que sea a la vez abarcadora y delimitada pierde sustancia en la realidad. Ello explica las diferencias internacionales: allí donde la tradición de la nobleza era débil o estaba ausente (como en Suiza o Estados Unidos), allí donde la temprana desfeudalización y comercialización de la agricultura de un país fue esfumando gradualmente la distinción entre nobles y burgueses, e incluso las diferencias entre lo urbano y lo rural (como en Inglaterra y Suecia), encontramos factores potentes que contrarrestan la formación distintiva de una Bürgertum y de un discurso sobre la Bürgertum.19

Ausencia de un “frente” claro para el discurso sobre la Bürgertum: he ahí el origen de la indiferencia que la lengua inglesa siempre exhibió en relación con la palabra bourgeois. A la inversa, fue creciendo el apremio tras la expresión “clase media”, por la simple razón de que muchos observadores de la temprana Gran Bretaña industrial echaban en falta una clase intermedia. En los distritos manufactureros reinaba una “peculiar infelicidad por la enorme deficiencia del estrato medio —escribió James Mill en An Essay on Government (1824)—, ya que allí la población consiste casi por entero en fabricantes ricos y trabajadores pobres”.20 Ricos y pobres: “No hay ciudad en el mundo —observó el canónigo Parkinson en su célebre descripción de Mánchester, de la que se hicieron eco muchos de sus contemporáneos— donde la distancia entre los ricos y los pobres sea tan grande, o la barrera entre ellos, tan difícil de cruzar”.21 A medida que el crecimiento industrial iba polarizando a la sociedad inglesa —“Toda la sociedad va dividiéndose, cada vez más, [...] en dos grandes clases, que se enfrentan directamente: la burguesía y el proletariado”, como lo enunció con crudeza el Manifiesto Comunista—,* la necesidad de mediación se agudizó hasta el punto de que solo una clase situada en el medio parecía capaz de “compadecerse” con las “aflicciones de los trabajadores pobres” (Mill otra vez), a la vez sirviéndoles de “guía con su consejo” y brindando “un buen ejemplo a admirar”.22 Las clases medias eran “el eslabón que conecta a los órdenes altos y bajos”, agregó lord Brougham, quien también las describió —en un discurso sobre el Proyecto de Ley de Reforma, titulado “Intelligence of the Middle Classes” [Inteligencia de las clases medias]— como “las genuinas depositarias del sentimiento sobrio, racional, inteligente y honesto de los ingleses”.23

Si la economía creó la necesidad histórica general de que existiera una clase intermedia, la política agregó el giro táctico decisivo. El corpus de Google Books indica que las expresiones middle class [clase media], middle classes [clases medias] y bourgeois [burgués, burguesa, burgueses, burguesas] parecen haber mantenido una frecuencia más o menos igual durante el período comprendido entre 1800 y 1825; sin embargo, en los años inmediatamente anteriores al Proyecto de Ley de Reforma de 1832 —cuando la relación entre la estructura social y la representación política se desplaza hacia el centro de la vida pública—, middle class y middle classes se vuelven de manera repentina dos o tres veces más frecuentes que bourgeois: posiblemente, porque la denominación “clase media” era una manera de desestimar a la burguesía como grupo independiente para mirarla en cambio desde arriba y confiarle una tarea de contención política.24 Después, una vez consumado el bautismo y solidificado el nuevo término, se suscitaron toda suerte de consecuencias (e inversiones del rumbo): aunque “clase media” y “burgués” indicaban exactamente la misma realidad social, por ejemplo, cada una de las denominaciones creó asociaciones muy diferentes en torno a esta: una vez situada “en el medio”, la burguesía podía aparecer como un grupo parcialmente subalterno, por lo que en verdad no cabía responsabilizarla por los modos del mundo. Y después, “baja”, “media” y “alta” formaron un continuo en el que la movilidad era mucho más fácil de imaginar que entre categorías —“clases”— inconmensurables, como campesinado, proletariado, burguesía o nobleza. A largo plazo, entonces, el horizonte simbólico creado por la “clase media” funcionó extremadamente bien para la burguesía inglesa (y estadounidense): la derrota inicial de 1832, que había imposibilitado una “representación burguesa independiente”,25 la protegió más tarde de la crítica directa en tanto promovió una versión eufemística de la jerarquía social. Groethuysen tenía razón: el incógnito funcionó.

4. Entre la historia y la literatura

El burgués entre la historia y la literatura. Pero en este libro presento apenas un puñado de los ejemplos posibles. Comienzo con el burgués antes de su prise de pouvoir (“Un amo trabajador”): un diálogo entre Defoe y Weber en torno a un hombre que está solo en una isla, des-insertado del resto de la humanidad; pero se trata de un hombre que está comenzando a ver un patrón en su existencia y a encontrar las palabras correctas para expresarlo. En “Un siglo serio”, la isla se ha convertido en medio continente: el burgués se ha multiplicado por toda Europa Occidental, ha extendido su influencia en numerosas direcciones; es el momento más “estético” de esta historia: invenciones narrativas, consistencia estilística, obras de arte; una gran literatura burguesa, si es que alguna vez hubo alguna. “Niebla”, sobre la Gran Bretaña victoriana, cuenta una historia diferente: luego de décadas de éxitos extraordinarios, el burgués no puede ser simplemente “él mismo”; ahora tiene como prioridad asentar su poder sobre el resto de la sociedad: establecer su “hegemonía”; y es en este preciso momento cuando el burgués se siente repentinamente avergonzado de sí mismo; ha adquirido poder, pero ha perdido su claridad de visión: su estilo. Este es el punto de inflexión del libro y su momento de la verdad: el burgués se revela mucho mejor en el ejercicio del poder dentro de la esfera económica que en el establecimiento de una presencia política y la formulación de una cultura general. Después comienza a ponerse el sol en el horizonte del siglo burgués: en las regiones de las “Malformaciones nacionales”, al sur y al este, una gran figura tras otra cae aplastada y ridiculizada por la persistencia del Antiguo Régimen, mientras que en los mismos años, desde la trágica tierra de nadie del ciclo de Ibsen (que sin duda va más allá de “Noruega”) llega la autocrítica final, radical, de la existencia burguesa (“Ibsen y el espíritu del capitalismo”).

Por ahora conformémonos con esta sinopsis; apenas me permitiré agregar algunas palabras sobre la relación entre el estudio de la literatura y el de la historia tout court. ¿Qué clase de historia —qué clase de evidencia— es la que ofrecen las obras literarias? Sin duda, nunca es directa: ni el empresario textil Thornton, de Norte y Sur (1855), ni el emprendedor Wokulski, de La muñeca (1890), ofrecen alguna evidencia exacta en relación con la burguesía de Mánchester o de Varsovia. Pertenecen a una serie histórica paralela: una suerte de doble hélice cultural en la que la otorgación de forma literaria se ajusta a los espasmos de la modernización capitalista y a la vez los reconfigura. “Toda forma es la resolución de una disonancia fundamental de la existencia”, escribió el joven Lukács en Teoría de la novela;26 y si esto es así, entonces la literatura es ese universo extraño donde las resoluciones se preservan a la perfección —son nada más y nada menos que los textos que aún leemos— en tanto que las disonancias se han esfumado de la vista en silencio: tanto más completamente cuanto más exitosa resultó ser su resolución.

Hay algo de espectral en esta historia donde desaparecen las preguntas y sobreviven las respuestas. Pero si aceptamos la idea de la forma literaria como resto fósil de lo que alguna vez fue un presente vivo y problemático, y si nos abrimos paso hacia atrás aplicándole un proceso de “ingeniería inversa” a fin de comprender el problema para cuya solución fue concebida, entonces el análisis formal podría echar luz —en principio, si no siempre en la práctica— sobre una dimensión del pasado que de lo contrario permanecería oculta. Aquí radica su posible contribución al conocimiento histórico: al comprender la opacidad de las alusiones de Ibsen al pasado, o bien la semántica oblicua de los adjetivos victorianos, o incluso (una tarea no muy alentadora a primera vista) la función del gerundio pretérito en Robinson Crusoe, ingresamos en un reino de sombras donde el pasado recupera su voz y aún nos habla.27

5. Un héroe abstracto

Pero nos habla solamente a través del médium de la forma. Relatos y estilos: he ahí donde encontré lo burgués. Estilos, especialmente, lo cual me sorprendió bastante dada la frecuencia con que las narraciones se consideran los cimientos de la identidad social28 y dado el empeño con que la burguesía suele ser asociada a la turbulencia y el cambio: desde algunas escenas célebres de la Fenomenología hasta el “todo lo estático y permanente se evapora” del Manifiesto y la destrucción creativa de Schumpeter. De ahí que yo esperara encontrar una literatura burguesa definida por tramas nuevas e impredecibles: “saltos hacia la oscuridad”, como caracteriza Elster las innovaciones capitalistas.29 Y en cambio, tal como sostengo en “Un siglo serio”, todo indica que ha ocurrido lo contrario: la gran invención narrativa de la Europa burguesa no ha sido el desequilibrio sino la regularidad.30 Todo lo que era estático y permanente se volvió más estático y permanente.

¿Por qué? Es probable que la razón principal estribe en el propio burgués. En el transcurso del siglo XIX, una vez superado el estigma contra el “nuevo rico”, varios rasgos recurrentes se aglomeraron en torno a esta figura: la energía, en primer lugar; el autodominio; la claridad intelectual; la honestidad comercial; un fuerte sentido de las metas. Todos ellos “buenos” rasgos, pero no tan buenos como para ajustarse al tipo de héroe narrativo —guerrero, caballero andante, conquistador, aventurero— sobre el que se había sustentado la narrativa occidental a lo largo de milenios, literalmente. “La bolsa de valores es un pobre sustituto para el Santo Grial”, escribió burlonamente Schumpeter; y la vida empresarial —“en la oficina, entre columnas de cifras”— está condenada a “carecer de toda esencia heroica”.31 Aquí nos encontramos con una discontinuidad mayúscula entre la vieja y la nueva clase dirigente: mientras que la aristocracia se había idealizado sin la menor impudicia en toda una galería de intrépidos caballeros medievales, la burguesía no produjo un mito semejante de sí misma. La civilización burguesa estaba erosionando el grandioso mecanismo de la aventura: y sin aventura, los personajes perdieron la impronta de singularidad que deriva del encuentro con lo desconocido.32 Comparado con un caballero medieval [knight], un burgués aparece in-marcado y elusivo, similar a cualquier otro burgués. He aquí una escena de Norte y Sur donde la heroína le describe a su madre un industrial de Mánchester:

—La verdad, apenas sé cómo es —repuso Margaret [...]—. De unos treinta años, con un rostro que no es ni en verdad feo ni tampoco agraciado, nada que destacar: no exactamente un caballero [gentleman], aunque eso no era de esperarse.

—Pero ni vulgar ni ordinario —terció el padre.33

Apenas, unos, ni en verdad, ni tampoco, nada, no exactamente... El criterio de Margaret, que suele ser bastante preciso, se pierde en una espiral de evasivas. Es la abstracción del tipo burgués: en su forma extrema, mero “capital personificado”, o incluso no más que “una máquina destinada a la transformación de ese plusvalor en pluscapital”, por citar un par de pasajes de El capital.34 En Marx, como más tarde en Weber, la supresión metódica de todos los rasgos sensoriales dificulta imaginar cómo este personaje podría alguna vez ocupar el centro de un relato interesante; a menos, por supuesto, que la represión de sí mismo sea el relato, como en el retrato del cónsul Thomas Buddenbrook en la novela de Mann (que impactó profundamente al propio Weber).35 La situación es diferente en un período más temprano o bien en los márgenes de la Europa capitalista, contextos en los que la debilidad del capitalismo como sistema deja un margen de libertad mucho mayor para imaginar potentes figuras individuales, como Robinson Crusoe, Gesualdo Motta o Stanislaw Wokulski. Pero allí donde se solidifican las estructuras capitalistas, los mecanismos narrativos y estilísticos remplazan a los individuos como centro del texto. Es otra manera de mirar la estructura de este libro: dos capítulos sobre personajes burgueses y dos sobre el lenguaje burgués.

6. Prosa y palabras clave: comentarios preliminares

Encontré lo burgués en los estilos más que en los relatos, dije un par de páginas atrás, y por “estilos” me refería principalmente a dos cosas: la prosa y las palabras clave. La retórica de la prosa irá divisándose de manera gradual, de a un aspecto por vez (continuidad, precisión, productividad, neutralidad...), en los primeros dos capítulos del libro, en los que trazaré su arco ascendente a lo largo de los siglos XVIII y XIX. Ha sido un gran logro, y muy laborioso, la prosa burguesa. La ausencia en su universo de cualquier concepto de “inspiración” —ese don de los dioses donde la idea y los resultados se fusionan mágicamente en un instante único de creación— sugiere hasta qué punto resulta imposible imaginar el medio de la prosa sin pensar inmediatamente en el trabajo. Trabajo lingüístico, desde luego, pero de un tipo que encarna algunos de los rasgos más característicos de la actividad burguesa. Si hay un protagonista de El burgués, no cabe duda de que es esta prosa que mana de la laboriosidad.

La prosa que acabo de bosquejar es un tipo ideal, nunca realizado en plenitud en un texto específico. Pero no ocurre lo mismo con las palabras clave; estas son palabras reales, usadas por escritores reales y perfectamente rastreables en tal o cual libro. Aquí el marco conceptual fue establecido hace décadas por Raymond Williams, en Cultura y sociedad y Palabras clave, y por la obra de Reinhart Koselleck sobre Begriffgeschichte [historia de los conceptos]. Para Koselleck, quien se enfoca en el lenguaje político de la Europa moderna, “un concepto no es simplemente indicativo de las relaciones que abarca; también es un factor dentro de ellas”;36 más precisamente, es un factor que instituye una “tensión” entre el lenguaje y la realidad, y a menudo “se utiliza conscientemente como un arma”.37 Aunque este enfoque funciona muy bien para la historia intelectual, no parece ser el más indicado para abordar a un ser social que, tal como lo expresa Groethuysen, “actúa, pero no habla mucho”;38 y cuando habla, prefiere los términos casuales y cotidianos antes que la claridad intelectual de los conceptos. “Arma” no es entonces el término apropiado para englobar palabras clave constructivas y pragmáticas, tales como “útil”, “eficiencia”, “serio”, por no mencionar los grandes mediadores, como “confort” o “influencia”, mucho más cercanos a la idea de Benveniste según la cual el lenguaje es “el instrumento para ordenar el mundo y la sociedad”39 que a la “tensión” de Koselleck. Creo que no es casual el hecho de que tantas de mis palabras clave hayan resultado ser adjetivos: menos centrales que los sustantivos (por no mencionar los conceptos) para el sistema semántico de una cultura, los adjetivos son asistemáticos y por cierto “adaptables”;* o bien, como diría desdeñosamente Humpty Dumpty, “con los adjetivos se puede hacer cualquier cosa”.40

Prosa y palabras clave: dos hebras paralelas que reaparecerán una y otra vez a lo largo de todo el argumento, en las diferentes escalas de los párrafos, las oraciones y las palabras individuales. A través de ellas emergerán las peculiaridades de la cultura burguesa desde la dimensión implícita e incluso sepulta del lenguaje: una “mentalidad” hecha de patrones gramaticales y asociaciones semánticas inconscientes más que de ideas claras y distintivas. Este no era el plan original del libro, y por momentos sigo quedando perplejo al advertir que las páginas sobre adjetivos victorianos podrían ser a fin de cuentas el centro conceptual de El burgués. Pero si las ideas del burgués recibieron muchísima atención, su mentalidad —excepto por unos pocos intentos aislados, como el estudio de Groethuysen hace casi un siglo— continúa siendo un territorio en gran medida inexplorado; y es entonces cuando las minuciosidades del lenguaje revelan secretos que las grandes ideas suelen enmascarar: la fricción entre las nuevas aspiraciones y los viejos hábitos, los comienzos fallidos, las vacilaciones, las soluciones de compromiso; en una palabra, la lentitud de la historia cultural. Tratándose de un libro en el que la cultura burguesa se manifiesta como un proyecto incompleto, parece correcto entonces haber optado por esta línea metodológica.

7. “El burgués está perdido...”

El 14 de abril de 1912, Benjamin Guggenheim, el hermano menor de Solomon, estaba a bordo del Titanic; y cuando el barco comenzó a naufragar, él fue uno de los que ayudaron a las mujeres y los niños a subir a los botes salvavidas, resistiendo el frenesí por momentos brutal de otros pasajeros hombres. Después, cuando su camarero recibió la orden de tripular uno de los botes, Guggenheim se despidió de él y le pidió que le dijera a su esposa que “ninguna mujer quedó a bordo porque Ben Guggenheim fuera un cobarde”. Y eso fue todo.41 Quizá sus palabras hayan sido un poco menos resonantes, pero eso en verdad no importa; él hizo lo correcto, algo muy difícil en esas circunstancias. Décadas más tarde, cuando comenzaron los preparativos para el filme Titanic (1997), de James Cameron, el investigador que desenterró la anécdota la presentó de inmediato ante los guionistas: qué escena... Sin embargo, la sugerencia fue rechazada de plano: era demasiado poco realista. Los ricos no mueren por principios abstractos como la cobardía y cosas similares. Y de hecho, el personaje que vagamente evoca a Guggenheim en el filme trata de abrirse paso hacia el bote salvavidas con un revólver.

“El burgués está perdido”, escribió Thomas Mann en 1932, en su ensayo “Goethe como representante de la época burguesa”; y estos dos momentos vinculados al Titanic —situados en los extremos opuestos del siglo XX— coinciden con él. Perdido, no porque lo esté el capitalismo: por el contrario, el capitalismo está más fuerte que nunca (aunque mayormente en la destrucción, a la manera del Golem). Lo que se ha evaporado es el sentido de la legitimidad burguesa: la idea de una clase dirigente que no solo dirige, sino que también merece hacerlo. He ahí la convicción que animó las palabras de Guggenheim en el Titanic; lo que estaba en juego era el “prestigio (y por lo tanto [...] la confianza)” de su clase, por citar uno de los pasajes de Gramsci sobre el concepto de hegemonía.42 Renunciar a él equivalía a perder el derecho a dirigir.

Poder, justificado por valores. Pero justo cuando la dirigencia política burguesa entraba por fin en la agenda,43 tres grandes novedades acaecidas en rápida sucesión alteraron el panorama para siempre. Primero llegó el colapso político. A medida que la belle époque se aproximaba a su sórdido final, tal como la operette en la que le gustaba reflejarse, la burguesía sumó sus fuerzas a las de la vieja elite para precipitar a Europa a la carnicería de la guerra; después escudó sus intereses de clase tras camisas negras y marrones, allanando el camino para la consecución de masacres aún peores. Mientras el Antiguo Régimen llegaba a su fin, los nuevos hombres se mostraron incapaces de actuar como una verdadera clase dirigente. Cuando Schumpeter, en 1942, escribió con desprecio que “la clase burguesa [...] necesita un amo”,44 no tuvo necesidad de explicar a qué se refería.

La segunda transformación, de índole casi opuesta, surgió después de la Segunda Guerra Mundial, con la extendida instauración de regímenes democráticos.

La peculiaridad del consentimiento histórico otorgado por las masas en el marco de las formaciones sociales capitalistas modernas —escribe Perry Anderson— es la creencia por parte de las masas de que ellas ejercen una autodeterminación definitiva dentro del orden social existente [...] dar crédito a la igualdad democrática de todos los ciudadanos en el gobierno de la nación; en otras palabras, incredulidad en lo que concierne a la existencia de cualquier clase dirigente.45

Una vez oculta tras las hileras de uniformados, la burguesía europea se escabulló a la sombra de un mito político que le exigía desdibujarse como clase: un acto de camuflaje que se volvió mucho más fácil gracias al penetrante discurso de la “clase media”. Y después, el toque final; a medida que el capitalismo traía un bienestar relativo a la vida de grandes masas obreras en Occidente, las mercancías pasaron a ser el nuevo principio de legitimación; ahora el consenso se construía sobre las cosas y ya no sobre los hombres... y mucho menos sobre los principios. Era el amanecer de nuestros tiempos: triunfante el capitalismo y muerta la cultura burguesa.

* * *

En este libro faltan muchas cosas. Algunas ya las había analizado en otra parte y me pareció que no tenía nada nuevo que decir sobre ellas: es el caso de los parvenus de Balzac o la clase media de Dickens, que desempeñaron un papel importante en The Way of the World y Atlas de la novela europea. Los autores estadounidenses de fines del siglo XIX —Norris, Howells, Dreiser—, por su parte, parecían agregar poco al cuadro general; además, El burgués es un ensayo que toma partido, desprovisto de ambiciones enciclopédicas. Dicho esto, hay un solo tema que realmente me habría gustado incluir si no fuera porque amenazaba con convertirse en un libro por mérito propio: un paralelismo entre la Gran Bretaña victoriana y los Estados Unidos después de 1945 en torno a la paradoja de estas dos culturas capitalistas hegemónicas —las únicas existentes hasta ahora— que se apoyan en gran medida sobre valores antiburgueses.46 Me refiero, claro está, a la omnipresencia del sentimiento religioso en el discurso público; una presencia que de hecho está creciendo, en una abrupta inversión de las anteriores tendencias secularizadoras. Algo similar ocurre con los grandes avances tecnológicos del siglo XIX y fines del siglo XX: en lugar de alentar una mentalidad racionalista, las “revoluciones” —primero la industrial y después la digital— han producido una mezcla de analfabetismo científico y superstición religiosa —ambos también peores ahora que entonces— que desafía cualquier explicación. En este aspecto, la situación actual de Estados Unidos conduce a radicalizar la tesis central del capítulo victoriano: la derrota de la Entzauberung weberiana en el corazón del sistema capitalista y su remplazo por un reencantamiento sentimental de las relaciones sociales. En ambos casos, un ingrediente clave ha sido la drástica infantilización de la cultura nacional: desde la idea pía de la “lectura familiar” que lanzó la bowdlerización de la literatura victoriana hasta la réplica almibarada —la familia sonriendo frente a la TV— que ha sumido en el sopor el entretenimiento estadounidense.47 Y el paralelismo puede extenderse en casi todas direcciones, desde el antiintelectualismo del conocimiento “útil”, así como el de muchas políticas educativas —comenzando por la adicción a los deportes—, hasta la ubicuidad de palabras como earnest (antes) y fun (ahora),* con su apenas disimulado desprecio por la seriedad intelectual y emocional.

El “estilo de vida americano” como un victorianismo de hoy: por mucho que me sintiera tentado por la idea, estaba demasiado consciente de mi ignorancia sobre las cuestiones contemporáneas y decidí desecharla. Fue una decisión correcta, pero difícil, porque implicaba admitir que El burgués es un estudio exclusivamente histórico, sin verdaderos lazos con el presente. Los profesores de historia —reflexiona el doctor Cornelius en “Desorden y dolor precoz”— “no aman la historia en tanto sucede, sino en tanto ha sucedido [...] su corazón pertenece al pasado coherente, disciplinado e histórico. [...] El pasado está inmortalizado; es decir, está muerto”.48 Como Cornelius, yo también soy profesor de historia, pero me gusta sentirme capaz de hacer algo más que analizar disciplinadamente lo exánime. En este sentido, mi dedicatoria de El burgués a Perry Anderson y Paolo Flores d’Arcais indica algo más que mi amistad y admiración: expresa la esperanza de que algún día aprenderé de ellos a aplicar la inteligencia del pasado a la crítica del presente. Este libro no está a la altura de esa esperanza. Pero quizás el próximo sí.

I. Un amo trabajador

1. Aventura, empresa, Fortuna

El comienzo es conocido: un padre insta a su hijo a no abandonar el “estamento medio” —igualmente libre de los “trabajos y sufrimientos del sector más vulgar de la humanidad” como de “la vergüenza, el orgullo, el lujo, la ambición y la envidia” que aquejan al “sector más alto”— para convertirse en uno de esos que se van “al extranjero en busca de aventuras, con el propósito de mejorar su posición mediante empresas elevadas”.1 Aventuras y empresas: juntas. Porque la aventura, en Robinson Crusoe (1719), significa más que las “extrañas y sorprendentes” aventuras —naufragio..., piratas..., isla deshabitada..., gran río Orinoco...— que se mencionan en la portada del libro; cuando Robinson, en su segunda travesía, lleva a bordo “a small adventure”,2 el término no se refiere a una aventura en el sentido de acontecimiento sino a una forma de capital.* En el alemán moderno temprano —escribe Michael Nerlich—, la palabra “aventura” pertenecía a la terminología común del comercio, ámbito en el que indicaba “el sentido del riesgo (también llamado angst)”.3 Nerlich agrega, citando un estudio de Bruno Kuske: “Se hizo una distinción entre el comercio aventiure y la venta a clientes conocidos. El comercio aventiure abarcaba aquellos casos en los que el mercader emprendía un viaje con sus bienes sin saber exactamente qué mercado encontraría para ellos”.

La aventura como inversión riesgosa: la novela de Defoe es un monumento a esta idea y a su asociación con “la tendencia dinámica del capitalismo [...] a nunca mantener verdaderamente el statu quo”.4 Pero es un capitalismo de un tipo específico el que atrae al joven Robinson Crusoe: como en el caso del “capitalista aventurero” de Weber, su imaginación se ve cautivada por actividades “de carácter irracional y especulativo, o bien [basadas] en la adquisición por medios violentos”.5 La adquisición por medios violentos aparece con claridad en el relato de la isla (y antes, en el de la plantación esclavista); y en lo que respecta a la irracionalidad, la frecuencia con que Robinson admite su “descabellada y absurda idea” y su “tonta inclinación a vagabundear”6 se condice enteramente con la tipología de Weber. Desde esta perspectiva, la primera parte de Robinson Crusoe es una ilustración perfecta de la mentalidad aventurera que caracterizó al comercio de larga distancia en la Modernidad temprana, con sus “riesgos que no solo eran altos, sino incalculables, y que, por lo tanto, se hallaban más allá del horizonte de la empresa capitalista racional”.7