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La autora superventas de La red de Alice regresa con otra sobrecogedora historia de la Segunda Guerra Mundial sobre tres descifradoras de códigos de Bletchley Park. 1940. Mientras Inglaterra se prepara para luchar contra los nazis, tres mujeres muy diferentes coincidirán en la misteriosa mansión de Bletchley Park, donde las mejores mentes de Gran Bretaña se entrenan para descifrar los códigos militares alemanes. La jovencísima aristócrata Osla lo tiene todo: belleza, riqueza y al apuesto príncipe Felipe de Grecia enviándole rosas, pero arde en deseos de demostrar que es más que una debutante en las fiestas de sociedad y utiliza su fluido alemán para traducir los códigos secretos enemigos. Mab, una chica decidida y hecha a sí misma que quiere huir de la pobreza de los barrios del este de Londres, trabaja con las legendarias máquinas de descifrar códigos. Tanto Osla como Mab ven enseguida el potencial de la solterona Beth, cuya timidez oculta una mente brillante, y que pronto se convertirá en una de las pocas mujeres criptoanalistas de Bletchley Park. 1947. Mientras la Gran Bretaña de la posguerra está sumida en la fiebre por la boda real entre la princesa Isabel y el príncipe Felipe, las tres antiguas amigas se reencuentran a causa de una misteriosa carta cifrada, cuya clave está oculta en la traición que destruyó hace mucho tiempo su amistad y dejó a una de ellas confinada en un asilo. Un misterioso traidor ha emergido de las sombras de su pasado en Bletchley Park, y ahora Osla, Mab y Beth deben resucitar su antigua alianza y descifrar juntas un último código. La crítica ha dicho sobre La red de Alice: La red de Alice, de Kate Quinn, es un homenaje novelado a las mujeres que arriesgaron la vida en la Segunda Guerra Mundial descubriendo los secretos del enemigo. Mujer Hoy «Quinn se revela como una de las mejores autoras del género... Los fans de la novela histórica, las historias de espías y los dramas emocionantes van a adorar este libro». BookPage «Una novela histórica increíble... ¡De obligada lectura!». Historical Novel Society «Una fascinante mezcla de novela histórica, misterio y narrativa femenina». Library Journal La crítica ha dicho sobre El código Rosa: «A veces desgarradora, otras fascinante y misteriosa». Booklist «Una hábil combinación de amor, misterio y suspense que encantará a los amantes de esos géneros y a los muchos fans de la autora». Library Journal «Una absorbente narración que se ve reforzada por unos personajes ricamente dibujados y por las fascinantes técnicas de descifrado de códigos. No defrauda». Publishers Weekly
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Seitenzahl: 940
Veröffentlichungsjahr: 2022
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.
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Editado por HarperCollins Ibérica, S. A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
El Código Rosa
Título original: The Rose Code
© 2021 by Kate Quinn
© 2022, para esta edición HarperCollins Ibérica, S.A.
Publicado por HarperCollins Publishers LLC, New York, U.S.A.
© De la traducción del inglés, Isabel Murillo
Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.
Esta edición ha sido publicada con autorización de HarperCollins Publishers LLC, New York, U.S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.
Diseño de cubierta: Elsie Lyons
Imágenes de cubierta: © Lee Avison/Arcangel (woman); © Shutterstock
ISBN: 978-84-9139-761-8
Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Créditos
Introducción
Prólogo
Ocho años antes
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Doce días antes de la boda real
Capítulo 5
Siete años antes
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Once días antes de la boda real
Capítulo 14
Seis años antes
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Once días antes de la boda real
Capítulo 18
Seis años antes
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Once días antes de la boda real
Capítulo 22
Seis años antes
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Diez días antes de la boda real
Capítulo 30
Cinco años antes
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Diez días antes de la boda real
Capítulo 39
Cinco años antes
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
Capítulo 47
Capítulo 48
Capítulo 49
Diez días antes de la boda real
Capítulo 50
Cuatro años antes
Capítulo 51
Capítulo 52
Capítulo 53
Capítulo 54
Capítulo 55
Capítulo 56
Capítulo 57
Capítulo 58
Nueve días antes de la boda real
Capítulo 59
Tres años antes
Capítulo 60
Capítulo 61
Capítulo 62
Capítulo 63
Capítulo 64
Capítulo 65
Capítulo 66
Capítulo 67
Nueve días antes de la boda real
Capítulo 68
Capítulo 69
Capítulo 70
Capítulo 71
Capítulo 72
Capítulo 73
Capítulo 74
Capítulo 75
Capítulo 76
Seis días antes de la boda real
Capítulo 77
Seis días antes de la boda real
Capítulo 78
Capítulo 79
Capítulo 80
Capítulo 81
Capítulo 82
Capítulo 83
Capítulo 84
Capítulo 85
Epílogo
Para los veteranos de Bletchley Park: vosotros cambiasteis el mundo
En otoño de 1939, el avance de Hitler parecía imparable.
Las comunicaciones militares alemanas se transmitían mediante cifrado manual, código teletipo y, sobre todo, máquinas Enigma, que eran dispositivos portátiles de cifrado que codificaban órdenes, convirtiéndolas en mensajes ininteligibles, para ser transmitidas a través de código morse por transmisores de radio y luego ser descodificadas sobre el terreno.
Aun en el caso de que las órdenes codificadas fueran interceptadas por los aliados, nadie era capaz de romper el cifrado. Alemania creía que Enigma era indestructible.
Se equivocaban.
8 de noviembre de 1947
Londres
El enigma llegó en el correo de la tarde, lacrado, emborronado y devastador.
Osla Kendall, veintiséis años, cabello oscuro, hoyuelos y ceño fruncido, estaba en un minúsculo piso de Knightsbridge que parecía que acabase de ser bombardeado por los Junker, vestida tan solo con unas braguitas de encaje. Con un humor de perros, observaba las montañas de seda y raso que estallaban sobre todas las superficies. ¡Faltan doce días para la boda del siglo!, proclamaba el ejemplar de la revista Tatler que había salido a la venta por la mañana. Osla trabajaba para Tatler; y había tenido que escribir la totalidad de aquella espantosa columna: ¿Y tú qué te pondrás?
Osla eligió un vestido de raso de color rosa adornado con cuentas de cristal.
—¿Y tú? —le preguntó—. ¿Vas a decir «Estoy maravillosa y me importa un comino que vaya a casarse con otra»?
Las lecciones de etiqueta que recibió al terminar sus estudios no habían tocado nunca ese tema. Fuera cual fuese el vestido que escogiera, todo el mundo sabía que antes de que apareciese en escena la novia, Osla y el novio eran…
Llamaron a la puerta. Osla se cubrió con un batín para ir a abrir. El piso era diminuto, lo máximo que podía permitirse con el sueldo que ganaba en Tatler si quería vivir sola y estar, además, cerca del centro de todo. «¿Y sin criada, querida mía? ¿Sin portero? —había observado su madre, horrorizada—. Vente a vivir conmigo hasta que encuentres marido. No necesitas para nada un empleo». Pero después de compartir habitaciones con compañeras durante toda la guerra, Osla habría vivido en el armario del calzado mientras pudiera decir que era suyo.
—Ha llegado el correo, señorita Kendall. —La hija de la casera, una chica llena de granos, le habló desde el otro lado del umbral y sus ojos fueron directos al vestido rosa que colgaba del brazo de Osla—. Oooh, ¿va a ponerse eso para asistir a la boda real? ¡De rosa va a estar usted deliciosa!
«Con estar deliciosa no es suficiente —pensó Osla, cogiendo las cartas—. Quiero eclipsar a una princesa, a una princesa de verdad, de esas que nacen ya con la tiara, y la realidad es que es imposible».
—Para ya con eso —murmuró en cuanto le cerró la puerta a la hija de la casera—. No caigas en el pesimismo, Osla Kendall.
Por toda Gran Bretaña, las mujeres estaban pensando qué se pondrían pasa asistir a la ocasión festiva más importante desde el Día de la Victoria. Los londinenses harían horas de cola para ver pasar los carruajes decorados con flores y Osla tenía una invitación para presenciar la ceremonia en la abadía de Westminster. Y si no se sentía agradecida por ello, sería equiparable a una de esas abominables y quejicas idiotas de Mayfair que se pasaban el día lamentándose de lo agotador que iba a ser asistir al acontecimiento social del siglo; que vaya molestia tener que sacar los diamantes del banco, ay de mí, qué desgracia ser tan tediosamente privilegiada.
—Será genial —dijo Osla, apretando los dientes, entrando en su habitación y arrojando el vestido rosa, que fue a aterrizar sobre una lámpara—. Simplemente genial.
Todo Londres se lo pasaría en grande con pancartas y confeti, la fiebre de la boda borraría el frío de noviembre y la tristeza posterior a la guerra… La unión de cuento de hadas de la princesa Isabel Alexandra Mary y su guapísimo teniente Felipe Mountbatten (antiguamente príncipe Felipe de Grecia) marcaría el amanecer de una nueva era, en la que era de esperar que las leyes de racionamiento quedaran por fin anuladas y se pudiese untar los panecillos con toda la mantequilla que te viniera en gana. Osla estaba completamente a favor de recibir esta nueva era con una celebración por todo lo grande; al fin y al cabo, desde el punto de vista de cualquier mujer, su cuento de hadas también había tenido un final feliz. Durante la guerra había desempeñado un servicio a la patria honorable, por mucho que nunca, jamás, pudiera hablar sobre el tema; disfrutaba de un piso en Knightsbridge pagado con su propio sueldo; tenía un guardarropa abarrotado de vestidos a la última moda; y un trabajo en Tatler como redactora de la sección de banalidades. Y un prometido que le había puesto en el dedo una esmeralda impresionante; eso no había que olvidarlo. No, Osla Kendall no tenía excusa para estar deprimida. Su asunto con Felipe, además, había sido muchos años atrás.
Pero si pudiese haber maquinado una excusa para estar fuera de Londres —encontrar alguna manera de estar geográficamente en cualquier otro lado (el desierto del Sahara, los yermos del Polo Norte… donde fuera)— en el momento en que Felipe inclinase su cabeza dorada y articulase sus votos ante la futura reina de Inglaterra, Osla se habría apuntado a ella sin dudarlo ni un momento.
Se pasó la mano por sus desordenados rizos oscuros y echó un vistazo al correo. Invitaciones, facturas… y un sobre cuadrado y manchado. Sin carta en su interior, simplemente una hoja de papel rasgada con unas letras garabateadas sin sentido.
El mundo dio un vuelco por un instante y Osla volvió allí: al olor a cocina y a jerséis de lana húmedos en vez de a cera para abrillantar los muebles y a papel de seda; el sonido del lápiz arañando el papel en vez del ululato del tráfico de Londres. «¿Qué significa Klappenschrank, Os? ¿Quién tiene el diccionario de alemán?».
Osla no se detuvo a preguntarse quién le había enviado aquel papel: sus circuitos neuronales se conectaron sin necesidad de estímulos adicionales, unos circuitos que le dijeron: «No formules preguntas y ponte enseguida a trabajar». Acarició con la punta de los dedos las letras escritas en el papel. «Cifrado Vigenère —dijo en su memoria una suave voz femenina—. Así es cómo se rompe utilizando una clave. Aunque puede hacerse sin…».
—Pero yo no —murmuró Osla, que nunca había sido uno de esos cerebritos capaces de romper cifrados con un lapicero y partiéndose mínimamente la cabeza.
El sobre llevaba un matasellos que no reconoció. No había firma. Tampoco dirección. Las letras del mensaje cifrado parecían escritas con tanta celeridad que podía haberlas garabateado cualquiera. Pero cuando Osla le dio la vuelta al trozo de papel, vio un membrete, como si la hoja hubiese sido arrancada de un bloc oficial.
SANATORIO CLOCKWELL
—No —musitó Osla—, no…
Pero ya estaba buscando un lápiz en el fondo de un cajón. Otro recuerdo, una voz alegre recitando: «Ellos habrán proclamado vuestra ruina y caída, pero vuestros oídos estaban muy lejos: ¡muchachas inglesas removiendo papeles durante lluviosas jornadas en Bletchley!».
Osla adivinó enseguida cuál era la clave del mensaje: «MUCHACHAS».
Se inclinó sobre el papel, empezó a escribir y el criptograma reveló lentamente sus secretos.
—Stonegrove 7602.
Osla contuvo la respiración mientras las palabras restallaban por el cableado telefónico viajando desde Yorkshire. Le pareció asombroso poder reconocer una voz con solo dos palabras, aun haciendo años que no la oía.
—Soy yo —dijo por fin Osla—. ¿Lo has recibido?
Una pausa.
—Adiós, Osla —dijo con frialdad su vieja amiga.
No dijo «¿Quién llama?». Ella también lo sabía.
—No me cuelgues, señorita… como quiera que te llames ahora.
—Tranquila, Os. ¿Estás desquiciada porque no eres tú la que se va a casar con un príncipe de aquí a dos semanas?
Osla se mordió el labio para no replicar.
—No tengo ganas de perder el tiempo. ¿Has recibido la carta o no?
—¿La qué?
—La Vigenère. En la que he recibido yo te mencionan.
—Acabo de llegar a casa después de pasar un fin de semana en la playa. Aún no he mirado el correo. —Se oyó un remoto movimiento de papeles—. Oye, ¿por qué me llamas? No…
—Es de ella, ¿lo entiendes? Del manicomio.
Un silencio plano, estupefacto.
—No puede ser —respondió al final.
Osla sabía que las dos estaban pensando en su antigua amiga. En el tercer punto del brillante trío que formaron durante la guerra.
Más sonido de papeles, luego un rasgado y, acto seguido, Osla oyó una respiración contenida y comprendió que en Yorkshire acababa de salir del sobre otro fragmento de código.
—Rómpelo tal y como ella nos enseñó. La palabra clave es «muchachas».
—«Muchachas inglesas removiendo papeles durante lluviosas jornadas…».
Se interrumpió antes de pronunciar la siguiente palabra. El secretismo era algo tan habitual en ellas que les impedía seguir hablando a través de una línea telefónica. Cuando vives siete años con la Ley de Secretos Oficiales envolviéndote el cuello como una soga, acabas acostumbrándote a refrenar cualquier palabra y pensamiento. Osla oyó el sonido de un lápiz rasgando un papel al otro lado de la línea y se descubrió deambulando de un lado a otro de la habitación, tres pasos hacia delante, tres pasos hacia atrás. Las montañas de vestidos que inundaban el dormitorio le parecían ahora el botín de baratijas de un pirata, chabacano y medio sumergido en un naufragio de tejido y cartón, recuerdos y tiempo. Tres chicas riendo, abrochándose mutuamente los botones en una estrecha habitación de invitados. «¿Os habéis enterado de que van a celebrar un baile en Bedford? Una banda americana, tocarán todos los temas nuevos de Glenn Miller…».
La voz sonó por fin desde Yorkshire, incómoda y terca.
—No sabemos que sea ella.
—No seas boba, por supuesto que lo es. El papel de la carta es de donde está… —Osla eligió con cuidado sus palabras—. ¿Quién más podría pedirnos ayuda?
Las palabras que le respondieron llegaron cargadas de ira.
—No le debo absolutamente nada.
—Pues es evidente que ella no piensa igual.
—¡A saber qué piensa! Está loca, por si no lo recuerdas.
—Tuvo una crisis nerviosa. Lo que no significa que esté chiflada.
—Lleva casi tres años y medio en un manicomio. —Sin alterarse—. No tenemos ni idea de cómo está en este momento. Lo que sí es seguro es que habla como si estuviera chiflada. Todas esas cosas que alega…
Era imposible expresar, en una línea telefónica pública, lo que su antigua amiga estaba alegando.
Osla se presionó los ojos con la punta de los dedos.
—Tenemos que vernos. No podemos hablar sobre esto de otra manera.
La voz de su antigua amiga sonó llena de cristales rotos.
—Vete al infierno, Osla Kendall.
—Prestamos servicio juntas, ¿lo recuerdas?
En el otro extremo de Gran Bretaña, el auricular se estampó contra el aparato. Osla colgó el suyo con una calma temblorosa. «Tres chicas en una guerra», pensó. Que en su día fueron amigas íntimas.
Hasta el Día D, el día fatídico, cuando la relación se rompió y se convirtieron en dos chicas que no soportaban ni verse y en una que desapareció en un manicomio.
Dentro del reloj
Muy lejos, una mujer demacrada miraba por la ventana de su celda y rezaba para que la creyesen. Tenía escasas esperanzas. Vivía en una casa de locos, donde la verdad se convertía en locura y la locura en verdad.
Bienvenidos a Clockwell.
La vida aquí era como un acertijo, un acertijo que había oído durante la guerra, en un País de las Maravillas llamado Bletchley Park:
—Si te preguntara en qué sentido giran las manecillas de un reloj, ¿qué dirías?
—Oh —había respondido ella, aturullada—. ¿En el sentido de las manecillas del reloj?
—No, si es que estás dentro del reloj.
«Ahora estoy en Clockwell, dentro del reloj —pensó—. Donde todo funciona al revés y nadie se creerá jamás ni una sola palabra de lo que yo diga».
Con la excepción, tal vez, de las dos mujeres a las que había traicionado, que la habían traicionado a ella y que en su día habían sido sus amigas.
—Por favor —imploró la mujer del manicomio, mirando hacia el sur, hacia donde habían volado como frágiles pájaros de papel sus mensajes cifrados—. Creedme.
—«Ojalá fuera una mujer de treinta y seis años y llevara un vestido de satén negro con un collar de perlas» —leyó en voz alta Mab Churt—. Es la primera cosa sensata que dices, tontaina.
—¿Qué estás leyendo? —le preguntó su madre, que estaba hojeando una revista vieja.
—Rebeca, de Daphne du Maurier. —Mab pasó página. Estaba dándose un descanso del sobado libro de su lista de «Cien clásicos de la literatura para la dama cultivada». No es que Mab fuera una dama o fuera especialmente cultivada, pero pretendía llegar a ser ambas cosas. Después de superar el número cincuenta y seis de la lista, El regreso del nativo (Thomas Hardy, ¡uf!), Mab consideró que se había ganado con creces disfrutar de algo más entretenido, como Rebeca—. La heroína es una sosa y el héroe uno de esos tipos taciturnos que intimidan, pero que se supone que por eso debe de resultar atractivo. Y no puedo dejarlo, no sé por qué.
Tal vez fuera por el hecho de que cuando Mab se imaginaba con treinta y seis años, se veía vestida de satén negro y con perlas. Había también un labrador tumbado a sus pies, en aquel sueño, y un salón repleto de libros de su propiedad, no ejemplares con las esquinas de las hojas levantadas y que tomaba en préstamo de la biblioteca. Lucy también aparecía en su sueño, sonrosada y vestida con un maillot de gimnasia de color ciruela, de esos que llevaban las chicas que asistían a un colegio caro y montaban en poni.
Mab levantó la vista de Rebeca. Su hermana pequeña jugaba moviendo los dedos en una imitación a un medio galope e iba saltando una serie de obstáculos imaginarios: Lucy, de casi cuatro años y demasiado flaca para el gusto de Mab, vestida con un suéter desaliñado y falda, y quitándose siempre los calcetines.
—Lucy, para ya de hacer eso. —Tiró del calcetín para cubrirle de nuevo el pie a su hermana—. Hace demasiado frío para andar por ahí descalza como si fueras una huérfana de los libros de Dickens.
Mab había leído a Dickens el año pasado, los números del veintiséis al treinta y tres de la lista, y había engullido sus capítulos durante la pausa del té. Vida y aventuras de Martin Chuzzlewit, qué asco.
—Los ponis no llevan calcetines —dijo Lucy muy seria.
Estaba loca por los caballos. Los domingos, Mab la llevaba a Hyde Park para que viera a los jinetes. Los ojos de Lucy se iluminaban cuando veía aquellas niñas tan pulidas pasando por su lado al trote con sus pantalones de montar y sus botas. Mab anhelaba poder ver algún día a Lucy montada en un Shetland perfectamente peinado.
—Los ponis no llevarán calcetines, pero las niñas sí —dijo—. Porque si no se resfrían.
—Tú jugaste descalza toda la vida y nunca te resfriaste —dijo la madre de Mab, sacudiendo la cabeza. Mab había heredado su altura, cerca de un metro ochenta, aunque su hija parecía si cabe más alta porque andaba con la barbilla levantada y la espalda muy erguida, mientras que la señora Churt siempre iba encorvada. El cigarrillo que colgaba de entre sus labios se bamboleó cuando empezó a murmurar lo que estaba leyendo en un número atrasado del Bystander.
—«Dos debutantes de 1939, Osla Kendall y la honorable Guinevere Brodick, estuvieron charlando con Ian Farquhar entre carrera y carrera». Hay que ver el visón que lleva esa chica Kendall…
Mab miró de reojo la revista. A su madre todo aquello le parecía fascinante —qué hija de lord X le hacía la reverencia a la reina, qué hermana de lady Y se había vestido de tafetán violeta para asistir a las carreras de Ascot—, pero Mab estudiaba las páginas de sociedad como un manual de instrucciones: ¿qué conjuntos serían susceptibles de copia con el presupuesto de una dependienta?
—Me pregunto si, con lo de la guerra, el año que viene habrá temporada —comentó.
—Supongo que la mayoría de las debutantes se alistará a las Wrens. A nosotros nos tocará ir al Ejército de Tierra o el Servicio Territorial Auxiliar, el ATS, pero las chicas finas se alistan al Women’s Royal Naval Service. Dicen que el uniforme lo ha diseñado Molyneux, el mismo que viste a Greta Garbo y a la duquesa de Kent.
Mab puso mala cara. Últimamente había uniformes por todas partes, el único indicio, hasta el momento, de que se estaba librando una guerra. Recordó el día, en aquel mismo piso de East London, cuando su madre y ella empezaron a fumar un pitillo tras otro mientras escuchaban por radio el anuncio de Downing Street y el escalofrío y la sensación extraña que experimentó al oír que la voz cansada de Chamberlain anunciaba: «El país está en guerra con Alemania». Pero desde entonces, los alemanes apenas habían dicho ni pío.
Su madre leyó de nuevo en voz alta:
—«La honorable Deborah Mitford en un asiento de tribuna con lord Andrew Cavendish». Mira ese encaje, Mabel…
—Mab, mamá.
Por mucho que lo de «Churt» fuese de por vida, no estaba dispuesta a soportar por más tiempo esa imbecilidad de «Mabel». Cuando leyó Romeo y Julieta (el libro número veintitrés de la lista), Mab se tropezó con una frase de Mercucio, «¡Ya veo que te ha visitado la Reina Mab!», y la hizo suya al instante. «Reina Mab». Sonaba justo como el nombre de una chica que lucía collares de perlas, le compraba un poni a su hermana pequeña y se casaba con un caballero.
Tampoco es que Mab tuviera fantasías con duques vestidos de etiqueta o millonarios con yate en el Mediterráneo; sabía que la vida no era una novela como Rebeca. Que ningún héroe adinerado y misterioso caería rendido a los pies de una chica de Shoreditch, por muy cultivada que estuviera. Pero un caballero, un hombre agradable y de posición acomodada, con buen nivel cultural y con una buena profesión, eso sí, un marido de este tipo sí que estaba a su alcance. Y estaba ahí. Lo único que tenía que hacer Mab era conocerlo.
—¡Mab! —Su madre agitó la cabeza, riendo—. ¿Y quién te crees entonces que eres?
—Alguien a quien le irá todo mucho mejor que a «Mabel».
—Tú y tu «mejor». ¿Acaso lo que es suficiente para el resto de los mortales no es lo bastante bueno para ti?
«No», pensó Mab, consciente de que era mejor no decirlo porque sabía de sobra que a la gente no le gustaba que quisieras aspirar a más de lo que ya tenías. Se había criado como la quinta de seis hijos, y vivían apiñados en un piso pequeño que olía a cebolla frita y a remordimiento, con un baño al final del pasillo que había que compartir con dos familias más. Ni loca se avergonzaría nunca de eso, pero sí que estaría loca si consideraba que aquello era suficiente. ¿Tan malo era aspirar a hacer algo más que trabajar en una fábrica hasta que llegara el momento de casarse? ¿Buscar en un marido alguna cosa más que lo que pudiera aportarle un obrero de la fábrica, que probablemente bebería demasiado y acabaría largándose como había hecho su padre? Mab nunca había intentado decirle a su familia que podían vivir mejor; si estaban felices con lo que tenían, mejor para ellos, ¿pero por qué no la dejaban a ella en paz?
—¿Te crees demasiado buena para ponerte a trabajar? —le había preguntado su madre cuando Mab protestó porque la obligaba a dejar los estudios con solo catorce años—. Con tantos hijos y sin tu padre en casa…
—No soy demasiado buena como para vivir sin trabajar —había replicado Mab—. Pero pienso trabajar con un objetivo.
Desde los catorce años, cuando estaba en la tienda de ultramarinos y se pasaba el día intentando esquivar a los empleados que pretendían pellizcarle el trasero, había tenido sus miras puestas en el futuro. Aprovechó su empleo como dependienta para estudiar cómo hablaban y se vestían las mejores clientas. Y así, había aprendido a comportarse, a mirar a la clientela a los ojos. Y después de un año observando a las chicas que trabajaban detrás de los mostradores de Selfridges, cruzó las puertas dobles del establecimiento de Oxford Street vestida con un traje de chaqueta barato y unos zapatos buenos que se habían llevado su sueldo de medio año y acabó consiguiendo trabajo como vendedora de polvos compactos y perfume. «¡Qué suerte has tenido!», le dijo su madre, como si no le hubiese costado nada conseguir aquel puesto.
Pero Mab no había alcanzado todavía su objetivo, ni de lejos. Acababa de terminar un curso de secretariado que había pagado con sus ahorros, y cuando al año siguiente cumpliera los veintiuno estaría sentada detrás de una mesa de despacho reluciente, tomando notas al dictado y rodeada de gente que le diría «¡Buenos días, señorita Churt!» en vez de «¡Hola, Mabel!».
—¿Y qué piensas hacer con tanta planificación? —le preguntó su madre—. ¿Buscarte un novio elegante para que te pague unas cuantas cenas?
—Los novios elegantes no me interesan.
Para Mab, las historias de amor eran cosa de las novelas. El amor no era su meta, ni siquiera el matrimonio era su meta. Era muy posible que un buen marido fuera la forma más rápida de ascender por la escalera que conducía a la seguridad y la prosperidad, pero no era la única. Mejor vivir como una solterona con una mesa de despacho reluciente y un buen sueldo en el banco, conseguido con orgullo y el sudor de sus propios esfuerzos, que acabar frustrada y vieja antes de tiempo por culpa de tener que pasar horas interminables trabajando en la fábrica y sufrir un exceso de partos.
Cualquier cosa era mejor que eso.
Mab miró el reloj. Hora de ir a trabajar.
—Dame un beso, Luce. ¿Qué tal sigue ese dedo? —Mab examinó el punto de la mano donde Lucy se había clavado una astilla el día anterior—. Está como nuevo. Dios, estás mugrienta —añadió, y le pasó un pañuelo limpio por las mejillas.
—Un poco de suciedad no le hace daño a nadie —dijo la señora Churt.
—Te daré un baño cuando vuelva a casa. —Mab le dio un beso a Lucy e intentó no enfadarse con su madre. «Está cansada, no es más que eso». Mab se estremecía aún al recordar lo furiosa que se puso su madre cuando se enteró de la llegada de un nuevo miembro a una familia, que tenía ya cinco hijos. «Soy demasiado vieja para andar persiguiendo bebés», recordó que decía su madre cuando Lucy gateaba como un cangrejo por el suelo. No habían podido hacer nada, excepto llevarlo de la mejor manera posible.
«Será solo por poco tiempo», se dijo Mab. Si encontraba un buen marido, lo camelaría para que ayudase a su hermana y para que de este modo Lucy no se viera obligada a abandonar los estudios para ponerse a trabajar con solo catorce años. Y si su marido le concedía eso, nunca le pediría nada más.
El frío le abofeteó las mejillas cuando salió del piso a la calle. Estaban a cinco días de Navidad, pero aún no había nevado. Mab se cruzó con dos chicas vestidas con el uniforme del Auxiliary Territorial Service y se preguntó dónde se apuntaría si ese servicio acababa haciéndose obligatorio.
—¿Te apetece dar un paseo, cariño? —Un tipo con el uniforme de la RAF corrió para ponerse a su altura—. Estoy de permiso y podríamos pasárnoslo bien.
Mab le lanzó la mirada que había perfeccionado ya con catorce años, una mirada feroz y directa en la que colocaba sus cejas muy negras formando una línea recta, y luego aceleró el paso. «Podrías apuntarte a la WAFF», pensó, después de que el uniforme de la Royal Air Force de aquel tipo le recordara que allí tenían también una sección de mujeres auxiliares. Mejor eso que conformarse con ser una chica del ejército de tierra y pasarse el día removiendo excrementos de vaca en Yorkshire.
—Vamos, esta no es manera de tratar a un hombre que se va a la guerra. Dame un besito…
El hombre le pasó el brazo por la cintura y la apretujó. Mab olió la cerveza y la loción para el pelo y quedó cegada por el desagradable destello de un recuerdo. Lo contuvo con rapidez, y su voz sonó más como un gruñido de lo que pretendía.
—¡Lárgate!
Y arreó al piloto un puntapié en la espinilla con una eficiencia brusca y veloz. El tipo chilló y se tambaleó sobre los adoquines helados. Mab le apartó la mano de la cadera y siguió caminando directa hacia el metro, ignorando las cosas que el hombre estaba diciéndole a sus espaldas e intentando liberarse de aquel fragmento de recuerdo. Aunque según decían, no hay mal que por bien no venga: las calles estaban repletas de soldados sobones, pero muchos de aquellos soldados querían llevar a una chica al altar, no solo a la cama. Si algo había aportado la guerra eran las bodas relámpago. Mab ya había observado el fenómeno en Shoreditch: novias que pronunciaban sus votos sin ni siquiera esperar a tener un vestido nupcial de segunda mano, lo que fuese con tal de tener ese anillo en el dedo antes de que su prometido se marchara al frente. Y los caballeros cultivados marchaban a la guerra a la misma velocidad que los hombres de Shoreditch. La guerra no era una buena noticia para Mab, sin duda alguna. Había leído a Wilfred Owen y a Francis Gray, por mucho que la poesía de guerra estuviera considerada poco delicada para formar parte de la lista de «Cien clásicos de la literatura para la dama cultivada». Y tendría que ser idiota para no darse cuenta de que la guerra cambiaría su mundo en sentidos que iban mucho más allá de cómo pudieran afectarle las políticas de racionamiento.
Era posible que ni siquiera necesitara conseguir un puesto como secretaria. ¿Habría trabajo de guerra en algún rincón de Londres para una chica que sobresalía en mecanografía y taquigrafía, un puesto donde Mab pudiera aportar su granito de arena al rey y al país, donde pudiera conocer a algún hombre agradable y procurar para su familia?
Se abrió la puerta de una tienda, dejando escapar las notas del villancico The Holly and the Ivy que sonaba en una radio del interior. «Es muy posible que en Navidad de 1940 todo sea muy distinto —pensó Mab—. Este año, las cosas cambiarán».
Una guerra significaba cambios.
«Necesito un trabajo». Ese había sido el primer pensamiento de Osla al volver a Inglaterra a finales de 1939.
—Querida, ¿no se suponía que tenías que estar en Montreal? —le dijo su amiga Sally Norton. Osla y la honorable Sarah Norton compartían padrino y habían sido presentadas en la corte con una temporada de diferencia. Sally había sido la receptora de la primera llamada telefónica que había hecho Osla después de pisar suelo inglés—. Tenía entendido que tu madre te había enviado con tus primos cuando estalló la guerra.
—Sal, ¿creías de verdad que existe algo o alguien capaz de impedirme apañármelas para volver a casa?
Rabiosa e inquieta, Osla había consagrado seis semanas a tramar un plan de fuga después de que su madre la enviara en barco a Montreal. Un poco de flirteo descarado con algunos hombres influyentes para obtener los permisos necesarios para viajar, unas cuantas mentiras piadosas a sus primos canadienses, una pequeña estafa —el billete de avión de Montreal a Lisboa estaba en muchas mejores manos con Osla que con su titular original— y un pasaje de barco desde Portugal, y voilà. «¡Adiós, Canadá!», había exclamado Osla cuando hubo metido la maleta en el taxi. Por mucho que Osla hubiera nacido en Montreal, no tenía recuerdos previos a su llegada a Inglaterra con cuatro años, arrastrándose detrás de una madre recién divorciada junto con los baúles y el escándalo. Canadá era precioso, pero Inglaterra era su hogar. Mejor ser bombardeada en casa entre amigos que estar a salvo y pudriéndose en el exilio.
—Necesito un trabajo —le dijo Osla a Sally—. Bueno, primero necesito un peluquero porque en ese barco repugnante que me ha traído desde Lisboa he pillado piojos y estoy hecha unos zorros. Y cuando haya solucionado este asunto, necesito un trabajo. Mi madre es tan pesada que me ha dejado sin paga, y no la culpo por ello. Además, tenemos que arrimar el hombro y contribuir de algún modo a la guerra.
La vieja isla bajo un cetro estaba pasando momentos difíciles. Era imposible haber sido expulsada de tantos internados como lo había sido Osla Kendall sin asimilar una buena ración de Shakespeare.
—Las Wrens…
—No seas sensiblera, Sal, todos esperan que las chicas de nuestro estilo se alisten a la WRNS. —A Osla la habían calificado tantísimas veces de «debutante tonta» que al final acababa doliendo. A los ojos de muchos era una belleza efervescente, una niña mona, un frívolo bizcochito de Mayfair. Pues muy bien, el bizcochito de Mayfair le demostraría a todo el mundo que una chica de la alta sociedad era capaz de ensuciarse las manos—. Alistémonos en el Ejército de Tierra. O a fabricar aviones, ¿qué te parecería eso?
—¿Tienen ustedes alguna noción sobre cómo se fabrican los aviones? —dijo Sally con una carcajada, replicando las palabras del escéptico oficial al cargo de la fábrica Hawker Siddeley de Colnbrook, donde habían presentado su solicitud unos días más tarde.
—Yo sé cómo retirar el brazo del rotor de un automóvil para impedir que lo roben los alemanes si nos invaden —replicó con descaro Osla.
Y en un abrir y cerrar de ojos se encontró metida dentro de un mono de trabajo y haciendo ocho horas diarias de prácticas en la sala de formación de la fábrica, junto a quince chicas más. Tal vez fuera un trabajo monótono, pero se estaba ganando un jornal y vivía de forma independiente por primera vez en su vida.
—Pensé que estaríamos trabajando en algo relacionado con los Spitfire y flirteando con pilotos —refunfuñó Sally el día de Nochevieja, desde el otro extremo del banco de trabajo—. No solo prácticas, prácticas y más prácticas.
—Nada de quejarse —la avisó el instructor, que había oído el comentario—. ¡Estamos en guerra, por si no lo sabéis!
Lo decía todo el mundo, había observado Osla. ¿Se ha acabado la leche? ¡Estamos en guerra! ¿Una carrera en las medias? ¡Estamos en guerra!
—No me digas que no odias todo esto —murmuró Sally.
Golpeó con desgana su lámina de duraluminio y Osla miró con odio la suya. El revestimiento exterior de los Hurricane que integraban los escuadrones de la RAF (si acaso los escuadrones de la RAF volaban en alguna misión en una guerra en la que aún no estaba pasando nada) estaba construido con duraluminio, y Osla se había pasado los últimos dos meses aprendiendo a perforarlo, lijarlo y remacharlo. El metal se resistía, escupía y desprendía virutas que se le enganchaban en el pelo y le taponaban la nariz hasta tal punto, que cuando se bañaba, el agua salía gris. Osla nunca se habría imaginado que fuera posible albergar un odio tan profundo hacia una aleación de metal, pero era así.
—Más te vale que le salves la vida al piloto de la RAF que corresponda cuando te enganchen al fuselaje de un Hurricane —le dijo a la lámina, apuntándola con el taladro como un pistolero en una película del Oeste.
—Suerte que esta noche saldremos para celebrar la Nochevieja —dijo Sally cuando el reloj dio por fin las seis de la tarde y todo el mundo corrió hacia la puerta—. ¿Qué vestido te pondrás?
—El de seda verde. Me vestiré en la suite de mi madre en el Claridge’s.
—¿Te ha perdonado ya por haberte fugado de Montreal?
—Más o menos. Últimamente está feliz porque tiene un nuevo pretendiente.
Un pretendiente que Osla confiaba en que no se convirtiera en su padrastro número cuatro.
—Y hablando de admiradores, hay un tipo tremendamente atractivo al que le he prometido que te presentaría. —Sally lanzó una mirada picarona a Osla—. Está buenísimo.
—Espero que sea moreno. Los rubios no son de fiar.
Cruzaron la fábrica corriendo y riendo hasta llegar a la verja y salir a la calle. Con solo veinticuatro horas libres cada ocho días, no tenía sentido perder ni un minuto de aquel tiempo tan valioso para volver al piso que compartían, así que decidieron ir directamente al centro de Londres y para ello aprovecharon el ofrecimiento de un par de tenientes que conducían un Alvis viejo con los focos delanteros debidamente protegidos para cumplir con la ordenanza que mandaba apagar todas las luces y que iban ya totalmente bebidos. Estaban todos cantando Anything Goes cuando el Alvis paró delante del Claridge’s y, mientras Sally se quedaba un momento más en el coche coqueteando con los soldados, Osla subió saltando la escalera hasta llegar donde estaba apostado el portero que durante años había sido para ella una especie de combinación de mayordomo, tío y secretario social.
—Hola, señor Gibbs.
—Buenas tardes, señorita Kendall. ¿Está en la ciudad con la señorita Norton? Lord Hartington estaba preguntando por ella.
Osla respondió bajando la voz:
—Sally me ha concertado una cita con alguien. ¿Le ha dado alguna pista?
—Sí, efectivamente. El señor está dentro, en el Salón Principal, con uniforme de cadete de la Royal Navy. —El señor Gibbs la miró, evaluándola—. ¿Le digo que estará abajo en una hora, cuando se haya cambiado?
—Si no le gusto con mono de trabajo, ya no merecerá la pena vestirse para él.
Sally llegó corriendo y se puso a interrogar a Gibbs sobre Billy Hartington mientras Osla entraba tranquilamente en el hotel. Disfrutó con las miradas estiradas que le lanzaban los hombres con frac y las mujeres vestidas de seda mientras recorría los suelos de estilo art déco metida en un mugriento mono de trabajo. «¡Miradme! —le habría gustado gritar—. Acabo de terminar una jornada de ocho horas de trabajo en una fábrica de aviones y en nada me iré al Café de París a bailar la conga hasta el amanecer. Miradme bien, aquí tenéis a Osla Kendall, con solo dieciocho años y convertida por fin en una mujer útil».
Lo vio en el bar, con su uniforme de cadete y de espaldas, por lo que resultaba imposible verle la cara.
—No será usted por casualidad mi cita, ¿verdad? —preguntó Osla a aquel par de hombros espléndidos—. Lo es, según el señor Gibbs, y cualquiera que haya estado en el Claridge’s sabe que el señor Gibbs nunca se equivoca.
Se volvió, y lo primero que pensó Osla fue «Sally, eres una rata, ¡tendrías que haberme advertido!». Aunque, de hecho, eso fue lo segundo que pensó. Lo primero que pensó fue que aunque no había coincidido nunca con él, sabía perfectamente bien quién era. Había visto su nombre mencionado en el Tatler y en el Bystander; sabía quién era su familia y el grado de parentesco que le unía con el rey. Sabía cuál era su edad exacta, que era cadete en Dartmouth y que había vuelto de Atenas porque así se lo había pedido el rey al estallar la guerra.
—Usted debe de ser Osla Kendall —dijo el príncipe Felipe de Grecia.
—¿Debo?
Osla contuvo el impulso de llevarse la mano al pelo para adecentarse un poco. De haber sabido que su cita era un príncipe, habría dedicado un momento a cepillarlo para quitarse las virutas de duraluminio atrapadas entre los rizos.
—Ha dicho el señor Gibbs que llegaría hacia esta hora, y el señor Gibbs nunca se equivoca.
El príncipe, con un bronceado dorado, el pelo brillante como una moneda y unos ojos muy azules y directos, se apoyó en la barra. Evaluó el mono de trabajo de Osla y esbozó una lenta sonrisa.
«Ay, Dios —pensó Osla—, eso sí que es una sonrisa».
—Un modelito absolutamente arrebatador —dijo el príncipe—. ¿Es esto lo que se lleva esta temporada?
—Esto es lo que lleva Osla Kendall esta temporada. —Posó como una modelo de revista, negándose a arrepentirse del vestido de satén verde que llevaba en la bolsa—. No pienso dejarme encerrar dentro de los estrechos límites de las modas de un país…
—Enrique V —dijo rápidamente el príncipe.
—Oooh, conoce bien a Shakespeare.
—Me lo hicieron conocer a la fuerza en Gordonstoun. —Dirigió un gesto al barman y una copa de boca ancha con espumoso champán se materializó de repente junto al brazo que Osla tenía apoyado en la barra—. Entre sesiones de excursionismo y navegación a vela.
—Navega, por supuesto…
—¿Por qué «por supuesto»?
—Porque parece un vikingo. Seguro que le ha dedicado su tiempo a trabajar con los remos. ¿Tiene tal vez un drakar atracado en la esquina?
—Pues no, tengo el Vauxhall de mi tío Dickie. Siento decepcionarla.
—Veo que se llevan bien —dijo Sally riendo y plantándose a su lado—. Os, resulta que nuestro padrino, lord Mountbatten, es tío de Phil, de ahí la relación. Me comentó tío Dickie que Phil no conocía a nadie en Londres y me preguntó si yo sabía de alguna chica agradable que pudiese guiarlo por la ciudad.
—Una chica agradable —refunfuñó Osla, bebiendo un trago de champán—. No hay nada más letal que ser calificada de «agradable».
—A mí no me parece «agradable» —dijo el príncipe.
—Pero qué cosas más dulces dice —Echó la cabeza hacia atrás—. ¿Qué le parezco, entonces?
—La cosa más bonita que he visto en mi vida enfundada en un mono de trabajo.
—Pues tendría que verme remachando una unión.
—Cuando usted quiera, princesa.
—¿Vamos a bailar o no? —dijo Sally, quejándose—. ¡Vamos arriba a cambiarnos, Os!
El príncipe Felipe lanzó una mirada especulativa.
—Si le propongo un reto…
—Cuidado —le advirtió Osla—. Si me planteo un desafío nunca me echo atrás.
—Es famosa por ello —confirmó Sally—. En clase de la señorita Fenton, las chicas del curso superior la retaron a poner polvos picapica en las bragas de la directora.
Felipe miró a Osla desde lo alto de su más de metro ochenta y volvió a sonreír.
—¿Y lo hizo?
—Pues claro que lo hice. Y además le robé el liguero, me encaramé al tejado de la capilla y lo colgué de la cruz. Montó un verdadero escándalo por todo eso, la verdad. ¿Cuál es su reto?
—Que vaya a bailar tal y como está —dijo el príncipe, desafiándola—. Que no se ponga esa cosa de satén que lleva en la bolsa.
—Aceptado. —Osla apuró lo que le quedaba de champán y salieron del Salón Principal riendo a carcajadas. El señor Gibbs le guiñó el ojo a Osla al abrirle la puerta. Osla tragó una bocanada de noche gélida y estrellada —con el apagón, era posible ver las estrellas brillando sobre Londres— y miró por encima del hombro al príncipe Felipe, que se había detenido también para contemplar el cielo. El champán burbujeaba en su sangre. Hurgó entonces en el interior de la bolsa—. ¿Me está permitido ponerme esto? —Extrajo unos zapatos de baile, unas sandalias de satén verde con adornos de circonita—. Una princesa no puede bailar la conga sin sus zapatitos de cristal.
—Permitido. —El príncipe Felipe dejó las sandalias en el suelo, le cogió la mano a Osla y se la llevó al hombro—. Sujétese.
Y se arrodilló allí mismo, en las escaleras del Claridge’s, para desatar los cordones de las botas de Osla, esperar a que se las sacara y a continuación retirarle los calcetines de lana. Le puso las sandalias de satén y sus dedos bronceados contrastaron con la blancura de los tobillos de ella bajo la débil luz de la luna. La miró entonces, con los párpados entornados.
—Oh, en serio —dijo Osla, sonriéndole—. ¿Con cuántas chicas ha puesto a prueba este truco, marinero?
Él rio también, incapaz de mantener la expresión de concentración. Y rio con tanta fuerza que a punto estuvo de caer hacia delante, un movimiento que hizo que su frente rozara por un instante la rodilla de Osla y que ella entrara en contacto con su pelo rubio. Pero siguió enlazándole el tobillo con los dedos, una sensación de calor en contraste con la frialdad de la noche. Osla se dio cuenta de que los peatones miraban con perplejidad a la chica en mono de trabajo apostada en la escalera del mejor hotel de la cadena Mayfair’s y el hombre con uniforme de la Marina hincado de rodillas delante de ella y, en broma, le dio una palmada en el hombro.
—Se acabó el jueguecito.
El príncipe se incorporó.
—Como usted quiera.
Pasaron la Nochevieja bailando en el Café de París, después de bajar por las mullidas escaleras enmoquetadas hasta la sala de fiestas instalada en el sótano.
—¡No sabía que en Grecia se bailaba el foxtrot! —gritó Osla para hacerse oír por encima del potente sonido de los trombones y girando sin parar en brazos de Felipe. Era un bailarín rápido y apasionado.
—No soy griego…
La hizo girar y Osla empezó a jadear tanto que no pudo continuar hasta que la música se relajó para pasar a un ensoñador vals. Felipe bajó el ritmo, se pasó la mano por la cabeza despeinada y enlazó a Osla por la cintura con un brazo. Osla descansó la mano sobre la de él y bailaron con facilidad al ritmo de la música.
—¿A qué se refería con eso de que no es griego? —preguntó.
Las parejas chocaban las unas contra las otras y las risas eran continuas. El Café de París poseía una calidez y una intimidad que ninguna otra sala de fiestas de Londres era capaz de igualar, tal vez por el hecho de estar a seis metros bajo tierra. La música parecía sonar más fuerte, el champán estaba más frío, la sangre más caliente y los susurros eran más inmediatos.
Felipe se encogió de hombros.
—Me sacaron de Corfú en una caja de fruta cuando ni siquiera tenía un año, huyendo de una horda de revolucionarios. No he pasado mucho tiempo allí, apenas hablo el idioma y no tengo razones para hacerlo.
Se refería a que nunca sería rey, eso sí lo sabía Osla. Sabía más o menos que la realeza griega había recuperado el trono, pero que Felipe ocupaba un lugar muy bajo en la línea de sucesión y, con su abuelo inglés y su tío inglés, parecía y hablaba como un primo real más.
—Parece más inglés que yo.
—Usted es canadiense…
—… y ninguna de las chicas con las que me presenté en la corte me permitirían olvidarlo nunca. Pero hasta que cumplí los diez años, hablaba con acento alemán.
—¿Es espía de los hunos? —preguntó, enarcando una ceja—. No conozco ningún secreto militar por el que merezca la pena seducirme, pero espero que esto no la desaliente.
—Me parece usted muy picarón para ser un príncipe. Una amenaza, sin lugar a dudas.
—Es lo que suele pasar con los mejores. ¿Y por qué eso del acento alemán?
—Mi madre se divorció de mi padre y me vine a Inglaterra de pequeña. —Osla giró sobre sí misma sin soltarle la mano y recuperó su posición en el hueco de su brazo—. Y me instaló en el campo con una institutriz alemana, con la que hablaba solo alemán los lunes, miércoles y viernes, y solo francés los martes, jueves y sábados. Hasta que fui al internado, solo hablaba inglés un día a la semana, y siempre con acento alemán.
—Una canadiense que habla como una alemana y que vive en Inglaterra. —Felipe pasó al alemán—. ¿Y qué país alberga el corazón de Osla Kendall?
—England für immer, mein Prinz —respondió Osla, y cambió de nuevo al inglés antes de que en aquella sala repleta de londinenses achispados y patrióticos, alguien pudiera acusarlos de ser espías de los hunos—. Su alemán es perfecto. ¿Lo hablaba en casa?
Rio, pero fue una risa irónica.
—¿Qué quiere decir con esto de «casa»? Actualmente duermo en un catre en el comedor de tío Dickie. Mi casa es el lugar donde tengo una invitación o un primo.
—Me suena de algo.
La miró con escepticismo.
—En estos momentos comparto piso con Sally. Antes de eso, con unas primas de Montreal espantosas que no querían ni verme. Y antes de eso, mi padrino me permitió instalarme en su casa durante la temporada. —Osla se encogió de hombros—. Mi madre tiene una suite permanente en el Claridge’s, donde sé que sobro si me quedo más de una noche, y mi padre murió hace años. La verdad es que no podría decir dónde está mi casa. —Sonrió, de oreja a oreja—. ¡Pero no pienso comerme la cabeza por esto! Todas mis amistades que viven todavía en su casa se mueren de ganas de largarse. Por lo tanto, ¿quién es aquí la afortunada?
—¿En este momento? —La mano de Felipe la presionó por la cintura—. El afortunado soy yo.
Siguieron bailando el vals en silencio, con sus cuerpos moviéndose con perfecta comodidad. La pista de baile estaba pegajosa por todo el champán derramado; la orquesta seguía tocando. Eran casi las cuatro de la mañana, pero la pista estaba abarrotada. Nadie quería parar, tampoco Osla. Miró por encima del hombro de Felipe y vio un cartel colgado en la pared, uno de los omnipresentes carteles con lemas de victoria que habían brotado como setas por todo Londres: ¡LOS VENCIMOS UNA VEZ, VOLVEREMOS A VENCERLOS!
—Ojalá la guerra se ponga en marcha —dijo Osla—. Esta espera… sabemos que acabarán viniendo a por nosotros. En parte me gustaría que lo hicieran de una vez y ya está. Cuanto antes empiece, antes terminará.
—Supongo —replicó escuetamente Felipe.
Movió la cabeza de tal modo que su mejilla quedó rozando el cabello de ella y ya no siguieron mirándose a los ojos. Osla se habría abofeteado en aquel momento. Estaba muy bien decir que deseabas que la guerra empezara de una vez por todas cuando tú, miembro del sexo débil, sabías que nunca estarías en el campo de batalla. Osla era del parecer de que todo el mundo debería luchar por el rey y el país, pero era también consciente de que se trataba de una postura totalmente teórica siendo como era mujer.
—Quiero combatir —dijo Felipe, como si acabara de leerle los pensamientos y hablando pegado al cabello de Osla—. Echarme a la mar, contribuir con mi parte. Básicamente para que la gente deje de preguntarse si en el fondo soy un alemán.
—¿Qué?
—Tres de mis hermanas están casadas con nazis. No es que fueran nazis al principio…, pero, bueno, el caso es que me gustaría silenciar a todos aquellos que me consideran ligeramente sospechoso por culpa de las simpatías de mi familia.
—A mí me gustaría silenciar a los que piensan que una debutante tontita no puede hacer nada útil. ¿Y se embarcará pronto?
—No lo sé. Si fuese por mí, subiría mañana mismo a bordo de un barco de guerra. Tío Dickie está mirando qué puede hacer. Podría ser la semana que viene, podría ser en un año.
«Que sea en un año», pensó Osla, palpando la dureza y los ángulos del hombro de él bajo su mano.
—De modo que usted estará en el mar persiguiendo submarinos y yo aporreando remaches en Slough, lo cual no está nada mal para una chica tonta de la alta sociedad y un príncipe ligeramente sospechoso.
—Podría hacer bastante más que aporrear remaches. —La atrajo hacia él sin despegar la mejilla de su cabello—. ¿Le ha preguntado a tío Dickie si hay algún trabajo en el Ministerio de Defensa para una chica que domina tantos idiomas como usted?
—Prefiero fabricar Hurricanes, ensuciarme las manos. Hacer algo más importante para la batalla que pasarme el día tecleando en la máquina de escribir.
—La batalla… ¿es por eso por lo que hizo todo lo posible para marcharse de Montreal?
—Si tu país está en peligro y cuentas con la edad suficiente para defenderlo, lo haces —declaró Osla—. No te aprovechas de la circunstancia de tener un pasaporte canadiense.
—O un pasaporte griego.
—Y te largas en busca de un refugio más seguro. No funciona así.
—No podría estar más de acuerdo.
El vals tocó a su fin. Osla se retiró un poco y miró al príncipe.
—Tendría que volver al piso —dijo con pocas ganas—. Estoy destrozada.
Felipe acompañó en coche hasta Old Windsor a Osla y a Sally, que no podía parar de bostezar, conduciendo con la misma pasión con la que bailaba. Ayudó a Sally a salir del asiento de atrás; adormilada, Sally se despidió de él con un beso en la mejilla y echó a andar para cruzar la calle oscura. Osla oyó un sonido de agua y un grito, y después la voz de Sally, advirtiéndole con amargura:
—¡Ve con cuidado con los zapatos, Os, tenemos un lago delante de casa!
—Pues mejor me vuelvo a poner las botas —replicó Osla, riendo y dispuesta a quitarse las sandalias con circonitas, pero Felipe la cogió en volandas.
—No corra el riesgo de estropear sus zapatitos de cristal, princesa.
—Oh, de verdad… —dijo riendo Osla, y enlazó las manos por detrás del cuello de él—. ¿Hasta dónde llegan sus habilidades, marinero?
Percibió la sonrisa del príncipe mientras la llevaba en brazos a pesar de la oscuridad. Las botas de Osla y su bolsa se balancearon contra la espalda de él, colgadas del codo de ella. Felipe olía a loción para el afeitado y champán. Tenía el pelo alborotado y sudado por el baile, rizándose suavemente en la nuca, donde las manos de Osla podían rozarlo. El príncipe sorteó el charco y, antes de que le diera tiempo a depositar a Osla en el suelo, ella le acarició los labios con los suyos.
—Hay que quitarse esto de en medio —dijo Osla con frivolidad—. Para que luego, en los peldaños de la escalera, no nos encontremos en esa situación tan incómoda de «lo hacemos o no lo hacemos».
—Jamás me había besado una chica por quitarse este asunto de en medio. —Su boca sonrió sin apenas alejarse de la de ella—. Hagámoslo correctamente, al menos…
Volvió a besarla, un beso largo y sin prisas, sin soltarla todavía. Sabía a mar azul templado por el sol y, en algún momento, Osla soltó las botas, que aterrizaron en el charco.
Felipe la depositó por fin en el suelo y permanecieron sumidos en la oscuridad, Osla recuperando el aliento.
—No sé cuándo zarparé —dijo Felipe—. Pero antes de irme, me gustaría volver a verte.
—Por aquí no hay mucho que hacer. Cuando no estamos aporreando duraluminio, Sal y yo nos dedicamos a comer gachas de avena y a hacer el payaso escuchando música en el gramófono. De lo más soso.
—No me imagino que puedas ser tan sosa como cuentas. De hecho, apostaría por que es más bien al contrario. Lo apostaría todo a que eres difícil de olvidar, Osla Kendall.
Llegaron a sus labios todo tipo de réplicas frívolas y coquetas. Llevaba la vida entera flirteando, de forma instintiva, siempre a la defensiva. «Y tú juegas el mismo juego —pensó, mirando a Felipe—. Te muestras encantador con todo el mundo para que nadie se te acerque». Había mucha gente intentando pescar a una linda morena cuyo padrino era lord Mountbatten y cuyo padre le había legado una cantidad impresionante de acciones de la Canadian National Railway. Y Osla apostaría lo que fuese a que también había mucha gente intentando pescar a un príncipe tan atractivo, por mucho que su reputación estuviera algo manchada por sus cuñados nazis.
—Ven a verme cualquier noche, Felipe —dijo simplemente Osla al final, sin juegos de por medio, y el corazón le bombeó con fuerza cuando él la saludó llevándose la mano a la gorra y echó a andar hacia el Vauxhall.
Era el primer amanecer de 1940 y había pasado la Nochevieja bailando con un príncipe enfundada en un mono de trabajo y con sandalias adornadas con circonitas. Se preguntó qué otras cosas le traería aquel año.
Junio de 1940
Mab estaba esforzándose por sumergirse en el ejemplar de La feria de las vanidades que había pedido prestado en la biblioteca, pero ni siquiera Becky Sharp arrojando un diccionario por la ventanilla de una diligencia era capaz de retener su atención cuando el tren que partía de Londres iba tan abarrotado y cuando el hombre sentado delante de ella se estaba tocando por dentro del bolsillo del pantalón.
«¿Cómo te llamas?», le había preguntado con voz empalagosa cuando Mab había subido a bordo su maleta de cartón marrón, a lo que ella le había respondido con su mirada más gélida. El hombre se había visto obligado a quedarse en un rincón cuando el compartimento se había llenado de soldados de uniforme, la mayoría de ellos siguiendo esperanzados a una impresionante muchacha de pelo castaño oscuro cubierta con un abrigo rematado en piel. Pero a medida que el tren se había ido alejando lentamente de Londres, rumbo hacia el norte, el compartimento se había ido vaciando de soldados estación tras estación y cuando habían quedado solo Mab y la chica morena, el tocón había empezado de nuevo. «¡Regálanos una sonrisa, cielo!». Mab lo había ignorado. En el suelo del compartimento había un periódico, manchado con huellas de botas cargadas de barro, y también estaba intentando ignorar aquello: el titular hablaba a gritos sobre Dunkerque y el desastre.
«¡Somos los siguientes!», había proclamado la madre de Mab cuando Dinamarca cayó, Noruega cayó, Bélgica cayó y Holanda cayó, un país tras otro, como piedras despeñándose inexorablemente por un barranco. Después había caído la maldita Francia, y la señora Churt había sacudido la cabeza de un modo más desalentador si cabe. «Somos los siguientes», decía a todo aquel dispuesto a escucharla, y Mab había estado a punto de arrancarle la cabeza. «Mamá, ¿te importaría dejar de hablar sobre alemanes asesinos y violadores y todo lo que acabarán haciéndonos?». Habían tenido una discusión horrorosa, la primera de muchas desde el momento en que Mab intentó convencer a su madre de que se marchara de Londres con Lucy. «Solo por una temporada», defendía Mab, a lo que su madre siempre replicaba: «Me marcharé de Shoreditch con los pies por delante, y dentro de una caja».
Y tan terrible había sido aquella discusión, como bueno había sido que Mab recibiera aquella curiosa convocatoria para un puesto en Buckinghamshire hacía tan solo una semana. Lucy no había entendido muy bien que su hermana se marchaba de verdad, y cuando la mañana previa a su partida Mab la había abrazado, Lucy se había limitado a ladear la cabeza y decir: «¡Noche!», que quería decir «¡Hasta la noche!».
«Esta noche no nos veremos, Luce». Mab no había pasado ni una sola noche lejos de Lucy, jamás.
Pero Mab cogería el tren y volvería a Londres de visita en cuanto tuviera un día libre. Fuera lo que fuese aquel puesto, tenía que haber días libres, incluso estando en guerra. Y tal vez su situación en… ¿cómo se llamaba ese pueblo? Bueno, el caso era que tal vez su situación en ese pueblo sería lo bastante holgada como para plantearse la posibilidad de trasladar a toda la familia al campo. Mejor estar en medio de la nada, rodeada de prados verdes, que en Londres, la gran ciudad que pronto acabaría siendo bombardeada. Mab se estremeció e intentó concentrarse de nuevo en La feria de las vanidades, donde Becky Sharp también se dirigía al campo para empezar un nuevo trabajo y no parecía estar muy preocupada por la inminente invasión de su patria. Aunque en tiempos de Becky se trataba de Napoleón, y Napoleón no tenía Messerschmitts, ¿verdad?
—¿Cómo te llamas, encanto?
El tocón había trasladado su atención a la chica menuda de pelo castaño con abrigo rematado en piel, que era la única pasajera que, aparte de Mab, quedaba en el compartimento. La mano del hombre empezó a moverse en el interior del bolsillo del pantalón.
—Solo una sonrisita, preciosidad.