El centro se distingue por su levedad - Bert Hellinger - E-Book

El centro se distingue por su levedad E-Book

Bert Hellinger

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Beschreibung

El libro recoge las más significativas conferencias e historias terapéuticas de Bert Hellinger. Todas ellas giran alrededor de un mismo punto central: el orden fundamental por el que nuestras relaciones se logran o fracasan. Dirigen la mirada hacio los elementos fundamentales del pensar y hacer de este singular terapeuta y nos invitan a emprender con él un camino epistemológico. A lo largo de estos textos, Bert Hellinger toca sin miedo los tabúes de la inocencia y de la conciencia, sacando a la luz los órdenes que permiten que el amor en y entre diversos grupos humanos florezca. Un libro de sabiduría, fascinante y conmovedor, que nos remite a nuestro propio centro como punto de partida y de llegada. Allí nos experimentamos profundamente recogidos y en sintonía con el mundo tal como es. Este centro se distingue por su levedad. De interés para profesionales y estudiantes de psicología y un público general interesado en temas de terapia sistémica y la obra de Bert Hellinger.

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Cubierta

Bert Hellinger

El centro se distingue por su levedad

Traducción deSylvia Gómez Pedra

Herder

www.herdereditorial.com

Portada

Diseño de la cubierta: Claudio Bado y Mónica Bazán

Maquetación electrónica: Manuel Rodríguez

© 1996, Kösel - Verlag GmbH & Co., Múnich

© 2002, Empresa Editorial Herder, S.A.

© 2013, de la presente edición, Herder Editorial, S.L., Barcelona

ISBN DIGITAL: 978-84-254-3186-9

La reproducción total o parcial de esta obra sin el consentimiento expreso de los titulares del Copyright está prohibida al amparo de la legislación vigente.

Herder

www.herdereditorial.com

Índice

A modo de introducción

Culpa e inocencia en nuestras relaciones

La recompensa

La huida

La plenitud

El ideal altruista

El intercambio

Traspasar lo recibido

La Bola de Oro

El agradecimiento

El tomar

El retorno

La felicidad

La justicia

Perjuicio y pérdida

La salida

La impotencia

La doble transferencia

El vengador

El perdón

La segunda vez

La reconciliación

La revelación

El dolor

Lo bueno y lo malo

Lo propio

Lo ajeno

El destino

La humildad

Orden y Plenitud

Historias que dan que pensar

El Engaño

El Amor

Ser y No-Ser

La fe

La exigencia

La ayuda

El final

Vida y muerte

El Huésped

La Posada

Los límites de la conciencia

La respuesta

Culpa e inocencia

Las condiciones previas

Las diferencias

Las diferentes relaciones

El orden

La apariencia

Los Jugadores

El conjuro

La vinculación

El respeto

La lealtad

El sitio

Fidelidad y enfermedad

El límite

Lo bueno

La conciencia del grupo

El derecho a la pertenencia

La recompensa negativa

La jerarquía

El anhelo

El temblor

El miedo

La frase extraviada

La expiación

La solución

La comprensión

El camino

Historias que cambian

Dos tipos de saber

Caminos de sabiduría

El centro

La vuelta

El vacío

La conversión

La Sentencia

La ceguera

La curiosidad

La reunión

El todo

Lo mismo

La Comprensión

La Plenitud

Los órdenes del amor entre padres e hijos y en el seno de la red familiar

Orden y Amor

Los diversos órdenes

Padres e hijos

La fuente romana

El honrar

La vida

Gracias al Amanecer de la Vida

El rechazo

Lo especial

Los dones buenos de los padres

Lo personal de los padres

La inversión del orden

La comunidad unida por el Destino

La red familiar

El vínculo en la red familiar

La integridad

La responsabilidad colectiva de la familia

El mismo derecho a la pertenencia

Perder el derecho a la pertenencia

Los Órdenes del Amor

Los órdenes del amor entre el hombre y la mujer y en relación con el fondo último

Hombre y mujer

Padre y madre

El desear

La consumación

El vínculo en la relación de pareja

Celos

La carne

El Bajo Continuo

La falta

El hijo del padre y la hija de la madre

Anima y animus

La reciprocidad

Seguir y servir

La igualdad de rango

La compensación

El acuerdo

Implicaciones sistémicas

La constancia

El morir

El fondo último

Historias de la felicidad

Las dos Caras de la Felicidad

El Burro

La escapatoria

La medida

Dos tipos de placer

La inocencia

La culpa

El Curso de la Vida

La Tierra

Limpieza general

El Adiós

La Renuncia

La osadía

La Fiesta

Cuerpo y alma, vida y muerte

El cuerpo

El yo

Yo y cuerpo

Familia y alma

Familia y enfermedad

Vivos y muertos

La expiación

Morir en lugar de otros

La Gran Alma

La paz

El Círculo

A modo de introducción

Estimados lectores,

quisiera darles algunas indicaciones de cómo se hallan relacionadas las conferencias e historias aquí publicadas. Todas ellas se encuentran al final de un largo desarrollo, ofreciendo una síntesis esencial de mi pensar y de mi hacer hasta el día de hoy.

A principio de los años ochenta empecé a mirar más detenidamente cuáles eran los efectos cuando las personas afirmaban que seguían a su conciencia. Me di cuenta de que muchos de los que se remitían a su conciencia decían o hacían algo que descalificaba o dañaba a otros. Así vi que la conciencia no sólo estaba al servicio del bien, sino también al servicio del mal. Por tanto, empecé a sospechar del gran respeto que nuestra cultura manifiesta por la conciencia. Asimismo me pareció sospechoso que el esclarecimiento occidental no hubiera tocado en absoluto a la conciencia, y muchas ideas religiosas que antaño habían sembrado miedo y terror, ahora me parecían transferidas a la conciencia, donde seguían intocables como un tabú.

Con el tiempo me di cuenta de que la conciencia era algo normal y corriente, algo impulsivo; que, al igual que otros impulsos, desempeñaba un papel importante para crear y asegurar nuestras relaciones dentro de determinados límites, y que fuera de estos límites fracasaba, ya que más allá de los límites del grupo reducido, la conciencia justifica incluso los actos más viles, convirtiéndose en una fuerza terrible, por ejemplo, en las guerras.

Así, pues, los fines nobles que se le adjudicaban a la conciencia como instancia moral, pronto se me revelaron como los fines de un grupo aislado que, con la ayuda de la conciencia, procuraba justificar la superioridad del propio grupo frente a otros grupos, con todas las consecuencias negativas que de ahí resultaban para las relaciones entre estos grupos. Por tanto, había motivos fundamentados para examinar más detenidamente los efectos de la conciencia en el seno de los diversos grupos, y entre los mismos.

Estrechamente unidos a la conciencia se encuentran los sentimientos de culpa y de inocencia. También en este sentido es curioso que muchos de los actos fatales frecuentemente produzcan un sen­timiento de inocencia, y los actos buenos, un sentimiento de culpa. Así entendí que los sentimientos de inocencia y de culpa únicamente son útiles en el marco de determinados límites, y que inocencia y culpa no son lo mismo que bueno y malo. También aquí empecé a mirar más detenidamente. Vi que existían muchas formas de experimentar la culpa y la inocencia, y que ambas servían a diversos fines, por ejemplo, al vínculo y a la compensación entre dar y tomar. Estos fines se complementan y también se contradicen, como es el caso entre la justicia y el amor. Así, la inocencia en el lado de la justicia frecuentemente se convierte en culpa en el lado del amor, y viceversa.

Indagando estos contextos, lentamente se fue desarrollando la conferencia de Culpa e inocencia en nuestras relaciones. Su redacción me llevó aproximadamente un año, con varias interrupciones con el fin de ganar más experiencias y examinarlas. Sobre la base de estas comprensiones, el año siguiente siguió la conferencia Los límites de la conciencia. Cuando la di por primera vez, aún faltaba mucho para terminarla, ya que todavía no había entendido algunos contextos esenciales. Finalmente, la comprensión clave me vino con relación a las implicaciones transgeneracionales, cuando me di cuenta de que, aparte de la conciencia que sentimos, también existe una conciencia inconsciente, que únicamente percibimos a través de sus efectos. Esta conciencia inconsciente sirve a otros órdenes distintos a los de la conciencia consciente, y frecuentemente atentamos contra la conciencia inconsciente precisamente por seguir a la consciente. Implicaciones trágicas en el seno de la familia, así como muchos casos de enfermedades graves, de psicosis, de accidentes, de suicidios y de crímenes, así como la renuncia, la expiación y el temor incomprensibles tienen que ver con la tensión entre la conciencia consciente y la inconsciente, con la tensión entre los órdenes más estrechos o más amplios a los que sirven.

Una vez reconocidos claramente estos contextos, pude terminar la conferencia de Los límites de la conciencia. Después, también pude describir los órdenes que actuaban detrás de las diferentes conciencias. Así lo hice, otro año más tarde, en la siguiente conferencia, Los órdenes del amor.

Más tarde, aún completé y amplié esta conferencia. En su primera parte se describen los órdenes del amor entre padres e hijos y en la red familiar. En la segunda parte, los órdenes del amor entre hombre y mujer, y en relación al todo mayor. Aquí se muestra que, tratándose del ámbito religioso, los órdenes del amor topan con límites que no pueden serle transferidos.

Con ello digo también algo de aquello que el respeto general ante la conciencia bien implica, pero que se halla más allá de las diferentes conciencias. Quien está en concordancia con el mundo, asintiendo a él tal como es, sabe lo que perjudica o ayuda, lo que es bueno o malo. Sigue a ese saber, independientemente de lo que otros digan, sea a favor o en contra, porque está en concordancia. Él descansa en su centro, en el equilibrio: a la vez recogido y abierto al mundo. Este centro se distingue por su levedad.

Todas las conferencias giran alrededor de este centro y llevan a él. En él encontramos la tranquilidad, experimentándonos serenos y completos.

También mis historias giran alrededor de este centro y alrededor de un orden oculto que, más allá de los límites de la conciencia y de la culpa, une aquello que separa.

Todas ellas son historias terapéuticas y algunas, parodias. Rompen el tabú de mirar más detenidamente y descubren los lados engañosos u oscuros de algunos cuentos e historias, por ejemplo en El Engaño, El Amor, La Fe, El Final y Las dos Caras de la Felicidad.

Otras historias ya logran lo que nos cuentan mientras todavía las estamos leyendo. Así, quizá, ya mientras estemos leyendo empecemos a dejar lo pasado y a centrarnos en el siguiente paso necesario. Entre ellas están: La Posada, La Vuelta, La Comprensión, El Adiós, La Fiesta.

Otras historias crecieron conmigo y yo, con ellas. Son historias que tocan lo último. Nos llevan por el camino del conocimiento, hasta sus límites, sin temor y sin miramientos. Entre estas historias cuentan: Dos tipos de sabiduría, La Plenitud, El Vacío, Lo mismo, La Respuesta, Los Jugadores, Ser y No-Ser.

Al igual que las conferencias, también las historias aparecieron a lo largo de los años. Fui probándolas a través de sus efectos y profundizando en ellas cada vez que las contaba. Para el presente libro fueron completadas y ordenadas de nuevo. Así se reunieron en tres colecciones: Historias que dan que pensar, Historias que cambian e Historias de la felicidad. En ellas se comprime aquello que las conferencias temáticas exponen, desarrollándolo y profundizándolo en otro nivel. Por este motivo, conferencias e historias se van alternando.

¿Y cómo nació el título de este libro? Para explicarlo, contaré una historia:

Alguien pregunta a un maestro anciano:

–¿Cómo haces tú cuando ayudas a otros? Muchas veces vienen a verte personas, pidiéndote consejo en asuntos de los que sólo sabes poco. Pero después se encuentran mejor.

El maestro le dice:

–No depende del saber que uno se pare en el camino y no quiera seguir adelante. Porque busca seguridad donde se pide valor, y libertad donde la verdad ya no le deja elección. Y así va dando vueltas. El maestro, sin embargo, resiste al pretexto y a la apariencia. Busca el centro, y allí recogido espera –como uno que extiende las velas ante el viento–, si acaso le alcanza una palabra eficaz. El otro, al acercarse a él, lo encuentra allí donde él mismo tiene que llegar, y la respuesta es para ambos. Ambos son oyentes.

Y aún añade:

–El centro se distingue por su levedad.

El centro se distingue por su levedad –cuando se le deja el tiempo de vibrar–. Por tanto, su efecto es mayor leyendo las conferencias e historias en este libro como si interiormente se estuvieran escuchando.

Con la lectura les deseo comprensiones liberadoras y la levedad que resulta de la concordancia con el centro.

Bert Hellinger

Nota: La conferencia «Religión y Psicoterapia» que cierra el original alemán, en su versión española se encuentra en el libro Religión-Psicoterapia-Cura de almas, publicado por Editorial Herder en 2001.

Culpa e inocencia en nuestras relaciones

Toda relación humana se inicia dando y tomando, y con el dar y el tomar también comienzan nuestras experiencias de inocencia y de culpa. Quien da, también tiene derecho a recibir, y quien toma, también se siente obligado. El derecho en un lado y la obligación en el otro son el patrón fundamental de culpa-inocencia en toda relación. Este patrón sirve al intercambio entre dar y tomar, ya que ambos, tanto el que da como el que toma, no están tranquilos hasta que no se dé la compensación, hasta que el que tomó también da, y el que dio también toma.

A este respecto aportaré un ejemplo:

La recompensa

En África, un misionero fue trasladado a otra región. La mañana de la partida llegó un hombre que había caminado varias horas para despedirse de él y regalarle una pequeña cantidad de dinero. El valor del regalo equivalía a unos treinta peniques.

El misionero se dio cuenta de que el hombre quería darle las gracias, ya que lo había visitado varias veces en su poblado cuando había estado enfermo. También sabía que esos treinta peniques eran una gran cantidad de dinero para él. Por un momento se vio tentado de devolvérselos e incluso regalarle algo más. Pero después se lo pensó, cogió el dinero y le dio las gracias.

Siempre que recibimos algo de otros, por muy bello que sea, perdemos nuestra independencia y nuestra inocencia, puesto que, tomando, nos sentimos obligados y en deuda con la persona que dio. Experimentamos esta culpa como malestar y como presión, por lo que intentamos librarnos de ella dando nosotros mismos. No hay tomar sin este precio.

La inocencia, en cambio, se experimenta como placer. La sentimos como el derecho a la reivindicación cuando hemos dado sin tomar, y cuando damos más de lo que tomamos. Y la sentimos como levedad y libertad cuando no estamos obligados a nada, por ejemplo, cuando nosotros mismos no necesitamos o tomamos nada y, muy especialmente, cuando también hemos dado después de haber tomado.

Para alcanzar o conservar este estado conocemos tres comportamientos característicos.

El primero sería:

La huida

Algunos pretenden conservar su inocencia negándose a participar. Prefieren cerrarse en vez de tomar. De esta manera tampoco están obligados a nada. Esta es la inocencia de los no-jugadores que no quieren ensuciarse las manos. Por eso, muchas veces se creen especiales o mejores. Sus vidas, sin embargo, sólo funcionan al mínimo y, en consecuencia, se sienten vacíos y descontentos.

Esta actitud se encuentra en muchas personas depresivas. En un primer lugar, se niegan a tomar al padre o a la madre o a ambos. Más tarde transfieren esta actitud también a otras relaciones y a las cosas buenas de este mundo. Algunos justifican su negación de tomar con el reproche de que aquello que se les ofreció y se les dio no fue ni adecuado ni suficiente. Otros justifican el no tomar con los fallos del que da. El resultado, sin embargo, siempre es el mismo: los que así actúan se quedan inactivos y vacíos.

La plenitud

El efecto contrario podemos ver en aquellos que logran tomar a sus padres tal como son, tomando de ellos todo lo que les den. Este tomar es experimentado como un continuo aporte de energía y de felicidad. De esta manera se les capacita para tener también otras relaciones donde puedan tomar y dar mucho.

El ideal altruista

Una segunda manera de experimentar la inocencia es el derecho a exigir de otros cuando yo les he dado más de lo que ellos me dieron a mí. Por regla general, esta inocencia suele ser pasajera, ya que en cuanto yo también tomo del otro, mi derecho se acaba. Algunas personas, sin embargo, prefieren mantener su derecho en vez de permitir que los demás les den también a ellos, como siguiendo al lema: «Es mejor que tú te sientas obligado que no yo». Esta actitud se encuentra en muchos idealistas y es conocida como el ideal altruista.

Pero tan exigente libertad de obligaciones resulta hostil para cualquier relación. Ya que quien únicamente quiere dar, se aferra a una superioridad que no debería ser más que pasajera, porque, de lo contrario, se le niega la igualdad de rango al otro, puesto que de aquel que no quiere tomar nada, los demás muy pronto no quieren recibir nada tampoco. Así, se retiran y se enfadan con él. Tales altruistas permanecen solos, sintiéndose amargados con frecuencia.

El intercambio

La tercera y más bella forma de experimentar la inocencia es la descarga una vez se consigue el equilibrio, cuando tanto hemos tomado como dado. Este intercambio entre dar y tomar se realiza entre todos los implicados. Es decir, quien toma algo del otro, también le devuelve algo equivalente. Pero no sólo hay que tener en cuenta el equilibrio, sino también el nivel del intercambio. Un intercambio reducido entre dar y tomar aporta poca ganancia; el gran intercambio, sin embargo, enriquece y viene acompañado de un sentimiento de plenitud y de dicha. Esta dicha no cae del cielo, se crea. En el intercambio a un nivel tan alto tenemos la sensación de levedad y de libertad, y de justicia y de paz. De entre las muchas posibilidades de experimentar la inocencia, esta será la más liberadora. Esta inocencia está satisfecha.

Traspasar lo recibido

En algunas relaciones, sin embargo, no es posible llegar a esta descarga, porque entre el que da y el que toma existe un desnivel insalvable. Este sería el caso entre padres e hijos, o entre maestros y alumnos. Ya que padres y maestros, en un primer lugar dan, e hijos y alumnos toman. Naturalmente, también los padres reciben algo de sus hijos, y los maestros, de sus alumnos, pero el desequilibrio no se elimina, sólo se mitiga.

No obstante, también los padres en su tiempo fueron hijos, y los maestros, alumnos. Ellos logran llegar a una compensación traspasando a la siguiente generación aquello que ellos mismos recibieron de la anterior. Y sus hijos o alumnos pueden hacer lo mismo.

Börries von Münchhausen lo describe muy claramente en un poema:

La Bola de Oro

Por mucho amor que del padre recibiera,

no se lo pagué, ya que de niño

no reconocía el valor del don,

y de hombre me hice igual que los hombres, y duro.

Ahora, un hijo me crece, tan bienamado

como ninguno que fuera la delicia de un corazón de padre,

y yo pago lo que en su tiempo recibí

con él, que no me lo dio –ni me devuelve–.

Pues al hacerse hombre y pensar como los hombres,

él, al igual que yo, hará sus propios caminos;

nostálgico, pero sin envidia, lo veré,

dando al nieto aquello que a mí me corresponde.

Lejos en la sala de los tiempos mi mirada va,

contenida y serena, observando el juego de la vida:

la bola de oro cada cual, sonriente, pasa,

y ninguno la bola de oro devolvió.

Aquello que se aplica a la relación entre padres e hijos, y entre maestros y alumnos, también se aplica a cualquier situación en la que sea imposible alcanzar una compensación devolviendo o intercambiando. Es decir, a pesar de todo podemos aliviarnos del peso de la obligación, traspasando a otros algo de lo que recibimos.

El agradecimiento

Una última posibilidad de alcanzar un equilibrio entre tomar y dar es el agradecimiento. Al dar las gracias no rehuyo el dar. Aún así, a veces es la única respuesta adecuada al tomar. Por ejemplo, para una persona disminuida, o para un enfermo, o para un moribundo y, a veces, también para un enamorado.

Aquí, junto con la necesidad elemental de compensación, también entra en juego aquel amor elemental que atrae y vincula a los miembros de un sistema social, comparable a la fuerza de gravedad que mantiene unidos los cuerpos en el espacio. El amor acompaña el tomar y el dar y le precede. En el tomar se expresa como gratitud.

El que da las gracias, reconoce: «Tú das, independientemente de si yo en algún momento podré pagártelo, y lo tomo de ti como un regalo». Y quien acepta el agradecimiento, dice: «Tu amor y el reconocimiento de aquello que doy me valen más que todo lo demás que aún puedas hacer por mí».

Así, al dar las gracias, no sólo nos afirmamos mutuamente con aquello que nos damos, sino también con aquello que significamos el uno para el otro.

En este contexto os contaré una pequeña historia:

El tomar

Un hombre se sentía muy agradecido y en deuda con Dios, por haber sido salvado de un peligro mortal. Preguntó a un amigo qué podía hacer para que su agradecimiento fuera realmente digno de Dios. Aquel, sin embargo, le contó una historia:

Un hombre quería a una mujer de todo corazón y le pidió que se casara con él. Pero ella tenía otras intenciones. Un día, al querer cruzar la calle juntos, por poco un coche hubiera atropellado a la mujer, de no ser por su acompañante que la detuvo con un movimiento rápido. En ese momento, ella se dirigió a él y le dijo:

–Ahora me casaré contigo.

–¿Qué te parece? –preguntó el amigo– ¿Cómo se sentiría ese hombre entonces?

El otro, en vez de responder, tan sólo puso cara de indignación.

–Ves, –dijo el amigo– quizás a Dios le pase lo mismo contigo.

Aún os contaré otra historia al respecto:

El retorno

Un grupo de amigos tuvieron que marchar a la guerra juntos; vivieron peligros indecibles, y dos de ellos volvieron ilesos. Pero uno se había vuelto muy callado: la vivencia más importante para él había sido la salvación. A partir de ese momento, toda su vida posterior le parecía un regalo. El otro, sin embargo, muchas veces se encontraba con los amigos, presumiendo de sus proezas y de los peligros de los que se había salvado. Era como si hubiera vivido todo aquello en vano.

La felicidad

La felicidad inmerecida frecuentemente se vive como algo amenazante y temible. Esto tiene que ver con que secretamente pensamos que, con la felicidad, suscitaríamos la envidia del Destino o de otras personas. Así, vivimos el hecho de tomar la felicidad como el atentado contra un tabú, como el cargar con una culpa, como el asentimiento a un peligro. El dar las gracias mitiga el miedo. A pesar de todo, la felicidad nos pide tanto humildad como valentía.

La justicia

La interacción de culpa e inocencia se inicia dando y tomando, y se regula mediante una necesidad de compensación, común a todos. En cuanto este equilibrio se alcanza, una relación puede darse por terminada, o ser retomada y continuada dando y tomando de nuevo.

Sin embargo, no puede darse ningún intercambio constante sin que una y otra vez se llegue a un equilibrio. Es igual que al andar: nos paramos si mantenemos el equilibrio; nos caemos y nos quedamos en el suelo si lo perdemos; y seguimos avanzando si alternativamente lo perdemos y lo volvemos a ganar.

La culpa como deuda y la inocencia como descarga y derecho a la reivindicación se hallan al servicio del intercambio. Gracias a esta culpa y a esta inocencia nos apoyamos mutuamente y nos unimos en el bien. Esta culpa y esta inocencia son una culpa y una inocencia buenas que nos hacen sentirnos en orden, bajo control y buenos.

Perjuicio y pérdida

Por otra parte, en el tomar y el dar también existen una culpa y una inocencia malas, por ejemplo, cuando aquel que que toma es un perpetrador, y aquél que da, la víctima del primero. Es decir, cuando uno atenta contra otro de manera que éste no pueda defenderse. O cuando uno reclama algo que necesariamente tiene que perjudicar o doler al otro.

También aquí ambos, el perpetrador y la víctima, se hallan sometidos a la necesidad de compensación. La víctima tiene el derecho de exigirla, y el perpetrador se sabe obligado a satisfacer esta exigencia. Pero en este caso la compensación es en perjuicio mutuo, ya que, después de cometerse la injusticia, también el inocente trama el mal. Quiere per­judicar al culpable de la misma manera que éste le perjudicó a él. En consecuencia, al culpable se le exige más que una mera reparación: también tiene que expiar. Sólo cuando ambos, el culpable y su víctima, fueron igualmente malos, perdiendo y sufriendo en la misma medida, vuelven a encontrarse en un mismo nivel. Sólo entonces es posible que entre ellos se establezcan la paz y la reconciliación, y puedan volver al intercambio positivo. O, cuando el daño y el dolor fueron demasiado grandes, puedan separarse en paz.

A este respecto aportaré un ejemplo:

La salida

Un hombre le contó a un amigo que su mujer, desde hacía veinte años, aún no le había perdonado que él, pocos días después de la boda, se hubiese marchado de vacaciones con sus padres porque de­cían que lo necesitaban para llevar el coche, dejando sola a su mujer durante seis semanas. Por mucho que había intentado persuadirla, disculparse y pedirle perdón, no le había servido de nada. El amigo le contestó:

–Lo mejor sería lo siguiente: deja que desee o haga algo para ella misma que a ti te cueste no menos que a ella en aquel entonces.

El hombre comprendió enseguida y se puso radiante. Ahora tenía la llave que realmente cerraba.

Es posible que a algunos les asuste la idea de que no sea posible la reconciliación si en tales casos el inocente no se enfada o se vuelve malo también y exige la reparación. Pero de acuerdo con la antigua frase de que el árbol se conoce por sus frutos, tan sólo tenemos que mirar y ver qué ocurre en el caso contrario, para darnos cuenta de qué es lo realmente bueno y qué lo realmente malo.

La impotencia

También en el contexto de daño y pérdida vivimos la inocencia de diversas maneras.

La primera es la impotencia, ya que el perpetrador actúa y la víctima padece. Al culpable solemos considerarlo tanto más culpable, y tanto más graves sus actos, cuanto más indefensa e impotente fuera su víctima. Pero una vez perpetrada la injusticia, la víctima raras veces permanece indefensa; podría actuar, exigiendo del perpetrador justicia y expiación para así poner fin a la culpa y permitir un nuevo comienzo.

Si la víctima misma no actúa, otros actuarán en su lugar, pero con la diferencia de que entonces tanto el daño como la injusticia que éstos cometen con otros en su lugar acaban siendo mucho más graves que si la víctima misma se hubiera ocupado de sus derechos y de su venganza.

A este respecto aportaré un ejemplo:

La doble transferencia

Un matrimonio mayor participó en un seminario. Ya la primera noche, ella desapareció. Cuando volvió a la mañana siguiente, se plantó toda provocativa delante de su marido y dijo:

–Acabo de estar con mi amante.

Cuando la mujer estaba con otras personas del grupo, se mostraba atenta y llena de interés. Siempre que veía a su marido, sin embargo, estaba como fuera de sí. Para los demás era incomprensible por qué estaba tan enfadada con él, tanto más cuanto el hombre no se defendía, sino que mantenía una actitud objetiva. ¿Qué había ocurrido? Supimos lo siguiente: de niña, su padre la había enviado a pasar el verano en el campo con su madre y con sus hermanos, mientras que él se quedaba en la ciudad con su amante. De vez en cuando iba con la amiga a ver a la familia, y su mujer los recibía bien y los atendía sin reproches ni quejas. Ella reprimía su rabia y su dolor, y sus hijos lo notaban.

Esta actitud la podríamos llamar «virtud heroica», pero sus efectos son fatales. Ya que en los sistemas humanos el rencor reprimido vuelve a surgir más tarde, a saber, en aquellos que menos se pueden defender. En la mayoría de los casos son los hijos o los nietos, y ni siquiera se dan cuenta de ello. De esta manera se desarrolla una doble transferencia.

En un primer lugar, la transferencia a otro sujeto; en nuestro ejemplo, de la madre a la hija.

En un segundo lugar, la transferencia a otro objeto; en nuestro ejemplo, al marido inocente en lugar del padre culpable. También aquí la víctima es aquel que menos puede defenderse, porque ama a la perpetradora. Donde los inocentes prefieren sufrir en vez de actuar, pronto hay más víctimas inocentes y perpetradores culpables que antes.

En nuestro ejemplo, la solución habría sido que la madre de aquella mujer se enfadara abiertamente con su marido. De esta manera, él habría tenido que enfrentarse a la realidad y se habría dado un nuevo comienzo o una separación clara.