El escultor de la muerte - Chris Carter - E-Book

El escultor de la muerte E-Book

Chris Carter

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Beschreibung

 «Prepárate para un viaje al terror»Heat «Un escritor de thrillers excepcional»Daily Mail «No pude dejar el libro hasta terminarlo.»Crime Scuad   Apunta. Atormenta. Mata. "Buen trabajo no has encendido las luces…" Una estudiante de enfermería recibe el susto de su vida cuando encuentra a su paciente, el fiscal Derek Nicholson, brutalmente asesinado en la cama. El acto parece no tener ningún sentido Nicholson padecía una enfermedad terminal y le quedaban tan solo unas semanas de vida. Pero lo que más le impacta al detective Robert Hunter de la División de Robos y Homicidios es la tarjeta personal dejada por el asesino. Para Hunter, no hay duda de que el asesino está intentando comunicarse con la policía, pero el método no tiene absolutamente nada que ver con algo que él haya visto antes. ¿Y cuál podría ser el mensaje oculto? En el momento mismo en el que Hunter y su compañero Garcia creen que han dado con una pista, la policía encuentra otro cuerpo y otra tarjeta personal. Pero sin que haya ninguna relación aparente entre la primera víctima y la segunda, todos los avances que han hecho hasta ese momento parecen quedar en la nada. Obligados a trabajar en equipo con Alice Beaumont, una investigadora muy segura de sí misma, Hunter se debe apresurar para unir todas las piezas del rompecabezas… antes de que El escultor de la muerte le dé los toques finales a su obra maestra. **************************** " Carter, quien nación en Brasil, se crio en los Estados Unidos y ahora reside en Londres, se ha convertido en un escritor de thrillers excepcional que se merece su lugar junto a Jeffery Deaver."   Daily Mail  " Carter, ex psicólogo criminalista, sabe de lo que habla cuando crea asesinos seriales que te hielan la sangre, por lo que prepárate para un viaje al terror."   Heat  " Carter es uno de esos autores que hacen que escribir parezca una actividad que no demanda ningún esfuerzo… No pude dejar el libro hasta terminarlo."   Crime Squad 

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El Escultor de la Muerte

El Escultor de la Muerte

Título original: The Death Sculptor

© 2012 Chris Carter. Reservados todos los derechos.

© 2022 Jentas A/S. Reservados todos los derechos.

Traducción Aldo Giacometti,

© Traducción, Jentas A/S. Reservados todos los derechos.

ePub: Jentas A/S

ISBN 978-87-428-1201-3

Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin la autorización escrita de los titulares de los derechos de la propiedad intelectual.

–––

Esta novela está dedicada a todos los lectores que compitieron para convertirse en personajes de este libro, especialmente a la ganadora, Alice Beaumont, de Sheffield.

Espero que la disfruten.

Agradecimientos

Muchos consideran que escribir es una profesión solitaria, pero yo estoy lejos de estar solo. Soy muy afortunado al contar con la ayuda, el apoyo y la amistad de algunas personas increíbles. Mi amigo, y el mejor agente que un autor podría desear, Darley Anderson. Camilla Wray, por ayudarme a convertir, una vez más, un simple boceto en una novela acabada. Mi fantástica editora en Simon & Schuster, Maxine Hitchcock, por ser tan fantástica en lo que hace, por todo el apoyo, las sugerencias y la orientación desde la primera palabra hasta la última. Emma Lowth por su ojo experto y sus consejos. Samantha Johnson por la escucha y por estar allí. A todos los miembros de la Agencia Literaria Darley Anderson por su arduo trabajo en cada aspecto del negocio editorial. Ian Chapman, Suzanne Baboneau, Florence Partridge, Jamie Groves y a todos en Simon & Schuster UK, sois los mejores. Gracias también a todos los lectores y a todas las personas que me han apoyado increíblemente a mí y a mis novelas desde que empecé.

Uno

−Oh Dios, llego tarde −dijo Melinda Wallis, saltando de la cama cuando sus ojos cansados miraron el reloj digital en su mesilla de noche. La noche anterior se había quedado despierta hasta las 3:30 de la madrugada, estudiando para su examen de Clínica Farmacológica, que era en tres días.

Todavía algo grogui por el sueño, se movió con torpeza por la habitación mientras su cerebro trataba de determinar qué hacer primero. Se dirigió al cuarto de baño apresurada y entrevió su imagen en el espejo:

−Diablos, diablos, diablos.

Tomó su bolsa de maquillaje y comenzó a empolvarse la cara. Melinda tenía veintitrés años y, según un artículo que había leído en una revista de moda hacía unos días, tenía algo de sobrepeso para su estatura: solo medía un metro sesenta y cinco. Su cabello largo y castaño estaba siempre recogido en una coleta, incluso cuando se iba a acostar, y nunca salía sin al menos cubrirse la cara con una base de maquillaje para ocultar sus mejillas llenas de acné. En vez de lavarse los dientes, se echó a la boca un poco de dentífrico para quitarse el aliento nocturno.

De vuelta en la habitación, encontró su ropa prolijamente doblada en una silla junto al escritorio: una blusa blanca, medias, una falda larga hasta la rodilla y zapatos de suela plana. Se vistió en tiempo récord y corrió a toda velocidad desde la pequeña casa de huéspedes hacia el edificio principal.

Melinda estaba cursando el tercer año de su licenciatura en Enfermería y Cuidados en la UCLA. Cada fin de semana, para cumplir con las prácticas de su plan de estudios, trabajaba como enfermera privada a domicilio. Durante las últimas catorce semanas, había estado trabajando para el señor Derek Nicholson en Cheviot Hills, en Los Ángeles Oeste. Apenas dos semanas antes de que fuera contratada, al señor Nicholson le diagnosticaron un avanzado cáncer de pulmón. El tumor tenía ya el tamaño de un carozo de ciruela y se lo estaba devorando con rapidez. Caminar le resultaba muy doloroso, necesitaba a veces la ayuda de un respirador y cuando hablaba su voz era apenas audible.

Pese a las súplicas de sus hijas, había declinado empezar un tratamiento de quimioterapia. Se rehusaba a pasar días enteros encerrado en una habitación de hospital, y eligió su casa para pasar el tiempo que le restaba de vida.

Melinda abrió la cerradura de la puerta principal y se adentró en el espacioso lobby de la entrada, antes de avanzar con rapidez por la sala de estar, grande pero escasamente decorada. La habitación del señor Nicholson estaba ubicada en el primer piso. La casa estaba, como siempre, inquietantemente silenciosa.

Derek Nicholson vivía solo. Su esposa había fallecido hacía dos años, y si bien sus hijas iban a visitarlo todos los días, tenían sus propias vidas de las que ocuparse.

−Lamento llegar tarde −dijo Melinda en voz alta desde la planta baja. Miró de nuevo su reloj. Exactamente cuarenta y tres minutos tarde−. ¡Diablos! −murmuró en voz baja−. ¿Está despierto, Derek? −dijo, cruzando hacia la escalera subiendo los escalones de dos en dos a la vez.

Derek Nicholson le había pedido, durante su primera semana en la casa, que le llamara por su nombre. No le gustaba la formalidad de señor Nicholson.

Mientras Melinda se acercaba a la puerta de la habitación, percibió un olor fuerte y nauseabundo proveniente del interior.

Maldición, pensó. Obviamente ya era demasiado tarde para su primera visita de ese día al baño.

−Vale, vamos a limpiarle primero... −dijo, abriendo la puerta− ... y luego le traeré el desay...

El cuerpo se le puso rígido, abrió grandes los ojos, horrorizados, y el aire fue succionado de sus pulmones como si la hubieran arrojado de súbito hacia el espacio exterior. Sintió cómo los contenidos de su estómago le ascendían velozmente hacia la boca y vomitó allí mismo, junto a la puerta.

−¡Por todos los cielos! −Esas fueron las palabras que intentó decir Melinda mientras movía sus labios trémulos, pero no salió ningún sonido. Sus piernas comenzaron a ceder, el mundo comenzó a girar, y tuvo que aferrarse al marco de la puerta con ambas manos para poder sostenerse. Fue entonces cuando sus horrorizados ojos verdes entrevieron la pared lejana. A su cerebro le tomó un momento entender qué era lo que estaba viendo, pero cuando lo logró, un miedo y pánico atávicos crecieron dentro de su corazón, como una tormenta eléctrica.

Dos

El verano recién había comenzado en la ciudad de Los Ángeles y la temperatura ya alcanzaba los treinta grados centígrados. El detective Robert Hunter de la División de Robos y Homicidios detuvo el cronómetro de su reloj mientras llegaba a la manzana de su departamento en Huntingdon Park, al sudeste del centro. Once kilómetros en treinta y ocho minutos. Nada mal, pensó, si bien sudaba como un pavo en el Día de Acción de Gracias y sus piernas y rodillas dolían como el demonio. Quizá debería haber realizado estiramientos. De hecho, sabía que tenía que estirar antes y después de hacer ejercicio, especialmente después de correr una gran distancia, pero nunca se molestaba en hacerlo.

Hunter subió hasta el tercer piso por las escaleras. No le gustaban los ascensores, y al de su edificio se lo apodaba “la trampa para sardinas” por una razón evidente.

Abrió la puerta de su apartamento de una sola habitación y entró. El apartamento era pequeño, pero limpio y cómodo, aunque era entendible que la gente pensara que los muebles habían sido donados por Goodwill: un sofá negro de cuero sintético, sillas de distintos juegos, una mesa de desayuno rayada que hacía las veces de escritorio para el ordenador y una vieja biblioteca que parecía que iba a ceder en cualquier momento bajo el peso de sus estanterías abarrotadas.

Hunter se quitó la camiseta y la utilizó para secar la transpiración de su frente, su cuello y su torso esculpido. Su respiración había vuelto a la normalidad. En la cocina, agarró una jarra de té helado de la nevera y se sirvió un vaso grande. Hunter esperaba pasar un día sin sobresaltos, alejado del Edificio de la Administración de la Policía y de la sede de la División de Robos y Homicidios. No tenía muchos días libres. Tal vez podría conducir hasta Venice Beach y jugar al voleibol. Hacía años que no jugaba al voleibol. O quizá podría tratar de ver un partido de los Lakers. Estaba seguro de que jugaban esa noche. Pero primero necesitaba una ducha y un viaje rápido a la lavandería.

Hunter terminó su té helado, caminó hacia el cuarto de baño y revisó su imagen en el espejo. También necesitaba afeitarse. Mientras buscaba el gel y una maquinilla de afeitar, su móvil sonó en la habitación.

Hunter lo tomó de la mesilla de noche y miró la pantalla: Carlos Garcia, su compañero. Solo entonces reconoció la pequeña flecha roja en la parte superior de la pantalla, que le indicaba que tenía diez llamadas perdidas, ¡diez!

−¡Genial! −susurró, aceptando la llamada. Sabía perfectamente qué significaban diez llamadas perdidas y su compañero al teléfono tan temprano en su día libre−. Carlos −dijo Hunter, acercando el móvil a su oído−. ¿Qué sucede?

−¡Jesús! ¿Dónde estabas? Estuve intentando dar contigo durante media hora.

Una llamada cada tres minutos, pensó Hunter. Esto iba a ser malo:

−Estaba afuera, corriendo −dijo, con calma−. No miré mi teléfono cuando entré. Recién pude ver las llamadas perdidas. Entonces, ¿qué es lo que tenemos?

−Un desastre del demonio. Será mejor que vengas rápido, Robert. Nunca he visto algo así. −Garcia hizo una pausa, rápida y vacilante−. No creo que nadie haya visto nunca algo así.

Tres

Incluso siendo domingo por la mañana, a Hunter le llevó cerca de una hora recorrer los veinticinco kilómetros entre Huntingdon Park y Cheviot Hills. Garcia no le había dado a Hunter demasiados detalles por teléfono, pero su evidente conmoción y un ligero temblor en la voz no eran usuales en él. Hunter y Garcia formaban parte de una pequeña unidad especializada dentro de la División de Robos y Homicidios: la Sección Especial de Homicidios, o SEH. La unidad fue creada para ocuparse exclusivamente de casos de homicidio en serie y de alta complejidad que requerían experiencia y mucho tiempo de investigación. La formación de Hunter en psicología del comportamiento criminal le situaba en un grupo aún más especializado. Todos los homicidios en los que el autor había hecho uso de una brutalidad o un sadismo apabullantes eran etiquetados por el departamento como “UV” (ultraviolentos). Robert Hunter y Carlos Garcia eran la unidad de UV, y por lo tanto no se inquietaban fácilmente. Habían visto una buena cantidad de cosas que nadie más en esta tierra había visto. Hunter se detuvo junto a uno de los varios vehículos policiales blancos y negros aparcados frente a la casa de dos pisos en Los Ángeles Oeste. Los periodistas ya estaban allí, abarrotando la pequeña calle, pero eso no era una sorpresa. Normalmente llegaban a las escenas del crimen antes que los detectives.

Hunter se apeó de su viejo Buick LeSabre y le golpeó una ola de aire caliente. Mientras se desabrochaba la chaqueta y colocaba su placa en el cinturón, miró lentamente a su alrededor. Aunque la casa estaba situada en una calle privada, escondida en un barrio tranquilo, la multitud de curiosos que se había reunido fuera del perímetro policial era ya numerosa, y crecía rápidamente.

Hunter se volvió y miró hacia la casa. Era un bonito edificio de ladrillo rojo con dos plantas, ventanas de marco azul oscuro y tejado a cuatro aguas. El patio delantero era grande y estaba bien cuidado. Había un garaje para dos coches a la derecha de la casa, pero no había coches en los accesos de entrada, salvo más vehículos de la policía. A pocos metros había aparcada una furgoneta de la policía científica. Hunter vio rápidamente a Garcia cuando salía de la casa por la puerta principal. Llevaba el clásico mono blanco Tyvek con capucha. Con un metro ochenta, era dos centímetros más alto que Hunter.

Garcia se detuvo junto a los pocos escalones de piedra que bajaban del porche y se bajó la capucha. Llevaba el cabello largo y oscuro recogido en una coleta. También vio rápidamente a su compañero.

Ignorando a la horda animada de periodistas, Hunter mostró su placa al agente que se encontraba en el borde del perímetro y se agachó bajo la cinta amarilla de la escena del crimen.

En una ciudad como Los Ángeles, cuando se trata de historias de crímenes y de periodistas, cuanto más espantoso y violento es el delito, mayor es el entusiasmo. La mayoría de ellos conocía a Hunter y el tipo de casos que se le asignaban. Sus preguntas llegaban en un torrente de gritos.

−Las malas noticias vuelan −dijo Garcia, inclinando la cabeza en dirección a la multitud mientras Hunter se iba acercando a él−. Y una historia potencialmente buena viaja más rápido. –Le entregó a su compañero un mono Tyvek nuevo dentro de una bolsa de plástico sellada.

−¿A qué te refieres? −Hunter tomó la bolsa, la abrió y comenzó a vestirse.

−La víctima era un abogado −explicó Garcia−. Un señor llamado Derek Nicholson, fiscal del estado de California.

−Oh, genial.

−Ya no ejercía más.

Hunter subió la cremallera de su mono.

−Le habían diagnosticado un cáncer de pulmón avanzado −continuó Garcia.

Hunter le miró con curiosidad.

−Ya estaba en vías de partir. Máscaras de oxígeno, piernas que ya no responden como deberían... Los doctores no le dieron más que seis meses de vida. Eso fue hace cuatro meses.

−¿Cuántos años tenía?

−Cincuenta. No era secreto que estaba muriendo. ¿Por qué matarlo de este modo?

Hunter hizo una pausa:

−¿Y no hay dudas de que le asesinaron?

−Oh, no, absolutamente ninguna duda.

Garcia condujo a Hunter al interior de la casa y hacia el vestíbulo de entrada. Junto a la puerta estaba el tablero de la alarma de seguridad. Hunter miró a Garcia.

−La alarma no estaba activada −aclaró−. Aparentemente, no la programaban a menudo.

Hunter hizo una mueca.

−Lo sé −dijo Garcia−, ¿para qué la tenían, no?

Siguieron adelante.

En la sala de estar, había dos agentes de la policía científica ocupados limpiando la escalera junto a la pared del fondo.

−¿Quién encontró el cuerpo? −preguntó Hunter.

−La enfermera privada de la víctima −respondió Garcia, dirigiendo la atención de Hunter a la puerta abierta en la pared que daba al este. Conducía a un amplio estudio. Adentro, sentada en un sofá Chesterfield clásico de cuero, había una mujer joven, vestida toda de blanco. Llevaba el cabello recogido. Sus ojos estaban rojos como una frambuesa e hinchados por el llanto. Apoyada en sus rodillas había una taza de café que sostenía con ambas manos. Su mirada parecía perdida y distante. Hunter percibió que estaba meciendo su torso ligeramente de atrás hacia adelante. Estaba claramente en shock. Un agente uniformado le hacía compañía.

−¿Alguien hizo el intento de hablarle?

−Yo lo intenté −asintió Garcia−. Me las ingenié para obtener alguna información básica de ella, pero está psicológicamente bloqueada, lo cual no me sorprende. Quizá podrías intentarlo más tarde. Eres mejor que yo para estas cosas.

−¿Estaba aquí el domingo? −preguntó Hunter.

−Viene solo los fines de semana −aclaró Garcia−. Su nombre es Melinda Wallis. Estudia en la UCLA. Está terminando la licenciatura en Enfermería y Cuidados. Esto forma parte de sus prácticas. Obtuvo el trabajo una semana después de que al señor Nicholson le diagnosticaran su enfermedad.

−¿Y el resto de la semana?

−El señor Nicholson tiene otra enfermera. −Garcia bajó la cremallera de su mono y buscó la libreta en un bolsillo de la camisa.

−Amy Dawson −leyó el nombre−. A diferencia de Melinda, Amy no es estudiante. Es enfermera profesional. Se ocupa del cuidado del señor Nicholson durante la semana. Además, sus hijas vienen a visitarlo todos los días.

Las cejas de Hunter se arquearon.

−Aún no las contactaron.

−¿Entonces la víctima vivía sola en esta casa?

−Así es. Su esposa de veintiséis años murió en un accidente de tránsito hace dos años. −Garcia devolvió la libreta al bolsillo−. El cuerpo está arriba. –Hizo un gesto en dirección a la escalera.

Mientras iba subiendo los escalones, Hunter prestaba atención para no interferir con el trabajo de los agentes de la policía científica. El rellano del primer piso parecía una sala de espera: dos sillas, dos sillones de cuero, una pequeña estantería para libros, un revistero, un aparador cubierto con unos portarretratos elegantes. Un corredor vagamente iluminado los condujo hacia el interior de la casa, a las cuatro habitaciones y los dos baños. Garcia llevó a Hunter hasta la última puerta de la derecha y se detuvo afuera.

−Sé que has visto muchas cosas enfermizas antes, Robert. Dios sabe que yo también. −Apoyó la mano enguantada de látex en el pomo−. Pero esto... ni en mis peores pesadillas. –Empujó y abrió la puerta.

Cuatro

Hunter estaba de pie junto a la puerta abierta de la habitación grande. Sus ojos registraban la escena que tenía enfrente, pero a su mentalidad lógica le estaba costando comprenderla. Había una cama ajustable de dos plazas centrada contra la pared norte. A la derecha podía ver un pequeño tanque de oxígeno y una máscara sobre la mesilla de noche. Una silla de ruedas ocupaba el espacio a los pies de la cama. También había una cómoda de aspecto antiguo, un escritorio de caoba y un estante largo en la pared opuesta a la cama. La a atracción principal era un televisor de pantalla plana.

Hunter respiró hondo pero no se movió, ni parpadeó, ni dijo una sola palabra.

−¿Por dónde empezamos? −susurró Garcia de pie junto a él.

Había sangre por todos lados: en la cama, en el suelo, en la alfombra, en las paredes, en el techo y en la mayoría de los muebles. El cuerpo del señor Nicholson estaba sobre la cama. O al menos lo que quedaba de él. Le habían arrancado del cuerpo tanto las piernas como los brazos. Uno de los brazos había sido troceado por los tendones en piezas más pequeñas. Ambos pies también habían sido separados de las piernas.

Pero lo que desconcertaba a todos los que entraban a la habitación era la escultura.

En una pequeña mesa baja junto a la ventana, las partes del cuerpo cercenadas y cortadas en pedazos habían sido agrupadas y dispuestas de una forma incomprensible, sangrienta y retorcida.

–Tienes que estar bromeando –susurró Hunter por lo bajo.

–No me molestaré siquiera en preguntar, porque sé que nunca has visto antes algo como esto, Robert –dijo la doctora Carolyn Hove desde el rincón más alejado de la habitación–. Ninguno de nosotros ha visto algo así.

La doctora Hove era la médica forense principal del Departamento Forense del Condado de Los Ángeles. Era alta y delgada, con unos ojos verdes penetrantes. Su cabello largo y castaño estaba metido dentro de la capucha de su mono blanco; sus labios carnosos y su pequeña nariz, ocultos detrás de la mascarilla quirúrgica.

La atención de Hunter se dirigió a ella por unos segundos y luego a los largos charcos de sangre que había en el suelo. Dudó un momento. No había manera de que pudiera caminar por la habitación sin pisarlos.

–No te preocupes –dijo la doctora Hove, haciéndole pasar junto a Garcia–. Ya fotografiaron todo el suelo.

Así y todo, Hunter hizo lo posible por no pisar los charcos. Se acercó a la cama y a lo que quedaba del cuerpo del señor Nicholson. El rostro estaba cubierto de sangre. Tenía los ojos y la boca bien abiertos, como si el último grito aterrado hubiese quedado congelado antes de salir. Las sábanas, las almohadas y el colchón estaban rotos y desgarrados por varios lugares.

–Le asesinaron en esa cama –dijo la doctora Hove, acercándose a Hunter.

Él mantuvo la atención puesta en el cuerpo.

–A juzgar por las salpicaduras y la cantidad de sangre que tenemos –continuó ella–, el asesino le infligió a la víctima todo el dolor que pudo antes de dejarle morir.

–¿Le cortó primero?

La doctora asintió:

–Y empezó por las pequeñas partes que no ponían su vida en riesgo.

Hunter frunció el ceño.

–Le cortó todos los dedos y la lengua. –Dirigió de nuevo la mirada a la repugnante escultura hecha con partes del cuerpo–. Diría que eso fue lo que hizo primero, antes de desmembrarlo.

–¿Estaba solo en la casa?

–Sí –respondió Garcia–. Melinda, la estudiante de enfermería que viste en la planta baja, pasa aquí los fines de semana, pero duerme en la casa de huéspedes ubicada encima del garaje que viste a la entrada. Según ella, las hijas del señor Nicholson le visitaban todos los días y pasaban un par de horas con él, a veces más. Anoche se fueron alrededor de las 9:00 p.m. Luego de acostarlo y terminar con las tareas de la casa, Melinda dejó al señor Nicholson alrededor de las 11:00 p.m. Regresó a la casa de huéspedes y se quedó despierta hasta las tres y media de la mañana, estudiando para un examen.

No le fue difícil a Hunter comprender por qué la enfermera no había escuchado nada. El garaje estaba en la parte delantera y a unos veinte metros del edificio principal. La habitación en la que se encontraban estaba en la parte de atrás de la casa, la última del pasillo. Las ventanas daban al patio. Podrían haber tenido una fiesta allí y ella no se habría enterado.

–¿No había un botón de pánico? –preguntó Hunter.

Garcia señaló uno de los contenedores de plástico para evidencias que estaba en el rincón de la habitación. En su interior había un trozo de cable eléctrico con un interruptor en el extremo:

–Cortaron el cable.

Hunter concentró su atención en las manchas de sangre que había por toda la cama, los muebles y la pared.

–¿Encontraron el arma?

–No todavía –respondió Garcia.

–El patrón de sangre en forma de escupitajo y el borde dentado de las heridas infligidas indican que el asesino utilizó algún tipo de dispositivo de sierra eléctrica –dijo la doctora Hove.

–¿Como una motosierra? –preguntó Garcia.

–Posiblemente.

Hunter negó con la cabeza:

–Una motosierra habría hecho mucho ruido. Demasiado riesgo. Lo último que el asesino hubiera querido sería alertar a alguien antes de terminar. Una motosierra es también una herramienta más difícil de controlar, especialmente si lo que buscas es precisión.

Examinó el cuerpo y la cama durante un rato más antes de apartarse de allí y acercarse a la mesa baja y a la escultura macabra.

Los dos brazos del señor Nicholson estaban torcidos y doblados en las articulaciones de las muñecas, formando dos figuras distintas, pero sin sentido. Le habían cortado los pies y los habían unido de una forma peculiar con los brazos y las manos. Todo ello estaba sujeto por finos pero sólidos trozos de alambre metálico. También habían utilizado alambre para unir algunos de sus dedos cortados a los bordes de las dos piezas. Habían colocado las piernas una al lado de la otra, y juntas formaban la base de la escultura. Todo estaba cubierto de sangre.

Hunter lo rodeó lentamente, tratando de asimilar cada detalle.

–Sea lo que sea –dijo la doctora Hove–, no es algo que cualquiera pueda armar en cuestión de minutos. Esto lleva tiempo.

–Y si el asesino se tomó el tiempo de armarlo –agregó Garcia, acercándose–, tiene que significar algo.

Hunter retrocedió unos pasos y observó la pieza macabra desde cierta distancia. Para él no significaba nada.

–¿Crees que en el laboratorio podrían crear una réplica a tamaño natural de esto? –le preguntó a la doctora Hove.

Bajo su mascarilla quirúrgica, ella movió la boca de un lado a otro.

–No veo por qué no. Ya lo fotografiaron, pero llamaré al fotógrafo y le pediré que saque fotos desde todos los ángulos. Estoy segura de que el laboratorio puede hacerlo.

–Hagámoslo –dijo Hunter–. No vamos a resolver esto aquí y ahora.

Se volvió hacia la pared más lejana y quedó helado. Estaba tan cubierta de sangre que casi no lo notó.

–¿Qué demonios es eso?

La mirada de Garcia se dirigió hacia Hunter y luego regresó a la pared. Exhaló un fuerte suspiro:

–Eso... es la peor pesadilla de todos.

Cinco

La doctora Hove bajó su mascarilla quirúrgica y miró a Garcia:

–¿Acaso no lo sabe?

Hunter arqueó las cejas.

Garcia bajó la cremallera de su mono y una vez más buscó su libreta en el bolsillo de la camisa:

–Permíteme explicarte lo que sabemos, pero para que logres entenderlo del todo debemos remontarnos a la tarde de ayer.

–Vale. –Hunter estaba intrigado.

Garcia comenzó a leer:

–Olivia, la hija mayor del señor Nicholson, vino alrededor de las 5:00 p.m. Su hermana menor, Allison, llegó media hora después que ella. Cenaron con su padre y le hicieron compañía hasta las 9:00 p.m., hora en la que ambas se fueron. Después de eso, Melinda, la enfermera, ayudó al señor Nicholson a ir al baño y luego le acostó, tal como lo hacía todas las noches de los fines de semana. Le tomó aproximadamente treinta minutos quedarse dormido. Ella nunca se fue de su lado. –Garcia señaló la silla del otro lado de la cama–. Se sentó allí. Tenía algunos de sus libros de estudio con ella. –Dio vuelta una página de la libreta–. Melinda apagó las luces, vació el lavavajillas en la planta baja y, alrededor de las 11:00 p.m., se retiró a su habitación en la casa de huéspedes.

Hunter asintió y miró nuevamente la pared.

–Estoy llegando –dijo Garcia–. Melinda recuerda haber cerrado con llave todas las puertas, incluyendo la puerta trasera en la cocina, pero no pudo asegurarnos lo mismo respecto a las ventanas. Cuando llegué temprano en la mañana, dos de las de planta baja estaban abiertas, la que está en el estudio y la otra de la cocina. Los primeros agentes del Departamento de Policía de Los Ángeles en llegar a la escena dijeron que no habían tocado nada.

–Entonces existe la posibilidad de que hayan quedado abiertas toda la noche –dijo Hunter.

–Es lo más probable, sí.

Hunter dirigió su mirada hacia las puertas corredizas de cristal del balcón.

–Esas habían quedado abiertas –explicó Garcia–. Aparentemente esta habitación puede ponerse un poco sofocante, especialmente durante el verano. Al señor Nicholson no le agradaban los aire acondicionados. El balcón mira desde arriba al patio y a la piscina. El problema es que toda la pared exterior está cubierta de campanillas que, como tú probablemente sepas, es la planta trepadora más común de California. La espaldera de madera que la soporta es lo suficientemente resistente como para que pueda trepar una persona. Acceder a esta habitación desde el patio trasero no sería difícil.

–La policía científica se ocupará del patio trasero y del balcón en cuanto terminen con el interior de la casa –agregó la doctora Hove.

–Alrededor de la medianoche –continuó Garcia, leyendo todavía de su libreta–, Melinda se dio cuenta de que había olvidado uno de los libros de estudio en la habitación. Regresó a la casa, abrió la puerta del frente y subió las escaleras. –Garcia adivinó el siguiente par de preguntas de Hunter y ofreció una respuesta antes de que este hablara–. Sí, la puerta del frente estaba cerrada. Recordó haber utilizado la llave para abrirla. Y no, no notó nada extraño cuando volvió a ingresar a la casa. Tampoco ningún sonido.

Hunter asintió.

–Melinda subió las escaleras nuevamente –continuó Garcia–, y porque no quería molestar al señor Nicholson, y sabía exactamente en qué lugar había dejado el libro de estudio –señaló hacia el escritorio de caoba apoyado contra la pared–, en ese escritorio, nunca prendió las luces. Apenas entró a la habitación en puntas de pie, tomó el libro, y salió de nuevo en puntas de pie.

En medio de todas las salpicaduras, escrito con sangre en letras grandes, estaban las siguientes palabras: BUEN TRABAJO NO HAS ENCENDIDO LAS LUCES.

Seis

Un silencio incómodo se apoderó de la habitación. Hunter dio unos pasos hacia la pared y estudió las palabras y las letras durante un largo rato.

–¿Qué fue lo que utilizó el asesino para escribir esto, un pedazo de tela empapado en sangre? –preguntó.

–Esa es mi suposición también –dijo la doctora Hove–. Pero el laboratorio forense nos dará más precisiones en uno o dos días. −Se apartó de la pared y volvió a dirigirse una vez más a la cama. Le temblaba la voz por la aflicción–. Esto es difícil de creer, Robert. Está más allá de cualquier caso en el que haya trabajado antes. El asesino pasó horas aquí, primero torturando, luego desmembrando a la víctima. No solo eso, sino que luego se puso a crear esa cosa. –Señaló la escultura sangrienta–. Y aún así encontró el tiempo para dejar un mensaje como este. –Miró a Garcia–. ¿Cuántos años dijiste que tiene esa chica, la estudiante de enfermería?

–Veintitrés.

–Tú más que nadie, Robert, sabes que necesitará meses, tal vez años de tratamiento psicológico para sobreponerse a esto, si es que lo logra. El asesino estuvo aquí cuando ella regresó para coger el libro. Si hubiera alcanzado el interruptor de la luz, tendríamos dos cuerpos, y ella formaría parte de esa cosa grotesca. −Señaló la escultura otra vez–. Su carrera de enfermera terminó antes de comenzar, su estabilidad psicológica quedará en jaque para siempre. Y las pesadillas y las noches de insomnio ni siquiera han comenzado. Y tú sabes de primera mano lo destructivo que puede ser eso.

El insomnio de Hunter no era un secreto. Comenzó a experimentarlo a los siete años, poco después de que el cáncer se llevara a su madre.

Hunter era el hijo único de unos padres muy pobres de la clase trabajadora de Compton, un vecindario poco privilegiado de Los Ángeles Sur. Sin más familia que su padre, lidiar con la muerte de su madre resultó ser una tarea difícil y solitaria. La echaba tanto de menos que le resultaba físicamente doloroso.

Luego del funeral comenzó a temerle a sus propios sueños. Cada vez que cerraba los ojos veía el rostro de su madre. La vio llorar, transida de dolor, suplicando ayuda, pidiendo por su muerte. Vio su cuerpo, antes sano y en forma, tan desprovisto de vida, tan frágil y tan débil, que ya no podía ni sentarse por sus propios medios. Vio el rostro que alguna vez había sido hermoso, con la sonrisa más radiante que había visto en su vida, transformado durante esos últimos meses en algo irreconocible. Pero aún así era un rostro que nunca dejaría de amar.

El sueño se convirtió en una prisión de la que él daría lo que fuera por escapar. El insomnio fue la respuesta lógica que encontró su cuerpo para lidiar con su miedo y las terribles pesadillas que le asaltaban por la noche. Un simple mecanismo de defensa.

Hunter no tenía respuesta para la doctora Dove.

–¿Quién es capaz de hacer algo así? –Ella negó con la cabeza, disgustada.

–Alguien con mucho odio acumulado –dijo Hunter en voz baja.

La atención de todos pasó de la habitación a los gritos provenientes de la planta baja. La voz de una mujer que se ponía rápidamente cada vez más histérica. Hunter miró a Garcia con preocupación.

–Es una de las hijas –dijo, y comenzó a moverse con rapidez hacia la puerta–. Mantengan la puerta cerrada.

Salió de la habitación, recorrió el pasillo y en un santiamén llegó a las escaleras. De pie en la parte de abajo, obstruída por dos agentes, había una mujer de treinta y pocos años. Tenía el cabello rubio y ondulado, largo, y le caía hasta mitad de la espalda. Tenía cara con forma de corazón, los ojos verdes y claros, mejillas prominentes y una pequeña nariz puntiaguda. La expresión de su rostro era de pura desesperación. Hunter llegó hasta ella antes de que se las ingeniara para evadir a los oficiales.

–Está bien –dijo, levantando su mano derecha–. Yo me encargo.

Los oficiales la dejaron ir.

–¿Qué está sucediendo, dónde está mi padre? –Su voz se iba quebrando por el miedo y la ansiedad.

–Soy el detective Robert Hunter del Departamento de Policía de Los Ángeles –dijo Hunter con la voz más calma que pudo lograr.

–No me importa quién es usted. ¿Dónde está mi padre? –dijo la mujer, tratando de empujar a Hunter.

Él retrocedió sutilmente, bloqueándole el paso. Sus miradas se encontraron un instante y él movió su cabeza de manera delicada:

–Lo lamento.

Ella cerró sus ojos bañados en lágrimas y llevó una mano hacia su boca:

–Oh Dios, papi...

Hunter le dio un momento.

Ella se tomó un respiro y miró a Hunter como si hubiese caído en la cuenta de algo:

–¿Por qué estáis aquí, por qué está la policía aquí? ¿Por qué hay una cinta que dice escena del crimen por todos lados?

Desde que los doctores de Derek Nicholson le habían diagnosticado su enfermedad hacía cuatro meses, su familia había, de un modo u otro, empezado a prepararse para su partida. Esperaban que muriera, eso no fue sorpresivo para su hija. Todo lo demás sí.

–Lo siento, no logré escuchar su nombre –dijo Hunter.

–Olivia, Olivia Nicholson.

Hunter ya había podido notar la tenue marca blancuzca de piel alrededor de su dedo anular. O había enviudado hacía poco tiempo o estaba recientemente divorciada. La mayoría de las viudas en Estados Unidos son reacias a deshacerse de sus anillos de boda y a descartar rápidamente el nombre de su marido. Además, Olivia parecía demasiado joven para ser viuda, salvo que hubiera ocurrido algún tipo de tragedia. La conjetura educada de Hunter se inclinó por un divorcio.

–¿Podremos quizás hablar en un lugar con mayor privacidad, señorita Nicholson? –sugirió Hunter, haciendo un gesto en dirección a la sala de estar.

–Podemos hablar aquí mismo –respondió ella, desafiante–. ¿Qué es lo que está sucediendo?

La mirada de Hunter se dirigió a los dos agentes que se encontraban al pie de la escalera, y que escuchaban atentamente. Ambos captaron rápidamente la indirecta y se alejaron hacia la puerta principal. Hunter dirigió otra vez su atención a Olivia.

–No fue la enfermedad lo que se llevó a su padre. –Esperó a que Olivia absorbiera sus palabras por completo antes de continuar–. Su padre fue asesinado.

–¿Qué? Eso es... eso es ridículo.

–Por favor, busquemos un lugar para sentarnos –insitió Hunter.

Olivia exhaló mientras las lágrimas volvían a sus ojos. Finalmente cedió y siguió a Hunter a la sala de estar.

Hunter no quería que estuviese en la misma habitación que la joven enfermera.

Olivia se sentó en el sillón marrón claro junto a la ventana. Hunter ocupó el sofá ubicado frente a ella.

–¿Le apetecería un vaso de agua? –ofreció.

–Sí, gracias.

Hunter esperó junto a la puerta mientras un agente les traía dos vasos de agua. Le dio uno a Olivia, que se lo bebió a grandes tragos.

Hunter volvió a tomar asiento y, con voz firme, explicó que en las primeras horas de la mañana alguien había accedido a la casa y al dormitorio del señor Nicholson.

Olivia no dejaba de temblar o llorar y, comprensiblemente, estaba cuestionándolo todo.

–No sabemos por qué asesinaron a su padre. No sabemos cómo ingresó el responsable a la casa. Por el momento tenemos una enorme cantidad de preguntas y ninguna respuesta. Haremos todo lo posible por encontrarlos.

–En otras palabras, no tenéis ni una pista de lo que ha ocurrido aquí –le espetó, enojada.

Hunter se mantuvo en silencio.

Olivia se puso de pie y comenzó a caminar por la sala:

–No entiendo, ¿quién querría matar a mi padre? Tenía cáncer. Él estaba... muriendo. –Sus ojos se inundaron otra vez de lágrimas.

Hunter seguía sin decir nada.

–¿Cómo?

Hunter la miró.

–¿Cómo lo asesinaron?

–Tendremos que esperar al examen de la autopsia de la policía científica para identificar positivamente la causa de la muerte.

Olivia frunció el ceño:

–¿Cómo sabéis que fue asesinado? ¿Le han disparado, apuñalado, estrangulado?

–No.

Ella le miró perpleja:

–¿Cómo lo sabéis?

Hunter se puso de pie y se acercó a ella:

–Lo sabemos.

Los ojos de ella se dirigieron hacia la escalera:

–Quiero subir a su habitación.

Hunter le puso suavemente una mano en el hombro izquierdo:

–Por favor, confíe en mí, señorita Nicholson. Entrar en esa habitación no resolverá ninguna de las preguntas que tiene. Tampoco aliviará su dolor.

–¿Por qué? Quiero saber qué le pasó. ¿Qué es lo que no me estáis contando?

Hunter dudó un momento, pero sabía que ella tenía derecho a saberlo.

–Su cuerpo fue mutilado.

–¡Dios mío! –Se llevó las dos manos a la boca.

–Sé que usted y su hermana estuvieron aquí anoche. Cenaron con su padre, ¿verdad?

Olivia temblaba tanto que apenas podía asentir.

–Por favor –dijo Hunter–. Deje que ese sea el último recuerdo que os quede de su padre.

Olivia estalló en sollozos desesperados.

Siete

Hunter y Garcia regresaron a media tarde a su oficina ubicada en la quinta planta del Edificio de la Administración de la Policía en la calle 1 Oeste. El EAP era la nueva sede central del Departamento de Policía de Los Ángeles, había remplazado al edificio del Parker Center, que tenía más de sesenta años.

Luego de enterarse de la noticia, la capitana Barbara Blake también se acercó en su día libre y esperaba a los dos detectives para hacerles una buena serie de preguntas.

–¿Acaso es cierto lo que escuché? –preguntó, cerrando la puerta a sus espaldas–. ¿Alguien desmembró a la víctima?

Hunter asintió, Garcia le alcanzó unas cuantas fotografías.

Barbara Blake había sido la capitana de la División de Robos y Homicidios durante los últimos tres años. Elegida por el mismo ex capitán, William Bolter, y aprobada por el alcalde de Los Ángeles de turno, no tardó en ganarse la reputación de ser una capitana sin pelos en la lengua y con mano de hierro. Blake era una mujer interesante: elegante, atractiva, con cabello negro largo y misteriosos ojos oscuros que hacían que las personas temblasen con una simple mirada. No era fácil de intimidar, no permitía que se metieran con ella y no le molestaba vérselas con políticos poderosos o funcionarios del gobierno si era eso lo que tenía que hacer para llevar a cabo su trabajo.

La capitana Blake echó un vistazo a las fotografías, con la mirada cada vez más preocupada. Al llegar a la última, hizo una pausa y contuvo el aliento:

–¿Qué diablos es esto?

–Una escultura... singular –respondió García.

–¿Hecha con... partes del cuerpo de la víctima?

–Así es.

La sala quedó en silencio durante algunos segundos.

–¿Se supone que significa algo? –preguntó la capitana Blake.

–Sí, significa algo –dijo Hunter–. Solo que aún no sabemos qué.

–¿Cómo puedes estar tan seguro de que significa algo?

–Porque si quieres ver muerto a alguien, te le acercas y le disparas. Uno no se arriesga a hacer algo así a menos que todo tenga un significado. Y normalmente, cuando un criminal deja algo tan significativo, es porque está tratando de comunicarse.

–¿Con nosotros?

Hunter se encogió de hombros:

–Con alguien. Tendremos que comprender su significado antes de saberlo.

La capitana Blake volvió a prestarle atención a la fotografía:

–Entonces eso significaría que esto no fue al azar. ¿El asesino no armó esto en un arranque de inspiración sádica allí mismo?

Hunter negó con la cabeza:

–Sería muy extraño. Diría que el asesino sabía exactamente lo que iba a hacer con las partes del cuerpo de Derek Nicholson antes de asesinarle. Sabía exactamente qué partes del cuerpo necesitaba. Y sabía exactamente cómo luciría su horrorosa escultura cuando estuviese terminada.

–Grandioso. –Hizo una pausa–. ¿Y qué significa esto? –La capitana les mostró la fotografía del sangriento mensaje dejado en la pared.

Garcia le contó toda la historia. Cuando terminó, la capitana Blake se quedó extrañamente sin palabras.

–¿Con qué demonios estamos lidiando aquí, Robert? –dijo finalmente, devolviéndole las fotografías a Garcia.

–No estoy seguro, capitana. –Hunter se apoyó en su escritorio–. Derek Nicholson fue fiscal del Estado de California durante veintiséis años. Puso a mucha gente tras las rejas.

–¿Crees que esto podría ser una represalia? ¿A quién demonios mandó a la cárcel, a Lucifer y a la pandilla de la Matanza de Texas?

–No lo sé, pero ese tendrá que ser nuestro punto de partida. –Hunter miró a Garcia–: Necesitamos una lista de todos aquellos a los que Nicholson haya metido tras las rejas: asesinos, tentativas de asesinato, violadores, quienes quiera que sean. Vamos a priorizar quienes hayan sido liberados, puestos en libertad condicional o hayan salido bajo fianza en los últimos... –pensó por un momento–, quince años... y también por la gravedad del delito. Cualquiera que haya sido encarcelado por cualquier tipo de crimen sádico encabezará la lista.

–Pondré al equipo de investigación en ello –confirmó Garcia– pero es domingo. No tendremos nada hasta quizá mañana por la tarde.

–Vale. También tendremos que cotejar los nombres que consigamos con una lista de sus familiares directos, parientes, miembros de bandas o lo que sea, cualquiera que pueda ser capaz de haber ido a por Derek Nicholson para vengarse en nombre de otra persona. Hay una posibilidad de que esto haya sido una represalia indirecta. Quizá la persona que Nicholson envió a la cárcel todavía está allí... tal vez murió en la cárcel y alguien que está afuera quiere vengarse.

Garcia asintió.

Hunter tomó las fotografías y las extendió sobre su escritorio. Su mirada se posó en la de la escultura.

–¿Cómo armó el responsable esa cosa? –preguntó la capitana, uniéndose a Hunter junto a su escritorio.

–Utilizó alambre para mantener las piezas en su sitio.

–¿Alambre?

–Así es.

Se inclinó y volvió a estudiar la fotografía. Un repentino escalofrío le recorrió el cuerpo:

–¿Y cómo crees que vamos a averiguar lo que significa esta cosa? Cuanto más la miro, más extraña e incomprensible me parece.

–El laboratorio de la policía científica creará una réplica exacta para nosotros. Podríamos traer a uno o dos expertos en arte y ver si pueden sacar algo en claro.

En todos sus años en el cuerpo, la capitana Blake había visto las cosas más inimaginables cuando se trataba de asesinos, pero nada como eso.

–¿Habéis visto alguna vez o oído hablar de una escena del crimen como esta? –preguntó.

–Sé de un caso en el que el asesino utilizó la sangre de la víctima como pintura para crear un lienzo –agregó Garcia–, pero este juega en otra liga.

–Nunca he oído ni leído nada parecido –admitió Hunter.

–¿La víctima podría haber sido elegida al azar? –preguntó la capitana Blake, echando un vistazo a las notas que había tomado Garcia–. Quiero decir que me parece que el sadismo del acto, y la creación de esa cosa grotesca, son lo más importante para el asesino, no la propia víctima. El asesino pudo haber elegido a Nicholson porque era un blanco fácil. –Pasó una página del cuaderno de Garcia–. Derek Nicholson tenía cáncer terminal. Estaba débil y prácticamente postrado en la cama. Totalmente indefenso. No podría haber gritado pidiendo ayuda aunque el asesino le hubiera dado un megáfono. Y estaba solo en la casa.

–La capitana tiene razón –convino Garcia, moviendo la cabeza de un lado a otro.

–Me cuesta creerlo –dijo Hunter, alejándose de su escritorio y acercándose a la ventana abierta–. Derek Nicholson era un objetivo fácil, estoy de acuerdo, pero hay muchos objetivos más fáciles en una ciudad como Los Ángeles: vagabundos, indigentes, drogadictos, prostitutas... Si la víctima no suponía ninguna diferencia para el asesino, por qué arriesgarse a entrar en la casa de un fiscal de Los Ángeles y pasar horas haciendo lo que hizo. Además, no estaba tan solo en la casa. Su enfermera estaba en la casa de huéspedes sobre el garaje, ¿recuerdas? Y, como sabemos... –Dio unos golpecitos sobre la fotografía que mostraba el mensaje en la pared–... ella se encontró con el asesino. Por suerte, no encendió las luces. –Hunter se volvió y miró hacia la sala–. Créeme, este asesino estaba en busca de esta víctima. Quería a Derek Nicholson muerto. Y quería que sufriera antes de morir.

Ocho

En lugar de jugar al voleibol en Venice Beach o mirar un partido de los Lakers, Hunter pasó el resto del día estudiando detenidamente las fotografías de la escena del crimen, con una pregunta que surgía constantemente.

¿Qué demonios significaba esa escultura?

Decidió regresar a la casa de Derek Nicholson.

El cuerpo, junto con la escultura macabra, había sido llevado a la oficina del forense. Lo único que quedaba era una casa triste y sin vida, llena de dolor, pena y miedo. Las últimas horas con vida de Derek Nicholson habían quedado salpicadas por toda la habitación, y todo ello solo deletreaba una cosa: un dolor aterrador.

Hunter miró el mensaje que el asesino dejó en la pared y sintió que un agujero vacío crecía en su interior. El asesino se llevó la vida de Derek Nicholson y en el proceso devastó a otras tres: la de las dos hijas de Nicholson y la de la joven enfermera.

El equipo de la policía científica había recogido al menos cuatro juegos diferentes de huellas dactilares de la casa, pero el análisis tardaría uno o dos días. También habían recogido varias muestras de cabello y fibras de la habitación de arriba. Las horas que habían pasado registrando toda la casa, el patio trasero y la espaldera de la pared exterior de la habitación de Derek Nicholson no les dieron nada. No había signos de entrada forzada. No se había roto ninguna ventana, ni se habían dañado los pestillos, ni se habían manipulado las puertas o las cerraduras, pero, de nuevo, Melinda Wallis, la enfermera de fin de semana, no recordaba si había cerrado la puerta trasera. Dos de las ventanas de la planta baja habían quedado sin cerrar durante la noche, y la puerta del balcón que daba a la habitación del señor Nicholson estaba entreabierta.

Hunter había intentado hablar con Melinda Wallis, pero Garcia había tenido razón, ella se estaba apagando psicológicamente. Su cerebro se esforzaba por asimilar la conmoción que supuso descubrir el cuerpo de Derek Nicholson dentro de una habitación bañada en sangre, pero más que eso, su mente estaba haciendo todo lo posible por resguardarla de la certeza de que había estado a solo un pelo de la muerte.

Hunter pasó todo el tiempo que estuvo en la casa estudiando la habitación de arriba, buscando pistas que se le hubieran pasado antes. No encontró nada que el equipo de la policía científica no hubiera encontrado, pero el salvajismo de la escena era más que inquietante. Era como si el asesino se hubiera empeñado en salpicar de sangre toda la habitación.

El mensaje dejado en la pared no era parte del plan original, sino un desafío de último momento. Toda la escena parecía un muestrario de la ira y la insensatez del asesino, y eso a Hunter le preocupaba.

La noche ya había caído cuando Hunter regresó a su apartamento. Cerró la puerta tras de sí y apoyó allí su cuerpo cansado. Sus ojos escudriñaron la oscura y solitaria sala de estar, y en sus pensamientos se debatía acerca de si quedarse esa noche en su hogar sería una buena idea o no.

Hunter vivía solo, sin esposa, sin novias. Nunca se había casado, las relaciones que tenía nunca duraban demasiado. Las presiones que le suponía su trabajo y el compromiso que exigía siempre le parecían una demanda muy alta como para que la comprendieran la mayoría de las personas con las que podía llegar a vincularse. No le importaba estar solo. Vivir solo tampoco le molestaba. Pero después de pasar la mayor parte del día rodeado de muerte y paredes manchadas de sangre, la soledad de su pequeño apartamento era lo último que necesitaba.

La vida nocturna de Los Ángeles es una de las más animadas y excitantes del mundo, con un abanico de opciones que va desde los lujosos y modernos clubes nocturnos, donde se reúnen las celebridades más aclamadas, hasta los bares temáticos y los sucios y sórdidos locales clandestinos, el patio de juegos de las personas más raras. Sea cual sea el estado de ánimo en el que uno se encuentre, sin duda en Los Ángeles habrá un lugar adecuado para complacerlo.

Hunter se dirigió al Jay’s Rock Bar, un antro situado a dos manzanas de su casa. Era uno de sus lugares favoritos para beber, con una gran selección de whiskys escoceses, una gramola repleta de música rock y un personal amable, lleno de vida.

Hunter se sentó en la barra y pidió una medida doble de GlenDronach de 12 años, con dos cubitos de hielo. El whisky escocés puro de malta era su mayor pasión y, aunque se había excedido algunas veces, sabía apreciar su sabor y su calidad en lugar de solo usarlo para emborracharse.

Hunter bebió un sorbo de su whisky y dejó que su suave sabor a avellana y roble se desarrollara plenamente en su boca. El bar estaba bastante concurrido y, después de lo que había visto ese día, se alegraba de estar entre gente que reía y se divertía.

Un grupo de cuatro mujeres sentadas en la mesa más cercana a Hunter hablaban de las peores frases que los tíos habían utilizado para intentar ligárselas.

–Una noche estaba en un bar de Santa Monica –dijo la rubia de cabello corto–, y un tipo calvo se me acercó y me dijo –puso voz de barítono–: “Nena, no soy Pedro Picapiedra, pero puedo ser tu Piedradura”.

A los dos segundos de silencio atónito por parte del grupo le siguieron unas sonoras carcajadas.

–Eso sí que fue bien básico –dijo la de aspecto más joven del grupo–. Pero tengo algo que lo supera. El fin de semana pasado, estaba en Sunset Boulevard, y alguien se me acercó a plena luz del día, en medio de la calle, y me dijo: “Cariño, tu nombre debe ser Gillette, porque eres lo mejor que un hombre puede conseguir”.

El grupo volvió a reírse.

–Vale, vale –dijo la morena de cabello largo–, esa tiene que llevarse la medalla. Nunca he oído nada tan malo en toda mi vida.

Hunter estuvo de acuerdo y sonrió para sí mismo. Esa había sido la primera vez que sonreía en todo el día.

–¿Otra ronda? –le preguntó Emilio, el joven camarero puertorriqueño, señalando con la cabeza su vaso vacío.

La atención de Hunter pasó de las cuatro mujeres a Emilio y luego a su vaso. Se sentía cansado, pero sabía que si volvía a casa en ese momento no se dormiría. De todos modos, apenas dormía. Su insomnio se aseguraba de eso.

–Claro, por qué no.

Emilio le sirvió otra medida doble y dejó caer un cubito más de hielo en su vaso. Hunter vio cómo parecía quebrarse al chocar con el líquido marrón claro. Un hombre sentado al final de la barra con un maltrecho traje gris tosió de forma gutural, como un fumador, y la mente de Hunter regresó a Derek Nicholson y al caso. ¿Por qué matar a alguien que ya se estaba muriendo de cáncer de pulmón? ¿Alguien que ya estaba condenado a una muerte tan dolorosa? En uno, tal vez dos meses más como máximo, su cáncer habría acabado con él de todos modos. Pero el asesino no podía... no iba a permitir que sucediera eso. Él quería ser el que diera el golpe fatal. El que mirara a los ojos de Nicholson cuando muriera. El que jugaba a ser Dios.

Hunter bebió un sorbo de su bebida y cerró los ojos. Tenía un mal presentimiento sobre este caso. Un mal presentimiento muy profundo.

Nueve

En una ciudad como Los Ángeles los delitos violentos no son infrecuentes. De hecho, son prácticamente la norma. No es de extrañar que, en promedio, la policía científica de Los Ángeles esté tan ocupada a lo largo del año como cualquier médico de urgencias. El trabajo se acumula como la nieve, todo tiene que seguir un calendario. Incluso con una solicitud urgente, pasó un día entero antes de que la doctora Hove pudiera empezar la autopsia del cuerpo de Derek Nicholson.

Hunter había logrado dormir tan solo cuatro horas. Por la mañana sentía los ojos pesados, y el dolor de cabeza que le acechaba en la base del cráneo era el típico de una resaca de insomnio. La experiencia le decía que no había nada que pudiera hacer o tomar para deshacerse de esa sensación. Llevaba más de treinta años formando parte de su vida.

Hunter se preparaba para salir hacia el Edificio de la Administración de la Policía cuando la doctora Hove llamó diciendo que por fin había terminado la autopsia de Derek Nicholson.

A las siete y media de la mañana, recorrió los once kilómetros que separan su apartamento del Departamento Forense del Condado de Los Ángeles, en North Mission Road, en diecisiete minutos. Garcia había llegado un minuto antes que él y esperaba a Hunter en el aparcamiento. Estaba bien afeitado y con el pelo aún húmedo por la ducha, pero las bolsas bajo los ojos desmentían su aspecto matutino.

–Debo admitir que no tengo muchas ganas de hacer esto –dijo Garcia, saludando a Hunter mientras se apeaba de su coche. Hunter le miró con curiosidad.

–¿Acaso alguna vez has tenido ganas de entrar en este edificio?

Garcia se quedó mirando el antiguo hospital convertido en morgue. El edificio era arquitectónicamente impresionante. Su fachada era una elegante combinación de ladrillos rojos y dinteles de color gris claro. Los suntuosos escalones que conducían a su entrada principal añadían otro toque de elegancia a una estructura que podría confundirse fácilmente con un edificio universitario europeo tradicional. Una hermosa coraza para un edificio que albergaba tanta muerte.

–Buen punto –admitió Garcia.

La doctora Hove se reunió con ambos detectives junto a la puerta de entrada del personal, en el lado derecho del edificio. Llevaba el cabello negro y sedoso recogido en un moño de aspecto conservador. No llevaba maquillaje y el blanco de los ojos mostraba el suficiente color rojo como para sugerir que tampoco había dormido bien.

Se saludaron con simples movimientos de cabeza y, en silencio, Hunter y Garcia la siguieron hasta un pasillo largo y bien iluminado. A esa hora de la mañana no había nadie más, lo cual, unido a las anodinas paredes blancas y a los chirriantes suelos de vinilo, hacía que el lugar pareciera y se sintiera mucho más siniestro.

Al final del pasillo, tomaron los escalones que bajaban hasta el sótano y siguieron luego por un pasillo más angosto y no tan bien iluminado.

–Utilicé nuestra sala de autopsias especial –dijo la doctora al llegar a la última puerta de la derecha.

La sala número uno para autopsias especiales se utilizaba normalmente para los exámenes post mortem de los cadáveres que, por una u otra razón, aún podían suponer algún tipo de amenaza pública: infecciones por enfermedades víricas altamente contagiosas, exposiciones a materiales y/o lugares radiactivos, contaminaciones producidas por agentes de guerra química, etc. La sala tenía su propio sistema de base de datos y su propia cámara frigorífica. Su pesada puerta estaba asegurada por una combinación de cerradura electrónica de seis dígitos. La cámara también se utilizaba a veces durante las investigaciones de asesinatos de alto nivel, una disposición de seguridad para evitar que la información sensible llegara a la prensa y a otras partes no deseadas. Hunter había estado allí muchas veces.

La doctora Hove introdujo el código en el teclado metálico de la pared y la pesada puerta se abrió con un zumbido.

Entraron los tres a una sala grande y fría como el invierno. Estaba iluminada por dos hileras de luces fluorescentes que recorrían el techo. Dos mesas de acero dominaban el espacio de la planta principal, una fija y otra con ruedas. Un elevador hidráulico azul se encontraba junto a la pared de las cámaras de frío con pequeñas puertas cuadradas perfectamente pulidas. Las dos mesas de examen estaban cubiertas por sábanas blancas.

La doctora Hove se puso un nuevo par de guantes de látex y se acercó a la mesa que estaba más alejada de la puerta:

–Vale, dejadme que os enseñe lo que he descubierto.

Garcia se acercó expectante mientras Hunter buscaba una mascarilla quirúrgica. No le temía a la contaminación, pero odiaba el olor característico que desprendían todas las salas de autopsia, como si hubieran fregado algo podrido con un fuerte desinfectante. Un olor rancio que parecía llamar desde el más allá para perseguir a los que aún vivían.

–La causa oficial de la muerte fue un fallo cardíaco –dijo la doctora Hove, apartando la sábana blanca y revelando el torso desmembrado de Derek Nicholson–, inducido por la pérdida de sangre y, probablemente, también por el dolor. Pero aguantó un rato.

–¿A qué te refieres? –preguntó Garcia.

–El traumatismo cutáneo y muscular indica que había perdido los dedos de las manos y de los pies, la lengua y al menos uno de los brazos antes de que su corazón dejara de latir.

Garcia respiró hondo, como sacudiéndose el incómodo escalofrío que le recorrió el cuello.

–Estábamos en lo cierto respecto al instrumento tipo sierra utilizado para todas las amputaciones –continuó la doctora–. Es indudable que se utilizó algo muy afilado con un borde dentado. Pero los dientes de la hoja no eran tan finos como cabría esperar. Y la distancia entre ellos es ciertamente más grande de lo habitual si se compara con los instrumentos que por lo general se utilizan en las amputaciones clínicas.

–¿Una sierra de mano tal vez, de carpintero? –preguntó Garcia.

–No lo creo. –La doctora negó con la cabeza–. La consistencia de los cortes es demasiado uniforme. Hubo algún hachazo más abrupto, pero sucedió sobre todo cuando el instrumento de corte llegó al hueso, lo cual no me sorprende, dado que yo diría que la víctima no estaba sedada. Toxicología analizará cualquier rastro de drogas que haya podido quedar en la sangre de la víctima, pero eso llevará un día, quizá dos, porque sin anestesia el dolor habría sido insoportable. Incluso amarrada, la víctima habría gritado y se habría retorcido sin cesar, lo que habría dificultado mucho el trabajo de amputación.

Garcia respiró hondo un aire frío a través de los dientes apretados:

–Pero mantener a la víctima con vida no debería haber sido una preocupación. El criminal podría haberle cortado los brazos y las piernas como hubiera querido.

–Pero no lo hizo –dijo Hunter.

–No, no lo hizo –coincidió la doctora Hove–. El asesino quiso mantener a la víctima con vida el mayor tiempo posible. Buscaba que sufriera. Los cortes fueron correcta y apropiadamente realizados.

–¿Tenía conocimientos médicos? –preguntó Hunter.

–A pesar de que hoy en día cualquiera puede pasar unas horas en internet y conseguir instrucciones detalladas y diagramas sobre cómo realizar una amputación, yo diría que el asesino tiene al menos conocimientos básicos de procedimientos médicos y anatomía, sí. –Su mirada se centró en la segunda mesa de autopsias–. Seguro que sabía lo que estaba haciendo. Echad un vistazo a esto.

Diez

Algo en el comportamiento y el tono de voz de la doctora Hove preocupó a los detectives. La siguieron hasta la segunda mesa de autopsias.

–No tengo ninguna duda de que todo lo que ocurrió en esa habitación estaba planeado, y muy bien planeado –dijo, y retiró la sábana blanca.

La macabra escultura que dejó el asesino había sido desmontada. Las partes del cuerpo cercenado de Derek Nicholson estaban ahora cuidadosamente dispuestas sobre el frío pedazo de metal. Les habían limpiado toda la sangre encostrada que tenían.

–No te preocupes –le dijo la doctora a Hunter, al notar su inquietud–. El laboratorio tomó suficientes fotos y medidas para crear la réplica que pedisteis. Estará lista en un día o dos.

Hunter y Garcia miraban atentos las partes del cuerpo.

–¿Pudiste sacar algo en claro de la escultura? –preguntó Garcia.

–Nada. Y tuve que desmontar esa cosa yo misma. −Tosió para aclararse la garganta–. Hice un hisopado debajo de las uñas de los dedos. No hay pelos ni piel. Solo suciedad normal y excrementos.