El escándalo del millonario - Kat Cantrell - E-Book
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El escándalo del millonario E-Book

Kat Cantrell

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Beschreibung

Se casaron por el bien del hijo que esperaban pero no contaban con enamorarse. La ambición política de Phillip Edgeworth, un viudo millonario, exigía tener esposa, pero no que ella lo quisiera, lo cual estaba muy bien, ya que su corazón pertenecía a la esposa perfecta a la que había perdido. Pero encontrar a una mujer que aceptara su propuesta le estaba resultando difícil, hasta que conoció a Alexandra Meer, una sexy directora financiera a la que no pudo resistirse. Ella no creía en los finales felices, ni siquiera después de la increíble noche que habían pasado juntos. ¡Y se había quedado embarazada! Un matrimonio de conveniencia taparía el escándalo y solucionaría los problemas, siempre que no se enamoraran.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2016 Kat Cantrell

© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

El escándalo del millonario, n.º 183 - noviembre 2020

Título original: A Pregnancy Scandal

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1348-958-2

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

 

 

 

 

La tercera vez que Alex se escondió detrás de la estatua griega, la curiosidad se apoderó del senador Phillip Edgewood. La había estado observando mientras charlaba con sus amigas y colegas.

¿Cómo no iba a mirarla?

Alexandra Meer era la mujer más hermosa de la sala.

Y resultaba sorprendente, ya que Phillip se esperaba que apareciera en vaqueros a la fiesta que había organizado para recaudar fondos, lo cual no le hubiera importado en absoluto, porque le gustaba con independencia de lo que llevara puesto.

Pero aquella versión bien vestida y maquillada de la mujer que había conocido hacía dos semanas en la oficina de la empresa Fyra Cosmetics le había dejado sin habla.

La senadora Galindo carraspeó para atraer la atención de Phillip a lo que le estaba diciendo. Ramona Galindo, la otra senadora estadounidense de Texas, y Phillip tenían mucho en común, y solían verse cuando ambos estaban en Dallas.

Pero a Phillip le resultaba difícil prestar atención a la senadora mientras observaba el comportamiento sigiloso de Alex. Fingió escucharla porque el propósito de la fiesta era contactar con sus colegas fuera de Washington, pero siguió mirando a Alex.

¿Estaba tirando los canapés para que no se dieran cuenta de que no se los había comido? ¿O esperaba reunirse con alguien interesante en aquel hueco en sombras?

Si se trataba de lo primero, a Phillip le pareció que era su deber cívico informarla de que él también odiaba los canapés, a pesar de que aquella fuera su fiesta. Si se trataba de lo segundo, también era su deber cívico concederle su deseo.

En realidad, Phillip necesitaba distraerse. Ese día era el cumpleaños de Gina; mejor dicho, lo habría sido si su esposa viviera. Habría cumplido treinta y dos años. Cabría pensar que tras casi dos años de practicar el papel de viudo, sabría desenvolverse mejor. Sin embargo, allí estaba, dando tumbos.

Eso le decidió. Podía pasarse el resto de la velada melancólico y malhumorado o podía hacer saltar las chispa que siempre se producía cuando estaba con Alex.

Al acceder a ayudar a Fyra Cosmetics en el proceso de aprobación de un nuevo producto de la empresa por parte de la FDA, no se esperaba conocer a alguien tan interesante, sobre todo cuando ese alguien era la directora financiera de la empresa.

Entre comidas y reuniones se había ido desarrollando «algo» entre los dos. Ella le reía los chistes y hacía que se sintiera un hombre, no un político. Y había accedido a acudir a la fiesta, cuando estaba casi seguro de que rechazaría la invitación.

¿Qué más indicios necesitaba él para aceptar que la relación podía llegar a ser algo más que la de dos personas que trabajaban juntas?

–Disculpe –murmuró a la senadora Galindo mientras se estiraba las mangas de la camisa por debajo del esmoquin y se iba derecho hacia la mujer más interesante de la fiesta para pillarla… haciendo lo que estuviera haciendo.

Se cruzó de brazos y se metió detrás de la estatua, impidiendo de ese modo que ella se moviera. El aroma de Alex lo abrumó al principio. Luego lo hizo ella, alertando sus sentidos.

–Qué casualidad encontrarte aquí –dijo él alegremente–. Espero no ser el tipo aburrido al que tratas de evitar en la fiesta.

Alex lo miró con los ojos como platos, que rápidamente se volvieron cálidos Eran de un fascinante color verde con una mota castaña en el iris izquierdo. No se parecía a ninguna otra mujer de las que Phillip conocía, lo cual decía mucho, ya que se relacionaba con la élite de Dallas y Washington.

–Claro que no. El tipo más aburrido es el alcalde –Alex gimió, lo cual le hizo sonreír–. Quiero decir que no estoy evitando al alcalde. Tampoco es un hombre aburrido. ¡Tú tampoco! No estoy evitando a nadie.

¿Estaba mal que a él le divirtiera tanto ponerla nerviosa de aquel modo? Le resultaba muy fácil, y ella siempre decía alguna inconveniencia que lo hacía sonreír. Y necesitaba sonreír, sobre todo esa noche. Y ella era la única de los asistentes capaz de conseguirlo, la única persona a la que había conocido en mucho tiempo que no pareciera impresionada por su posición y riqueza.

Eso le gustaba.

–Pero si esperaras evitar a alguien, este sería un lugar muy oportuno –se apoyó en la pared y cruzó los pies–. Nadie sabría dónde estabas, a no ser que te hubieran estado observando antes.

Las sombras no ocultaron el rubor de Alex.

–¿Me estabas mirando?

–Vamos, cuando una mujer lleva un vestido como ese, no debe sorprenderla que un hombre se dedique a mirarla.

Ella bajó la vista y frunció el ceño.

–Solo es un vestido –masculló.

El vestido de color hueso tenía un matiz dorado que captaba la luz cuando ella se movía, y se le ajustaba a las curvas, lo cual demostraba que las tenía.

Había atraído su atención por completo porque implicaba que no se oponía a arreglarse de vez en cuando para acudir a un acontecimiento social. Los políticos acudían a muchos y él iba casi siempre sin compañía.

Tal vez hubiera hallado a una posible acompañante.

–Nunca te había visto con un vestido. He ido a las reuniones de Fyra Cosmetics dos o tres veces y tú, querida, has reinventado el concepto de ropa informal. Cass, Trinity y Harper siempre llevan trajes de chaqueta, pero tú sueles ir en vaqueros.

Las otras tres cofundadoras de Fyra vestían bien y no les importaba pagar para hacerlo. Phillip diría que prefería a una mujer elegante. A Gina le gustaban las tiendas lujosas, y las escasas mujeres que le habían interesado desde la muerte de su esposa eran muy exigentes en cuanto a lo que se ponían.

Sin embargo, le dejaban de interesar al poco tiempo.

Pero Alex… Alex le intrigaba. Había destacado inmediatamente de las otras tres socias cuando su primo Gage le había presentado a las fundadoras de Fyra Cosmetics.

A Phillip le fue imposible no prestar atención a la mujer de cabello castaño recogido en una cola de caballo y vestida con una camiseta y unos vaqueros. Era desconcertante que la directora financiera no llevara maquillaje.

Quería conocerla mejor, comprender por qué no dejaba de pensar en ella, por qué era tan distinta de las mujeres que conocía. Pero debía andarse con cuidado con el sexo opuesto por muchas razones, sobre todo por su aversión al escándalo.

Además buscaba a alguien que fuera una compañera permanente y solo una mujer idónea podría desempeñar ese papel. Y sus criterios para elegirla eran muy exigentes.

No tenía sentido que una mujer se hiciera ilusiones si nos los satisfacía. No sabía si Alex encajaría en esa categoría, pero iba a averiguarlo.

–¿Y tus invitados? Te estoy impidiendo que estés con ellos.

–Creo que son setenta y ocho –Phillip no se movió–. Pero tú también eres mi invitada. Habría sido una negligencia por mi parte no preocuparme por cómo estabas, después de haberte visto esconderte detrás de esta estatua.

–El vestido me resulta incómodo –se señaló el torso–. Nada está donde debería.

Él, como era de esperar, dirigió la vista a la zona indicada.

–A mí me parece que todo está en orden.

–Porque me lo acabo de colocar.

Sin querer, él se imaginó a Alex escondiéndose detrás de la estatua para meterse las manos debajo del vestido y «colocarse todo». Fue incapaz de descartar la imagen, de no experimentarla.

Y aquel pequeño espacio fue insuficiente para contener a un senador, a una directora financiera y la enorme atracción que fluía entre ambos.

Se contuvo para no preguntarle si necesitaba ayuda para colocarse algo más. Lo tenía en la punta de la lengua. Pero un senador de Estados Unidos no se dedicaba a decir lo que le parecía, por muchas ganas que tuviera de flirtear con ella. Entre otras cosas.

La vida de Phillip no era suya, nunca lo había sido ni tampoco consentiría que lo fuera. Era un Edgewood, un miembro de una familia de hombres de estado y de magnates del petróleo que confiaba en que fuera el primero en llegar a la Casa Blanca.

Para lograrlo, necesitaba tener esposa, así de claro. En Estados Unidos no se había elegido a un presidente soltero desde el siglo XIX. El problema era que su corazón le seguía perteneciendo a Gina, y pocas mujeres estaban dispuestas a desempeñar un papel secundario, aunque la actriz principal estuviera muerta.

Se hallaba en un grave dilema. O se casaba con alguien para guardar las apariencias y se resignaba a la soledad los cincuenta años siguientes o esperaba conocer mágicamente a una mujer que aceptara sus normas matrimoniales: serían amigos y amantes, desde luego, pero el amor no iba incluido en la oferta, ya que sería una traición de primer orden.

Sabía que no era justo, pero no creía en las segundas oportunidades. Nadie tenía la suerte de hallar un alma gemela dos veces. Alex lo entendería si era la mujer adecuada para él.

–¿Quieres una copa de champán? –le preguntó.

–¿Tanto se me nota que necesito una copa? –preguntó ella con ironía–. ¿O es que me has adivinado el pensamiento?

Él sonrió.

–Ninguna de las dos cosas. Me parece que es una pena que estés en este rincón preocupándote por el vestido y no disfrutes de la fiesta.

Ella puso los ojos en blanco mientras se colocaba detrás de la oreja un mechón de cabello que se le había escapado del peinado.

–Se necesita mucho más que champán para que yo me divierta en un fiesta de etiqueta.

Ya estaba de nuevo con sus comentarios inoportunos. Él sonrió.

–¿Debo sentirme insultado porque mi fiesta no está a la altura de tus expectativas?

Ella lo miró con expresión horrorizada.

–¡No! La fiesta es perfecta porque… bueno, tú eres tú y los invitados y la casa son estupendos. Es evidente que soy muy torpe para la charla trivial.

Alzó los ojos y lo miró con una expresión vulnerable e insegura que lo conmovió. La atracción que sentía por ella aumentó por una simple mirada.

–No eres torpe, sino sincera, lo cual resulta estimulante.

–Me alegra que lo creas así –frunció el ceño–. A las personas como yo no las suele ir a buscar el anfitrión de la fiesta. Tendemos a ocultarnos tras una estatua y a tener problemas de guardarropa.

–¿Por qué has venido si no te gusta arreglarte?

Era evidente que no se había transformado en alguien a quien le gustara hacerlo, lo que era una pena. Cada vez se alejaba más de ser candidata a acompañante permanente. El problema era que cuanto más estaba allí con ella, más quería olvidarse de sus reglas para el matrimonio.

–Ya sabes por qué.

La corriente subterránea entre ambos aumentó de temperatura cuando se miraron a los ojos. La atracción que sentía hacia ella era un problema de enormes proporciones.

–¿Has venido por mí? –preguntó, aunque no era verdaderamente una pregunta.

Ella le sonrió, dándole a entender que sí.

–Me halaga que te hayas puesto un vestido incómodo y te hayas maquillado para mí.

–Se debe a un arranque de espontaneidad. No es propio de mí, pero espero que, al final, haya merecido la pena.

Phillip estuvo a punto de gemir. Alex le encantaba. ¿Por qué no podían ser dos personas normales que se encuentran en una fiesta y no tienen ningún otro plan que pasárselo bien?

–Soy fan de las mujeres espontáneas.

Sobre todo porque él carecía de oportunidades de mostrarse espontáneo. La espontaneidad era enemiga de alguien con la vista puesta en la presidencia del país. La vida de Phillip consistía en declaraciones muy pensadas, apariciones planificadas, conocidos a lo que se investigaba concienzudamente y sesiones fotográficas.

La probabilidad de estar con una mujer interesante en un oscuro rincón era prácticamente nula. Sin embargo, allí estaba. Solo por esa vez, él deseaba mostrarse espontáneo.

Sonrió de oreja a oreja. Probablemente llevaba mucho tiempo sin sonreír así salvo que se lo hubieran ordenado.

–Pues vamos a hacer algo totalmente impulsivo. Baila conmigo.

Ella negó con la cabeza con tanta fuerza que fue un milagro que esta no se le desprendiera del cuello.

–No puedo bailar contigo delante de toda esa gente.

–Claro que puedes. Llevas un vestido adecuado, eres mayor de dieciocho años y no estás casada.

Esos eran los tres elementos que podían provocar un escándalo y los que tachaba automáticamente de la lista en los primeros segundos en que se hallaba en compañía de una mujer. Después de que se su tío perdiera la posibilidad de ser nombrado senador a causa de unas fotografías en que aparecía con una mujer que no era su esposa, Phillip se había jurado no apartarse del buen camino.

Su carrera no le importaba solo por el hecho de resultar elegido, sino porque quería hacer las cosas de otro modo, cambiar el mundo. Se negaba a que su buena estrella se eclipsara demasiado pronto por cualquier motivo, y mucho más por una mujer. Era indudable que era un privilegiado, pero serlo implicaba una gran responsabilidad.

–El vestido no tiene poderes mágicos, Phillip. Soy torpe con las palabras y con los pies.

–Parece que no te das cuenta de que eres una ejecutiva con éxito que ha fundado una empresa millonaria. Deberías estar en la pista intimidando a todos los presentes por ser Alexandra Meer, sin importante lo que piensen.

Le tendió la mano. No iba a consentir que se pasara la noche en aquel rincón. Tenían que hacer honor al impulso de ella de acudir a la fiesta.

 

 

Alex vaciló mientras miraba la mano tendida de Phillip.

Tenía un motivo para haberse escondido tras la estatua. Otras mujeres debían de tener una piel adhesiva que les permitía llevar un vestido sin hombreras sin que se les cayera. Alex no la tenía. Y, si bailaba, todos se darían cuenta.

–Vamos –rogó él con su voz profunda voz. Ella se estremeció al oírla, igual que lo había hecho la primera vez–. No voy a dejarte aquí y, si no bailas conmigo, no estaré ejerciendo bien mi papel de anfitrión. Es mi casa, por lo que resultaría extraño.

Alex observó la estatua, muy grande y fea, tras la que había buscado refugio.

–Se trataba de que no me vieras.

Ni él ni nadie. La estatua era un buen escondite que le permitía seguir lo que sucedía en el salón. Las fiestas le recordaban por qué no acudía a ellas. Las relaciones sociales constituían un conjunto de reglas confuso y complejo que a ella le resultaba difícil seguir. Le gustaban las reglas, pero cuando tenían sentido, como en las finanzas. Los números eran iguales ese día que el anterior y el siguiente.

Normalmente seguía al pie de la letra su propia regla número uno: no llamar la atención. Pero Phillip la atraía intensamente y las fiestas parecían ser su hábitat natural, por lo que había acudido a una para ver si, fuera de Fyra, las cosas avanzaban entre ellos.

Porque había chispa entre ambos, aunque él no había hecho nada al respecto. Ella quería averiguar si su frialdad se debía a una falta de interés o a otra cosa.

Cass le había insistido en que necesitaba un cambio de imagen y le había quitado la tarjeta de crédito para comprarle aquel vestido. Alex no tenía ni pizca de glamur, pero la imagen que le devolvió el espejo estaba muy bien.

Y allí estaban Phillip y ella flirteando y divirtiéndose, y él le acababa de pedir que bailaran. Parecía que, en efecto, el vestido tenía poderes mágicos.

Tal vez podría bailar con él. Solo una vez. Después se volvería a su escondite antes de que alguien tratara de hablar con ella; alguien que no fuera tan comprensivo como Phillip con sus meteduras de pata.

Ella le tendió la mano lentamente, lo cual le resultó casi tan difícil como entrar por la puerta de su mansión sabiendo que él se hallaba al otro lado, tan increíblemente guapo como siempre. En realidad, había tenido que echarle mucho valor a todo lo que había hecho para conseguir que su relación con él avanzara.

Tal vez las estrellas se hubieran alineado para aliviar la soledad que sentía, resultado de su incapacidad para las relaciones sociales y de la firme creencia de que los idilios eran un mito.

De vez en cuando salía con alguien, no muy a menudo. Pero le gustaba la compañía, y Phillip era el primer hombre en mucho tiempo en el que no podía dejar de pensar.

Esa noche quería comprobar hacia dónde podrían ir las cosas entre ellos.

Sin embargo, aquella casa centenaria la abrumaba, con el vestíbulo del tamaño de una biblioteca pública, flanqueado por dos escaleras que conducían al primer piso. Era un recordatorio visual de la privilegiada posición que él ocupaba y de que los hombres como él llevaban una vida que no tenía nada que ver con la de un patito feo como ella.

Pero cuando sus manos se tocaron, su cuerpo reaccionó intensamente. El deseo se apoderó de ella. Su respuesta fue intensa y visceral.

Sus miradas se encontraron y los ojos azules de él le hablaron diciéndole sin palabras que él también la deseaba. ¿Cómo era posible?

Los hombres no se fijaban en ella. Alex había perfeccionado el arte de estar en segundo plano, pero Phillip siempre le prestaba atención.

–Alex –murmuró él apretándole la mano–. Tenemos que bailar ya. Si no, puede que suceda algo muy malo.

–¿El qué? –preguntó ella con curiosidad.

Él le miraba los labios como si fuera a inclinarse y a besarla en la boca. Lo cual a ella le parecería muy bien. Tal vez él la hiciera retroceder aún más al rincón y la besara como era debido. Sus manos eran suaves y fuertes. Alex había fantaseado con ellas en las largas reuniones que habían mantenido.

No era delito. El hecho de que no se creyera la fantasía del amor y el idilio no implicaba que le repugnara el sexo.

Llevaba semanas soñando con besarle, desde el momento en que había entrado en la empresa. La chispa había surgido entre ellos inmediatamente. Y su conexión no solo era física. Él era considerado, elocuente, tenía en cuenta las ideas de ella y demostraba un gran sentido del humor. A ella le gustaba de verdad. La belleza física que acompañaba a su personalidad era un enorme plus.

–Pues que voy a acompañar a la puerta a todos los invitados y me voy a centrar únicamente en ti.

Eso sería delicioso. Él conseguía que se sintiera como si fuera la única persona presente en el salón, aunque había casi cien.

Era una invitación. Y una pregunta. ¿Adónde quería ella que los condujera la noche?

¿Adónde quería él?

¿Pensaban lo mismo sobre cómo sería su relación laboral después? A fin de cuentas trabajaban juntos. No todo el mundo podía hacerlo y mantener, además, una relación más personal. Era ahí donde el romanticismo lo complicaba todo.

Una relación resultaba clara y sencilla si uno no se dejaba llevar por los sentimientos. El divorcio de sus padres había sido tan desagradable que le había demostrado que el amor era una de las peores ilusiones que se habían inventado.

Probablemente debería sondearlo sobre su futura relación antes de pasar a mayores. Además, Phillip había organizado aquella fiesta con un objetivo, que no se cumpliría si echaba a todo el mundo a la calle. Sería terrible que ella lo obligara a darla por concluida antes de tiempo solo porque le daba miedo bailar en público.

Debía ser valiente.

–Vamos a bailar.

–Por aquí, señorita Meer.

La condujo a la pista y la tomó en sus brazos.

La dinámica de la multitud cambió inmediatamente, ya que los invitados se volvieron a mirar a la mujer que bailaba con el senador. A Alex le ardía la espalda, en la que notaba aquel escrutinio.

La timidez la hizo arrastrar los pies.

–Aquí, Alex –Phillip se llevó la mano a la sien y la volvió a colocar en su cintura–. Mírame y no te preocupes por ellos. No existen.

Ojalá fuera así. Claro que ella había tenido la oportunidad de que lo hubiera sido de haber aceptado la propuesta de Phillip de echar a los invitados. No le cabía duda alguna de que, de haberlo hecho, todo el mundo estaría en su limusina con chófer, camino de casa.

¿Por qué no había accedido?

Hizo lo que él le decía y lo miró a los ojos. Él la hizo dar vueltas a la pista al compás de la música clásica que emitía un invisible sistema de sonido.

La multitud desapareció y ella notó las manos de él en su cuerpo, tal como lo había soñado. Bueno, no exactamente igual, porque en sus fantasías estaban desnudos.

Mientras él la observaba atentamente, comenzó a sentir un calor en la piel que se dirigió directamente al centro de su feminidad.

–¿Lo ves? –murmuró él–. Mucho mejor.

En efecto: la noche, un hombre que la tenía en sus brazos… Sí, todo mucho mejor.

Pero no era el vestido el que tenía poderes mágicos, sino Phillip. Ella se transformaba al estar con él y dejaba de ser una persona que, por miedo a hacer el ridículo, trataba de pasar desapercibida para convertirse en una mujer que podía estar con un hombre como él, a pesar de ser socialmente opuestos.

Y deseaba aprovechar esa magia mientras durase. Tal vez pudiera, aunque fuera solo esa noche.

Capítulo Dos

 

 

 

 

 

Phillip no se apartó del lado de Alex en toda la noche.

Era algo dulce y embriagador. Ella perdió la noción del espacio y el tiempo y, como le había dicho él, se olvidó del resto de los invitados, que la estarían juzgando.

Phillip era un hombre increíble, que la hacía sentirse especial. Su alma hambrienta devoraba la atención que le ofrecía y reclamaba más.

Podría acostumbrarse sin problema a ser el centro del mundo de Phillip, al brillo de sus ojos azules al mirarla, a lo ligero que sentía el corazón cuando él…

Alguien le dio un golpecito en el hombro, y se sobresaltó. Miró hacia atrás. Era Cass. Alex casi se había olvidado de la presencia de su amiga en la fiesta.

Phillip la saludó asintiendo con la cabeza.

–Señorita Claremont, lamento no haberle dicho antes que está usted radiante. Gage es un hombre afortunado.

–Sí, ha estado usted muy ocupado para fijarse en mí –afirmó Cass con descaro–. Me aseguraré de que Gage me lo compense después.

Alex tuvo ganas de abofetearla, pero para eso tendría que quitar las manos de los hombros de Phillip.

–Necesito hablar con Alex –explicó Cass, y Alex estuvo a punto de sollozar cuando Phillip la soltó.

Cass se la llevó al tocador y saludó a dos actrices de Hollywood que salían cuando llegaban ellas. Alex no sabía quiénes eran, pero las celebridades vivían en un mundo al que ella no pertenecía. Cass, por el contrario, no solo sabía cómo se llamaban, sino que pertenecía al mundo de la gente guapa que nunca decía nada inadecuado.

Alex no estaba celosa, sencillamente, era un hecho. Quería a la directora general de Fyra como a una hermana. Cass había insistido en que se hiciera cargo de la dirección financiera de la empresa, a pesar de que sabía que, por ser una adolescente rebelde, había sido juzgada y podía haber ido a la cárcel.

Estaba en deuda con ella por haberse arriesgado a hacerla socia de la empresa y, si era necesario, se sumergiría en los números hasta la muerte.

Sin embargo, eso no implicaba que le perdonara la interrupción.

–¿Qué es eso tan importante? –masculló en cuanto se hubo cerrado la puerta del tocador. Estaban solas–. Estaba bailando.

Cass enarcó las cejas.

–Sí, ya lo he visto. Pero Gage y yo nos vamos.

–¿Ya? –Alex había ido a la fiesta en el coche de ellos, porque Gage le había asegurado que había sitio de sobra.

Mientras iban hacia allí, había estado pensando en cómo volvería, ya que pensaba marcharse pronto de la fiesta. Estaba segura de que acudir a la fiesta de Phillip era la peor idea que había tenido en su vida. Era curioso cómo habían cambiado las tornas.

–Es medianoche –afirmó Cassandra señalando el reloj de pared–. Tenemos un hijo que no sabe de horarios y que se despertará a las seis de la mañana.

Alex miró el reloj consternada, con la esperanza de que indicara alguna hora menos. Pero las manecillas no se habían movido. ¿Por qué era ya medianoche? Esa noche no debería acabar nunca porque, por la mañana, ella volvería a ser invisible.

–Habéis contratado a una niñera –dijo a la desesperada–. ¿No puede ella levantar a Robbie?

Era una extraña conversación. Robbie era el hijo que Gage Branson tenía de una relación anterior. Alex nunca hubiera creído que Cass iniciaría una relación sentimental con un padre soltero.

Sin embargo, Gage y ella eran muy felices. Eran muy optimistas al haberse enamorado, a pesar de todas las complicaciones. Alex esperaba que, contra todo pronóstico, tuvieran juntos una vida larga y feliz.

Cass se echó a reír negando con la cabeza.

–Me gusta ser yo la que lo levante, siempre que puedo, ya que Gage y yo, de momento, vivimos en ciudades distintas. Si quieres quedarte, no tienes más que decírmelo. Puedes tomar un taxi para volver.

Así era Cassandra, la que solucionaba los problemas.

–No puedo quedarme –dijo Alex.

Cass sacó del bolso el ultimo pintalabios lanzado por Fyra Cosmetics y se retocó los labios.

–¿Por qué?

Porque la idea de quedarse sin la red protectora de su amiga le producía casi pánico. Aquello era una fiesta, un sitio en el que se sentía muy incómoda.

Mientras bailaba con Phillip no se hacía idea de cómo pretendía él acabar la noche. ¿Y si había malinterpretado los indicios? No tenía mucha práctica en esas cosas.