El cristianismo - Manuel Fraijó - E-Book

El cristianismo E-Book

Manuel Fraijó

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Beschreibung

En la época actual, Jesús de Nazaret cosecha elogios y aplausos en casi todos los frentes. Atrás quedan los virulentos ataques de otros tiempos en los que hasta de su existencia histórica se llegó a dudar. Pero continúan vigentes las grandes preguntas del pasado: ¿fue Jesús algo más que un gran hombre?, ¿es el Hijo de Dios?, ¿resucitó de entre los muertos? De la respuesta a estos interrogantes depende la «verdad» del cristianismo, tema al que están dedicadas estas páginas. De la mano de grandes especialistas, Manuel Fraijó recorre los principales acontecimientos que pusieron en marcha el movimiento cristiano. Los evoca con un cordial talante crítico. La principal novedad de este libro radica en su esfuerzo por acceder a la figura de Jesús y a la verdad del cristianismo sin pedir auxilio ni a la fe ni al dogma. Una metodología que de ninguna forma se debe al menosprecio de estas magnitudes, sino al deseo de analizar cómo queda lo de Jesús cuando es abordado «a palo seco», es decir, desde una mezcla de teología fundamental y filosofía de la religión. El libro incorpora el escrito El futuro del cristianismo.

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El cristianismoUna aproximación

El cristianismoUna aproximación

Manuel Fraijó

 

 

 

Proyecto financiado por la Dirección General del Libro y Fomento de la Lectura Ministerio de Cultura y Deporte

 

 

COLECCIÓN ESTRUCTURAS Y PROCESOS            Serie Religión

 

 

Primera edición: 1997

Segunda edición revisada: 2000

Tercera edición: 2019

© Editorial Trotta, S.A., 1997, 2000, 2019, 2023

www.trotta.es

© Manuel Fraijó, 1997, 2000, 2019

Diseño

Joaquín Gallego

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

ISBN (edición digital e-pub): 978-84-1364-144-7

CONTENIDO

Prólogo a la segunda edición

Prólogo a la tercera edición

Introducción. El cristianismo como «malentendido»

1. A la búsqueda de un breve perfil

2. La figura central: Jesús de Nazaret

3. Penuria histórica

4. Reflexión final

Apéndice. El futuro del cristianismo

Índice de autores

Índice general

A la memoria entrañable de José Luis L. Aranguren,cristiano heterodoxo.Con cariño y gratitud

PRÓLOGO A LA SEGUNDA EDICIÓN

La principal novedad de esta edición de El cristianismo. Una aproximación es que incorpora como apéndice otro escrito sobre el mismo tema titulado El futuro del cristianismo. Surgió por las mismas fechas y fue publicado, en edición restringida, por la Fundación Santa María, a quien agradezco cordialmente su permiso para incluirlo aquí.

En algún momento pensé en fundir ambos textos; no hubiera sido una operación excesivamente complicada y hubiera dado lugar a un texto relativamente nuevo. Pero, finalmente, he optado por la simple adición. Reconozco que es la salida más cómoda, aunque aspiro a que el imperativo de la comodidad no haya sido lo decisivo. Creo, más bien, que me ha movido el deseo de salvar la identidad y la circunstancia histórica de ambos escritos. Una semana después de concluir la redacción de El cristianismo. Una aproximación, la Fundación Santa María me recordó una vieja deuda: debía entregarle el texto de una conferencia sobre el cristianismo que había pronunciado en la Cátedra de Teología Contemporánea del Colegio Mayor Chaminade. En realidad, El cristianismo. Una aproximación había sido escrito para dicha Fundación; pero, al resultar demasiado extenso, lo entregué a la editorial Trotta. Ahora debía, pues, redactar un nuevo texto para los amigos de la Fundación Santa María. Ese nuevo texto fue El futuro del cristianismo. Tal vez tiene, pues, sentido que ambos escritos aparezcan juntos, pero no revueltos.

La vinculación entre ambos libros la ha descrito, con su habitual tino, Antonio García Santesmases:

En su libro El cristianismo. Una aproximación sobresale más el técnico del cristianismo. En su obra El futuro del cristianismo [sobresale más] el filósofo angustiado. Uno se refiere más a Jesús de Nazaret y otro más a Dios, pero los dos objetos y los dos talantes se mezclan en las dos obras1.

También Juan José Sánchez considera que ambos escritos «forman una unidad»2.

El cristianismo. Una aproximación es, en algún sentido, un libro ocasional, no planificado. Fue escrito de un tirón, en cuatro semanas3. Mi propósito era redactar una conferencia; pero, sobre la marcha, comprendí que necesitaba decirme a mí mismo algunas cosas a propósito del cristianismo. En este sentido es posible que el destinatario último del libro sea su autor. Con todo, me complace profundamente el amplio y favorable eco que ha alcanzado, tanto entre creyentes como increyentes. Parece que ambos grupos se sienten destinatarios de sus páginas.

Casi todos los comentaristas coinciden en señalar la idoneidad del libro para los no creyentes. Los amigos de la revista portuguesa Jornal Fraternizar, a los que agradezco las generosas recensiones que dedican a mis escritos, titulan su recensión «Cristianismo para ateos»4. Y es que, al destacar sólo lo esencial, los mínimos imprescindibles, tal vez se favorece el diálogo con la otra frontera. Un cristianismo no dogmático puede despertar el interés de los increyentes no dogmáticos. Entre paréntesis: un cristianismo no dogmático no es un cristianismo sin dogmas. Es, más bien, un cristianismo que razona y argumenta, que intenta esclarecer la desmesura de sus promesas. Un cristianismo, en definitiva, que, en lugar de exigir la fe, procura hacerla posible y plausible con todos los medios a su alcance, entre los que figuran las buenas razones y la recta praxis de vida.

Mi libro no apela a la fe ni al dogma. Y ello no porque minusvalore tan cruciales magnitudes, sino porque, en un ejercicio de discutible austeridad, se centra en los acontecimientos históricos que, posteriormente, dieron origen a la fe y al dogma. Me he ceñido a la primera hora, a los orígenes del movimiento cristiano. Lo ocurrido después tiene siempre una cita ineludible con el remoto comienzo. Los documentos fundacionales, surgidos durante la segunda mitad del siglo I de nuestra era, son normativos. Es cierto que ellos no lo son todo; pero, sin ellos no hay nada. Los posteriores desarrollos doctrinales sólo gozarán, como se dice hoy, de una autonomía de baja intensidad. Siempre deberán permitir que se los confronte con el mensaje originario, plasmado en los escritos del Nuevo Testamento. En último término: deberán ser capaces de sostenerse ante Jesús de Nazaret, predicado como el Cristo, el salvador.

El otro escrito, El futuro del cristianismo, que aquí figura como apéndice, estrecha lazos entre el cristianismo y la fe en Dios. Se dialoga con los que sostienen que Dios ha muerto, pero el cristianismo le ha sobrevivido. Hay incluso quien llega a afirmar: a mayor intensidad teológica, menor extensión cristiana. Se supone que la centralidad de Dios, de lo teológico, ahuyenta a la posible clientela. Dios sería, pues, un obstáculo insalvable para la buena marcha del cristianismo.

Personalmente no concibo un cristianismo sin Dios. El eclipse de Dios terminaría provocando la caída del cristianismo. Si Dios se queda sin futuro, el cristianismo se convertirá en una reliquia del pasado. Dios se lleva, pues, la parte del león en este ensayo. Se habla de él preguntándole a los grandes creyentes: Rahner, Barth, Bonhoeffer y muchos otros. Y también se escucha, aunque menos, la voz de la increencia. Al escenario se asoman los hombres del «sí» —un «sí» envuelto en el misterio— y los que obsequian a Dios con un «no» más o menos rotundo.

El narrador de estos hechos —El futuro del cristianismo aspira a ser un ensayo filosófico-teológico de índole narrativa— es alguien que aún no ha aprendido a afirmar ni a negar. Mantiene un incómodo balanceo entre el «sí» y el «no». Como a Pascal, le parece imposible que exista Dios; y, de nuevo como a Pascal, le parece imposible que no exista. Con Lévinas, se sigue preguntando: «¿Es seguro que la inmanencia sea la gracia suprema?». En fin: como el narrador no considera decoroso hablar de Dios escondiéndose, el lector tendrá sobradas ocasiones de encontrarse con él. Algo, por lo demás, poco importante. Los protagonistas son otros.

Finalmente: el autor de los dos ensayos que integran este libro no ha logrado aún familiarizarse con los grandes temas que aborda. Tanto Dios como la resurrección de los muertos —por citar sólo los más desorbitados— le siguen resultando extraños, misteriosos, inmensos. Es más: ni siquiera aspira a la familiaridad. Teme que, entre la familiaridad y la obviedad, pueda aparecer un signo de igualdad. Y considera que ni Dios ni la resurrección son obviedades. Lo obvio es la muerte. Es verdad que ya Heráclito dejó escrito que «a los hombres, tras la muerte, les aguardan cosas que ni esperan ni imaginan». Pero, ni Heráclito ni sus insignes sucesores dispusieron de mayor información al respecto. A través de todos ellos habla el deseo poderoso y ancestral, evocado por Freud. Es posible que Kant dejara las cosas definitivamente en su sitio. A partir de él no es ya posible afirmar «sé que existe Dios o la inmortalidad». Hay que contentarse con un entrecortado «deseo que existan Dios y la inmortalidad». Algo en lo que, tal vez, con mil matices diferentes, los creyentes y algunos increyentes puedan coincidir.

Sólo me queda expresar mi más sincero agradecimiento a todos los que han dedicado algo de su tiempo a leer y comentar El cristianismo. Una aproximación. Se trata, en casi todos los casos, de amigos con los que mantengo un ya prolongado diálogo sobre el hecho religioso cristiano y otros temas afines. Es posible que esto explique el tono altamente elogioso de los críticos. Ya se sabe que, por lo general, los amigos hablan bien de los amigos. Cito a continuación sus recensiones. Es posible que haya pronunciamientos que desconozco; en este caso pido disculpas a sus autores por no mencionarlos:

J. J. Alemany (Estudios Eclesiásticos 73 [1998], pp. 536 s.); J. Arroyo (Paideia 41 [1997], pp. 519 s.); J. Bosch (Qüestions de vida cristiana 189 [1998], p. 179); I. Camacho (Proyección 45 [1998], p. 132); J. García Pérez (Razón y Fe 1203 [1999], pp. 100 s.); A. García Santesmases (Memoria Académica del Instituto Fe y Secularidad, 1997-1998, pp. 117-123); J. Gómez Caffarena (Isegoría 19 [1998], pp. 219-222); L. E. Larra (Nuevo Mensajero [septiembre, 1998], p. 31); J. Masiá (Vida Nueva, 13 de septiembre de 1997, p. 41); E. Miret Magdalena (El Ciervo [diciembre 1997], p. 38); J. Sádaba (El Mundo, La Esfera, 10 de enero de 1998, p. 14); A. Salas (Biblia y Fe XXIV [1998], p. 214); J. J. Sánchez (Éxodo [noviembre-diciembre 1997], pp. 65 s.); J. J. Sánchez (Estudios Trinitarios 21 [1997], pp. 202-205); F. Savater (El País, Babelia, 31 de enero de 1998, p. 17); J. J. Tamayo (Revista de Occidente 211 [1998], pp. 231-234); J. Vives (Actualidad Bibliográfica [julio-diciembre 1998], p. 180); J. A. Zamora (Scripta Fulgentina 15-16 [1998], pp. 383-386).

Concluido ya este prólogo me llega, aún sin publicar, el texto de la conferencia que, bajo el título «Una visión del cristianismo desde la increencia», pronunció Javier Muguerza en el XXIII Foro sobre el Hecho Religioso, organizado por el Instituto Fe y Secularidad, en Madrid. Se trata de un denso y brillante escrito que, junto con otro, igualmente valioso, de Juan A. Estrada, titulado «La atracción del creyente por la increencia», será próximamente publicado en la serie «Cuadernos Fe y Secularidad» con el título Creencia e increencia: un debate en la frontera.

Agradezco a Javier Muguerza que haya elegido mis dos escritos como punto de referencia para su diálogo con el cristianismo. Un diálogo que, tal como él lo conduce, rebosa profundidad filosófico-teológica y honda empatía. Un increyente no dogmático se ha asomado con voluntad de comprensión al hecho religioso cristiano. El resultado es una reflexión de gran alcance, un documento de debate civilizado entre creencia e increencia que, al escasear tanto en nuestro país, bien merece el calificativo de histórico.

Bien poco podía yo imaginar, cuando redacté mis modestos ensayos sobre el cristianismo, que un día disfrutarían de una acogida tan cordial y generosa como la que les ha tributado Javier Muguerza. Ya se sabe que la amistad tiene esas cosas. Habrá que seguir dándole ocasión para que continúe obsequiándonos con escritos de tan hondo calado.

1. A. García Santesmases, «El cristianismo, la razón y el mal», en Memoria Académica del Instituto Fe y Secularidad 1997-1998, p. 118.

2. J. J. Sánchez, «Una búsqueda honrada y amable de la verdad del cristianismo»: Éxodo (noviembre-diciembre 1997), p. 66.

3. Di cuenta de la gestación del libro en la revista Sal Terrae (octubre 1997), pp. 779-781, que tuvo a bien seleccionarlo como «libro del mes».

4.Jornal Fraternizar 109 (1998), p. 27.

 

 

Febrero de 2000

PRÓLOGO A LA TERCERA EDICIÓN

Este libro, que acaba de cumplir veinte años, gozó desde su publicación de una cordial acogida. En el prólogo a la segunda edición informé de las numerosas recensiones y comentarios que sus críticos le dedicaron. Ahora, cuando la editorial Trotta me pide un breve prólogo a la tercera edición, vuelvo a leer el texto y creo percibir que su tenor ha resistido bien el paso de estas dos décadas. Naturalmente, uno no es buen juez en los propios asuntos y puedo equivocarme. Como siempre, la última palabra la tienen los lectores.

En Así habló Zaratustra, un libro enigmático en el que, paradójicamente, Nietzsche se proponía descifrar enigmas, se narra el encuentro de Zaratustra con el último papa, ya fuera de servicio, puesto que Dios ha muerto. Un papa que sirvió a Dios hasta sus últimos momentos y que ahora vive de recuerdos. «No tengo ya Señor y, sin embargo, no soy libre» musita bellamente el anciano expapa.

En realidad, lo que podría enviar a los papas al paro, lo que les podría dejar sin faena, sería, pienso, el olvido de los dos grandes temas a los que este libro dedica sus páginas: Jesús y Dios. Todo lo demás tiene arreglo. A lo largo de sus muchos días, el cristianismo, y la Iglesia, han vivido noches oscuras que, sin embargo, nunca impidieron nuevos amaneceres. Es más: desde su primera hora, la Iglesia supo que siempre necesitaría renovación y reformas. Fueron sus primeros testigos quienes acuñaron el axioma Ecclesia semper reformanda. La Iglesia no ha conocido la placidez de épocas sin males. La nuestra experimenta cada día el estupor que produce la explotación sexual de menores, practicada por algunos miembros de instituciones religiosas. Y no es, desde luego, el único mal que aqueja a la Iglesia. Es bien sabido que toda institución milenaria acumula luces y sombras.

Pero la tesis de El cristianismo. Una aproximación va por otros caminos: podría darse el caso de una Iglesia católica, convenientemente puesta al día, atenta a todas las reformas necesarias y que, sin embargo, flaquease en lo esencial. Y lo esencial son los dos grandes temas que aborda este libro: Jesús y Dios. Si se desdibujan ellos, si decae el riguroso empeño teológico por iluminar la fe en Dios y en su Cristo, habrá sonado, entonces sí, la hora del «fuera de servicio» de los papas, visionariamente anticipada por Nietzsche.

En el lejano 1952 escribió el filósofo M. Buber un libro titulado Eclipse de Dios. Desde entonces, Dios sólo ha conocido tiempos oscuros. Pero, sin Dios, no hay cristianismo. El eslogan «Jesús sí, Dios no» careció siempre de sentido. Jesús no lo habría entendido, nada pesó tanto en su vida como Dios, a quien llamó «Padre». El cristianismo no ha partido, pues, de Dios para posteriormente establecerse por cuenta propia y seguir funcionando al margen de la suerte que corra su Dios. La fe cristiana tiene obligaciones de mayor entidad con su Dios. Aunque parezca que se las apaña bien sin él, es probable que no pudiera sobrevivirle por largo tiempo. Dios es el respaldo último del cristianismo. Ya Platón avisaba de que «lo más importante es pensar correctamente en el tema de los dioses». Olvidar la reflexión teológica en favor de otras reformas, por urgentes y necesarias que parezcan, no conduciría a buen puerto. El cristianismo terminaría pareciéndose a una noble ONG, pero imperceptiblemente se iría alejando de la gran promesa de sentido último de la vida que constituye su esencia. Bien lo supieron los grandes e inolvidables maestros que el lector encontrará en las páginas de este libro.

Uno de ellos, K. Rahner, nos legó en forma de meditación un texto memorable que viene dando que pensar a creyentes e increyentes. Rahner se plantea la posibilidad de que la palabra «Dios» desaparezca. Desde luego, el principal «perjudicado» sería Jesús de Nazaret, la persona que más decididamente apostó por él. Pero también al resto de los seres humanos les afectaría esta pérdida, nadie saldría ileso. Rahner cuantifica los daños en clave filosófica: borrado el término «Dios» de los diccionarios, los seres humanos olvidaríamos «la totalidad y su fundamento». Es más: olvidaríamos que hemos olvidado. Nos convertiríamos en «animales hábiles». Y Rahner no excluye la posibilidad de que «la humanidad muera de muerte colectiva, perpetuándose en lo biológico y lo técnico-racional, y retornando hacia un estado termita de animales enormemente inventivos». ¿Estaremos ante un texto profético? En todo caso, estamos ante una reflexión estremecedora que invita a la vigilancia. También Bergson nos recordó que tenemos un cuerpo muy grande y un alma muy pequeña. Murió, en l941, postulando «un suplemento de alma».

Etimológicamente, la palabra «Dios» deriva de la raíz div o deiv que significa «brillar». El término tiene su origen en la contemplación del cielo o firmamento. Expresa, por tanto, admiración, sobrecogimiento ante lo que nos supera. Enseguida viene a la mente el «cielo estrellado» que tanto impresionaba a Kant, o el «silencio de los espacios infinitos» que sobrecogía a Pascal. Pero esto no es todo. Existe otra etimología según la cual el término «Dios» podría derivarse de la raíz indogermana hu que significa «invocar». Dios sería, pues, el fundamento último de la realidad al que invocamos desde situaciones de profunda necesidad y desamparo.

Escribió K. Barth que «sólo Dios habla bien de Dios». La frase le habría quedado más redonda si hubiera añadido: «Y Jesús». Al autor de El cristianismo. Una aproximación le gustaría haber hablado bien de ambos, de Dios y de Jesús. En el libro es Jesús quien se lleva la parte del león. Tal vez por eso este prólogo se ha centrado más en Dios. O tal vez ha ocurrido así porque su autor tiene muy presente la secuencia teológica de los últimos cincuenta años: primero, a raíz del concilio Vaticano II, surgieron poderosas reflexiones sobre la Iglesia; pero bien pronto se corrió la voz de que la Iglesia necesitaba un fundamento; fue así como nos sorprendió el regalo de deslumbrantes cristologías: Cristo era el fundamento de la Iglesia. Y, en un último ataque de lucidez, comprendimos con san Pablo que «Cristo es de Dios». Nació así la urgencia de remitirlo todo a Dios, de escribir «teologías», tratados sobre Dios. Este libro es un recordatorio breve, y algo apasionado, de los últimos avatares de los dos grandes protagonistas del cristianismo: Dios y Jesús de Nazaret.

Enero 2019

M. FRAIJÓ

Introducción

EL CRISTIANISMO COMO «MALENTENDIDO»

Fue Nietzsche quien consideró que la palabra «cristianismo» era un «malentendido». Una de sus más conocidas sentencias reza así: «En el fondo no ha habido más que un cristiano, y éste murió en la cruz. El “evangelio” murió en la cruz»1.

Es sabido que Nietzsche se pasó la vida ajustando cuentas con el cristianismo. Es, sin duda, uno de su grandes críticos. Sin embargo, la frase que acabo de citar podría haber sido escrita por Kierkegaard, uno de los creyentes más decisivos del siglo pasado. Y es que como, poco antes de morir, escribió José María Valverde, nuestro poeta bueno y solidario, el autor de El Anticristo resulta a veces «casi edificante»2.

Deseo apuntalar el carácter «casi edificante» de Nietzsche con dos citas más. Contra los que consideran que el signo distintivo del cristianismo es la «fe», Nietzsche deja claro que «sólo la práctica cristiana, una vida tal como la vivió el que murió en la cruz, es cristiana [...] Todavía hoy esa vida es posible, para ciertos hombres es incluso necesaria: el cristianismo auténtico, el originario, será posible en todos los tiempos [...] No es un creer, sino un hacer, sobre todo un no-hacer-muchas-cosas, un ser distinto...»3. Y en el mismo párrafo, un poco más abajo: «Reducir el ser-cristiano, la cristiandad, a un tener-algo-por-verdadero, a una mera fenomenalidad de la consciencia, significa negar la cristiandad»4.

En realidad no sé muy bien por qué comienzo este ensayo pidiendo auxilio a Nietzsche. Seguro que influye mi debilidad por él. Pero hay tal vez algo más: mi sincero aprecio por la profecía extranjera. Lo dicho hasta aquí, con importantes matizaciones sobre el papel de la fe, lo hubiéramos podido extraer de cualquier padre de la iglesia. Pero no hubiera sido lo mismo. Nietzsche habla desde el combate, desde la confrontación. Su palabra, convulsa y entrecortada, posee la autoridad que otorga el sufrimiento. El cristianismo, y la configuración que éste dio a Occidente, fue el origen de la tragedia de Nietzsche. Es sabido que sucumbió en su afán por crear otras alternativas. El cristianismo le venció. Este dato confiere especial fuerza a sus pronunciamientos sobre él.

Pero deseo apurar la sinceridad: he acudido a Nietzsche porque no sabía cómo comenzar este escrito. Siento un cierto agarrotamiento cada vez que me veo obligado a abordar el tema del cristianismo. Es como una especie de desgarro interior. Algo que no me ocurre cuando hablo del islam o de cualquier otro tema de mi especialidad. Probablemente es el desasosiego del fracasado. Me explico: hace muchos años que, con cierta intensidad y en condiciones muy ventajosas —tuve grandes maestros— comencé a estudiar el cristianismo. Creo que llegué a pensar que, un día, «me lo sabría». Hoy, muy lejos de aquellos comienzos y con poco tiempo por delante, constato que el cristianismo me desborda. Y ello en varios sentidos.

En primer lugar en el plano «científico». El cristianismo viene de muy lejos. Ha sido, y probablemente sigue siendo, la religión hegemónica de un Occidente culto y reflexivo. En este marco, el cristianismo ha acumulado siglos de historia, vivencias y reflexión. El aparentemente sencillo mensaje inicial ha originado complejos sistemas filosófico-teológicos. Lo de ayer, lo del siglo I, se dice hoy de muchas formas. Es más: esta diversificación se inició, como veremos, en fecha muy temprana, en vida de Jesús. Ya entonces se dividieron los espíritus y otorgaron al profeta de Galilea los más variados nombres y títulos. Y ninguno de ellos era «inocente». Implicaban cosmovisiones muy dispares. Todo esto hace muy difícil formular asertos «correctos» sobre el cristianismo. Cualquier pronunciamiento es susceptible de mil matizaciones y correcciones. Hay quien piensa que, en esta situación, lo más correcto es refugiarse en los evangelios sinópticos, es decir, en una especie de teología narrativa y sencilla, carente de pretensiones conceptuales. Pero me temo que también este refugio tiene goteras. La complejidad no empezó con Pablo ni con el evangelio de Juan. Empezó con una religión, el cristianismo, que bebió en muchos pozos: en el judaísmo, en el helenismo y en muy diversas religiones circundantes.

Éste es, pues, el primer reto con el que me encuentro al evocar el cristianismo. Percibo que nada de lo que afirmo es totalmente correcto. Una dilatada y dolorosa historia de herejías, cismas y escisiones lo muestra sobradamente. Siempre se ha pugnado por la imposible exactitud o, como formula mi amigo Alfredo Fierro, por la «imposible ortodoxia»5.

El asunto no se circunscribe a los primeros siglos de la historia de la iglesia. También nosotros hemos sido, en las últimas décadas, testigos de altercados teológicos de hondo calado. El magisterio de la iglesia católica privó a Hans Küng de su condición de «teólogo católico» aduciendo que sus formulaciones teológicas en algunos temas de alcance dogmático —infalibilidad papal, especialmente— no alcanzaban el requerido grado de ortodoxia6. Los rigores de los guardianes de la ortodoxia alcanzaron a numerosos teólogos europeos, Schillebeeckx entre ellos. Rigores que se extendieron a destacados representantes de la teología de la liberación7. Pero no es éste el lugar para narrar estas historias. Sólo aludo a ellas para recordar que la problemática de la «recta formulación» no es agua pasada. Es más: desde los actuales conocimientos sobre la filosofía del lenguaje, todo este asunto se torna mucho más espinoso. El lenguaje es bastante desobediente; sólo a regañadientes asume las tareas que le encomendamos; está en permanente evolución y no se ha inventado aún la vacuna que le proteja de equívocos y malentendidos.

El segundo aspecto en el que me siento desbordado por el cristianismo es de más largo alcance. Formulado sin rodeos: se me escapa su «verdad». Probablemente someto esa verdad a controles inadecuados. Me refiero, sobre todo, al racionalismo. Es posible que un exceso de él me cierre muchas puertas. También cuenta, creo, el exceso de mal en el mundo. El amigo Juan Luis Segundo, recientemente fallecido, me dedicó unas líneas que ilustran este último aspecto:

Desearía añadir al respecto algo que me parece que vaga —ubicuo, aunque elusivo— en las dos obras que, de un modo u otro y con diferentes «pretextos» Manuel Fraijó consagra en realidad a una cuestión casi personal: el problema del dolor [...] Uno comienza muy pronto a interrogarse calladamente acerca de si Fraijó examina ese problema desde una perspectiva cristiana o no. Lo que lleva a pensar que sí es que el sufrimiento de Dios, atestiguado en Jesús, está allí presente. Pero, a partir de ahí, esos dos libros parecen ser un largo pleito contra Dios por no haber suprimido el dolor, pudiéndolo hacer...8

Los dos libros a los que se refería Juan Luis Segundo son Jesús y los marginados (1985) y El sentido de la historia (1986). Sólo matizaría, por mi parte, lo del «largo pleito contra Dios». Creo que nunca fue «contra» Dios, sino «con» Dios. El resto es, probablemente, acertado.

Esta incapacidad para afirmar, sin reticencias, la verdad cristiana es la que me obliga, siempre que hablo o escribo sobre este tema, a advertir que no lo hago como «testigo», sino como «técnico». Creo se percibe bien la diferencia. El «testigo» vive el cristianismo, lo ha hecho suyo, lo practica, lo vivencia; el «técnico», en cambio, se limita a estudiarlo, a analizarlo, a observarlo. Recuerdo que una vez, en Münster, hablé a Rahner de esta distinción; con aire preocupado, me dijo: «Quién sabe... tal vez también yo soy sólo un técnico...». No era cierto. A su muerte, J. B. Metz, su discípulo más cercano, acudió a la categoría de «testigo» para elogiar aquella existencia teológica que había sido la vida de Karl Rahner.

Desearía añadir que el técnico no tiene que ser necesariamente distante y neutral. Lo concibo también con cierta dosis de apasionamiento y cariño hacia el objeto estudiado. Me gustaría fuese mi caso.

Deseo insistir, de una forma gráfica, en el tema de la verdad del cristianismo. Como se sabe —y van tres menciones de muertes recientes —hace unos meses murió nuestro entrañable amigo José Luis López Aranguren. Y digo «nuestro» porque era un poco de todos. Era un bien común de este país. Antonio Machado decía que el principal talante ético es el de la bondad. Los que hemos conocido a Aranguren sabemos lo que quería decir Machado. Pues bien: en una extensa entrevista realizada por Javier Muguerza —un documento autobiográfico de gran valor— ambos interlocutores aterrizaron en el tema de una posible vida después de la muerte. Aranguren, que solía definirse como cristiano heterodoxo, confiesa que no sabe si existirá dicha vida. Ante la insistencia de Muguerza, Aranguren respondió: «Repito que no sé. Si me tienta pensar en ello es, más que nada, por la posibilidad de seguirla compartiendo con los seres queridos. Pero habría que dejarlo, me parece, en puntos suspensivos». La entrevista concluye, y alcanza su cenit literario, con un intercambio de complicidad entre entrevistador y entrevistado. «¿Lo dejamos en puntos suspensivos?», pregunta Muguerza; «Dejémoslo en puntos suspensivos...», responde Aranguren9.

Es, precisamente, la actitud del autor de estas páginas frente a la «verdad» del cristianismo. Una ya larga navegación por los temas cristianos no ha logrado suprimir los puntos suspensivos. Puede que se trate de una cierta incapacidad para imaginar tanta salvación como anuncia el cristianismo. Acostumbrados a la amarga escasez de salvación que ofrecen la prensa y los telediarios, no resulta fácil imaginar tanta plenitud futura. Ni sabe uno por qué tiene que retrasarse tanto.

Con todo, y en defensa propia: ¿no confiere el carácter escatológico del cristianismo una cierta licitud a los puntos suspensivos?, ¿qué habría de malo en esperar a la hora del recuento final para decidir sobre la verdad del mensaje cristiano? Hegel decía que la verdad de las cosas finitas es su final. Dilthey era de la misma opinión. ¿Es posible, en ausencia del final, aventurar pronunciamientos definitivos?

Pero no es mi intención ocultar datos. La licitud filosófica de otorgar beligerancia al final de la historia tiene un obligado recorte teológico cristiano: ese final ha quedado anticipado en la vida, muerte y resurrección de Jesús de Nazaret. Cuando llegue el final real, cuando acabe todo, lo único que ocurrirá es que todos seremos partícipes de la resurrección de Jesús. Y no será un mero resucitar como él, sino en él. Jesús será siempre algo más que un modelo10.

Y, de nuevo, la pregunta: ¿significa la anticipación de la escatología cristiana, acontecida en la resurrección de Jesús, el final de los puntos suspensivos? Con otras palabras: quien, después de lo ocurrido a Jesús, sigue manteniendo los puntos suspensivos ¿puede reclamar para sí la condición de cristiano?, ¿no implica la resurrección de Jesús el final de los puntos suspensivos?

No es posible, en el marco de este ensayo, responder, con el debido esmero, a esta pregunta crucial. Pero tampoco deseo «escurrir el bulto» por completo. Aventuro, pues, la respuesta que todos conocemos: la vida de Jesús estuvo presidida por la misma ambigüedad que la nuestra. De hecho se hicieron muy diferentes lecturas de ella. Sus contemporáneos no alcanzaron consenso alguno sobre el extraño profeta. Algunos veían el sello de Dios en sus acciones; otros, en cambio, llegaron a la conclusión de que había pactado con el demonio. Y su denigrante final no contribuyó precisamente a suprimir los puntos suspensivos de los que venimos hablando. La crucifixión fue un fracaso en toda regla. Si ella hubiese sido el último episodio de esta historia, hasta los puntos suspensivos habrían desaparecido, pero para hacer sitio al olvido. La cruz no refrendaba precisamente la verdad del mensaje del Crucificado. Más bien sellaba una derrota, un fracaso.

Si se mantienen, pues, los puntos suspensivos en sentido positivo es por lo que vino después del viernes santo. Pero, lo que vino después, la resurrección, se lleva mal con la historia. Un reciente y exitoso libro sobre Jesús, escrito por el exegeta católico J. Gnilka, se cierra con el entierro de Jesús. La resurrección no merece un capítulo, sino un «epílogo pascual» de página y media donde se constata escuetamente que la historia de la resurrección «no pertenece ya a la historia terrena de Jesús de Nazaret». Por tanto, concluye Gnilka, «no necesita ni puede ser tratada aquí»11.

La conclusión que personalmente extraigo es la siguiente: si el único acontecimiento capaz de borrar los puntos suspensivos sobre la verdad del cristianismo es la resurrección de Jesús —no aislada, por supuesto, de su vida y muerte— y ésta pertenece a un ámbito que «ni ojo vio ni oído oyó», parece legítimo, incluso desde dentro del universo cristiano, mantener los puntos suspensivos. Tan legítimo como suprimirlos desde la experiencia de una fe confiada y filial.

Constato que se me ha ido la mano en esta introducción. Me he extendido demasiado y, sin encomendarme a Dios ni al diablo, he comenzado por lo más arduo: por la verdad última del cristianismo. No es, probablemente, un comienzo muy pedagógico, pero ofrece una ventaja: el lector sabe desde el principio cómo se sitúa ante el cristianismo el autor de esta reflexión. En un libro sobre botánica no sería necesario que su autor revelase con qué planta se identifica más; pero, en el asunto del cristianismo, no considero conveniente andar ocultando la propia identidad. Las páginas que siguen son el desarrollo «incontrolado» de una conferencia sobre el cristianismo. No se trata, pues, de una obra premeditada y convenientemente estructurada. El lector está, más bien, casi ante un «desahogo» personal y espontáneo.

Me propongo, pues, reflexionar sobre el cristianismo, aproximarme a su peripecia interna. De entrada, cuento con una notable ventaja: todos sabemos qué es el cristianismo. No hay, pues, peligro de que se me queden en el tintero secretos por revelar. Todos poseemos, en mayor o menor grado, la misma información. Sólo se trata de meditar distendidamente sobre ella.

He comenzado esta introducción recordando a Nietzsche. Según él, el cristianismo es un «malentendido». Quería decir que es irrealizable. Sólo una persona —Jesús de Nazaret— lo ensayó en serio y pereció en el intento. Es sabido que Nietzsche andaba bien de olfato. Su genio, como él repetía, estaba en su nariz. Tampoco aquí se equivocó. El cristianismo es una forma de vida arriesgada. Es arriesgado incluso aventurar su definición. De ahí que algunos prefieran aproximarse a él contando historias. Veámoslo.

1. F. Nietzsche, El Anticristo, Alianza, Madrid, 1985, p. 69.

2. José M.ª Valverde, Nietzsche, de filólogo a Anticristo, en Obras completas 4, Trotta, Madrid, 2000, p. 695. Se nos fueron casi juntos, Valverde y Aranguren. La estética y la ética están de luto. Hace unos años, ya enfermo, Valverde había participado en un homenaje a Aranguren con un artículo titulado «La máquina de escribir de Nietzsche, y la filosofía como lapsus linguae», en J. Muguerza, F. Quesada y R. Rodríguez Aramayo (eds.), Ética día tras día. Homenaje al profesor Aranguren en su ochenta cumpleaños, Trotta, Madrid, 1991, pp. 433-440. Más recientemente volvió a dedicar unas páginas a la figura de Aranguren tituladas «Aranguren 1945-1965», en E. López-Aranguren, J. Muguerza y J. M.ª Valverde (eds.), Retrato de José Luis L. Aranguren, Círculo de Lectores, Barcelona, 1993, pp. 35-43.

3. F. Nietzsche, El Anticristo, cit., p. 69.

4.Ibid. Véase, sobre Nietzsche, el excelente trabajo de Jacobo Muñoz, «Nihilismo y crítica de la religión en Nietzsche», en M. Fraijó (ed.), Filosofía de la religión. Estudios y textos, Trotta, Madrid, 1994, pp. 345-367. Sigue siendo válida la presentación de F. Savater, Nietzsche, Barcanova, Barcelona, 1982. Véase también el reciente y completo estudio de M. Suances Marcos, Friedrich Nietzsche. Crítica de la cultura occidental, Universidad Nacional de Educación a Distancia, Madrid, 1993. También Jesús Conill, en su obra El poder de la mentira. Nietzsche y la política de la transvaloración, Tecnos, Madrid, 1997 (con un prólogo de Pedro Laín Entralgo) ha dedicado páginas muy logradas al pensamiento de Nietzsche.

5. A. Fierro, La imposible ortodoxia, Sígueme, Salamanca, 1974.

6. Véase H. Küng, ¿Infalible? Una pregunta, Herder, Barcelona, 1971.

7. Véase J. L. Segundo, Teología de la liberación. Respuesta al cardenal Ratzinger, Cristiandad, Madrid, 1985.

8. Véase J. L. Segundo, ¿Qué mundo? ¿Qué hombre? ¿Qué Dios?, Sal Terrae, Santander, 1993, p. 209, nota 32.

9. E. López-Aranguren, J. Muguerza y J. M.ª Valverde (eds.), Retrato de José Luis L. Aranguren, cit., p. 88.

10. Ha sido W. Pannenberg quien con más fuerza y originalidad ha desarrollado estos aspectos. Véase, entre su ingente obra, La revelación como historia, Sígueme, Salamanca, 1977, y Fundamentos de cristología, Sígueme, Salamanca, 1974. Sobre Pannenberg puede verse M. Fraijó, El sentido de la historia. Introducción al pensamiento de W. Pannenberg, Cristiandad, Madrid, 1986. También contamos con el libro de J. A. Martínez Camino, Recibir la libertad, Universidad Pontificia Comillas, Madrid, 1992. Y Andrés Torres Queiruga ha dialogado ampliamente con Pannenberg en su obra La revelación de Dios en la realización del hombre, Cristiandad, Madrid, 1987.

11. J. Gnilka, Jesus von Nazaret. Botschaft und Geschichte, Herder, Freiburg Br., 1990, p. 309; trad. española, Jesús de Nazaret. Mensaje e historia, Herder, Barcelona, 1993.

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A LA BÚSQUEDA DE UN BREVE PERFIL

Las religiones son comunidades narrativas. El recuerdo de lo ocurrido en los lejanos orígenes es su principal activo. De ahí que en los orígenes suela estar el mito como narración por excelencia. Se cuenta que Protágoras ponía a sus discípulos ante un difícil dilema: debían elegir si deseaban que les explicase la filosofía a través del mito o recurriendo al pensamiento racional. Y es sabido que Platón otorgó al mito toda su dignidad al servirse de él para expresar sus más elevados pensamientos1. Sin olvidar que Kant habla del «comienzo rapsódico del pensamiento», inaccesible a cualquier reconstrucción argumentativa.

1.Contando historias

El poder de la narración queda gráficamente expresado en la introducción de Martin Buber a los Relatos casídicos. Cuenta allí que pidieron una vez a un rabino, cuyo abuelo había sido discípulo de Baalschem, que contase una historia:

«Una historia —dijo el rabino— debe contarse de tal forma que ella misma preste ayuda». Y contó la siguiente: «Mi abuelo era paralítico. Una vez le pidieron que relatase una historia de su maestro. Entonces contó como el santo Baalschem solía saltar y danzar durante la oración. Mi abuelo se puso en pie y continuó su relato, y la narración lo arrebató de tal manera que se vio obligado a mostrar, saltando y danzando, cómo lo había hecho su maestro. Desde aquella hora quedó curado. Así deben contarse las historias»2.

En este relato, la historia se convierte en acontecimiento. El milagro que se narra vuelve a actualizarse. Si las religiones perviven es debido a la fuerza de sus relatos originarios. En este sentido, las religiones no pueden, como Protágoras, dar a elegir entre la historia y la argumentación. La historia debe ser contada siempre. Decía R. Otto que ninguna religión debería desaparecer antes de haber alumbrado lo mejor de sí misma3. Pero difícilmente alcanzará esa meta sin contar su historia.

Una historia que, con frecuencia, el paso del tiempo se encarga de reducir a mínimos. Es lo que refleja un relato judío, recogido por G. Scholem. Es largo, pero siento predilección por él y no lo puedo omitir:

Cuando el Ba‘al Shem tenía ante sí una tarea difícil, solía ir a cierto lugar del bosque, encendía un fuego, meditaba y rezaba, y lo que él había decidido hacer, se llevaba a buen fin. Cuando, una generación más tarde, el Magguid de Meseritz se enfrentaba a la misma tarea, iba al mismo lugar del bosque y decía: Ya no podemos encender el fuego, pero aún podemos decir las plegarias, y aquello que quería se volvía realidad. Nuevamente una generación más tarde, rabí Moshe Leib de Sassov tuvo que realizar esta tarea. También fue al bosque y dijo: Ya no podemos encender el fuego ni conocemos las meditaciones secretas que corresponden a la plegaria, pero sí conocemos el lugar del bosque donde todo esto tiene lugar, y ha de ser suficiente, y fue suficiente. Pero pasada otra generación, cuando se pidió a rabí Israel de Rishin que realizara la tarea, se sentó en el sillón dorado de su castillo y dijo: No podemos encender el fuego, no podemos decir las plegarias, no conocemos el lugar, pero podemos contar la historia de cómo se hizo todo esto. Y —agrega el narrador— la historia que contó tuvo el mismo efecto que las acciones de los otros tres4.

Es una bella historia que refleja —sus significados son múltiples— cómo podemos ir de precariedad en precariedad. En los orígenes de una religión todo parece datable y fechado. Hay asideros firmes, seguridades, familiaridad con el acontecimiento fundacional. El transcurrir de las generaciones debilita todo ese entramado y desdibuja recuerdos y presencias. Un ejemplo: hacia el año 200 murió en Lyon el obispo de la ciudad, Ireneo. Pues bien: conservamos una carta suya dirigida a un compañero de estudios, llamado Florino, en la que le recuerda cómo su común maestro Policarpo solía contarles historias de «Juan, discípulo del Señor». Así, pues, Ireneo, en Francia, poco antes del año 200, era capaz de recordar a un hombre que estuvo cercano en el tiempo a Jesús5. Uno se imagina la «seguridad» con la que Ireneo hablaría a su comunidad sobre Jesús. Estaba en una situación privilegiada de la que carecemos los hombres de finales del siglo XX. Hoy, nosotros sólo podemos contar la historia de Ireneo. Pero también eso tiene su eficacia. Es, al menos, el mensaje que transmite el relato judío que acabo de narrar.

Es sabido que, lentamente, el logos fue desplazando al mito, a la narración originaria. Pero nunca por completo. El elemento narrativo pervive siempre. Lo esencial ha llegado hasta nosotros porque, aprendido de memoria, fue pasando de una generación a otra. Hasta que —confieso que no sé por qué— se fue perdiendo la confianza en la transmisión oral. Fue entonces cuando se empezó a escribir en Israel. La palabra escrita parecía poseer una fuerza especial, casi mágica. Es bien significativo el capítulo 36 del profeta Jeremías: el rey Yoyaquim quemó el rollo donde estaban escritas las amenazas de Jeremías para que éstas perdieran su fuerza. El profeta las volvió a escribir para que recuperasen su vigor.

La figura central del cristianismo no fue un filósofo ni un escritor. Bueno, tengo que rectificar. Karl Jaspers incluye a Jesús —también a Buddha y Confucio— entre los grandes filósofos y hombres decisivos de la humanidad6. Y tiene razón si por filósofo entendemos a quien instaura valores nuevos y abre horizontes hasta entonces desconocidos. Yo me refiero sólo a que no fue un filósofo profesional. Y lo que sí puedo mantener sin corregirme es que Jesús no fue un escritor. No ha llegado hasta nosotros ni una línea redactada por él. Un dato que ha suscitado todo género de explicaciones: que no sabía escribir, que se ha perdido lo que escribió... Parece difícil que no supiera escribir. Los evangelios —aunque obviamente exageran— lo describen como un hombre culto, capaz de hacer frente intelectualmente a los sabios y letrados de la época. Tampoco convence mucho la hipótesis de que se hayan extraviado sus escritos. Sin duda, las primeras comunidades habrían puesto toda la carne en el asador para conservar semejante legado. La hipótesis más aceptada es que, creyendo en el fin inmediato del mundo, Jesús no encontró sentido a consignar por escrito su mensaje. ¿Quién lo iba a leer si el final era inminente? Tampoco esta suposición carece de fisuras, pero no deseo seguir por este camino. Sólo busco dejar constancia de que Jesús fue un narrador, un rapsoda, un oriental imaginativo, a medio camino entre la severidad y la chispa irónica.