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Cuando usted descubra en este libro los pasajes de amor y ternura que hilvanó el comandante Guevara en su peregrinar hidalgo por la tierra andina; cuando lea las anécdotas y testimonios de quienes lo conocieron y escoltaron sin vacilaciones; cuando se percate de la presencia del Che en las palabras y el corazón de los hablantes; tal vez llegue conmigo a esta humilde conclusión: el Che no murió en Bolivia.
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Seitenzahl: 273
Veröffentlichungsjahr: 2023
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Edición:Olivia Diago Izquierdo
Diseño de cubierta:José Luis Cruz Girbau
Diseño interior y realización:Ariel Feitó Trujillo
Corrección:Catalina Díaz Martínez
Fotos:Cortesía del autor
Cuidado de la edición:Tte. coronel Ana Dayamín Montero Díaz
Emplane y conversión a ebook: Idalmis Valdés Herrera
© José Antonio Fulgueira Domínguez, 2022
©Sobre la presente edición:
Casa Editorial Verde Olivo, 2023
ISBN: 9789592246034
Todos los derechos reservados. Esta publicación
no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte,
en ningún soporte sin la autorización por escrito
de la editorial.
Casa Editorial Verde Olivo
Avenida de Independencia y San Pedro
Apartado 6916. CP 10600
Plaza de la Revolución, La Habana
La presencia del comandante Ernesto Che Guevara en Bolivia ha sido tema de escritos y libros en diferentes idiomas. Su estancia en los predios bolivianos ha entintado millones de hojas de papel de imprenta.
Es por ello que, a través de mis crónicas y entrevistas, intento más que todo llevarle al lector algunas aristas humanas de su paso, en los años 1966 y 1967, por la franja boliviana, en las que dejó marcada su impronta de hombre diáfano y sin machas, como lo describiera Fidel Castro Ruz en las palabras de despedida al héroe.
Durante tres visitas al país andino, recorrí casi todos los lugares por donde pasó con sus guerrilleros. Me auxilié de la Brigada Médica Cubana que ha seguido sus huellas con la nobleza del galeno que cura siempre al más humilde sin cobrarle nada.
Hablé con sobrevivientes de la guerrilla, prisioneros y familiares de los caídos, en sitios simbólicos como La Paz, Cochabamba, Potosí, Camiri,Santa Cruz de la Sierra, Ñancahuazú, Vallegrandey La Higuera, entre otros.
Presencié en La Paz la habitación del hotel Copacabana, donde se alojó el Che a su llegada a la capital de Bolivia en noviembre de 1966; conversé con Salustio Choque, primer prisionero de la guerrilla, y entrevisté a Mary, la hermana del combatiente Freddy Maemura.
Los hermanos Antonio y el Ñato Peredo me recibieron en sus viviendas, en La Paz y Santa Cruz de la Sierra, respectivamente, y me biografiaron a sus hermanos Coco e Inti con palabras de admiración que no han sido ni serán borradas. Antonio murió hace algunos años; el Chato, el 12 de enero de 2021.
Departí por varias horas, en lugares diferentes, con dos mujeres emblemáticas en Bolivia: la combatiente Loyola Guzmán, quien se entrevistó con el Che en Ñancahuazú, y la doctoraNilda, ministra de Salud durante una etapa,y luchadora incansable por los oprimidos desu país.
Obtuve testimonios del doctor Calvimontes y de José Luis, ministro de Salud uno y representante del Partido Comunista Satucos el otro. Ambos, cuando niños, conocieron de la travesía de la guerrilla por sus zonas de nacimiento.
Visité el poblado montañoso de Llallagua, donde en 1967 se produjo la masacre de San Juan contra los mineros que intentaban apoyar a los guerrilleros; y bajé a la quebrada del Churo hasta la piedra donde capturaron al Che, herido, con su pistola sin balas y el fusil inutilizado.
Entrevisté al general retirado Gary Prado en su mansión de Santa Cruz de la Sierra. Desde un sillón de ruedas, me contó con distancia y respeto mutuo, algunos pasajes de la captura del Guerrillero Heroico.
También conversé en Ñancahuazú con el médico forense Jorge Popy González Pérez y su compañero, el antropólogo Héctor Soto Izquierdo, sobre el proceso de hallazgo de los restos del Che y sus combatientes y leí el diario de la doctora Daisi, seguidora de Fernando Sacamuelas.
La maestra de la escuelita de La Higuera, Julia Cortés, me brindó el testimonio de su conversación con el Che; y el fotógrafo René Cadima —ya fallecido— me explicó detalladamente cómo logró retratar el cadáver del comandante Guevara en Vallegrande.
En Lagunillas conversé con la señora Hilda, que vivía muy cercana de la Casa de Calamina, primer campamento de la guerrilla; también con Espinosa, guía del Ejército boliviano.
Me personé en el hospital Japonés y recorrí la morgue donde fueron identificados los cadáveres de los combatientes por un grupo de expertos cubanos y argentinos.
Aparece, asimismo, en este volumen, el hombre que llevó las manos del Che desde La Paz hasta Moscú, para luego ser trasladadas a Cuba; y apunté testimonios de aldeanos como Benita y Policarpio, que conocieron al jefe guerrillero en los predios del Abra del Picacho y La Higuera.
En el alto de La Paz anduve tras la figura de Paco Castillo, único sobreviviente de la tropa comandada por Vilo Acuña, Joaquín, en la emboscada de Puerto de Mauricio; mas, me informaron los vecinos que había muerto recientemente. Fui al pueblo donde naciera Antonio Jiménez Tardío, alias Pan Divino.
También dialogué y me alojó en su casa Renato Cuba, hermano de Willy Cuba; conversé con Susana Ojinaga, la enfermera que lavó los restos del comandante en el hospital Señor de Malta, en Vallegrande, y me entrevisté con Pastor Aguilar, que vive cerca del hotel Santa Teresita donde se hospedaron en Vallegrande, algunos de los oficiales implicados en el asesinato de La Higuera.
Aparece, además, un testimonio del general debrigada Harry Villegas, Tamayo, Pombo —ya fallecido—sobreviviente de la guerrilla.
Cuando usted descubra en este libro los pasajes de amor y ternura que hilvanó el comandante Guevara en su peregrinar hidalgo por la tierra andina; cuando lea las anécdotas y testimonios de quienes lo conocieron y escoltaron sin vacilaciones; cuando se percate de la presencia del Che en las palabras y en el corazón de los hablantes; tal vez llegue conmigo a esta humilde conclusión: el Che no murió en Bolivia.
Autor
Todo aquel que quiera convertirse en un ser puro,
sin manchas en su cuerpo y en su pensamiento,
debería irse hasta el hotel Copacabana, escalar
hasta la habitación 304 y tratar, por todos los
medios, de mirarse cuerpo y alma en ese espejo.
El Che frente al espejo en la habitación del hotel Copacabana, en La Paz.
Aún está ahí el espejo con todo el azogue impregnado en el tiempo y en la historia. Basta solo con fijarse bien y aparece la imagen del hombre con su cámara fotográfica mientras encuadra su propia silueta entre el lente y el rectángulo del vidrio.
Por lo menos yo lo percibo así, y que me perdonen los seudomaterialitas si veo visiones. ¿Es acaso el funcionario uruguayo Adolfo Mena González quien ha ocupado la habitación del Copacabana que se levanta como el hotel más gallardo de la época, a la vera de la Avenida 16 de Julio en pleno corazón de La Paz?
Arribó por el aeropuerto Viru Viru de Santa Cruz de la Sierra, Bolivia, en la escalada del mes de noviembre de 1966, como un hombre gordo y calvo, de cara rasurada sin el asomo de un bigote, de espejuelos de pasta y un tabaco inapagable en la boca.
Mena debió haber sido también un fotógrafode profesión, se aprecia por la manera como enfocó la cámara sobre el espejo. Ajustó la abertura del lente y la velocidad. Aprovechó la poca iluminación que se filtraba por la ventana de la habitación que da a la calle y no quiso utilizar el flash para que la luz no chocara abruptamente contra el vidrio y distorsionara la imagen. Por eso se despojó de los espejuelos, pues los cristales perjudicarían la nitidez de la foto.
Está sentado en un sillón antiguo, como el restodel mobiliario, a pocos metros de un balconcito por donde se divisa el Paseo del Prado con sus jardines de flores tropicales y sus puestos de venta atendidos por mujeres de sombreritos redondos, ponchos y poleras [camisas] de colores vivos, escasos atenuadores del intenso frío de Nuestra Señora de La Paz.
El hombre de la autofoto muestra la frente amplia del individuo ya entrado en años, a quien la cabellera se le ha ido corriendo hacia atrás, como hace el mar cuando en el ocaso las mareas bajas asaltan la orilla. Usa un suéter oscuro con cuello de bies sobre una camisa clara y es blanco el pantalón.
Sostiene un tabaco entre los labios, y con depurada maestría absorbe y suelta el humo sin separarlo de la boca. Ambas manos están ocupadas en sostener la cámara por su extremo, al tiempo que la acomoda sobre sus piernas en busca de la mayor inmovilidad. Al más mínimo movimiento la foto quedaría corrida, había puesto la menor velocidad con la máxima abertura.
Por lo visto, este Mena sabía un mundo de fotografía; por lo menos debió haber sido fotorreportero deportivo o alguien que ha dedicado una parte de su vida detrás de un lente.
La habitación 304 tiene las paredes empapeladas de color azul y cubiertas por cortinas de la época. Adolfo Mena tras tomarse la instantáneaaprovecha el embrujo de la pequeña suite para desprenderse de su falso nombre y su condición de funcionario uruguayo. Como no tiene un Aladino que frote su propia lámpara, acude a la técnica anterior y se autofrota con la misma entereza que se autorretrató. Entonces lentamente comienza abrotar letra a letra su auténtica identidad: ErnestoGuevara de la Serna
Luego le incorpora al nombre algunos de sus epítetos de niño, adolescente y guerrillero: Teté, Fúser, el Pelao, Che, Tatu, Ramón y Fernando.
El frío en La Paz se entona con la altura de3 mil 640 metros sobre el nivel del mar para poner en tensión todo el cuerpo y el estómago del visitante. Entonces el comandante decidió visitar el café del frente y pedir un néctar negro que lo animara, sin azúcar como él lo prefería.
Antes de abandonar la suite abstrajo su pensamiento y se trasladó hasta 1953 cuando ya graduado de médico visitó La Paz en compañía de su amigo argentino Carlos Calica Ferrer.
Cumplía su segunda gira por América Latina. Apenas doce meses antes había consumado un itinerario junto a su compañero Alberto Granado, por Argentina, Chile, Perú, Colombia y Venezuela, donde cubrieron la mayoría del trayecto sobre el rústico sillín de una motocicleta apodada la Poderosa.
Recordaba que fue el 10 de julio de 1953 cuando minutos antes de arribar a La Paz, observó, desde la ventanilla del tren, el cerro Illimani, un gigante empedrado de poncho níveo que actúa de centinela insomne de la ciudad.
Un mes anduvieron por periplos paceños. La ciudad con su arquitectura colonial, sus calles empinadas y llenas de vericuetos, exhibía su pobreza milenaria en la imagen de mujeres bajitas, de vestidos y pelos largos que caminan con las piernas separadas como si buscaran el equilibrio para no rodar al suelo con la carga de sus críos en la espalda, mientras ofertan alguna fruta a precios miserables.
Eran las indígenas que ya había palpado en su primer viaje, pero ahora en otro país con el agravante de soportar el frío de los Andes en una burla siniestra al llamado mal de las alturas.
Aunque se habían alojado en una pensión de poca monta, se trasladaban diariamente hasta el GranHotel Sucre, empinado también en la Avenida 16 deJulio, un poco más arriba del Copacabana.
Desde la terraza del Sucre —invitados por José María Nougués, joven argentino que habían conocido en el tren—, observaron las manifestaciones de los mineros, las cuales describió con su prosa cortante como: «pintoresca, pero no viril. El paso cansino y la falta de entusiasmo de todos les quitaba fuerza vital, faltaban los rostros enérgicos de los mineros…».1
También visitaron repetidamente la bite El Gallo de Oro y luego se fueron a las yungas, valles fértiles cercanos a las zonas selváticas. Días después descendieron hasta la mina Bolsa Negra. El Che, fascinado por la naturaleza soltó sus ansias de poeta en esta lírica expresión: «Es un espectáculo imponente: a la espalda el augusto Illimani, sereno y majestuoso, adelante elblanco Murata, y ante los edificios de la mina que semejan copas de algo arrojado desde el cerro que quedan allí por capricho del accidente del terreno que los detuviera. Una gama enorme de tonos oscuros irisa el monte, el silencio de la mina quieta ataca hasta a los que como nosotros no conocen su idioma».
Y bajaron hacia la veta donde se extraía el mineral. Allí conoció la mísera vida del minero boliviano, de los hombres «encascados» que hurgan en las extrañas de la tierra para sacar oro, diamante u otro mineral que nunca será para él ni para su familia.
Todo esto lo ha ido meditando el comandante Ernesto Guevara en este noviembre de 1966, cuando descendía lentamente las escaleras desde el tercer piso. Ya en ellobbyla carpetera le preguntó: «¿Se ausentará vos por mucho tiempo?» Y él le respondió solo con una sonrisa irónica, característica inseparable de su personalidad.
Después de conocer toda su historia,
cada vez que hablaba de él se me salían las
lágrimas, pero ya no lo lloro ni lo recuerdo
como Omar, sino como mi amigo del alma.
Max Villegas Sánchez, pese a que comenzó a trabajar a los ocho años, ha avanzado poco en su vida gastronómica. No ha pasado de ser un simple dependiente de la confitería Eli’s ubicada al otro extremo de la Avenida 16 de Julio, en la esquina del cine Monje Campero.
Tiene una enfermedad en la columna vertebral que lo ha ido quebrando hacia la tierra como un árbol apolillado por las noches de insomnios. Se ha dado a conocer como el amigo del alma del Che, frase que, según él, Ernesto la profirió en una de sus reiteradas visitas nocturnas a este centro en el que el joven argentino sorbía delirante una taza de café amargo.
Max, a quien se me ocurrió llamarle El jorobado de nuestra señora de La Paz, ha creado toda una novela real o de ficción sobre este acontecimiento, que narra de memoria y sin variantes a centenares de periodistas y escritores de todo el mundo, quienes lo filman o le escriben reportajes en periódicos y revistas como el que tienecolocado aquí sobre una mesa con el título: «Max, el amigo del alma del Che».
Lo abordo en plena cafetería, y cuando sabeque soy periodista cubano, me dice que me esperehasta que termine de servir la mesa impaciente. Simula bastante su joroba en la espalda con sus habilidades de sirviente de salón. Me repite que no tiene tiempo para atenderme y no culminará su trabajo hasta la madrugada. No obstante, percibo que me observa minuciosamente y antes de desistir, me cuenta:
Es una historia muy tierna y muy linda. No lo conocí como el Che, sino que lo he conocido solamente como un amigo que se hizo llamar por Omar, un cliente que se sentaba allí todas las noches —me señala para una esquina de la cafetería.
Yo no tenía más que doce años y era el cajero con un horario de más de doce horas de trabajo. Una noche cuando salía de aquí con mi bastoncito, allá en la esquina, vi al joven que iba bajando y le pregunté:
—¿Por qué usted no está durmiendo a estas horas?
—Es que no tengo hotel, pues se me acabó la plata —contestó.
Entonces me lo llevé para mi cuartito y allí durmió varias noches.
Nunca me contó por qué estaba aquí ni de los planes que tenía, pero manifestaba ser un profundo humanista. «Tanta injusticia y gente pobre y enferma, me ha llevado a estudiar la carrera de Medicina», me decía. El último día que lo vi me abrazó y me dijo:
—Max, siempre te voy a llevar en el corazón; eres mi amigo del alma.
Se puso la boina y se marchó.
Al final del año siguiente compré un periódico y vi su rostro ya sin vida: «Coño, ese es Omar»; pero debajo de la foto decía:«Comandante guerrillero Ernesto Guevara».Entonces me dije:
—Ahí dirá lo que diga, pero ese que han matado no es otro que mi amigo Omar.
Después de conocer toda su historia, cada vez que hablaba de él se me salían las lágrimas, pero ya no lo lloro ni lo recuerdo como Omar, sino como mi amigo del alma: Che Guevara.
Nadie sabe a ciencia cierta los lugares que visitó en su estancia en La Paz, ni con los compañeros que se reunió.
Fernando González, actual gerente general del hotel Copacabana, me condujo hasta el restaurante, en el segundo piso, el cual no ha sufrido trasformación. Señala para una hilera de mesas junto a un ventanal de cristal que da a la Avenida 16 de Julio, y me cuenta: «Existen testigos de que el inquilino se sentaba en estas mesas a almorzar, meditar y fumarse un tabaco y, además, recibió visitas en su habitación. Eso decían los trabajadores viejos de aquí cuando yo entré. Solo le puedo decir que lo he oído, pero no lo vi».
Afirma González que el espejo de la habitación 304 es el original, pues ya no se fabrican de este tipo. La pieza la alquilan a 39 dólares la noche y es asediada por turistas de todo el mundo.
Harry Villegas en su libro Pombo un hombre de la guerrilla del Che, relata en su diario del día 4 de noviembre:
Mbili [José María Martínez Tamayo] nos comunica que Mongo ha llegado y nos pide que no digamos que él nos los contó porque Renán dice que Mongo no quiere que lo sepamos. Esto nos sorprende porque parece inconcebible que Mongo no confíe en nosotros. Preocupados por esto no pudimos dormir y tampoco Tumaine.
Mbili llega a eso de las 7 a. m. y nos dice que hubo un mal entendido de parte de Renán porque lo pedido por Mongo es que no vayamos todos juntos a verlo, que estuviéramos listos para partir al anochecer. Yo iré con Bigotes en el segundo jeep y en el primero irán Mongo con Pacho y Tumaine.
El 5 de noviembre partió la comitiva en dos yipis por la ruta La Paz- Cochabamba-Santa Cruz de la Sierra. El 7 entró hacia la finca de Ñancahuazú por un camino polvoriento antes del entronque de Lagunillas. La noche los envolvió ya apostados en la Casa de Calamina.
Esta ruta tuve el privilegio de recorrerla cuarenta y cuatro años después, y pude, lo que no pudo el Che, regresar a La Paz.
De vuelta a la sagrada ciudad, se me ha incrustado esta idea en el pensamiento: Todo aquel que quiera convertirse en un ser puro, sin manchas en su cuerpo y en su pensamiento, debería irse hasta el hotel Copacabana, escalar hasta la habitación 304 y tratar, por todos los medios, de mirarse cuerpo y alma en ese espejo.
1Los testimonios, apuntes de los diarios y citas de otros documentos se conservan en el archivo personal del autor.
…el Che no pierde su hidalguía ni su don poético;
y lo hace saber cuando escribe en su diario:
«Mi pelo está creciendo, aunque muy ralo,
y las canas se vuelven rubias y comienzan a
desaparecer; me nace la barba. Dentro de un par
de meses volveré a ser yo».
El algarrobo redondea su copa verde al estilo de los sombreros de las cholitas. De la Casa de Calamina no perduran ni las simientes. Ni un horcón ni un pedazo de zinc siquiera existe. Nada queda a salvo del furor de cuarenta años con que la lluvia ha chaveteado la superficie de latierra. Sin embargo,el árbol sigue erguido y frondoso como siempre, quizás para decirle a la memoria selvática: «¡Yo fui el que di sombra al primer campamento del Che!»
Unas florecillas rubias, aferradas a tallos endebles que se arquean al soplo del viento, cubren el espacio donde en la década de los sesenta señoreaba la calamina rectangular cobijadora de la vivienda rústica. Hasta ella, a bordo de un yipi roncador llegó, el 7 de noviembre de 1966, amparado por la oscuridad de la noche, con la compañía de los combatientes cubanos Pombo [Harry Villegas Tamayo], Pacho [Alberto Fernández Montes de Oca], Ricardo [José María Martínez Tamayo] y Tuma [Carlos Coello Coello].
Un enjambre de polvorinas, unos pequeños insectos verdes, nos persiguen a cada paso como si intentaran salir en la fotografía. Minutos después, al notar que no les doy la importancia que merecen, se lanzan enemistados contra mi piel en un multitudinario ejercicio de zumbidos y picadas.
Siempre que me veo en un trance como este, evoco al jardinero de mi comprovinciano Onelio Jorge Cardoso, el Cuentero mayor, y me dispongo a cerrar y abrir los ojos cuando me voy atrás en el tiempo o cuando regreso al presente.
Tan pronto aprieto los párpados me encuentro con el Che recibiendo a cada uno de los nuevos aspirantes a la guerrilla. Lo observo repasándolos con su mirada escrutadora y esahabilidad tan suya de conversar con unapersona y a los diez minutos saber lo que da yqué no da.
Por este trillo rojo polvoriento veo llegar también a bolivianos gloriosos como los hermanos Inti y Coco Peredo; los mineros Moisés Guevara y Simeón Cuba; el bueno de Pedro Pan Divino; el impetuoso Jorge Vázquez Viaña, Loro; Aniceto Reinaga y otros más.
Y contemplo, asimismo, la aparición del refuerzo cubano: Joaquín [Vilo Acuña], Rolando [Eliseo Reyes Rodríguez] Braulio [Israel Reyes Zayas], Marcos [Antonio Sánchez Díaz] Miguel [Manuel Hernández Osorio], Olo [Orlando Pantoja Tamayo], el Rubio [Jesús Suárez Gayol] Arturo [René Martínez Tamayo], Alejandro [Gustavo Machín Hoed de Beche], Urbano [Leonardo Tamayo Núñez], Benigno [Dariel Alarcón Ramírez] y la bella Tania [Tamara Bunke].
Luego reparo en el arribo de Mario Monje, el máximo dirigente del Partido Comunista boliviano. Llega con toda su altanería en el semblante y en la palabra, mientras trata de convencer de lo inconvencible al Che en cuanto a dirigir él la guerrilla de cuello y corbata, sin estar en la selva entre el olor humeante de la pólvora y el ruido letal de los disparos; también le oigo decir: «Más tarde regreso», y nunca más volvió.
Con una mezcla de egocentrismo, ambición y cobardía, Monje argumentó antes de su partida: «Como máximo dirigente del partido debo tener la jefatura política y militar», sin arroparse de guerrillero, y «no acepto la participación del grupo pro chino», en el que militaban hombres sublimes como Moisés Guevara Rodríguez, caído a la postre heroicamente en la epopeya.
Según Harry Villegas, testigo presencial, el Cheterminó la discusión con este razonamiento: «Cuandoentreguemos el mando a ustedes y nos dirijamos a Argentina, a Fidel sí le cedería la jefaturay nos pondríamos incondicionalmente bajo sus órdenes en reconocimiento a su experiencia, sus méritos, y como maestro nuestro que ha sido».
Por este lamentable trance el Che no pierde su hidalguía ni su don poético; y lo hace saber cuando escribe en su diario: «Mi pelo está creciendo, aunque muy ralo, y las canas se vuelven rubias y comienzan a desaparecer; me nace la barba. Dentro de un par de meses volveré a ser yo».
Abro los ojos y estoy de nuevo entre la hierba amarillenta y el silbido de los insectos. Más arriba está el campamento central; tan solo con seguir el cauce del río Ñancahuazú se llega por un trecho de cañabravas y bejucos, una manigua que se enreda al tronco de los árboles pidiéndoles clemencia por tanta sofocación.
Pienso que nadie podrá describir este paisaje con tanto sentimiento como lo hizo en su diario de campaña el bravo capitán San Luis, Rolando, el que cruzaba los ríos crecidos como un delfín de agua dulce, el siempre presto a cumplir la orden del jefe, «el mejor hombre de la guerrilla», al decir del comandante Guevara.
[…] Estoy en una montaña que es igual a las más pintorescas que he visto en las películas. A mi derecha el río corre suavemente sobre grandes rocas que producen estruendosas caídas. Más allá del río comienza una cadena de montañas extremadamente empinadas y cubiertas con espesa vegetación y elevándose casi verticalmente desde el arroyo, formando un número de picos. La cumbre de cada uno está cubierta por una espesa neblina mientras más abajo la cálida luz del sol mañanero ilumina el lugar.
El enjambre que describí al principio viene de una tribu milenaria de insectos que el propio Che no dejó escapar en su diario en los días 9, 11 y 18 de noviembre: «La plaga está infernal y obliga a resguardarse en la hamaca con mosquitera (que solo yo tengo). Los mosquitos y las garrapatas están empezando a crear llagas molestas en las picaduras infestadas».
También lo escribió en sus apuntes el médico cubano Octavio de la Concepción y de la Pedraja, Moro: «La gran cantidad de jejenes, guasasú y bichos de toda clase, así como sus víboras de vez en cuando; por las noches hay que taparse y por el día el calor casi irresistible […] Ahora comprendo lo que nos decía nuestro máximo líder: «Si logran adaptarse al medio, triunfan».
Nada ha cambiado en ese aspecto y los médicos tienen que enfrentarse aquí a los embates de la vinchuca, una especie de cucaracha asesina que trasmite la enfermedad de Chagas. La llaman el sida de los pobres, porque atacaa los más desvalidos y su principal atractivo de refugio son las chozas de adobes y la piel de los niños raquíticos, descalzos, en cueros e indefensos.
También abunda el mosquito Aedes aegypti trasmisor del dengue hemorrágico, con su zumbido casi imperceptible y su tóxica picada que acompañan días después la fiebre, los vómitos y la muerte.
Se escucha el cincelar en la roca montañosa del carpintero de las piedras o el martillar del florido amarillo en el tronco de los árboles. Dialogan el loro hablador y la cotorra colinegra en su lenguaje parlanchín, mientras el picaflor de barbijo y el dorado se permutan las flores amarillentas, y las garzas blancas, moras y chiflonas humedecen las patas enflaquecidas en un rompiente del regato.
Más abajo, a escasos cien metros, está el Ñancahuazú, que se atornilla entre la arena y las piedras filosas. Emboscado en una de sus orillas cayó herido de muerte, en la mañana del 10 de abril de 1967, Jesús Suárez Gayol, primer mártir cubano en la justa emancipadora.
Cierro los ojos y observo al Che, quien con el rostro compungido escribe en su diario:
[…] a media mañana llegó muy agitado el Negro a avisar que venían 15 soldados río abajo […] Pronto llegaron las primeras noticias, con un saldo desagradable: El Rubio, Jesús Suárez Gayol, estaba herido de muerte. Y muerto llegó a nuestro campamento; un balazo en la cabeza […] el tiroteo duró unos segundos […] Junto a un soldado herido encontraron al Rubio ya agonizante, su Garand estaba trabado y una granada, con la espoleta suelta, pero sin estallar, estaba a su lado.
El 11 de abril el comandante Guevara abre su libreta y apunta:
Por la mañana iniciamos el traslado de todos los enseres y enterramos al Rubio en una pequeña fosa a flor de tierra, dada la falta de materiales.
Y al día siguiente anota:
A las 6:30 reuní a todos los combatientes menos los 4 de la resaca para hacer una pequeña recordación del Rubio y significar que la primera sangre derramada fue cubana.
Abro los ojos. Un muchacho de pelo rubio y espejuelos de aumento —arrodillado sobre la arena blanca— impulsa con su mirada las mansas aguas del afluente que se mantienen inmovibles como si disfrutaran más vivir en un estanque que galopando sobre la corriente de un río. Descubre mi presencia, me encasilla en su pupila espejuelada y exclama: «¡Aquí hirieron de muerte a mi padre!»
Jesús Suárez Valmaña no es un espejismo ni un güije que emergió de las aguas. Es el hijo único del combatiente acribillado, quien a más de cuarenta años de la muerte de su padre llegó hasta aquí, junto a un grupo de antropólogos y médicos forenses para hurgar en la tierra y descubrir los restos del progenitor desaparecido.
Lo conozco desde hace muchos años. Es periodista deportivo igual que yo. Lo sé sencillo de pies a cabeza, incapaz de hacerse notar en ningún lugar ni buscar prebendas por ser el hijo del héroe.
Así ha sido y así es. Se mece entre lo alocado y lo circunspecto, lo campechano y lo esquivo. Lo miro en silencio y siento tristeza al verlo tentar el suelo en un conato filiar de encontrar los huesos de su creador y llevárselos a su patria donde tanta gente agradecida los espera.
«Es un sueño estar hoy aquí, no me lo podía imaginar», comenta y luego agrega:
«Llegué de noche a Ñancahuazú, miré para el cielo y me dije: Estas son las mismas estrellas que vio mi padre antes de morir. Al amanecer me llamaron la atención los árboles frondosos con sus capuchas. Son imágenes de un campo santo con flores siempre abiertas sobre la tumba de mi papá».
Confiesa que su padre es su mayor orgullo, pero no le gusta que lo identifiquen como el hijo del Rubio. «Quiero ser yo mismo —dice—, amén de que él sea mi patrón. Nunca me canso de releer la carta que me dejó cuando yo solo tenía tres años».
Y saca del bolsillo un manuscrito del puño y letra de su autor y lee en voz alta:
Quiero que rechaces siempre lo fácil y lo cómodo. Todo lo que enaltece y honra implica sacrificios […] que siempre veas el bienestar común como único medio de obtener el bienestar propio […] Mantente siempre vigilante y defiende tu Revolución con celo y con fiereza. Ha costado mucha sangre y representa mucho para los pueblos del mundo. […] Prefiere siempre la verdad por dura que esta sea […] Rechaza siempre la lisonja y la adulonería. Sé siempre el más severo crítico de ti mismo
Es la encomienda del padre tierno, el internacionalista que al final de la misiva le aconseja leer el poema «Yugo y estrella» de José Martí: «Medítalo —le propone—, y recuerda que quiero que ante las alternativas que la vida te ofrezca tú siempre escojas la estrella que ilumina y mata».
El muchacho tiene los ojos humedecidos por un recuerdo que lo ha hecho llorar muchas veces. Introduce la mano izquierda en el remanso y forma un pequeño vaso de carne con las falanges de los dedos. Después derrama el agua sobre las órbitas y las cejas. «Me cayó arena en los ojos» —me dice y yo le hago saber que no le creo, pero lo entiendo.
«La primera vez me la leyó mi mamá Ileana con mi abuela Aurora a su lado. Recuerdo que en la parte que dice: “Quiero que estudies con ahínco”, pregunté por el significado de esa palabra. Para mí es la carta más preciosa de un padre a un hijo. Yo creo que su genialidad, incluso literaria, está en no ser dirigida al niño de tres años, sino que es una especie de testamento, el cual me ha acompañado toda mi vida para acentuar mis valores como revolucionario e internacionalista, y como ser humano también».
Sigo con las órbitas entonadas y observo cómoJorge Popy González Pérez abre de nuevo el plano manoseado. Intuye y los hombres empiezan a clavar las estacas atadas unas a las otras a ras de tierra con sogas finas, las cuales forman geometrías de hilos sobre la finca de don Pancho a las márgenes del río Tacuaral, que se desprende huidizo del Ñancahuazú y emprende la subida hacia las montañas.
Lo acompañan el médico forense Ladisberto Moya, el antropólogo Héctor Soto y un grupo de indígenas chiriguanos que cavan y cavan casi sinparar construyendo rectángulos subyacentes, que