El estudio del artista en la literatura del siglo XIX - Manuel Hueso Vasallo - E-Book

El estudio del artista en la literatura del siglo XIX E-Book

Manuel Hueso Vasallo

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Es incuestionable la importancia que tuvo el estudio del artista en la literatura decimonónica como lugar en el que los autores podían disentir y articular opiniones diferentes de aquellas marcadas como "normales" por las reglas socioculturales de su época. A través de la perspectiva crítica de lo liminal, la fenomenología y la teoría del ensamblaje, este volumen presta especial atención a la forma en la que este espacio marca el rumbo de ciertas narrativas a nivel internacional y reivindica su relevancia, que ha tendido a ser más o menos ignorada hasta ahora.

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Seitenzahl: 353

Veröffentlichungsjahr: 2025

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DIRECCIÓN:

Laura Monrós-Gaspar (Universitat de València)

Rosario Arias Doblas (Universidad de Málaga)

CONSEJO EDITORIAL:

Yolanda Arancibia Santana (Universidad de las Palmas)

Antonio Ballesteros González (UNED)

José Ramón Bertomeu Sánchez (Universitat de València)

M.ª Pilar Blanco (University of Oxford)

Miriam Borham Puyal (Universidad de Salamanca)

Pura Fernández Rodríguez (CSIC)

Rafael Gil Salinas (Univertsitat de València)

Jo Labanyi (New York University)

M.ª Jesús Lorenzo Modia (Universidade da Coruña)

Kate Mitchell (The Australian National University, Canberra)

Eugenia Perojo Arronte (Universidad de Valladolid)

Ermitas Penas Varela (Universidad de Santiago de Compostela)

Patricia Pulham (University of Surrey)

Pedro Ruiz Castell (Universitat de València)

Miguel Teruel Pozas (Universitat de València)

Esta publicación es parte del proyecto de I+D+i «Reorientando la Teoría del Ensamblaje en la Literatura y la Cultura Anglófonas» (PID2022-137881NB-I00) financiado por MCIN y la AEI: «FEDER Una manera de hacer Europa».

Esta publicación no puede ser reproducida, ni total ni parcialmente,

ni registrada en, o transmitida por, un sistema de recuperación de información,

en ninguna forma ni por ningún medio, ya sea fotomecánico, fotoquímico, electrónico,

por fotocopia o por cualquier otro, sin el permiso previo de la editorial.

Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org)

si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

© Manuel Hueso Vasallo, 2025

© De esta edición: Universitat de València, 2025

Publicacions de la Universitat de València

Arts Gràfiques, 13 • 46010 València

http://puv.uv.es

[email protected]

Coordinación editorial: Juan Pérez Moreno

Corrección y maquetación: Letras y Píxeles, S. L.

Diseño de la cubierta: Quinto A. Estudio Gráfico

ISBN: 978-84-1118-560-8 (papel)

ISBN: 978-84-1118-561-5 (ePub)

ISBN: 978-84-1118-562-2 (PDF)

Edición digital

A mis padres, Nati y Manolo, y a mi querida Eva

Índice

Introducción

1. El estudio del artista: un espacio propio

1.1. La casa decimonónica: estructura y simbolismo

1.2. El estudio del artista: un caso real

1.3. Un espacio liminal: nuevos puntos de vista

2. El estudio de la mujer artista

2.1. Anne Brontë: La inquilina de Wildfell Hall (1848)

2.2. Nathaniel Hawthorne: El fauno de mármol (1860)

3. El estudio del artista y la masculinidad disidente

3.1. Henry James: La musa trágica (1890)

3.2. Oscar Wilde: El retrato de Dorian Gray (1890)

4. El künstlerroman: el estudio del artista como ensamblaje social

4.1. Émile Zola: La obra (1886)

4.2. Emilia Pardo Bazán: La quimera (1905)

5. Conclusiones: el estudio del artista y el siglo XIX

Bibliografía

Introducción

Antes de comenzar la lectura de este libro, conviene aclarar una serie de aspectos. En primer lugar, hay que tener en cuenta que lo que se pretende en esta obra es analizar, inquirir y aproximar al lector a una serie de representaciones literarias en las que el «estudio del artista» tiene un papel importante. Cabe decir, por tanto, que en estas páginas no pretendo describir o mostrar la forma en la que dichos espacios funcionaban, sino más bien exponer cómo sus representaciones literarias dejan entrever muchas de las complejidades socioculturales de la época en la que dichas representaciones fueron creadas. Como expondré más adelante, el estudio del artista, por su naturaleza liminal e intrínseca relación con la creatividad y el arte, constituye una presencia casi fija en la literatura de todas las épocas y, en mi opinión, podemos aprender mucho si nos paramos a analizar cómo esta presencia interacciona con el mundo de sus autores.

Es importante aclarar también que, a pesar de que artesanos, pintores, escultores, escritores y otras artistas –y, por ende, sus estudios o lugares de trabajo– figuran en la literatura occidental de todas las épocas, esta investigación se centra, principalmente, en algunos casos que, como se justificará más adelante, se han considerado especialmente representativos de una época concreta: el siglo XIX y los albores del siglo XX. Este límite temporal se debe a dos motivos claros: por un lado, la colección de la que este trabajo forma parte pretende acercar la cultura decimonónica a los lectores contemporáneos, por lo que, evidentemente, las obras que se han seleccionado debían pertenecer a dicho período; por otro lado –y, quizás, de forma aún más relevante–, se han elegido obras de estas épocas porque su propia naturaleza nos revela los orígenes de ciertos factores sumamente importantes relacionados con la sociedad contemporánea. Así, por ejemplo, las descripciones del estudio del artista en las obras de Anne Brontë o de Émile Zola presentan al lector, cuando nos aproximamos a ellas a través de un análisis de la cultura de la época, importantes reflexiones acerca de los orígenes del feminismo o de los estragos de la obsesión humana. Estos temas, sin duda, siguen impactándonos con la misma fuerza y determinación con la que impactaron a estos autores. En otras palabras, las obras seleccionadas pertenecen al siglo XIX y a principios del siglo XX por los numerosos cambios sociales, culturales, políticos y literarios que tuvieron lugar durante estos años, y que se exponen, de una forma u otra, en las distintas maneras en las que los autores representan los estudios artísticos en sus obras.

Por otro lado, me gustaría aclarar que las obras que se analizan en las siguientes páginas, aunque son internacionales y muestran un amplio rango de tipos distintos de escrituras, están confinadas a lo que conocemos como literatura occidental. Estoy seguro de que esta investigación podría ser ricamente complementada con obras de otras partes del mundo, pero también creo que es importante, antes de embarcarnos en tan ambicioso proyecto, tener claro el impacto que el estudio del artista causó en la literatura occidental y, sobre todo, cómo aún hoy muchas de sus representaciones resuenan con fuerza en la cultura contemporánea occidental. Además, el hecho de establecer un límite geográfico nos permite descubrir, de forma más clara y directa, cómo muchos de los temas tratados a través de la representación del estudio del artista por parte de los autores estudiados se repiten y reaparecen en las obras de los demás, demostrando así una cierta conexión intrínsecamente occidental –aunque, por supuesto, susceptible de ser complementada por la literatura global– entre ciertos temas, en la época seleccionada y en la cultura del siglo XXI.

Respondiendo al espíritu crítico de la colección a la que esta contribución pertenece, el presente volumen hace uso, en su exploración de las representaciones literarias del estudio del artista en el siglo XIX y a principios del XX, de una metodología ecléctica y cualitativa que permita a cualquier lector –incluso a aquellos que no estén previamente familiarizados con el tema tratado– comprender mejor no solo el impacto cultural del estudio artístico en la literatura, sino también las épocas en cuestión desde una perspectiva novedosa y puramente humanística. En otras palabras, se hará uso en las siguientes páginas de aspectos filosóficos, históricos, artísticos y culturales para poner de manifiesto la importancia del estudio del artista, pero siempre de una forma que sea tanto asequible como ilustrativa para aquellos que no estén habituados a algunos de los conceptos desarrollados. Cabe decir, por otro lado, que muchas de las teorías en las que se basa esta obra son de origen anglosajón, por lo que, en el caso de no haberse podido encontrar traducciones previas de dichas teorías al castellano, se llevará a cabo una traducción propia exhaustiva y siempre indicada en el texto. Así, las teorías sobre lo liminal y los estudios sobre el espacio, las casas y los estudios de diversos autores aparecerán aquí traducidos al castellano, junto a las teorías previamente traducidas de filósofas tales como Sara Ahmed o Judith Butler.

Siguiendo, además, el enfoque de la colección, este volumen es plenamente multidisciplinar también con respecto a los textos y autores que serán su objeto de análisis. Esto quiere decir que el estudio del artista nos pondrá en contacto, inexorablemente, con pintores, escultores, escritores y otros tipos de artistas de la época, además de con temáticas tan diversas como los albores del feminismo, los cambiantes enfoques sexuales de la época, la presencia de lo sobrenatural en la cultura del XIX o la casi obsesiva dicotomía entre espiritualidad y materialidad que parece habernos llegado directamente a nosotros como herencia de los períodos considerados más adelante. En otras palabras, el presente volumen responde al espíritu de la colección Encuentros: Cultura y Literatura en tanto que utiliza la representación literaria de un espacio concreto y determinado para reflexionar sobre diversos aspectos de la cultura decimonónica y de principios del siglo XX, de una forma que pretende ser novedosa, exhaustiva, diversa y, a la vez, asequible para todo tipo de lectores, desde especialistas en la materia hasta aquellos que comparten un interés particular por el pasado, el arte y el intercambio mutuo entre la cultura (contemporánea o histórica) y la literatura.

Es, por tanto, con el propósito de evidenciar la forma en la que la cultura, la historia, el arte y la literatura se encuentran y reencuentran una y otra vez a lo largo de los años que este libro toma como principal objeto de investigación en un determinado espacio el «estudio del artista». Estos espacios no solo acomodan las herramientas, instrumentos y artilugios que le permiten al artista desarrollar sus obras. En ellos, por ser espacios liminales, es decir, a medio camino entre un hogar y una oficina, una frontera entre el mundo privado y el público, se producen con más frecuencia, tal y como la literatura y las obras que se van a analizar demuestran, importantes encuentros sociales y culturales que reflejan con una precisión, un simbolismo y un eclecticismo casi sorprendentes los grandes cambios de sus correspondientes contextos históricos, o los gérmenes de dichos cambios. Esta fuerza de significado, esta capacidad para crear metáforas en un espacio ficticio y literario, no sería posible, por supuesto, si dicho espacio no fuese, a su vez, un punto de encuentros culturales en la vida real.

Quizás la gran fuerza evocativa que el estudio del artista ha tenido para cientos de autores a lo largo de los siglos no sea tan sorprendente si tenemos en cuenta su primera aparición literaria. Bajo el austero semblante del bien conocido proverbio que dice aquello de que «nada es realmente nuevo» se esconde una cierta verdad, o al menos ese es el caso en el tema que nos concierne. Así, el estudio del artista, como tantísimos otros elementos que perduran en la literatura contemporánea, hizo su primera aparición ficticia en el que se considera uno de los primeros textos del mundo occidental: la Ilíada. En el canto XVIII la diosa Tetis, madre de Aquiles, acude a la morada del dios Hefesto, artesano, inventor y fabricante por excelencia de entre los dioses del panteón griego. Lo que sucede en ese episodio de la épica homérica es digno de ser mencionado aquí, pues nos pone ya sobre aviso en cuanto a algunos de los factores que serán más relevantes para entender la importancia del estudio artístico en la ficción posterior. Del taller de Hefesto se nos dice, por ejemplo, que en él habitaban «unas doncellas doradas que trabajaban con él y eran como jóvenes verdaderas, con juicio y razón, voz y fuerza y toda la sabiduría de los inmortales» (2022: 416). De este modo, este espacio adquiere inmediatamente para los lectores contemporáneos un aire ciertamente futurista, sugerente de robots, tecnología hiperavanzada e incluso poshumanista. De más relevancia aún es la descripción de la labor que Hefesto desempeña a petición de Tetis: «se dirigió adonde tenía los fuelles, los volvió hacia la llama y les ordenó que hicieran su oficio. Veinte fuelles soplaron sobre los hornos con distinta fuerza, algunos ferozmente cuando lo necesitaba y otros menos según lo deseaba Hefesto» (2022: 418). La relevancia de este pasaje no solo reside en lo que se lee en él a simple vista: el poder que el dios insufla en sus herramientas y en sus ayudantes mecánicos es ciertamente impactante por su similitud con procesos descritos en numerosas obras posteriores de fantasía y de ciencia ficción, o incluso con los novedosos métodos de manufacturación que la tecnología contemporánea nos permite desarrollar. No obstante, las principales similitudes entre el espacio en el que Hefesto trabaja y los estudios artísticos representados en las novelas que aparecen en esta obra son, sin duda, su común «liminalidad» y su potencial para cuestionar o desestabilizar el poder hegemónico establecido.

La «liminalidad» (del inglés liminality) será uno de los principales ejes en torno a los cuales gire esta obra y, por tanto, se llevará a cabo una exploración profunda del concepto y de su relación y beneficio con la literatura y el estudio del artista en los siguientes capítulos de esta obra. Baste ahora con decir, a modo de introducción, que lo liminal es aquello que se encuentra entre dos estados: en un tránsito entre una realidad y otra, o, incluso, en los márgenes de la jerarquía social por su falta de estabilidad. En el caso del taller de Hefesto, como en el de tantos otros estudios artísticos ficticios, la liminalidad está presente en tanto que el dios, a pesar de residir en el Monte Olimpo junto a su divina progenie, usa su arte y su habilidad para servir al mortal Aquiles, demostrando que este espacio, supuestamente inmaculado e inaccesible, se halla a medio camino entre lo divino y lo humano: un punto de encuentro para ambas culturas –si es que así puede llamarse a las distintas formas de vivir de los antiguos griegos y sus dioses–.

Por otro lado, y tal y como se ha indicado con anterioridad, este espacio (el taller) también sirve para quebrantar la jerarquía establecida. En este caso, debemos recordar que Zeus, portador de la égida y rey indiscutible del Olimpo, ha prohibido, con anterioridad, que los dioses intervengan o participen de forma alguna en la guerra entre griegos y troyanos. A pesar de que la prohibición de Zeus es, evidentemente, desobedecida por casi todos los miembros del panteón, resulta especialmente interesante que el fruto de la labor de Hefesto en su taller –el famoso y opulento escudo de Aquiles, así como el resto de su armadura– termine siendo un elemento decisivo en el desencadenante de la Ilíada.

Podemos decir, por tanto, que el taller de Hefesto aparece en la narrativa homérica como un puente entre los mortales y los dioses y como el lugar en el que, a través del arte del dios, se desobedece de forma incuestionable la voluntad de los poderes superiores a este. Veremos, pues, a lo largo de este estudio, cómo la literatura del siglo XIX y principios del XX ha mantenido en su representación de los espacios de creación artística la misma voluntad liminal de establecer puentes entre distintas realidades y culturas, y la potencialidad de crear escenarios donde el orden establecido se ve gravemente cuestionado o incluso derrocado.

Por supuesto, también hay importantes diferencias entre el taller de Hefesto y los estudios que aparecen en los siguientes capítulos. El tipo de labor que Hefesto lleva a cabo podría considerarse más propiamente artesano que artístico, en tanto que los resultados de dicha labor tienen una utilidad defensiva o mecánica, con el fin de ayudar, de una forma u otra, a los otros dioses o a sus protegidos. Por otro lado, la labor que realizan los artistas ficticios de las obras que vamos a comentar a continuación tiene como resultado objetos con una utilidad meramente estética. Sería un error, no obstante, considerar que por ello estos objetos tienen menos poder o menos impacto, pues consiguen, de una forma u otra, ser el germen, como veremos más adelante, de una serie de cuestionamientos y cambios sociales propios de la época que nos concierne. La comparación con el taller de Hefesto, por tanto, nos sirve no tanto para trazar una similitud lineal y exacta con los estudios artísticos de mitad del siglo XIX y el fin-de-siècle occidental, sino más bien para esclarecer cómo los espacios de creación han aparecido siempre en la literatura como lugares imbuidos de cierta trascendencia narrativa y social que deben ser estudiados minuciosamente.

Para conseguir demostrar cómo estos espacios son intrínsecamente relevantes en la época que nos ocupa, y cómo se han desarrollado los ideales asociados con los espacios artísticos desde los comienzos de la literatura occidental, así como su relevancia para los lectores contemporáneos, el primer capítulo de esta obra tiene por objetivo delinear una definición de las posibilidades representativas del estudio del artista. Es decir, ofrece una explicación de cómo las representaciones de estos espacios pueden entenderse como una técnica literaria a través de la cual analizar y explorar complejos asuntos sociales y culturales de la época en la que se llevaron a cabo. Recordando las palabras de Virginia Woolf, quien en Una habitación propia (1929) establecía la importancia que para las mujeres artistas debe de tener el hallarse en posesión de un espacio propio en el que poder trabajar (2022: 10), el primer capítulo expondrá, por secciones, la relevancia de los espacios habitables en la literatura del XIX, las idiosincrasias del estudio del artista que lo distingue del resto de casas o moradas literarias y, por supuesto, cómo estas idiosincrasias resuenan de forma especial para, como indica Woolf, aquellos que han sido sistemáticamente excluidos de los sistemas de producción cultural y artística hegemónicos de su época, haciendo que estos espacios se conviertan en fronteras entre lo socialmente aceptado y lo prohibido; abriendo puertas para el cuestionamiento de los cánones de conducta predominantes. Así, se desarrollará también una teoría que permita comprender hasta qué punto el estudio del artista es un espacio liminal que da pie a la expresión de identidades e ideas que serían, de otra forma, difíciles de articular en la literatura de la época. La «habitación propia» de Woolf puede verse convertida en la literatura previa a su ensayo en un espacio en blanco –una suerte de tabula rasa literaria– en la que los autores podrían plasmar aquello que en otros contextos o espacios se hubiese visto censurado o reprimido. Para demostrar propiamente esta habilidad representacional del estudio del artista, en este capítulo se expondrán también las teorías de ciertas filósofas y críticas contemporáneas, tales como Sara Ahmed o Rita Felski, así como las ideas de historiadores culturales como James Hall o Roberta White. Este primer capítulo constituye, pues, la base teórica y filosófica a través de la cual se interpretarán las representaciones literarias del estudio del artista que figurarán en el resto de capítulos. Más específicamente, la idea detrás de este capítulo es que el lector o lectora comprenda de una forma sucinta y cualitativa la importancia de prestar atención a los espacios donde residen y trabajan los artistas en la literatura, y que sepa interpretar de qué metáforas, símbolos y referencias se valen estos espacios y sus autores para poner en tela de juicio las normas de su contexto social.

Los siguientes capítulos se centrarán en el análisis de casos concretos de representaciones de estudios artísticos en novelas cuyas fechas de publicación comprenden desde el año 1848 hasta el año 1905. Estos análisis se verán apoyados por otras fuentes, tales como textos culturales de la época o, incluso, otros relatos, historias y novelas de otros autores que, si bien no ilustran el espacio del estudio del artista con tanta precisión y significado como las narraciones de los autores principales, aportan una visión complementaria a su poder representativo. Cabe decir también que los textos primarios seleccionados para el análisis no han sido del todo fáciles de escoger. Debido a que las páginas de la literatura decimonónica se hallan frecuentemente habitadas por artistas de todos los tipos (escultores, pintores, escritores, arquitectos…) y se hacen constantes referencias a sus espacios de trabajo, requiere un cierto trabajo de investigación fijar una obra –y, especialmente, fuera del ámbito anglosajón– en la que el estudio adquiera la suficiente transcendencia como para poder alcanzar a representar todos los aspectos que se han considerado importantes para llevar a cabo este análisis. Por tanto, la selección de obras se ha realizado teniendo en cuenta los siguientes criterios: que la aparición de estos espacios en la obra demostrase claramente que actuaban como herramientas de representación de actitudes que desafiasen el poder social hegemónico; que se produjese, a través de la descripción del espacio, de forma metafórica o literal, una profunda crítica social al contexto cultural al que pertenecía; que cada obra representase la cultura de un espacio geográfico y temporal distinto (la Inglaterra victoriana, la España de fin de siglo, la Francia de principios de la tercera república…); y, por último, que la representación del estudio del artista estuviese íntimamente ligada a algún aspecto crítico que, aún hoy, siga siendo de especial interés para la cultura y para aquellos lectores a los que esta colección les pueda resultar de especial interés, como el género, la sexualidad, la raza o la psicología humana. Se ha intentado también, aunque, tristemente, de forma no completamente satisfactoria, que figurasen obras tanto de autores como de autoras en la misma proporción. El hecho de que haya sido más fácil encontrar obras escritas por hombres en las que el estudio del artista figura de forma prominente se debe, en parte, al límite temporal en el que se centra este estudio, y es mi firme opinión que un análisis en profundidad de la literatura posterior al siglo XIX en la que se representa el estudio del artista podría ser muy esclarecedor de la forma en la que aquellos que no se identifican como hombres han continuado esta tradición. De hecho, y teniendo en cuenta que a partir de la segunda mitad del siglo XX tuvo lugar una gran proliferación de obras literarias que mezclaban literatura y arte, creo que este trabajo podría dar pie a otros que tracen la evolución de estos espacios siguiendo nuevos parámetros sociales y críticos.

Habiendo dejado claro el criterio de selección de obras que se ha empleado, conviene indicar, pues, que el segundo capítulo se embarcará en un análisis de la interseccionalidad entre el estudio del artista y el rol de la mujer durante el siglo XIX. Así, con una perspectiva de género y teniendo en cuenta lo establecido a lo largo del primer capítulo, se prestará especial atención a la novela El inquilino de Wildfell Hall (1848), de la escritora inglesa victoriana Anne Brontë, y al romance El fauno de mármol (1860), del norteamericano Nathaniel Hawthorne. En este capítulo se tratará de demostrar cómo estos autores usan el estudio del artista –o, en estos casos, más concretamente, de las artistas– como un espacio representativo de la transformación de sus protagonistas, que logran, de formas distintas y con fines distintos, eludir los rígidos cánones de feminidad de su época, para pasar de sujetos pasivos y víctimas de sus circunstancias a agentes activos en sus propias vidas. A pesar de que ambas novelas están separadas por un intervalo de más de diez años, las situaciones a las que sus protagonistas femeninas se enfrentan son remarcablemente similares y la forma en la que ambas utilizan sus estudios artísticos como refugios desde donde repensar su situación hacia su sociedad y su cultura es particularmente similar. Además de estos dos textos, y como se ha indicado con anterioridad, se emplearán otras obras críticas y, sobre todo, otras novelas, relatos y textos culturales coetáneos a las novelas para demostrar hasta qué punto los espacios que habitan los personajes femeninos de las novelas nos permiten comprender sus herramientas para escapar del patriarcado y para construir una vida propia más allá de sus habitaciones propias.

El tercer capítulo, por otro lado, tomará como objeto de estudio la novela La musa trágica (1890), del autor Henry James (nacido en Estados Unidos en 1843 pero nacionalizado como sujeto británico en 1915, tras pasar la mayor parte de su vida en Inglaterra). En este capítulo, y en contraste con el anterior, se analizará cómo el estudio del artista sirve como un espacio en el que poder expresar la disidencia sexual y social masculina. El protagonista de la novela se debate entre seguir los parámetros marcados por las convenciones victorianas y convertirse en el ideal del gentleman decimonónico inglés o, por el contrario, dedicarse a ser pintor –su verdadera pasión–. Además, las rígidas normas sociales de la época con respecto a la homosexualidad se flexibilizan y se cuestionan en el estudio del artista, algo especialmente digno de estudio y consideración, si se tiene en cuenta que la obra se escribió tan solo cinco años después de la aprobación del infame Labouchère Amendment británico, una ley que recrudeció las condenas y las condiciones vitales de los homosexuales ingleses desde su aprobación hasta su abolición en 1967. Así pues, en esta sección se resumirán, de forma sucinta, algunas de las ideas claves de la teoría queer que permiten entender con mayor profundidad la forma en la que la liminalidad del estudio del artista permite a James articular una forma de masculinidad completamente denostada desde un punto de vista médico, legal y social durante la época en la que se escribió y publicó la novela. Para complementar la información ofrecida en este capítulo, se llevará a cabo también una reflexión más breve sobre algunos episodios de la novela El retrato de Dorian Gray (1890), del famoso escritor y dramaturgo irlandés Oscar Wilde. Por otro lado, se atenderá también a otros documentos –legales, literarios y biográficos– de la época que pondrán de manifiesto la acertada manera en la que James consigue erigir el espacio artístico como un lugar seguro en el que cuestionar y revisar lo que significa ser un hombre en la época victoriana y, más concretamente, un hombre que desafía las convenciones sexuales heteropatriarcales.

A continuación, el cuarto capítulo servirá de reflexión sobre el papel del artista como elemento disruptivo en la sociedad hegemónica de su época. Para llevar a cabo dicha reflexión, se prestará especial atención a la forma en la que los estudios artísticos representados en dos novelas distintas –La obra del escritor francés Émile Zola (1886) y La quimera de la española Emilia Pardo Bazán (1905)– actúan como espacios en los que las distinciones sociales, culturales, políticas y sexuales de sus protagonistas se difuminan y se cuestionan, pero también les destruye a ellos mismos. Se hará énfasis, concretamente, en cómo las circunstancias sociales de los personajes de ambos textos se materializan en sus estudios y la forma en que una profunda observación de estos espacios nos permite contemplar el fuerte impacto que la sociedad ejerce sobre todos los aspectos que la componen para asegurarse de que estos contribuyen a la perpetuación de sus ideales normativos. Estas dos obras no aparecen aquí juntas de forma casual, sino que más bien su emparejamiento responde a la preocupación de ambos autores con los efectos de la obsesión humana y de la imposibilidad de escapar de la modernidad, lo que da pie a una visión del estudio del artista como no solo un lugar liminal de inmenso potencial para salirse de la norma, sino también como un enclave perfectamente situado para observar el deterioro de la psique humana cuando esta, aún consciente de las limitaciones de la sociedad, se empeña en luchar contra dichas limitaciones. En otras palabras, este último capítulo no solo demuestra el rol del estudio del artista como un espacio de disidencia revolucionaria, sino que se centra también en cómo dicho espacio puede llegar a representar la peculiar situación social de los artistas ficticios que, de una forma u otra, decidían desviarse de las rígidas normas de su época. Por último, conviene también tener en cuenta que tanto Pardo Bazán como Zola, a pesar de escribir en períodos distintos (aunque, como veremos, la España de principios del XX y la Francia republicana de 1880 tienen, a pesar de sus obvias diferencias, ciertos elementos comunes que influyen de igual manera en las dos novelas que se van a estudiar), eran miembros –si no incluso fundadores en sus propias patrias– de la escuela del naturalismo. Esta característica común nos permitirá observar, aún más claramente, hasta qué punto el estudio del artista se convirtió en un espacio relevante no solo en la literatura, sino también en la sociedad de ambos autores. Para llevar a cabo el análisis se recurrirá, además, a la teoría del ensamblaje (o assemblage), y se demostrará mediante esta la forma en la que la sociedad se encuentra interconectada y dificulta las aspiraciones individualistas de sus miembros. A diferencia de los capítulos anteriores, además, se hará énfasis en cómo un cierto tipo de género literario, el künstlerroman, presenta al lector, por su preocupación, precisamente, en el efecto que la sociedad tiene en el artista, una visión distinta del estudio del artista que, en vez de ser positiva, pone de relieve una crítica a las limitaciones con las que los mandatos culturales frenan el desarrollo de la creatividad.

Finalmente, y a modo de conclusión, se analizarán los resultados obtenidos en cada uno de los capítulos para que así el lector o lectora pueda decidir por sí mismo o por sí misma si el estudio del artista en la literatura puede llegar a considerarse un elemento de especial relevancia para entender las formas en las que los autores y las autoras de épocas pretéritas se rebelaban, a través de la palabra escrita y de forma simbólica y, a veces, de manera sutil, contra la homogeneidad forzosa impuesta por sus contextos sociohistóricos o la cuestionaban.

Para terminar esta introducción me gustaría recordar al lector que lo que tiene ante sí es, ni más ni menos, que un recorrido sumamente ecléctico por la cultura y la literatura del siglo XIX. La principal misión de este libro es, pues, informar al lector sobre la relevancia en la literatura del estudio del artista, pero también es la de proveerle de una visión detallada y comprehensiva de una época cuyos cambios culturales fueron, en muchos casos, el germen de las luchas sociales que aún hoy mantenemos. Al centrar su atención en las novelas de los escritores que se van a analizar, los lectores no solamente estarán aprendiendo sobre sus vidas, sus obras o la forma en la que utilizaron un cierto espacio ficticio para poder cuestionar las normas de su época, estarán también, inevitablemente, familiarizándose de nuevo o conociendo –quizás por primera vez– teorías críticas, historias sociales e ideas filosóficas contemporáneas que nos permiten encontrar una clara conexión entre nuestro pasado y nuestro presente, entre las habitaciones propias conquistadas tiempo atrás en la literatura y las que aún hoy nos quedan por conquistar.

1. El estudio del artista: un espacio propio

El arquitecto y filósofo francés Gaston Bachelard indicaba en La poética del espacio (1957) que «la casa es nuestro rincón del mundo. Es –se ha dicho con frecuencia– nuestro primer universo. Es realmente un cosmos» (1975: 34). La casa parece ser, en efecto, uno de los aspectos más importantes de la condición humana actual. Nuestras vidas se definen, en gran parte, por el tipo de casa en el que nacemos, nos educamos, vivimos e incluso morimos. Claro está que aquel que se educa en una casa con ciertas características –profusamente decorada o con escasas comodidades; situada en una u otra zona de una ciudad, de un pueblo o en el mismo campo; con espacios abiertos o con espacios cerrados, etc.– adquirirá una cierta percepción de sí mismo, de la sociedad que le rodea o de sus posibilidades económicas y materiales que, si bien no tiene por qué convertirse en partes fundamentales de su personalidad o en un indicador fiable de la forma en la que la vida de dicho individuo se va a desarrollar, dejan una clara huella en la forma de entender la casa, como un símbolo del cosmos, de todo lo que nos rodea, que será distinta a la de prácticamente cualquier otro individuo. Si a esto le sumamos la continua lucha por la casa, entendida como los retos financieros y sociales que, por desgracia, parecen estar agravándose cada año, para adquirir una vivienda y para fundar, en otras palabras, un hogar, podemos afirmar sin duda que el concepto de casa marca de una forma clara nuestro desarrollo como personas desde el principio hasta el final de nuestros días. La casa –o la ausencia de la casa–, pues, deja una indeleble marca en la psique humana.1

No debería resultarnos extraño que, como Bachelard comenta más adelante en su obra, la casa pueda ser fácilmente entendida como algo que va más allá de su realidad material, como un conjunto de símbolos y metáforas con las que podemos asociar distintos aspectos de nuestras vidas de forma casi automática (1975: 70-9). Por lo tanto, en este cosmos particular que es la idea de la casa en nuestra psique, una cocina puede ser más que una cocina. Puede ser el lugar que asociamos con reuniones familiares, con un miembro concreto de nuestra familia, con la domesticidad entendida como algo positivo. O, por el contrario, puede ser un espacio que refleja violencia, o la opresión de un rol de género particular, la domesticidad, sí, pero entendida como algo negativo. Bachelard, por ejemplo, nos habla del sótano de la casa como un lugar donde podemos ver reflejados los miedos infantiles, una estancia que relacionamos con lo irracional, lo oscuro, etc. (1975: 48-9). Siguiendo esta forma de pensar, la famosísima idea que Virginia Woolf defendió en su ensayo Una habitación propia cobra un sentido distinto. A pesar del énfasis que la madre del modernismo inglés pone en las condiciones materiales de la habitación propia como un espacio donde la mujer pueda trabajar al margen de las obligaciones sociales y morales impuestas por el sistema patriarcal de la época (2022: 143-5), se puede decir, con base en lo argumentado con anterioridad, que la habitación propia puede ser también entendida como un espacio dentro de la casa en el que el individuo puede expresarse de forma libre, un espacio seguro dentro del cosmos que es la casa en el que poder reflejar y plasmar las ideas, habilidades y la personalidad de aquellos que ocupan dicha habitación. Por supuesto, esto no resta importancia al argumento original de Woolf, sino que subraya la forma en la que este espacio puede llegar a ser un microcosmos personal dentro del gran sistema de normas y convenciones que es la casa en sí, entendida como un elemento importante en la formación de la identidad del individuo.

El estudio del artista, por lo tanto, puede entenderse como esa habitación propia que permite al artista (ficticio o real) crear un espacio seguro donde sus propias normas y convicciones se sobrepongan a las de la casa en la que habita. Si desarrollamos aún más esta metáfora, podremos ver que, mientras que la casa puede representar el orden social y las convenciones de una época, la habitación propia, el estudio, puede llegar a representar al individuo que, dentro de dicho orden social, discrepa de este o lo cuestiona. Así, este capítulo prestará especial atención a tres aspectos interconectados que nos permitirán entender mejor la forma en la que el estudio del artista en la literatura del siglo XIX representa espacios donde el individuo explora su propia individualidad al margen de las convenciones. El primero de estos aspectos es el significado cultural de la casa, de los espacios habitados, en la época que nos concierne. Es importante comprender las normas que regían una casa convencional para poder apreciar hasta qué punto el estudio del artista, tal y como se representa en la narrativa del XIX, es un espacio de reinvención, seguridad y cambios. En segundo lugar, es de especial interés considerar el funcionamiento de un estudio artístico real para poder saber si las ideas de los escritores que se analizan en este volumen tenían una base real, es decir, para entender cómo el estudio del artista desafiaba también en la realidad las normas de habitabilidad convencionales y cómo, por tanto, pudo convertirse en un espacio literario fructífero para aquellos autores que quisiesen desafiar lo normativo. Por último, se prestará también atención a cómo la forma de narrar estos espacios intersecciona con diversas corrientes filosóficas y críticas que nos permitirán, en los capítulos de análisis, contemplar en su plenitud la eficacia y el poder de su representación para transgredir las convenciones y cuestionar los sistemas hegemónicos sociales y culturales. Por tanto, este capítulo tratará de responder tres preguntas claves: ¿qué representaba una casa en el siglo XIX?, ¿cómo eran los estudios artísticos distintos a otros tipos de habitaciones o de casas?, y, aún más importante, ¿cómo usaban los autores del XIX estos espacios para cuestionar el statu quo de su sociedad? Para responder a la primera pregunta pensemos, por tanto, a qué se refiere Virginia Woolf, dentro del contexto doméstico del siglo XIX, cuando dice que «hay que tener quinientas libras al año y una habitación con un pestillo en la puerta si se quiere crear arte» (2022: 141).

1.1. La casa decimonónica: estructura y simbolismo

Empecemos esta sección con otra cita de Bachelard, quien –en un esfuerzo por plasmar el valor simbólico que las casas tienen en la psique humana– dice lo siguiente: «las expresiones leer una casa y leer una habitación tienen sentido, puesto que habitación y casa son diagramas de psicología que guían a los escritores y a los poetas en el análisis de la intimidad» (1975: 70). En otras palabras, Bachelard sugiere que es posible interpretar una casa o una habitación como un espacio simbólico porque, de una forma u otra, la casa tiene tal impacto en nuestra formación que los escritores y los poetas pueden, a través de los símbolos que ofrecen (recordemos: la cocina como espacio doméstico, o el sótano como espacio terrorífico), crear textos en los que se reflejen claramente ciertos aspectos de la intimidad humana entre aquellos que conviven. Así, por ejemplo, el poder de la cocina en un cuento popular, como es la versión de los hermanos Grimm de Cenicienta (1812), consiste en transmitir el maltrato doméstico en el que vive sumida la protagonista, su desplazamiento de la intimidad familiar y su posicionamiento forzoso al papel de esclava doméstica. Por otro lado, esto contrasta con el papel de la cocina como un lugar seguro, de reunión y de apoyo, tal y como se ve reflejada en, por ejemplo, la novela Como agua para chocolate (1989), de la escritora mexicana Laura Esquivel. Pero es importante, no obstante, tener en cuenta que estos diagramas de psicología van mucho más allá de la intimidad entre los habitantes de una misma morada. Y es que, además de producir útiles diagramas sociales entre los miembros de una misma familia, la lectura de una casa o de una habitación puede ofrecer, tanto a escritores como a cualquier observador interesado, un acertado esquema de otras preocupaciones y ansiedades relacionadas con la época en la que nos situemos. Como evidencia de esta idea, basta con producir un análisis detallado de la casa decimonónica.

En los siglos inmediatamente anteriores al XIX, la casa aún se consideraba un espacio semipúblico, un lugar donde llevar a cabo negocios e, incluso en las más ricas, en el que fabricar intrigas y conseguir influencias políticas. Como Beatriz Blasco indica, refiriéndose a las moradas de clase alta de los siglos XVI, XVII y XVIII: «[l]a primera imagen de la casa es también la primera imagen de su dueño, así que debía cuidarse para poner de manifiesto su dignidad y su estatus, aparentando a veces un esplendor que se contradecía en las áreas interiores de acceso restringido» (2006: 51).

De este modo, puede afirmarse que las casas estaban tan destinadas a reflejar la vida social de sus dueños como a proporcionar el confort y las comodidades usualmente relacionadas con la vivienda. Por otro lado, Blasco afirma que la casa de la época moderna, en su rol como espacio público, era también «reflejo de la sociedad, [ya que] mantiene la férrea estructura del Estado absoluto e impone a sus miembros una jerarquía estamental» (2006: 55). No obstante, la idea de vivienda que Blasco expone comenzó, a pesar de haberse mantenido casi estática durante tres siglos, a cambiar y a evolucionar con la llegada del siglo XIX, prestándose aún más que en siglos anteriores a reflejar los esquemas psicológicos y sociales de su cultura.

Así, Carmen Giménez Serrano hace énfasis en el hecho de que «[l]a arquitectura doméstica fue cobrando a lo largo del siglo XIX un protagonismo muy relevante, pues en ella transcurría la vida familiar, verdadera célula de la sociedad» (2006: 11). En otras palabras, la casa mantuvo durante el siglo XIX parte de su capacidad para reflejar el sistema social imperante, como ya pasaba en las casas de jerarquía estamental de los siglos anteriores, pero, a diferencia de estas, ahora la casa deja a un lado su faceta pública para convertirse en un entorno puramente privado: «[l]a idea fundamental [de la casa decimonónica] fue el sentido de lo privado. El valor de lo privado tal y como lo entendemos hoy no cobrará importancia real hasta el siglo XIX» (2006: 11). El hogar se convierte, pues, en una especie de sancta sanctorum ideal en el que el individuo de la época puede encontrar refugio ante las crecientes presiones de una sociedad en continuo cambio industrial, económico, político y social. Al mismo tiempo, la casa se entiende como un proyecto de estado en miniatura que refleja el funcionamiento de la sociedad: es decir, ha de existir una clara cabeza de estado con sus correspondientes espacios y sus respectivos súbditos de distinta importancia, con sus espacios asignados e inmutables también. En resumen, y como Giménez establece, «[e]l discurso de lo doméstico, en toda Europa, se apoya en la trascendencia moral y política que adquiere la casa. Escaparate y espejo de la vida familiar, se convierte en pieza clave del orden y la estabilidad social» (2006: 13).

Sin embargo, ¿cómo puede la vivienda adquirir tanta importancia en términos de orden y estabilidad social? Está claro que la clave para entender esta importancia reside en la consideración previamente establecida por la cual se ha de entender el hogar decimonónico ideal como el resultado directo de una jerarquía social que divide y separa a sus distintos habitantes en categorías que reflejan, de un modo u otro, los mismos patrones que se daban a nivel sociopolítico. De esta forma, el paterfamilias, el hombre –ya sea padre, hermano, esposo o hijo– que se dedica a sostener económicamente el hogar, se convierte en el cabeza de familia, en la persona que, siguiendo el esquema anterior, constituiría el jefe de Estado de la vivienda y que ha de reflejar, por tanto, las cualidades de un jefe de Estado real: debe establecer el orden mediante la imposición de normas en obediencia a las normativas sociales de la época, controlar los presupuestos, mantener el estatus de la familia y conservar y agrandar la fortuna familiar. Las mujeres –madres, hermanas, esposas e hijas– adquieren, pues, el lugar de subalternas en esta jerarquía claramente sexualizada, siendo sus responsabilidades mayormente las de mantener la casa presentable, decorada, cuidar de los miembros considerados como más débiles por la familia y proporcionar al paterfamilias