Mi primera maestra y otros cuentos - Felisberto Hernández - E-Book

Mi primera maestra y otros cuentos E-Book

Felisberto Hernández

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Beschreibung

Recopilación de relatos de Felisberto Hernández publicados entre 1940 y 1950: "La pelota", "Manos equivocadas", "Mur", "Mi primera maestra", "Lucrecia", "Explicación falsa de mis cuentos" y "La casa nueva".-

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Felisberto Hernández

Mi primera maestra y otros cuentos

 

Saga

Mi primera maestra y otros cuentos

 

Copyright © 1944, 2021 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726641615

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

Introducción a la edición

La presente edición es una colección de los textos no agrupados en libros, o libros en sí mismos, que publicó Felisberto Hernández en los años 1940 y 1950.

La agrupación de estos textos en la presente colección cuenta con la aprobación de la Fundación Felisberto Hernández.

 

Equipo de Creative Commons Uruguay

La pelota

Cuando yo tenía ocho años pasé una larga temporada con mi abuela en una casita pobre. Una tarde le pedí muchas veces una pelota de varios colores que yo veía a cada momento en el almacén. Al principio mi abuela me dijo que no podía comprármela, y que no la cargoseara; después me amenazó con pegarme; pero al rato y desde la puerta de la casita –pronto para correr– yo le volví a pedir que me comprara la pelota. Pasaron unos instantes y cuando ella se levantó de la máquina donde cosía, yo salí corriendo. Sin embargo ella no me persiguió: empezó a revolver un baúl y a sacar trapos. Cuando me di cuenta que quería hacer una pelota de trapo, me vino mucho fastidio. Jamás esa pelota sería como la del almacén. Mientras ella la forraba y le daba puntadas, me decía que no podía comprar la otra y que no había más remedio que conformarse con ésta. Lo malo era que ella me decía que la de trapo sería más linda; era eso lo que me hacía rabiar. Cuando la estaba terminando, vi como ella la redondeaba; tuve un instante de sorpresa y sin querer hice una sonrisa; pero enseguida me volví a encaprichar. Al tirarla contra el patio el trapo blanco del forro se ensució de tierra; yo la sacudía y la pelota perdía la forma: me daba angustia de verla tan fea; aquello no era una pelota; yo tenía la ilusión de la otra y empecé a rabiar de nuevo. Después de haberle dado las más furiosas “patadas” me encontré con que la pelota hacía movimientos por su cuenta: tomaba direcciones e iba a lugares que no eran los que yo imaginaba; tenía un poco de voluntad propia y parecía un animalito; le venían caprichos que me hacían pensar que ella tampoco tendría ganas de que yo jugara con ella. A veces se achataba y corría con una dificultad ridícula; de pronto parecía que iba a parar, pero después resolvía dar dos o tres vueltas más. En una de las veces que le pegué con todas mis fuerzas, no tomó dirección ninguna y quedó dando vueltas a una velocidad vertiginosa. Quise que eso se repitiera pero no lo conseguí. Cuando me cansé, se me ocurrió que aquel era un juego muy bobo; casi todo el trabajo lo tenía que hacer yo; pegarle a la pelota era lindo, pero después uno se cansaba de ir a buscarla a cada momento. Entonces la abandoné en la mitad del patio. Después volví a pensar en la del almacén y a pedirle a mi abuela que me la comprara. Ella volvió a negármela pero me mandó a comprar dulce de membrillo. (Cuando era día de fiesta o estábamos tristes, comíamos dulce de membrillo.) En el momento de cruzar el patio para ir al almacén, vi la pelota tan tranquila que me tentó y quise pegarle una “patada” bien en el medio y bien fuerte; para conseguirlo tuve que ensayarlo varias veces. Como yo iba al almacén, mi abuela me la quitó y me dijo que me la daría cuando volviera. En el almacén no quise mirar la otra, aunque sentía que ella me miraba a mí con sus colores fuertes. Después que nos comimos el dulce, yo empecé de nuevo a desear la pelota que mi abuela me había quitado; pero cuando me la dio y jugué de nuevo me aburrí muy pronto. Entonces decidí ponerla en el portón y cuando pasara uno por la calle tirarle un pelotazo. Esperé sentado encima de ella. No pasó nadie. Al rato me paré para seguir jugando y al mirarla la encontré más ridícula que nunca; había quedado chata como una torta. Al principio me hizo gracia y me la ponía en la cabeza, la tiraba al suelo para sentir el ruido sordo que hacía al caer contra el piso de tierra y por último la hacía correr de costado como si fuera una rueda. Cuando me volvió el cansancio y la angustia le fui a decir a mi abuela que aquello no era una pelota, que era una torta y que si ella no me compraba la del almacén yo me moriría de tristeza. Ella se empezó a reír y a hacer saltar su gran barriga. Entonces yo puse mi cabeza en su abdomen y sin sacarla de allí me senté en una silla que mi abuela me arrimó. La barriga era como una gran pelota caliente que subía y bajaba con la respiración. Y después yo me fui quedando dormido.

Manos equivocadas

A Irene:

No se inquiete. Es decir me gustaría que se inquietara un poco, si en esa inquietud hubiera curiosidad. Precisamente la curiosidad es la causa de que yo haya querido escribirle –ya le explicaré con todos los detalles posibles esta actitud–; pero antes tengo que decirle que no la comprometeré; lo que le escribo lo podrá leer todo el mundo: no encontrarán otra cosa que curiosidad, y sobre todo, una curiosidad libre, pues su nombre fue tomado al azar entre muchos. Yo no tenía ninguna disposición anterior acerca de su persona; pero su nombre, tomado entre muchos, fue la primera cosa de lo desconocido en que se detuvo mi curiosidad. En el movimiento que ella hizo para ir a posarse sobre su nombre también me encontré con lo desconocido. Y por último, en mi propia curiosidad, en lo hondo de ella, también me encuentro siempre con lo desconocido: lo poco que de ella sé, lo encontrará usted en la prometida historia; y mi empecinamiento en contestársela es por la necesidad de que le resulte lo menos violenta posible esta actitud mía. Sin embargo, lo primero que me impulsó a realizar esta carta, fue la esperanza de que la persona a quien me dirigía, sufriera una curiosidad parecida.

Desde hace muchos años y hasta hace pocos meses, mi locura anduvo vagando por las ciencias. Allí también sentí curiosidad y allí también sentí lo desconocido. Pero una noche en que estaba distraído y miraba la calle casi oscura de mi casa y por la cual pasaban algunas personas, se me empezó a cambiar la curiosidad y el interés de lo desconocido: se volvieron hacia las personas que pasaban. Algunas llevaban la cabeza baja y yo sentí deseos de saber lo que sentían y pensaban en aquel momento. Hubiera sido absurdo pretender saberlo; pero ese deseo estuvo en mí desde esa noche. A la mañana siguiente, cuando hacía poco rato que estaba despierto, tuve el precipitado deseo de salir de mi casa y ver cómo serían las personas que viajaban en los mismos ómnibus que yo y las que encontraría por las calles. Desde ese día me interesó ver y sentir desde temprano el movimiento de las calles con sus personas y sus cosas. Caminaba entre la gente con el mismo descuido que había tenido en mi casa para arreglarme antes de salir; no buscaba nada y sabía que encontraría algo: ya lo estaba encontrando. Era eso desconocido a que me entregué aquella noche en mi casa, cuando estaba apoyado con los brazos en la verja de madera, y cuando vi pasar a las personas como a figuras extrañas, mucho más desconocidas y alejadas que antes. Tan extrañas, desconocidas y alejadas las volví a ver al otro día de mañana, a pesar de la luz del día, a pesar de ser yo también otra de las personas que iban por las calles, y a pesar de tenerlas tan cerca cuando viajaba en los ómnibus. Pero la noche de ese mismo día me di cuenta de que lo desconocido aparecía más en la noche que en el día: en la noche yo también sentía que alrededor del espíritu tenía un poco de oscuridad, y que a mis pensamientos, por más claros que fueran, les llegaba algo de la sugestión del espíritu y de la noche. Cuando más oscuro era el aire, más grande era la sugestión de lo desconocido. No importaba que ese mismo aire llegara hasta donde estaban las lamparillas; aunque yo estuviera distraído o pensando en otra cosa, sentía que más allá de donde ellas alcanzaban, estaba siempre aquel mismo aire cargado de oscuridad. Además comprendía que lo desconocido era furtivo: pasaba en el fondo de una calle, junto con un ferrocarril que cruzaba; cuando creía encontrarse con una persona conocida y después resultaba que no era; en momentos que una mujer en el cine se daba vuelta para atrás y miraba como buscando a alguien: al salir varias personas de un zaguán; cuando en una esquina a la que había mirado unos momentos antes, aparecían como llamitas recién encendidas las figuras de dos muchachas; cuando una mujer soltaba una carcajada y la ahogaba con un pañuelo; cuando dos personas desconocidas hablaban cerca, de otra que yo conocía; cuando al volver a mi casa tarde de la noche, me parecía ver de pronto la cara de un hombre que había muerto hacía tiempo; y cuántas cosas de extraña incoherencia.

Otra noche me di cuenta de otra cosa más de lo desconocido: no siempre llega de pronto y chocando contra mí, sino que a veces llega como si yo estuviera durmiendo y me empezaran a poner cobijas muy livianas y después más pesadas, hasta que me despertaba y las tiraba.

Una vez yo estaba sentado en el centro de la tertulia de un teatro y en la platea veía la parte de atrás de un saco de terciopelo negro de la cual salía una cabeza rubia y unas manos y brazos enguantados de cabritilla blanca. Yo miraba distraídamente los movimientos de aquella cabeza y de aquellos brazos, y poco a poco fui sintiendo que esos movimientos y esa gracia tan extraña, habían sido vistos por otra persona en uno de sus sueños... Después se levantó el telón y atendí a la escena.

Otra vez en un cine muy lujoso y casi vacío, empecé a sentir poco a poco una inexplicable angustia: aquella angustia me la había venido creando la suntuosidad, y en esa misma suntuosidad había un silencio extraño... Pero otra vez descubrí que sentía esa misma angustia desconocida en salas llenas de voces alegres y de mujeres graciosamente vestidas, y que además, en esas mismas salas alegres, también aparecía lo desconocido fugaz: en el momento en que una persona hacía un movimiento que aun visto por ella misma le hubiera resultado extraño; en la forma con que una persona miraba a otras que recién entraban; en una seña desconocida de una fina mano de mujer…