El caballo perdido - Felisberto Hernández - E-Book

El caballo perdido E-Book

Felisberto Hernández

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Beschreibung

En el relato "El caballo perdido", Felisberto Hernández vuelve a recurrir a los recuerdos de su infancia para desgranar intuiciones y evocaciones, en concreto, las clases de piano con Celina, su profesora. Esta obra recibió el premio del Ministerio de Instrucción Pública de Uruguay y el autor llegó a considerarla su preferida.-

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Felisberto Hernández

El caballo perdido

 

Saga

El caballo perdido

 

Copyright © 1943, 2021 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726641677

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

El caballo perdido

Primero se veía todo lo blanco; las fundas grandes del piano y del sofá y otras, más chicas, en los sillones y las sillas. Y debajo estaban todos los muebles; se sabía que eran negros porque al terminar las polleras se les veían las patas. –Una vez que yo estaba solo en la sala le levanté la pollera a una silla; y supe que aunque toda la madera era negra el asiento era de un género verde y lustroso.

Como fueron muchas las tardes en que ni mi abuela ni mi madre me acompañaron a la lección y como casi siempre Celina –mi maestra de piano cuando yo tenía diez años– tardaba en llegar, yo tuve bastante tiempo para entrar en relación íntima con todo lo que había en la sala. Claro que cuando venía Celina los muebles y yo nos portábamos como si nada hubiera pasado.

Antes de llegar a la casa de Celina había tenido que doblar, todavía, por una calle más bien silenciosa. Y ya venía pensando en cruzar la calle hacia unos grandes árboles. –Casi siempre interrumpía bruscamente este pensamiento para ver si venía algún vehículo–. En seguida miraba las copas de los árboles sabiendo, antes de entrar en su sombra, cómo eran sus troncos, cómo salían de unos grandes cuadrados de tierra a los que tímidamente se acercaban algunas losas. Al empezar, los troncos eran muy gruesos, ellos ya habrían calculado hasta dónde iban a subir y el peso que tendrían que aguantar, pues las copas estaban cargadísimas de hojas oscuras y grandes flores blancas que llenaban todo de un olor muy fuerte porque eran magnolias.

En el instante de llegar a la casa de Celina tenía los ojos llenos de todo lo que habían juntado por la calle. Al entrar en la sala y echarles encima de golpe las cosas blancas y negras que allí había, parecía que todo lo que los ojos traían se apagaría. Pero cuando me sentaba a descansar –y como en los primeros momentos no me metía con los muebles porque tenía temor a lo inesperado, en una casa ajena– entonces me volvían a los ojos las cosas de la calle y tenía que pasar un rato hasta que ellas se acostaran en el olvido.

Lo que nunca se dormía del todo, era una cierta idea de magnolias. Aunque los árboles donde ellas vivían hubieran quedado en el camino, ellas estaban cerca, escondidas detrás de los ojos. Y yo de pronto sentía que un caprichoso aire que venía del pensamiento las había empujado, las había hecho presentes de alguna manera y ahora las esparcía entre los muebles de la sala y quedaban confundidas con ellos.

Por eso más adelante –y a pesar de los instantes angustiosos que pasé en aquella sala– nunca dejé de mirar los muebles y las cosas blancas y negras con algún resplandor de magnolias.

Todavía no se habían dormido las cosas que traía de la calle cuando ya me encontraba caminando en puntas de pie –para que Celina no me sintiera– y dispuesto a violar algún secreto de la sala.

Al principio iba hacia una mujer de mármol y le pasaba los dedos por la garganta. El busto estaba colocado en una mesita de patas largas y débiles; las primeras veces se tambaleaba. Yo había tomado a la mujer del pelo con una mano para acariciarla con la otra. Se sobreentendía que el pelo no era de pelo sino de mármol. Pero la primera vez que le puse la mano encima para asegurarme que no se movería, se produjo algún instante de confusión y olvido. Sin querer, al encontrarla parecida a una mujer de la realidad, había pensado en el respeto que le debía, en los actos que correspondían al trato con una mujer real. Fue entonces que tuve el instante de confusión. Pero después sentía el placer de violar una cosa seria. En aquella mujer se confundía algo conocido –el parecido a una de carne y hueso, lo de saber que era de mármol y cosas de menor interés–; y algo desconocido –lo que tenía de diferente a las otras, su historia (suponía vagamente que la habrían traído de Europa –y más vagamente suponía a Europa–, en qué lugar estaría cuando la compraron, los que la habrían tocado, etc.) y sobre todo lo que tenía que ver con Celina. Pero en el placer que yo tenía al acariciar su cuello se confundían muchas cosas más. Me desilusionaban los ojos. Para imitar el iris y la niña habían agujereado el mármol y parecían los de un pescado. Daba fastidio que no se hubieran tomado el trabajo de imitar las rayitas del pelo: aquello era una masa de mármol que enfriaba las manos. Cuando ya iba a empezar el seno, se terminaba el busto y empezaba un cubo en el que se apoyaba toda la figura. Además, en el lugar donde iba a empezar el seno había una flor tan dura que si uno pasaba los dedos apurados podía cortarse. (Tampoco le encontraba gracia imitar una de esas flores: había a montones en cualquiera de los cercos del camino.)

Al rato de mirar y tocar la mujer también se me producía como una memoria triste de saber cómo eran los pedazos de mármol que imitaban los pedazos de ella; y ya se habían deshecho bastante las confusiones entre lo que era ella y lo que sería una mujer real. Sin embargo, a la primera oportunidad de encontrarnos solos, ya los dedos se me iban hacia su garganta. Y hasta había llegado a sentir, en momentos que nos acompañaban otras personas –cuando mamá y Celina hablaban de cosas aburridísimas– cierta complicidad con ella. Al mirarla de más lejos y como de paso, la volvía a ver entera y a tener un instante de confusión.

Dentro de un cuadro había dos óvalos con las fotografías de un matrimonio pariente de Celina. La mujer tenía una cabeza bondadosamente inclinada, pero la garganta, abultada, me hacía pensar en un sapo. Una de las veces que la miraba, fui llamado, no sé cómo, por la mirada del marido. Por más que yo lo observaba de reojo, él siempre me miraba de frente y en medio de los ojos. Hasta cuando yo caminaba de un lugar a otro de la sala y tropezaba con una silla, sus ojos se dirigían al centro de mis pupilas. Y era fatalmente yo, quien debía bajar la mirada. La esposa expresaba dulzura no sólo en la inclinación sino en todas las partes de su cabeza: hasta con el peinado alto y la garganta de sapo. Dejaba que todas sus partes fueran buenas: era como un gran postre que por cualquier parte que se probara tuviera rico gusto. Pero había algo que no solamente dejaba que fuera bueno, sino que se dirigía a mí: eso estaba en los ojos. Cuando yo tenía la preocupación de no poder mirarla a gusto porque al lado estaba el marido, los ojos de ella tenían una expresión y una manera de entrar en los míos que equivalía a aconsejarme: “No le hagas caso; yo te comprendo, mi querido”. Y aquí empezaba otra de mis preocupaciones. Siempre pensé que las personas buenas, las que más me querían, nunca me comprendieron; nunca se dieron cuenta que yo las traicionaba, que tenía para ellas malos pensamientos.