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La presente obra, reedición actualizada y en muchos aspectos abreviada de Religión, psicoterapia y cura de almas, documenta los esfuerzos de Bert Hellinger por encarar la cuestión religiosa de una forma nueva. Constata, por un lado, que la mayor parte de los métodos terapéuticos en raras ocasiones alcanzan los estratos más profundos del alma y, por otro, que las imágenes de Dios y las actitudes religiosas tradicionales, tal y como las transmite la Iglesia, carecen de respuesta ante los interrogantes que plantean determinadas experiencias vitales. No obstante, el misterio religioso en sí permanece intacto y se respeta como tal. Sostiene el autor que, en contra de la libertad individual postulada por la filosofía occidental heredera de Descartes, el sujeto se experimenta como objeto de unas fuerzas que disponen de su yo, y a las que se ve expuesto. Según él, las Constelaciones Familiares muestran que nos hallamos englobados en contextos y órdenes mayores, que nos toman a su servicio independientemente de nuestros deseos o temores, y solo desde el conocimiento y el respeto de dichos órdenes pueden obtenerse resultados terapéuticos positivos.
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Bert Hellinger
Del Cielo que enferma y la Tierra que sana
Caminos de experiencia religiosa
Título original: Vom Himmel der krank macht, und der Erde, die heilt, Wege religiöser Erfahrung
Traducción: Sylvia Kabelka
Diseño de la cubierta: Gabriel Nunes
Maquetación electrónica: José Luis Merino
© 2009, Bert Hellinger
© 2012, Herder Editorial, S.L., Barcelona
© 2012, de la presente edición, Herder Editorial, S. L.
ISBN: 978-84-254-2876-0
La reproducción total o parcial de esta obra sin el consentimiento expreso de los títulos del Copyright está prohibida al amparo de la legislación vigente.
Prefacio
Agradecimiento
«Yo creo desde la experiencia de la comunidad»
El diálogo
El discurso esencial
El riesgo
La experiencia
Los límites de la experiencia
La libertad
El intercambio
Del Cielo que enferma y la Tierra que sana
La comunidad unida por el destino
El vínculo y sus consecuencias
Similitud y compensación
La enfermedad sigue al alma
«Mejor que sea yo que tú»
El amor consciente
«Yo en tu lugar»
«Aunque tú te vayas, yo me quedo»
«Te sigo»
«Aún viviré un poco»
La esperanza que lleva a la enfermedad
Fe y amor
El amor que sana
La enfermedad como expiación
La compensación a través de la expiación causa un doble sufrimiento
La compensación a través del tomar y de los actos de reconciliación
La expiación sustituye la relación
En la Tierra, la culpa pasa
La enfermedad como expiación, en lugar de otra persona
La enfermedad como consecuencia de la negación de tomar a los padres
Honrar a los padres
Ser y No-Ser
Experimentar lo divino
Imágenes de Dios
Lo espiritual
Religión en concordancia
Psicoterapia en concordancia
El miedo ante Dios
El misterio
La actitud religiosa
El camino
«Dios ha muerto»
Teología feminista
Experiencia divina en la psicosis
La cautela
Respuestas
La compensación
La religión natural
Conversión y apostasía
La perfección
Los caminos de la mística en lo cotidiano
El servicio
La devoción
Plenitud
Sanación y salvación
El bien supremo
La conciencia
La quietud
La noche del espíritu
Sabiduría
Lo común y lo liviano
El momento
La humildad
La cuestión religiosa
La serenidad
Lo oscuro
El sacrificio
Los nombres
El Dios más grande
Aforismos y pequeñas historias
Introducción
Lo oculto
El celo
La expectativa
El fuego
La Tierra
Lo mejor
Desprendimiento
La dependencia
Lo mismo
Lo religioso
Psicoterapia y religión
Religión
Revelación
Contradicciones
Oración
Mística
Religión natural
Psicoterapia fenomenológica
Jesús
La purificación
Cura de almas
Confianza
Actitud centrada
Desprenderse
Despedida
Experiencia y pensamiento
Ver y escuchar
La palabra sanadora
Mirar
La mirada hacia delante
Imágenes
Caminos espirituales
Religión y amor
Dios y los dioses
Ser y No-ser
La fe
La gracia
El desprendimiento
El alma
Enfermedad y alma
Detenerse
El bien y el mal
Abuso
Moral
Violación
Aborto
Vergüenza y pudor
Destino
La fuerza
La contradicción
El padre
La retirada
La madre
Padres
Los muertos
La presencia de los muertos en nuestra vida
Constelaciones familiares
Implicaciones sistémicas
Transgredir los límites
Perpetradores y víctimas
Perfección y plenitud
La imagen de Dios
El Gran Dios
Vivos y muertos
La reconciliación
La percepción
Epílogo
La fuerza del centro vacío
El entendimiento
Epistemología científica y epistemología fenomenológica
El proceso
La renuncia
La valentía
La concordancia
Fenomenología filosófica
Fenomenología psicoterapéutica
El alma
Fenomenología religiosa
La vuelta
Religión y psicoterapia
Alma y yo
El procedimiento
Alma y yo en la religión
Las religiones reveladas
La comunidad religiosa
La religión natural
Religión como huida
Filosofía y psicología
El vacío
Psicoterapia y religión revelada
La práctica profesional
Cuerpo y alma
La comunidad unida por el destino
El centro vacío
El círculo
Reflexiones finales
¿Qué es el amor?
La pertenencia
La felicidad
Otros grupos
Cómo se crea la unión
La benevolencia
El campo espiritual
La otra pertenencia
La conciencia
Las fuerzas opuestas
El amor eterno
El otro Dios
El presente libro ofrece una edición revisada, en muchos puntos resumida y completada, de mi libro Religión, psicoterapia, cura de almas, publicado por Herder en 2001.
La religión como temame viene ocupando desde hace muchos años. Durante 25 años fui miembro de una orden católica, estudié filosofía y teología, me hice sacerdote y estuve trabajando durante 16 años como misionero y maestro entre los zulúes en Sudáfrica. A la psicoterapia llegué a través de la dinámica de grupos y el psicoanálisis. Muy pronto, sin embargo, me di cuenta de que muchos métodos psicoterapéuticos raras veces alcanzan los estratos más profundos del alma. Esto se debe a que, bajo la influencia de la filosofía occidental desde Descartes, les adjudican un valor al sujeto y al yo que los aísla de su entorno.
Pero, en contra de la libertad postulada por esta filosofía, este sujeto se experimenta como objeto de unas fuerzas que disponen de su yo, y a las que se ve expuesto. Así, por ejemplo, en terapia familiar, a través del trabajo con constelaciones familiares, se evidencia que los individuos dependen no solo de sus padres y son influidos y marcados por ellos de muchas maneras. Más allá de su familia nuclear, pueden estar implicados en los destinos de otros miembros de la familia, sin ser conscientes de ello y, muchas veces, a través de varias generaciones.
Así, por ejemplo, una hija imita a la hermana de la madre, despreciada por el resto de la familia, porque se quedó soltera para cuidar a sus padres. También ella renuncia al matrimonio para cuidar a sus padres, sin que ni ella ni nadie más de la familia se dé cuenta del contexto.
Otro ejemplo sería el de un hijo que siente el anhelo irresistible de suicidarse. Solo a través de una constelación familiar surge que su padre desea seguir a la muerte a sus camaradas que cayeron en la guerra, y que su hijo, interiormente, dice: «Yo me muero para que tú, querido padre, te quedes». Aquí se evidencia que los miembros de una familia se encuentran unidos por un alma común, y que también son dirigidos por ella. Esta alma familiar se rige por unos órdenes que en su mayoría permanecen ocultos para los miembros de la familia. Nosotros los percibimos por sus efectos: los efectos fatales y las suertes trágicas son consecuencia de una infracción de estos órdenes, aunque sea a un nivel inconsciente. Los efectos positivos resultan del acatamiento de estos órdenes.
Además, el trabajo con constelaciones familiares también nos muestra que nos hallamos englobados en contextos y órdenes aún mayores, que nos toman a su servicio independientemente de nuestros deseos o temores. Así, por ejemplo, en las familias descendientes de las víctimas del Holocausto, muchas veces, un miembro de la familia secretamente tiene que representar a un perpetrador, de la misma manera que en las familias descendientes de los perpetradores algún hijo o nieto representa a las víctimas de aquellos. Así pretenden sufrir y morir por solidaridad con ellos, sin comprender el contexto real.
Es evidente que nuestras imágenes de Dios y nuestras actitudes religiosas tradicionales ya no resisten a estas experiencias. Y queda claro que tampoco la cura de almas convencional –aquí en su sentido más amplio– puede estar a la altura de ellas. Así pues, tuve que encarar la cuestión religiosa de una forma nueva.
El presente libro documenta el resultado de estos esfuerzos. Los diferentes capítulos describen el efecto de determinadas imágenes y actitudes religiosas en el alma. No obstante, el misterio religioso en sí permanece intacto; se respeta como misterio.
Para la recopilación de estos textos también me serví de algunas conferencias, entrevistas y pasajes publicados ya anteriormente en Órdenes del amor,El centro se distingue por su levedad, Verdichtetes y Finden, was wirkt.
Dado que todos los capítulos giran alrededor de un mismo tema y no dependen el uno del otro, cada uno puede ser leído por sí solo; me he limitado a agruparlos de acuerdo con un cierto orden cronológico. De esta forma se aprecian un determinado desarrollo y una cierta profundización en mis comprensiones a lo largo de los años, y también queda claro que todas las experiencias no son más que provisionales. Así, también el lector puede sentirse animado a fiarse de sus experiencias y a dejarse guiar por ellas.
BERT HELLINGER
De Otto Betz y de Günther Linemayr recibí impulsos decisivos. Hartmut Weber y Gabriele ten Hövel, como interlocutores, aportaron ideas importantes para algunos capítulos. Asimismo, las sugerencias y las observaciones de Norbert Linz me fueron especialmente útiles. A todos ellos les doy las gracias de todo corazón.
También agradezco las aportaciones de todos aquellos que en coloquios o talleres me inspiraron o me desafiaron a reflexionar aún más profundamente sobre la dimensión religiosa en psicoterapia y en la cura de almas.
Cuando escucho a un cristiano católico decir la frase «Yo creo desde la experiencia de la comunidad», me provoca un eco de esperanza y otro de dudas. Mis deseos me impulsan a la esperanza. Mis experiencias cotidianas en la Iglesia me hacen dudar. Por tanto, si yo mismo digo «Yo creo. Desde la experiencia de la comunidad», esto se refiere no tanto a mi situación actual, sino que más bien comprende un programa para un futuro.
Empezaré con una vivencia reciente. El 16 de octubre del año pasado, el sínodo diocesano de St. Pölten se reunió para su sesión de apertura, y ese mismo día yo empecé un seminario de dinámica de grupos en la misma casa. A última hora de la tarde, algunas personas corrían por los pasillos buscando y llamando en voz alta a algunos participantes del sínodo. Muchos de ellos se habían marchado antes de tiempo y el sínodo ya no alcanzaba el quórum.
¿Fue una simple casualidad? Quizá. A pesar de todo sabemos que muchos cristianos ya no quieren participar cuando se negocia la renovación de la Iglesia; se han cansado y se retiran. Hace unos años, nuestras expectativas eran más optimistas. En aquella época habíamos puesto grandes esperanzas en el diálogo, y experimentábamos con nuevas estructuras que pudieran facilitarlo.
Estas esperanzas no se cumplieron. Muchas formas de or-ga-nización del Posconcilio se han convertido en ejercicios obli-gatorios sin ninguna fuerza recreadora. Las concesiones a la forma externa no bastaron para apaciguar el miedo ante las consecuencias de un diálogo sin miramientos, ya que en los odres nuevos de las estructuras mejoradas seguimos encontrando el vino viejo de la intimidación y del paternalismo mutuos.
Preguntémonos por un momento dónde se encuentran los grupos eclesiales en los que podríamos osar hablar de nuestra experiencia y de nuestras dudas personales en la fe, sin tener que temer que alguien se levante y sospeche de nuestra vivencia más personal, o incluso la niegue. ¿Cuántas veces no tenemos que ver a cristianos que desconciertan a otros con su asombro despectivo, que se sonríen con superioridad o reaccionan con indignación cuando otro comenta algo personal, que se incapacitan mutuamente alegando autoridades y citando como excusa dogmas y leyes? Al final ya no nos atrevemos a fiarnos de nuestra vivencia personal, ni confiamos en que Dios se manifieste y actúe justamente en la experiencia de cada uno de nosotros. Así, preferimos refugiarnos en debates sobre estructuras ideales, conjurando nuestra responsabilidad personal con ideologías. Mutuamente nos amonestamos, juzgamos y amenazamos con criterios que no se fundamentan en nuestra propia vivencia. Por tanto, tampoco es de extrañar que nuestras largas discusiones acaben degenerando en fórmulas vacías, en exigencias sin compromiso, en leyes muertas y en una resignación generalizada.
En la vida pública de los grupos eclesiales oficiales queda poco espacio para el discurso esencial, es decir, para la conversación sobre nuestra experiencia personal con la fe, sobre nuestras tentaciones y dudas, sobre nuestras preguntas temerosas y sobre la noche, que a veces parece carecer de salida. Al hablar de discurso esencial, también me refiero al mensaje renovador de Jesús en nuestra vida cotidiana: de cómo juzga y purifica; de cómo, de repente, exige una nueva libertad y abre el camino a la esperanza y a la fuerza.
Me pregunto: este discurso personal, ¿por qué se da tan raras veces en la Iglesia? ¿Qué me impide tomar en serio mi experiencia con la fe y revelarla en una conversación? Si confronto la experiencia viva que he hecho con la fe, y si reconozco la exigencia de esta experiencia personal, ¿qué me puede ocurrir?
¡Me puede ocurrir muchísimo!, creo yo. En el seno de la Igle-sia, como institución, el discurso personal sobre la fe es un riesgo, ya que en este discurso tengo que comprometerme enteramente y estoy en juego yo mismo. Sobre todo, arriesgo mi relación con la Iglesia,ya que los superiores de la Iglesia se adjudican el derecho de medir mi experiencia con el baremo de su propia experiencia. Así, pueden rechazar mi experiencia declarándola peligrosa e incluso errónea. Pueden exigirme que niegue mi propia experiencia y que desista de mis preguntas y de mi búsqueda, a no ser que esta se mueva en una dirección previamente establecida por ellos. Como medida extrema pueden reprenderme públicamente y excluirme de la Iglesia visible. Quizá, en un caso concreto, los superiores de la Iglesia no hagan uso de este derecho, pero con suma facilidad aparecerán otros miembros de la Iglesia que, bajo la protección de la autoridad y con referencia a ella, se ocupen de juzgar la expresión de mi experiencia, intimidándome y amenazándome si esta experiencia mía no concuerda con la suya. Por tanto, apenas existe un grupo eclesial que me permita librarme de esta presión, y, por el mismo motivo, tan pocas veces encontramos un diálogo verdaderamente abierto en la Iglesia.
En la Iglesia veo que también otros se sienten responsables de mi relación con Dios. Así, hay padres y pastores, curas, maestros, jueces y muchos otros que, con una naturalidad casi ingenua, se sienten con el derecho de intervenir en mi vida en nombre de Dios, de decirme de forma determinante y autoritaria quién es Dios, cuál es su voluntad y cómo juzga. No obstante, no puedo ver que ellos tengan a su alcance más medios que yo. También ellos no pueden alegar más que su propia experiencia personal; también para ellos Dios habita en la luz impenetrable.
Todo esto parece contradecir el hecho de que los seguidores de la autoridad religiosa justamente no se remonten a su experiencia personal, sino a la revelación divina y al dogma y a la ley de la Iglesia. Pero, cuando indagamos sin prejuicios, cuando nos preguntamos cómo se realiza la revelación divina, cómo se llega a la proclamación de un dogma y de una ley divina, cómo se crea un derecho religioso sobre otros, también aquí nos topamos con experiencias personales, y nada más que experiencias personales, ya que toda revelación religiosa se muestra como una experiencia personal comunicada a otros, y los dogmas y las leyes religiosos en un principio no eran más que las interpretaciones y las aplicaciones personales de experiencias de este tipo. En ningún caso, la revelación, el dogma y la ley eclesiales, o el derecho de una autoridad religiosa, sobrepasan el ámbito de la experiencia personal de una forma verificable para otros. Por tanto, cuando una persona se refiere a la revelación, al dogma, a la ley divina, o a cualquier otra autoridad religiosa, en realidad no se refiere a nada que más allá de la experiencia personal sea cierto y seguro. En todos estos casos se refiere únicamente a su experiencia personal.
Esto tiene consecuencias. Cuando la revelación, el dogma, la ley y toda autoridad religiosa son expresión de una experiencia personal, únicamente pueden ser fidedignas y vinculantes para otros en la medida en que su pretensión encuentre una resonancia en la experiencia personal de su interlocutor y que este, por su propia experiencia, la experimente como válida, ya que, si el uno puede fiarse de su experiencia personal, el otro también tiene el mismo derecho. Y aún más: si en cuestiones de fe me veo relegado a la experiencia personal, la experiencia verdaderamente decisiva es la mía propia y no la de otro. Eso no significa que las experiencias religiosas de los demás no tengan ninguna importancia para mí, ¡todo lo contrario! Las experiencias de los demás son un impulso para mi propia experiencia, la corrigen y la enriquecen. Pero eso no quiere decir que alguien me pueda obligar a asumir su experiencia sin más. Únicamente puedo actuar de forma responsable basándome en mi propia experiencia. La de otra persona solo se convierte en vinculante para mí cuando se me confirma por mi propia experiencia. Por tanto, cuando bajo mi propia responsabilidad creo en un mensaje religioso y me someto a él, lo decisivo para mí es el efecto que este mensaje desencadenó en mí. Así, en un primer lugar y ante todo me fío de mi propia experiencia.
En este punto es fácil objetar que la propia experiencia muchas veces engaña. Es cierto. Cuán poco me puedo fiar de ella ya se me demuestra por el hecho de que la experiencia progresa y mis opiniones también cambian de acuerdo con su desarrollo. Lo que antes era importante más tarde quizá lo abandone. A pesar de todo, en cuestiones de fe me veo remitido a esa experiencia personal, y solo a ella, ya que, si ella es insegura, también lo es la de los demás; y, si mi experiencia no puede ser definitiva, porque constantemente va cambiando y progresando, tampoco la de los demás es invariablemente segura. Tampoco me sirve que otra persona alegue su mayor experiencia. Yo tengo que tomar mis decisiones sobre la base de mi experiencia actual, porque esta es la única de que dispongo y porque únicamente de ella puedo hacerme responsable. Por tanto, por muy insegura que sea la experiencia personal, ella es lo más seguro que se puede tener.
Aquí surge el miedo para muchos, el miedo ante la propia libertad y el miedo ante la autoridad eclesial. En este miedo, quizá nos ayude una promesa de la Escritura; ya que quien se siente intimidado en nombre de la Escritura, también puede escuchar aquellas otras palabras de la Escritura que nos animan a la libertad y a la confianza en la propia experiencia religiosa.
El profeta Jeremías y la Carta a los Hebreos dicen de la Nueva Alianza: «Esta será la alianza que yo pacte con la casa de Israel, después de aquellos días –oráculo de Yahveh–: pondré mi Ley en su interior y sobre sus corazones la escribiré, y yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo. Ya no tendrán que adoctrinar más el uno a su prójimo y el otro a su hermano: «Conoced a Yahveh», pues todos ellos me conocerán del más chico al más grande –oráculo de Yahveh– cuando perdone su culpa, y de su pecado no vuelva a acordarme» (Jer. 31, 33-34; Hebr. 8, 10-12).
Este gran texto es una de aquellas palabras vitales y vigorosas que, más tajantes que una espada de doble filo, penetran hasta el sentimiento más íntimo. Es una de aquellas palabras que, para mi sentir, dan con los pensamientos más secretos, sacándolos a la luz y juzgándolos.
Ante esta palabra, nuestra manera de hablar y de enseñar, de sentenciar y de juzgar, se me presenta como profundamente irredimida. En el asentimiento a esa palabra, aquello que para muchos era la expresión más sublime de la fe y de la lealtad –es decir, la sumisión incondicional a una autoridad religiosa– se me revela como pusilanimidad y temor servil, y con más confianza distingo detrás del santo fervor de algunos la parte oculta de presunción y de odio. Con esta palabra de la Escritura, todos los que participan en la Alianza Nueva reciben la promesa del conocimiento de la Ley y del conocimiento del Señor a través de la experiencia personal de cada uno, y todo intento de adoctrinar a otros acerca del conocimiento de Dios, de su Ley y de su juicio, es rechazado expresamente como intromisión en una prerrogativa de Dios. A cada uno de nosotros se le confirma que puede confiar en su experiencia religiosa personal; es más, tiene que confiar en ella, y esta confianza no le hace culpable sino libre. Yo incluso entiendo esta palabra de la siguiente manera: el conocimiento del Señor y de su Ley justamente me es posible porque puedo confiar en el perdón radical y definitivo de mi culpa, ya que solo en la confianza en este perdón radical encuentro la fuerza de estar atento, independientemente de toda autoridad exterior, a aquello que en cada experiencia cotidiana me llega como conocimiento del Señor y como exigencia de Dios.
Aquí quisiera hacer un balance, resumiendo estas reflexiones en tres tesis:
1. El diálogo sobre la experiencia personal en la fe se dificulta en la Iglesia. Como principal medio de presión sirve la referencia a una autoridad.
2. En última instancia, toda autoridad religiosa se basa en una experiencia personal. Por tanto, mi propia experiencia religiosa no puede ser desvalorada por la referencia a una autoridad.
3. También la tradición bíblica conoce el primado de la revelación privada.
El resultado de estas reflexiones sería: si yo digo «yo creo desde la experiencia de la comunidad», esto no puede equivaler al conformismo. No significa la sumisión colectiva a una doctrina religiosa. No tiene nada que ver con la unanimidad de opiniones y afirmaciones, característica de organizaciones totalitarias, ya que la fe se sustrae a toda presión exterior, y la comunidad se caracteriza precisamente porque sus miembros no se limitan en su integridad personal, sino que la reconocen y la fomentan.
La mejor imagen para la fe desde la experiencia de la comunidad sería, para mí, la de un conjunto de jazz: cada uno de los músicos toca su propia melodía con su propio instrumento, desarrollando al máximo su talento y sus ideas musicales. No obstante, cada músico está atento a los demás. Se deja inspirar por las melodías de los demás. Busca un complemento, una continuación, un contraste, una variación o una armonía adecuados. Se siguen mutuamente sin abandonar sus propias ideas, ni entorpecerse ni dominar a los demás. Y justamente en el máximo despliegue de su individualidad logran un resultado conjunto, una gran riqueza de melodías, de ritmo y de plenitud de sonido.
Transfiriendo esta imagen a la Iglesia, vemos que de ninguna manera hay que temer un caos si les damos una oportunidad real a la experiencia personal con la fe y al intercambio libre de estas experiencias.
Imaginemos a un grupo de cristianos en el que todos están convencidos del valor singular de la experiencia personal en la fe. En este grupo, nadie tiene que temer que su experiencia personal sea puesta en duda o menospreciada. Nadie lo ridiculiza o lo ataca. Así puede encarar con valentía sus sentimientos y miedos, sus dudas y comprensiones, tomándolos en serio. En consecuencia, tiene que confrontarse de forma más diferenciada con sus deseos, motivaciones y conflictos. Ya no puede pasar la responsabilidad de su fe a otros. Las preguntas se dirigen a él mismo, por lo que cobra un significado nuevo y único, para sí mismo y para los demás.
En este grupo, ninguno busca su seguridad religiosa aferrándose a determinadas enseñanzas o mandamientos. Así, tampoco puede caer en la tentación de usar el dogma y la ley como monedas para sopesar quién es pobre y quién rico ante Dios. El dogma y la ley ya no se utilizan como medidas para determinar qué es verdadero y qué es falso, qué es bueno y qué es malo. La palabra del otro nunca me alcanza como una exigencia general o como un juicio, sino como expresión de una experiencia personal, o de una duda personal, o de un sentimiento, o de una pregunta. Así pues, puedo escuchar el significado de su palabra con una actitud mucho más abierta, por lo que gana una relevancia inmediata. Para poder corresponder a la comunicación personal del otro, en mi interior tengo que dar espacio a su experiencia. Tengo que abrirme e intentar sintonizar con ella. Solo así me doy cuenta de si mi experiencia corresponde a la suya o si su experiencia me sigue siendo extraña.
Aquello que experimento al acceder a la experiencia del otro y al escucharme a mí mismo se lo devuelvo al otro como respuesta. En consecuencia, en él ocurre lo mismo que antes ocurrió en mí: recibe el mensaje en su interior, le concede un espacio y lo comprueba en relación a su propia experiencia. Después, me devuelve como respuesta el eco que mi experiencia encontró en él. Así se desarrolla un intercambio de experiencias personales en la fe. Cada uno de los interlocutores permanece libre y únicamente responsable de sí mismo, pero, no obstante, cada uno se ve tanto desafiado como apoyado por el otro. Esta conversación sobre la fe se convierte en diálogo.
Lo que aquí se dice del cielo describe lo que en la familia y en la red familiar, como comunidades de personas unidas por el destino, conduce a enfermedades graves, a accidentes o al suicidio; y lo que se dice de la tierra pretende describir lo que, a veces, logra dar otro rumbo a estas suertes.
Enfermedades graves o accidentes y suicidios en el seno de la familia o de la red familiar son desencadenados por procesos que se entrelazan con imágenes del cielo, de sufrimiento y de expiación en lugar de otras personas, de un reencuentro después de la muerte, y de inmortalidad personal. Estas imágenes seducen a un pensar y desear y actuar mágicos, en los que el enfermo o el moribundo cree que, a través del sufrimiento deliberadamente aceptado, puede redimir a otros de su sufrimiento, aunque este forme parte de su destino. Las observaciones y las comprensiones del trabajo con constelaciones familiares que se describen a continuación ayudan a desenmascarar tales ideas enfermizas para superarlas de una forma sanadora.
A esta comunidad de personas unida por el destino –en la que obran estas ideas fatales– pertenecen los hermanos, los padres y sus hermanos, los abuelos, a veces algún bisabuelo, y todos los que hicieron sitio para uno de estos miembros de la familia.
Entre los que hicieron sitio cuentan los cónyuges anteriores de los padres y de los abuelos, o las relaciones comparables a un matrimonio, por ejemplo, los novios anteriores. Asimismo, forman parte todos aquellos por cuya desaparición o desgracia otros pudieron acceder a este grupo o tuvieron alguna ventaja en otro ámbito.
En esta comunidad unida por el destino todos se hallan atados a todos. Donde más fuerza cobra el vínculo creado por el destino es de hijos a padres, entre hermanos y entre marido y mujer. Asimismo, se crea un vínculo especial desde las personas que entraron en el sistema posteriormente hacia aquellos que hicieron sitio para ellos, especialmente si estos tuvieron una suerte difícil: por ejemplo, el vínculo que se desarrolla entre los hijos de un segundo matrimonio de un hombre hacia su primera mujer, que murió de parto. El vínculo es menos fuerte de padres a hijos, o de aquellos que hicieron sitio a los que les siguieron en ese lugar: por ejemplo, de una novia anterior del marido a su mujer posterior.
Por este vínculo, pues, los posteriores y más débiles pretenden sujetar a los anteriores y más fuertes para que estos no se vayan, o, si ya se fueron, desean seguirles.