Filosofía de la religión - Manuel Fraijó - E-Book

Filosofía de la religión E-Book

Manuel Fraijó

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Beschreibung

Ya en el siglo XIX evocaba A. Comte a Dios como «una medalla antigua con su relieve casi borrado». Un siglo después, M. Buber constataría el Eclipse de Dios. Este debilitamiento de la fe en Dios es uno de los factores desencadenantes del nacimiento de la Filosofía de la religión. A la crisis de la fe en Dios se sumaron otros acontecimientos que precipitaron el surgir de la nueva disciplina. En primer lugar, el giro antropológico. Hegel constató un cierto «cansancio de lo divino». En segundo lugar, se asistió al descubrimiento de otras religiones. Supuso una auténtica crisis para el cristianismo. Por último, y casi como consecuencia de lo anterior, la Europa cristiana asistió a la quiebra del pensamiento dogmático. Estos acontecimientos, unidos a otros factores sociales, culturales y económicos, dieron lugar al nacimiento de la Filosofía de la religión, es decir, a una forma de argumentar crítica, rigurosa, abierta y libre de ataduras confesionales.

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Seitenzahl: 1221

Veröffentlichungsjahr: 2022

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Filosofía de la religión

Filosofía de la religiónHistoria, contenidos, perspectivas

Manuel Fraijó

 

 

Esta obra ha recibido una ayuda a la edicióndel Ministerio de Cultura y Deporte

 

 

COLECCIÓN ESTRUCTURAS Y PROCESOSSerie Religión

© Editorial Trotta, S.A., 2022

http://www.trotta.es

© Manuel Fraijó Nieto, 2022

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

ISBN: 978-84-1364-092-1

 

 

 

A Javier Muguerza,siempre en el recuerdo.Con emoción y gratitud.

CONTENIDO

Contenido

Prólogo

1. Estudio introductorio

2. Precursores e iniciadores de la Filosofía de la religión

3. A la búsqueda de una definición

4. Estudio positivo del hecho religioso

5. Aproximación fenomenológica al hecho religioso

6. Fenomenología aplicada

7. Religiones místicas y sapienciales

8. Religiones monoteístas

9. Los tres grandes filósofos de la religión

10. Otros filósofos de la religión (selección)

11. La religión ante sus críticos. Reflexión de conjunto

12. A modo de epílogo: contra los fundamentalimos

Apéndice. La Filosofía de la religión en España

Índice de nombres

Índice de materias

Índice general

PRÓLOGO

El autor de este libro editó, en el lejano 1994, la obra Filosofía de la religión. Estudios y textos, publicada por esta misma editorial. Aquel volumen fue posible gracias a la generosa colaboración de un buen número de especialistas en sus respectivas áreas de conocimiento, todos ellos buenos amigos. Nunca olvidaré, por ejemplo, las frecuentes llamadas telefónicas de nuestro poeta bueno y solidario José María Valverde, ya muy enfermo, asegurándome que «le daría tiempo» a terminar su capítulo, el dedicado a S. Kierkegaard. Efectivamente, le dio tiempo y nos legó un precioso texto. Poco después, el 6 de junio de 1996, falleció. Recuerdo la ilusión con la que él y los demás colaboradores saludaron la publicación del libro. Ilusión que, obviamente, fue compartida por todo el equipo de la editorial Trotta.

Aquel texto ha servido de referencia a los alumnos de Filosofía de la Religión de la UNED y, probablemente, dado que ha conocido ya cinco ediciones, a los interesados por la Filosofía de la Religión en España y en algunos países de América Latina. Agradezco a la actual docente de la asignatura, la profesora Sonia E. Rodríguez García, que continúe manteniendo esta obra como texto de referencia para los alumnos de la UNED. Es una forma de rendir homenaje a los colaboradores del libro, algunos de los cuales ya nos dejaron. Con cierto sobrecogimiento constaté hace un tiempo que trece de ellos ya no están entre nosotros. La muerte ha aprovechado diligentemente la edad del libro, un cuarto de siglo, para hacer su imparable trabajo. Los últimos en marcharse, víctimas ya de la pandemia del coronavirus que nos azota sin tregua, han sido Juan Martín Velasco, nuestro gran fenomenólogo de la religión, y Juan José Sánchez Bernal, con quien tuve la suerte de compartir la docencia de la Filosofía de la Religión en la UNED. A ellos, y a todos los que, en palabras de E. Trías, han emprendido ya «el más arriesgado, inquietante y sorprendente de todos los viajes», se dirige mi recuerdo emocionado y agradecido.

La obra que ahora presento, Filosofía de la religión. Historia, contenidos, perspectivas es bien diferente, sobre todo porque tiene un único responsable. En ella intento aprovechar la experiencia y los materiales de muchos años de docencia universitaria en la UNED para volver a decirme a mí mismo, y a los potenciales lectores, qué se entiende por Filosofía de la religión. No es tarea sencilla, ya que se trata de una criatura relativamente joven y con no demasiados cultivadores. Estamos todavía en periodo de tanteos o, como gustaba decir a los románticos de todos los tiempos, de «barruntos». De ahí la opción por el subtítulo Historia, contenidos, perspectivas. El principal objetivo es ofrecer información sobre los avatares de esta nueva disciplina. Abrigo la esperanza de que, como asegura Martin Buber en sus Relatos casídicos, contando la historia se llegue al meollo último del asunto. El libro es, en este sentido, una pormenorizada narración de las peripecias de la reflexión filosófica sobre la religión. También se hace sitio, aunque en menor medida, a la reflexión teológica. Ambas, la filosofía y la teología, caminaron durante siglos de la mano. Es verdad que también abundaron las demandas de divorcio, pero en la esfera de la Filosofía de la religión no parece fácil, necesario, ni beneficioso, afrontar los costes de una separación rigurosa entre filosofía y teología.

No comencé a escribir este libro sabiendo qué es Filosofía de la religión, sino mirando a los grandes maestros con sincera voluntad de escuchar sus voces. Fueron ellos los que nos precedieron en la indagación de este incipiente saber. Al concluirlo constato que, probablemente, solo he ofrecido al lector lo que Nicolás de Cusa llamaba docta ignorantia, es decir, un no saber ilustrado, una ignorancia que, como deseaba Hegel, se ha sometido al «esfuerzo conceptual». Se trata de una ignorancia que ha pasado por las aulas del saber y ha adquirido conciencia crítica de su «no saber». Ortega y Gasset sostenía, incluso con cierto entusiasmo —era un gran admirador de Nicolás de Cusa—, que la docta ignorantia era la mejor definición que él conocía de la ciencia. Como tantas otras veces, parece que nuestro filósofo madrileño dio en el clavo. Es posible que ninguna ciencia, ni siquiera las llamadas «duras», ande lejos de la humilde constatación del Cusano. Nuestra finitud nos impide conocer por completo nada de lo que nos circunda. Nos alimentamos de aproximaciones inseguras y titubeantes. La verdad última, incluso la referida a los objetos más familiares y cercanos, se nos escapa, sobre todo en el ámbito, tan impreciso, de las llamadas «ciencias del espíritu», en las que se encuadra la Filosofía de la religión. Como reiteraba W. Dilthey, los pronunciamientos fuertes sobre la verdad última de las cosas solo serán posibles al final de la historia del mundo, una vez doblada la última curva.

Los lectores de estas páginas se asomarán a una amplia galería de esfuerzos intelectuales que comenzaron en los preámbulos de la Ilustración europea y llegan hasta nosotros. El libro se estructura en doce capítulos y un apéndice. He aquí una breve información sobre su contenido.

El capítulo primero, el «estudio introductorio», ofrece una panorámica, una visión de conjunto, sobre los temas y pensadores que nos saldrán al encuentro en los restantes capítulos. Ya desde el comienzo se saluda a los tres invitados principales: Hume, Kant y Hegel. Nos volverán a salir al encuentro insistentemente. Se ofrecen unas primeras pinceladas sobre su aportación. Y también se tiene un recuerdo para los ausentes, para los que tal vez debieron figurar y, por los motivos que se aducen, no lo han logrado. Son importantes, o pretenden serlo, las páginas que se dedican a «cavilar» sobre lo histórico y lo temático.

El capítulo segundo, el dedicado a los «precursores e iniciadores» pretende informar de que, a pesar de su tardía aparición en el ámbito académico, la Filosofía de la religión no fue una especie de relámpago instantáneo y pasajero. Al contrario: goza de una prolongada y apasionante nómina de pensadores que le fueron abriendo camino. Entre ellos figuran nombres tan egregios como los de Nicolás de Cusa, Leibniz, Lessing o Herder. Indirectamente, este capítulo es una especie de acercamiento breve a algunos clásicos de la historia de la filosofía.

El capítulo tercero, tal vez el más importante, se atreve ya —era obligado— con la «búsqueda de una definición» de Filosofía de la religión. Se empieza por lo «descriptivo», por los factores históricos que provocaron su aparición. Se destacan cuatro.

En primer lugar, el giro antropológico. Hegel lo constató certeramente: había cansancio de lo divino y anhelo de lo humano. La religión es asunto nuestro —los dioses no tienen religión— y había sonado la hora de que los humanos tomáramos la palabra.

Decisiva influencia tuvo, en segundo lugar, el descubrimiento de otras religiones. Si el cristianismo no era la única religión ¿cómo se relacionaba con las otras, con las recién descubiertas en lejanos países? ¿Debían gozar todas de los mismos derechos? ¿Eran todas igualmente verdaderas? ¿Era posible la salvación —el asunto principal de las religiones— en cualquiera de ellas? Se trata de un tema que solo una instancia crítica como la Filosofía de la religión, no comprometida con la obediencia a la revelación cristiana, podía afrontar.

En tercer lugar, y casi como consecuencia de lo anterior, se asistió, con cierta estupefacción, a la quiebra del pensamiento dogmático. Proliferó la diversidad no solo de religiones, sino de opiniones que afectaban a los dogmas y a la moral recibidos de la herencia cristiana. Y algo crucial: comenzó a tambalearse el argumento de autoridad. Para decidir sobre la verdad de determinados asertos religiosos, no bastaba ya con preguntar a la Biblia y a la tradición, se imponía la necesidad de la argumentación. Se asistió, además, algo atónitos, a la sacudida que supuso la entrada en escena de la Reforma luterana. Ella marcó un antes y un después. Y, aunque muy tímidamente aún, el relativismo comenzó a hacer sus primeras escaramuzas en la esfera de las convicciones religiosas.

En último lugar, se produjo el debilitamiento de la fe en Dios. Todo lo anterior, sumado a una serie de conmociones políticas, sociales y económicas sacudieron ancestrales creencias y adhesiones incondicionales. La fe en Dios se comenzó a tambalear. La dificultad para encontrar al Dios verdadero se tradujo en una cierta facilidad para prescindir de él y vivir, como repetía D. Bonhoeffer, etsi Deus non daretur, como si Dios no existiese. Fue abriéndose paso una incipiente secularización, frecuente dama de compañía de la Filosofía de la religión.

Este capítulo tercero se atreve también con el abordaje de una definición «sustantiva» de la Filosofía de la religión. Se hace, como de costumbre, pidiendo ayuda a los grandes: Kant, Kolakowski, Rahner, Bloch y otros. Se concluye que la nueva disciplina no se distingue por un «temario» determinado —este puede ser muy amplio—, sino por un «estilo» de filosofar: libre, crítico, abierto, riguroso, sin vinculación dogmática con ninguna religión revelada. Y se recuerdan las ingentes tareas que sus estudiosos asignan a la nueva disciplina. La más desorbitada consiste en «ordenarle» que se ocupe del sentido último de la vida y de la muerte. Hay quien le pide que parta directamente del sufrimiento de los humanos. Así lo hace, por ejemplo, H. Peukert en su libro Teoría de la ciencia y teología fundamental. Esta obra, su tesis doctoral, recibió un encendido elogio de J. B. Metz, su director: afirmó que era el libro que a él le habría gustado escribir. La Filosofía de la religión y la teología fundamental abordan temas similares y trabajan con parecida metodología. Tal vez se podría afirmar que la teología fundamental es la Filosofía de la religión de la teología. Son dos buenas compañeras de viaje.

Por último: este capítulo recuerda también que existe la Filosofía de la religión «analítica» y la evoca contando otra vez sus célebres parábolas de Oxford de los años cincuenta del siglo pasado. Son muy conocidas, pero no pueden faltar en un libro de Filosofía de la religión. Su carácter gráfico les confiere un atractivo especial. Abordan el espinoso asunto del género de «verificación» aplicable a las afirmaciones referidas al ámbito religioso. Se atreven incluso a afrontar el tema de la imposible verificación de la existencia de Dios. Su exigencia de aplicar criterios de verificación empírica a Dios contrasta con la tesis, radicalmente protestante, del teólogo G. Ebeling. Según él, es Dios quien «verifica» a los humanos, no a la inversa. G. Ebeling y E. Fuchs son los más señalados representantes de la hermenéutica teológica protestante de la segunda mitad del siglo XX.

El capítulo cuarto ofrece una breve panorámica sobre el «estudio positivo del hecho religioso». La religión no es asunto exclusivo de la filosofía y de la teología. También otros saberes, más concretos y constatables, se han volcado en su estudio. Es el caso de la sociología, la psicología, la antropología y la historia. Al tratarse de un fenómeno humano, las ciencias humanas siempre le han hecho sitio. La información que ofrece este capítulo es elemental, la única al alcance de alguien no especialista en esas materias, pero consciente de que un libro sobre Filosofía de la religión no las puede ignorar por completo.

El capítulo quinto aborda «la aproximación fenomenológica al hecho religioso». Se trata de un asunto crucial: analizar el hecho religioso desde dentro y descubrir las situaciones humanas en las que se manifiesta, las llamadas «hierofanías», manifestaciones de lo sagrado; se lleva a cabo una somera descripción de las que se consideran más importantes. Obviamente, se pide ayuda a M. Eliade, R. Otto y a otros estudiosos del tema. El recuento de las situaciones humanas relacionadas con lo religioso, de las hierofanías, genera un gran interés antropológico.

El capítulo sexto, titulado «Fenomenología aplicada», es estricta continuación del anterior. Se da el salto de las situaciones religiosas a las personas que las encarnaron, a sus testigos y estudiosos. Ante nosotros se alzan las figuras de grandes místicos como el Maestro Eckhart y las de santa Teresa y san Juan de la Cruz. Los tres fueron objeto de conferencias que tuvieron lugar en la Fundación Politeia, en Madrid. Se reproducen, con ligeros retoques, en la forma en la que fueron pronunciadas.

Y, para saber lo que sintieron y pensaron los místicos, en qué consistió su experiencia, se solicita la ayuda de dos grandes estudiosos del tema: R. Otto y W. James. Y, si fuese cierto, como quería Bergson, que en cada uno de nosotros «dormita» un místico esperando ocasión propicia para despertar, R. Otto y W. James estarían a la espera de ese despertar, o tal vez despertaron ya. Los servicios que han prestado al análisis de la experiencia religiosa son impagables. Nada es igual que antes de ellos.

El capítulo séptimo, dedicado a las «religiones místicas y sapienciales», prolonga la misma melodía. No sería coherente despedir a los místicos evocados en el capítulo anterior sin informar de que existen religiones místicas y sapienciales. Con todo, debo reconocer que, si recientemente no me hubiese visto «obligado» a pronunciar cinco conferencias sobre las religiones orientales en la Fundación Politeia, tal vez no me habría atrevido a incluirlas en el libro. Mi conocimiento de ellas es bien precario. Mantengo, con algunos «arreglos», el estilo hablado en el que nacieron. Y cualquier lugar —también este— es apropiado para dar las gracias a la Fundación Politeia, con la que vengo colaborando desde hace más de cuarenta años.

El capítulo octavo se dedica a las religiones monoteístas: judaísmo, cristianismo e islam. Son las que nos resultan más familiares, las que mejor conocemos; en algún sentido son «las más nuestras». Dada su abrumadora presencia en los grandes filósofos de la religión, tal vez no habría sido necesario dedicarles un tratamiento expreso. Sin embargo, no vendrá mal darles la palabra. Se hace en dos tiempos: en primer lugar, se recuerdan algunos avatares del islam; en segundo lugar, se hace sitio al judaísmo y al cristianismo. Dado su estrecho parentesco, se las aborda conjuntamente. Mayor extensión se les dedicó en mi obra El cristianismo. Una aproximación1.

El capítulo noveno, «Los tres grandes filósofos de la religión», pide ayuda, como lo hace J. Gómez Caffarena en su obra El Enigma y el Misterio. Una Filosofía de la religión, a las tres cosmovisiones metafísicas de Dilthey para situar en cada una de ellas a Hume, Kant, y Hegel. A estas alturas, el lector está ya familiarizado con ellos, pero ahora se le dedica un extenso apartado a cada uno. En el caso de Kant acudo a algunos apartados de los que le dediqué en Semblanzas de grandes pensadores2. Añado, eso sí, todo lo referente a su concepción de la Filosofía de la religión. Hume y Hegel, que no tuvieron espacio en dicha obra, acompañan ahora, espero que dignamente, a Kant. Es la gran tríada de la Filosofía de la religión. Su presencia en el libro es tan recurrente que serán inevitables algunas repeticiones. Sobre las repeticiones debo señalar que, dado que algunos textos habían sido publicados previamente, no me ha sido posible evitarlas por completo. Eliminarlas totalmente habría supuesto mutilar algunos textos.

El capítulo décimo se titula «Otros filósofos de la religión». Y es que, muy cerca de los grandes, están los hombres y mujeres de la segunda hora, los que vinieron después, pero supieron mirar, con gratitud y voluntad de aprender, hacia sus predecesores. Aporto una selección de ellos, los que me son más familiares: K. Jaspers, M. de Unamuno, J. Ortega y Gasset, X. Zubiri, M. Zambrano, L. Kolakowski, E. Bloch, J. Gómez Caffarena. Todos ellos, ya fallecidos, han enriquecido notablemente la historia de la Filosofía de la religión. Su recuerdo suscita gran admiración y respeto.

El capítulo undécimo, «La religión ante sus críticos», nos recuerda que las religiones, sobre todo el cristianismo, están en deuda con sus grandes críticos. Dime quién te critica —se suele decir— y te diré lo que vales. De sus críticos recibieron las religiones estímulo y corrección. Algunos convirtieron al cristianismo en su principal objeto de reflexión. Fueron ellos quienes, de forma ejemplar, sentaron a dialogar a la religión con la filosofía. El mayor reto nos continúa llegando de Feuerbach. Algunos de estos críticos (Voltaire, Rousseau, Diderot, Feuerbach y Nietzsche) tuvieron sendos capítulos en Semblanzas de grandes pensadores. Este es el motivo de que su presencia en este libro sea más bien fugaz.

Finalmente, el capítulo duodécimo, «A modo de epílogo: contra los fundamentalismos», pasa revista a la incomprensible alianza histórica entre religión y fundamentalismo. El universo religioso, forjado a base de símbolos, relatos, metáforas, ritos y cultos, debería ser ajeno a las contundentes y fanáticas seguridades de los fundamentalistas. Sin embargo, con no poca frecuencia han caminado de la mano. Este capítulo intenta desentrañar algunas razones de tan incomprensible alianza. La desactivación de los fanatismos es uno de los grandes servicios que nos presta la Filosofía de la religión. Al filósofo de la religión nunca se le podrá aplicar la definición que ofrece W. Pannenberg: «el fundamentalista es el hombre de la cosa segura». Apenas se encontrarán «cosas seguras» en el ámbito de las religiones y, menos aún, de la Filosofía de la religión.

Por último: el libro se cierra con un apéndice sobre el cultivo de la Filosofía de la religión en España. Es, sin duda, una información muy incompleta, referida únicamente a las últimas décadas. Me gustaría, eso sí, no haber sido injusto con nadie. Si se detectan omisiones —las habrá— solo se deberán a mi desconocimiento.

El Apéndice, además de recordar la estrecha relación entre Filosofía de la religión y teología en España, se fija en el impacto de tres libros: los de José L. López Aranguren, Alfredo Fierro y Gustavo Bueno. A continuación, se analiza la contribución de cuatro especialistas que hasta muy recientemente han impartido la Filosofía de la Religión en diferentes universidades españolas y en el Instituto de Filosofía del CSIC: Reyes Mate, Javier Sádaba, Andrés Torres Queiruga y Juan Antonio Estrada. Damos, pues, la palabra a reconocidas autoridades en el tema.

Finalmente: en la vigésima conferencia de sus Variedades de la experiencia religiosa, W. James reconocía sentirse «horrorizado por la cantidad de emotividad» que encontraba en su libro. Algo similar le ocurre al autor de este texto. En su descargo solo puede aducir que la dinámica de la investigación le ha llevado a referirse a destacados estudiosos, algunos de los cuales son compañeros de tareas y personas muy cercanas. Por suerte, la mayoría de ellos están aún entre nosotros; otros ya se fueron, pero, para quien escribe estas páginas es como si no se hubieran ido, siguen muy presentes.

Entre los que ya se fueron, dejando una profunda y reconocida huella, merece un recuerdo emocionado y agradecido Javier Muguerza. A él está dedicado este libro. Como su admirado Kant, también Muguerza se «obstinó» en que la Filosofía de la Religión se implantase en la Universidad Pública Española como disciplina autónoma. En parte lo consiguió. El autor de este libro se lo agradece, aunque más aún le agradece su entrañable amistad.

Por último: al concluir un libro, el autor es bien consciente de que ha recibido ayuda y estímulo de otras personas. No es posible mencionarlas a todas, pero no renuncio a nombrar a dos que siempre han ofrecido ayuda informática y aliento personal. Me refiero a Sonia E. Rodríguez García, actual profesora de Filosofía de la Religión en la UNED. Su forma de ayudar es sigilosa y delicada, pero bien perceptible y generosa cuando se la necesita. La otra ayuda me ha venido de Carmen Ferrer. Ya mostró toda su reconocida generosidad al leer y «declarar inteligible» el libro anterior, Semblanzas de grandes pensadores. Algo parecido ha hecho con este: lo ha leído y asegura que no es necesario pertenecer al gremio de los filósofos para entenderlo, algo que «tranquiliza» al autor, ya que aspira a que los relatos de vida y pensamiento que se asoman a estas páginas den que pensar e iluminen caminos y vidas. Jean-Paul Sartre nos dejó una frase memorable: «Todo ha sido descubierto, salvo cómo vivir». De los hombres y mujeres que evoca este libro nos llegan nuevas y generosas perspectivas de vida.

También mi editor, Alejandro Sierra, ha alentado la gestación del libro. Sus «consejos» —mejor sería decir «sus tímidas y respetuosas insinuaciones»— han pesado en momentos decisivos. Obviamente, más aún ha pesado nuestra ya vieja y profunda amistad.

Mis sobrinillos nietos preguntan si entre tantos nombres «raros» no podrían figurar también los suyos. Son estos: Sara, Marta, Lucas y el más pequeño, y más deseoso de que su nombre «salga», Eric. Ojalá el futuro les sea propicio a ellos y a las generaciones que, como la suya, dan ahora sus primeros pasos.

Agosto de 2021

1. Trotta, Madrid, 32019.

2. Manuel Fraijó, Semblanzas de grandes pensadores, Trotta, Madrid, 2020.

1

ESTUDIO INTRODUCTORIO

1. LOS COMIENZOS

La gran mayoría de los estudiosos de la Filosofía de la religión sitúan sus comienzos en el filósofo escocés D. Hume. Sin duda, les asisten buenas razones. Hume inaugura un nuevo modo de filosofar. Alguien ha dicho que es el primer gran filósofo que pierde el respeto a la tradición de la que procedía. Desde luego, su lenguaje y los contenidos que defiende dejan muy atrás el bien trabado edificio de la teología natural y, por supuesto, de la teología revelada, las ilustres predecesoras de la Filosofía de la religión. Es sabido que la teología revelada se apoya en la autoridad de la Biblia y de la tradición, mientras que la teología natural se atrevió ya a buscar razones filosóficas para creer. Se trató de un tímido avance, pero de notable trascendencia histórica. Cuando la teología revelada cayó en la falta de plausibilidad, vino en su ayuda la teología natural. Durante siglos se ayudaron mutuamente: si la teología revelada se veía en apuros, apelaba a la subvención filosófica de la teología natural; y, a la inversa, si la teología natural no lograba convencer, remitía a las seguridades de la revelación. La Filosofía de la religión será la tercera instancia, la que brotará del agotamiento de sus dos ilustres predecesoras.

Pero acabamos de adelantar, tal vez con excesiva precipitación, demasiados temas. Retornemos al atrevimiento de Hume. Se trata de un atrevimiento al que, por ejemplo, no se sintió llamado Spinoza. Es verdad que su Tratado teológico-político escandalizó a la Europa biempensante de la época. En muchos temas, Spinoza se manifestó como un ilustrado radical. Ejerció la crítica con una libertad desconocida hasta entonces. Blanco preferido de esta crítica fueron las religiones y el consuelo que ofrecen. Se anticipó a los grandes críticos posteriores. Y, desde luego, anticipó, al menos en cien años, algunos de los resultados de la interpretación histórico-crítica de la Biblia. Con todo, la lectura de su Ética —casi la mitad dedicada al estudio de Dios y del alma— produce la impresión de estar aún excesivamente en deuda con la metodología y los contenidos de la teología natural. Es, todavía, un mundo de plácidos axiomas que se puede permitir nada menos que comenzar definiendo a Dios. Algo sumamente alejado aún de las turbulencias y perplejidades de la Filosofía de la religión.

Como se ha señalado en Filosofía de la religión. Estudios y textos1, el acceso de esta a Dios es mucho más entrecortado, titubeante y problemático. Creo observar, por ejemplo, una notable diferencia asertiva y metodológica —por lo que a la Filosofía de la religión se refiere— entre Spinoza y Hume. Por lo demás, la inclusión de Spinoza en un libro de Filosofía de la religión abriría algunos interrogantes sobre la exclusión de Leibniz. No ha faltado quien considere que su Monadología y su Teodicea son auténticos ensayos, casi tratados, de Filosofía de la religión.

Estos son algunos de los motivos que me han conducido a otorgar a Hume —también, como veremos, a Kant y Hegel— el honor de ser los iniciadores de la nueva disciplina. Lo hacen también la mayoría de los estudiosos; pero no se puede excluir la legitimidad de otras opciones. En todo caso, habría que conceder a Spinoza el mérito de los grandes precursores. Y ya se sabe que la frontera entre los precursores y los realizadores no siempre es fácil de trazar.

Y precisamente a los precursores dedica este libro un amplio apartado. Hasta llegar al creador del término «Filosofía de la religión» (Sigmund von Storchenau) fue necesario atravesar estadios previos que tienen nombres propios (Nicolás de Cusa, G. W. Leibniz, G. E. Lessing, J. G. Herder y algunos otros). Es una historia que la Filosofía de la religión alemana ha contado y que este libro, sin ningún ánimo de originalidad, recrea y resume para el lector de lengua española.

Pero el hecho religioso no nació en los despachos de los grandes filósofos; obedece más bien a un cúmulo de experiencias y factores históricos, sociológicos y psicológicos. Los abordaremos someramente, y eso sí: mayor atención dedicaremos a examinar el hecho religioso por dentro. Para ello, para adentrarnos en su fenomenología, acudiremos, como he indicado en el Prólogo, a grandes estudiosos y testigos de la experiencia religiosa. También preguntaremos a las religiones llamadas místicas, sobre todo al hinduismo y al budismo.

2. LOS PROTAGONISTAS

El lector de este libro se encontrará con una respetable nómina de pensadores. Y la pregunta es inevitable: ¿por qué estos y no otros? Desde luego, no están todos los que lo merecerían. Si así fuese, no cabrían en un solo libro. El problema ha sido la selección. No parece discutible, como acabo de indicar, que Hume, Kant y Hegel deban figurar. Son los padres de la criatura y dieron lugar a tres estilos paradigmáticos de Filosofía de la religión. Tres estilos —tres cosmovisiones metafísicas aplicables también a la Filosofía de la religión— que sistematizó y articuló, con indudable acierto, un septuagenario Dilthey. De ahí que, a pesar de que en otras publicaciones he acudido a él, vuelva a ser Dilthey, en este caso solo su teoría de las cosmovisiones, quien abra la parte filosófica del libro.

Tal vez exageraba Ortega al señalar que había perdido diez años de su vida intelectual por no haber descubierto antes a Dilthey. Pero lo cierto es que la Filosofía de la religión debe mucho a sus finos análisis de las «ciencias del espíritu». Según M. Weber, Dilthey fue el creador del primer gran esquema de una lógica del conocimiento no científico. Al centrar su interés en algo tan poco científico como la vida, Dilthey se vio obligado a «crear» un instrumental apto para captar las múltiples articulaciones de la vida. La vida, la historia, es el reino de lo inexacto (P. Ricoeur). Y solo las ciencias del espíritu se atreven a recorrer senderos tan imprecisos. Las otras ciencias, las que Dilthey llamó «naturales», buscan las causas del acontecer. Las ciencias del espíritu, en cambio, se atreven a preguntar por los significados, por el sentido de los acontecimientos. El método de las ciencias de la naturaleza va a la caza de la explicación (erklären); el de las ciencias del espíritu se adentra en la comprensión (verstehen).

El método de la comprensión termina convirtiéndose en una imprescindible hermenéutica que interpreta la vida ayudándose de los datos históricos y de las restantes creaciones del espíritu humano. Entre tales creaciones del espíritu figura también la religión. La cosmovisión religiosa era, para Dilthey, algo que superar; era un instrumento excesivamente tosco para iluminar el enigma de la vida. Pero, a pesar de su personal carencia de oído para lo religioso, el método elaborado por Dilthey no resulta en absoluto tosco a la hora de iluminar los sentires religiosos de la humanidad.

Tampoco caben dudas razonables de que, en un libro de Filosofía de la religión, deba figurar K. Jaspers, un convencido kantiano del siglo XX. Su «fe filosófica», su concepto de «cifra» y sus análisis del término «revelación» otorgan a Jaspers un puesto seguro en cualquier Filosofía de la religión.

Un puesto que tampoco disputará nadie a Kolakowski y Bloch, dos adelantados humanizadores del marxismo, «marxistas cálidos» hemos dado en llamarlos, es decir, marxistas humanistas, sensibles a temas que el marxismo clásico se prohibía a sí mismo. Al mismo tiempo, fueron avispados detectives de todo lo noble que anida en las religiones. Ambos se propusieron, desde horizontes diferentes, «heredar» lo aprovechable, lo que ellos consideraron aprovechable, de los credos religiosos. Lo cierto es que se han convertido en dos ateos sui generis que han contribuido al prestigio intelectual de lo religioso. Ambos pagaron un elevado precio por abrirse a lo que el marxismo clásico consideró filosofías «criptoteológicas», o «teologías vergonzantes».

La acusación de criptoteólogo, de teólogo vergonzante, impidió a Bloch, en el Leipzig comunista de los años cincuenta y sesenta del siglo pasado, la publicación del tercer volumen, el más teológico, de su gran obra El principio esperanza2. El castigo alcanzó también a sus discípulos más brillantes, cuyas promociones fueron torpedeadas por el régimen comunista. Tanto sinsabor acumulado hizo que, finalmente, Bloch aprovechara, en 1961, el levantamiento del muro de Berlín para quedarse en «la otra Alemania», la que él tanto había criticado por «capitalista». La construcción del muro le sorprendió de vacaciones en ella, y en ella se quedó el resto de sus días. La afortunada con la presencia y magisterio de un Bloch ya octogenario, pero lúcido y enérgico —«erguido», como le gustaba decir a él— fue la Universidad de Tubinga. A su debido tiempo nos extenderemos más a fondo sobre Bloch.

Pero sigamos con el recuento de los protagonistas. En una Filosofía de la religión, los dueños del edificio no son únicamente los grandes pensadores sistemáticos que otorgaron una determinada articulación al hecho religioso. Cuentan también, por derecho propio, los grandes críticos de lo religioso. Desde semejante óptica está cantado que Feuerbach, Marx, Nietzsche y Freud no son eludibles. En algún sentido, marcaron el futuro de la religión. Creer después de su crítica a la religión no es empresa fácil. Nada podrá volver a ser como antes de ellos. Naturalmente no son ellos los únicos teóricos del ateísmo, pero tal vez fueron los más decisivos; levantaron sospechas que perdurarán siempre.

Por lo demás, la Filosofía de la religión no es un recinto en el que solo tengan derecho de ciudadanía sus grandes sistemáticos y críticos. También determinados «pensadores religiosos» deben tener entrada libre. Por supuesto, no cualquier pensador religioso. Se exige haberse sometido a los rigores del pensamiento crítico. Es, creo, el caso de nuestro Unamuno. Es incluso posible que pueda ser considerado como filósofo de la religión stricto sensu. Pero tal vez él mismo habría rechazado esta etiqueta. Lo suyo fue, más bien, un excitado andar a vueltas con la religión, sin compromisos de orden sistemático ni ataduras académicas. Sin embargo, pocos libros habrán actuado como Filosofía de la religión con la energía con que lo han hecho Del sentimiento trágico de la vida y, tal vez en menor medida, La agonía del cristianismo. Sin olvidar, naturalmente, sus ensayos cortos o la filosofía en verso de su obra poética; y nadie que haya leído la estremecedora plasmación del tema religioso en su poema El Cristo de Velázquez o en su novela San Manuel Bueno, mártir, podrá olvidarla. En Unamuno, lo religioso no es una parcela aislable del resto de su pensamiento. Es, más bien, la melodía de fondo de todo su quehacer intelectual. También en el abordaje de los asuntos religiosos se propuso practicar la «decimoquinta obra de misericordia, esto es: despertar al dormido». A su debido tiempo asistiremos, algo sobrecogidos, a su permanente careo con la muerte. «Este pueblo [el español] no es de vividores, sino de moridores». Alude a nuestro inveterado «instinto de muerte», de cruel actualidad en los días de nuestra Guerra Civil, cuyo comienzo le tocó sufrir. Y, dando el salto a un plano antropológico general, dejó escrito que el ser humano es un «animal guardamuertos».

A Unamuno dedicó María Zambrano, otra pensadora sensible a lo religioso, un ensayo biográfico: Unamuno. Pero la obra que más decididamente vincula a M. Zambrano con la indagación de los asuntos religiosos es El hombre y lo divino. A esta pensadora malagueña dedica este libro un largo capítulo. De nuevo: no es propiamente una filósofa de la religión, pero sí una apasionada pensadora religiosa. Ella misma reconoce que toda su obra está escrita mirando a la eternidad. Su trágica biografía nos traslada, además, a los días de la Guerra Civil, a su extenso recuento de destierros y muerte. Este capítulo ha querido acompañar a M. Zambrano, peregrina a la fuerza, por las estaciones de su obligado alejamiento de la patria, de su Vélez-Málaga natal. Es la suya una trayectoria que impacta al que intenta reconstruirla e implicarse en ella.

Unamuno y M. Zambrano no son los únicos filósofos españoles que figuran en este libro. Está también X. Zubiri. En las páginas que le dedico doy rienda suelta a una serie de dudas sobre la conveniencia de que el gran pensador vasco figure en un libro de Filosofía de la religión. A ellas remito al lector. Por supuesto, todo dependerá del concepto de Filosofía de la religión con el que se opere. El mío lo he expuesto en el libro, ya citado, Filosofía de la religión. Estudios y textos. Aunque lo allí expuesto no es reducible a una definición, se ensaya esta: «La Filosofía de la religión es una reflexión crítica, libre, abierta, rigurosa y no confesional sobre los temas relacionados con la religión»3. Salta a la vista que esta definición no es un prodigio de perspicacia. Sobre todo, porque queda pendiente qué se entiende por cada uno de esos adjetivos, aunque es posible que una lectura detenida de todo aquel capítulo despeje dudas. Lo allí expuesto cobrará nueva vida, espero, en este libro.

Por supuesto, no es posible restar carácter crítico, libre, abierto y riguroso a los numerosos escritos de Zubiri sobre la religión. Y, por lo que se refiere a «no confesional», tal vez no sea de obligado cumplimiento. Es probable que sea posible hacer Filosofía de la religión sobre la propia confesión religiosa. Claro que dicha filosofía no tendría que ser necesariamente «confesional». Existen reflexiones no confesionales sobre la propia confesión; pero las hay también confesionales. La duda la plantean estas últimas. Considero que solo dejarían de ser filosóficas si asumen de forma acrítica, dogmática, el propio legado religioso. Algo que no siempre ocurre. Aunque, todo sea dicho, Ortega negaba que la creencia religiosa y la filosofía fuesen compatibles. Según él, la filosofía del creyente, depositario privilegiado de respuestas, carece de mordiente. Pero tal vez sea posible imaginar a un creyente, cristiano, por ejemplo, que no interprete su herencia religiosa en clave de respuesta, sino de duda y pregunta. Este último tal vez podría hacer Filosofía de la religión sobre su propia creencia. Solo intento afirmar que el asunto es complejo y que lo de «no confesional» necesita mayores precisiones de las que ofrecí en el texto citado y, probablemente, de las que estoy capacitado para ofrecer en este.

Mi duda sobre la pertenencia de Zubiri a la Filosofía de la religión se refiere más bien a algo tan impreciso —lo reconozco— como el «espíritu» desde el que filosofa. Creo verlo fuertemente anclado en una tradición cristiana de corte tradicional, ajena todavía a las zozobras que trajo consigo la nueva exégesis bíblica. El armazón de su filosofía es el cristianismo de siempre. Acude, cuando lo necesita, a una interpretación literal de sus fuentes. Y algo muy importante: apenas se plantea, creo, el problema de la verdad del cristianismo. Mejor dicho: se lo plantea, pero lo soluciona desde dentro del propio cristianismo. Sus análisis sobre el cristianismo rezuman cristianismo, poseen una placidez ajena al talante problemático y dubitativo con el que la Filosofía de la religión se aproxima actualmente a las tradiciones religiosas.

La Filosofía de la religión nació precisamente cuando esa placidez resultó inviable. Algo que ocurrió cuando la religión perdió su condición de omnímoda instancia determinante. Es decir: en el momento en que, en Europa, las iglesias cristianas se vieron obligadas a soportar la objetivación externa. La teología natural se convirtió en Filosofía de la religión cuando la religión perdió poder, cuando dejó de ser la única suministradora de criterios de análisis. La filosofía europea dio un gran giro cuando renunció a las subvenciones que le venían de la teología y de la fe, en definitiva, cuando se atrevió a pensar por cuenta propia. Fue entonces cuando sometió lo religioso a un implacable análisis que, al no apoyarse en la revelación cristiana ni en las directrices vinculantes de su autoridad, pasó a ser análisis filosófico de lo religioso o Filosofía de la religión. Y, por tanto, tuvo que sufrir las inclemencias propias del pensar filosófico: duda, inseguridad, titubeos esenciales, preguntas que asfixian con nuevas preguntas cualquier conato de respuesta.

En diferente grado, todos los filósofos con los que dialoga este libro están contagiados por la nueva forma de examinar las tradiciones religiosas. Todos menos, tal vez, Zubiri. Esta sospecha, que no excluyo que sea solo personal e infundada, me ha hecho dudar sobre la conveniencia de incorporarlo a este libro. Si, finalmente, forma parte de él es porque, con uno u otro talante, Zubiri ha dedicado muchas páginas al estudio del hecho religioso en general, y del cristianismo en particular. Sea Filosofía de la religión o no —más adelante volveremos sobre ello—, el pensamiento zubiriano sobre la religión es muy potente y debe ser tenido en cuenta.

Por motivos diferentes también me surgieron dudas sobre la inclusión de Ortega y Gasset en la nómina de filósofos de la religión. Es posible que se me haya «colado» solo como huésped de cortesía. Es sabido que su relación con la religión, con el catolicismo, fue esporádica y crítica. No es un filósofo de la religión ni un pensador religioso como Unamuno. Sin embargo, un somero recorrido por sus pronunciamientos sobre el hecho religioso invita, casi obliga, a prestarle atención. Sobre todo, porque dichos pronunciamientos son más numerosos de lo que se suele pensar y expresan de forma muy lograda la genialidad de su pensamiento y de su reconocido poderío literario.

El recuento de filósofos de la religión lo cierra J. Gómez Caffarena, tal vez el más claro acreedor a este título desde la óptica académica. Su libro El Enigma y el Misterio. Una Filosofía de la religión4 marca un hito en España. Su autor había comenzado su trayectoria docente como profesor de Metafísica, pero paulatinamente se fue deslizando hacia la Filosofía de la religión. Como veremos, no se trató de un cambio traumático, ya que la metafísica y la Filosofía de la religión son viejas conocidas y amigas; lo difícil será separarlas, pero no estamos obligados a ello. De hecho, Gómez Caffarena incorpora contenidos esenciales de su metafísica a su Filosofía de la religión. No tuvo que olvidar su pasado para pensar su presente y abrirse al futuro. Y K. Rahner, que dio a su libro Oyente de la palabra el subtítulo de Introducción a una Filosofía de la religión, tampoco trazó ningún muro divisorio entre metafísica y Filosofía de la religión. Tampoco lo hizo P. Tillich en su Filosofía de la religión.

Los últimos capítulos de este libro reflexionan sobre el abigarrado mundo de las religiones. A las orientales he dedicado recientemente, como he informado en el prólogo, cinco conferencias y, a pesar de su evidente carácter divulgativo, les hago sitio aquí. Su único mérito, si alguno se les reconoce, consiste en ofrecer una información breve y elemental, la única a mi alcance. Sería incongruente que un texto que tanto espacio otorga a la mística ignorase por completo las llamadas religiones místicas. También a las religiones proféticas, monoteístas o abrahámicas, se les dedica un capítulo. En realidad, casi no habría sido necesario, dada su abrumadora presencia en casi todos los pesadores analizados. Sin embargo, al tratarse de una presencia algo «difusa», no sistemática, me ha parecido conveniente dedicar un capítulo al judaísmo, al cristianismo y al islam.

En realidad, casi todos los pensadores estudiados volcaron su análisis en las religiones monoteístas. Las religiones místicas (hinduismo, budismo) y sapienciales (confucianismo, taoísmo) han sido incorporadas muy tardíamente a la reflexión filosófica occidental. Es verdad que Hume se ocupó de otras religiones en su Historia natural de la religión y en sus Diálogos sobre la religión natural5. Pero es bien significativo que, ya en el prólogo de la primera, deje asentado que «ningún investigador racional» dudará un momento de la superioridad de los principios del monoteísmo. Y también es sabido que el impresionante saber empírico de Hegel sobre las religiones, reflejado en sus Lecciones sobre filosofía de la religión6, no le impidió declarar a una de ellas —al monoteísmo cristiano— portadora única de carácter absoluto.

No carece, pues, de sentido que, tras haber escuchado pacientemente a los grandes filósofos disertar sobre el monoteísmo, nos asomemos a él con una cierta pretensión informativa y sistemática.

3. LOS AUSENTES

Cabe preguntarse por qué no figuran en el libro pensadores como Schleiermacher, Kierkegaard, Bergson, la Escuela de Fráncfort, Ricoeur y filósofos judíos, como Cohen, Buber o Levinas. Dos son las principales razones. En primer lugar, porque la mayoría de ellos ya figuran en Filosofía de la religión. Estudios y textos. Además, algunos también han tenido su espacio en mi libro Semblanzas de grandes pensadores. Es el caso de Schleiermacher, cuya obra decisiva, Sobre la religión. Discursos a sus menospreciadores cultivados7, magistralmente traducida y prologada por A. Ginzo, refleja una fina valoración del sentimiento frente a los excesos racionalistas de Hegel. En Semblanzas recibe amplia atención.

También Kierkegaard y su enérgica proclamación de lo religiosocristiano ha tenido su espacio en Semblanzas de grandes pensadores. La Filosofía de la religión no puede pasar de largo ante su estremecedora experiencia de fe. Sucumbió, a la temprana edad de cuarenta y dos años, a lo que él llamaba «la interioridad apasionada». Su influjo en la filosofía existencialista del siglo XX —G. Marcel, K. Jaspers, M. Heidegger y J.-P. Sartre— fue decisivo. Sus ecos llegaron a la Salamanca de Unamuno, que lo llamaba «hermano Kierkegaard».

Y, naturalmente, siempre estaremos en deuda con H. Bergson. La posibilidad de acercarse a su reflexión sobre el hecho religioso se ha visto muy favorecida con la reciente publicación, de Las dos fuentes de la moral y de la religión8. Los análisis de Bergson sobre la obligación moral, la religión estática, la religión dinámica y la mística, unidas a la fascinación de determinados aspectos de su biografía, justificarían su inclusión en cualquier Filosofía de la religión. Si no figura en esta es porque, además del excelente capítulo que le dedicó P. Chacón en Filosofía de la religión. Estudios y textos, también nuestras Semblanzas de grandes pensadores le han dedicado un capítulo.

Es obvio que la Escuela de Fráncfort no ha desarrollado una Filosofía de la religión. Ni Horkheimer, ni Benjamin, ni Adorno, ni Marcuse son filósofos de la religión. Tampoco lo son los actuales representantes de la Escuela, si bien el principal de ellos, Habermas, ha acumulado ya una respetable cantidad de pronunciamientos sobre la religión. Ya en 1998 le dedicó una investigación J. M.ª Mardones con el título El discurso religioso de la Modernidad. Habermas y la religión9. Desde entonces, Habermas no ha dejado de obsequiarnos con nuevas publicaciones sobre el tema.

Lo que sí mostró la primera Escuela de Fráncfort fue una notable sensibilidad ante el desamparo de los seres humanos y, muy especialmente, ante la injusticia que soportan las víctimas inocentes de la historia. Los pensadores de aquella escuela comprendieron que, ante tanto duelo y desesperanza, era bien explicable que se abriese camino la religión, una religión entendida como «anhelo de justicia», como conato de resistencia ante las desoladoras consecuencias de la finitud. Pero, detrás de ese anhelo de justicia universal, «anhelo de lo totalmente otro», solo hay eso: anhelo. En ningún caso se da el salto a la afirmación de un Absoluto. Tanto la «fe engañosa de los felices» como «el grito de los torturados que acusa al mundo» «se pierden en el vacío con la muerte» (Horkheimer).

La Filosofía de la religión tiene mucho que aprender de aquellos alegatos en favor de la solidaridad y del permanente recuerdo de las víctimas de la barbarie. Si este libro no les hace sitio, se debe al justo relieve que les otorgó un gran conocedor del tema, J. J. Sánchez Bernal, «La esperanza incumplida de las víctimas»10 en Filosofía de la religión. Estudios y textos. La misma obra contiene el estudio de M. García Baró, «La filosofía judía de la religión en el siglo XX» que analiza, desde un profundo conocimiento del mundo judío, las aportaciones de Cohen, Rosenzweig, Buber y Levinas. Finalmente: nadie que conozca a P. Ricoeur, analizado por M. Maceiras11, uno de sus mejores estudiosos en España, dudará de su relevancia para la Filosofía de la religión. Sus análisis sobre el lenguaje, el símbolo y la hermenéutica son ya clásicos.

4. LO HISTÓRICO Y LO TEMÁTICO

Criticaba Giordano Bruno a los que creen «que no vuelan por el aire más pájaros que los que han visto pasar asomándose a su pequeña ventana». Cabe preguntarse si, fascinado por esta cita y por otras similares que se podrían aportar, este libro no concede excesiva beligerancia a las «ventanas», a los filósofos, en detrimento de un cierto corpus sistemático. ¿Puede la Filosofía de la religión «reducirse» a una yuxtaposición de filósofos de la religión? ¿No habría que articular un cierto corpus doctrinal?

Imagino que el asunto no concierne en exclusiva a la Filosofía de la religión. En algún sentido es la filosofía entera la que ha dado la espalda a los tratados. Pero reconozco que, sin necesidad de ofrecer un tratado, cosa que probablemente hoy nadie exigiría, habría sido posible una cierta ordenación temática de la materia. Lo que ocurre es que, como ha señalado L. Kolakowski y la práctica unanimidad de los estudiosos, la Filosofía de la religión no se distingue por abordar un temario determinado. Al temario no se le fijan límites. Son muchos los asuntos que pueden ser analizados bajo la óptica de la Filosofía de la religión. Uno de sus cultivadores, W. Dupré, le encomienda que, sin descuidar su principal tarea —iluminar el sentido de la vida— haga horas extraordinarias y profundice en los siguientes asuntos: su relación con la metafísica; el concepto de experiencia religiosa; lo religioso y su simbólica; la relevancia cultural del mito y del símbolo; el problema de Dios; el significado de la aparición y ocaso de las religiones; el lugar de la conciencia religiosa y de la teología en el mundo del espíritu; la relación entre ciencias de la religión y Filosofía de la religión; el influjo de la religión sobre las ideologías y las cosmovisiones; la religión en el entramado de la ética, la política y la economía; el significado de la religión para la verdad de la existencia humana12.

Esta generosa asignación de funciones parece dar la razón a R. Schäffler cuando sostiene que, hoy por hoy, la Filosofía de la religión dista mucho de ser un campo unificado de temas, métodos y resultados. Lo que prevalece es una desconcertante pluralidad de planteamientos, soluciones y métodos13.

Solo en un punto parece reinar una cierta unanimidad: en asignar a la Filosofía de la religión la agobiante responsabilidad de buscar respuesta a preguntas que carecen de ella. H. G. Hubbeling articula así estas preguntas: ¿existe Dios?, ¿cuál es el sentido de la vida?, ¿en qué consiste la felicidad?, ¿hay vida eterna? La Filosofía de la religión debe dar respuesta a estas preguntas remitiéndose únicamente a la autoridad de la razón. Y, desde ese asentamiento en la razón, debe juzgar las respuestas que las diferentes religiones fueron dando a estos interrogantes14. La Filosofía de la religión se convierte así en una «disciplina fundamental» que intenta hacer frente a la «amenaza existencial y total que pende sobre la humanidad». En definitiva, debe afrontar la contingencia de la vida15.

Hubiera sido, pues, posible articular el libro en torno a un determinado número de temas, por ejemplo, los que señala Dupré. En algún sentido es lo que hizo Kant. El libro que pasa por ser su expresa Filosofía de la religión —subrayo lo de expresa porque la filosofía de la religión kantiana hay que detectarla en el conjunto de su criticismo— casi se limita a un único tema: la presencia del mal radical en la naturaleza humana. Como es sabido, las cuatro partes en las que se divide La religión dentro de los límites de la mera razón eran cuatro estudios independientes, destinados a ser publicados en una revista. Lo único que exige Kant a su teología filosófica —Kant no llegó a emplear la denominación «Filosofía de la religión»—, en contraposición a la teología bíblica, es «que permanezca dentro de los límites de la mera razón y utilice para confirmación y aclaración de sus tesis, la historia, las lenguas, los libros de todos los pueblos, incluso la Biblia»16. De la misma forma que la teología bíblica «contiene mucho en común con las doctrinas de la mera razón», puede también el filósofo «tomar algo de la teología bíblica para usar de ello según su mira» (quiere decir: según las exigencias de la mera razón). La meta de Kant es clara: el teólogo no debe prescindir de la razón. Con cierta solemnidad escribe: «Pues una Religión que sin escrúpulos declara la guerra a la Razón a la larga no se sostendrá contra ella»17. De ahí la propuesta kantiana, tan concreta como modesta: se pregunta «si no estaría bien» que el teólogo bíblico, una vez concluidos sus estudios teológicos, hiciese «un curso especial sobre la pura doctrina filosófica de la Religión (que utiliza todo, incluso la Biblia)»18. Como hilo conductor de tal curso ofrece Kant su propio libro o «alguno mejor de la misma índole».

Este libro habría podido estructurarse, pues, por temas, en lugar de dar prevalencia a los autores. Temas que, además, podrían ser abordados sin atenerse a la escrupulosidad kantiana de la «mera razón». Pocos asuntos quedarían hoy suficientemente dilucidados si su análisis se viera limitado al ámbito de la «mera razón». A no ser que seamos tan generosos en la determinación de lo «racional» como lo fue el propio Kant, que habló incluso de «fe racional».

¿Por qué, entonces, he optado prevalentemente —no exclusivamente— por lo histórico en lugar de por lo temático? Porque considero que en los autores retornan siempre los temas, pero con un añadido que valoro en grado eminente: el elemento biográfico. Siempre —antes incluso de leer a Dilthey y a Unamuno— estuve convencido de la necesidad de emparentar cordialmente las ideas con sus autores. Debo reconocer, no obstante, que las biografías de Dilthey sobre Hegel y Schleiermacher, incompletas como casi todas las empresas que acometió Dilthey, fortalecieron esta convicción. En realidad, sería posible ofrecer un resumen, por ejemplo, de las ideas de Unamuno sobre Dios, la inmortalidad o la fe; pero ¿qué sería ese conglomerado de temas sin el hombre «de carne y hueso» que los encarnó? Quedaríamos «ilustrados» sobre esos asuntos, pero se trataría, en palabras de Hegel, de una ilustración «insatisfecha».

Algo parecido se podría afirmar de Bloch. Su filosofía de la esperanza, ese impresionante alegato a favor de una esperanza «con crespones negros», solo manifiesta toda su grandeza cuando se tienen en cuenta la dramática peripecia personal de su autor y los agitados escenarios en los que fueron viendo la luz las fascinantes páginas de El principio esperanza. Fugitivo de todas las ortodoxias, incansable cruzafronteras, Bloch hizo una lectura contrafáctica de todo el horror que le tocó vivir. Se atrevió incluso a brindar al cristianismo una interpretación no cansina, subversiva y atrevida, de su historia y de parte de su legado escrito. Los teólogos cristianos más sensibles de aquellos años (Moltmann, Metz, Pannenberg, Küng, Kasper, Rahner...) se vieron obligados a mirar hacia Tubinga, la ciudad que mereció ser el último hogar de este inquieto caminante. Heimat (hogar) es una de las palabras que más insistentemente repetía Bloch. El otro hogar, el que Bloch denominaba «patria de la identidad» (Heimat der Identität), nunca pasó de ser un sueño. Le dio todos los nombres imaginables. Lo que no estaba a su alcance era conferirle realidad. Bloch se limitó siempre a levantar el vuelo, a trascender prosaicas facticidades, a soñar. Sobre su tumba, en el cementerio de Tubinga, se puede leer el mejor compendio de su filosofía: «Pensar es trascender» (Denken heisst überschreiten). La otra cuestión, la de si la trascendencia antropológica desemboca en trascendencia teológica, guarda con celo su condición de misterio. Nadie, tampoco Bloch, logró nunca descifrarla.

La atención a las biografías no afecta exclusivamente a las biografías espectaculares como, en algún sentido, fueron las de Unamuno y Bloch. Todas las biografías poseen su propia espectacularidad y, desde luego, su irrepetibilidad. La biografía de Kant pasa por ser anodina; mucho más agitada y turbulenta fue la de Hume, que tuvo que «soportar» en su casa hasta los vaivenes emocionales de Rousseau; de enorme trascendencia «mundana» fue la de Hegel, que se convirtió en un importante ideólogo de la política prusiana. Pero lo cierto es que las peripecias biográficas de estos pensadores condicionaron y modelaron su aventura intelectual. Entre paréntesis: con estas reflexiones no pretendo inscribirme en la órbita de Ben-Ami Scharfstein que, en su obra Los filósofos y sus vidas. Para una historia psicológica de la filosofía19 se atreve a vincular indisolublemente los sistemas filosóficos con los avatares de la infancia de sus autores. Solo pretendo afirmar que una adecuada comprensión de las ideas remite, por lo general, a la circunstancia histórica de las personas que las gestaron.

5. TRES MODELOS DE FILOSOFÍA DE LA RELIGIÓN: KANT, HEGEL, HUME

Por lo demás, la estructuración por autores no siempre implica marginación de lo temático. Hume, Kant y Hegel marcaron, tanto en los contenidos como en la forma, tres modelos de Filosofía de la religión. Los que vinieron después se insertan, sin violencia, en dichos modelos. Mejor dicho: en la mayoría de ellos prevalece el modelo de Kant. Es, claramente, el caso de Jaspers; pero es, también, a pesar de haber escrito un libro sobre Hegel, el caso de Bloch. Y a Kant remite también Kolakowski, con su permanente apelación a los temas del sentido, la muerte y la teodicea. En prevalente órbita kantiana se movió, sin duda, Unamuno. Lo quiso heredar tanto que escribió: «El hombre Kant no se resignaba a morir del todo. Y porque no se resignaba a morir del todo, dio el salto aquel, el salto inmortal de una a otra crítica»20. Más difícil de determinar es la adscripción de Zubiri, pero tal vez esté más próximo a Hegel que a Kant. Se ha dicho que la diferencia entre Hegel y Kant estaría en que el primero filosofa desde el cristianismo y el segundo sobre el cristianismo. También Zubiri —lo he señalado ya— parece, en temas de religión, instalado en el cristianismo. La preferencia centroeuropea por la Filosofía de la religión kantiana tiene, tal vez, su raíz última en su vinculación con la filosofía de la historia.

Es verdad que también Hegel, artífice del segundo modelo de Filosofía de la religión, escribió unas memorables lecciones sobre filosofía de la historia. Pero el tono desgarrado de algunas secuencias de aquellas lecciones queda sin duda compensado por el extraño aplomo con el que se afirma una solución final feliz. «Pero lo necesario», sostiene enigmáticamente Hegel, «subsistió».

Es la extraña conclusión final que corona el recorrido hegeliano por las desdichas humanas. El hegelianismo, como señaló Dilthey, es un esteticismo. La metafísica del idealismo objetivo hegeliano adopta, frente a la vida, una actitud contemplativa, expectante, estética y artística. El individuo queda envuelto en una especie de simpatía universal. Un monismo reconfortante lo invade todo. El individuo se siente uno con todos los miembros y elementos de la creación. La solución de todos los conflictos radica en una especie de armonía universal de todo lo creado. Se vive desde el sentimiento de una coherencia universal de personas y valores. Las preguntas individuales pierden mordiente. Lo individual se encuentra determinado por la totalidad. Al final siempre salen las cuentas, todo cuadra. Dilthey podía escribir todavía que, a este género de pensamiento, al idealismo objetivo, pertenecía «la masa central de los sistemas filosóficos». Hoy, por lo que a la Filosofía de la religión se refiere, no podríamos repetir la conclusión de Dilthey. Hegel se ha adentrado en una gran soledad.

A Kant, en cambio, se le multiplican los seguidores. Su secreto, en el ámbito de la Filosofía de la religión, está en su modesto punto de partida. Kant, a diferencia de Hegel, no parte del Absoluto, sino de la finitud humana. En ella se sitúa. Su idealismo de la libertad se caracteriza, como escribe Dilthey, por una «sobria grandeza heroica». El centro neurálgico del idealismo de la libertad, o del idealismo de la personalidad, es la conciencia. Sus adversarios fueron siempre los materialismos. Es la pugna entre la materia y el espíritu. Estamos ante una concepción personalista de la vida, en la que el problema ético adquiere primacía absoluta. Y, por tanto, el tema de la voluntad y de la finalidad. Es —piensa Dilthey— una visión de la vida muy emparentada con la filosofía cristiana primitiva, que proclamó la trascendencia del espíritu y su independencia de las servidumbres materiales. El idealista de la libertad es casi un héroe del deber. Es capaz de trascender lo inmediato y abrirse a las posibilidades espirituales del ser humano.

La Filosofía kantiana de la religión avanza paso a paso. No se permite los saltos de quien se sabe anclado en el Absoluto. Los resultados no están dados de antemano. Se van conquistando lentamente. Un severo criticismo preside la búsqueda. A Hegel le cuadra ya todo. Kant espera que, al final, todo cuadre. Una acendrada confianza en el ser humano le lleva a postular la condición de posibilidad de la felicidad final: Dios y la inmortalidad. Adorno pensaba que los postulados kantianos fueron su particular forma de evitar la desesperación. El postulado de la inmortalidad, escribe Adorno, «condena lo establecido por insufrible» y se abre «al ansia de salvar». Y añade: «Si la razón kantiana se siente impulsada a esperar contra la razón, es porque no hay mejora en este mundo que alcance a hacer justicia a los muertos, porque ninguna mejora afectaría a la injusticia de la muerte»21.

Adorno tiene razón: Kant pone el acento en el sombrío panorama que se seguiría de la no existencia de Dios y de la inmortalidad. La esperanza de los humanos quedaría radicalmente ensombrecida. El discurso sobre el sentido de la vida quedaría truncado para siempre.

No puede extrañar que una Filosofía de la religión tan contenida y crítica, tan modestamente esperanzada, acumule seguidores. Seguidores que no solo se localizan en el ámbito de la filosofía, sino en el de la cultura en general, de manera especial en la novela y la poesía. Por supuesto, Kant no inventó el idealismo de la libertad. Dilthey afirma que es «creación del espíritu ateniense». Ha sido, con toda probabilidad, una constante del espíritu humano. Pero Kant le dio una de las articulaciones teóricas más lúcidas que conocemos.

Por otra parte, nadie debería pensar que Hume, artífice de nuestro tercer modelo de Filosofía de la religión, carece de seguidores. Le pertenece nada menos que el mundo anglosajón. Es incluso posible que, en sus dominios, no se ponga el sol. En efecto, su forma de filosofar, atenta a lo sensible, a la materia, a lo concreto, es la más antigua y espontánea que conocemos. Quien esté libre de ella, que tire la primera piedra. Dilthey denominó «naturalismo» a esta forma de filosofar. «El hombre», escribió, «se halla determinado por la naturaleza». Nuestro cuerpo y el mundo exterior que nos rodea son naturaleza. Nadie escapa al hambre, al instinto sexual, al envejecimiento, a la muerte. Somos naturaleza y esta impone sus leyes. Siempre habrá una filosofía de los seres que, ante todo, se centran en lo instintivo, en lo elemental. Personas que se aferran al sensualismo como teoría del conocimiento, al materialismo como metafísica y a la voluntad de goce como conducta práctica. Dilthey advierte a las religiones que es inútil intentar sofocar estos instintos primarios. De hecho, a pesar del empeño de las religiones en sofocarlos, resurgen siempre.