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Yañez se ha refugiado en las inmensas alcantarillas de la ciudad junto con una veintena de hombres, y espera la llegada de Sandokán. Este último llega de Malasia con cien dayakos y malasios a caballo, y cuatro elefantes en cada uno de los cuales hay una ametralladora. Pero son muy pocos en comparación con los veinte mil hombres del Rajah. Legalmente ésta es la última novela del ciclo Indomalayo escrito por Emilio Salgari.
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Veröffentlichungsjahr: 2017
En algunas ediciones españolas, el libro ha sido dividido en dos volúmenes: En los junglares de la India y La venganza de Yañez. Aquí lo hemos mantenido unido como en el original.
Yañez se ha refugiado en las inmensas alcantarillas de la ciudad junto con una veintena de hombres, y espera la llegada de Sandokán. Este último llega de Malasia con cien dayakos y malasios a caballo, y cuatro elefantes en cada uno de los cuales hay una ametralladora. Pero son muy pocos en comparación con los veinte mil hombres del Rajah.
Legalmente ésta es la última novela del ciclo Indomalayo escrito por Emilio Salgari. Posteriormente, después de su muerte algunos autores continuaron la saga.
Emilio Salgari
Más difícil que la conquista es
guardar lo que se ha conquistado.
JULIO CÉSAR
EN LOS JUNGLARES DE LA INDIA
La columna infernal
—Saccaroa, ¿de dónde habrá sacado ese demonio de Sindhia tantos bandidos? Dos días hace que están saliendo de los bosques y junglares para detenernos, y, sin embargo, los hemos arrollado con cinco elefantes, cinco ametralladoras y cien carabinas, si es que todavía éstas son cien, pues también hemos sufrido nosotros algunas pérdidas.[1]
—Quieren impedir que lleguemos a Gauhati, señor Sandokán, para que no podamos unimos con el señor Yáñez, el maharajá blanco, vuestro hermano de la otra parte del océano.
—¿Y tú crees, Kammamuri, que esos mendigos serán capaces de detenernos? ¿Sabes qué nombre he puesto a la banda que conduzco en socorro de Yáñez? «La Columna infernal». ¡Oh, pasaremos, aunque sea a través de veinte mil hombres! Mucho tienen que aprender los indostanos de los malayos y dayakos. No he traído conmigo más que cien, pero escogidos con sumo cuidado; cien verdaderos tigres de Malasia, que, aunque sean mahometanos en el fondo, a una orden mía no dudarían en arrancar las barbas al gran Profeta, si se les presentase delante.
—Sé lo mucho que vales —dijo Kammamuri—. Dos veces he estado en Malasia, y siempre me has causado admiración. Pero yo también pertenezco a una de las razas más guerreras de la India.
—Sí; los maharatas siempre fueron muy valientes soldados y han dado harto que hacer a los ingleses. Bien lo sabe la Compañía de las Indias.
—Tenemos encima otra emboscada, señor Sandokán.
—Y será la tercera; pero la Columna infernal pasará, y, a pesar de todos los obstáculos, me reuniré con mi hermano blanco, con la princesita y el niño Soarez. No ha sido mala idea la que he tenido de traer conmigo ametralladoras. ¡Qué pronto despejan los junglares! ¿Estás seguro de que vuelven a atacamos?
—He oído las señales de esos bandidos, señor Sandokán. Se están reuniendo para darnos quizá el último ataque.
—¡Oh! Pues nosotros pasaremos.
La tarde agonizaba. Una luz casi sangrienta se extendía por las anchas llanuras de Bengala, cubiertas de junglares y por espeso boscaje de higueras, bananos, de mangos y de viejos tamarindos, cuyas ramas se doblaban bajo el peso de los frutos.
Una columna de hombres avanzaba rápidamente, abriéndose paso a lo largo del terraplén izquierdo de la vía férrea de Rangpur. Hallábase compuesta por cien magníficos elefantes coomareah, los más fuertes de las dos razas que existen en la India, pues son más corpulentos que los merghee: armados de robustos houdahs o castilletes, en cuya parte delantera se alzaba sobre un apoyo una ametralladora de veinticinco cañones dispuestos en forma de abanico. A los elefantes seguían cien jinetes montados sobre robustos caballos de raza inglesa.[2][3]
Extraño era el aspecto de estos jinetes, pues no pertenecían a ninguna raza indostana. Mientras unos eran bajos y membrudos, con la piel oscura de reflejos aceitunados y transparencias marcadamente rojizas, y con ojos pequeños y negrísimos, otros, por el contrario, eran excesivamente altos, de color amarillento, formas casi perfectas, facciones hermosas y casi del todo proporcionadas, y ojos bien abiertos, grandes e inteligentes.
Cualquiera que hubiese poseído un profundo conocimiento de las regiones malayas, no habría dudado en clasificar a los primeros como malayos auténticos, y a los otros como dayakos de Borneo, dos razas que son exactamente iguales en ferocidad, audacia y valor indomable.
Quizá cabalgaban con algo de torpeza, pues toda aquella gente debía de estar más acostumbrada a montar sobre los rapidísimos paraos malayos; pero se sostenían bastante bien en la silla, y manejaban con vigor los caballos ingleses.[4]
Todos iban formidablemente armados. Llevaban grandes carabinas marinas, usadas más para metralla que para proyectiles; pistones de largo cañón, y ciertos enormes y pesadísimos sables cuyas puntas terminaban en forma de gancho, armas terribles, fabricadas con un acero natural que sólo se encuentra en las minas de los Montes de Cristal del sultanato de Varauni, y que con un solo golpe hacen pedazos una cabeza. Eran los famosos kampilangs de los dayakos.[5]
Sobre el primer elefante hallábanse dos hombres bien diferentes uno del otro. El uno, a quien ya conocemos, era Kammamuri, el endiablado maharata, el fidelísimo servidor de Tremal-Naik, el famoso cazador de la Jungla Negra.
El otro, que es el que realmente se hallaba sentado junto a la ametralladora, a punto siempre de dispararla, parecía a su vez un oriental del Extremo Oriente, a juzgar por el color de su piel, que tenía vagos matices aceitunados; por sus ojos negrísimos y ardientes, barba todavía negra a pesar de sus cincuenta y cinco años, y cabellos negros y rizados que le caían sobre la espalda.
Vestía una riquísima casaca de seda verde con alamares rojos y botones de oro; llevaba calzones largos de igual color y altas botas de piel amarilla y punta retorcida, como las de los usbekos del Turquestán, y de una larga faja de seda blanca le colgaba una magnífica cimitarra, cuya empuñadura, incrustada de diamantes y rubíes, debía de tener un valor incalculable.
Sobre el segundo elefante cabalgaban un viejo malayo de semblante arrugado y expresión feroz, y un hombre como de cuarenta años, de formas robustas, ojos azules defendidos por gafas de oro, cabellos muy rubios, y el color casi rosado, propio de los nacidos en los países septentrionales de Europa.
Vestía un traje blanco, de franela finísima, y llevaba en la cabeza una especie de yelmo de tela blanca, con un largo velo azul que le caía sobre la espalda.
No tenía, en verdad, aspecto guerrero, sino más bien el de un hombre de ciencia o un explorador.
Los otros tres proboscidios iban montados por malayos y por sus conductores o cornacs.
La columna se hallaba detenida en medio de un largo camino abierto entre los inmensos mangales que se extienden a lo largo de anchas lagunas, en cuyo interior se veían bullir gigantescos cocodrilos en busca de su presa. Debía de haber sufrido ya algunas pérdidas, si no de hombres, por lo menos de caballos, pues varios de éstos llevaban dos jinetes en vez de uno.
A un silbido del cornac, habíase detenido el primer elefante, arrollando enseguida prudentemente su trompa entre los colmillos como si temiese el asalto imprevisto de algún tigre, y se había plantado sólidamente sobre sus enormes patas, lanzando un prolongado barrito.
El hombre vestido a la oriental se destocó el gran turbante de seda blanca, en cuya parte delantera resplandecía un diamante de inestimable valor, y en seguida se colocó detrás de la ametralladora, diciendo al cornac, que se había tendido por completo sobre el cuello del elefante:
—Sostén firme a la bestia.
—Bien, Sahib.[6]
—Sufriremos otro ataque de esos viles chacales. ¡Y es ya el cuarto! ¿Cuántos son aún?
—Os lo he dicho ya, señor Sandokán —dijo el indostano que se sentaba a su lado y estaba cargando su carabina—. ¡Muchos!… Se dice que veinte mil.
El fiero bornés, pues no era realmente malayo, levantó los hombros y dijo:
—¡Lo mismo da! Pasaremos.
—Sin embargo, esos bandidos han tomado y saqueado Goalpara, derrotando a los dos mil montañeses de Sadhja, que acaudillaba el hijo de Khampur.
—Si los hubiese capitaneado el padre, Goalpara pertenecería aún a la rhaní, y por tanto a Yáñez. Además, nosotros somos los tigres de Mompracem, que tantas y tantas veces han vencido por mar y tierra a los ingleses; y éstos, Kammamuri, se baten mejor que los indostanos.[7]
—Pero no mejor que los maharatas, señor Sandokán. Verdad es que hemos perdido nuestra independencia; pero ¡cuántas madres inglesas han llorado a sus hijos muertos en la lejana India! ¡Cuántos han perecido en medio de los junglares, en mitad de las selvas, alrededor de las aldeas y ciudades!
—Calla, Kammamuri.
Entre los espesos mangales habíanse oído aullidos agudos, lúgubres, semejantes a los que lanza el lobo cuando recorre hambriento las montañas.
—Tú, que eres indostano, ¿crees que esos aullidos son de los chacales?
—No, aunque están hábilmente imitados —respondió Kammamuri.
—¿Estamos lejos de la capital?
—Solamente a seis o siete millas; pero me sorprende grandemente una cosa.
—¿Qué es ello?
—Que no veo las cúpulas de las pagodas y mezquitas. Y, sin embargo, el horizonte está todavía bien claro.
—¿Habrá Yáñez incendiado a Gauhati, viéndose perdido?
—Eso creo, señor Sandokán.
—¿Pero sabes dónde lo encontraremos?
—En la ciudad subterránea.
—¿Estará allí bien seguro?
—Unas pocas carabinas son suficientes para defender la entrada.
—Entonces, estoy tranquilo. ¿Siguen todavía las señales?
Púsose en pie, y volviéndose hacia los hombres que montaban los otros cuatro elefantes, gritó con voz tonante:
—¡Preparad las ametralladoras! Esto es un nuevo ataque.
Los jinetes se agruparon junto a los elefantes.
En aquel momento retumbaron varios disparos de fusil en medio de los mangales. Producían mucho estruendo, pero ningún daño, quizá porque las carabinas eran manejadas por gente más hecha a usar el tarwar y la lanza que las armas de fuego.[8]
—¡Cornacs! —gritó Sandokán—. Lanzad a la carrera a los elefantes. Están ya habituados a la música que suena sobre sus lomos.
Los cinco gigantescos animales, escoltados por los jinetes, se lanzaron a medio galope, rugiendo espantosamente. No llevaban, sin embargo, la trompa enhiesta, por miedo a recibir algún balazo.
Las ametralladoras estaban preparadas. Sólo aguardaban para ser disparadas a que se dejasen ver los atacantes; pero los chacales de Sindhia, que habían experimentado ya el fuego de aquellas terribles máquinas de guerra, se guardaban bien de mostrarse.
Sin embargo, cuando los jinetes veían a alguno atravesar a todo correr los matorrales para unirse a sus compañeros o buscar mejor posición, hacían de cuando en cuando tronar sus enormes carabinas de mar, cargadas hasta la mitad del cañón de pequeños clavos de cobre. Estos disparos no siempre causaban la muerte, pero desembarazaban el terreno de asaltantes, los cuales no podían resistir las crueles heridas de aquel género nuevo de metralla, usado solamente por los piratas malayos.
Por espacio de un buen kilómetro, los cinco elefantes marcharon siempre a medio galope, y desembocaron por fin en la llanura, que se extiende al sur de la capital, limpia de bosques y junglares, por haberse destinado aquel terreno para arrozales.
Kammamuri lanzó de pronto un grito agudísimo.
—¡La capital ha desaparecido! Sólo veo la mezquita vieja que se alza junto a la entrada de la ciudad subterránea.
—En efecto, no se ven más que muros arruinados —respondió Sandokán—. Debe de haber sido un buen incendio, pues en Gauhati había templos, palacios y casas en gran número. ¿Se habrá abrasado también Yáñez? ¡Oh, Sindhia me pagaría bien cara la muerte de mi hermano blanco!
Se frunció su entrecejo, y sus ojos negrísimos lanzaron relámpagos terribles. No había aún envejecido el Tigre de Malasia.
—¿Me has oído, Kammamuri? —preguntó después de un breve silencio, interrumpido sólo por los barritos de los elefantes, que parecían tener en sus pulmones fuelles gigantescos.
—Si el maharajá ha tenido tiempo de refugiarse en las grandes cloacas, y de seguro lo habrá tenido, le encontraremos aún vivo.
Sandokán respiró largamente, como si le hubiesen quitado algún peso que le oprimiese el pecho, y en seguida añadió:
—¿Tú crees, pues, que estará a salvo?
—Sí, señor Sandokán.
—¿Y la princesa? ¿Y el pequeño Soarez a quien tanto deseo ver?
—Estarán con él, o los habrá enviado antes a las montañas. Bien sabéis cuán prudente es Yáñez.
—Sí; mucho más que yo; y si él no me hubiese contenido, quizá no estaría yo aún vivo. Vamos; parece que todo marcha bien. Sólo nos separan cuatro millas de esa mezquita, distancia que salvarán nuestros elefantes y caballos en un abrir y cerrar de ojos.
—Eso será si nos dejan tranquilos, señor Sandokán.
—Pues que nos presenten batalla esos chacales. Aunque sean muchos, muchísimos, estamos prontos a aceptarla.
—Allí, sin embargo, hay un peligro.
—¿Cuál?
—Que después nos sitiarán.
—¿Dentro de la ciudad subterránea?
—Sí, señor Sandokán.
—¿Falta el agua allí dentro?
—Hay demasiada.
—Entonces todo irá bien. Tendremos para comer cinco elefantes y casi cien caballos. Podremos resistir mucho tiempo.
—¿Y la leña?
—Mis hombres están acostumbrados incluso a comer la carne cruda; y además, si es menester, haremos furiosas salidas y nos proveeremos de leña. Basta, pues; ha llegado el momento de empezar otra conversación. ¿No los ves cómo corren a esconderse en las zanjas de los arrozales?
—Sí, señor Sandokán; y esos bribones son diez veces más que nosotros; y lo que es peor, entre ellos veo no pocos rajaputras.[9]
—¡Ah, con qué facilidad se venden esos bravos rajaputras! —dijo Sandokán apretando los dientes—. Asestaremos contra ellos nuestras ametralladoras. Los demás, bien poco valen.
Por segunda vez se levantó y gritó a los cornacs:
—¡A galope! ¡Dirigíos hacia esa mezquita que veis allí!
Quinientos o seiscientos hombres, entre los cuales se hallaban no pocos rajaputras, saltaron sobre las márgenes de los arrozales, disparando a la desesperada.
De pronto, las cinco ametralladoras, tres hacia la derecha y dos a la izquierda, crepitaron, lanzando proyectiles en todas direcciones.
Al mismo tiempo los jinetes rompieron el fuego con sus enormes carabinas.
Pero aquel huracán de plomo y cobre no pareció espantar en extremo a los asaltantes, aunque muchos caían a cada instante muertos o heridos en las acequias de los arrozales.
Los chacales de Sindhia se lanzaban al ataque con valor desesperado, resueltos, según parecía, a impedir que aquella columna, venida del Sur, penetrase en la capital destruida o en la ciudad subterránea.
Arrojábanse con ímpetu salvaje en grandes grupos corriendo a la desbandada y aullando espantosamente. Atacaban por la derecha y por la izquierda, avanzando animosos y sin cesar de disparar, casi siempre sin éxito.
Sin embargo, la Columna infernal no se detenía. Avanzaba rápida, ametrallando continuamente a sus contrarios, mientras los jinetes daban de cuando en cuando furiosas cargas con los pesados kampilangs, que producían en los chacales de Sindhia heridas espantosas y casi siempre incurables.
Ante aquellos furiosos ataques desbandábanse los asaltantes y huían a través de los arrozales; pero no tardaban en volverse a agrupar en torno a los rajaputras, los únicos que osaban resistir y hacer uso de sus carabinas.
Entre los malayos caía de cuando en cuando alguno, al cual, sin embargo, no abandonaban sobre el campo de batalla sus compañeros, con la esperanza de poderlo todavía salvar.
Las cinco ametralladoras, manejadas por hombres hábiles, hacían verdaderos estragos, cuya mayor parte tocaba a los rajaputras, pues Sandokán sólo hacía fuego sobre ellos, bien persuadido de que eran las únicas tropas sólidas que tenía el exrajá.
Aquellos valientes mercenarios de terrible aspecto caían a montones en las márgenes de los arrozales; pero a pesar de todo procuraban reunir a los parias, faquires y brahmanes, gente toda desacostumbrada sin duda alguna a la guerra.
—Bien resisten, pero los venceremos —dijo Sandokán a Kammamuri, mientras manejaba su ametralladora.
—A no ser por los rajaputras, nuestra tarea estaría ya acabada; pero se engaña Sindhia si espera detenernos antes que lleguemos a la ciudad subterránea.
Las descargas se sucedían unas a otras con espantosa frecuencia, y los proyectiles silbaban entre los arrozales. Los jinetes, así malayos como dayakos, habían vuelto a agruparse alrededor de los elefantes, y disparaban sus enormes carabinas, dejando en paz sus kampilangs, enrojecidos ya por la sangre.
La vieja mezquita distaba sólo tres kilómetros. Sus cúpulas se dibujaban limpiamente sobre el fondo del cielo, que se había tornado azul oscuro por haberse escondido ya el sol bajo el horizonte.
Muchos eran los asaltantes; mas con todo eso no desesperaba Sandokán de arrollarlos, a pesar de las continuas y feroces embestidas de los chacales de Sindhia.
Había traído consigo muchas cajas de municiones, destinadas en su mayor parte a las ametralladoras, y no economizaba los proyectiles ni quería que los demás los economizasen.
—¡Ánimos! ¡Barramos a esta canalla! —gritaba—. Nosotros, que hemos vencido a los ingleses en cien batallas, ¿habremos de caer ante miserables parias?
Viendo que los atacantes, a pesar de las terribles pérdidas sufridas, volvían a agruparse en torno a los pocos rajaputras escapados al infernal fuego de las ametralladoras, volvióse hacia sus jinetes.
—¡Cargad sobre ellos con los kampilangs! —gritó—. ¡Despejadme el camino ahora que el terreno es más propicio!
Los elefantes habían dejado atrás los arrozales, y marchaban a todo galope por un llano vastísimo interrumpido solamente por grupos de bananos y escasos matorrales.
Malayos y dayakos esperaron a que las ametralladoras desordenasen al obstinado adversario, y enseguida cargaron furiosos, esgrimiendo con robusta mano sus pesadísimos sables.
La Columna infernal pasaba sobre los cuerpos de los chacales de Sindhia arrollándolo todo en su carrera.
Nada podía ya detenerla. Habrían sido necesarias todas las tropas del exrajá, las cuales se hallaban quizá desparramadas alrededor de la vasta ciudad destruida, y ocupadas en remover las cenizas de mezquitas, pagodas, palacios y bungalows, con la esperanza de encontrar oro y plata.[10]
Los elefantes, enardecidos por todos aquellos gritos y disparos, y enfurecidos tal vez por alguna herida, habíanse lanzado en desenfrenada carrera, barritando espantosamente.
Aquellos cinco gigantes, montados por hombres que parecían invulnerables, y cuyas ametralladoras sembraban por todas partes la muerte, causaban verdadero terror.
Los chacales de Sindhia, desordenados ya por la última carga, y aterrorizados por aquellos disparos que se sucedían sin tregua y derribaban grupos de hombres, no osaban oponer resistencia alguna, sobre todo no siéndoles ya propicio el terreno.
Huían por todas partes, más veloces que nilgós, y hasta tirando las carabinas para correr más ligeros.[11]
Los mismos rajaputras, espantados por aquella carnicería causada por las ametralladoras, ya no resistían. Huían ante la Columna infernal.
—Ya era tiempo de que se quitasen de en medio —dijo Sandokán, disparando por última vez su ametralladora sobre los fugitivos—. Sin duda nos tomaban por conejos.
Levantó la voz y gritó:
—¡Acelerad el paso, cornacs! ¡Estamos ya a pocos pasos de un refugio seguro!
—Ahora dejadme a mí la dirección de los elefantes —dijo Kammamuri—. Sólo yo conozco el camino.
—¿Podrán entrar los animales? —preguntó Sandokán.
—La bóveda es tan vasta que permite la entrada hasta a un pequeño ejército; además, las dos márgenes son anchísimas. Caballos y elefantes podrán avanzar sin riesgo alguno de caer en las aguas fangosas de la corriente.
—Sin embargo, necesitaremos antorchas.
—Tenemos un cajón lleno. Y precisamente está debajo de tus pies.
El maharata rompió las tablas con dos culatazos de su carabina; cogió una de las teas, y encendiéndola al punto, gritó a los cornacs:
—Seguid siempre a mi elefante, y yo respondo de todo. Procurad que ningún animal se desvíe cuando hayamos entrado en la ciudad subterránea.
Junto a la mezquita vieja, una turba compuesta de parias, faquires o bandidos; intentó el último asalto para detener a la Columna infernal, antes que penetrase bajo las tenebrosas bóvedas de la gran cloaca; mas no era de temer que opusiesen larga y enconada resistencia.
Por vez postrera volvieron a tronar las ametralladoras, derribando filas enteras de combatientes; y enseguida los cinco elefantes y los cien jinetes desaparecieron bajo la gigantesca arcada, corriendo sobre una de sus márgenes.
La antorcha de Kammamuri servía a todos de faro.
Al cabo de un rato, resonaron varias voces en las tinieblas:
—¿Quién va ahí? ¿Quiénes sois?
—¡Somos los tigres de Mompracem! —gritó Sandokán con voz potente—. ¡No hagáis fuego!
—¡Ya era hora de que llegases! —gritó una voz.
—¡Oh! ¿Eres tú, Yáñez? —preguntó Sandokán—. ¡Cuánto me alegro de haber llegado a tiempo de salvarte!
Un grupo de hombres avanzaba agitando dos antorchas. Precedíales un europeo de larga y rizosa barba, gallardo aspecto y vestido por completo de finísima franela blanca.
Al lado de este hombre venía un indostano de correctas facciones, piel ligeramente bronceada y negrísimos ojos, y con un traje mezcla de cipayo y rajaputra.
Estos personajes eran Yáñez, el maharajá de Assam, a quien conocemos muy bien, y su fiel compañero Tremal-Naik, el famoso cazador de la Jungla Negra.
Detrás venían trece hombres, todos indostanos y armados de carabinas y de tarwar, armas de poca eficacia en un combate con malayos y dayakos, que se servían a su vez, como hemos dicho, de enormes y pesadísimos sables, o sea los formidables kampilangs.
Kammamuri había hecho detenerse al primer elefante, y arrojado la escala de cuerda.
De un salto, Sandokán, el terrible pirata malayo, bajó a tierra y abrió los brazos, gritando:
—¡Los dos a mis brazos, mis viejos amigos!
El maharajá y el indostano se precipitaron sobre él, estrechándolo fuertemente.
—Basta por ahora —dijo Sandokán—. ¿Están a salvo la princesa y el niño?
—Sí —respondió Yáñez—. Antes de destruir mi capital envié a los dos entre los montañeses de Sadhja.
—¡Saccaroa…! Ya he visto al acercarme aquí que no quedaban pagodas, palacios ni edificios. Todos dicen que yo soy terrible, pero tú no lo eres menos.
—¿Por ventura no soy tu hermano blanco? —dijo Yáñez riendo.
—Es verdad. Casi me había olvidado. ¿Sabes que hace tres larguísimos años que no nos vemos?
Después, volviéndose hacia Tremal-Naik, le preguntó:
—¿Y tu hija Damna? ¿Y su marido, el valiente sir Moreland? ¿Están aquí?
—Nada de eso. Continúan navegando, y ahora están en el océano Pacífico.
—Y hacen bien, a mi juicio, en mantenerse lejos de la India —dijo Sandokán—. Todavía no han sido los thugs destruidos del todo, y esos canallas son muy vengativos.[12]
Después miró a su amigo blanco, sonriendo.
—¿Conque ya no eres tú el maharajá, mi pobre amigo?
—Poco a poco, Sandokán —respondió Yáñez—; todavía tengo un pie dentro del reino, y además, aún me son fieles los montañeses.
—En cambio, esos canallas de rajaputras te han traicionado todos. Ya me lo ha dicho Kammamuri.
—De mil, no queda más que uno.
—Al venir aquí hemos matado bastantes de esos traidores mercenarios, y siento por ellos verdadero odio.
—Lo mismo me pasa a mí —dijo Yáñez—. Si no me hubiesen abandonado, no habría podido Sindhia volver a pisar tierra de Assam. Toda la canalla que ha reunido, se habría dispersado enseguida.
—¿Has perdido, por ahora, las dos ciudades mayores del Imperio?
—Y quizá hayan caído también otras en poder de esos bribones. Hace veintiséis días que estoy aquí como prisionero, y no he recibido noticia alguna de fuera.
Sandokán le miró con estupor.
—¿Cómo puedes haber resistido tanto tiempo el calor infernal que hace aquí dentro? ¡Te has debido de cocer como un pan de sagú![13]
—Esta altísima temperatura se ha desarrollado hace cinco o seis días. En un principio parecía que las inmensas bóvedas de las cloacas no sentían en manera alguna el incendio que ardía sobre ellas destruyendo mi capital. Después, poco a poco, se han ido calentando.
—¿No se derrumbarán sobre nuestras cabezas?
—No lo creo. Los mogoles eran muy buenos arquitectos. Puede ser que muchas galerías y rotondas estén ruinosas. Pero nosotros no pasaremos por ellas. Sería muy peligroso.
—¿Y el agua, falta?… Veo aquí un largo río pestilente que corre junto a la margen. Pero no seré yo, en verdad, quien apague mi sed en este caldo.
—Hemos encontrado un pequeño manantial, que nos provee de agua en abundancia.
—¿Y cuántos víveres tenéis? —preguntó Sandokán.
—Has de saber, amigo, que desde que nos refugiamos aquí, no hemos hecho otra cosa que asar topos, pues no tuvimos tiempo de traernos ni siquiera una caja de bizcochos.
—¡Pobres topos! ¡Cuántos habréis destruido! ¡Centenares y centenares!
—Pero ahora andábamos ya a puñetazos con el hambre, pues todos los roedores, espantados, nos han abandonado como unos bellacos.
—No les falta razón —dijo Sandokán sonriendo—. A nadie le gusta acabar sus días en un asador.
En aquel punto, hacia la entrada de la gran cloaca, oyéronse retumbar varios disparos, cuyo estruendo se extendió como un trueno por las innumerables galerías.
Sandokán hizo un gesto de cólera.
—¡Oh! —exclamó—. ¿También aquí se atreven a atacarnos esos bandidos o chacales? Poco a poco, amigos. Vais a recibir unas cuantas lecciones.
Después, alzando la voz y volviéndose hacia sus hombres, que se mantenían aún sobre sus sillas y habían encendido varias antorchas, les dijo:
—Quitad las ametralladoras de los castilletes y llevadlas, con una escolta de cincuenta hombres, a la salida de esta inmensa cloaca. Los elefantes se quedarán por ahora aquí. Más tarde podrán sernos extraordinariamente útiles. No ahorréis municiones. Las tenemos en abundancia.
Veinticinco dayakos y otros tantos malayos saltaron a tierra, y después de confiar los caballos a sus compañeros, se agruparon en torno a los elefantes, a los cuales habían hecho arrodillar los cornacs; cogieron las cinco terribles máquinas de guerra y se alejaron a toda prisa a lo largo de la alcantarilla.
—Siempre están tus hombres listos como ardillas y jamás vacilan —dijo Yáñez suspirando.
—Di más bien nuestros hombres, ya que durante largos años han combatido a tu lado. Si yo soy el «Tigre de Malasia», tú serás el «Tigre Blanco de Mompracem», y a ti te pertenecen esos valientes, que tantas veces guiaste a la victoria en las tierras malayas. En realidad, este maldito reino de Assam ya no nos quería y no era necesario.
—¿Y mi mujer?
—Tienes razón; ella es la rhaní y tiene derecho a conservar el reino y disputárselo a ese bribón de Sindhia ya destronado. Mucho hay que hacer aquí, querido Yáñez; pero, en verdad, yo todavía no estoy desanimado. Me gusta guerrear en la India; y nosotros que hemos vencido y muerto a Suyodhana, el famoso capitán de los thugs de la Jungla Negra, sabremos también quitar por segunda vez de en medio a ese borrachín de exrajá y…
Interrumpióse de pronto, y se volvió hacia la inmensa entrada de la gran cloaca, donde brillaban en lontananza luces rojizas que a veces se oscurecían para tornarse enseguida amarillentas. Eran las hachas de viento que llameaban en la desembocadura de la alcantarilla.
Oyéronse varios disparos de fusil, y enseguida descargas secas, cerradas, espantosas, ante las cuales no podían, en verdad, resistir los chacales de Sindhia.
—¿Oís cómo cantan mis ametralladoras? —dijo el formidable pirata, volviéndose de nuevo a sus dos amigos—. Sin ellas quizá nunca hubiese logrado llegar hasta aquí, pues esos perros, alentados por la presencia de los rajaputras, nos han dado muy brillantes asaltos. Pero, en verdad, no resistían a ellas ni un minuto.
—¿Son armas de marina? —preguntó el portugués—. No he tenido todavía tiempo de examinarlas. Se parecen a las que teníamos a bordo del Rey del Mar.
—Mucho más potentes —respondió Sandokán—. Las he quitado de mi Perla de Labuán, que es ahora la nave más rápida y mejor armada que poseo. ¡Oh! Los ingleses de Labuán la conocen bien, y saben que es muy capaz de hacer frente a sus cruceros, ya demasiado anticuados, y a los cañoneros holandeses.
—¡Ah! —exclamó Yáñez, dándose con la mano un golpe en la frente—. ¿Y tu amiga holandesa?
—Sigue siendo siempre mi fiel amiga —respondió el pirata con una ligera sonrisa—. Pero, ¡vaya!, se me ha olvidado presentarte a un pariente suyo, un médico, del cual se dice que tiene mucha fama en Europa, y que nos ayudará eficazmente a destruir las bandas de Sindhia.
—¿Qué médico es ése? —preguntó Yáñez con un tono un tanto irónico y levantando la voz a causa del estruendo infernal que armaban las ametralladoras.
—¿Te acuerdas de aquel demonio de la guerra que con no sabemos qué máquina eléctrica podía hacer estallar desde lejos los depósitos de pólvora de las naves?
—¡Vaya si me acuerdo, por Júpiter! Y estoy casi seguro de que, si aquella granada caída en el momento mismo en que iba a lanzar la terrible chispa eléctrica no le hubiese muerto y destruido en el mismo instante su misterioso aparato, habrían saltado muchas naves de sir Moreland.
—Y en ese caso sir Moreland no habría llegado a ser mi yerno —dijo Tremal-Naik—. Porque si todo estallaba, debían saltar también por los aires él y sus marinos.
—Tienes razón —dijo Sandokán—. Si tal hubiese acontecido, tu hija Damna no se habría casado con el hijo de Suyodhana.
—¿Pero dónde está ese médico? —preguntó Yáñez.
—Sobre el segundo elefante. Es probable que se haya dormido, porque tenía mucho sueño.
—¿Y dispone también éste de alguna chispa eléctrica para hacer estallar la pólvora? —preguntó Yáñez.
—No; sólo tiene un cajón de botellas bien lacradas.
—¿Y creéis que ese pacífico médico, venido de la brumosa Holanda, podrá hacer daño alguno…?
—¿Hacer daño? Pretende y asegura que destruirá a todos los chacales de Sindhia con esas misteriosas botellas.
—¿Qué es, pues, lo que contienen?
—Yo no lo he entendido apenas, y además no soy europeo para saber qué cosa son los microbios.
—¿Microbios? ¡Diablo! ¿Tendrá la peste y el cólera encerrados en esas botellas?
—No sé qué decirte —respondió Sandokán—. Yo no entiendo más que de paraos, carabinas, parangs y kampilangs. Él te lo explicará mejor.[14][15]
Cogió de manos de un malayo una antorcha, la agitó junto al suelo, y habiendo cesado en aquel punto las descargas de las ametralladoras y carabinas, se acercó al segundo elefante, que estaba bebiendo ávidamente en un cubo de agua, cogido del manantial por el cazador de topos, y gritó:
—¡Ea, señor Van Horn! ¡Os presento al maharajá de Assam!
El parlamentario
A este llamamiento, el europeo de piel rosada, cabellos rubios y ojos azules defendidos por gafas de oro, se despertó prontamente y descendió del houdah o castillete.
—Alteza —dijo, quitándose el salacot de tela blanca y haciendo una profunda cortesía—. Os conozco ya mucho de oídas, y anhelaba vivamente veros.
—¿Sois holandés? —preguntó Yáñez, después de haberle dado un apretón de manos.
—Sí, Alteza.
—¿Médico, quizá?
—Soy un médico que ha dedicado toda su vida al estudio de los bacilos.
—¿Y por qué habéis venido en compañía de mi amigo?
—Para ayudaros, Alteza —respondió el holandés con voz humilde—. Experimentaré en vuestros adversarios la potencia de mis bacilos.
—Realmente no os comprendo bien, señor Van Horn.
—Lo creo; todavía no habéis visto mis botellas, dentro de las cuales cultivo esos microscópicos animalitos, tan terribles, que producen la peste, el cólera y otras enfermedades.
—Yáñez —interrumpió Sandokán—, ¿crees realmente que no se derrumbará la bóveda, aunque está calcinada por el fuego?
—Ya te he dicho que no hay peligro alguno.
—¡Entonces, y para dar lugar a que habléis de cosas que yo, casi salvaje, no puedo comprender, os dejo, y me voy a la entrada de la alcantarilla! Quiero ver con mis propios ojos cómo van allí las cosas. Parece que a los chacales de Sindhia se les ha metido en la cabeza entrar aquí, a pesar del fuego de las ametralladoras. ¡Oh, lo veremos!
Llamó a dos malayos, cogió una antorcha y se alejó rápidamente a lo largo de la cloaca, mientras los disparos continuaban retumbando hacia el final de la gran arcada.
—Os decía, pues —continuó el holandés, que, al parecer, gustaba mucho de hablar, cosa extraña en un holandés—, os decía que yo he logrado cultivar una cantidad enorme de bacilos, bastantes para destruir hasta cien millones de personas en pocos días.
—¿Es posible? ¿Seréis vos hermano del Demonio de la Guerra? —exclamó el maharajá.
—No, Alteza —respondió el holandés sonriendo—. Conozco ya la historia de aquel desgraciado inventor. Además, yo no soy inventor. No soy más que un cultivador, que en vez de sembrar judías o patatas, encierra los más terribles bacilos en botellas que en lugar de agua pura contienen un caldo muy nutritivo, fabricado con suero de ternera e hígado en glicerina.
—Es un poco difícil comprenderos, señor Van Horn. Yo no he sido nunca hombre de ciencia.
—Me comprenderéis enseguida, Alteza.
Aunque hacia el fondo de la gran cloaca continuaban tronando las grandes carabinas, el holandés se encaramó ágilmente sobre el houdah o castillete, abrió un cajón y tomó al azar un objeto, volviendo enseguida a bajar, aunque con infinitas precauciones.
—¿Qué es esto? —preguntó Yáñez—. Una botella que parece llena de un líquido color de ámbar y que yo no bebería; os lo aseguro, doctor.
—No. Es un vivero. Dentro de este vidrio he cultivado los bacilos de la tuberculosis.
—Pero yo no veo agitarse ningún insecto en ese caldo.
—¿Cómo va a ser eso posible? Vuestros ojos no son microscopios. Advertid, Alteza, que los bacilos, por ejemplo, de la tuberculosis, que tienen la forma de lancillas rojas, son tan pequeños que, alineados en número de mil, ocupan apenas el espacio de un milímetro. Calculad, pues, que se necesita un millón de esos terribles seres para cubrir solamente un milímetro cuadrado…
—Entonces es natural que no pueda yo verlos.
—Ni los veríais aunque tuvieseis ojos de águila.
—¿Y cuántos hay encerrados en ese vivero?
—Los suficientes para inocular la tisis a cien o doscientos mil hombres —respondió el holandés.
—Verdaderamente me espantáis. ¡Si vuestras botellas se rompiesen, teniendo como tendréis otras donde se encierren enfermedades mucho más terribles!…
—Moriríamos todos, y en poco tiempo, pues tengo tres viveros de bacilos virgula, que matan al hombre apenas le atacan.[16]
—Señor Van Horn, volved a su sitio vuestra botella. Una bala perdida podría entrar en la gran cloaca y romper el vidrio en vuestras manos. Pero, decidme —añadió Yáñez—, ¿cómo os serviréis de estos que podemos llamar proyectiles mortales de necesidad?
—Se lleva una botella al campo enemigo, allí se rompe y después se deja que los microbios se desarrollen mejor y cumplan su deber.
—¿Deber lo llamáis?
—Su oficio, si queréis mejor. Al cabo de pocas horas el cólera se habrá declarado en el campamento, y los hombres caerán heridos más o menos de muerte.
—¿Y quién será el hombre con valor suficiente para ir a romper el vivero en medio de los enemigos?
—Ese hombre pienso ser yo —respondió el holandés con su calma acostumbrada—. Yo estoy completamente inmune a todas las enfermedades que puedan producir mis queridos animalillos.
—Bien está. ¿Pero seréis vos quien penetre entre las tropas de Sindhia?
—Sí, Alteza; con dos Botellas bien escondidas en dos bolsillos especiales, cosidos dentro de mi ancha túnica.
—No os fiéis de esa gente.
—Soy europeo; y además veréis, Alteza, cómo burlo a esa gente y a su rajá.
—¿Iréis solo?
—Solo —respondió el holandés—. He vivido entre los dayakos, que en las selvas de Borneo acostumbran coleccionar todavía cabezas humanas, y, sin embargo, ninguno ha cortado la mía. Las gentes de Sindhia son naturales de Assam, y, según mis informes, nunca han tenido por oficio cortar cráneos humanos.
—Debéis tener mucho valor, señor Van Horn —dijo Yáñez—. Allá os veremos en la prueba.
—Cuando queráis, Alteza. El calor que hace en Borneo y en la India es muy favorable a mis microscópicas bestezuelas. Si me hubiese quedado en Holanda, a estas horas estarían todas muertas a pesar de mis cuidados. En mi país hace algo de frío, y hay mucha humedad durante todo el año y…
Un disparo de ametralladora le interrumpió bruscamente. Todavía, pues, se seguía combatiendo hacia la última arcada de la inmensa alcantarilla.
Yáñez se precipitó sobre su carabina, que tenía apoyada contra el muro, y dando dos o tres pasos, dijo al médico, que continuaba estrechando entre sus manos la peligrosa botella:
—Voy a ver cómo siguen las cosas. Más tarde reanudaremos nuestra interesante plática. Por ahora os aconsejo que dejéis dormir a vuestros bacilos.
Y se alejó a escape, seguido de Tremal-Naik y Kammamuri, que iba provisto de una antorcha, y la hacía girar continuamente para avivar la llama.
Los tres, seguidos a poca distancia por media docena de malayos, que al oír los disparos no habían podido contenerse, se lanzaron a todo correr a lo largo de la cloaca.
Las ametralladoras seguían crepitando, señal evidente de que los chacales de Sindhia, como los había llamado Sandokán, intentaban, en gran número, penetrar en la alcantarilla.
Después de una carrera velocísima que duró diez minutos largos, Yáñez y sus compañeros se unieron con el Tigre de Malasia.
Las balas silbaban en el aire, descostrando unas veces los muros y otras la gran bóveda.
En el exterior de la cloaca los enemigos disparaban a la desesperada, creyendo asustar con el estruendo de quinientos o dos mil fusiles a los piratas de Mompracem. ¡Ah, era menester mucho más para atemorizar a aquellos viejos guerreros encanecidos entre el humo de tantas batallas terrestres y navales!
—¿Conque esto es un verdadero asalto? —preguntó Yáñez acercándose a Sandokán, que disparaba una de las cinco ametralladoras, sentado sobre un peñasco, junto al cual ardía una débil antorcha.
—Así parece —respondió el formidable guerrero—. Pero mientras funcionen estos juguetes, los chacales de Sindhia no pondrán los pies aquí dentro. Lo difícil será salir después de esta especie de trampa.
—Ahí tenemos al médico holandés, que pensará en abrirnos camino —dijo Yáñez con algo de ironía.
—¿Lo crees tú así?
—¿Quién sabe?
—Yo te lo he traído porque me aseguraba que en pocos días destruiría a todos los pobladores de Assam, con sus famosas botellas llenas de no sé qué bichos. Pero yo confío más en mis ametralladoras y en las carabinas de mi gente. ¡Hola! El fuego ha cesado, y se oye sonar un ramsinga y una campana. Mira bien, Yáñez. ¿No ves aproximarse una gran lámpara? ¿Nos mandará Sindhia algún parlamentario?[17]
—Sí —respondió el maharajá—. Es un parlamentario. Haz que cese el fuego.
Sandokán sacó un silbato de oro, y lanzó tres agudos silbidos. Al momento quedaron silenciosas las ametralladoras y carabinas.
Entre las tinieblas de la noche resonó una voz en el exterior de la gran cloaca:
—¡Traigo bandera blanca!
—¿Quién eres? —preguntó Yáñez.
—Un parlamentario.
—¿Quién te envía?
—Sindhia.
—Acércate.
Después, volviéndose hacia Sandokán, le dijo:
—Yo he oído esta voz en otra parte, y no hace mucho tiempo.
Tremal-Naik, que estaba examinando la ametralladora, dijo:
—Conozco al hombre que nos ha hablado.
—¿Quién puede ser?
—El que tú tenías atado a un cañón sobre los muros de Gauhati, y al que, en vez de hacerle saltar por los aires, como estabas en tu derecho, perdonaste la vida.
—¿Kiltar, el brahmán?
—Sí. Aquel hombre te dijo que se llamaba Kiltar, y que no te olvidarías de su nombre.
—He aquí un hombre que nos traerá noticias preciosas —dijo Yáñez.
—¿Creerás en su palabra? —preguntó Sandokán, siempre desconfiado.
—Me debe la vida, y los indostanos son agradecidos.
—Veremos.
Ocho malayos, con las carabinas inclinadas al suelo, precedidos por un dayako que llevaba una antorcha, salieron al encuentro del parlamentario, que se había acercado solo, agitando una bandera blanca.
Era un hombre de alta estatura, flaco como todos los brahmanes y faquires, de piel muy oscura y facciones enérgicas que hacía más duras una larga y espesa barba negra.
Iba todo vestido de blanco. Sólo en la cintura llevaba una ancha faja de seda amarilla, en bastante mal estado. Los malayos le sujetaron, y le empujaron con bastante brusquedad hacia Yáñez, que estaba alumbrado por otra antorcha sostenida por un dayako, armado de un kampilang centelleante.
—Gran Sahib —dijo—. ¿Me conoces? Espero que no habrás olvidado mi nombre.
—Tú eres Kiltar, el brahmán que yo perdoné —respondió el maharajá—. Te he reconocido perfectamente. Ésta es la segunda vez que te presentas a mí como parlamentario. ¿Qué es lo que quieres? ¿Es Sindhia quien te envía?
—Sí, gran Sahib —respondió el brahmán, clavando su mirada en el bruñido kampilang del dayako que sostenía la antorcha.
—¿Qué quiere ese hombre?
—Que te rindas a él, gran Sahib.
—¡Ah! —exclamó Yáñez, alargando un cigarrillo a Sandokán—. Ese hombre está loco.
—Eso creo yo también, gran Sahib —respondió el brahmán—. No le han curado bien en Calcuta.
—Explícate mejor, Kiltar.
—Te aconsejo, gran Sahib, que no te rindas. Desde que se unieron contigo esos hombres terribles que han hecho verdadero estrago entre los rajaputras, un día a tu servicio, el rajá está espantado.
—Bueno es saberlo —dijo Sandokán, que, sentado sobre una ametralladora, miraba con viva curiosidad al parlamentario.
—Me debes la vida —dijo Yáñez—. ¿Te acuerdas?
—Jamás se me olvida, gran Sahib. Dicen que los muertos se hallan muy bien en el nirvana, tan vasto, que puede acoger todas las almas de los indostanos, que yo estoy contento de no hallarme en él a estas horas.
—Lo creo —respondió Yáñez riendo—. Al menos, mientras se vive puede saberse lo que sucede en el mundo.
—No sé lo que es el mundo —respondió el brahmán—. Yo no conozco más que la India.
—En conclusión, ¿qué es lo que quieres? No tenemos tiempo que perder.
—Si te place, gran Sahib, podremos reanudar esta plática mañana o dentro de una semana.
—¿Volverás aquí?
—No, yo no volveré más, porque si llevo a Sindhia la noticia de que todos vosotros os negáis a rendiros, hará que me aplaste la cabeza uno de sus elefantes.
—¿Suyos?… ¡Míos! —rugió Yáñez.
—Es verdad. Los rajaputras te los robaron todos.
—¡Miserables canallas! —exclamó Sandokán—. Respetaré a los parias; respetaré a los faquires y brahmanes; pero no respetaré a esos mercenarios. Fusilaré a cuantos caigan en mis manos, y no errarán el tiro mis carabinas.
—¿Ha perdido algunos? —preguntó Yáñez con rabioso ímpetu.
—Tres o cuatro en el asalto de Gauhati —respondió el brahmán.
—¿Cuántos hombres tiene?
—Quizá le queden sólo quince mil; porque la columna que ha venido en tu auxilio ha hecho verdaderas matanzas con ciertas armas que nosotros no conocíamos. Era un fuego infernal, que se sucedía sin tregua y derribaba a centenares los combatientes.
—¿Tiene también Sindhia miedo a esas armas?
—Se echa a temblar apenas oye el siniestro chasquido que mata como conejos a sus hombres.
—Bueno es también saber esto —dijo Sandokán, que había encendido su pipa incrustada de zafiros orientales y con la boquilla de oro—. Este hombre es verdaderamente utilísimo.
Yáñez continuaba fumando sus cigarrillos, teniendo el entrecejo fruncido y acariciándose la barba. Parecía reflexionar hondamente.
Por fin preguntó:
—¿No quieres volver al lado de Sindhia? Y, sin embargo, debes volverle a ver.
El brahmán se puso lívido, y sus ojos se ensancharon de espanto.
—Tú deseas mi muerte, gran Sahib —dijo—. Verdad es que me has dado la vida.
—No volverás tú solo al campo de Sindhia —dijo Yáñez—. Te daré un compañero que será un hombre blanco.
—¡Un hombre blanco! —exclamó el brahmán.
Sandokán se había erguido y vaciado la pipa.
—¿Qué es lo que estáis maquinando, hermanito? —preguntó a Yáñez, que conservaba siempre su maravillosa sangre fría.
—Tú me has traído a un blanco que promete destruir en pocos días todas las hordas de Sindhia. Y yo voy a ponerlo a prueba.
—¿A quién, al señor Van Horn?
—Sí; nos va a probar el poder de sus botellas.
—¿Y tú crees en eso?
—Yo confío más en mi carabina —respondió el portugués—. Pero a ciertos sabios se les debe creer.
—Si lo dices tú es negocio resuelto.
—¿Quieres enviarle a Sindhia?
—Ciertamente, si no tiene miedo. Yo le creo valiente.
—¿Te ha dicho que quería ir?
—Sí; con un par de botellas llenas de bacilos del cólera.
—¿Qué bacilos son ésos?
—Son animales pequeñísimos que tú no conoces.
—¿Y si Sindhia lo fusila?
—¿A un blanco? ¡Oh, de fijo no se atreverá a ello!
—Y tú, ¿qué dices, brahmán? —preguntó Sandokán a Kiltar.
—Que yendo acompañado de un blanco no temo volver al campamento de Sindhia.
—¿Qué es, pues, lo que decides, Yáñez? —preguntó el Tigre de Malasia.
—Poner a prueba los famosos microbios de tu amigo el holandés. ¿Crees que accederá a penetrar en el campo de Sindhia como parlamentario?
—Es hombre valeroso, y, por consiguiente, no se negará. ¿Y qué quieres que vaya a decir al exrajá?
—Ya pensaré yo en instruirle. A mí me basta con que logre romper un par de botellas de bacilos del cólera. No le pido otra cosa.
—Yo respondo de él.
—Entonces quédate aquí mientras yo voy a buscar al médico. Sujeta a Kiltar.
—¡Oh, no se me escapará! —respondió Sandokán.
—Y guárdate de algún asalto imprevisto.
—Están cargadas todas las ametralladoras y carabinas. Que me ataquen, si se atreven, los hombres del exrajá. Haré una merienda con sus parias y sus faquires.
Mientras Yáñez se alejaba presuroso, escoltado por Tremal-Naik y seis malayos, el terrible capitán de piratas cargó la pipa, se sentó sobre una ametralladora, y después de haber examinado bien el rostro del brahmán, le preguntó:
—¿Conque Sindhia confía siempre en conquistar Assam?
—Le dan miedo los montañeses de Sadhja, que ya otra vez le vencieron.
—¿Y de nosotros no tiene miedo?
—De tu columna, sí. Le ha matado muchísimos hombres y disminuido especialmente sus rajaputras. La mitad de éstos, que constituía toda su fuerza, ha quedado en el campo.
—Merecido lo tenían como traidores —dijo Sandokán, envolviéndose en una nube de humo perfumado.
—Sí, traidores —dijo el brahmán—. Es gente, señor, brava en la guerra y resistente al fuego, pero siempre dispuesta a vender su honor de soldado por unas cuantas rupias.
—¡Oh, los conozco! No es ésta la primera vez que vengo a la India.
—Yo, gran Sahib, he oído hablar mucho de ti. Tú eres el hombre que mató a Suyodhana, el famoso capitán de los thugs del Sunderbunds en la Baja Bengala.[18]
—Cualquiera diría que me has visto otra vez.
—Sí, te vi en Delhi, cuando combatías por la libertad de la India. Si la memoria no me es infiel, te he visto disparar los cañones en el baluarte de Cachemira.
—Puede ser —respondió Sandokán—. Contestaba como podía a los bárbaros ingleses que derribaban con sus bombas las casamatas. Entonces, ¿tú estuviste allí cuando los ingleses tomaron por asalto la ciudad?
—Sí, gran Sahib; y bien escondido, vi caer degollados a todos mis nietos que no podían defenderse; y salir prisionero a Mohamed Bahadur, el legítimo descendiente del Gran Mogol y a quien los revolucionarios habían erigido en emperador.
—Yo también sé algo de aquellas tristes jornadas, que han dejado una mancha indeleble sobre los ingleses. No eran hombres blancos los que se lanzaban al asalto; eran peores que los más desalmados piratas, pues no respetaban siquiera a las mujeres, y degollaban fríamente a los niños. Pero ocupémonos de Sindhia. ¿Tú crees que los ingleses le habrán ayudado a huir y a juntar todos estos desesperados?
—Estoy seguro de ello, Sahib —respondió el brahmán—. El gobernador de Bengala no veía con buenos ojos al maharajá blanco. No parece sino que en otro tiempo dio que sentir a los rojos.
—¡Y tanto como les dio que sentir! Pero nosotros hemos hecho a Inglaterra un servicio inestimable al destruir a los thugs que infestaban los junglares del Sunderbunds, a lo cual el gobernador de Bengala se ha mostrado muy poco agradecido.
—Siempre son iguales esos hombres, Sahib. Para ellos el hombre de color no es más que una oveja que hay que esquilar.
—¡Oh! Lo sé mejor que tú y…
Sandokán se levantó de improviso, vació con brusco movimiento su pipa, y clavó sus miradas sobre un gran punto luminoso que avanzaba velozmente a lo largo de la cloaca.
—Aquí está Yáñez —dijo—. Veremos qué plan ha combinado con el holandés.
Era, en efecto, el portugués, que llegaba presuroso, acompañado de Tremal-Naik, del cazador de topos y del rubio doctor, dedicado a criar terribles bacilos.
—¿Qué hay, pues? —le preguntó al punto Sandokán, saliéndoles al encuentro.
—El señor Van Horn está decidido a intentar la aventura.
—¿Es cierto, amigo? —preguntó el Tigre al médico.
—Sí, señor mío —respondió el holandés—. Yo no he temido jamás a los indostanos, y, además, soy un blanco.
—Y además iréis como parlamentario nuestro.
—Ya me ha dado instrucciones el maharajá. Con media hora que me detenga en el campo de Sindhia, tendré suficiente para soltar mis queridos animalitos.
—¿Los cuales serán…?
—Bacilos Virgula.
—No os entiendo.
—El cólera, señor Sandokán, y quizá fulminante.
—¿Tenéis muchas esperanzas?
—Sí; estoy segurísimo de mis criaderos —respondió el holandés.
—¿Habéis traído con vos alguna botella?
—Tiene dos en el bolsillo —dijo Yáñez.
—¿Bastarán, doctor? —preguntó Sandokán con alguna desconfianza.
El holandés se echó a reír, mostrando una doble fila de dientes, que no habrían hecho mal papel en la boca de un lobo indostano.
—En estas dos botellas hay microbios suficientes para matar a la mitad de los pobladores de Bengala.
—¡Hum! Me parece mucho decir. Y tú, ¿qué piensas de todo esto, Yáñez?
—Que de estos sabios se puede esperar todo —respondió el maharajá.
—¿Le han dado las instrucciones necesarias para presentarse a Sindhia?
—Fingirá ir a tratar nuestro rescate.
—Y ¿cómo están nuestros elefantes?
—Continuarán quejándose, aunque nuestros hombres no cesan de darles agua. El calor sigue siendo excesivo hacia el principio de la alcantarilla.
—¿No morirán?
—Yo creo que no, Sandokán.
—Sentiría mucho perderlos, pues los necesitaremos para reunimos con los montañeses de Sadhja. Y además pienso que si fracasa la tentativa del doctor, nos servirán para dar una carga furiosa, y pasar por entre las hordas de Sindhia. Están ya acostumbrados a oír tronar las ametralladoras, y no se espantan jamás. Son animales de robustez extraordinaria y de inestimable valor guerrero.
Y dicho esto, mostró al brahmán el holandés, diciéndole:
—Éste es el hombre que te acompañará como parlamentario.
—Bien, Sahib. Estoy pronto a partir.
—Tú recibirás un premio de mil rupias —le dijo Yáñez.
—Te debo la vida, Alteza —respondió el brahmán con cierta nobleza—. Estoy ya muy bien pagado.
— [...]