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El desquite de Sandokán narra las peripecias del tigre de la Malasia y sus amigos para enfrentar los peligros de la caverna de las serpientes pitón y el asedio de los cortadores de cabezas, guiados por el griego Teotokris.
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Veröffentlichungsjahr: 2017
Con «El Desquite de Sandokán», Emilio Salgari nos conduce de nuevo al universo imaginario de los piratas malayos, repleto de emociones y de peligros.
En cierto modo, esta novela tiene un tono crepuscular. Las aventuras de Sandokán y sus amigos se aproximan a su fin, pero aún les falta derrotar al rajá blanco, el usurpador que les arrebató sus tierras y asesinó a sus amigos y familiares.
¿Conseguirá el Tigre volver a su amada isla de Mompracem? ¿Obtendrá la paz que merece después de tantas penalidades? Salgari busca respuesta para éstas y otras preguntas, y lo hace con ese peculiar estilo, repleto de golpes de efecto y momentos de incertidumbre.
Emilio Salgari
UN relámpago cegador, que dejó ver durante unos instantes las nubes tempestuosas empujadas por un viento furiosísimo, iluminó la bahía de Malludu, una de las más amplias ensenadas que se abren en la costa septentrional de Borneo, más allá del canal de Banguey. Siguió un trueno espantoso que duró bastantes segundos y que semejó el estallido de veinte cañones.
Los altísimos pombo de enormes naranjas, las espléndidas arengas saccharifera, los upas de jugo venenoso, las gigantescas hojas de los bananos y de las palmas denticuladas se doblegaron y luego se contorsionaron furiosamente bajo una ráfaga terrible que se adentró con ímpetu irresistible en la inmensa selva.[1][2]
Ya hacía bastantes horas que había caído la noche, una noche oscurísima que solamente iluminaban de vez en cuando, a intervalos larguísimos, los relámpagos.
Parecía como si estuviera a punto de estallar uno de esos formidables ciclones, tan temidos por todos los isleños de las grandes tierras de la Sonda, y sin embargo algunos hombres, indiferentes a la furia del viento, de los truenos y de los inminentes aguaceros, velaban bajo las tenebrosas selvas que circundaban toda la profunda ensenada de Malludu. Cuando un relámpago rasgaba las tinieblas se divisaban sombras humanas alzarse en medio de los matorrales y alargar sus miradas bajo aquella luz, y cuando el trueno cesaba en su fragor en medio de las nubes tempestuosas se oían palabras en la selva:
—¿Nada todavía?
—¡No!
—¿Qué hace Sambigliong?
—No ha vuelto.
—¿Lo habrán matado?
—No es hombre que se deje atrapar. ¡Un viejo malayo como él…!
—El Tigre de Malasia se impacientará.
—¿Por qué? ¡Bien sabe que tarde o temprano apresará a ese perro de Nasumbata…! Y después, ¡fíate de los dayakos de tierra! ¡Son más viles que los negros![3]
Una voz imperiosa dominó aquel charloteo.
—¡Silencio! ¡Cubrid las llaves de vuestras carabinas!
Otro vivísimo relámpago desgarró en aquel momento las tinieblas, haciendo centellear por algunos instantes, por debajo de las gigantescas hojas, los cañones de numerosas carabinas y el espléndido acero de los parang y de los kampilang pendientes de la cintura de aquellos hombres emboscados.[4][5]
En aquel momento una ráfaga furiosa azotó la selva, torciendo no sólo las ramas, sino incluso los troncos delgados y elásticos de las palmas, y haciendo danzar desordenadamente las lianas rotang y los larguísimos nepentes, cuyas flores, en forma de vaso, habían sido ya arrancadas.[6]
Comenzaba a llover; pero no caían simples gotas. Eran auténticos chorros de agua, los cuales, al caer sobre las hojas, originaban un fragor semejante al del granizo grueso.
De repente, en medio del formidable ruido de la tempestad, se dejó oír una voz seca:
—¡Aquí estoy, Tigre de Malasia!
Un viejo malayo de rostro bastante arrugado, que vestía un simple sarong de algodón rojo, el cual, ciñéndole los costados, descendía hasta las rodillas, y que empuñaba una espléndida carabina india con la culata taraceada con laminillas de plata y de nácar, había surgido de improviso de un espeso matorral.[7]
—¡Sambigliong! —exclamaron varias voces—. ¡Por fin…!
Otro hombre se adelantó desde un grupo de troncos de pimenteros silvestres.
Era un magnífico tipo de borneano, de unos cincuenta años, con el rostro bastante bronceado, ojos negrísimos y todavía llenos de fuego.
Su barba y sus cabellos, que llevaba largos, apenas eran entrecanos.
Vestía como un raja malayo o indio: casaca de seda azul con bordados de plata, abierta por delante de modo que mostraba una camisa de seda blanca; amplios calzones, ala turca, ceñidos a los costados por una alta faja de terciopelo negro con flecos de oro; botas altas de tafilete rojo con la punta retorcida. Tenía en su mano una carabina inglesa de dos cañones y en la faja llevaba dos pistolas y una corta cimitarra en cuya empuñadura brillaba un diamante tan grande como una avellana.
—Ya era hora de que llegases, Sambigliong —dijo, mientras se arreglaba el turbante de seda, para que el viento no se lo arrebatase.
—La selva es muy tupida ante nosotros. Tigre de Malasia —respondió el viejo malayo—, y he tenido que avanzar con extrema prudencia. Sabes, patrón, que ante la kotta de los dayakos hay siempre fosos sembrados con puntas de flecha envenenadas con el upas.[8]
—¿Cuántos fosos has atravesado?
—Tres, patrón.
—¿Has visto centinelas en las empalizadas de la kotta?
—Solamente dos.
—¿Cuántos hombres crees que albergue el poblado?
—No más de doscientos.
—¿Has visto alguna pieza de artillería?
—Sí, un mirim.
—Esos cañones de latón valen poco —observó el Tigre de Malasia tras un breve silencio—. Nosotros ya los conocemos, ¿verdad, Sambigliong?
—Y podemos decir también que las espingardas son infinitamente mejores —dijo el viejo malayo.[9]
—Esperemos a que pase el huracán y después comenzaremos el ataque. ¡Ay si Nasumbata logra escapársenos y llegar junto al raja de Kin-Ballu! Y además desearía tenerlo en mis manos antes de que lleguen aquí Yáñez y Tremal-Naik.
—¿Llegarán pronto?
—No deben de estar lejos —respondió Sandokán—. Toma veinte hombres y ve a emboscarte detrás de la kotta. Atrápalos a todos, porque estoy seguro de que Nasumbata será el primero en echar a correr.
—¿Cuándo comenzarás el ataque, patrón?
—Más pronto de lo que crees. Me preocupa una cosa…
—¿El mirim?
—No, los fosos —respondió el Tigre de Malasia—. Mis cincuenta hombres están descalzos y si ponen un pie sobre una flecha envenenada nadie los salvará. El upas no perdona, y los dayakos de la selva lo usan y aun abusan de él.
—Haz construir puentes volantes, patrón.
Sandokán, o sea el Tigre de Malasia, como lo llamaban los bornéanos de las costas occidentales de la inmensa isla, hizo un gesto como para decir: «En eso ya he pensado yo; no te preocupes».
Luego añadió:
—A tu puesto, viejo Sambigliong: respeta sólo a las mujeres y a los niños. Ve a tomar tus veinte hombres y déjame por ahora tranquilo. Esperemos a que cese esta lluvia.
Le dirigió un gesto de despedida y volvió a introducirse entre los espesos matorrales, que, afortunadamente, estaban protegidos por un grupo de bananos cuyas hojas no tenían menos de cuatro metros de longitud por uno y medio de anchura.
En vez de calmarse, el huracán aumentaba espantosamente. Vivísimos relámpagos se alternaban con truenos formidables y aguaceros.
De vez en cuando una ráfaga, con una fuerza inaudita, que parecía que levantase las aguas de la bahía de Malludu, se abatía con mil silbidos sobre la selva, con aullidos horribles, desgajando ramas y troncos y enmarañando las espesas redes de rotang y de calamus.[10]
Los malayos permanecían inmóviles, absolutamente impasibles bajo aquel diluvio. Sólo tenían una preocupación, que era la de mantener bien cubiertas las llaves de sus carabinas bajo el sarong doblado, a fin de que no se mojasen las cápsulas.
Transcurrió otra media hora durante la cual los relámpagos, los truenos y las ráfagas continuaron sin interrupción, llevando el desorden a la selva, cuando compareció otro hombre, que se precipitó hacia el lugar donde se había refugiado el Tigre de Malasia.
—Patrón Sandokán —dijo—, me manda Sambigliong.
—¿Están en sus puestos los hombres?
—Sí, patrón. Se han emboscado formando una cadena tras la kotta y te aseguro que no pasará nadie.
—No era necesario que me avisase —respondió Sandokán, el formidable jefe de los piratas de Mompracem.
—Pero vengo a darte otra noticia.
—Habla, Sapagar.
—Entre los truenos hemos oído una detonación que nos parece originada por algún cañón.
Sandokán se había levantado presurosamente, presa de una viva agitación.
—¿De dónde provenía ese disparo? ¿De la kotta?
—No, patrón; de la bahía.
—¿Habrá sido asaltada nuestra chalupa? Me parecería imposible en una noche como ésta.
—El tiro debe de haberse disparado muy lejos, patrón.
—¿Habrán llegado ya Yáñez y Tremal-Naik y con ese disparo han querido avisarnos?
—No sabría decírtelo. Tigre de Malasia —respondió Sapagar.
Sandokán reflexionó un momento y luego dijo:
—Llévate contigo dos hombres, no más, ya que mi columna está quedándose bastante débil; acércate a la playa y embárcate en la chalupa. Deja, sin embargo, los praos anclados.[11]
—¿Y luego, patrón?
—Explora la bahía y, si ves un yate detenido en cualquier lugar, ven en seguida a avisarme. Yo ya estaré para entonces dentro de la kotta. Vete y no pierdas tiempo.
Luego, mientras el malayo salía corriendo, empuñó la cimitarra y gritó:
—¡Adelante, tigres de Mompracem! ¡Sambigliong nos espera tras la kotta!
Treinta hombres medio desnudos, armados de carabinas y de kriss, esos terribles puñales; de hoja ondulada, de una longitud de más de un pie y que suelen tener la punta envenenada; y de parang, los pesadísimos sables que acaban en forma acanalada y que de un solo golpe decapitan incluso a un toro, habían salido de los matorrales y se habían dispuesto en dos filas.[12]
—¿Están cargadas vuestras carabinas? —preguntó Sandokán.
—Sí, jefe.
—¿Están dispuestos los puentes volantes para los fosos? —Sí, jefe.
—Adelante y tened cuidado dónde ponéis los pies. Sambigliong me ha avisado de que hay flechas envenenadas disimuladas alrededor de la kotta.
Los treinta hombres se pusieron en marcha, en el mayor silencio, precedidos por su jefe.
Continuaba tronando y los relámpagos no habían cesado todavía. Pero no llovía.
Pese a todo, el viento de vez en cuando se adentraba bajo la inmensa selva virgen, ululando siniestramente y arrancando hojas, frutas y ramas. La pequeña columna avanzó durante unos diez minutos, deslizándose con cautela entre tronco y tronco, cuando la voz del jefe se hizo oír.
—¡Alto! ¡La kotta está ante nosotros! ¡Listos para el asalto!
A la luz vivísima de un relámpago había aparecido el poblado a una distancia de apenas doscientos pasos.
Los dayakos que habitan los grandes bosques de Borneo no construyen sus poblados sencillamente, como hacen los malayos y los javaneses.
Como quiera que siempre están en guerra con una u otra tribu o contra los negros del interior, porque no tienen otra preocupación que engrosar su colección de cráneos humanos, abren en medio de la espesa selva un calvero más o menos amplio y, construidas las cabañas, se apresuran a proveerlo de fuertes empalizadas, que generalmente tienen una altura de tres o cuatro metros.
Para hacer más difíciles las sorpresas, excavan también dos e incluso tres profundos fosos dentro de los cuales acumulan masas de ramas espinosas, obstáculos casi insuperables para gente que no ha tenido jamás el hábito de llevar calzado.
Además, en algunas zonas de tierra plantan puntas de flecha envenenadas con el jugo del upas. Tales fortalezas, puesto que pueden llamarse verdaderamente así, no son, por consiguiente, fáciles de expugnar.
Con todo, los malayos que estaban a punto de asaltar el poblado eran hombres que conocían muy bien las kottas borneanas; por ello, ante la orden lanzada por el Tigre de Malasia, adelantaron ocho puentes volantes, formados por ligeras tablas, con los que atravesar sin riesgo las zonas peligrosas sembradas de aquellas terribles flechas envenenadas.
—Cuando levantéis los puentes observad atentamente el terreno —dijo Sandokán—. ¿Tenéis los bambúes para la escalada?
—Sí, capitán.
—¡Entonces, adelante!
Los puentes, que medían cuatro metros de longitud por dos de anchura, fueron emplazados sobre el terreno y los treinta malayos, ya seguros, gracias a aquel modo ingenioso de rebasar el último tramo y llegar sin ningún peligro hasta los fosos, comenzaron su avance en el silencio más profundo.
Había cesado el huracán. En las regiones ecuatoriales las tempestades estallan con inaudita violencia, pero son de brevísima duración.
El agua que derraman sobre la tierra en aquellas dos o tres horas es incalculable y ¡ay si no ocurriese así! Si los huracanes fuesen muy raros, las selvas no podrían resistir el gran calor y todo ardería.
Solamente el viento continuaba ululando bajo los grandes árboles, cubriendo así los débiles rumores producidos por los malayos en su avance. Una vez que la columna había pasado y se había examinado atentamente el terreno, los treinta hombres llevaban más adelante los puentes, ya que tenían necesidad de ellos para cruzar los fosos.
La zona que podía esconder las flechas fue atravesada así sin que los centinelas, vigilantes en las empalizadas de la kotta, se percatasen de nada.
Ante los malayos se presentó el primer foso, bastante profundo, de una anchura de tres metros y lleno de ramas espinosas. ¡Ay si los asaltantes hubieran tenido que atravesarlo con los pies desnudos! Ciertamente que ninguno habría logrado llegar a las empalizadas. Y detrás de aquél había otros dos.
—¡Adelante los puentes! —Mandó el Tigre de Malasia, que ni por un momento apartaba los ojos de la empalizada—. No hagáis ruido.
En aquel mismo momento se oyó una voz muy aguda que gritaba:
—¡Alarma!
Uno de los centinelas que vigilaban junto a la empalizada debía de haber oído el rumor producido por el primer puente lanzado a través del foso y llamaba a los guerreros dayakos para la defensa.
—No os mováis —dijo en seguida Sandokán—. Cuerpo a tierra y manteneos dispuestos para hacer una descarga.
Los malayos, acostumbrados a las guerras de emboscada, obedecieron rápidamente tendiéndose sobre los puentes.
Dentro del poblado se oía a hombres gritar y se veían centellear fuegos.
Poco después bastantes hombres, armados con cerbatanas y parang, aparecieron en lo alto de las empalizadas, empuñando antorchas en sus manos.
Se cruzaban preguntas y respuestas.
—¿Dónde están?
—Escondidos en la selva.
—¿No te has confundido?
—He oído caer algo en el foso.
—¿No habrá sido un babirusa o algún cerdo salvaje?
—¿O un maias?
—No he visto ningún gorila.
—¿Está cargado el mirim?
—Sí.
—Haced un disparo.
Algunos hombres habían acudido hacia un ángulo de la kotta, donde surgía un pequeño cobertizo destinado seguramente a proteger la pequeña pieza de artillería.
—No hagáis nada —susurró Sandokán a los hombres más cercanos—. Pasad la orden.
Transcurrieron algunos instantes y luego un relámpago desgarró las tinieblas seguido por una detonación bastante fuerte que repercutió largamente bajo la selva.
El mirim había hecho fuego.
Lo habían disparado al azar, más con la esperanza de espantar a los asaltantes que de alcanzarlos, porque los malayos, protegidos por la lóbrega sombra proyectada por las gigantescas hojas de las palmas, eran totalmente invisibles.
El mirim disparó tres veces, lanzando su bala de dos o tres libras, a través de la selva, a diversas alturas; luego se suspendió el fuego, que no había dado ningún resultado apreciable.
Sandokán, dándose cuenta de que los dayakos de la kotta no tenían ningún deseo de desperdiciar sus municiones, que, muy probablemente, no eran abundantes, hizo lanzar a través del primer foso dos puentes.
—¡Pasad! —mandó a media voz.
Una docena de malayos atravesaron el foso, llevándose con ellos otros cuatro puentes volantes.
El mirim tronó por cuarta vez y su bala no se perdió, pues partió por la mitad a un malayo de la retaguardia.
Gritos terribles resonaban sobre las empalizadas:
—¡Ya vienen…! ¡Atacad! ¡Empuñad los kampilang!
—¡Y nosotros también! —Gritó Sandokán—. ¡Fuego la retaguardia! ¡Adelante los puentes!
Una formidable descarga de mosquetería respondió a la orden. Mientras los malayos de vanguardia arrojaban rápidamente los puentes volantes, el grueso había abierto fuego en dirección a la pieza de artillería, para obligar a los sirvientes a abandonarla.
Las carabinas indias, armas óptimas por su precisión, no tardaron en hacer estragos entre los artilleros.
Sobre las empalizadas se agrupaba un buen número de guerreros del poblado gritando espantosamente y lanzando, con sus cerbatanas, nubes de dardos.
Sandokán, que estaba siempre en vanguardia, atravesó rápidamente los tres fosos, cubiertos por los puentes volantes, y se adelantó hasta situarse bajo la empalizada.
—¿Está dispuesta la mecha? —preguntó a los hombres que lo seguían.
—Sí, capitán.
—Situad aquí el petardo. Esta pared de madera se derrumbará como un castillo de naipes. Mientras uno de sus hombres avanzaba corriendo contra los troncos que formaban la empalizada, Sandokán alzó la carabina y, viendo pasar a dos hombres que llevaban antorchas encendidas, los fulminó con un magnífico disparo doble.
Realizado esto, mientras la retaguardia continuaba disparando para poner en fuga a los guerreros, quienes no cesaban de lanzar flechas envenenadas, volvió a pasar los puentes, seguido inmediatamente por la vanguardia, a fin de no correr el peligro de saltar junto con la empalizada.
Los dayakos, aunque blanco de las carabinas de los malayos, se defendían con furor, disparando de vez en cuando algún tiro de mirim y algún arcabuzazo.
Los salvajes habitantes de los bosques bornéanos son valerosísimos y desprecian la muerte.
Ni siquiera el cañón los espanta, pues están habituados a embarcar en praos costeros, los cuales siempre llevan, si no piezas de artillería de grueso calibre, por lo menos grandes espingardas.
Sandokán y sus malayos, una vez vueltos atrás por los puentes, se habían metido nuevamente en la espesa selva en espera de que se produjera la explosión.
Los dayakos, creyendo que aquellos misteriosos enemigos, espantados por la acogida que habían tenido, se habían decidido a batirse en retirada, habían cesado de lanzar flechas y de disparar el mirim.
—Jefe —dijo aproximándose a Sandokán un viejo malayo, de aspecto feroz, que empuñaba fieramente un pesadísimo parang—, ¿crees que cederá la empalizada? Los dayakos emplean tablas de teka y ya sabes lo resistente que es esta madera.
—El petardo derrumbará los tablones y las traviesas al mismo tiempo —respondió el Tigre de Malasia.
—¿Estará Nasumbata dentro de la kotta?
—Ya verás cómo dentro de unas horas estará en mis manos. Advierte a mis hombres que se precipiten rápidamente al asalto apenas sobrevenga la explosión. Aunque ciertamente Sambigliong está listo para impedir el paso a los fugitivos. Ah, me olvidaba de una cosa. ¿Tienen antorchas mis hombres?
—Sí, jefe.
—¿Bien secas?
—Así lo espero.
—Que las enciendan y prendan en seguida fuego a las cabañas. —Serás obedecido.
En aquel instante se oyó un estallido violentísimo y una llamarada se elevó en la base de la empalizada.
El petardo había estallado con inaudita violencia, destrozando tablones y traviesas y lanzando por los aires a tres o cuatro guerreros dayakos.
La voz de Sandokán tronó inmediatamente:
—¡Al ataque, tigres de Mompracem!
Los malayos se lanzaron a través de los puentes, derrumbando con ímpetu irresistible la empalizada desvencijada por la explosión, y se precipitaron dentro de la kotta empuñando los parang y los kampilang, al tiempo que gritaban a voz en cuello:
—¡Rendíos!
Dos docenas de guerreros dayakos intentaron detenerlos, mientras de las cabañas salían, corriendo y gritando, mujeres y muchachos, tratando de escapar por las puertas opuestas o de ponerse a salvo en la selva que circundaba la pequeña fortaleza.
Todos aquellos dayakos eran magníficos tipos, de alta estatura, tez amarillenta, adornados con brazaletes de latón y cobre y armados con kampilang de acero natural, un metal que sólo se encuentra en Borneo.
Para su defensa solamente llevaban grandes escudos de piel de búfalo o de babirusa.
Pero se necesitaba más que eso para detener a los tigres de Mompracem, los piratas más formidables del mar de la Sonda.
Se trabó un feroz combate a golpes de kampilang y de parang, mientras algunos malayos, provistos de teas, prendían fuego a las cabañas ya desalojadas de mujeres y niños.
Sandokán, viendo que los fuertes guerreros resistían tenazmente los asaltos incesantes de sus hombres, llamó a la retaguardia, ocupada en retirar los puentes, y con unos pocos disparos de carabina decidió a su favor la suerte de la lucha.
Aunque los dayakos habían recibido refuerzos de otros guerreros, cedieron el campo y se dieron a la fuga precipitada entre las cabañas ardiendo.
Los malayos no se preocuparon de perseguirlos, sabiendo que Sambigliong los esperaba en el borde de la selva con un fuerte destacamento de tigres de Mompracem.
—Registrad las cabañas que aún no han sido incendiadas —mandó Sandokán, quien procedía cautamente manteniendo en alto su carabina—. En cualquier lugar sacaremos de su cubil a ese perro de Nasumbata. Si ha escapado, caerá en manos de Sambigliong.
Los malayos se habían precipitado por las calles de la fortaleza iluminada por las llamas y se habían puesto a registrar febrilmente las viviendas.
De vez en cuando disparaban algún tiro de fusil contra los dayakos, quienes, probablemente dándose cuenta de la emboscada que los esperaba en la selva, habían ocupado la empalizada opuesta, lanzando nubes de flechas con sus cerbatanas.
De repente resonó un grito:
—¡Ahí está! ¡Huye!
—¿Quién? —preguntaron varios.
—¡Nasumbata…!
—¡A él! ¡A él! ¡Atrapadlo!
—¡Y vivo! —tronó la voz del Tigre de Malasia.
Un hombre que vestía un simple padjon, o sea una especie de sayo de algodón que desde la cintura le llegaba hasta los pies, había saltado de una cabaña, empuñando una gran pistola de larguísimo cañón y un kriss de hoja ondulada.
Ágil como un tigre, había pasado ante los malayos de vanguardia con la velocidad de una flecha, intentando alcanzar una de las puertas de la kotta para ponerse a salvo en el bosque.
Sandokán lo había visto.
—¡Quietos todos! —gritó—. Ese hombre es mío.
Alzó su espléndida carabina de dos cañones. El fugitivo continuaba corriendo a través de la plaza central de la kotta, saltando a derecha y a izquierda para no ofrecer a los malayos un blanco seguro.
Resonó un tiro de fusil y el hombre cayó, llevándose una mano a la pierna izquierda.
El Tigre de Malasia había hecho fuego.
Los malayos estaban a punto de precipitarse sobre el herido, pero su jefe los detuvo rápidamente con un gesto enérgico.
—Vosotros ocupaos de los dayakos —dijo—. No han abandonado todavía el poblado y podrían volver para el desquite. Dejadme a mí despachar este asunto.
En efecto, los defensores de la kotta, seguros de que en la selva les esperaban otros enemigos, se habían reunido en la empalizada de poniente, que estaba provista de una especie de pequeños puentes, y parecía que se preparaban para disputar desesperadamente el paso a los primeros asaltantes.
Sandokán se acercó al herido manteniendo empuñada la carabina, dispuesto a fulminarlo con un segundo disparo en el caso de que opusiera resistencia.
—Arroja la pistola y el kampilang —le dijo—. Ahora estás en mis manos y no te volverás a escapar.
El dayako continuaba en tierra, estrechando con una mano la pierna que debía de haber sido destrozada por la bala.
A la intimación de Sandokán respondió con un grito de furor, y luego alzó la gran pistola.
—¡Arrójala! —Repitió el jefe de los malayos—. Aún puedes salvar la piel.
—No me dejarás con vida —respondió el herido rechinando los dientes.
—Dependerá de las respuestas que me des.
El dayako dudó un momento y luego lanzó lejos el arma. Sandokán extrajo del cinturón un silbato de oro y lanzó una nota estridente.
Acudieron tres o cuatro malayos que estaban saqueando las cabañas que se habían librado del incendio.
—Atad a este hombre; vendadle la pierna herida lo mejor que podáis y transportadlo a la vivienda del jefe del poblado.
Cargó tranquilamente la carabina y se dirigió hacia la empalizada ocupada por los defensores de la kotta.
Los malayos habían comenzado a disparar de nuevo, decididos a desalojarlos o a obligarlos a la rendición.
También desde la otra parte del círculo los hombres de Sambigliong disparaban de vez en cuando algún tiro.
—¡Arrojad las armas y os prometo la vida! —gritó el jefe de los malayos a los vencidos—. Si no os rendís prenderé fuego a la kotta y os fusilaré del primero al último. Es el Tigre de Malasia quien os habla.
Al oír aquel nombre, popularísimo y al mismo tiempo bastante temido en todas las costas del Borneo septentrional, los dayakos dejaron caer los kampilang, las cerbatanas y los kriss.
—¡Haced prisioneros a esos hombres! —dijo Sandokán a los malayos—. ¡Ay del que les toque un solo cabello! Dejad libres a las mujeres y los niños y llamad a Sambigliong y su tropa.
Tomó la carabina con su mano derecha, empuñándola como si fuese a emprender una carrera, pero en lugar de ello se dirigió a la primitiva vivienda del jefe de la kotta. Interiormente se prometió arreglar todas sus cuentas pendientes con el desalmado Nasumbata.
LA cabaña del jefe de la kotta estaba situada en la plaza, completamente aislada de las demás, y solamente difería de ellas por su amplitud y su altura. Como todas las viviendas de los pueblos salvajes, tenía forma cónica y estaba formada por ramas más o menos estrechamente entrelazadas y cubiertas de hojas de banano y de palma, dispuestas en capas de modo que impidieran pasar la lluvia.
El interior consistía en una sola habitación circular, con piso cubierto de bellas esteras pintadas toscamente.
El mobiliario era sencillísimo: vasijas de terracota, caparazones de tortugas marinas y dos lechos formados por capas de hojas superpuestas.
Había, sin embargo, una especie de palco, apoyado contra la pared, bien provisto de cráneos humanos: el museo de la tribu.
Los dayakos del interior son todos grandes cazadores de cabezas, incluso obligatoriamente, porque ningún joven guerrero puede casarse sin regalar por lo menos un par de cráneos humanos a su joven consorte.
Basta con que la colección de la tribu se aumente con otro par de cabezas. Nadie investiga cómo se las ha procurado el joven guerrero.
Nasumbata yacía sobre una capa de hojas, vigilado por cuatro malayos, con los brazos atados a la espalda y la pierna destrozada envuelta en un pedazo de padjon.
Era un hombre de unos treinta años, de formas ágiles y al mismo tiempo vigorosas, con la piel casi amarillenta y las facciones finas y bellísimas, ya que los dayakos son los hombres más guapos de todas las islas de Malasia.
Al ver entrar a Sandokán tuvo un sobresalto y por sus ojos negrísimos pasó como un relámpago de terror.
—Ahora hablaremos nosotros dos, amigo —dijo el jefe de los malayos sentándose en un rollo de esteras y poniéndose la carabina entre las piernas—. Ciertamente que tú no esperabas verme tan pronto. ¿Por qué has desertado, después de haber venido a la isla de Gaya a suplicarme que te enrolase en mis bandas?
—Porque quería volver a mis grandes bosques y ver de nuevo a mi tribu —respondió el herido.
—¡Mientes! —Gritó Sandokán—. En tu precipitada fuga te has olvidado en tu cabaña una hoja de palma en la que se habían trazado unos signos que un dayako adicto a mí ha logrado descifrar.
Nasumbata hizo una mueca y sufrió un estremecimiento nervioso.
—Una hoja… —balbuceó luego mirando al Tigre de Malasia con turbación.
—¿Cuánto te ha prometido el raja del lago para venir a espiar mis movimientos y sorprender mis designios?
—¿El raja del lago? —balbució el herido.
—Sí, el del lago de Kin-Ballu, el raja blanco que desde hace tantos años se sienta sin que nadie le estorbe en el trono de mis padres y que quizá creía que yo había renunciado para siempre a vengar las muertes de mi padre, mi madre, mis hermanos y mis hermanas. Si ese miserable aventurero, fugitivo de no sé qué penitenciaría inglesa, no hubiese sublevado con no sé qué artes diabólicas a los dayakos del lago contra mi viejo padre, yo no habría llegado a ser el formidable pirata de Mompracem que todos conocen; ¿me comprendes, Nasumbata?
—¿Y has esperado tanto? —Preguntó el prisionero—. Yo era un muchacho cuando tu familia fue exterminada por aquel aventurero.
—No tenía fuerzas suficientes.
—Y sin embargo te has convertido en el terror de los mares de Malasia y has hecho temblar incluso al sultán de Varauni. ¿No has vencido también a James Brooke, el poderoso raja de Sarawak?
—¿Cómo lo sabes?
—Al lago llegaba alguna noticia de tus grandes empresas.
—Llevadas por los espías de aquel miserable, situados a lo largo de la costa e incluso en Labuan, ¿no es verdad? —Dijo Sandokán—. Sé que me hacía vigilar estrechamente y quizá fue él quien me azuzó contra los ingleses para que yo perdiese mi isla.
—No lo sé. Tigre de Malasia —respondió Nasumbata, cuya frente se iba ensombreciendo.
—¿Cuánto te ha pagado ese infame por espiarme?
—Estás equivocado, señor.
—Es inútil que continúes negando. Aquella hoja te ha traicionado. En ella se señalaban el número de mis hombres y de mis barcos y había también el nombre de Yáñez. Debes de haber escuchado alguna noche las conversaciones que tenía con mis lugartenientes, y a la primera ocasión has huido para avisar al raja blanco.
—No tienes ninguna prueba de que sea yo quien grabara aquellos signos en la hoja de palma.
—Los dayakos de mar y los malayos no usan ese sistema; y de los dayakos del interior sólo estabas tú en mis bandas… —respondió Sandokán—. Y además, mis viejos tigres de Mompracem me son demasiado fieles para urdir tal traición. Tú has visto con tus propios ojos cuánto me adoran: para ellos soy una divinidad guerrera y no un hombre.
El herido hizo una segunda mueca, pero en seguida repuso con voz bastante firme:
—Yo no sé nada: como te he dicho, señor, he dejado la isla de Gaya porque experimentaba ya desde hacía tiempo la nostalgia de mi pueblo. Soy un dayako del interior y no de mar, y amo mis grandes bosques y mi cabaña. En cuanto a la hoja, puede haber sido grabada por cualquier otro. ¿Cómo puedes saber que he sido yo?
—¿Dónde se encuentra tu poblado? —preguntó Sandokán.
—Lejos, muy lejos, en medio de las grandes selvas que se extienden más allá del gran lago.
—¡Entonces, tú conoces el camino que lleva a Kin-Ballu!
—No hay caminos.
—Ya lo sé; pero tú podrías guiarnos a través de los bosques y conducirnos al lago.
El herido le miró con los ojos entornados y luego, tras un instante de silencio, añadió:
—Sí, si me curo, pero sólo te guiaré a ti y a un pequeño destacamento.
—¿Por qué? —indagó Sandokán.
—Los grandes bosques son posesión de las tribus de los kaidangan, las cuales son las más numerosas y las más feroces que se encuentran hacia el norte. Si avanzases con un gran destacamento, difícilmente podrías escapar a sus ataques y tu cabeza iría a hacer compañía a muchas otras.
—Eso no es cuestión tuya. Jamás he temido a los cortadores de cabezas.
—Yo me preocupo de la mía y no tengo ningún deseo de perderla.
—Eres astuto como un verdadero salvaje —dijo Sandokán—. Confías en engañarme y en manejarme como a un títere, pero te equivocas de medio a medio, amigo. Reanudaremos esta conversación más tarde.
Se volvió hacia los cuatro malayos y les dijo:
—Entablillad la pierna de este hombre; luego le construiréis una litera y lo transportaréis a la costa.
Estaba a punto de salir cuando entró Sapagar, uno de sus lugartenientes, el mismo que había mandado a la bahía de Malludu para que intentase saber de qué parte habían llegado aquellos lejanos cañonazos.
—¿Asaltan nuestra flotilla? —le preguntó Sandokán.
—No, patrón: la chalupa de vapor y los praos no están amenazados por nadie y nuestras tripulaciones vigilan a lo largo de la costa.
—¿Quién ha disparado, pues, aquel cañonazo?
—Hemos oído dos más, jefe, y me parece que venían de frente a la bahía. He explorado un par de millas, aunque el agua estaba muy agitada y zarandeaba furiosamente a la gran chalupa, y no he visto ningún fanal hacia el norte.
—Y, sin embargo, tengo la esperanza de que aquellos disparos sean del yate de Yáñez —respondió Sandokán, que se había quedado pensativo—. ¡Bueno! Dentro de una hora apuntará el alba y veremos qué sucede en la desembocadura de la bahía. Avisa a Sambigliong que permanezca aquí con veinte hombres, guardando a los prisioneros; reúne a los otros y pongámonos en seguida en marcha hacia la costa. Estoy impaciente por llegar allí.
El lugarteniente partió corriendo, mientras los cuatro malayos construían una camilla con bambúes y ramas entrelazadas para transportar al herido.
Sandokán extrajo de su amplia faja una riquísima pipa adornada de perlas y pequeñas esmeraldas, la llenó de tabaco y la encendió con un tizón que todavía llameaba ante una cabaña en ruinas.
Apenas había aspirado cinco o seis bocanadas de humo cuando reapareció Sapagar conduciendo a dos docenas de hombres.
—Estamos listos, jefe —dijo al Tigre de Malasia.
—¿Ha colocado centinelas Sambigliong? Esta kotta puede ser muy preciosa para nosotros.
—Todos están en sus puestos.
—Rodead la camilla del herido y vigilad que no se escape. Este bandido, incluso con una pierna rota, podría jugarnos una mala pasada. ¡Vamos, en marcha!
La pequeña columna salió por la brecha abierta por el pe tardo y se adentró en la selva tenebrosa, apretando el paso.
Cuatro hombres caminaban ante Sandokán, quien no había apagado la pipa para señalar el camino y evitar cualquier sorpresa por parte de los habitantes de la selva.
El camino fue recorrido rápidamente y sin malos encuentros. Sólo algún animal surgió ante la vanguardia desapareciendo rápidamente entre los matorrales, algún tigre, alguna pantera negra o quizás algún inocuo babirusa.
Comenzaban entonces a disiparse las tinieblas cuando Sandokán y sus hombres llegaron a una pequeña cala que se abría en el extremo meridional de la vasta bahía de Malludu.
Anclados cerca de la playa había una gran barcaza de vapor de doscientas o más toneladas (armada con una ametralladora situada a proa, sobre un perno giratorio, para batir diferentes puntos del horizonte, y con dos grandísimas espingardas colocadas a babor y estribor de la rueda del timón) y cuatro praos de guerra, con puentes y arboladuras inmensos, armados de mirim y larguísimas espingardas.
Sandokán produjo con su silbato de oro una nota larguísima y casi en seguida un malayo, que vigilaba a bordo de la barcaza, saltó a tierra.
—¿Has oído otros cañonazos? —le preguntó el Tigre de Malasia con tono preocupado.
—Sólo cuatro.
—¿Cuándo?
—Hace dos horas.
—¿Luego nada?
—No, jefe.
—¿De qué dirección venían las detonaciones?
—Del norte de la bahía.
—¿Y no has visto nada? —Absolutamente nada.
—¿Está a toda presión la máquina de la barcaza?
—Siempre, jefe.
—¡A bordo! —Gritó Sandokán, volviéndose hacia sus hombres—. Vamos a ver quién ha disparado esos cañonazos.
Como un relámpago los malayos saltaron al convés de la gran chalupa, ya ocupada por una docena de hombres salidos presurosamente por las escotillas de proa y popa.
—¡Adelante, máquinas! —mandó el jefe de los tigres de Mompracem.
Resonó un silbido agudo y la barcaza se hizo a la mar con una velocidad de catorce o quince nudos, dirigiéndose hacia el norte.
En aquel preciso momento aparecía el sol, lanzando sus rayos por encima de las inmensas selvas que se extendían por todas las costas orientales de la vastísima bahía.
Las aves marinas alzaban su vuelo en gran número, volando sobre aguas centelleantes de reflejos de color de púrpura, y grandes tiburones saltaban mostrando sus formidables colas y sus enormes bocas, siempre abiertas y erizadas de filas de dientes terribles.
Sandokán se había apoyado en la ametralladora, que, como hemos dicho, se encontraba en el castillo de proa, y alargaba su mirada hacia el norte con la esperanza de descubrir la nave que había disparado durante la noche aquellos cañonazos.
Había vuelto a encender su espléndido chibouk, pero no fumaba con su acostumbrada calma. Parecía que aspiraba rabiosamente el humo.
Sapagar, su lugarteniente, estaba cerca de él masticando una nuez de areca y escupiendo de vez en cuando un gran chorro de saliva roja.[12a]
Todos los demás estaban, por el contrario, apoyados en las bordas de babor y estribor, con las carabinas hacia el mar, como si esperasen ser asaltados de un momento a otro.
Apenas había transcurrido un cuarto de hora cuando una detonación retumbó hacia la entrada de la bahía, seguida inmediatamente por un nutrido fuego de fusilería.
Sandokán había depositado el chibouk encima del pequeño cabrestante.[12b]
—¿Es ése el cañón que decías? —preguntó a Sapagar.
—Sí, jefe —respondió el lugarteniente.
—¿A qué distancia crees que lo han disparado?
—A una media docena de millas.
Sandokán se mojó con un poco de saliva el pulgar de la mano derecha y lo levantó.
—Viento de poniente —dijo luego—. Apostaría mi cimitarra contra un kriss a que se combate en la bahía de Kudat. ¿No habrán asaltado los dayakos de tierra a los dayakos de mar para abastecer sus museos de cabezas humanas? Allí estaré yo también, queridos, y la ametralladora os calentará bien las espaldas. Querido Sapagar, haz cargar las espingardas con media libra de clavos. No matan, pero ponen en fuga.
Luego, volviéndose al timonel, gritó:
—¡Barra a barlovento! ¡Derechos a la bahía de Kudat!
Otro cañonazo resonó en aquel instante seguido por una descarga de fusiles.
—¡Parece que el asunto es serio! —Dijo Sandokán a Sapagar—. No son simples señales. Allí se combate y fieramente. ¿No habrán asaltado a Yáñez y Tremal-Naik? ¡Por mil diablos…! ¡Ay de ellos!
—Deberían haber llegado.
—Así creo.
—Con los indios del Assam.
—Yáñez no llegará solo. Un raja tiene millares y millares de guerreros y estoy seguro de que traerá un refuerzo considerable… ¡Otro cañonazo!
—Y otra descarga, jefe.
—¡Maquinista, alimenta las calderas: tengo prisa!
Esta orden era completamente inútil, porque los maquinistas y fogoneros competían en arrojar paladas de carbón a los hornos.
La barcaza se deslizaba como una golondrina marina, brincando y resoplando. Un bramido sonoro sacudía sus costados y bajo la popa el agua rebullía espumeante, atormentada por los golpes precipitados de la hélice.
—¡Todos a sus puestos de combate! —gritó Sandokán en el momento en que retumbaba otro cañonazo. Se subió al cabrestante para dominar con su mirada un espacio más vasto y oteó atentamente hacia el norte, allí donde se abría la bahía de Kudat.
—¿Nada, patrón? —preguntó Sapagar luego de unos instantes.
—Me parece divisar humo —respondió el Tigre de Malasia—. Hay un promontorio que me impide ver lo que sucede al otro lado.
—¿Y praos?
—Ninguno, por ahora. Ve a traerme mi carabina. También yo quiero hacer algún disparo.
Durante otros quince minutos la barcaza continuó su furiosa carrera, resoplando y vomitando por su chimenea inmensas nubes de humo negrísimo; luego se dejó oírla voz de Sandokán:
—¡Maquinista, disminuye la marcha! Y tú, timonel, vigila: hay escollos ante nosotros. Dos hombres al sondeo: ¡listos!
La barcaza había llegado casi al lado de un alto promontorio que impedía divisar la entrada de la pequeña bahía de Kudat.
Justamente detrás de aquel alto acantilado tronaba el cañón y resonaban las descargas de mosquetería. Ciertamente, a corta distancia se estaba combatiendo.
—¡A la ametralladora, Sapagar! —Tronó el Tigre de Malasia—. ¡Seis hombres a las espingardas y no ahorréis los clavos!
Armó la carabina y la apuntó hacia el promontorio.
Los disparos se sucedían unos a otros, alternándose con violentísimas descargas de fusilería. De vez en cuando se oían también detonaciones secas, que parecían producidas por gruesas espingardas o por mirim.
—Se trata de un auténtico ataque contra algún buque encallado —dijo Sandokán a Sapagar—. Hay armas modernas y armas antiguas que combaten juntas. ¿Quiénes serán los asaltados?
—¿Se habrán enfrentado dos tribus de piratas? —Preguntó el lugarteniente—. Ya sabes que son frecuentes los combates entre los dayakos de mar.
Sandokán sacudió la cabeza.
—No —dijo luego—, están en juego armas indias o por lo menos europeas. Sé distinguir muy bien un disparo de mirim o de espingarda de un disparo de una auténtica pieza, y así también la detonación de una carabina de la de un viejo arcabuz… ¿Dónde se habrán metido que no se dejan ver todavía?
—Veo humo, señor.
—¿Dónde?
—Sale de detrás del promontorio —respondió Sapagar.
En aquel momento se oyeron gritos espantosos. Parecía que centenares y centenares de hombres se animasen recíprocamente a intentar un osado abordaje.
—Son dayakos —dijo Sandokán—. ¡Ah, bribones! ¡Os las tendréis que ver con nosotros!
La barcaza bordeaba en aquel momento el promontorio, lengua de tierra bastante elevada, cubierta de palmas inmensas y que tenía ante ella un número infinito de agudos escollos, peligrosísimos para cualquier embarcación.
Los cañonazos aumentaron rápidamente y era furioso el estruendo de la fusilería.
Los tigres de Mompracem olfateaban ávidamente el olor de la pólvora y a cada descarga se estremecían.
El instinto feroz y guerrero de la raza malaya se despertaba con todo su poderío.
Se diría que por sus rostros pasaban en aquel momento estremecimientos terribles.
La barcaza, que navegaba lentamente para no chocar contra aquella multitud de escollos, dobló finalmente el promontorio y se presentó ante la entrada de la bahía.
En aquel momento se libraba una terrible batalla cerca de aquel espacio abierto, a poniente de la vastísima ensenada de Malludu.
Próximo a un islote estaba detenido un magnífico yate aparejado como goleta, de un desplazamiento de doscientas o trescientas toneladas, y desde su puente una veintena de hombres disparaban desesperadamente contra quince o veinte praos que lo habían rodeado.
De los puentes de los pequeños y velocísimos veleros se alzaban gritos espantosos y grupos de hombres, casi desnudos, armados de parang, kampilang y grandes mosquetones, se agitaban ferozmente intentando por todos los medios subir al abordaje.
Los hombres del yate se defendían desesperadamente, alternando cañonazos con furibundas descargas de mosquetería.
En medio de ellos, tieso en el pequeño puente de mando, un hombre blanco, de gran estatura, con una espesa barba entrecana, vestido con un traje medio europeo y medio indio, con un gran turbante en la cabeza, disparaba de vez en cuando sus largas pistolas manteniendo entre sus labios un cigarrillo apagado.
Parecía como si se encontrase, en vez de en medio de un combate, en una divertidísima fiesta.
Sandokán, que en seguida lo había visto, gritó a voz en cuello.
—¡Yáñez! ¡Mi hermanito blanco! ¡Tigres de Mompracem, al ataque! ¡Al ataque!
Los praosdayakos, habiéndose percatado en seguida de la presencia de la barcaza de vapor, en lugar de huir, habían formado rápidamente dos escuadras para hacer frente al doble enemigo.
Los siete u ocho más grandes se habían estrechado alrededor del yate de Yáñez, lanzando sobre la cubierta de éste nubes de flechas y disparando algunos tiros de arcabuz; los otros se habían hecho a la vela corriendo al encuentro de la barcaza.
—¡Haz hablar a la ametralladora! —Ordenó Sandokán—. Rápidos a las espingardas.
Una serie de detonaciones rompió el aire, apagadas BXX seguida por gritos espantosos. El terrible instrumento de destrucción comenzaba su trabajo fulminando a los pequeños veleros y sus tripulaciones.
Los tigres de Mompracem hacían el fuego aún más mortífero con sus carabinas.
Se había trabado la batalla con gran impulso por ambas partes, porque parecía que los dayakos estaban resueltos a llegar al abordaje, seguros de que una vez sobre el puente llevarían las de ganar, ya que eran tres o cuatro veces más numerosos.
Pero tenían enfrente a los dos campeones más formidables de la piratería malaya, que habían tomado parte en centenares de combates, a cuál más sangriento.
El yate y la barcaza oponían una resistencia maravillosa y con descargas tremendas mantenían alejados a los asaltantes, impidiéndoles llegar al abordaje.
Tres veces los praos se lanzaron con gran ímpetu contra la barcaza, desafiando la metralla y los tiros de espingarda y carabinas de los tigres, y otras tantas veces se vieron obligados a retroceder.
Viendo ante sí un espacio libre, Sandokán decidió intentar a su vez el ataque para unirse al yate.
—¡A toda máquina! —mandó—. ¡Destrozad lo que se ponga delante!
La barcaza tomó impulso y avanzó en medio de los pequeños veleros, los cuales estaban batiéndose en retirada, rechazados por el fuego infernal de la ametralladora y las dos espingardas.
No obstante, uno de los mayores, con numerosa tripulación, no tardó en volver a la carga intentando cortar el paso a la barcaza.
—¡Más velocidad! —gritó Sandokán.
La gran chalupa de vapor, cuyo casco era de hierro, embistió furiosamente al velero y le destrozó el costado derecho.
Sin embargo, no decayó el ánimo de los dayakos e intentaron arracimarse en las bordas de la barcaza para saltar al abordaje, pero la ametralladora fulminó a siete u ocho casi a quemarropa.
Los otros, viendo acudir a los malayos armados de parang, se arrojaron al agua, mientras el prao se volcaba quedando con la quilla al aire y hundiendo su inmensa arboladura.
El camino, por lo menos en aquel momento, estaba libre.
La barcaza se deslizó como una flecha entre los restantes veleros, disparando a babor y estribor, y se detuvo cerca del yate, el cual estaba encallado en el extremo de un pequeño banco de arena.
El hombre blanco que vestía un traje medio indio y medio europeo se inclinó sobre la barandilla del pequeño puente de mando, imitado por otro hombre vestido completamente de indio y que tenía la piel bronceada con alguna tonalidad amarillenta.
—¡Buenos días, Sandokán! —gritaron al unísono, mientras sus hombres no cesaban de hacer fuego.
—¡Buenos días, Yáñez! ¡Salud, amigo Tremal-Naik! —Respondió el Tigre de Malasia—. ¿Estáis anclados o encallados?
—Encallados —aclaró Yáñez—. No te preocupes por ello, la marea alta nos pondrá a flote.
—Cuento con mi barcaza y me será fácil volveros a poner en condiciones. ¿Necesitáis ayuda a bordo?
—No por ahora, hermanito.
—Ahora unamos nuestras fuerzas para desembarazarnos de estos bandoleros. Les daremos una lección que recordarán durante mucho tiempo. Estad atentos a no dejarlos subir a bordo. Si ponen los pies en cubierta, seremos nosotros los que pasaremos un mal rato.
Aunque habían experimentado gravísimas bajas y tenían más de una embarcación malparada, los dayakos volvían a la carga, más furiosos que nunca, resueltos a acabar todo con un golpe desesperado.
Al principio fue un duelo de tiros de espingarda, de ametralladora y de cañón, porque el yate llevaba dos pequeñas piezas colocadas a babor y estribor de la toldilla.
En un segundo tiempo, los dayakos, que no tenían nada que ganar, ya que poseían malas armas de fuego, comenzaron a formar una línea de cerco para coger en medio a las dos embarcaciones enemigas y acabar con sus tripulaciones a golpes de kampilang.
—¡Yáñez! —Gritó Sandokán, que no había abandonado la barcaza, aunque tenía ardientes deseos de abrazar a sus dos amigos—. Despeja la parte de babor; lo defenderé yo del abordaje desde mi lado. ¿Quieres algún buen cañonero? Tengo de sobra.
—Tengo a Kammamuri en las piezas. Figúrate que he hecho de él mi general de artillería…
—¡Ah!, ¿te lo has traído contigo?
—No podría vivir lejos de Tremal-Naik.
—Mientras charlamos se nos echan encima, ¡cuidado!
—¡Estos también gritan como ocas!
—Hagámosles callar, Yáñez.
—¡Fuego de andanada, Kammamuri! ¡Suéltales un tiro doble! ¡Eh, vosotros, mojad un poco los cañones de vuestras carabinas u os quemaréis los dedos!
Yáñez había subido de nuevo al pequeño puente de mando, seguido de Tremal-Naik, y se había puesto a mirar tranquilamente los praos, que habían comenzado ya a estrechar el cerco.
La barcaza y el yate habían reanudado la infernal música con un crescendo formidable.
Cuando la ametralladora y las espingardas callaban, eran las carabinas de los malayos y de los indios las que entraban en juego y no dejaban tiempo a los dayakos para recuperarse.
De vez en cuando algún mástil de los praos se derrumbaba con gran estruendo, aplastando las bordas y golpeando o lisiando a no pocos hombres, o bien se precipitaban sobre la cubierta velas y aparejos, sepultando a los combatientes.
Enormes nubes de humo envolvían a la barcaza y al yate, amenazando con asfixiar a los malayos e indios; y en medio de aquellas nubes estallaban por todas partes relámpagos y salían en formidables detonaciones.
Sin embargo, los dayakos no cesaban el cerco, como no cesaban tampoco de hacer tronar sus espingardas.
Estaban ya a punto de abordar la barcaza, la cual, como era más baja de borda, se prestaba mejor para un abordaje, cuando se oyeron algunos disparos retumbar justamente a popa de los pequeños veleros.
—¡Eh, Sandokán!, ¿quién nos trae refuerzos? —gritó Yáñez, que disparaba con una magnífica carabina de dos cañones.
—¿No ves nada tú, que estás más alto? —preguntó el Tigre de Malasia.
—El humo me lo impide.
—¡Sapagar!
—¡Patrón!
—Que suspendan un momento el fuego.
—Pero tenemos a los dayakos encima, patrón.
—Déjalos que se acerquen. ¡No ganarán nada! Quieren probar nuestros parang y se los haremos catar.
—¡Deteneos! —Gritó Sapagar—. ¡Empuñad los sables! ¡Atacamos!
Después saltó sobre el cabrestante de proa, atravesando el humo que el viento dispersaba lentamente.
—¡Nuestros praos! —exclamó un momento después—. Cañonean a los dayakos por la espalda.
—¡Reanudad la música! —Tronó Yáñez, que lo había oído—. ¡Cubrid de clavos y plomo a esa canalla!
Se reanudó el fuego con mayor furia.
Un prao dayako intentó abordar a la barcaza por la proa, lanzando sus veinte hombres al abordaje.
Sandokán se lanzó contra los asaltantes como un verdadero tigre, seguido por una docena de sus hombres, y les cerró el paso. Bastaron unos cuantos golpes de parang y algún pistoletazo para decidir a los dayakos a batirse en retirada.
En el mismo instante dos mástiles del prao caían a través del puente, abatidos por dos cañonazos disparados desde el yate.
Aquello fue la señal de una derrota completa. Los pequeños veleros, en gran parte maltrechos, rompieron el cerco, viraron más que de prisa y, aprovechando la brisa septentrional, se alejaron hacia poniente, saludados por una última andanada disparada desde la barcaza.
LA batalla había durado más de una hora, con notables pérdidas por ambas partes y gran derroche de municiones.
Pero la peor parte le había correspondido a la flotilla de los dayakos, la cual había perdido dos embarcaciones y había resultado con cuatro o cinco completamente destrozadas.
También habían caído muchos piratas, y se veían muchos cuerpos humanos flotar alrededor de los pecios, en espera de que los tiburones, siempre numerosísimos en las aguas de Malasia, acudieran a devorarlos.
Mientras los tigres de Mompracem se apresuraban a lanzar al agua sus muertos y a curar a sus heridos, Sandokán había subido rápidamente al puente del yate, donde Yáñez y Tremal-Naik lo esperaban ansiosamente.
Aquellos tres hombres formidables, que tantas audaces empresas habían llevado a cabo juntos en Borneo y en la India, se abrazaron afectuosamente.
—No creía poder veros tan pronto, queridos amigos —expresó el Tigre de Malasia.
—Y nosotros no esperábamos encontrarte aquí —respondió Yáñez—. ¿Oísteis, pues, nuestros cañonazos?
—Me avisaron alrededor de medianoche de que se hacía fuego. ¿Cuánto ha durado, en definitiva, el ataque?
—No ha comenzado hasta el alba —informó Yáñez—. Pero habíamos hecho fuego repetidas veces durante la noche para mantener alejados algunos praos sospechosos. Tú ya sabes cómo conozco a estos piratas costeros.
—¿Y Surama?
—Gobierna tranquilamente su Assam, adorada por el pueblo y por los grandes. Ha experimentado un gran disgusto cuando yo, príncipe consorte, he partido; pero como tú la has ayudado a conquistar el trono, yo no podía permanecer sordo a tu llamada y te traigo cuarenta guerreros assamés es, elegidos entre los mejores. Valen tanto como tus malayos.
—De ello respondo yo —dijo Tremal-Naik riendo—; yo, que soy ministro de la guerra y generalísimo de las tropas.
—Mientras yo soy, señor Sandokán, generalísimo de toda la artillería assamesa —declaró una voz alegre detrás de ellos.
—¡Ah, Kammamuri! —exclamó Sandokán estrechando la mano al fiel maharata de Tremal-Naik—. Donde va tu patrón estás tú siempre.[12c]
—Los terribles acontecimientos de la jungla negra nos han unido para siempre. Tigre de Malasia —respondió el maharata.
—¡Ah!… Explícame una cosa —requirió en aquel momento Yáñez, volviendo a encender su cigarrillo—. Nos habías dado cita en la isla de Gaya. ¿Por qué no has esperado nuestra llegada? Afortunadamente habías tomado la precaución de dejar instrucciones muy claras para nosotros.
—Porque han ocurrido algunas cosas que podrían comprometer la reconquista del trono de mis padres —respondió Sandokán—. Ya volveremos a hablar de ello más tarde. Por el momento ocupémonos de nuestro yate, que no tiene intención de moverse. Pero, ¿y Darma? ¿Y sir Moreland?
—Mi hija se encuentra en Colnibo con su marido —dijo Tremal-Naik—. Han prometido venir a vernos a la corte de Assam; ¿verdad, Yáñez?
—Y ese día prenderé fuego a mi trono —replicó el portugués, riendo.
—¿Te aburre, pues? —preguntó Sandokán.
—Si no amase a Surama, volvería aquí y dejaría con mucho gusto Assam y a todos los assameses. No somos hombres nosotros para llevar una vida tranquila. Hemos envejecido entre los gritos de guerra de los malayos y de los dayakos y el humo de la artillería, y añoro siempre Mompracem.
—¡Calla, hermanito! —dijo Sandokán con voz quebrada—. ¡Calla!
Se había pintado una viva emoción en su rostro varonil y apretaba los puños, mientras su frente se ensombrecía.
—¡Mompracem! —Continuó luego con un callado sollozo—. No vuelvas a abrir la herida que siempre sangra. Pero, ¡quién sabe si un día no volveré a pensar también en mi isla! Bueno, no hablemos más: éste no es el momento.
Dicho esto, se pasó dos o tres veces la mano por la frente, como para apartar recuerdos lejanos y bastante desagradables, y luego se inclinó sobre la borda de babor y gritó:
—Sapagar, ¿está a toda presión la máquina?
—Sí, patrón.
—Prepara una maroma, la más gruesa que tengamos. Ve rápido: los dayakos podrían volver con refuerzos y nos hemos quedado casi sin municiones.
—En seguida, patrón.
Entonces volviose a Yáñez:
—¿Has hecho sondar el agua?
—No hay más que tres pies. Es solamente la proa la que está encallada; la popa flota.
—¿Cuándo habéis encallado?
—Una hora antes de medianoche.
—¿Has cambiado de lugar el lastre?
—He hecho llevar por lo menos tres quintales a proa.
—¿Sube la marea?
—Desde hace un par de horas.
—Me parece, en efecto, que el casco experimenta algún estremecimiento. Ahora veremos —dijo Sandokán—. Temo que esos malditos dayakos se hagan de nuevo a la mar. Esos bribones se resignan difícilmente a las derrotas y son excesivamente vengativos. Probemos.
Descendió rápidamente por la escala y saltó a la barcaza, la cual se estremecía poderosamente bajo los golpes precipitados de los émbolos y de la hélice.
Se arrojó una sólida maroma desde la tolda del yate que fue asegurada en la popa de la barcaza; luego la máquina se puso a resoplar fuertemente y la tracción comenzó, al principio lentamente y luego con gran ímpetu.
Desde lo alto del puente Yáñez observaba la operación en compañía de Tremal-Naik y de Kammamuri.
La maroma se había tensado extraordinariamente, pero el yate resistía a la tracción de la barcaza, aunque sus hombres habían desplegado las dos cangrejas para ayudar al intento de desembarrancarlo.
De repente se elevó un grito de la tripulación de la barcaza. La máquina estaba a punto de vencer la resistencia de las arenas.
Se vio al yate al principio inclinarse ligeramente a estribor, y después deslizarse dulcemente por el mar. Ya flotaba perfectamente y podía volver a navegar con sus velas.
—¿Tienes vías de agua a proa, Yáñez? —gritó Sandokán.
—Ninguna —respondió el portugués—. Antes de que me asaltasen los dayakos ya había hecho visitar la sentina.
—Haz virar y sígueme sin retrasos. Veo allí, hacia la playa, reunirse algunos praos.
—Ahora no nos alcanzarán —afirmó Yáñez—. Mi yate es un velero de primera clase que puede desafiar a cualquier embarcación, malaya o dayaka.
Continuaba soplando una ligera brisa del norte, suficiente para un velero que llevaba cangrejas y escandalosa muy grandes.
En pocos instantes el yate hizo ciaboga y reanudó su ruta, escoltado a poca distancia por la barcaza de vapor y los dos praos malayos.
Sandokán se había puesto a observar junto con Sapagar. Algo debía de suceder en los pueblos dayakos alineados en la costa y casi a medias sepultados por una soberbia vegetación.
Se oían gritos agudísimos estallar de vez en cuando, en medio de uno u otro grupo de cabañas, y se oían también tiros de arcabuz que debían de ser señales.
En una profunda hendidura de la costa se veía navegar lentamente otros praos, haciendo extrañas evoluciones; no eran los que habían sido derrotados poco antes, porque no venían de poniente.
—¡En el fondo de todo esto está la mano de ese maldito inglés! —Afirmó Sandokán—. Hemos sido traicionados, querido Sapagar, a pesar de las precauciones que habíamos tomado para guardar nuestro secreto. Estoy más que seguro de que a estas horas en Kin-Ballu se conoce nuestro avance.
—Y sin embargo hemos capturado a Nasumbata —observó el malayo.
—Quizá hemos llegado demasiado tarde. Antes de que podamos llegar al lago tendremos que pasarlo muy mal. Pero somos bastante numerosos y no nos faltan ni las armas ni las municiones. A sus dayakos de tierra opondremos nuestros dayakos de mar de Tiga y nuestros malayos en compañía de los guerreros de Yáñez…
Se sentó sobre la espingarda de babor, sacó su chibouk, lo llenó y, después de haberlo encendido, se puso a fumar plácidamente.
Yáñez, en la popa de su yate, fumaba su eterno cigarrillo, sin preocuparse, según parecía, de los dayakos que durante la noche le habían dado tanto quehacer.
A mediodía la barcaza y el yate llegaban al fondeadero situado en el extremo meridional de la bahía de Malludu.
Echadas las anclas y botadas las chalupas, las tripulaciones desembarcaron ante una docena de cabañas construidas como mejor se había podido, con ramas y hojas de bananos y palmas.
Sandokán, Yáñez, Tremal-Naik y Kammamuri marcharon a ocupar la más amplia, que estaba guardada por un destacamento de malayos formidablemente armados.
En el interior, echado en un montón de hojas secas, estaba Nasumbata, con las manos atadas y la pierna herida cuidadosamente vendada.
—¿Quién es este hombre? —preguntó Yáñez, observándolo con extrema atención.
—El que me ha traicionado y me ha obligado a zarpar de Tiga sin esperar tu llegada —respondió Sandokán.
—¡Cómo! ¿Hay traidores entre tus hombres?
—No es uno de los viejos tigres de Mompracem.
—En efecto, no lo había visto jamás.
—Comamos ahora; después nos ocuparemos de este hombre.
En medio de la cabaña se había extendido una bellísima estera alegremente multicolor, formada por hojuelas y fibras de rotang, y alrededor de ella algunos cojines de seda roja.
Sandokán dio una palmada y Sapagar compareció inmediatamente, seguido por algunos malayos, que llevaban soberbios pescados asados, galletas y botellas.
—Os ofrezco todo lo que en este momento poseo —dijo el Tigre de Malasia—. Estamos escasos de víveres.
—Y nosotros no menos que tú —dijo Tremal-Naik—. Nuestro viaje ha durado más de lo que creíamos. La India no está próxima a Borneo.
—¿Os habéis embarcado en Calcuta?
—Sí, Sandokán —respondió Yáñez—, y, aunque la travesía no ha sido tempestuosa, sin embargo ha durado mucho.
—¿Dónde habéis comprado el yate?
—En Rangoon, para no suscitar sospechas entre las autoridades inglesas.
—Hagamos honor a la comida. Si no es variada, por lo menos es abundante.
En unos pocos minutos devoraron los manjares, copiosamente regados con excelentes botellas que se habían desembarcado del yate.
Estaban encendiendo las pipas y cigarrillos cuando entró Sambigliong, el viejo tigre de Mompracem, saludado alegremente por Yáñez, Tremal-Naik y Kammamuri.
—¿Qué novedades hay? —preguntó Sandokán, que de repente se había sentido inquieto.
—Durante vuestra ausencia han ocurrido cosas que no logro explicarme.
—¿Te han comido una media docena de hombres? —interrogó Yáñez bromeando—. Ya sabes que los dayakos del interior, además de ser terribles coleccionistas de cabezas humanas, tampoco desdeñan un bistec de sus enemigos.
—Mis malayos no han visto todavía ningún antropófago —respondió Sambigliong.
—Explícate mejor, pues —dijo Sandokán.
—En la selva que se extiende por detrás de la kotta hemos oído, por lo menos tres veces, un redoble prolongado. Si estuviera todavía en la India, diría que eran personas que tocaban algún enorme hauk.
—¿Es eso todo? —preguntó Yáñez—. Podrías mandar a esos músicos alguna botella para que recuperen un poco las fuerzas.
—Hay algo más, señor Yáñez.
—¿Has visto al diablo?
—No bromees, hermano —le dijo Sandokán—. No sabemos todavía qué sorpresa nos prepara ese perro aventurero que desde hace quince años se sienta en el trono de mis antepasados. Continúa, viejo Sambigliong.
—Hacia el alba, cuando mis hombres, después de haber dispuesto bastantes centinelas en las empalizadas de la kotta, se preparaban para reposar un poco, pareció como si un huracán violentísimo se desencadenase en la selva. Se oían fragores espantosos, que parecían producidos por el precipitarse de un número infinito de plantas, mientras entre las espesas redes de los rotang y los nepentes brillaban luces fugaces.
—¿Estaba calmado el tiempo?
—Muy calmado, patrón; había cesado completamente la tempestad y no había una nube en el cielo.
—¿Has oído algún tiro de fusil? —preguntó Tremal-Naik.
—Ninguno.
—¿Y gritos humanos? —indagó Sandokán.
—Tampoco.
—Era una serenata de nueva clase —dijo Yáñez volviendo a encender un cigarrillo y llenándose un vaso.