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Este libro explica cómo la filosofía ilustrada, la sociología moderna y el pensamiento crítico se han enfrentado al oscuro mundo irracional. El autor aborda aquí un extraño enigma: ¿por qué la irracionalidad y el desorden mental logran alojarse en el corazón de la cultura moderna orientada por el racionalismo?, y busca la respuesta en Kant, Weber y Benjamin.
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Seitenzahl: 244
Veröffentlichungsjahr: 2019
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Roger Bartra
(Ciudad de México, 1942) es antropólogo y doctor en sociología por la Sorbona (Universidad de París). Es investigador emérito del Instituto de Investigaciones Sociales de la UNAM y miembro del Sistema Nacional de Investigadores. Ha sido profesor e investigador visitante y honorario en instituciones académicas como las universidades Pompeu Fabra en Barcelona, Johns Hopkins en Baltimore, de California en la Jolla, de Wisconsin en Madison, el Paul Getty Center en Los Ángeles y el Birkbeck College de la Universidad de Londres. Es autor de casi treinta libros, varios de ellos traducidos a diferentes idiomas. Destacan La jaula de la melancolía, Cultura y melancolía, Las redes imaginarias del poder político, El mito del salvaje, Antropología del cerebro y Cerebro y libertad, los dos últimos se reeditaron en un solo volumen como Anthropology of the Brain. Consciousness, Culture, and Free Will (2014). Recibió el Premio Nacional de Ciencias y Artes, y el doctorado honoris causa por la UNAM.
El duelo de los ángeles
Primera edición, Pre-Textos, España, 2004 Primera edición, FCE Colombia, 2005 Primera edición, FCE México, 2018 Primera edición electrónica, 2018
Foto de portada: Carlos Salazar A.
D. R. © 2018, Fondo de Cultura Económica Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 Ciudad de México
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ISBN 9786071658821 (ePub)ISBN 978-607-16-5820-3 (impreso)
Hecho en México - Made in Mexico
Prólogo
I. La melancolía como crítica de la razón: Kant y la locura sublime
II. El spleen del capitalismo: Weber y la ética pagana
III. El duelo de los ángeles: Benjamin y el tedio
En este libro he querido explicar cómo tres lúcidos pensadores europeos se enfrentaron al abismo del caos y la irracionalidad. He querido llevar a cabo con Immanuel Kant, Max Weber y Walter Benjamin una especie de experimento antropológico: enfocar la atención en algunas dimensiones aparentemente marginales de su pensamiento para resaltar la manera en que ellos dirigieron su mirada hacia la oscuridad. Esta oscuridad queda simbolizada por la idea de melancolía, una noción antigua que cristaliza como una pieza clave de la cultura occidental moderna. No es fácil entender cómo la melancolía, símbolo del desequilibrio y de la muerte, encontró un espacio en la sociedad moderna. ¿Por qué la expresión amenazadora de la irracionalidad y del desorden mental logra alojarse en el corazón de la cultura europea orientada por el racionalismo? Es posible que parte de la explicación la podamos hallar en la eclosión del romanticismo, que fue una profunda protesta contra la Ilustración y el orden capitalista. Pero la melancolía no sólo ocupó un lugar privilegiado en la tradición romántica: enraizó también en otras manifestaciones culturales anteriores y posteriores. Para enfrentar el problema he preferido ubicarlo fuera del contexto antimoderno romántico, para observar la manera en que la filosofía ilustrada, la ciencia social moderna y el pensamiento crítico han reaccionado ante el sentimiento y la idea de melancolía y su larga cauda de tristezas: el tedio, la locura, el spleen, el aburrimiento, la depresión, el duelo, el hastío, el caos, el horror sublime, la náusea existencial…
Es cierto que las corrientes en que estaban inmersos Kant, Weber y Benjamin fueron reacias a mirar de frente las zonas oscuras en que estaba sumergida la radical otredad melancólica. El pensamiento ilustrado moderno no suele ver en la oscuridad y con frecuencia la niega. Kant, Weber y Benjamin no fueron visionarios románticos capaces de orientarse en las tinieblas de la irracionalidad. Y sin embargo, su ceguera, su andar y sus tropiezos nos ayudan a iluminar —o al menos a delimitar— esas regiones opacas invisibles a su mirada. Mi experimento consiste en usar como lazarillos a tres ciegos ilustres incapaces de ver el rostro oscuro del ángel de la melancolía. Acostumbrados a la intensa luz de sus ideas, reconocieron su presencia inquietante pero no lograron formarse una imagen de ese brillante sol negro del que hablaba Nerval. Y si ellos no lo lograron, acaso nadie en nuestra modernidad haya podido capturar y explicar al ángel de la melancolía. Kant percibió su presencia, explicó las razones por las que no podía verlo y nunca dio un paso hacia su encuentro. Weber cerró con miedo los ojos para no mirarlo, pero tropezó y cayó inconsciente en sus brazos. Benjamin creyó divisarlo y avanzó para abrazarlo, pero se quitó la vida antes de llegar.
Me gustaría advertir a los lectores, parodiando las primeras palabras de Tristes trópicos de Claude Lévi-Strauss, que odio las exégesis y las exhumaciones. Y he aquí que me propongo desenterrar a tres pensadores abstrusos como quien explora las ruinas de un antiguo cementerio exótico y extraño donde yacen los restos primigenios de una tribu desaparecida. Para acentuar este sentimiento de lejanía he escogido unos personajes cuya lengua entiendo mal y una región de Europa que conozco poco. Pero no he elegido casos ignorados, sino expresiones muy conocidas y transitadas continuamente: verdaderos lugares comunes, tópicos muy comentados y analizados que forman parte de las grandes tradiciones del pensamiento europeo moderno: la filosofía ilustrada, la sociología científica y el marxismo crítico. ¿Tristes tópicos? Muchos creen que se trata de temas tan manidos que se han marchitado, que han sido tan succionados que han perdido sentido y han quedado secos: Aufklärung, verstehenden Soziologie, kritische Theorie… A mí me pareció interesante tomar el camino inverso al del etnólogo tradicional. Lévi-Strauss, impulsado por las inquietudes de Rousseau, viajó hacia los estados primitivos donde creyó descubrir una sociedad triste y agonizante —los nambikwara— que a sus ojos representaba una de las organizaciones sociales y políticas más pobres que se puedan concebir: una sociedad tan reducida a la más simple expresión que ni siquiera tenía instituciones; el antropólogo encontró, como dijo, tan sólo a hombres.1 A contrapelo, yo quise viajar hacia el corazón del mundo moderno para buscar un estado luminoso de racionalidad llevado a su extremo más puro, un estado que tal vez nunca ha existido ni existirá, pero sobre el cual es necesario formarse una idea precisa para entender nuestra situación actual. Fui a buscarlo en los más brillantes pensadores, inmersos en complicadas sociedades y en intrincadas agresividades bélicas. Ellos mismos se ocultaron más allá de los límites de la extrema complejidad, y cuando llegué a ellos los encontré al borde de un vacío.
En este libro presento una breve exploración de la línea que bordea ese vacío. No trato de examinar la larga historia del irracionalismo o de las ideas que parten de hechos irracionales. Me interesa, en cambio, destacar la importancia de ese humor corrosivo y penetrante que impregna la modernidad. Pero aquí he preferido estudiar la melancolía, no en sí misma, sino mediante el examen de las cicatrices que el mal dejó en Kant, Weber y Benjamin. Me interesan las secuelas que ese extraño olor a muerte, que emana de la modernidad, ha dejado en los tres pensadores. Este Weltschmerz, que se expresa de muchas formas, no solamente es una sombra crítica que acompaña a la modernidad: creo que es una de sus expresiones más necesarias y reveladoras. Es el malestar que sufre el hombre ilustrado y moderno ante el desorden incoherente al que con frecuencia se enfrenta, tanto en la sociedad como en la naturaleza. Schiller, ese inquieto escritor que se movía entre la Ilustración y el romanticismo, señaló con precisión los extraños vínculos que unen la melancolía a la razón. Los sentimientos sublimes y melancólicos, creía Schiller, no sólo son estimulados por aquello que la imaginación no puede alcanzar: «lo que es incomprensible para el entendimiento, la confusión, puede igualmente servir como representación de lo suprasensorial y proporciona a la mente un impulso a elevarse». El hombre encuentra la imagen de su libertad ante la radical alteridad del «caos desordenado de las apariencias» y la «salvaje incoherencia de la naturaleza». Esta extrañeza le revela que es completamente independiente, y el caos irracional le permite construir racionalmente el orden moral. Es necesario abandonar la posibilidad de explicar la naturaleza, y tomar esta misma incomprensibilidad como un principio de explicación.2 Creo que estas ideas son una muestra de las extrañas maneras en que la irracionalidad se combina con el pensamiento moderno.
El extraordinario orden moral y racional que Schiller descubre en los hombres contrasta con la confusión y el desconcierto que observa a su alrededor: esa es la medida de la distancia que los separa del cosmos y que impulsa su orgullosa independencia. Pero la medida de esta separación ha inquietado a quienes, orientados por un pensamiento religioso, están convencidos —como dijo Paul Claudel— de que «la Creación no es un bazar de seres heteróclitos, acumulados al azar». Para vigilar y medir las fronteras suelen ser llamados esos invisibles seres mediadores que son los ángeles, incluso aquellos que han caído en una condición demoniaca. Uno de los ejemplos frecuentemente citados es ese ángel del Apocalipsis que mide las murallas de la Nueva Jerusalén con medida de hombre, para denotar que hay una afinidad entre los entes celestiales y los humanos.3 Me gusta, por ello, colocar este libro bajo la invocación de los ángeles que tanto atraían a Walter Benjamin. Por su parte, Kant imaginó que un ángel le podría dar a escoger una vida eterna y Weber habló del demonio que manipulaba los hilos de su vida. Quiero imaginar que estos ángeles son extraños, pues no son benefactores y tampoco encarnaciones del enemigo de Dios. Como el ángel de la historia de Benjamin, son seres dolientes que contemplan con tristeza el devenir humano. Ni benignos ni malévolos, realizan sus rituales de duelo como un deber ineludible.
A través de los rápidos de la melancolía pasando junto al espejo pulido de las heridas: por allí son conducidos a flote los cuarenta árboles descortezados de la vida.
PAUL CELAN, Cristal de aliento.1
Hay ocasiones en que la historia nos ofrece el fascinante espectáculo de un antiguo mito sorprendido, por decirlo así, durante los precisos momentos en que echa raíces dentro de la cabeza de los hombres más racionales. Como si fuera una entidad viva agazapada en la oscuridad, y no una fantasmagoría, el mito parece aprovechar los azares de la vida cotidiana para deslizar suavemente sus tentáculos en las circunvoluciones cerebrales más recónditas de algún filósofo que avanza orgulloso por el camino de la razón, iluminado por los principios sólidos que habitan en su conciencia individual. Algo así ocurrió a mediados del siglo XVIII en la tranquila ciudad prusiana de Königsberg, donde vivía el filósofo Immanuel Kant, quien a la sazón trabajaba arduamente como modesto Privatdozent, y desde donde intentaba con gran disciplina introducir orden y coherencia en un mundo complejísimo que sólo conocía por los libros, pues apenas se había alejado de su ciudad natal unos pocos kilómetros, a pesar de que ya no era joven, durante las estancias en pueblos cercanos, acompañando a las familias acomodadas que lo habían empleado como tutor. A sus cuarenta descortezados años Kant era un hombre sedentario al que no le gustaban las sorpresas. Alguna vez comentó que si un ángel, en el momento de su fin, le ofreciese elegir entre una existencia que se prolongase hasta la eternidad o una muerte total, sería una gran audacia escoger un destino absolutamente desconocido, impredecible y sin embargo eterno.2
Pero la vida tediosa y ordenada de Kant fue interrumpida por sorpresa por el advenimiento de un mito que, diríase, fue a pescar al filósofo hasta la Prusia oriental, no lejos del mar Báltico y a distraerlo de sus intereses concentrados en la física newtoniana, las matemáticas y la teología. Recordemos que la vida de Königsberg no era incitante ni ofrecía muchos alicientes intelectuales. Cuando Federico el Grande visitó la ciudad en 1739 comentó en tono de burla que Königsberg estaba más preparada para criar osos que para cultivar las ciencias.3 La ciudad ha sido descrita como «un remanso de tranquilidad absoluta, como un lugar apto para reflexiones, sin perturbaciones de ninguna índole acerca de lo que fuera de ella agitaba al mundo».4 Así que es posible que el acontecimiento que sorprendió a Kant haya sido un estímulo importante que lo desvió y lo encaminó hacia las reflexiones que lo harían famoso muchos años después, cuando publicó en 1781 la Crítica de la razón pura. El mito que esperaba a Kant, oculto en los bosques cercanos a Königsberg, era nada menos que una antigua leyenda que establecía una relación extraña y enigmática entre la razón y la locura melancólica. Veamos cómo ocurrió el encuentro entre el profesor y el mito.
La gaceta local relató a principios de 1764 un suceso admirable y portentoso. En los bosques colindantes se había descubierto a un ser extraño, un hombre en edad madura que aparentemente había retornado al estado de naturaleza. Se trataba de un aventurero enloquecido llamado Komarnicki, definido por la gaceta como un nuevo Diógenes, un verdadero espectáculo de la naturaleza humana, que «buscaba encubrir lo irrisorio e indecoroso de su modo de vida con algunas hojas de parra extraídas de la Biblia». Este loco lucía una larga barba, envolvía su cuerpo desnudo en toscas pieles, andaba descalzo, con la cabeza descubierta, y había llegado a Baumwalde acompañado de un niño de ocho años y de un rebaño de cuarenta y seis cabras, veinte ovejas y catorce vacas. Cuando lo descubrieron, boquiabiertos, los vecinos de Königsberg, ya había perdido casi todo su rebaño, pero no dejaba de contestar a quienes le preguntaban citando siempre algún pasaje de la Biblia que llevaba en la mano. La gente lo bautizó como el «profeta de las cabras». Se dijo que el extraño comportamiento de este hombre salvaje había sido ocasionado por una enfermedad estomacal padecida siete años antes y que le produjo indigestión y cólicos gástricos. Estas explicaciones fueron escritas por Johann Georg Hamann, el «mago del norte», para la gaceta de la ciudad, la Königsbergsche Gelehrte und Politische Zeitungen, donde este joven y apasionado irracionalista aprovechó para atrapar a Kant en las redes de un problema que pondría a prueba su pensamiento científico. Hamann, que había conocido a Kant en 1756, lo llamaba el «pequeño magister», en alusión a su baja estatura (medía 157 cm). Hamann concluyó sus comentarios diciendo que todo el mundo había ido a «contemplar al aventurero y a su muchacho. También K[ant], al que muchos pidieron que diera su opinión sobre el especial fenómeno».5 Kant aceptó el reto.
En verdad, la sorprendente llegada de este «aventurero» ofrecía el espectáculo de dos mitos: el propio profeta desquiciado era un ejemplo inquietante de la antigua leyenda según la cual la melancolía podía confluir con el genio o con la capacidad de prever el futuro. Pero el niño pequeño que acompañaba al profeta de las cabras parecía ser un salvaje en estado de naturaleza, un fenómeno que fascinaba a los filósofos ilustrados pues ofrecía la rara oportunidad de escudriñar en los secretos de la condición pura del hombre, antes de ser contaminado por la sociedad y la cultura. Hamann lamenta que no se hubiera reparado en esta oportunidad y que «bajo el auspicio de K[ant] se hubiese examinado a este muchacho, casos similares al cual se dan pocos». Desgraciadamente se dejó que el aventurero se alejase, junto con el niño salvaje, cruzara los términos de la ciudad y se perdiera noticia de ellos para siempre.
A Kant, que había leído con admiración a Rousseau, de momento le pareció más interesante el «pequeño salvaje» que el «fauno entusiasmado», como define al loco poseído por furores e inspiraciones divinas. Para una mente ilustrada los sectarios y lunáticos que circulaban por Europa parecían un fenómeno menos importante que la posibilidad de observar en vivo esa «cruda naturaleza» que suele ser irreconocible detrás de la educación. El «razonamiento» que escribe Kant sobre el kleine Wilde señala que se trata de un niño perfecto, tal como podría quererlo un moralista experimental lo suficientemente sensato como para probar las ideas de Rousseau antes de desecharlas como bellas quimeras. Es evidente que Kant presiente y se inquieta por la presencia del mito, trata de sortear el peligro al reclamar que, lejos de ser objeto de risa o de burla, es preciso encaminar la admiración que inspira el niño salvaje hacia la explicación de este milagro, un portento que revela que el pequeño ha aprendido a enfrentar con alegre viveza las inclemencias de la vida en la intemperie y que muestra un rostro en el que no hay señales de esa tonta timidez que producen la servidumbre o la educación forzada (salvo, aclara Kant, que ya algunas personas lo han corrompido al enseñarle a pedir dinero y golosinas).
Pero en realidad fue el otro mito el que realmente atrapó la atención de Kant. El mismo número de la gaceta que publicó (sin firma) el «razonamiento» sobre el niño salvaje, junto con el artículo de Hamann, anunciaba que una próxima entrega presentaría «la primera investigación original sobre el tema». Efectivamente, en el siguiente número comenzó a publicarse, también de manera anónima, uno de los textos más inquietantes de Kant: el Ensayo sobre las enfermedades de la cabeza. En este ensayo, que es un importante complemento de las famosas Observaciones acerca del sentimiento de lo bello y de lo sublime, también publicadas en 1764, Kant no se inspira en el tema del niño natural, sino en el problema de la locura del profeta aventurero. Le preocupan las semejanzas que pudiera haber entre la demencia fantasiosa del profeta delirante y la pasión metafísica de un profesor obsesionado por el envejecimiento de la tierra, el origen del universo, el terremoto de 1755, la teoría de los vientos o del fuego, las figuras silogísticas y la demostración de la existencia de Dios. ¿No sería la suya una locura similar a la del profeta de las cabras? ¿Los filósofos no estarían también enfermos de la cabeza?
El problema es inquietante porque Kant está convencido de que los males de la cabeza tienen su origen en la sociedad, y por lo tanto no afectan al hombre en estado de naturaleza. El Ensayo inicia con una afirmación significativa: «La simplicidad y la sobriedad de la naturaleza sólo exigen y forjan en el hombre ideas comunes y una tosca honestidad».6 Kant quiere nombrar y clasificar las diferentes formas de enfermedad, que van desde la estupidez hasta la demencia furiosa, pasando por la locura bufonesca, y para ello se inspira en el contraste entre la viveza del niño salvaje y el delirio fantasioso del profeta Komarnicki: «El hombre en estado de naturaleza pocas veces puede volverse loco y difícilmente puede caer en la bufonería. Sus necesidades lo mantienen constantemente cerca de la experiencia y le dan a su entendimiento, que está sano, una ocupación tan ligera que casi no se da cuenta de que requiere de entendimiento para sus actividades».7 Los hombres naturales están demasiado ocupados en las tareas básicas de sobrevivencia como para fantasear o delirar. El peligro de la locura acecha a los hombres civilizados que tienen tiempo para pensar. El cerebro de los salvajes en muy raras ocasiones se enferma, y cuando ello llega a ocurrir se vuelven idiotas o furiosos, pero no desarrollan aberraciones y fantasmagorías, ya que los hombres en estado de naturaleza son libres y se pueden mover, motivo por el cual gozan casi siempre de buena salud. Aunque Kant aprecia a Rousseau, hay que advertir que desde esa época establece sus diferencias con el filósofo ginebrino. Piensa que Rousseau adopta un enfoque sintético que lo hace comenzar con el hombre natural. En cambio él realiza un acercamiento analítico e inicia con el hombre civilizado. Y aclara: «Por naturaleza no somos santos… La Arcadia pastoral y nuestra gallarda vida cortesana, aunque atractivas, son igualmente passé y antinaturales. El placer no puede ser practicado como una profesión».8
Kant cree que la sociedad ha ido tejiendo un denso velo que oculta, con la sabia o modesta apariencia de que debemos ahorrarnos el esfuerzo de usar el entendimiento o la rectitud, los fallos secretos de la cabeza y del corazón. Aunque la razón y la virtud se generalizan y las artes se elevan, el ardor de su exaltación dispensa a las personas de cultivarlas y poseerlas, pues cuando todo depende del arte, la sutil malicia parece mucho más útil, mientras que las reacciones honestas se vuelven un estorbo: pues todos piensan que la truhanería es mejor que la estupidez. La vena rousseauniana, que es aquí obvia, justifica plenamente la afirmación de Kant: «En el estado de sociedad, la sujeción artificial y la superabundancia producen la eclosión de los bromistas y los raciocinadores, pero en su caso, al llegar la ocasión, también producen locos y bribones».9 En el Ensayo sobre las enfermedades de la cabeza no se menciona a Komarnicki, pero es evidente que los lectores de Königsberg comprendían que Kant se refería al «fauno entusiasta» como un caso de bufonería delirante y de locura. Al no mencionar directamente al profeta de las cabras, los lectores también advertían la intención burlona del profesor de filosofía, que hacía extensivas sus reflexiones a los bufones que gozan de prestigio en la sociedad civilizada. Sin duda Kant pensaba en el famoso teósofo Emanuel Swedenborg, en quien se había interesado mucho desde que se enteró de que el místico sueco, aparentemente, era capaz de comunicarse con el mundo de los espíritus. Las visiones proféticas de Swedenborg, a fin de cuentas, se podían comparar con las elucubraciones leibnizianas del filósofo Christian Wolff. Muy pocos años después de sus reflexiones sobre las enfermedades de la cabeza, en 1766, Kant publicó un enigmático texto sobre los sueños visionarios de Swedenborg, que examinaré más adelante. Es muy posible que Kant también tuviera en mente, entre los estrafalarios frutos de la sociedad culta, al propio Hamann, un personaje que no fue ajeno a la influencia de Swedenborg y que nutría su irracionalismo de una peculiar combinación de arrebatada energía con ataques de melancolía.10
Antes de pasar a examinar las enfermedades de la cabeza, Kant se permite una burla contra los que llama médicos del entendimiento, que están de moda. Se trata, dice, de los llamados lógicos, que han hecho el pomposo descubrimiento según el cual «la cabeza humana es verdaderamente un tambor que si resuena es sólo porque está vacío».11 ¿Se refiere a la mente como una tabula rasa, según había dicho Locke? ¿Hay que buscar las causas de la locura fuera de la cabeza? En todo caso, Kant procede a un ingenioso ejercicio onomástico de los males de la cabeza: nombrarlos y enumerarlos más que invocar el fárrago ancestral de remedios.
***
Hay dos grandes clases de enfermedad mental, según Kant: a) aquellas que no anulan la libre participación en la sociedad civil del individuo afectado; b) en otras, en cambio, es necesario tomar disposiciones para tratar a los sujetos atacados por el mal. Las primeras provocan desprecio, las segundas conmiseración.
La sociedad desprecia la tontería y la locura bufonesca, formas mitigadas de la enfermedad, que son corrientes en la vida social, pero que pueden conducir, sin embargo, a las peores formas de demencia. Para entender estas formas tolerables de locura Kant toma como punto de partida las «pulsiones de la naturaleza humana». Cuando estas pulsiones adquieren fuerza se convierten en pasiones. Estas pulsiones son las fuerzas motrices de la voluntad, y sobrepasan en potencia el entendimiento. Por eso, un hombre irracional puede tener entendimiento. Así es cómo, por ejemplo, la fuerza de la pasión amorosa o la ambición pueden convertir a personas razonables en locos irracionales. Otras tendencias o pulsiones menos fuertes también ocasionan desatinos, como la manía de construir, el amor por los cuadros o la búsqueda incansable de libros. De nuevo alude a las personas educadas y no se olvida de los sabios, de quienes se mofa enseguida: aquellos que están libres de locura sólo podemos encontrarlos en la luna, donde tal vez se puede vivir sin pasiones y en un estado infinitamente racional. Pero aquí en la sociedad sublunar las pasiones afectan a la razón. La insensibilidad ante las pasiones sin duda protege contra la sinrazón, pero lo hace mediante la estupidez: claro que los estúpidos son vistos por el común de la gente como sabios. Por otro lado, la locura bufonesca reposa sobre dos pasiones: el orgullo y la avaricia. Estas pasiones pueden ser tan potentes que convierten a los afectados en seres muy tontos, tanto que llegan a creer que ya poseen aquello que desean con gran fuerza. Kant concluye con un toque racista típico de la época: tratar de volver inteligente a un bufón loco es tan inútil como querer lavar a un negro. Todos los enfermos mencionados (estúpidos, bufones, desatinados) pueden ser despreciables o ridículos, pero se trata de locos que pueden vivir tranquilamente en la sociedad, aunque su crecimiento demográfico excesivo podría hacernos temer que se les meta en la cabeza la idea de fundar una quinta monarquía…
A continuación Kant aborda las formas graves de enfermedad mental, y es aquí donde introduce los elementos fundamentales de uno de los más antiguos y poderosos mitos sobre la locura: la melancolía. Esta noción se hallaba envuelta en la compleja estructura de la teoría humoral, cuya influencia era todavía muy fuerte a mediados del siglo XVIII y que Kant conocía perfectamente. La melancolía, en su forma hipocondríaca, parece la mejor explicación de las increíbles fantasías, alucinaciones y delirios que se apoderan de la mente trastornada. Es interesante seguir la forma en que Kant construye un pequeño sistema clasificatorio en torno de la vieja idea de la locura melancólica, pues, como veremos, la melancolía se convertirá en uno de los ejes fundamentales de su estética.
El sistema clasificatorio de las enfermedades de la cabeza establece una división en dos grandes grupos. En primer lugar, encontramos las enfermedades de impotencia, que caen bajo la denominación general de idiotez. El idiota es afectado por una gran impotencia de la memoria, de la razón y por lo general también de las impresiones sensibles. Casi siempre son incurables, pues el desorden del cerebro lo ha convertido en un órgano muerto. En segundo lugar se hallan las formas que más le interesan a Kant, y que son las enfermedades de inversión, o trastornos del espíritu. Hay tres grandes variantes:
1) La inversión de las nociones empíricas, que produce desequilibrio (Verrükung).
2) El desorden de la facultad de juzgar las experiencias cercanas, que genera delirio (Wahnsinn).
3) El trastorno de la razón ente los juicios más universales, que ocasiona demencia (Wahnwitz).
Al observar esta trilogía me asalta de inmediato una duda: ¿no está Kant suponiendo que hay formas de locura que son una especie de crítica de la razón? Hay una curiosa e inquietante coincidencia entre las tres formas de trastorno por inversión y la trilogía crítica que Kant desarrollará varios años más tarde. Podemos reconocer en el desequilibrado, que trastoca las impresiones sensibles, a un estrafalario crítico de la razón práctica. Igualmente, el enfermo delirante incapaz de juzgar la realidad que lo rodea se asemeja a un orgulloso pero aberrante escritor de una crítica del juicio. Y, por último, el demente que trastorna las nociones teóricas universales podría ser un visionario sumergido en la preparación de un tratado crítico de la razón pura. ¿Acaso Kant descubrió en las enfermedades de la cabeza los rudimentos de un método trascendental? Veamos por orden cada una de estas tres variantes de la inversión maligna, tal como las describe el filósofo.
El desequilibrado —que invierte las nociones empíricas— sufre generalmente de hipocondría, un mal que recorre en forma errática los tejidos nerviosos en diversas partes del cuerpo y que de manera especial genera «un soplo melancólico en torno a la sede del alma».12 Este desequilibrio se halla muy cerca de la vida normal: el afectado por este mal es un soñador despierto que vive en un mundo fantástico poblado de quimeras, alucinaciones y formas grotescas similares a las que todos hemos experimentado. Kant lo define como fantasta:13 se trata de enfermos que sufren fantasmagorías interiores muy penosas, creen que son atacados por diversas enfermedades, se angustian, reciben imágenes ridículas en sus cabezas que los hacen reír de forma inconveniente, son asediados por pulsiones violentas y se muestran muy perturbados, aunque su mal no tiene raíces profundas y se disipa espontáneamente o con medicamentos. Las formas más peligrosas del desequilibrio alucinatorio son las de los fanáticos, sean visionarios o extravagantes. Cierto género de fantasmagorías produce sentimientos de una intensidad fuera de lo común: «Desde este punto de vista, el melancólico es un fantasta que se concentra en las desgracias de la vida».14 En la misma línea, muchos años después, en su curso de antropología de 1785, Kant describió el típico descontento vital del temperamento melancólico, caracterizado por la intensidad de sus sensaciones, por concederle a todo una importancia desmedida y por meditar excesivamente; Kant concluyó que el que «todo le parezca tan trascendente constituye la causa de su tristeza». Observa también que el melancólico de mucho entendimiento suele ser entusiasta, mientras que el corto de entendimiento acostumbra ser fantasta.15
A diferencia del desequilibrio, el delirio —segunda expresión de la enfermedad por inversión— trastoca el entendimiento y la facultad de juzgar. Hay tres casos de este mal: el que se siente perseguido u observado (hoy lo llamaríamos paranoico), el orgulloso que cree que todos lo admiran y el melancólico («un delirante desde el punto de vista de sus tristes y enfermizas suputaciones, es un hombre triste»).16
Por último, el estado más grave es la demencia