Uno a uno - Chris Carter - E-Book

Uno a uno E-Book

Chris Carter

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Beschreibung

¿Quién será el siguiente? "Vosotros miráis. Vosotros votáis. Ellos mueren…"   El detective Robert hunter de la Sección Especial de Homicidios del Departamento de Policía de Los Ángeles recibe una llamada anónima en la que se le pide que se conecte a una dirección específica de internet, una transmisión privada. Hunter se conecta, e inmediatamente comienza un programa concebido solo para él. Pero la persona que le llamó no quiere que el detective Hunter tan solo mire; quiere que participe, y negarse a hacerlo sencillamente no es una opción. Forzado a tomar una decisión repugnante, Hunter debe permanecer sentado y mirar cómo alguien tortura y mata en vivo por internet a una víctima sin identificar. El Departamento de Policía de Los Ángeles, junto al FBI, utilizan todo lo que tienen a su disposición para rastrear electrónicamente la transmisión, pero este asesino no es ningún principiante, y ha cubierto sus huellas de principio a fin. Y antes de que Hunter y su compañero, Garcia, tengan la posibilidad de poner en marcha la investigación, Hunter recibe una nueva llamada. Una nueva dirección de internet. Una nueva víctima. Pero esta vez el asesino ha mejorado su juego y lo ha convertido en un programa de asesinatos en vivo, de telerrealidad, en el que cualquiera puede aportar su voto decisivo.

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Uno a uno

Uno a uno

Título original: One by One

© 2013 Chris Carter. Reservados todos los derechos.

© 2022 Jentas A/S. Reservados todos los derechos.

Traducción Aldo Giacometti,

© Traducción, Jentas A/S. Reservados todos los derechos.

ePub: Jentas A/S

ISBN 978-87-428-1221-1

Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin la autorización escrita de los titulares de los derechos de la propiedad intelectual.

Uno

Un solo disparo en la parte de atrás de la cabeza, estilo ejecución. Muchas personas lo consideran una manera de morir muy violenta. Pero la verdad es que... no lo es. Al menos no para la víctima.

Una bala 9 mm entra en el cráneo de alguien y sale por el otro lado en tres diezmilésimas de segundo. Destroza los huesos y atraviesa la masa cerebral tan deprisa que el sistema nervioso no tiene tiempo como para registrar ningún dolor. Si entra en el ángulo correcto, la bala debería traspasar la corteza cerebral, el cerebelo e incluso el tálamo de tal manera que el cerebro dejará de funcionar, dando como resultado una muerte instantánea. Si el ángulo del disparo no es el correcto, la víctima podría sobrevivir, pero no sin un gran daño cerebral. La herida de entrada debería ser no más grande que una uva pequeña, pero la herida de salida podría llegar a alcanzar el tamaño de una pelota de tenis, dependiendo del tipo de bala que se haya utilizado.

La víctima de sexo masculino en la fotografía que estaba mirando el detective Robert Hunter de la División de Robos y Homicidios del Departamento de Policía de Los Ángeles había muerto instantáneamente. La bala le había atravesado el cráneo de lado a lado, y le había roto el cerebelo al igual que los lóbulos temporal y frontal, ocasionándole un daño cerebral seguido de muerte en tres diezmilésimas de segundo. Menos de un segundo más tarde yacía muerto en el suelo.

El caso no era de Hunter; le pertenecía al detective Terry Radley del piso principal de detectives, pero las fotos de la investigación habían acabado en el escritorio de Hunter por equivocación. Mientras devolvía la fotografía a la carpeta del caso, sonó el teléfono que estaba en su escritorio.

−Detective Hunter, Especial de Homicidios −dijo, esperando a medias que fuera el detective Radley reclamando el expediente con las fotos.

Silencio.

−¿Hola?

−¿Habla el detective Robert Hunter? −La voz rasposa del otro lado era una voz de varón, el tono era tranquilo.

−Sí, habla el detective Robert Hunter. ¿En qué le puedo ayudar?

Hunter oyó cómo exhalaba la persona que había llamado.

−Eso es lo que vamos a averiguar, detective.

Hunter frunció el ceño.

−Durante los próximos minutos voy a necesitar toda su atención.

Hunter se aclaró la garganta:

−Disculpe, no entendí cómo era su nom...

−Cierre la maldita boca y escuche, detective −le interrumpió la persona que había llamado. Su voz seguía siendo tranquila−. Esto no es una conversación.

Hunter se quedó en silencio. El Departamento de Policía de Los Ángeles recibía decenas de llamadas disparatadas por día, a veces centenares −borrachos, adictos colocados, miembros de pandillas intentando mostrarse como “tipos malos”, psíquicos, gente queriendo informar de una conspiración gubernamental o una invasión extraterrestre, incluso gente asegurando haber visto a Elvis en el diner de su localidad−. Pero había algo en el tono de voz de la persona que había llamado, algo en su manera de hablar, que le decía a Hunter que tomar esa llamada por una broma sería un error. Por el momento decidió seguirle el juego.

El compañero de Hunter, el detective Carlos Garcia, estaba sentado en su escritorio, el cual estaba ubicado frente a frente con el de Hunter, dentro de su pequeña oficina en la quinta planta del Edificio de la Administración de la Policía en el centro de Los Ángeles. Garcia estaba leyendo algo en la pantalla de su ordenador, sin prestarle atención a la conversación de su compañero. Se había apartado del escritorio y había entrelazado los dedos de las manos cómodamente detrás de la cabeza.

Hunter chascó los dedos para hacer que Garcia le prestara atención, señaló el auricular que tenía apoyado en la oreja e hizo un movimiento circular con el dedo índice, indicando que necesitaba que grabaran y rastrearan la llamada.

Instantáneamente Garcia cogió el teléfono que estaba sobre su escritorio, pulsó el código interno que le conectaba con Operaciones y tuvo todo en marcha en menos de cinco segundos. Le hizo una señal a Hunter, quien a su vez le hizo una señal para que escuchara la conversación. Garcia intervino la línea.

−Asumo que tiene un ordenador en su escritorio, detective −dijo la persona que había llamado−. ¿Y que el ordenador está conectado a internet?

−Así es.

Una pausa incómoda.

−Vale. Quiero que ingrese en la barra de direcciones la dirección que estoy a punto de darle... ¿Está listo?

Hunter dudó.

−Créame, detective, querrá ver esto.

Hunter se inclinó hacia delante sobre el teclado y abrió el navegador de internet. Garcia hizo lo mismo.

−Vale, estoy listo −respondió Hunter con un tono tranquilo.

La persona que había llamado le dio a Hunter una dirección de internet compuesta tan solo de números y puntos, sin letras.

Hunter y Garcia los dos ingresaron la secuencia en la barra de direcciones y presionaron “enter”. Las pantallas de sus ordenadores parpadearon un par de veces antes de cargar la página.

Los dos detectives se quedaron quietos, mientras un silencio macabro se apoderaba de la sala.

La persona que había llamado rio entre dientes:

−Supongo que ahora cuento con toda su atención.

Dos

La sede central del FBI está ubicada en el 935 de la avenida Pennsylvania en Washington DC, a unas pocas manzanas de la Casa Blanca y justo enfrente del fiscal general de los Estados Unidos. Además de la sede central, el FBI cuenta con cincuenta y seis dependencias repartidas por los cincuenta estados americanos. La mayor parte de esas oficinas también controlan una cierta cantidad de células satélites conocidas como “agencias locales”.

La oficina de Los Ángeles en el boulevard Wilshire es una de las dependencias más grandes del FBI en todo el territorio estadounidense. Tiene a su cargo diez agencias locales. Es además una de las pocas con una División de Ciberdelito propia.

La prioridad de la División de Ciberdelito del FBI es investigar delitos de alta tecnología, incluyendo terrorismo cibernético, intrusiones digitales, explotación sexual en línea y grandes estafas virtuales. En los Estados Unidos, solo durante los últimos cinco años, el ciberdelito se ha multiplicado por diez. El gobierno de los Estados Unidos y sus redes reciben más de mil millones de ataques todos y cada uno de los días, provenientes de múltiples fuentes de todas partes del mundo.

En 2011 se presentó un informe ante el Comité de Comercio, Ciencia y Transporte del Senado de los Estados Unidos en el que se estimaba que el ciberdelito interno estaba generando ingresos ilícitos de aproximadamente 800 millones de dólares al año, convirtiéndolo en el negocio ilegal más lucrativo de los Estados Unidos, por encima del tráfico de drogas.

Miles de los “rastreadores de internet” del FBI, también conocidos como “bots” o “arañas”, investigan la red continuamente, en busca de cualquier actividad sospechosa concerniente a todo tipo de delito de alta tecnología, dentro y fuera de los Estados Unidos. Es un trabajo colosal, y el FBI sabe que lo que los rastreadores encuentran es tan solo una gota de agua en un océano de ciberdelito. Por cada amenaza que encuentran, miles pasan desapercibidas. Y esa era la razón por la cual esa mañana de otoño de fines de septiembre, ningún rastreador de internet del FBI se topó con la página que el detective Hunter y su compañero estaban mirando en el Edificio de la Administración de la Policía.

Tres

Los ojos de Hunter y Garcia estaban pegados a las pantallas de sus ordenadores, intentando asimilar las imágenes surrealistas. Lo que se veía era un receptáculo muy grande, cuadrado y transparente. Parecía estar hecho de vidrio, pero podría haber sido Perspex o cualquier otro material similar. Hunter estimó que cada lado debía tener aproximadamente un metro y medio de ancho y al menos un metro ochenta de alto. La parte de arriba del contenedor estaba abierta −no tenía tapa−, y en conjunto parecía una construcción casera. Las cuatro paredes estaban unidas por una estructura de metal y una abundante cantidad de sellador blanco. Parecía el recinto reforzado de una ducha. Dentro del recinto había dos tuberías de metal de alrededor de tres pulgadas de diámetro, una a la izquierda y otra a la derecha, que llegaban hasta el suelo y salían por la parte de arriba. Las tuberías tenían agujeros, ninguno más ancho que el diámetro de un lápiz normal. Pero había dos cosas que le preocupaban a Hunter. Una era el hecho de que las imágenes parecían estar siendo transmitidas en vivo. Y la segunda era lo que estaba en el centro del contenedor, exactamente entre las dos tuberías de metal.

Sentado allí, atado a una silla de metal pesado, había un individuo blanco de sexo masculino que parecía tener entre veinticinco y treinta años de edad. Tenía el cabello corto y de color castaño claro. Lo único que llevaba puesto era un par de bóxers a rayas. Era un hombre regordete, con un rostro redondo, mejillas rechonchas y brazos fornidos. Estaba sudando abundantemente, y aunque no parecía herido no había duda acerca de la expresión en su rostro: miedo puro. Tenía los ojos muy abiertos, y absorbía veloces bocanadas de aire a través de la mordaza de tela que tenía en la boca. Por el rápido movimiento “hacia arriba y hacia abajo” que hacía con el abdomen Hunter sabía que el hombre estaba casi hiperventilando. Temblaba y miraba a su alrededor como un ratón asustado y confundido.

La imagen tenía un tinte verde, lo cual indicaba que la cámara estaba utilizando el modo de visión nocturna y lentes. Quienquiera que fuese ese hombre, estaba sentado en una sala a oscuras.

−¿Es real esto? −le susurró Garcia a Hunter, tapando el micrófono.

Hunter se encogió de hombros sin quitar los ojos de la pantalla.

Como esperando esa señal, la persona que había llamado rompió el silencio:

−Si se está preguntando si es en vivo, detective, permítame mostrarle.

La cámara hizo un paneo a la derecha en dirección a un anodino muro de ladrillos en el que se veía un reloj de pared redondo y normal. Marcaba las 2:57 p.m. Hunter y Garcia miraron cada uno su reloj: 2:57 p.m. Luego la cámara hizo un paneo hacia abajo y se enfocó en el periódico que había sido colocado al pie de la pared, antes de hacer zoom y acercar la imagen para que se vieran la portada y la fecha. Era un ejemplar del LA Times de esa misma mañana.

−¿Satisfecho? −La persona que había llamado rio entre dientes.

La cámara se dirigió otra vez hacia el hombre que estaba dentro de la caja. Le había empezado a chorrear la nariz y le caían lágrimas por las mejillas.

−El contenedor que está mirando está hecho de vidrio reforzado, lo suficientemente fuerte como para resistir una bala −explicó con voz escalofriante la persona que había llamado−. La cerradura de la puerta cuenta con un mecanismo muy seguro, de sellado hermético. Solo se puede abrir desde afuera. En pocas palabras, el hombre que ve en la pantalla está atrapado dentro. No hay manera de salir de allí.

El aterrado hombre que se veía en la pantalla miró directo a cámara. Rápidamente Hunter presionó la tecla de “imprimir pantalla” de su ordenador, guardando así en el portapapeles una instantánea de su escritorio. Ahora tenía lo que esperaba que fuera una imagen identificable del rostro del hombre.

−Ahora bien, el motivo por el que le estoy llamando, detective, es que necesito su ayuda.

En la pantalla, el hombre comenzó a respirar más agitadamente. Un sudor producto del miedo le cubría el cuerpo entero. Estaba al borde de un ataque de pánico.

−Vale, tomémonoslo con calma −contestó Hunter, asegurándose de mantener una voz tranquila pero que transmitiera autoridad−. Dígame cómo lo puedo ayudar.

Silencio.

Hunter sabía que la persona que había llamado seguía en línea:

−Haré todo lo que pueda por ayudarlo. Solo dígame qué es lo que tengo que hacer.

−Bueno... −respondió la persona que había llamado−. Puede decidir cómo va a morir este hombre.

Cuatro

Hunter y Garcia intercambiaron miradas incómodas. Inmediatamente Garcia desconectó la llamada y pulsó el código interno para conectarse otra vez con Operaciones.

−Dime por favor que tenéis la ubicación de este asqueroso −dijo Garcia cuando le atendieron.

−Aún no, detective −contestó la mujer−. Necesitamos alrededor de un minuto más. Que siga hablando.

−No quiere hablar más.

−Ya casi estamos, pero necesitamos un poco más de tiempo.

−¡Mierda! −Negó con la cabeza mirando a Hunter y le indicó que necesitaban que la persona que había llamado siguiera hablando−. Avísame apenas tengas algo. −Cortó y se conectó otra vez a la llamada de Hunter.

−¿Fuego o agua, detective? −dijo la persona que había llamado.

Hunter frunció el ceño:

−¿Qué?

−¿Fuego o agua? −repitió la persona que había llamado con un tono como entretenido−. Las tuberías que están dentro del recinto de vidrio que ve en su pantalla pueden escupir fuego o llenar de agua el recinto.

A Hunter se le agitó el corazón.

−Por lo que escoja, detective Hunter. ¿Le gustaría verle morir a causa del fuego o a causa del agua? ¿Le ahogamos o le quemamos vivo? −No sonaba como una broma.

Garcia se movió en su silla.

−Espere un momento −dijo Hunter, intentando mantener regular su tono de voz−. No tiene por qué hacer esto.

−Sé que no tengo por qué hacerlo, pero quiero hacerlo. Debería ser divertido, ¿no lo cree? −La indiferencia que había en la voz de la persona que había llamado era hipnotizante.

−Vamos, vamos −dijo Garcia con los dientes apretados, mirando las pequeñas luces de las distintas líneas del teléfono. Seguían sin recibir noticias de Operaciones.

−Escoja, detective −ordenó la persona que había llamado−. Quiero que usted decida cómo él va a morir.

Hunter se quedó callado.

−Le sugiero que escoja una, detective, porque le prometo que la alternativa es mucho peor.

−Sabe que no puedo tomar esa decisión...

−ESCOJA −gritó la persona que había llamado.

−Vale. −La voz de Hunter se mantuvo tranquila−. Escojo que no sea ninguna de las dos.

−Eso no es una opción.

−Sí lo es. Conversémoslo un minuto.

La persona que había llamado rio con rabia:

−No. El momento de hablar ya terminó. Ahora es el momento de decidir, detective. Si no escoge usted... lo haré yo. De cualquiera de las dos maneras, él muere.

Una luz roja comenzó a parpadear en el teléfono de Garcia. Rápidamente cambió las llamadas:

−Dime que tienen algo.

−Lo tenemos, detective. −La voz de la mujer estaba teñida de entusiasmo−. Está en... −Hizo una pausa−. ¿Qué demonios?

−¿Qué? −presionó Garcia−. ¿Dónde está?

−¿Qué demonios está sucediendo? −dijo la mujer, pero Garcia sabía que no le estaba hablando a él. Oyó algunos susurros indescifrables más que llegaban del otro lado de la línea. Algo no andaba bien.

−Que alguien me diga algo. −La voz de Garcia subió media octava.

−No son buenas noticias, detective −contestó finalmente la mujer−. Pensamos que le habíamos localizado en Norwalk, pero de repente la señal saltó a Temple City, luego a El Monte, ahora muestra que la llamada proviene de Long Beach. Está desviando la señal cada cinco segundos. Aunque le tengamos en el teléfono durante una hora, no seríamos capaces de localizarle. −Hizo una pausa−. La señal acaba de moverse a Hollywood. Lo lamento, detective. Este tipo sabe lo que hace.

−¡Mierda! −Garcia ingresó otra vez a la llamada de Hunter y negó con la cabeza−. Está haciendo saltar la señal −susurró−. No podemos conseguir su ubicación.

Hunter cerró los ojos y los apretó con fuerza:

−¿Por qué lo está haciendo? −le preguntó a la persona que había llamado.

−Porque quiero −respondió la persona que había llamado−. Tiene tres segundos para tomar su decisión, detective Hunter. ¿Fuego o agua? Lance una moneda si lo necesita. Pregúntele a su compañero. Sé que está escuchando.

Garcia no dijo nada.

−Espere −dijo Hunter−. ¿Cómo puedo decidir si ni siquiera sé quién es, o por qué es que usted le encerró en ese tanque? Vamos, hable conmigo. Cuénteme de qué se trata todo esto.

La persona que había llamado rio de nuevo:

−Eso es algo que tendrá que averiguar usted mismo, detective. Dos segundos.

−No lo haga. Nos podemos ayudar.

La mirada de Garcia se había apartado de la pantalla y ahora estaba fija en la mirada de Hunter.

−Un segundo, detective.

−Vamos, hable conmigo −dijo otra vez Hunter−. Lo podemos resolver. Podemos llegar a una solución mejor sea lo que esto sea.

Garcia contuvo la respiración.

−La solución es o agua o fuego, detective. De todos modos, se acabó el tiempo. ¿Cuál elige?

−Mire, tiene que haber otra manera de que podamos...

TOC, TOC, TOC.

El sonido estalló tan fuerte por los teléfonos de Hunter y Garcia que ambos hicieron un movimiento brusco hacia atrás con la cabeza, como si les hubieran dado una bofetada. Sonó como si la persona que había llamado hubiera golpeado el auricular contra una superficie de madera tres veces para que le prestaran atención.

Hunter no dijo nada.

−Como quiera. Si no quiere escoger, lo haré yo. Y yo escojo fue...

−Agua −dijo Hunter con voz firme−. Escojo agua.

La persona que había llamado hizo una pausa y rio entre dientes de manera entretenida:

−¿Sabe qué, detective? Sabía que elegiría agua.

Hunter permaneció callado.

−Era obvio, en realidad. Cuando consideró las opciones que tenía, morir ahogado le pareció menos terrible, más humano, menos doloroso y más rápido que ser quemado vivo, ¿no? ¿Pero alguna vez vio a alguien ahogarse, detective?

Silencio.

−¿Ha visto alguna vez la mirada desesperada en los ojos de una persona mientras aguanta la respiración tanto como puede, sabiendo que la muerte le está envolviendo y que se acerca a toda prisa?

Hunter se pasó una mano por su cabello corto.

−¿Ha visto alguna vez el modo en que un hombre que se está ahogando mira frenéticamente a su alrededor, confundido, en busca de un milagro que sencillamente no está allí? ¿Un milagro que nunca llegará?

Más silencio.

−¿Ha visto cómo convulsiona el cuerpo, como si estuviera siendo electrocutado, en el momento en que la persona finalmente abandona la esperanza y respira su primera bocanada de agua? ¿El modo en que los ojos prácticamente se le salen del cráneo a medida que el agua le entra en los pulmones y lentamente comienza a sofocarse? −La persona que había llamado exhaló pesadamente de manera deliberada−. ¿Sabía que es imposible mantener los ojos cerrados cuando uno se está ahogando? Es una reacción motriz automática cuando a una persona le falta el oxígeno.

La mirada de Garcia regresó a la pantalla.

La persona que había llamado se rio una vez más. Esta vez con una risita relajada:

−Siga mirando, detective. Este espectáculo está a punto de ponerse mucho mejor aún.

La línea quedó muda.

Cinco

De repente y a una velocidad increíble, de los agujeros de las dos tuberías que estaban dentro del recipiente de vidrio empezó a salir agua. Al hombre que estaba atado a la silla le tomó por sorpresa, y el miedo hizo que su cuerpo se empezara a sacudir con violencia. Completamente desesperado abrió mucho los ojos al darse cuenta de lo que estaba sucediendo. A pesar de la mordaza que tenía en la boca, comenzó a gritar, frenéticamente, pero del otro lado de la pantalla Hunter y Garcia no podían oír nada.

−Oh Dios mío −dijo Garcia, llevándose a la boca el puño derecho cerrado−. No está mintiendo. Lo va a hacer. Va a ahogar al tipo, maldita sea.

El tipo pataleaba y se sacudía ferozmente dentro del recinto, pero sus amarres no cedían ni un centímetro. No se podía liberar hiciera lo que hiciera. La silla estaba sólidamente atornillada al suelo.

−Esto es una locura −dijo Garcia.

Hunter se quedó quieto, sin pestañear, mirando fijo la pantalla del ordenador. Sabía que no había nada que pudieran hacer desde la oficina, salvo quizá recabar evidencia.

−¿Hay algún modo de que podamos grabar esto? −preguntó.

Garcia se encogió de hombros:

−No sé. No creo.

Hunter cogió otra vez el teléfono y se comunicó con el conmutador del Departamento de Policía de Los Ángeles.

−Conécteme con el jefe de la Unidad de Delitos Informáticos, ahora. Es urgente.

Dos segundos después oyó un tono. Cuatro segundos después de eso una voz de barítono contestó el teléfono:

−Dennis Baxter, Unidad de Delitos Informáticos del Departamento de Policía de Los Ángeles.

−Dennis, habla el detective Hunter del Especial de Homicidios.

−Hola, ¿en qué te puedo ayudar?

−Dime, ¿hay alguna manera en que pueda grabar una transmisión en vivo de una cámara web que estoy mirando ahora mismo en mi ordenador?

Baxter se rio:

−Wow, ¿tan buena está?

−¿Hay una manera o no, Dennis?

El tono de Hunter eliminó cualquier rastro de broma de la voz de Baxter.

−No a no ser que tengas instalado en tu ordenador algún programa para grabar la pantalla −contestó.

−¿Tendré uno?

−¿En un ordenador de oficina del Departamento de Policía de Los Ángeles? En principio no. Puedes cursar un pedido y la División de Informática te lo instalará en uno o dos días.

−No me sirve. Necesito hacer una captura de lo que está en mi pantalla ahora mismo.

Una pausa de una milésima de segundo.

−Bueno, puedo hacer eso desde aquí −dijo Baxter−. Si estás viendo algo en vivo desde internet, solo tienes que darme la dirección. Me puedo conectar a la misma página y hacer yo la captura. ¿Qué te parece?

−Con eso alcanzaría. Intentémoslo. −Hunter le dictó a Baxter la secuencia de números que la persona que había llamado le había dado hacía algunos minutos.

−¿Una dirección IP? −preguntó Baxter.

−Así es. ¿No se pueden rastrear? −preguntó Hunter.

−Sí. De hecho ese es su principal objetivo. Funcionan casi como un número de matrícula para cada una de las computadoras que están conectadas a la red. Con eso, casi que puedo decirte la ubicación exacta del ordenador que está emitiendo.

Hunter frunció el ceño. ¿La persona que había llamado podía haber cometido un error tan tonto?

−¿Quieres que inicie un rastreo? −preguntó Baxter.

−Sí.

−Vale. Me comunicaré otra vez contigo apenas tenga algo. −Cortó la llamada.

El agua ya llegaba hasta la cintura del hombre. A esa velocidad, Hunter calculó que el hombre quedaría completamente sumergido en un minuto y medio más, quizá dos.

−¿Los de Operaciones dijeron que no había manera de rastrear la llamada? −Hunter le preguntó a Garcia.

−Así es. Estaba haciendo saltar la señal de un lado a otro de la ciudad.

El agua llegó al abdomen del hombre. Aún intentaba liberarse, pero estaba perdiendo energía de manera constante. Ahora estaba temblando aún más. Una combinación de un miedo incontrolable y la temperatura del agua, supuso Hunter.

No había nada que pudieran decir Hunter o Garcia, por lo que ambos permanecieron inquietantemente callados, observando en la pantalla de sus ordenadores cómo la muerte subía centímetro a centímetro alrededor del hombre.

El teléfono del escritorio de Hunter sonó otra vez.

−Detective, ¿esto es real? −preguntó Dennis Baxter.

−Ahora mismo, no tengo ningún motivo para creer que no. ¿Estás haciendo la captura?

−Sí, lo estoy grabando.

−¿Alguna suerte con el rastreo?

−Aún no. Puede llevar algunos minutos.

−Llámame si consigues algo.

−Por supuesto.

El agua llegó al pecho del hombre, y la cámara lentamente hizo zoom en su rostro. Estaba sollozando. Ya no había esperanza en sus ojos. Se estaba rindiendo.

−No creo que pueda mirar esto −dijo Garcia, saliendo de atrás de su escritorio y echándose a andar por la sala.

El agua llegó a los hombros del hombre. En un minuto estaría tapándole la nariz, y cuando quisiera tomar aire después de eso le llegaría la muerte. Cerró los ojos y esperó. Ya no intentaba liberarse.

El agua le llegó a la parte baja de la barbilla, y después, sin ninguna advertencia, se detuvo. De las tuberías no salió ni una gota más.

−¿Qué demonios? −Hunter y Garcia se miraron durante un segundo y después miraron otra vez la pantalla. Ambos rostros llenos de sorpresa.

−Era un maldito engaño −dijo Garcia, acercándose a Hunter. Con una sonrisa nerviosa en el rostro−. Un chiflado que nos estaba provocando.

Hunter no estaba tan seguro.

En ese preciso instante sonó otra vez el teléfono del escritorio de Hunter.

Seis

El sonido del teléfono cortó el silencio de la sala como un trueno rasgando una noche oscura.

−Es usted muy astuto, detective Hunter −dijo la persona que había llamado.

Hunter le hizo otra vez una señal a Garcia, y en pocos segundos estaban grabando nuevamente la llamada.

−Casi logra engañarme −continuó la persona que había llamado−. Su preocupación por la víctima me resultó bastante conmovedora. En cuanto se dio cuenta de que no había manera de que la pudiera salvar, escogió lo que parecía ser la muerte menos sádica, menos dolorosa y más rápida de las dos opciones que le di. Pero esa era solo la mitad de la historia, ¿no es así?

Garcia parecía confundido.

Hunter no dijo nada.

−Descubrí cuál era la razón oculta detrás de su elección, detective.

No hubo respuesta.

−Se dio cuenta de que yo estaba a punto de escoger el fuego y rápidamente me interrumpió y eligió agua. −Una risa segura de sí misma−. El agua le habría dado esperanza, ¿no es así?

−¿Esperanza? −Garcia movió los labios formando esa palabra, frunciendo el ceño en dirección a Hunter.

−La esperanza de que cuando encontraran el cuerpo, si es que lo encontraban, quizá su... −la persona que había llamado puso una voz burlona− laboratorio forense superavanzado de alta tecnología podía llegar a descubrir algo. Quizás en su piel, o en el cabello, o un rastro de algo debajo de sus uñas o dentro de la boca. Quién sabe qué pistas microscópicas puedo haber llegado a dejar, ¿no es cierto, detective? Pero el fuego lo habría destruido todo. Habría carbonizado todo el cuerpo y con eso todo lo demás. No hubiese quedado ninguna pista, microscópica o no.

Garcia no había pensado en eso.

−Pero si se ahoga, el cuerpo queda intacto −prosiguió la persona que había llamado−. La muerte llega por asfixia... la piel, el cabello, las uñas... no se destruye nada de todo eso. Queda todo allí listo para ser analizado. −La persona que había llamado hizo una pausa para tomar aire−. Podría haber un millón de cosas que encontrar. Incluso el agua en sus pulmones podría facilitaros alguna clase de pista. Fue por eso que eligió el agua, ¿no es así, detective? Si no lo puede salvar, lleve a cabo la siguiente mejor opción. −La persona que había llamado rio animadamente−. Siempre pensando como un detective. Oh, no es usted una persona para nada divertida.

Hunter negó apenas con la cabeza para sí mismo:

−Tenía razón antes. Mi preocupación era el sufrimiento de la víctima.

−Por supuesto que sí. Pero... por si llego a estar en lo cierto, ¿adivine qué? Estaba preparado.

El hombre en la pantalla había abierto otra vez los ojos. Seguía temblando. A pesar de la oscuridad, miraba a su alrededor, esperando... escuchando.

Nada. Ningún sonido. El agua se había detenido.

Detrás de la mordaza su boca formó una sonrisa tímida. Una pequeña luz de esperanza le regresó a los ojos, como si todo hubiera sido no más que un mal sueño... una broma enfermiza. Tragó con fuerza, cerró los ojos y echó la cabeza hacia atrás, como agradeciéndole a Dios. Las lágrimas se abrieron camino por entre sus párpados cerrados y le bañaron el rostro.

−Siga mirando, detective. −En la voz de la persona que había llamado había como un timbre de orgullo−. Porque está a punto de presenciar un espectáculo digno del Cirque du Soleil. −Cortó la llamada.

En la pantalla el nivel del agua comenzó a disminuir.

−Está vaciando el contenedor −dijo Garcia.

Hunter asintió.

El agua drenaba deprisa. En cuestión de segundos el nivel había descendido hasta el pecho del hombre.

Luego se detuvo.

−¿Qué demonios está sucediendo? −preguntó Garcia, alzando las palmas de las manos.

Hunter negó con la cabeza. Seguía del todo atento a la pantalla.

La cámara alejó un poco el zoom, y de repente la parte sumergida de las tuberías cobró nuevamente vida. Como en un jacuzzi, los chorros que salían debajo de la superficie revolvían el agua a medida que dejaban salir más líquido dentro del recipiente. Pero esta vez había algo distinto. En el momento en que el líquido translúcido salía de las tuberías y se mezclaba con el agua se producía un efecto raro, como si el nuevo líquido fuera más denso que el que ya estaba en el receptáculo.

Hunter se inclinó hacia delante, acercando el rostro al monitor.

−Eso no es agua −dijo.

−¿Qué? −preguntó Garcia, de pie a sus espaldas−. ¿A qué te refieres?

−Tiene otra densidad −contestó Hunter, señalando la pantalla−. Sea lo que sea que está bombeando en ese tanque, esta vez no es agua.

−¿Qué demonios es, pues?

En ese momento algo comenzó a titilar en el rincón superior a mano derecha de la imagen. Cuatro letras entre paréntesis. La primera, la tercera y la cuarta estaban en mayúsculas.

(NaOH)

−¿Es una fórmula química? −Garcia señaló las letras.

−Sí. −Hunter exhaló.

−¿La fórmula de qué? −Garcia regresó a su ordenador a toda prisa y abrió una pestaña nueva en el buscador.

−No hace falta que lo busques, Carlos −dijo Hunter sombríamente−. Es la fórmula química del hidróxido de sodio... sosa cáustica.

Siete

Garcia sintió un nudo en la garganta. Hacía años, cuando aún era no más que un policía uniformado de Los Ángeles, había respondido a un incidente de violencia doméstica en el cual un novio celoso le había arrojado al rostro a la novia media pinta de soda cáustica. El novio había huido de la escena pero le arrestaron cinco días más tarde. Garcia aún recordaba estar ayudando a los paramédicos a atar a la novia a la camilla. Su rostro era un revoltijo de carne viva y piel quemada. Los labios parecían habérsele fundido con los dientes. La oreja izquierda y la nariz se le habían desintegrado completamente, y la solución le había quemado agujeros en uno de sus globos oculares.

Garcia miró a Hunter por encima de su ordenador:

−No puede ser. ¿Estás seguro?

Hunter asintió:

−Estoy seguro.

−Hijo de perra.

El teléfono que estaba en el escritorio de Hunter sonó otra vez. Era Dennis Baxter de la Unidad de Delitos Informáticos.

−Detective −dijo con voz ansiosa−. NaOH es soda cáustica. Hidróxido de sodio.

−Sí, lo sé.

−Mierda, hombre. Eso es altamente corrosivo. Muchas veces peor que el ácido. Si alguien echa hidróxido de sodio en esa cantidad de agua, por el momento, la solución quedará diluida y no será tan fuerte, pero en poco tiempo... −Se quedó callado.

−Convertirá todo eso en un baño alcalino. −Hunter concluyó la frase que no había podido terminar Baxter.

−Así es. ¿Y sabes qué es lo que eso va a hacer?

−Sí, lo sé.

−Joder, detective. ¿Qué está sucediendo?

−No estoy seguro. ¿Pudiste localizar la transmisión?

−Sí. Llega de Taiwán.

−¿Qué?

−Exactamente. Quien sea que esté haciendo esto... es bueno. O es una dirección IP intervenida o robó una de un grupo de servidores taiwanés. Conclusión... no le podemos rastrear.

Hunter colgó el teléfono:

−Tampoco le podemos localizar mediante la transmisión de internet −le dijo a Garcia.

−Mierda. Esto es un desastre, hombre.

El hombre en la pantalla comenzó a temblar otra vez. Pero esta vez Hunter supo que no era ni a causa del frío ni del miedo. Era por el dolor atroz que sentía. La solución era cada vez más fuerte y estaba empezando a corroerle la piel. Abrió mucho la boca para dejar salir un grito agonizante que ni Hunter ni Garcia pudieron oír. Secretamente, a ambos detectives les alivió la falta de sonido.

A medida que se agregaba cada vez más soda cáustica en la mezcla, el agua empezó a cobrar un débil y leve color lechoso.

El hombre cerró los ojos y empezó a sacudir violentamente la cabeza de un lado al otro, como teniendo una convulsión. El baño alcalino estaba empezando a rasparle la piel como una lijadora eléctrica. En unos pocos segundos se le empezaron a salir del cuerpo los primeros pedazos de piel.

Hunter se restregó el rostro con ambas manos. Nunca se había sentido tan impotente.

A medida que empezaba a flotar más y más piel en el tanque, el agua comenzó a cambiar otra vez de color. Ahora se estaba poniendo rosada. Le sangraba todo el cuerpo.

La cámara hizo zoom en otra cosa que flotaba dentro del recipiente.

−¿Qué es eso? −preguntó Garcia, haciendo una mueca.

Hunter se pellizcó el labio inferior:

−Es la uña de un dedo de la mano. Se le está disolviendo el cuerpo.

La cámara hizo zoom en otra, y en otra. La solución ya le había disuelto las cutículas y la mayor parte de los lechos ungueales de los dedos de las manos y de los pies.

El agua se llenaba de sangre cada vez más. Ya no era más transparente. El rostro del hombre, de todos modos, continuaba por encima de la línea del agua.

La víctima había perdido el control de su cuerpo, que ahora se sacudía incesantemente, movido solo por el dolor. Tenía los ojos en blanco. La boca estaba contorsionada en una mueca incomprensible. Rechinaba implacablemente los dientes, y ahora sangraba por las encías, por la nariz y por las orejas.

El agua estaba empezando a hervir.

El hombre hizo una última convulsión. El pecho se le sacudió hacia delante de manera tan violenta que pareció que tuviese algo dentro, tratando de explotarle desde el interior del cuerpo. La barbilla le cayó sobre el pecho, hundiéndole el rostro debajo de la mezcla de agua sanguinolenta e hidróxido de sodio.

No hubo ningún otro movimiento.

La cámara se alejó con el zoom, mostrando todo el receptáculo de vidrio.

Hunter y Garcia no sabían qué decir. Tampoco podían apartar la vista.

Pocos segundos después un mensaje parpadeó en sus pantallas.

ESPERO QUE HAYÁIS DISFRUTADO DEL ESPECTÁCULO.

Ocho

La capitana de la División de Robos y Homicidios del Departamento de Policía de Los Ángeles no era fácil de intimidar y, luego de muchos años dentro de la fuerza, eran muy pocas las cosas que la impresionaban, pero esa mañana estaba sentada en un silencio absoluto dentro de su oficina en el quinto piso del Edificio de la Administración de la Policía, con cara de incredulidad. La oficina era lo suficientemente espaciosa. La pared sur estaba ocupada por estanterías abarrotadas de libros de tapa dura. La pared norte con portarretratos, distinciones y premios. La pared este era una ventana panorámica del suelo al techo, que miraba a la calle South Main. Justo enfrente de su escritorio había dos sillones de cuero de aspecto confortable, pero ninguna de las otras tres personas que estaban en la oficina los estaban usando.

Hunter, Garcia y Dennis Baxter estaban los tres de pie detrás del escritorio de la capitana Blake, con la vista en el monitor de su ordenador, mirando la grabación que Baxter había obtenido de internet hacía unos pocos minutos. La Oficina de Operaciones también le había enviado a Hunter una copia de la grabación de la conversación telefónica que había mantenido con la misteriosa persona que había llamado.

La capitana Blake escuchó la grabación y miró todo el registro de vídeo sin emitir ni una sola palabra. Cuando terminó alzó la vista en dirección a Hunter y Garcia, con el rostro más pálido de lo que lo tenía hacía unos pocos momentos.

−¿Esto fue real?

Su mirada se movió hacia Baxter, que era un hombre corpulento, nada de músculos. Tenía más de cuarenta años, cabello claro rizado, un rostro rechoncho aún más cargado por la papada, y un bigotito que parecía más bien pelusa de melocotón.

−O sea −dijo la capitana−. Sé que hoy en día la tecnología de imágenes generadas por ordenador puede hacer que cualquier cosa parezca real. ¿Estamos seguros de que todo esto no son más que trucos de cámara y digitales?

Baxter se encogió de hombros.

−Bueno, tú eres el jefe de la Unidad de Delitos Informáticos. −La voz de la capitana se endureció−. Dime algo.

Baxter ladeó la cabeza:

−Grabé todo hace apenas unos instantes luego de recibir la llamada del detective Hunter. No he tenido realmente tiempo de analizarlo, pero de un primer vistazo y por instinto... es real.

La capitana se pasó una mano por el cabello largo y negro azabache antes de mirar otra vez a Hunter y a Garcia.

−Demasiado complejo y atrevido como para no ser más que un engaño −dijo Hunter−. Operaciones no pudo rastrear la llamada. La persona que llamó la estuvo haciendo pasar de un lugar a otro de la ciudad cada cinco segundos. −Hizo un gesto en dirección a Baxter−. Dennis dijo que la transmisión de internet llegaba de Taiwán.

−¿Qué? −La capitana Blake miró otra vez a Baxter.

−Es verdad. Lo que teníamos era una dirección IP, que es un número único de identificación que se le da a cada ordenador que opera en internet. Con eso, podemos ubicar fácilmente al host del ordenador. El IP estaba asignado a un servidor en Taiwán.

−¿Cómo puede ser?

−Sencillo. Internet hace del mundo un mercado global. Por ejemplo, si quieres establecer un sitio web, no hay ninguna ley que diga que su host tiene que estar en Estados Unidos. Puedes buscar en internet el servicio que más te convenga, y puedes hacer que tu sitio web trabaje con un servidor que esté en absolutamente cualquier parte: Rusia, Vietnam, Taiwán, Afganistán... no hay ninguna diferencia. Cualquiera puede acceder igual.

La capitana Blake pensó al respecto por un segundo:

−No hay relaciones diplomáticas −dijo−. No solo los Estados Unidos no tienen ninguna jurisdicción, sino que además un contacto diplomático, como llamar a la compañía que ofrece el servidor y pedirles su ayuda, tampoco serviría.

−Así es. También podría haber intervenido la dirección IP −agregó Baxter−. Es como robar los números de matrícula de un coche y ponerlos en el tuyo para que no te atrapen.

−¿Se puede hacer eso? −preguntó la capitana Blake.

−Si es lo suficientemente bueno, claro.

−¿Por lo que no tenemos nada?

Baxter negó con la cabeza:

−Aunque debo admitir que en la Unidad de Crímenes Informáticos estamos limitados en cuanto a lo que podemos hacer. −Se acomodó los anteojos de marco de metal hacia arriba del tabique de su nariz redonda −. Nuestras investigaciones por lo general están restringidas a delitos cometidos utilizando información almacenada en ordenadores, o sabotaje a información almacenada en ordenadores. En otras palabras, hackeo de bases de datos e información, desde ordenadores de individuos particulares a escuelas, bancos y corporaciones. Este tipo de situación no es con lo que nosotros realmente lidiamos.

−Fantástico −dijo la capitana, sin impresionarse.

−La División de Ciberdelito del FBI, por otro lado −dijo Baxter, continuando−, es una unidad mucho más poderosa. Ellos lidian con todo tipo de ciberdelito. Incluso tienen en su oficina el poder y los equipos como para eliminar cualquier transmisión de internet que se realice dentro del territorio de los Estados Unidos.

La capitana Blake hizo una mueca:

−¿Por lo que estás diciendo que deberíamos involucrar al FBI?

No era ningún secreto que el FBI y cualquier fuerza policial en cualquier estado americano no tenían la mejor de las relaciones, más allá de lo que pudieran decir los políticos y los jefes de departamento.

−No realmente −contestó Baxter−. Solo estaba afirmando un hecho. Ahora el FBI no puede hacer nada. La transmisión terminó. El sitio está muerto. Permíteme que te muestre. −Señaló el ordenador que estaba en el escritorio−. ¿Puedo?

−Por favor. −La capitana Blake apartó la silla hacia atrás poco menos de un metro.

Baxter se inclinó sobre el teclado de la capitana, ingresó la dirección IP en la barra de direcciones del navegador y presionó la tecla “enter”. Tardó unos pocos segundos en cargarse la página: ERROR 404 - PÁGINA NO ENCONTRADA.

−El sito ya no está allí −dijo Baxter−. Ya puse en marcha un pequeño programa que verifica la dirección cada diez segundos. Si surge algo otra vez, lo sabremos. −Arqueó las cejas−. Pero si es así, quizá debería al menos considerar cooperar con la División de Ciberdelito del FBI de Los Ángeles.

La capitana Blake le frunció el ceño y luego miró a Hunter, que permaneció en silencio.

−La jefa de esa unidad es una buena amiga mía, Michelle Kelly. No es la típica agente del FBI. Créeme, en todo lo que tenga que ver con el ciberespacio, ella tiene la última palabra. El FBI está mucho mejor equipado que el Departamento de Policía de Los Ángeles para localizar a esta clase de ciberdelincuentes. En la Unidad de Delitos Informáticos, trabajamos con ellos todo el tiempo. No son agentes de campo pretenciosos con trajes negros, gafas oscuras y auriculares. Son geeks de los ordenadores. −Baxter sonrió−. Como yo.

−Yo diría que avancemos en esa dirección solo de ser necesario −contestó Hunter, mirando a Baxter−. Como tú dijiste, ahora no pueden hacer nada, y nosotros no tenemos nada que indique que este es un caso federal, por lo que por el momento no le encuentro sentido a sumar al FBI. En esta primera fase solo complicará las cosas.

−Estoy de acuerdo −dijo la capitana Blake−. Si más adelante resulta necesario que cooperemos con ellos, lo haremos, pero por ahora, nada de FBI. −Se dirigió nuevamente a Baxter−. ¿Esta transmisión la podría haber visto alguien más, como el público en general?

−En teoría, sí −confirmó Baxter−. No era una transmisión segura, con eso me refiero a que no se precisaba una contraseña para ingresar a la página. Si alguna otra persona además de nosotros se cruzó con esa transmisión de casualidad, entonces sí, la podrían haber mirado, igual que nosotros. Pero debo agregar que eso es muy poco probable.

La capitana Blake asintió y se giró para dirigirse a Hunter:

−Vale, por lo que debemos asumir que todo esto es real. Mi primera pregunta es: ¿por qué tú? La llamada fue directo a tu escritorio. Al teléfono, te llamó por tu nombre.

−Me he estado haciendo la misma pregunta, y por el momento la respuesta es que no estoy seguro −contestó Hunter−. Hay básicamente dos maneras de que una llamada externa acabe en el escritorio de un detective. O la persona que llama marca el número de la División de Robos y Homicidios y agrega la extensión específica del escritorio cuando se la solicitan, o llama al conmutador de la División de Robos y Homicidios y pide que le comuniquen con un detective en particular.

−¿Y?

−La llamada no llegó por medio del conmutador. Ya lo verifiqué. La persona marcó mi extensión directamente.

−Por lo que mi pregunta sigue en pie −presionó la capitana−. ¿Por qué tú? ¿Y cómo consiguió tu número de extensión?

−Puede haber conseguido en algún lado una de mis tarjetas de presentación −dijo Hunter.

−O puede haber llamado al conmutador de la División de Robos y Homicidios en cualquier momento antes de la llamada en cuestión y sencillamente puede haber preguntado el número de extensión −dijo Garcia−. Y no me sorprendería que hubiese ingresado ilegalmente a nuestro sistema y obtenido de allí una lista con los nombres de los detectives. Estaba haciendo ir de un lado para el otro su señal como un profesional, y tenía un cortafuegos lo suficientemente bueno como para impedir que la Unidad de Delitos Informáticos del Departamento de Policía de Los Ángeles le localizara. Yo digo que sabe muy bien cómo manejarse en el ciberespacio.

−Yo diría lo mismo −dijo Baxter.

−¿Queréis decir que podría haber escogido el nombre de Robert de casualidad a partir de una lista de los detectives de la División de Robos y Homicidios? −preguntó la capitana Blake.

Baxter se encogió de hombros:

−Es posible.

−Sería una extraña coincidencia, ¿no creéis? −agregó la capitana−. Dado que un caso ultraviolento como este habría ido a parar directo a manos de Robert de todos modos.

Dentro de la División de Robos y Homicidios, Hunter formaba parte de una rama especial. La Sección Especial de Homicidios fue creada para tratar únicamente con casos de asesinos seriales y homicidios notorios que requieren mucho tiempo de investigación y pericia. Pero Hunter tenía una tarea más especializada aún. Debido a su formación en psicología del comportamiento criminal, se le asignaban los casos en los que el responsable había utilizado una abrumadora brutalidad y sadismo. A esos casos el departamento los etiquetaba como UV, ultraviolentos.

−Quizá no fue una coincidencia −intervino otra vez Baxter−. Quizá quería que Robert estuviera en el caso, y esta fue su manera de asegurarse de que se lo asignaran.

La capitana Blake abrió un poco más los ojos, esperando que Baxter continuara. Baxter continuó.

−El nombre de Robert apareció en los periódicos y en la televisión muchísimas veces. Trabajó en la mayoría de los casos notorios del departamento durante los últimos... no sé cuántos años, y por lo general atrapa a la persona que busca.

La capitana Blake no lo podía negar. El nombre de Hunter había estado en los periódicos otra vez hacía apenas unos meses, cuando él y Garcia cerraron la investigación de un asesino serial al que habían apodado El Escultor.

−Quizá la persona que llamó escogió a Robert debido a su reputación −dijo Baxter−. Quizá leyó su nombre en el LA Times o vio su rostro en el noticiero de la noche. −Señaló la pantalla del ordenador de la capitana−. Usted vio las imágenes, usted escuchó la grabación de la llamada, ¿no? Este tipo es engreído y desafiante. Es osado. Permaneció todo ese tiempo en línea porque sabía que no seríamos capaces de rastrear la llamada. Sabía que tampoco seríamos capaces de localizar su transmisión de internet. −Baxter hizo una pausa y se rascó la nariz−. Forzó a Robert a que eligiera la manera en que iba a morir la víctima, por el amor de Dios, y después le dio un giro más a la situación. Es como si estuviera jugando un juego. Y no lo quiere jugar contra cualquier detective. Quiere un desafío. Quiere a la persona de la que hablan los periódicos.

La capitana lo pensó durante un segundo:

−Grandioso −dijo−. Eso es justo lo que necesitamos, un psicópata más jugando al atrápame si puedes.

−No −respondió Hunter−. Está jugando al atrápame antes de que mate de nuevo.

Nueve

La oficina de Hunter y Garcia era una caja de hormigón de 22 metros cuadrados al fondo del piso en el cual se encontraba la División de Robos y Homicidios. No tenía mucho más que dos escritorios, dos archivos viejos y un tablero magnético grande blanco que también hacía las veces de tablero de las fotografías para las investigaciones, pero no obstante daba claustrofobia.

De regreso en sus escritorios, ambos detectives vieron las imágenes de internet y escucharon la grabación telefónica una y otra vez. Baxter les había instalado a Hunter y a Garcia un programa que les permitía avanzar las imágenes cuadro por cuadro. Y eso era exactamente lo que habían estado haciendo durante las últimas cuatro horas y media, analizando cada centímetro de cada cuadro, en busca de cualquier cosa que les pudiese dar cualquier clase de pista, por más pequeña que fuera.

El trabajo de la cámara se concentraba principalmente en el receptáculo de vidrio y en el hombre que estaba adentro. Cada cierta cantidad de tiempo la cámara hacía zoom en el rostro de la víctima, o en algo que flotaba en el agua sanguinolenta. Había roto ese patrón tan solo una vez, cuando se había movido hacia la derecha para mostrar el reloj de pared y el ejemplar de ese mismo día del LA Times.

La pared era de ladrillos rojos y cemento. Podría haber estado en cualquier parte −en un sótano, en un cobertizo de un patio trasero, en una habitación dentro de una casa o incluso en un pequeño garaje en algún lugar muy apartado de la ciudad−.

El reloj que estaba colgado en la pared era un reloj redondo a pila de unos treinta centímetros de diámetro y con marco negro. Tenía una esfera de “lectura fácil” con números arábigos, manecillas negras de horas y minutos y una aguja roja para los segundos. No tenía al frente la marca del fabricante. Hunter le envió una foto del reloj a su equipo de investigaciones, pero sabía que las chances de relacionarlo con alguna tienda específica y de allí identificar al comprador eran prácticamente nulas.

El suelo no tenía ninguna característica particular y era de hormigón. Una vez más, podría haber estado en cualquier lugar.

El impreso de la captura de pantalla que Hunter había hecho salió perfecto. El hombre sentado dentro del receptáculo de vidrio miraba directo a cámara. Hunter ya había enviado la imagen por correo electrónico a la Unidad de Personas Perdidas. El agente que había hablado con él le dijo que debido a la mordaza que la víctima tenía en la boca, el programa de reconocimiento facial solo sería capaz de analizar una cantidad limitada de puntos de comparación facial. Si al hombre de hecho le habían reportado como perdido, igual podría llegar a ser suficiente como para que se estableciera la coincidencia, pero tenían que esperar. Hunter le dijo al agente que buscara solo en ingresos que no tuvieran más de una semana. Tenía el presentimiento de que la persona que había llamado no había secuestrado y escondido a la víctima por más de uno o dos días antes de arrojarle al tanque de vidrio. Las víctimas de cualquier parte que están en cautiverio por más de cuarenta y ocho horas siempre mostraban señales de esa situación −el rostro y los ojos exhaustos y agotados por falta de sueño, u ojos atontados a causa de alguna droga−. La higiene personal también se veía seriamente afectada, y siempre se veían las marcas inevitables de la mala alimentación. La víctima dentro del tanque no exhibía ninguna de esas señales.

−No hay nada aquí −dijo Garcia, reclinándose en el respaldo de la silla y restregándose sus ojos exhaustos−. En esa sala no había nada más allá del tanque de agua, la víctima, el reloj, el periódico y la cámara que llevó a cabo la transmisión de toda la escena. Este tipo no es ningún tonto, Robert. Sabía que grabaríamos la transmisión y que luego la examinaríamos a fondo.

Hunter exhaló antes de restregarse él también sus ojos cansados:

−Lo sé.

−Yo, por mi parte, ya no puedo mirar más esto. −Garcia se puso de pie y fue hasta la pequeña ventana que estaba en la pared oeste−. La mirada desesperada y suplicante en los ojos de la víctima. −Negó con la cabeza−. Cada vez que miro esos ojos siento su miedo trepándome por la piel como un ciempiés de fuego. Y no hay nada que pueda hacer más que mirarlo morir otra vez, y otra vez, y otra vez. Me está jodiendo la mente.

Hunter también estaba asqueado de las imágenes. Lo que realmente le daba vuelta el estómago era mirar cómo el rostro del hombre se había encendido de esperanza al darse cuenta de que el agua se había detenido. Y luego, tan solo un minuto después, la manera en que los ojos se le encendieron con un pavor terrible, a medida que el líquido que le envolvía el cuerpo empezó a quemar y a carcomerle la piel y la carne. Hunter podía ver el momento exacto en el que el hombre dejaba de resistirse, al entender finalmente que nunca saldría de allí con vida. El asesino sencillamente estaba jugando con él.

−¿Descubriste alguna cosa de su tono de voz o algo? −preguntó Garcia.

−No. Se mantuvo tranquilo a lo largo de toda la conversación, salvo en el momento en que me gritó que tomara una decisión. Más allá de eso no hubo estallidos de enojo, ni sobreexcitación, nada. Siempre tuvo bajo control sus emociones y la conversación. −Hunter se reclinó en la silla−. Pero hay una cosa que me preocupa.

−¿Qué?

−Cuando le dije que no tenía por qué hacerlo.

Garcia asintió:

−Dijo que sabía que no tenía por qué hacerlo, pero que quería hacerlo. Dijo que sería divertido.

−Así es, y eso podría estar indicando que la víctima no era nadie en particular. Probablemente una elección tomada completamente al azar.

−Por lo que este tipo es otro maldito psicópata, matando gente para divertirse.

−Aún no lo sabemos −contestó Hunter−. El problema es que cuando yo le dije que no podía tomar una decisión porque no sabía el motivo por el cual la víctima estaba prisionera, él me dijo que eso es algo que yo iba a tener que averiguar por mí mismo.

−¿Y?

−Y eso estaría indicando que la víctima no era una elección tomada totalmente al azar. Que hubo una razón específica por la cual la había elegido, pero que no nos lo iba a decir.

−Por lo que literalmente nos está provocando.

−Aún no lo sabemos −dijo Hunter otra vez antes de apartarse de su escritorio, mirando su reloj y exhalando hasta vaciarse de aire−. Pero yo también ya tengo demasiado de todo esto. −Apagó el ordenador. Le volvió la misma sensación de impotencia que le había invadido cuando estaba mirando la transmisión en vivo, quemándole un agujero dentro del pecho. No había nada más que pudieran sacar de ese vídeo o de los registros de audio. En ese momento, lo único que podían esperar era algún tipo de avance por parte de la Unidad de Personas Perdidas.

Diez

Hunter estaba sentado en la oscuridad, mirando hacia fuera por la ventana de la sala de estar de su apartamento de un solo ambiente en Huntington Park. Vivía solo −no tenía esposa, ni hijos, ni novias−. Nunca había estado casado, y las relaciones que tenía no eran nunca de largo plazo. En el pasado lo había intentado, pero ser detective en la Sección Especial de Homicidios en una de las ciudades más violentas de Estados Unidos tenía su manera de cobrarse una cuota en cualquier relación, por más casual que fuera.

Hunter bebió un poco más de su café negro fuerte y miró su reloj −4:51 de la mañana−. Había logrado dormir tan solo cuatro horas, pero para él eso era prácticamente haber dormido de maravilla.

La batalla de Hunter contra el insomnio había comenzado a una muy temprana edad, disparada por la muerte de su madre cuando tenía tan solo siete años. Las pesadillas eran tan devastadoras que como mecanismo de defensa su cerebro hacía todo lo que podía para mantenerlo despierto durante la noche. En vez de quedarse dormido, Hunter leía vorazmente. Los libros se convirtieron en su refugio, su castillo. Un lugar seguro al que las horrorosas pesadillas no podían entrar.

Hunter siempre había sido distinto. Incluso de niño podía resolver enigmas y dar con la solución de problemas más deprisa que la mayor parte de los adultos. Era como si su cerebro fuera capaz de adelantar prácticamente cualquier cosa. En la escuela, sus maestros no tenían ninguna duda de que no era como la mayoría de sus alumnos. A los doce años, luego de haberse sometido a una serie de exámenes y tests a instancias del doctor Tilby, el psicólogo de la escuela de Hunter, le aceptaron en la Escuela Mirman para Niños Superdotados como alumno de octavo grado, dos años por delante de lo habitual a los catorce años.

El currículo especial de Mirman no aminoró la marcha de Hunter. Antes de cumplir los quince años, había superado sin dificultades todo el programa, concentrando cuatro años de secundaria en dos. Con recomendaciones de todos sus profesores, y una mención especial por parte del director de Mirman, fue aceptado como alumno en “circunstancias especiales” en la Universidad de Stanford. Hunter decidió estudiar psicología. Para ese entonces su insomnio y sus pesadillas estaban relativamente bajo control.

En la universidad, sus notas fueron igual de impresionantes, y Hunter obtuvo su doctorado en Análisis del Comportamiento Criminal y Biopsicología justo antes de su vigesimo tercer cumpleaños. El jefe del Departamento de Psicología de la Universidad de Stanford, el doctor Timothy Healy, le dejó en claro que si Hunter en algún momento se mostraba aunque sea mínimamente interesado en un puesto de enseñanza, siempre habría un lugar para él en su cuerpo de profesores. Hunter declinó la oferta respetuosamente, pero dijo que no lo olvidaría. El doctor Healy también fue el que le hizo llegar la tesis de doctorado de Hunter titulada Un estudio psicológico avanzado en comportamiento criminal al jefe del Centro Nacional para el Análisis del Crimen Violento del FBI. Hasta el día de la fecha, la tesis de Hunter seguía siendo de lectura obligatoria en el Centro Nacional y en su Unidad de Análisis Comportamental.

Dos semanas después de recibir su título de doctorado, a Hunter se le sacudió el mundo por segunda vez. Su padre, que en ese entonces trabajaba como guardia de seguridad en una sucursal del Bank of America en el centro de Los Ángeles, murió tiroteado durante un robo que terminó siendo un tiroteo digno del Lejano Oeste. Las pesadillas y el insomnio de Hunter regresaron con una venganza, y desde entonces nunca se habían vuelto a ir.

Hunter termino su café y apoyó la taza en la repisa de la ventana.

No importaba cuán fuerte cerrara los ojos o cuánto los apretara con los puños, no podía apartar de sí las imágenes que le habían estado consumiendo desde el día anterior a la tarde. Era como si hubiera memorizado cada segundo de la filmación, y como si alguien hubiera accionado en su cabeza el botón de bucle infinito. Le llegaban preguntas constantes de cada rincón de su mente, y hasta el momento no había llegado ni a una sola respuesta. Algunas preguntas le preocupaban más que otras.

−¿Por qué la tortura? −se susurró entonces a sí mismo.

Sabía muy bien que se precisaba cierta clase de individuo para ser capaz de torturar a otro ser humano antes de matarlo o de matarla. Podía llegar a sonar sencillo pero, llegado el momento, muy pocos eran capaces de llevarlo a cabo. Se necesitaba un nivel de distancia de las emociones humanas normales que pocos podían alcanzar. A los que lo consiguen los psicólogos y los psiquiatras los llaman psicópatas.

Los psicópatas no muestran ningún tipo de empatía, o remordimiento, o amor, o cualquier otra emoción asociada con el hecho de preocuparse por otra persona. A veces su falta de sentimientos puede ser tan severa que no mostrarán ninguno ni siquiera hacia su propia persona.

El segundo hecho que le removía a Hunter la cabeza como una excavadora era el juego de elección. ¿Por qué el asesino se había tomado la tremenda molestia de crear una cámara de tortura capaz de producir dos muertes horrendas, provocadas por el agua o por el fuego? ¿Y por qué le llamó por teléfono, o por qué llamaría a alguno de ellos por teléfono, el que fuera, y les pediría que tomaran ellos la decisión?

No era infrecuente para un asesino, incluso para un psicópata, cuestionarse a último minuto su decisión de matar a alguien, pero ese no pareció haber sido un problema para este asesino. No tenía duda de que la víctima iba a morir; sencillamente no lograba decidirse acerca de cuál de las dos muertes era la peor, si quemado o ahogado. De alguna manera dos opuestos. Dos de las maneras más temidas en las que una persona puede morir. Pero mientras más pensaba Hunter en eso, más tonto se sentía. Estaba convencido de que le habían engañado.