El desafío Francisco - Massimo Borghesi - E-Book

El desafío Francisco E-Book

Massimo Borghesi

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Beschreibung

Cuando Jorge Mario Bergoglio se convierte en el papa Francisco en 2013, el legado eclesial al que se enfrenta no es solo el de los escándalos del clero y la corrupción de la moral. También es un legado ideológico consolidado en el mundo católico tras la caída del comunismo. Se trata del modelo «americano», fundado en la unión entre las batallas éticas contra la secularización (cultural wars) y la identificación del catolicismo con el espíritu americano y el capitalismo. El mundo católico, que previamente había quedado fascinado por el marxismo, se encuentra, a partir de los años ochenta, con un modelo político y eclesial liberal-conservador elaborado por algunos destacados intelectuales norteamericanos a partir de una relectura, fuertemente deformada, de la Centesimus annus de Juan Pablo II. Una tendencia que, tras el 11 de septiembre de 2001, acaba transformándose finalmente en un teopopulismo contemporáneo. La llegada del papa latinoamericano provoca la crisis de esta perspectiva y la consiguiente reacción. Borghesi analiza el drama interno que hoy desgarra a la Iglesia, —que transita entre el neoconservadurismo y el «hospital de campaña»—, sus orígenes y sus protagonistas, y el riesgo de que pueda conducir a un «cisma» internacional.

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Massimo Borghesi

El desafío Francisco

Del neoconservadurismo al «hospital de campaña»

Traducción de Fernando Montesinos Pons

Título en idioma original: Francesco. La chiesa tra ideologia teocon e «ospedale da campo»

© Jaca Book, 2021

© Ediciones Encuentro S.A., 2022

Traducción de Fernando Montesinos Pons

Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de la propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y ss. del Código Penal). El Centro Español de Derechos Reprográficos (www.cedro.org) vela por el respeto de los citados derechos.

Colección 100XUNO, nº 93

Fotocomposición: Encuentro-Madrid

ISBN EPUB: 978-84-1339-426-8

Depósito Legal: M-131-2022

Printed in Spain

Para cualquier información sobre las obras publicadas o en programa y para propuestas de nuevas publicaciones, dirigirse a:

Redacción de Ediciones Encuentro

Conde de Aranda 20, bajo B - 28001 Madrid - Tel. 915322607

www.edicionesencuentro.com

Índice

Introducción. Más allá del modelo teológico-político. La Iglesia «móvil» de Francisco

I. La caída del comunismo y la hegemonía del americanismo católico

La Iglesia después de la caída del comunismo

Del antimodernismo al modernismo liberal-conservador: el catocapitalismo de Michael Novak

El Catholic Neoconservative Movement y la lectura de la Centesimus annus como «ruptura»

David Schindler y la crítica teológica a los neoconservadores

Primero América. Los neoconservadores contra Juan Pablo II y Benedicto XVI

Los teocon y la alianza con la Iglesia. El caso italiano

II. El pontificado de Francisco en la crisis de la globalización

Agenda ética y capitalismo en la Evangelii gaudium. La reacción teocon y neotradicionalista

Una tecnocracia sin alma. La cuestión ecológica en Laudato si’

La polaridad contra la polarización. Fratelli tutti, una nueva Pacem in terris

Los «grandes americanos». Un renovado diálogo entre la Iglesia y los Estados Unidos

III. Iglesia en salida y «hospital de campaña». El rostro misionero de la fe

Fuera del centro. Hacia las periferias del mundo y de la existencia

Evangelización y promoción humana. La Evangelii nuntiandi del «gran» Pablo VI y el fin de la cristiandad

La vía de la Misericordia. La teología de la ternura y la dialéctica de lo grande y lo pequeño

Conclusión. La crisis del teopopulismo, América, el futuro de la Iglesia

Índice onomástico

Al pequeño grupo de amigos con los que, en estos años, hemos compartido una gran batalla ideal. A Lucio Brunelli, Rocco Buttiglione, Guzmán Carriquiry Lecour, Emilce Cuda, Rodrigo Guerra López, Austen Ivereigh, Alver Metalli, Andrea Monda, Andrea Tornielli.

Introducción. Más allá del modelo teológico-político. La Iglesia «móvil» de Francisco

Al atardecer del viernes 27 de marzo de 2020, en plena epidemia Covid-19 que cada día siega dramáticamente sus víctimas, se desarrolla en Roma una escena que no olvidarán los telespectadores de todo el mundo. Un papa solo, frente a una plaza de San Pedro desierta y golpeada por la lluvia, ora a Dios por toda la humanidad. El silencio que reina a su alrededor es surrealista. Detrás del papa se encuentra la imagen de María Salus Populi Romani, conservada en Santa María la Mayor, y el crucifijo de madera de san Marcelo que, según la tradición, habría salvado a los romanos durante la peste del siglo VI. El papa implora al Señor que no abandone el mundo al miedo. En el exordio, potente, dice:

«Al atardecer» (Mc 4,35). Así comienza el Evangelio que hemos escuchado. Desde hace algunas semanas parece que todo se ha oscurecido. Densas tinieblas han cubierto nuestras plazas, calles y ciudades; se fueron adueñando de nuestras vidas llenando todo de un silencio que ensordece y un vacío desolador que paraliza todo a su paso: se palpita en el aire, se siente en los gestos, lo dicen las miradas. Nos encontramos asustados y perdidos. Al igual que a los discípulos del Evangelio, nos sorprendió una tormenta inesperada y furiosa. Nos dimos cuenta de que estábamos en la misma barca, todos frágiles y desorientados; pero, al mismo tiempo, importantes y necesarios, todos llamados a remar juntos, todos necesitados de confortarnos mutuamente. En esta barca, estamos todos. Como esos discípulos, que hablan con una única voz y con angustia dicen: «perecemos» (cf. v. 38)1.

Las imágenes del papa «solo» en la plaza de San Pedro desierta dan la vuelta al mundo. Hacen evidente, más que cualquier posible descripción, la tragedia de la humanidad llagada y doblegada por la epidemia. Como ha escrito Campi:

Las imágenes del papa Francisco que celebra misa solo, en una plaza de San Pedro oscura, desolada y golpeada por la lluvia, han sido transmitidas a todas partes. A alguien le pareció como la retirada del mundo de la fe y de las religiones organizadas: un hecho tan inédito y grandioso que agudizó el desconcierto universal, no solo el de los creyentes. Sin embargo, en esas mismas imágenes, efectivamente desconcertantes, muchos vieron en cambio un mensaje de esperanza, una señal potente. En un mundo afectado de manera profunda por la secularización, que se ha vuelto casi estéril espiritualmente por esta última, por otra parte ni siquiera capaz de garantizar un tranquilo pluralismo de las creencias imprimido por una laica e ilustrada tolerancia, la figura solitaria del pontífice que invoca la salvación para todos ha sugerido pensamientos menos desalentadores: por un lado, el necesario rescate de la cultura religiosa respecto a la secular (que ante el drama último de la muerte ni siquiera logra ser consoladora); por otro, una invitación a formar comunidad y a compartir, dirigida al mundo y por este último ampliamente recibida, más allá de las diferentes confesiones y creencias2.

El gesto del papa es potente y representa, desde el punto de vista simbólico, uno de los puntos más elevados de su pontificado, destinado a permanecer imprimido en la memoria. Sin embargo, precisamente esa soledad llega a revestir, en algunos artículos de la prensa, un significado totalmente distinto. El papa estaría solo porque está lejos de la Iglesia y del mundo. Solo, porque su pontificado llegaría a su término, privado ahora de inspiración ideal, bloqueado en su designio utópico de reformar la Iglesia. Esto es lo que afirma, con una evidente satisfacción, el historiador Roberto de Mattei, presidente de la Fundación Lepanto, director de Corrispondenza romana y discípulo ideal de Plinio Corrêa de Oliveira, el católico tradicionalista brasileño fundador de la asociación Tradición, Familia y Propiedad.

Por otra parte, la plaza de San Pedro está vacía, y ni las imágenes televisivas del papa Francisco, ni sus libros ni entrevistas atraen ya a la opinión pública. El coronavirus le ha dado el golpe de gracia a su pontificado, un pontificado que ya estaba en crisis. Sea cual sea el origen del virus, esta ha sido una de sus principales consecuencias. Para usar una metáfora, el pontificado de Francisco me parece clínicamente extinto3.

Si el juicio del profesor de Mattei, conocido por su libro contra el concilio Vaticano II, es algo que se da por descontado, menos obvio es el anterior, de Alberto Melloni, ilustre historiador de la escuela boloñesa de Giuseppe Alberigo y colaborador del Corriere della Sera. En un artículo de primeros de agosto, L’inizio della fine del papato di Francesco, Melloni conecta el fin ideal del pontificado con la difusión de la pandemia.

Para Francisco, el giro simbólico fue la dramática imagen del papa solus ante un mundo vacío la lluviosa noche del Covid-19. [...] Con la ostensión de su soledad institucional de marzo comenzó la fase final de este papado: una fase que podría durar diez años o más; y se distinguirá todavía más el día en que deba desaparecer Benedicto XVI. En la fase final del papado no es que el papa cuente poco o pierda poder: simplemente es el momento en que el futuro de la Iglesia (y del cónclave) pasa definitivamente al cuerpo invisible y global de la Iglesia. Lo que todavía no está decidido es si el vigor apostólico de Francisco debe convertirse en un estilo cristiano o si es mejor descansar en la mediocridad y en las nostalgias4.

Lo significativo del artículo de Melloni es que no se indica con claridad los motivos del ocaso. Y, sin embargo, pueden intuirse y acreditan la insatisfacción de una cierta orientación progresista, tan católica como laica, con respecto al pontificado. «Ha aflorado asimismo —escribe Melloni— una creciente tensión en torno al papado, que ha oscilado durante la pandemia entre diversos puntos: incluso por parte de medios que se habían mostrado simpatizantes y de personas que se habían mostrado elogiosas o aduladoras. Como si no haber hecho pronto lo que les apremiaba fuera un yerro»5. Si bien el frente conservador y tradicionalista no ha cejado en su ofensiva contra el papa, la crisis del apoyo progresista es algo más reciente. Los límites puestos al sínodo sobre la Amazonia sobre la posibilidad de ordenar como sacerdotes a hombres casados, y al episcopado alemán orientado favorablemente a la idea del sacerdocio femenino, no han gustado. Francisco se habría echado atrás ante los tradicionalistas y eso es algo que parece imperdonable. En cierto modo acreditan también esta imagen comentadores laicos como Massimo Franco y Marco Marzano.

Franco sugiere, en su libro L’enigma Bergoglio. La parabola di un pontificato, la idea de un «papa enigmático»6, «magistral en la desestructuración de una Iglesia ya en crisis, y probablemente menos hábil a la hora de construir otra»7. También Franco comienza y concluye con la imagen de la «plaza de San Pedro desierta y golpeada por la lluvia de marzo»8. Marzano, a su vez autor del libro La Chiesa immobile. Francesco e la rivoluzione mancata9, comentando el de Franco, llega a poner en tela de juicio la lectura del papado que ofrece anteriormente: la de una Iglesia «inmóvil», firme en la querida oscilación «jesuítica» entre tradición y reformas. En esto no habría ninguna estrategia por parte del papa. «Yo, al igual que otros, siempre he imaginado que todos estos movimientos aparentemente contradictorios, estos continuos vaivenes, corresponderían a un sutil plan estratégico, a una fineza política exquisitamente jesuítica dirigida a intentar conciliar lo inconciliable y a mantener elevado el consenso de las muchas fracciones en que está dividida la Iglesia. Al leer el bello libro de Massimo Franco, L’enigma Bergoglio. La parabola di un papato (Solferino), han surgido en mí algunas dudas sobre la validez de esta hipótesis interpretativa. Al final de la lectura he debido admitir que ese proceder por medio de avances y retrocesos, ese ilusionar a los fans de las reformas, para decepcionarlos después clamorosamente, podría no ser tampoco solo o únicamente el reflejo de una prudente estrategia, sino más simplemente el síntoma de una ausencia total de estrategia, de un proceder a tientas por parte de un hombre que ha llegado a ser inesperadamente pontífice casi a los ochenta años, probablemente sin un proyecto de reforma de la Iglesia y bastante inseguro y balbuciente no solo en lo que se refiere a los «grandes temas teológico-políticos», sino también en lo referente al modo en que se debe gestionar la administración ordinaria de la Iglesia. Esto es lo que emerge con nitidez de los once densos capítulos del libro de Franco»10. Así pues, Francisco sería, para Marzano, un papa sin un proyecto reformador, un conservador a pesar de la pátina de progresismo imaginada por los medios de comunicación11. Las oscilaciones y los retrocesos de Marzano sobre la «estrategia papal», así como las vacilaciones de Franco frente al «papa enigmático» acreditan, por otra parte, que ambos olvidan por completo la dimensión del pensamiento y de la formación intelectual de Bergoglio, condiciones imprescindibles para poder trazar el proyecto «reformador» del papa latinoamericano. El padre Antonio Spadaro, director de La Civiltà Cattolica, intenta colmar esta laguna en un largo artículo de septiembre de 2020, Il governo di Francesco. È ancora attiva la spinta propulsiva del pontificato? (El gobierno de Francisco. ¿Está todavía activo el impulso propulsor del pontificado?), que constituye una clara respuesta a las preguntas planteadas por Melloni12. Los interlocutores del texto son, idealmente, los críticos de izquierdas del pontificado, aquellos que imaginan una ideología del cambio, por parte de Francisco, que no existe.

La reforma sería una ideología con un vago carácter zelota. Y ciertamente, como en todas las ideologías, habría que temer por la falta de simpatizantes. Quedaría a merced de la desilusión de los círculos de quienes tienen una agenda en mente. La reforma que Francisco tiene en mente funciona si se «vacía» de estas lógicas mundanas. Es lo opuesto a la ideología del cambio. El impulso propulsor del pontificado no es la capacidad de hacer cosas o de institucionalizar el cambio siempre y en todo caso, sino discernir los tiempos y los momentos de vaciamiento para que la misión haga traslucirse mejor a Cristo. El discernimiento mismo es la «estructura sistemática» de la reforma, que se concreta en un orden institucional13.

Para Spadaro «se comprende así que la cuestión de cuál es el ‘programa’ del papa Francisco no tiene sentido. El papa no tiene ideas prefabricadas para aplicar a la realidad, ni un plan ideológico de reformas prêt-à-porter, sino que avanza sobre la base de una experiencia espiritual y de oración que comparte paso a paso en el diálogo, la consulta, en la respuesta concreta a la situación humana vulnerable. Francisco crea las condiciones estructurales para un diálogo real y abierto, no prefabricado y estudiado estratégicamente en una mesa»14. En el camino seguido por Francisco «no hay hoja de ruta solo teórica: el camino se hace caminando. Por tanto, su ‘proyecto’ es, en realidad, una experiencia espiritual vivida, que se va configurando de manera gradual y que se traduce en términos concretos, en acción. No es un plan que remite a ideas y conceptos que él aspira a realizar, sino una vivencia que remite a ‘tiempos, lugares y personas’, según una expresión típica de Ignacio; por tanto, no a abstracciones ideológicas, a una mirada teórica sobre las cosas. Por lo que la visión interior no se impone sobre la historia tratando de organizarla según sus propias coordenadas, sino que dialoga con la realidad, se inserta en la historia —a veces ampulosa o fangosa— de los hombres y de la Iglesia, se desarrolla en el tiempo»15.

La respuesta del padre Spadaro, uno de los más acreditados intérpretes del papa, a Melloni se atiene, por consiguiente, al espíritu del discernimiento y al «pensamiento abierto» que son característicos de la metodología de Francisco. El error de Melloni y de otros sería haber imaginado un papado «reformador» que sigue un esquema prefijado, alejado de la realidad efectiva del papa Francisco. La lectura de Spadaro, atenta a subrayar las modalidades de ejercicio del poder por parte del jesuita Bergoglio, se convierte en objeto de análisis crítico por parte del vaticanista de Il Foglio, Matteo Matzuzzi, según el cual «todo es verdad, pero el primero en decir que en la base del pontificado —como es lógico que así sea— hay un programa fue el mismo papa en el n. 21 de la exhortación Evangelii gaudium de 2013 [...] En suma, había y hay un programa y no se trata tanto de tematizar una especie de ‘oposición entre conversión espiritual, pastoral y estructural’: estas cosas van al mismo paso»16. La aclaración de Matzuzzi está dirigida a mostrar los límites de ese «programa» tal como el título del artículo deja entender: El ocaso de un papado. No es el único. También en Il Foglio, un exponente del catolicismo de izquierdas, Daniele Menozzi, alumno de Giuseppe Alberigo, parece no haber sido persuadido por los argumentos de Spadaro: «Sin embargo, el artículo del director de la revista de los jesuitas italianos no aclara una duda. El hecho mismo de que se haya planteado una pregunta sobre el impulso propulsor del pontificado ¿no representa la expresión retórica de una incertidumbre de fondo sobre la efectiva eficacia de las medidas adoptadas por el papa? La duda se ve reforzada si se considera la respuesta desde la perspectiva de la política eclesiástica. Spadaro sostiene que la línea reformista de Bergoglio le permite evitar los escollos de los dobles requerimientos de progresistas y conservadores. Una reivindicación de centralidad que difícilmente asume quien sostiene con seguridad las riendas de la innovación»17. Menozzi, así como Melloni y Matzuzzi, sugieren también la idea de que el pontificado de Francisco, bloqueado por indecisiones y una inadecuada valoración de las personas, se dirige idealmente hacia el fin. Ya no se pueden esperar novedades sustanciales de este papado. Es también la duda que tiene Aldo Cazzullo, colaborador del Corriere, en su artículo «C’è un cardinale a Parigi? Dubbi su un Papa che resta grande»18.

Entre agosto y octubre de 2020, comentadores políticos procedentes de frentes ideales opuestos se muestran, por tanto, de acuerdo en el juicio sobre el final de un papado. Una sintonía sospechosa que plantea inevitablemente una pregunta: «¿Por qué?». ¿Por qué ahora, ante el espectáculo de la plaza de San Pedro vacía, donde la «soledad» del papa se mostraba capaz de abrazar al mundo entero, unos comentaristas de la actualidad política, de izquierdas y de derechas, decretan su final? Son diversas las motivaciones aducidas, en algunos aspectos opuestas. Donde unos ven los condicionamientos de la tradición, otros solo ven la vacilación del progresista que tiene miedo de perder el consenso. Con todo, estas motivaciones no parecen suficientes para decretar el ocaso de Francisco, que muestra, ahora, plena clarividencia, claridad de juicio, voluntad reformadora19. Pero hay más, y ese «más» tiene que ver, en agosto-octubre de 2020, con la certeza inconfesada de la reelección de Donald Trump para la presidencia de los Estados Unidos. Su derrota en las elecciones del 3 de noviembre parecía remota y el éxito de Joe Biden difícilmente pronosticable. Esta «sensación» explica, probablemente, la percepción difundida de que, con el segundo mandato del presidente americano, la estrella de Bergoglio se estaría apagando. En efecto, Trump representó, a los ojos de millones de católicos, durante los cuatro años de su mandato, en los Estados Unidos y fuera de ellos, una especie de «antifrancisco». De ahí que la idea de una presidencia de Trump para cuatro años más se asociaba automáticamente a la del olvido del papa20. Esto fue posible porque Trump constituyó para muchos católicos no solo un político, apreciable o no por sus ideas, sino un auténtico defensor fidei como alternativa al obispo de Roma. Para amplios sectores de la Iglesia americana, el nuevo Constantino residía en la Casa Blanca, en Washington. De este modo, la figura del presidente, que ya es objeto privilegiado de la religión civil americana, se ha convertido en el protagonista de un modelo teológico-político opuesto al catolicismo «latinoamericano» del obispo de Roma. La «investidura» de Trump, durante las elecciones, tuvo lugar no por obra de un papa sino de un «antipapa», el arzobispo Carlo Maria Viganò, exnuncio pontificio en los Estados Unidos, el principal adversario de Francisco en el frente tradicionalista, que contaba con muchos contactos en la Iglesia americana. Sus dos cartas dirigidas al presidente, del 7 de junio y del 25 de octubre de 2020, representan un ejemplo único, a veces delirante, del maniqueísmo teológico-político que circula en algunos sectores eclesiásticos21. Si en la primera carta habla de la formación de dos bandos bíblicos, «los hijos de la luz y los hijos de las tinieblas», el primero encarnado por Trump y el segundo por el deep state (Estado profundo) y por la deep church (Iglesia profunda) globalista, es en la segunda carta, la de octubre, ya próximas las elecciones, donde el tono apocalíptico alcanza su cúspide. En ella Trump se convierte en el katéchon paulino, el «poder que frena» el poder del mal, el poder que encontraría su expresión en el papa romano, representado como una especie de anticristo.

En la Sagrada Escritura, San Pablo nos habla de «el que se opone» a la manifestación del misterio de la iniquidad, es decir el katéchon (2 Tes 2,6-7). En el ámbito religioso, este obstáculo es la Iglesia y en particular, el Papado. En la esfera política, [el katéchon] es quien impide el establecimiento del Nuevo Orden Mundial.

Como ahora es evidente, quien ocupa la Sede de Pedro, desde el principio ha traicionado su rol, dedicándose a defender y a promover la ideología globalista, apoyando la agenda de la Iglesia profunda, que fue la que lo eligió de entre su propio gremio.

Señor Presidente, usted ha dicho claramente que quiere defender a la Nación —una Nación bajo la mano de Dios—, [defender] las libertades fundamentales, así como los valores no negociables que hoy son negados y combatidos. Usted, querido Presidente, es «el que se opone» al Estado profundo, al asalto final de los hijos de las Tinieblas.

Para ello, es necesario que todas las personas de buena voluntad estén convencidas de la importancia trascendental de las próximas elecciones: no tanto por este o por aquel punto del programa político, sino más bien porque la inspiración general de su acción es la que mejor encarna —en este particular contexto histórico— el mundo, ese mundo nuestro, que [ellos] quieren eliminar a golpe de cierres/confinamientos [lockdowns]. Su adversario también es el nuestro: es el Enemigo del género humano, es el que es «homicida desde el principio» (Jn 8,44).

En torno a usted se reúnen con confianza y valentía los que le consideran la última guarnición contra la dictadura mundial. La otra alternativa es votar por un personaje manipulado por el Estado profundo, el cual está gravemente comprometido en escándalos y en corrupción, hecho que hará a los Estados Unidos lo mismo que Jorge Mario Bergoglio le está haciendo a la Iglesia22.

Viganò, el no-global de la reacción, el apocalíptico de la contrarrevolución, es un personaje extremo, digno de las novelas de Umberto Eco y de Dan Brown, que, tras rechazar el concilio Vaticano II y tras sus críticas a Benedicto XVI, se ha convertido en la contrafigura de monseñor Lefebvre, hasta el punto de resultar inservible incluso para el frente antifrancisco23. Sin embargo, durante dos años, desde el 26 de agosto de 2018, cuando publicó el dosier sobre los escándalos sexuales del cardenal Theodore Edgar McCarrick acusando a Francisco y a las autoridades de la Iglesia de haber encubierto el asunto, ha aparecido, increíblemente, como el poderoso «moralizador» de la Iglesia, hasta el punto de pedir la «dimisión» del papa24. El crédito que ha recibido en el clero y entre los católicos estadounidenses solo se explica si se tiene en cuenta el marco ideológico que empapa a gran parte del catolicismo americano. El de las culture wars de los cristianos combatientes en el tiempo final —los hijos de la luz contra los hijos de las tinieblas—, del maniqueísmo religioso y político. Como todo modelo teológico político también este puede ser examinado únicamente frente a una debacle, a una derrota. En este caso la de Trump. En efecto, está fuera de duda que el «cisma americano», del que ha tratado Nicolas Senèze en un afortunado libro, ha encontrado precisamente en Trump su punto fuerte25. La derrota del presidente republicano coincide, desde este punto de vista, no con la venida del nuevo salvador, el demócrata Joe Biden, sino con el fin de la ilusión del Constantino antirromano. Como bien escribió Melloni al día siguiente del resultado electoral:

Había una dimensión históricamente inédita del trumpismo y era su intento de dividir a la Iglesia católica. Reproducir en el catolicismo el cisma que ya ha dividido al mundo protestante, donde se ha formado una corriente de Iglesias «evangelicales» (para distinguirlas de las Iglesias evangélicas, que son de tradición luterana). La administración Trump pretendía crear un catolicismo «catolical» de tres modos. En primer lugar, explotando el resentimiento que siente contra Francisco un tradicionalismo integrista que ha encontrado en un exnuncio como monseñor Carlo Maria Viganò una voz endemoniada e irresponsable. En segundo lugar, financiando la coordinación y la presencia de periodistas mercenarios en la web, de miserables sedicentes ratzingerianos (Ratzinger los habría incinerado con dos citas) y creando con ellos el rumor blanco que en 0,57 segundos ofrece 163.000 sitios a quien busque «papa Francisco hereje». En tercer lugar, enviando como apocrisario suyo a Steve Bannon a Roma, el cual, engañando incluso a la Secretaría de Estado, había puesto el nombre del documento del Vaticano sobre la libertad de conciencia odiado por los seguidores de Lefebvre (Dignitatis humanae) a un centro de estudios para admiradores del supremacismo y del racismo26.

El giro electoral americano asume así un significado que trasciende el juicio político. Es un dato que no ha escapado a los comentaristas más atentos. Entre ellos Maria Antonietta Calabrò, que justamente hizo observar cómo:

A lo largo de las semanas, la cuestión «católica» ha pasado desapercibida para los Dem. Pero no es solo por su fe personal por lo que la victoria de Biden «libera» al papa Francisco de un posible jaque mate, que era una hipótesis probable en caso de la victoria de Trump. Por motivos geopolíticos y por motivos «internos» de la Iglesia católica, vuelve a poner el Trono del mundo en cierto modo en sincronía con el Altar. Y, por consiguiente, evitará de algún modo las fuertes tensiones que se produjeron al final del pontificado de Ratzinger con la elección de Obama y en los años de la presidencia de Trump con Francisco. ¿Quién no recuerda las iniciativas supremacistas de Steve Bannon? ¿La alianza con los cardenales «conservadores» (empezando por el cardenal Burke), encauzada poco a poco después de la salida de la Casa Blanca hasta su reciente detención en relación con delitos financieros relacionados con la construcción del Muro antimigrantes con México? ¿La alianza en Italia como Matteo Salvini, el político con la camiseta «Mi papa es Benedicto»? El voto católico (26 por ciento de la población) fue decisivo para las victorias de Obama, pero en los últimos años ese voto está cada vez más polarizado en los Estados Unidos: porque «desplazarse» a la derecha para un católico americano ha significado también distanciarse del pontificado de Francisco. La propaganda del exnuncio monseñor Carlo Maria Viganò ha martilleado durante otros dos años, desde agosto de 2018, contra el papa, cuya dimisión ha pedido varias veces. Viganò ha organizado sesiones de oración por la reelección de Trump y ha obtenido el apoyo público de Trump en persona. Mientras que con un impulso sin precedentes el Secretario de Estado Mike Pompeo acusó a finales de septiembre al Vaticano de inmoralidad por sus acuerdos diplomáticos con China en materia de elección de obispos. Este mismo proceso se ha interrumpido con la victoria de Biden27.

El «giro» americano libera al papa del peso del emperador y permite, de manera indirecta, dar un mayor aliento a su proyecto, ese que parecía «opaco» cuando el destino de las urnas parecía jugar a favor de Trump. Con todo, no resuelve el problema del bloque católico conservador, en muchos casos tradicionalista, que reacciona frente a un mundo cada vez más inseguro atrincherándose en una posición defensiva. Como dice Faggioli:

La historia del catolicismo americano es ahora inseparable de la polarización de las identidades políticas: la situación de ruptura radical en el interior de la Iglesia americana está destinada a continuar. La elección de Biden permite ganar un tiempo precioso mientras Francisco sigue siendo todavía papa, pero el disentimiento subversivo de católicos financiados por las élites financieras contra el radicalismo evangélico de Francisco y el catolicismo de Biden no desaparecerá el día de la toma de posesión. El papel de monseñor Viganò, exnuncio apostólico en Washington, como vate del trumpismo católico (reconocido en público por el mismo Trump), será asumido en un determinado momento por algún otro28.

El disentimiento, aunque debilitado, subsiste. Su remoción requiere una multiplicidad de condiciones. Y no precisamente en último lugar la comprensión de su naturaleza peculiar y de la genealogía de sus conceptos. El padre Spadaro y Marcelo Figueroa habían intentado retratar en 2017 este fenómeno mostrando sus afinidades con el sectarismo protestante29. Las reacciones, entre ellas la de George Weigel, una de las mentes del pensamiento teocon, no se hicieron esperar30. El catolicismo «peculiar» americano se sitúa en una longitud de onda diferente con respecto al pontificado, parece no poseer las antenas necesarias para sintonizarlo y comprenderlo.

Los Estados Unidos, en un tiempo tierra de arribada de los emigrantes católicos italianos, irlandeses, polacos, se han convertido con el paso del tiempo en cuna de un catolicismo peculiar. Una fe que acentúa la dimensión moral del cristianismo en detrimento de la profética. Está interconectada con el capitalismo que empapa la cultura de la otra orilla del Atlántico. Entra en competición con un protestantismo evangélico nacionalista, racista, proselitista, homófobo. No por casualidad la Civiltà cattolica, publicación quincenal de los jesuitas próxima al papa Francisco, ha puesto en guardia contra un «ecumenismo del odio» —casi un yihadismo cristiano— que une a los sectores más tradicionalistas del catolicismo y del protestantismo. Desde los largos años de Juan Pablo II en adelante, con la etiqueta autoadhesiva del anticomunismo, muchos obispos dieron un giro a la derecha, identificando, en una constante culture war, la fe católica con la ideología pro life (provida) o el rechazo de las bodas gais, y dejando en un segundo plano las aperturas a la sociedad y a la modernidad del concilio Vaticano II. Finalmente, en estos últimos años, de modo paralelo a la elección de Donald Trump, con el renacimiento de antiguas pulsiones nacionalistas y racistas, tanto en los Estados Unidos como en Europa, ha ido tomando fuerza un nuevo extremismo. Se trata de un «nuevo integrismo medievalista» en conflicto con la «vieja escuela neoconservadora» por la «supremacía en el interior del catolicismo americano conservador», según el análisis de Massimo Faggioli, historiador italiano del cristianismo trasplantado a los Estados Unidos. En suma, ha ido tomando cuerpo un catolicismo casi separado. Tolerado antes de que fuera elegido Jorge Mario Bergoglio, ahora en olor de herejía. Y dispuesto para el cisma31.

Según Scaramuzzi, «el papa Francisco no ha provocado, sino que simplemente ha sacado a la luz, el desencuentro en el seno de la catolicidad. Antes que él, el concilio Vaticano II (1962-1965) había registrado la separación, por la derecha, de la familia de los seguidores de Lefebvre. El movimiento telúrico ha resurgido ahora porque el pontífice argentino vuelve a ese concilio, un tanto descuidado por sus predecesores. Porque anuncia un catolicismo que no se concibe principalmente como moral, que no se propone en primer lugar hacer prosélitos entre los no creyentes, a recriminar a los fieles sus costumbres sexuales, a establecer alianzas políticas en defensa de los ‘valores no negociables’, sino que abre las puertas de la Iglesia a los irregulares, a los alejados, dialoga con las personas de otras confesiones. No se casa acríticamente con la modernidad, sino que orienta a la Iglesia hacia una actitud de no beligerancia para con ella, incluso de porosidad, esa que ha permitido al cristianismo evolucionar y, al mismo tiempo, seguir siendo actual, fecundar la cultura del propio tiempo sin someterse a él. Jorge Mario Bergoglio intenta traducir el mensaje cristiano en los términos culturales de la humanidad actual, como hacían los misioneros jesuitas de los siglos XVII y XVIII cuando difundían el catolicismo en América Latina o en Japón o en China»32.

¿Por qué no se comprende la perspectiva del papa? ¿Por qué se la liquida como modernista, progresista, incluso «herética»? ¿Qué es lo que ya no funciona en el pensamiento católico contemporáneo dado que ya no consigue traducir el mensaje del Concilio en la hora actual? Para comprender la coupure, la «ruptura», en el caso americano, es preciso partir de la histórica sentencia «Roe contra Wade», con la que la Corte Suprema de los Estados Unidos legitimó en 1973 el derecho al aborto, así como de las reacciones y de las transformaciones del catolicismo americano durante la presidencia de Ronald Reagan (1980-1989)33. Fue entonces, con la corriente de los Neoconservative promovida por intelectuales católicos como Michael Novak, George Weigel, Richard Neuhaus, Robert Sirico, cuando tomó forma la orientación de los teoconservadores. Una corriente importante que, a partir de los años 90, llegará a ser hegemónica en el mundo católico estadounidense, hasta el punto de convertirse en los dos pilares de una nueva Weltanshauung (cosmovisión): plena conciliación entre catolicismo y capitalismo, y cultural wars en el terreno ético. Surge el catocapitalismo, nueva modalidad del «americanismo católico» dominado por la exigencia de una plena compenetración entre la fe y el ethos americano34. La orientación política llega a condicionar la religiosa.

Este cambio político es también teológico. Sobre un fondo de naturalismo-tomista traducido en términos de bioética contemporánea, la moral condiciona cada vez más el discurso dogmático y espiritual del catolicismo en los Estados Unidos. Al mismo tiempo, en virtud de la influencia que ejercen los cardenales americanos en el Vaticano desde la elección de Juan Pablo II, la doctrina social de la Iglesia romana ha asumido un innegable estilo liberal, imprimido por el filósofo de los derechos del hombre y militante provida George Weigel35.

Esta orientación ha tendido después a radicalizarse, tomando la forma de un maniqueísmo militante, tras los estragos del 11 de septiembre de 2001 y las guerras occidentales con los países islámicos plenamente aprobadas por los pensadores teocon contra el mismo Juan Pablo II. La guerra y la economía separan a los papas de los teocon, que, sin embargo, no desisten de su proyecto de orientación del mundo eclesial. Lo han conseguido, hasta el punto de producir una auténtica metamorfosis del catolicismo, que, de misionero y abierto al diálogo se está volviendo identitario y conflictivo, de social se vuelve eficientista y empresarial, de comunitario se convierte en individualista y burocrático, de pacífico se hace belicoso, de católico y universalista se vuelve occidentalista. Esta transformación, que se ha vuelto evidente y muy marcada desde el 11 de septiembre de 2001, ha sido recogida de una manera lúcida por un agudo analista, el vaticanista Lucio Brunelli.

Un nuevo género de cristianos circula por Europa. Son los cristianistas. De ellos circulan varias especies, algunos llevan hábito, otros chaqueta y corbata. Existe la versión aristocrática y la desgreñada. Pero todos los cristianistas tienen en común la pinta del católico de combate. Basta de charlas ecuménicas, es menester una identidad fuerte. Se sienten minoría. En política se encuentran preferentemente con el centroderecha, en economía son ultraliberales, a nivel internacional, fervientes americanistas. Y hasta ahora no parecerían ser muy anticonformistas. Pero la verdadera novedad de los cristianistas no es la elección del bando. Es el pathos que le ponen. El espíritu de militancia. Y, sobre todo, la fuerte motivación ideológico-religiosa. De la teología de la unicidad de Cristo Salvador procede sin duda una actitud beligerante hacia el islam. De la crítica ortodoxa de pelagianismo procede la acusación despreciativa contra los cristianos que se dedican de manera predominante a las iniciativas sociales en favor de los «últimos». Desde la denuncia del irenismo teológico se llega al entusiasmo (no solo aprobación, sino entusiasmo) por las expediciones militares aliadas. Todas estas características constituyen la esencia del perfecto cristianista. Se trata, sin duda, de un fenómeno nuevo, al menos en relación con los últimos años. Minoritario, pero no por lo que cree, porque se injerta (extremándolas) en tendencias doctrinales y políticas que encuentran espacio también en algunos sectores de la jerarquía eclesiástica. El verdadero punto de alejamiento respecto a los cristianistas no es una diferencia de visiones políticas. Es este uso del cristianismo como una bandera ideológica36.

Brunelli utilizaba, de modo inteligente, la distinción entre cristianos y «cristianistas» que el filósofo francés Rémi Brague había empleado en su libro Europa, la vía romana. En él decía Brague:

Del mismo modo, en el terreno religioso, la fe no produce sus efectos sino allí donde sigue siendo fe, y no cálculo. La civilización de la Europa cristiana ha sido constituida por gentes cuyo objeto no era en modo alguno constituir una «civilización cristiana», sino sacar al máximo las consecuencias de su fe en Cristo. La debemos a gentes que creían en Cristo, no a gentes que creían en el cristianismo. Esas gentes eran cristianas, y no lo que cabría llamar «cristianistas». Un buen ejemplo es el suministrado por el papa Gregorio Magno, cuya reforma sentó las bases del Medievo europeo. Creía muy cercano el fin del mundo. Y, en su mente, este había de privar en cualquier caso a toda «civilización cristiana» del espacio en que desplegarse. Lo que él montó, que había de durar más de un milenio, no era para él más que un orden de marcha totalmente provisional, un modo de ordenar una casa que se ha de abandonar. A la inversa, los que se proponen «salvar el Occidente cristiano» despliegan a veces una práctica que se sitúa fuera de lo que autoriza la ética cristiana, o incluso la moral común37.

A través de la categoría de «cristianista», Brague ponía de relieve la nueva versión del cristianismo «occidental» que estaba tomando vuelo en América y en Europa. El cristianista era el teocon importado de los EE. UU., el cristiano identitario, autorreferencial, occidentalista, eticista, politizado.

Brague volvía sobre la distinción entre «cristianos» y «cristianistas» en una importante entrevista publicada en 2004 por la revista 30 Giorni38. En ella aclaraba la diferencia ideal por medio de algunos puntos que sacaban a la luz la distancia que le separaba de la posición teocon. El primero venía dado por la distinción entre ideología y fe. Para un católico francés la ideología cristianista traía de inmediato a la mente la experiencia de la Action française de Charles Maurras, excomulgada por Pío XI el 29 de diciembre de 1926.

Solamente deseo recordarles que el cristianismo no se interesa por sí mismo. Se interesa por Cristo. Y tampoco Cristo se interesa por sí mismo; él se interesa por Dios, a quien llama de un modo único «Padre». Y se interesa por el hombre, al que le propone un modo nuevo de llegar a Dios. L’Action française, después de la Primera Guerra Mundial, pudo atraer a cristianos auténticos e inteligentes, como Bernanos, por ejemplo. Pero la inspiración última del movimiento era puramente nacionalista. Francia había sido plasmada por la Iglesia. Por eso se declaraban católicos, porque querían ser franceses al cien por cien. Su principal pensador, Charles Maurras, era un discípulo de Auguste Comte; admiraba la claridad griega y el orden romano. Se declaraba ateo, pero católico. Para él la Iglesia era una garantía contra el «veneno judío del Evangelio». En el fondo, era una idolatría, en su aspecto peor: poner a Dios al servicio del culto de uno mismo; se trate del individuo o de la nación, la substancia no cambia. Y a los ídolos siempre hay que sacrificarles algo que tenga vida, como la juventud europea aniquilada en Verdún o en otras batallas. Para esta gente, la Iglesia debe «defender ciertos valores», y no transigir sobre las reglas morales. Pero, ¿siguen ellos esas reglas? No siempre… Lo que quieren es una organización con una línea firme y un «número uno» bien definido. Me pregunto si no es que sueñan con una Iglesia hecha con el molde del Partido Comunista de la Unión Soviética39.

Brague captaba con clarividencia la naturaleza «eticista» de la Iglesia cristianista, su subordinación a «ateos devotos», como era el caso de Maurras, el identitarismo nacionalista. Todos estos puntos llegarán a interesar de modo directo a la corriente del neoconservadurismo católico en Italia.

Un segundo punto de diferencia entre el simple creyente y el «nuevo» creyente, venía dado, para el filósofo francés, por el juicio sobre las «raíces» cristianas de Europa, un debate muy encendido por entonces a consecuencia de la oposición de la Francia de Valéry Giscard d’Estaing a insertar en la constitución europea una referencia explícita a los orígenes cristianos del continente. Brague se desdecía de la posición (ideológica) de su presidente y, al mismo tiempo, mostraba el límite de un identitarismo cristiano fijado sobre la base de la tradición o del pasado.

En el debate sobre la mención de las raíces cristianas de Europa, me gustaría no dar la razón ni a los «cristianistas» ni a sus adversarios. Empecemos por sus adversarios. Les diría: si se quiere hacer historia, hay que llamar a las cosas por su nombre y decir que las dos religiones que han marcado a Europa son el judaísmo y el cristianismo, no hay otras. ¿Por qué limitarse a hablar de herencia religiosa y humanista? [...] Al mismo tiempo, a los «cristianistas» les diría: no porque el pasado fue lo que fue el porvenir se le debe obligatoriamente parecer. La pregunta que debemos hacernos es si nuestra civilización tiene aún el deseo de vivir y actuar. Y si, en vez de rodearla a toda costa de barreras, no sería mejor volverle a dar este deseo. Por eso hay que ir a la fuente misma de la vida, a la Vida eterna40.

Se trata, como es evidente, de una aproximación original, crítica para con la deriva laicista y al mismo tiempo distante de la perspectiva política de los identitarios a ultranza. Un enfoque análogo al del papa Francisco, que, al tratar de las «raíces cristianas de Europa», afirmaba en la entrevista concedida a La Croix en mayo de 2016: «Hay que hablar de raíces, en plural, pues hay muchas más de una. En ese sentido, cuando oigo hablar de las raíces cristianas de Europa, a veces temo el tono que se emplea, que puede ser vengativo o triunfalista. Entonces se convierte en colonialismo. Juan Pablo II hablaba de ellas con un tono tranquilo. Sí, Europa tiene raíces cristianas. El cristianismo tiene el deber de regarlas, pero con espíritu de servicio, como en el lavatorio de los pies. El deber del cristianismo hacia Europa es el de servicio. Erich Przywara, gran maestro de Romano Guardini y de Hans Urs von Balthasar, nos lo enseña: la aportación del cristianismo a la cultura es la de Cristo con el lavatorio de los pies, es decir, el servicio y el don de la vida»41.

Un tercer punto de diferencia era el «occidentalismo». El cristianismo, después del 11 de septiembre de 2001, se vuelve «occidental». Se trata de un cristianismo atlántico, americano-europeo, definido en su identidad por la oposición al eterno rival: el islam. La identidad es dialéctica, se obtiene por contraposición al adversario común. El juicio de Brague en este caso también es claro y está conectado con la tradición del catolicismo francés que, con Jacques Maritain y Étienne Gilson, ya se había opuesto a la identificación colonialista entre cristianismo y Occidente42.

El cristianismo no tiene nada de occidental. Vino de Oriente. Nuestros antepasados se hicieron cristianos. Se convirtieron a una religión que al principio era extranjera para ellos. ¿Las raíces? Qué imagen tan extraña… ¿Por qué considerarnos una planta? En el argot francés «plantarse» quiere decir equivocarse, o cometer un error… Si queremos tener raíces a toda costa, entonces digamos con Platón: somos árboles plantados al revés, nuestras raíces no están en la tierra, sino en el cielo. Estamos arraigados en lo que, como el cielo, no puede aferrarse, escapa a toda posesión. No pueden plantarse banderas en una nube. Y además somos animales móviles. El cristianismo no está reservado a los europeos. Es misionero. Cree que todos los hombres tienen derecho a conocer el mensaje cristiano, que todos los hombres merecen ser cristianos43.

También en este caso se dejaba ver la proximidad con la perspectiva que asumirá después Francisco —la concepción misionera de la fe—. La reflexión de Brague permitía, de este modo, hacer salir a la luz el equívoco sobre el que se construía la posición teocon-cristianista: la identificación entre fe y civilización, el mismo que denunciaba Jacques Maritain en Humanismo integral cuando la Edad Media, elevada a modelo de la «civilización cristiana», servía, en 1936, para dar cuerpo a un antimoderno filofascista. A comienzos del 2000 el problema ya no era el medievalismo sino el «occidentalismo», la errónea identificación de la fe con el ethos de la modernidad americana. El cristianismo teocon ya ha perdido la percepción de la diferencia entre escatología e historia, entre fe y política, entre la ciudad de Dios y la ciudad de los hombres. Esta se afirma formalmente pero la esperanza del cambio se entrega por completo a los medios mundanos, es el poder el que decide sobre la forma de la civitas Dei. La gracia llega siempre demasiado tarde, cuando ya están saciados los invitados al banquete. Como afirmaba magníficamente Brague, al final de la entrevista de 2004:

No nos engañemos sobre lo que quiere el Dios de Jesucristo. No es lo que nosotros, nosotros queremos. No quiere aplastar a sus enemigos, sino liberarlos de eso que los convierte en sus enemigos, es decir, de la falsa imagen que tienen de Él, la de un tirano al que hay que someterse. Él, siendo libre, se interesa solo por nuestra libertad. Trata de curarla. Su problema es montar un dispositivo que permita ver curada la libertad herida de los hombres, de modo que puedan elegir libremente la vida contra todas las tentaciones de muerte que llevan dentro. Los teólogos llaman a este dispositivo «economía de la salvación». Forman parte de él las Alianzas, la Iglesia, los sacramentos, etc. El papel de las civilizaciones es indispensable, pero no es lo mismo. Y también sus medios son diferentes. Las civilizaciones deben ejercer cierta obligación, física o social. La fe, en cambio, puede solo ejercer una atracción sobre la libertad, por la majestad de su objeto. Quizá se podría volver a lo que los papas decían a los emperadores de Occidente, en torno a la reforma gregoriana, en el siglo XI: no es competencia vuestra la salvación de las almas, os basta con hacer lo mejor posible vuestro oficio. Hacer que reine la paz44.

No compete al césar la salvación del mundo, tampoco le compete a América. La economía de la fe es diferente de la economía de las «civilizaciones». Estas últimas tienen necesidad de la fuerza, de la constricción, de los ejércitos. El modelo capitalista, tan alabado por los teocon, tiene necesidad de víctimas. La fe, en cambio, es mansa, «solo puede ejercer una atracción sobre la libertad».

Las distinciones introducidas por Brague permiten captar el problema que se encuentra en el origen del americanismo católico, el escollo que actualmente se opone a la Iglesia de Francisco. Se trata de la cuestión teológico-política. En su artículo «Fundamentalismo evangélico e integrismo católico» decían el padre Spadaro y Marcelo Figueroa que, en el papa Francisco, «...el elemento religioso no debe confundirse nunca con el político. Confundir poder espiritual y poder temporal significa poner uno al servicio del otro. Un rasgo claro de la geopolítica del papa Francisco consiste en no dar apoyos teológicos al poder para imponerse o para encontrar un enemigo interno o externo a combatir. Hay que huir de la tentación transversal y ‘ecuménica’ de proyectar la divinidad sobre el poder político que se reviste de ella para sus propios fines. Francisco socava desde dentro la máquina narrativa de los milenarismos sectarios y del ‘dominionismo’, que prepara para el apocalipsis y para el ‘choque final’. El énfasis puesto en la misericordia como atributo fundamental de Dios expresa esta exigencia radicalmente cristiana. Francisco quiere romper el vínculo orgánico entre cultura, política, instituciones e Iglesia. La espiritualidad no puede ligarse a gobiernos o a pactos militares, porque ella está al servicio de todos los hombres. Las religiones no pueden considerar a algunos como enemigos jurados ni a otros como enemigos externos. La religión no debe convertirse en la garantía de los grupos dominantes. Y sin embargo, es justo esta dinámica de espurio sabor teológico la que intenta imponer su propia ley y su propia lógica en el campo político»45.

Si las observaciones del padre Spadaro y de Figueroa son correctas, eso significa que el pontificado de Francisco se pone en contra del modelo teológico-político que desde hace treinta años está cambiando la forma de la conciencia eclesial. Esto explica el frente de la reacción y de las incomprensiones. El año 2013, el mismo en que Bergoglio llegaba a papa, publiqué un libro titulado Critica della teologia politica. Da Agostino a Peterson: la fine dell’era costantiniana46. En él recurría yo a los maestros de Ratzinger, Agustín y Erik Peterson, este último un gran crítico de Carl Schmitt, para demostrar una tesis formulada por el mismo Ratzinger:

El cristianismo, en contraste con sus deformaciones, no ha establecido el mesianismo en la política. Sin embargo, siempre se ha comprometido desde el inicio a dejar lo político en el ámbito de la racionalidad y de la ética. Enseñó la aceptación de lo imperfecto y lo hizo posible. En otras palabras, el Nuevo Testamento conoce un ethos político, pero ninguna teología política47.

Se trata de una afirmación importante que contrasta no solo con el mesianismo de izquierdas, sino también con la ideología teocon y con la posición «cristianista». La distinción ratzingeriana asumía en mi texto esta formulación que considero más actual que nunca:

En su propia concepción, la fe cristiana es esencialmente metapolítica; es política en sus consecuencias. Es política en cuanto que la civitas Dei, según la imagen sugerida por la Carta a Diogneto, es el alma de la polis, vive en ella aunque sin identificarse con ella, se preocupa por su bien. No lo lleva a cabo ella misma, sino a través de la política. La suya es una teología de la política, no una teología política. Eso significa que no llega a lo político directamente sino a través de la mediación ético-jurídica. No lleva a cabo la identidad con lo político. Lo impide la reserva escatológica, la diferencia entre gracia y naturaleza. La teología política, por el contrario, es «dialéctica». Para ella el momento teológico se lleva a cabo a través de lo político y lo político por medio de lo teológico. En el pasar «a través de», en el realizarse a través de otro-que-uno-mismo, los dos momentos van al encuentro de una metamorfosis. Este es el sentido en que la teología política representa una fórmula de la secularización: de lo teológico, que identifica la civitas Dei con la civitas mundi; de lo político, en cuanto que, en el sentido de Löwith o de Voegelin, se convierte en religión política48.

El movimiento teocon, que a partir de los años 80 tomó el relevo del mesianismo cato-marxista de los años 70, representa una teología política conservadora, una variante de derechas de la teología política de izquierdas. Al igual que esta última, también la primera concibe la fe como un mensaje enteramente terreno en los medios y en el fin, la usa como un impulsor de secularización. De ahí que su parábola esté íntimamente ligada al movimiento de la política americana con las presidencias de Reagan y Bush Jr. Este movimiento alcanza su punto más elevado en el momento de la guerra americana contra Saddam Hussein, en 2003-2004, y tiende después a declinar a raíz de las consecuencias nefastas de un conflicto que es directamente responsable no solo de miles de muertos, sino también del éxodo bíblico de la comunidad cristiana de las tierras de Nínive y de Babilonia. Su período dorado tuvo lugar en la primera década del nuevo milenio y el acontecimiento que lo provocó fue el shock mundial suscitado por el derribo islamista de las torres gemelas de Nueva York. Este fue el acontecimiento que inauguró «la era de la teopolítica»49. Por eso «la era Bush coincidió también, después del 11 de septiembre, con el despertar de la religión civil americana, que parecía adormecida desde hacía tiempo. La religión civil americana, o más simplemente la religión americana, es una religión especial porque ha brotado de la sacralización política de los Estados Unidos como una nación bendecida por Dios. El fundamento de esta religión civil es la convicción de que el Creador le ha regalado al pueblo americano los valores de la democracia, para que el pueblo americano se los regale a todos los pueblos del mundo. Los Estados Unidos se consideran, desde su nacimiento, la única ‘democracia de Dios’ genuina»50. La investidura mesiánica que marca la era Bush implica una metamorfosis de lo político, que se vuelve religioso, y de lo religioso que se vuelve político. «En ese cambio, se hace evidente la tendencia del Partido Republicano a transformar la religión civil, entendida como una forma de sacralización de la política que no coincide con la ideología de un partido o movimiento particular, en una religión política, entendida como sacralización de la política por parte de un partido o movimiento particular, que se arroga el monopolio de la definición del bien y del mal según la propia ideología»51. Es este un proceso que, después de Bush, caracterizará también el mesianismo democrático promovido por Barack Obama.

Lo que es evidente es que el movimiento teológico sigue cada vez al político, comparte sus éxitos y derrotas, no tiene una autonomía propia. Este es el destino de las teologías políticas. La oleada teocon se dispersa con el declinante segundo mandato de Bush. Pero no desaparece. Simplemente se transforma. Subsisten los acentos, las motivaciones de fondo que los neoconservadores han implantado en la conciencia católica: la agenda ética puesta en primer plano con la selección de los valores, el adversario relativista, el énfasis puesto en la identidad cristiano-occidental en clave antiislamista, el dualismo maniqueo entre buenos y malos. Criticando la perspectiva de Richard Neuhaus, uno de los intelectuales más conocidos entre los teocon, Cathleen Kaveny observa que los teoconservadores han modificado el cristianismo tradicional en sentido dualista, dicotómico.

Han exhortado a los obispos a presentar la enseñanza católica de un modo que distorsiona los conceptos clave y divide el Cuerpo de Cristo. La más epatante de sus estrategias ha sido la de presentar el pensamiento del papa Juan Pablo II en términos duros y dualistas, lo que les ha llevado a celebrar a los católicos republicanos como guerreros de la cultura de la vida y a castigar a los católicos que han votado por los demócratas como servidores de la cultura de la muerte. Ahora bien, una cultura no se puede reducir a un partido político. Y construir una cultura de la vida requería mucho más que la oposición al aborto: requería también la asistencia a los más vulnerables. Ningún partido político americano es el partido de los santos. Alguien podría haber dicho que la concepción funcionalista de la comunidad religiosa estaba motivada por una buena conclusión: el deseo apasionado de poner fin al aborto y restaurar la moralidad sexual tradicional. Pero he aquí la ironía del proyecto de Neuhaus: al tratar el credo teológico y el compromiso como simples instrumentos de voluntad política, la visión de la religión de Neuhaus resonaba más cercana a Feuerbach, Marx y Leo Strauss que a la de los Padres de la Iglesia. Al separar a la propia Iglesia de lo políticamente puro de los «ho polloi» (la plebe) del Cuerpo de Cristo, su eclesiología refleja mejor el sectarismo protestante que el catolicismo romano. Al denigrar a «élites» poderosas mientras creaba su fuerza de élite para el Partido Republicano, sus tácticas políticas tenían algo más que una semejanza pasajera con las de Saul Alinsky. El papa Francisco no está intentando expulsar a los católicos conservadores de la Iglesia. Pero ha detenido decididamente sus esfuerzos para expulsar a todos los otros52.

Así pues, lo que la corriente teocon deja en herencia es el purismo sectario y maniqueo que divide a la sociedad entre los puros y los impuros. La gran cruzada del pos-2001 contra el «eje del Mal», la guerra del Occidente «cristiano» contra la invasión islamista, la defensa de las raíces de Occidente contra los nihilistas progresistas, constituyen otros tantos puntos de una estrategia político-religiosa fuertemente dicotómica. Se trata de un maniqueísmo que no absuelve, sino que implica también la contribución de la parte contraria, la del partido liberal, encarnado en gran medida por los demócratas, con la radicalización del individualismo libertario. Este individualismo «libertario» es el que, en la segunda década del siglo XXI, permite a la orientación teocon mantenerse en vida incluso cuando, con la evaporación de la amenaza islámica y la manifestación de la ciénaga iraquí, ya había idealmente concluido. La presidencia de Barack Obama (2009-2017), que también contiene pasajes y disposiciones que están en fuerte sintonía con la doctrina social católica, tiende a complicar sus relaciones con la Iglesia a causa de su política sobre el aborto y con la Obamacare, la ley sobre la extensión de la asistencia sanitaria, que implica, también para las entidades y los institutos de orientación católica, la obligación del pago del seguro para contracepción y medicamentos abortivos. La consecuencia, fácil de intuir, es la de empujar a muchos católicos a la derecha y favorecer la prosecución de la ideología maniquea que su presidencia se había comprometido a superar53. El frente teocon encuentra nuevo aliento y unidad no ya por medio del presidente amigo, defensor de los valores del Occidente «cristiano», sino por medio del adversario relativista. La Iglesia americana se concentra en la defensa del pequeño núcleo de los valores no negociables en una lucha sin tregua con el universo de los demócratas considerado a partir de ahora como un mundo perdido. Con el resultado de que durante «decenios, la escena ha estado dominada por una innegable polarización y radicalización de las posiciones sobre cuestiones morales y éticas entre ambas partes, que son el espejo de la polarización y radicalización en el interior del mundo religioso americano: sobre cuestiones de ética sexual, familiar y matrimonial, identidad sexual; sobre la inmigración; sobre la libertad religiosa»54.

Este dualismo asume tonos nuevos y, decididamente, más radicales con el paso, en el segundo decenio del siglo XXI, de la ideología neoconservadora a la populista. Al universalismo teocon, dominado por la misión democrática de América, le suceden muros y alambradas, fronteras y barreras. La globalización ha mentido, no ha cumplido sus promesas, ha esclavizado a los pueblos. Los teocon ceden el sitio a los teopopulistas, que usan las cruces como banderas, y, a buen seguro, no para unir sino para dividir. A los cantores de la democracia americana, como eran los teocon, les suceden tradicionalistas antimodernos y anticonciliares. Como monseñor Viganò. La consecuencia ha sido, según Jesse Russell, que «mientras la Iglesia católica aparece dividida en campos cada vez más polarizados, compuesta por tradicionalistas, por un lado, y progresistas, por otro, los neoconservadores católicos, que han intentado encontrar una vía media teológica entre ambos campos, se han encontrado cada vez más aislados. Además, en el reino de la geopolítica, formas aparentemente amorfas de populismo parecen ganar apoyo entre amplios sectores de la población de Brasil, Estados Unidos, Italia, y hasta en países como Japón, amenazando así el proyecto neoconservador de un orden mundial liberal global bajo el dominio hegemónico americano»55. Una amenaza frustrada con la llegada del anómalo Donald Trump, el milmillonario antisistema, el presidente que no gusta a los viejos teocon Michael Novak y Georg Weigel56, a la presidencia. Trump se convierte en el ídolo, en el faro del pueblo que se opone al deep State y a la deep Church, al «Estado Profundo» y a la «Iglesia profunda», la de Francisco. Es el presidente populista que vuelve a llevar a los populistas bajo la égida americana. Así los supremacistas, desde el húngaro Orbán al italiano Salvini, son antieuropeos y, al mismo tiempo, decididamente «americanistas». El populismo es un peón en manos de la administración americana trumpiana, a fin de debilitar a la UE bajo la guía alemana. En este juego entre las diversas partes, la religión, la identitaria, dura, integrista, precisamente esa que acusa al pontificado de transigencia y de rendición al mundo, es el instrumento perfecto para los conflictos geopolíticos. Perfecto para golpear a la única autoridad mundial que, en este momento, se opone a las polarizaciones, a los conflictos, a los poderosos: la del papa57.

El libro que estamos presentando es el segundo que he escrito sobre el papa Francisco. El anterior, del año 2017, Jorge Mario Bergoglio. Una biografía intelectual. Dialéctica y mística, representó el primer estudio sobre el pensamiento de Bergoglio, sobre sus maestros y sobre su formación filosófica y teológica58. Respondía a las objeciones de aquellos que, a partir de los prejuicios europeos y norteamericanos, dudaban de la formación cultural del pontífice «latinoamericano». Es una formación rica y compleja que tiene en su centro el modelo de la «polaridad» deducido de la filosofía del jesuita francés Gaston Fessard y de la antropología antinómica de Romano Guardini. Gracias a este modelo, que se encuentra en el centro del «pensamiento de Bergoglio», pudo oponerse Francisco a las falsas polarizaciones del teomaniqueísmo contemporáneo, a las teologías políticas teocon y supremacistas. Es este un punto de capital importancia que escapa, por lo general, a los comentaristas. Bergoglio sigue idealmente a su maestro Guardini en su crítica a la teología política. Este escribía en 1967, un año antes de su muerte, lo siguiente:

En el Frankfurter Allgemeine Zeitung había un artículo del corresponsal en el Vaticano sobre un libro del profesor Guitton que acababa de aparecer. En él resume el resultado de diversas conversaciones con el papa Pablo VI y muestra el carácter espiritual y la intención del papa: no es simplemente gobernar, sino instaurar un diálogo con quien cada vez representa al «otro». La esencia de este procedimiento consiste en el hecho de que el otro no aparece como adversario, sino como «opuesto», y los dos puntos de vista, tesis y antítesis, son llevados a la unidad. A continuación, el autor cita nombres de personalidades que apoyan el mismo método, y por lo que respecta a Alemania cita el mío. Considerando la importancia que tiene ahora la idea del diálogo, ve que ha llegado el momento adecuado para mi libro sobre la Oposición. También lo habíamos dicho ya explícitamente. La teoría de los opuestos es la teoría de la confrontación, que no tiene lugar como lucha contra un enemigo, sino como síntesis de una tensión fecunda, es decir, como construcción de la unidad concreta59.

La teoría de los opuestos es una teoría de la confrontación y de la síntesis que se opone a la dialéctica amigo-enemigo que constituye la esencia de la teología política de Carl Schmitt, dominante en el escenario religioso contemporáneo60. Es la teoría que sostiene la estructura teórica de Evangelii gaudium, de Laudato si’, de Fratelli tutti. En su conversación con Austen Ivereigh, Soñemos juntos. El camino a un futuro mejor, aclara bien Francisco la deuda que tiene contraída con Guardini. Gracias al pensador ítalo-alemán se ha precisado, en el caso de Bergoglio, la forma de un pensamiento que no es ni irénico, ni maniqueo. Un pensamiento «católico» basado en la distinción entre «oposición» y «contradicción».