El exilio de los marinos republicanos - Victoria Fernández Díaz - E-Book

El exilio de los marinos republicanos E-Book

Victoria Fernández Díaz

0,0

Beschreibung

Un estudio pormenorizado que narra el exilio de los marinos republicanos y que por su diversidad y complejidad representa una aportación de gran importancia para el conocimiento de la diáspora republicana española después de la derrota frente al franquismo. Un exilio que pasó por los campos de concentración, de trabajo i de exterminio, por la intervención en la lucha contra el nazismo junto con los aliados: en Rusia, en el maquis, en los incipientes comandos ingleses, en el ejército americano, en la marina aliada i en la francesa. Asimismo, el libro de Victoria Fernández Díaz nos acerca a la recuperación de la memoria histórica sobre la represión franquista durante y después de la Guerra Civil.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 590

Veröffentlichungsjahr: 2011

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



EL EXILIO DE LOS MARINOS

REPUBLICANOS

Victoria Fernández Díaz

UNIVERSITAT DE VALÈNCIA

Esta publicación no puede ser reproducida, ni total ni parcialmente, ni registrada en, o transmitida por, un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, ya sea fotomecánico, fotoquímico, electrónico, por fotocopia o por cualquier otro, sin el permiso previo de la editorial.

© De los textos, Victoria Fernández Díaz, 2009

© De esta edición: Publicacions de la Universitat de València, 2009

Publicacions de la Universitat de València

http://puv.uv.es

[email protected]

Ilustración de la cubierta: Dotación del crucero Libertad, 1937. Archivo particular.

Diseño de la cubierta: Celso Hernández de la Figuera

Realización ePub: produccioneditorial.com

Corrección: Lola Espinosa

ISBN: 978-84-370-7395-8

A Navarro,

A los que perdieron, teniendo la razón de su parte,

A sus familias,

A sus hijos e hijas,

A sus nietos y nietas,

A los que vieron sus vidas truncadas,

A los que no sólo perdieron la guerra, sino que también perdieron,

y nosotros con ellos, sueños y anhelos de progreso,

de igualdad, de cultura, de democracia.

A los que fueron exterminados física e ideológicamente y que,

a pesar del ensañamiento puesto en ello, perviven.

Este trabajo no hubiera sido posible sin la imprescindible ayuda, los consejos y orientaciones de la profesora Nuria Tabanera. Su dirección académica, acotando temas y adecuando el lenguaje, ha sido fundamental para llevar a término este trabajo.

ÍNDICE

PORTADA

PORTADA INTERIOR

CRÉDITOS

DEDICATORIA

ÍNDICE

PRESENTACIÓN

INTRODUCCIÓN

PRIMERA ETAPA: ESPERANZAS QUEBRADAS (FEBRERO-MARZO 1939)

1. SALE LA ESCUADRA

CARTAGENA, 5 DE MARZO DE 1939

LOS QUE NO SALIERON

BIZERTA, EN TÚNEZ

CAMPO DE CONCENTRACIÓN DE MEHERI-ZEBBEUS

2. LOS REZAGADOS

ÚLTIMOS BARCOS DESDE ALMERÍA, ALICANTE Y CARTAGENA

CAMPOS DE CONCENTRACIÓN EN ORÁN

3. OTRAS SALIDAS

LA RETIRADA DE FEBRERO

LAS LANCHAS TORPEDERAS

DESDE MAHÓN EN EL DEVONSHIRE

CAMPOS DE CONCENTRACIÓN DE FRANCIA

SEGUNDA ETAPA: DE GUERRA EN GUERRA

4. EN FRANCIA: SALIR DE LAS ALAMBRADAS

AMÉRICA

LAS COMPAÑÍAS DE TRABAJADORES

COMANDOS DE SABOTAJE

EN LAS FUERZAS NAVALES LIBRES DE DE GAULLE

HUYENDO DE LA INVASIÓN ALEMANA

MAUTHAUSEN

DE DUNKERQUE AL DESIERTO DE ÁFRICA

VIVIR EN LA FRANCIA DE VICHY

5. TÚNEZ: UN PAÍS FRÍO BAJO EL SOL

SALIR DE MEHERI-ZEBBEUS

LA LEGIÓN FRANCESA: EL ALMIRANTE BUIZA

PAÍSES DE ACOGIDA

KASSERINE

COMPAÑÍAS DE TRABAJO

LA 7.ª COMPAÑÍA DE CASTIGO O EL «GRUPO DE GABÈS»

VIVIR EN LA TÚNEZ DE PÉTAIN

6. ARGELIA: DESCENSO A LOS INFIERNOS

NUEVOS FORZADOS

LOS BOSQUES DE KHENCHELA

EN EL DESIERTO DEL SAHARA: EL TRANSAHARIANO

EN LAS MINAS DE KENADSA

DE BOU ARFA A COLOMB-BÉCHAR

CAMPOS DISCIPLINARIOS

EL CAMPO DE LA MUERTE: HADJERAT M’GUIL

CÁRCELES Y PRESIDIOS

TERCERA ETAPA: ESPERANZAS DE VICTORIA (NOVIEMBRE 1942-1945)

7. EL DESEMBARCO ALIADO EN EL NORTE DE ÁFRICA

AIRES DE LIBERTAD

8. INVASIÓN DE LA ZONA SUR DE FRANCIA

CLANDESTINOS

TRABAJANDO PARA LOS ALEMANES

MAQUIS

9. INVASIÓN DE TÚNEZ

ESCAPADA GENERAL

RESISTENCIA

CAMPO DE SACHSENHAUSEN

10. LA HORA DE LA LIBERACIÓN

A LA CONQUISTA DE TÚNEZ

EN COMANDOS INGLESES Y AMERICANOS

EL CORPS FRANC D’AFRIQUE

LA CAMPAÑA DE TÚNEZ

LIBERACIÓN DE LOS CAMPOS DE ARGELIA

A LA CONQUISTA DE EUROPA

CAMINO DE LA VICTORIA

11. EPÍLOGO: LA ESPERANZA TRAICIONADA

Y LA VIDA SIGUIÓ COMO SIGUEN LAS COSAS QUE NO TIENEN SENTIDO…

A MODO DE FINAL

FUENTES Y BIBLIOGRAFÍA

AGRADECIMIENTOS

ÍNDICE ONOMÁSTICO*

PRESENTACIÓN

En medio del debate suscitado en Europa sobre la necesidad social del olvido o de la memoria en el tránsito al actual milenio, Humberto Eco señaló que “es la memoria del pasado la que nos dice por qué somos lo que somos y nos confiere identidad”. Con algo de retraso y parecida virulencia que en Francia o Alemania, se discute recientemente en España sobre la memoria histórica, ya sea en la academia, el Parlamento o la calle. Parecería que, fruto de la nueva demanda de memoria sobre la represión franquista durante y después de la Guerra Civil, ha llegado la hora de aplicar el tratamiento preciso para que nuestro país pueda superar la enfermedad adquirida, por exceso de olvido, durante la transición democrática.

La historiografía lleva haciendo sus deberes desde hace ya varias décadas, en pos de historiar la represión de ambos bandos durante la contienda, así como los tristes y múltiples efectos de la dictadura franquista sobre sus enemigos políticos. De hecho, incluso, podríamos pensar que ahora casi se ha llenado el vacío historiográfico existente hasta hace pocos años sobre el exilio republicano de 1939, puesto que desde múltiples trabajos se estudian los orígenes, los destinos o la diferente integración de los que, derrotados, fueron forzados al destierro.

El triunfo de los rebeldes y el reconocimiento internacional del gobierno de Franco generaron el exilio de cientos de miles de hombres, mujeres y niños, lo que provocó para el futuro de la sociedad española pérdidas incontables, pues con ellos salió no sólo una generación de artistas, científicos e intelectuales de primer nivel, sino gran parte de la clase política democrática y de miles de sus defensores. De muchos de ellos se han ocupado historiadores como Vicente Llorens, José Luis Abellán, Alicia Alted, Dolores Pla, Abdón Mateos o Clara E. Lida, entre otros muchos.

No obstante, quedan muchas experiencias, muchas voces por recuperar y demasiadas razones para seguir rehabilitando y reparando, aunque sólo sea simbólica y moralmente, a ciertas víctimas del exilio y del franquismo. Hay que seguir, aquí y ahora, propiciando “irrupciones de memoria”, como A. Wilde define a las peticiones que recurrentemente en Chile se elevan exigiendo que no se relegue al olvido el pasado de la represión pinochetista, y que, en el horizonte español, indicarían la resurgida vitalidad de la memoria en la actual sociedad española, al exigir reparaciones para los represaliados por el franquismo.

El trabajo de Victoria Fernández Díaz nos conduce, con mimo y con celo, al acceso de valioso material para alimentar una nueva irrupción de memoria: la que rehabilitaría del silencio a cientos de marinos españoles que, por compromiso y fidelidad al gobierno legítimo la II República, tuvieron que abandonar su país, con dolor y desgarro.

La autora ha realizado una labor exhaustiva y cuidadosa para reconstruir unas peripecias vitales insólitas, revisando fuentes y documentos de toda naturaleza y manejando información recogida en memorias, relatos y colecciones fotográficas inéditos, así como en decenas de entrevistas a protagonistas o a sus familiares. El magnífico relato hilvanado con esos mimbres tiene un doble valor. Uno inmediato, relacionado con su aportación historiográfica al estudio del exilio republicano, en concreto, al reconstruir la dispersión forzada de un grupo muy homogéneo, el de los marinos republicanos, que superó experiencias tan devastadoras como las padecidas en los campos de Hadjerat M’Guil o Sachsehausen, en la playas de Normandía o en los barcos de judíos deseosos de llegar a Palestina tras el fin de la II Guerra Mundial.

El segundo valor del trabajo de Victoria Fernández Díaz está en su aportación a la pedagogía democrática, siempre en construcción. Para que la cultura democrática española siga fortaleciéndose, nos parece imprescindible devolver el protagonismo a aquellos miles de hombres corrientes, como los que aparecen en este texto, que en medio de una guerra y de un largo exilio, eligieron y lucharon por la opción más legítima, representada en esa coyuntura por la II República. El reconocimiento de su valor y de su compromiso ético con la democracia española de entonces y su memoria recuperada nos permitirán reconocernos más plenamente como ciudadanos de una España democrática.

Afortunadamente ya, los esfuerzos de recuperación de historias y de memoria, como los que ha realizado nuestra autora, nos animan a pensar que la imposición de silencio que extendió por largos años el franquismo ha sido, finalmente, inútil. A pesar del tiempo transcurrido, los protagonistas de El exilio de los marinos republicanos forman ya parte de nuestro pasado reconocido y, por tanto, de nuestra propia identidad como españoles. Y debemos agradecer ese nuevo y feliz enriquecimiento a la constancia, el empeño y el buen oficio de Victoria Fernández Díaz.

Nuria Tabanera García

Universitat de València

INTRODUCCIÓN

Cataluña perdida, el 27 de febrero de 1939 Francia e Inglaterra se apresuran a reconocer a Franco antes de que la guerra se dé por terminada[1]. Al día siguiente, Azaña dimite de la presidencia de la República desde París. En marzo de 1939, la República no tiene posibilidades de ganar la guerra, a menos que la situación internacional permitiera darle un nuevo soplo a sus fuerzas militares.

En Cartagena, donde está la flota republicana, se hacen cada vez más intensos y frecuentes los bombardeos. El 5 de febrero la aviación italiana mata a 30 personas y destruye 150 edificios. Durante los escasos primeros 5 días de marzo de 1939 Cartagena soporta 6 bombardeos[2].

El desaliento, las dudas, invadieron poco a poco la situación y los ánimos.

Entre el 4 y el 5 de marzo, la situación en Cartagena se hace extrema, confusa, dramática. A partir de las once de la noche del día 4 se desencadena toda una maraña de conspiraciones y sublevaciones que terminan por crear una situación caótica. Los presos fascistas son liberados. La emisora de la flota republicana, las baterías de costa, el arsenal, Capitanía, el regimiento de Artillería de Marina y el parque de Artillería terminan por ponerse al servicio de Franco.

Y la flota republicana levanta anclas para una salida sin retorno.

Ese día salieron de España unos 4000 marinos[3]que, al parecer, se tragó la mar. Estos marinos, firmemente leales a la República cuando hubo que demostrarlo, en julio de 1936, desaparecen en el horizonte de África. ¿Qué fue de esos hombres jóvenes[4]que desde el primer momento defendieron la República? Los que quedaron en España tuvieron que padecer el terror de la posguerra, si consiguieron sobrevivir al genocidio físico e ideológico que desencadenó el triunfo franquista. Los que se marcharon, lo hicieron despojados de todo. Se vieron, casi sin darse cuenta, abocados al exilio. Un exilio que les arrancó para siempre de sus raíces y de su porvenir, que les convirtió en apátridas.

Sólo les quedó reinventarse la vida.

Para reconstruir su destierro he recurrido fundamentalmente a la memoria de estos hombres. Ésta ha sido la columna vertebral de este trabajo. Me ha parecido importante dar la palabra a los protagonistas ya que, no sólo no se les ha dado nunca, sino que han sido reiteradamente denigrados por los vencedores. Una espesa capa de silencio ha cubierto sus voces, sus rostros, sus experiencias y sus luchas. Además, el silencio sobre los marinos republicanos ha sido doble. Por un lado, han tenido la pesada losa de silencio que el franquismo echó sobre todos los republicanos. Por otro lado, a este silenciamiento se ha añadido el impuesto por la elitista marina franquista que jamás soportó que «los cabos, clases y marinería» les torcieran los proyectos de sublevación el 18 de julio de 1936, ni que la flota republicana navegara, prácticamente sin oficiales, durante tres años, ni que plantaran batalla cuando hubo que hacerlo, ni que les hundieran el flamante crucero Baleares, con todo el Estado Mayor franquista a bordo, ya que era su buque insignia.

En primer lugar acudí a los propios marinos aún supervivientes. Pude tener el testimonio directo de 16 marinos republicanos. Con alguno no fue posible recabar información porque la memoria se le había diluido en el tiempo. Con otro, habiendo sufrido en carne propia la represión franquista, temió que la publicación de sus recuerdos aún pudiera perjudicar a sus hijos. Pero, en todos los casos, mis peticiones y mis motivos fueron bien acogidos, aunque algunos con un deje de decepción. «Ah, del exilio y todo eso…, no de la guerra…». Hablar de «sus» barcos, de su formación, de sus viajes, de «su» guerra… sí, pero de aquella otra parte, tan poco interesante, tan humillante a veces, tan dura siempre, no era lo que más les apetecía. A pesar de todo eso, siempre encontré la colaboración y el afecto de todos.

La conversación tranquila en un ambiente de confianza se convirtió en el mejor instrumento para aproximarme a la vida de estos testigos. Fueron conversaciones, más que entrevistas, en torno a un cuestionario debidamente planificado pero que jamás volví a utilizar después de casi echar a perder uno o dos testimonios por utilizarlo de forma explícita. Me di cuenta de que el frío cuestionario retraía, paralizaba y dificultaba la fluidez del recuerdo. Alguno se sintió abrumado por la precisión y la cantidad de preguntas que debía contestar y zanjó el tema alegando que no recordaba nada cuando antes había estado contando anécdotas y detalles interesantes de sus experiencias. A partir de entonces, opté por crear un buen clima para conversaciones distendidas. Sólo así se abrieron paso episodios lejanos en el tiempo y en muchos casos dolorosos. Además fueron necesarias varias conversaciones para ir completando detalles, confirmando o desmintiendo elementos contados por otros. Cuando hablamos de recuerdos de hace 70 años, la memoria no es una caja que se abre y se cierra a voluntad. Los elementos que la constituyen van subiendo a la superficie de la conciencia, poco a poco, un recuerdo hace surgir otro, como cerezas.

He contado con la colaboración inestimable de Manuel Pedreiro Pita que siempre tuvo la costumbre, desde su juventud, de recopilar documentos, periódicos, y de llevar un diario. Es un verdadero archivo viviente. Goza de una memoria envidiable y tuvimos largas charlas y una importante correspondencia (más de 20 extensas cartas, a veces, más bien paquetes, repletas de notas, fotocopias, fotos, etc.). Sin él, la mitad de este libro no se hubiera podido escribir.

Otra fuente de información han sido las amplias memorias escritas por tres marinos. Ninguna ha sido publicada y han quedado en manuscritos. Las del comandante del destructor Almirante Miranda, David Gasca, fueron particularmente interesantes por ser un oficial que estuvo al mando de buques durante toda la guerra y por haber contado para su redacción con la colaboración de muchos marinos en el exilio. Estas memorias se han completado con numerosos relatos cortos sobre la guerra de España y el exilio que escribieron varios marinos.

Como fuentes contemporáneas de los acontecimientos, he podido consultar algunas cartas escritas desde el primer exilio. En este ámbito, han sido importantes las del auxiliar alumno de Artillería Antonio Pons Cladera desde el campo de Meheri-Zebbeus o las intercambiadas entre el comandante David Gasca y el almirante Luis González de Ubieta.

He buscado también informaciones de las familias. He podido contactar con familiares de casi 50 marinos de la flota republicana, exiliados, represaliados o fusilados. He hablado con algunas viudas. Sus vidas también han estado marcadas por el trágico final de la guerra de España y por la posterior sucesión de acontecimientos que sacudieron Europa. Si sus maridos apenas ocupan unos renglones en los libros de historia, ellas viven condenadas al más absoluto silencio. He contactado también con hijas e hijos de aquellos marinos. Ellos también me han abierto con generosidad los recuerdos, los documentos, los álbumes de fotos que conservaban. Este exilio aún alcanza a una tercera generación. En algunos casos han sido las nietas y los nietos quienes han aportado y buscado una memoria que, a veces, pensaban perdida.

La conversación con los familiares de los represaliados o los fusilados ha sido dolorosa porque es abrir no sólo la caja de los recuerdos, sino también la de la impotencia, la rabia, el sufrimiento, el silencio, largo tiempo encerrados en el último rincón de la memoria por la feroz represión que vivieron. He incluido, en la medida de lo posible, la memoria de los represaliados y fusilados porque su recuerdo siempre siguió a sus compañeros durante el exilio. Una de las primeras cosas que hizo el teniente de navío José Fernández Navarro, cuando pudo volver a España, fue buscar dónde estaban enterrados dos de sus mejores compañeros y llevar flores a su tumba. Recopilar los nombres de los marinos republicanos ejecutados me ha parecido un deber de memoria necesario. Sus nombres nunca fueron esculpidos en letras de oro sobre placas de mármol. Sin embargo, fueron ejecutados por defender una causa justa y es de justicia que, al menos, se pueda conocer los nombres de estos hombres.

Otro elemento con el que he contado han sido las fotos. Para ello he utilizado como punto de partida tres álbumes de fotos, uno de ellos comentado, de José Fernández Navarro con material sobre sus diez años en la Marina. Luego, a lo largo de las entrevistas, he ido reuniendo fotos y documentos. Ilustran lo que podía ser sólo una lista vacía de lugares o de nombres. Además, las vistas del desierto, de las vagonetas, de las minas, dan realidad a sus relatos que a veces parecen casi increíbles. En cuanto a los retratos de los protagonistas no sólo reflejan la expresión de una cara, el peinado de la época, también muestran ese destello de vida, ese instante del tiempo que no cuentan las palabras.

Por lo demás, las fotos constituyen también una pequeña victoria sobre el olvido, el vacío total al que fueron sometidos los marinos exiliados, fusilados o represaliados por la dictadura.

Era necesario rescatar del olvido a estos hombres, llenos de proyectos, ilusiones y futuro, que vieron en la República la llegada de una sociedad más justa y más igualitaria. Era preciso recordar que estos hombres no hicieron más que cumplir con su deber defendiendo y sirviendo al Gobierno al que habían jurado fidelidad. Era importante recuperar para las generaciones futuras la memoria de los marinos republicanos[5]que supieron luchar en sus buques para defender la República y que siguieron luchando por su dignidad y contra el fascismo en su exilio.

Por último, contar la historia del exilio de los marinos republicanos, por su diversidad y su complejidad, es como un calidoscopio del exilio de la República, esa historia que empezamos apenas a conocer: campos de concentración, campos de trabajo, campos de castigo, lucha contra los nazis junto a los aliados, en Rusia, en el maquis, en los incipientes comandos ingleses, en el Ejército americano, en la Marina aliada, en la francesa, en campos de exterminio como Hadjerat M’Guil, Mauthausen, Sachsenhausen...

Al final, tras 9 años de guerra, dispersos por varios continentes, no volvieron a ninguna parte, porque no tenían dónde. Llevaron vida de apátridas, indocumentados, trabajaron «en lo que fuera», vivieron otros exilios, otros viajes, otras incógnitas hasta la paulatina integración donde les tocó: Túnez, Argel, Marruecos, Francia, urss, Chile, Argentina, México, Suiza, Cuba, Canadá, Estados Unidos… Exiliados incluso en su país, cuando los supervivientes al fin volvieron, porque habían pasado más años fuera que en España y no era la que habían dejado 30 años atrás.

La guerra de España y sus secuelas han sido atrozmente silenciadas. Sin embargo, están aún soterradamente vivas en, al menos, la mitad de las familias de nuestro país. Era imprescindible recuperar los datos pero también las voces de sus protagonistas, antes de que se apaguen.

Recordar es recuperar nuestra identidad y comunicarla, es reelaborar el pasado para que no sólo sea nostalgia y añoranza, sino fuente de vida y nuevas sensaciones. Esa memoria recuperada acumula lo vivido y lo no vivido, lo deseado y lo ocurrido, diluye las fronteras del tiempo y estimula el sueño[6].

[1]. Con Francia se firmó un protocolo el 25 de febrero de 1939. Recordemos que el famoso parte que da por terminada la guerra se emitió el 1 de abril. Los acuerdos, llamados Bérard-Jordana, que se hicieron públicos el 27 de febrero, pactan la devolución al «Gobierno nacional» de todos los bienes que estuvieran en Francia a causa de la guerra.

[2]. Juan Martínez Leal, República y Guerra Civil en Cartagena (1931-1939), Cartagena, Ayuntamiento; Murcia, Universidad, 1993, p. 323 y cuadro p. 316.

[3]. No todos los marinos salieron de Cartagena. Otros fueron evacuados por Rosas, Puerto de la Selva, Mahón o Alicante, como veremos.

[4]. La media de edades ronda los 22-25 años. Los comandantes de los buques tenían en torno a los 30 años.

[5]. A lo largo del libro llamaré «marinos» a los hombres que estaban embarcados en los buques de la flota, los oficiales, suboficiales, cabos y marineros ya que igualmente defendieron la República en los barcos, vivieron el exilio, la represión o cayeron ejecutados ante un pelotón de Infantería de Marina.

[6]. Carmen Martín Gaite, Hilo de la cometa. La visión, la memoria y el sueño, Barcelona, Espasa-Calpe, 1995.

PRIMERA ETAPA: ESPERANZAS QUEBRADAS

(FEBRERO-MARZO 1939)

Por allí salimos...

Por allí salí yo...

Por allí salieron los españoles del Éxodo y del Llanto.

León Felipe

1. SALE LA ESCUADRA

CARTAGENA, 5 DE MARZO DE 1939

A la misma hora en que empieza la sublevación en Cartagena, el sábado 4 de marzo de 1939 a las once de la noche, Manuel Pedreiro Pita está cenando en Los Molinos, una barriada de Cartagena, invitado por un amigo, Cipriano Montero Barrios. Pedreiro es, con orgullo, auxiliar alumno de Artillería en el crucero Libertad. El glorioso Libertad[1], buque emblemático de la flota republicana. Con 176 metros de eslora, ha sido el buque insignia de la flota durante gran parte de la guerra.

Esa mañana, a pesar de los rumores preocupantes que corren, han dado permisos de francos de ría, o sea para sábado y domingo. Pedreiro lo ha aprovechado para bajar a tierra. Después de cenar, junto con Cipriano Montero Barrios y otro compañero, el auxiliar alumno naval José Tembrás López, regresa a Cartagena a pie porque ya no hay tranvía. El aire es fresco, pero son jóvenes y ni se dan cuenta. Al acercarse a Cartagena empiezan a oír tiros. Como saben la situación crítica, por precaución, abandonan la carretera y malamente, campo a través, llegan hasta la ciudad. Pasan delante del cuartel de Artillería. Unas horas más tarde, éste será el punto neurálgico de la sublevación. Por ahora todo es silencio. Llegan hasta la casa de un compañero, Manuel Beceiro Santalla. Encuentran la puerta abierta, todo el piso revuelto y Beceiro no está[2]. Por las calles oscuras se deslizan hasta el piso que tienen alquilado. Ahora se oyen tiros por todos lados. Pasan la noche en vela hasta que, con la claridad incipiente de la madrugada, deciden salir. Bajan a la calle dispuestos a abrirse paso como sea hasta el puerto. Pedreiro lleva una pistola ametralladora del calibre nueve largo con cuatro cargadores. Por la calle Mayor la gente con la que se cruzan les mira de reojo, pero nadie hace nada contra ellos. Llegan al puerto. Arrimados al muelle esperan botes de los diferentes buques, entre ellos, el del Libertad. Saltan al bote. Van llegando marinos de otros barcos atracados en el muelle de la Curra, al otro lado del puerto. El bote del Libertad los acerca a sus buques y, por fin, Pedreiro sube a su barco. Momentáneamente a salvo.

En cambio, esa noche, el cabo electricista Daniel Díaz Roldán, también del Libertad, no ha bajado a tierra. Mejor dicho, hace dos días que no sale del barco. Se ha dado cuenta de que las máquinas del crucero están listas para dar avante y no está dispuesto a que la salida le pille en tierra[3].

José Fernández Navarro está también en Los Molinos, de luna de miel, si se puede decir. No hace ni un mes que se ha casado con la chica más guapa de la academia de taquimecanografía donde iba antes de estallar la guerra. Por eso, en cuanto han dado los permisos pernocta no se lo ha pensado y se ha ido a la casita alquilada en las afueras. Este alicantino, en estos momentos, es teniente de navío y director de tiro de Artillería en el destructor Escaño.

La noche del 4 de marzo Manuel Díaz Alcazas[4], el hermano de su mujer, se ha quedado a dormir en la casa de Los Molinos. Es un chaval de 17 años que trabaja en el taller de torpedos del arsenal y necesita un lugar, cerca de Cartagena pero lo suficientemente alejado, para poder descansar a pesar de los bombardeos de aviones alemanes que se repiten noche tras noche. Se levanta a las cuatro y media. Entra en el turno de las seis y tiene unos cinco kilómetros de camino por delante. Va por atajos, atraviesa el barrio de las Casas Baratas, o Ciudad Jardín, y se dispone a cruzar la parada del tranvía, para cortar por el Almarjal. Entonces, ve una patrulla armada que monta guardia. Paran a todos los que quieren entrar en Cartagena al grito de «¡Arriba España! ¡Viva Franco!». De pronto, ante sí, tiene a la quinta columna. Le parece una ilusión. Ha habido tantos rumores, tantos cuentos, tantas suspicacias… Pero es verdad, existen y los tiene delante. Casi no se lo puede creer. Vuelve corriendo a Los Molinos. Cuenta lo que ha visto a su cuñado. Navarro, como le llaman sus compañeros, lo escucha, se pone el uniforme y decide ir al barco «a ver qué pasa». Su mujer le pide que no coja la pistola reglamentaria. Ingenuamente piensa que si alguna patrulla lo de tiene, no será molestado por ir desarmado. Se despiden, no saben muy bien si para siempre o para un rato. Porque está convencido de que la escuadra no sale, José le pide que prepare el desayuno, porque a las nueve, asegura, estará de vuelta. Siete años tardaron en tomarse ese desayuno juntos.

José y Manuel bajan a Cartagena campo a través para evitar patrullas. Llegan sin tropiezos al Parque de Artillería. Surge un centinela apuntándoles desde la garita del muro lateral. Les da el alto: «¿Quién va?». La contestación es peliaguda porque les identifica con su convicción política, sin saber, en cambio, a quién tienen enfrente. Los de la República dicen «¡viva España!» y los fascistas «¡arriba España!»[5]. Navarro opta por «¡España!», sin más. Ante la ambigüedad de la contestación el centinela les ordena que pasen al Parque. El portalón de entrada está a unos trescientos metros. Exige que avancen por la acera de enfrente mientras les apunta. Así los tiene a tiro durante todo el recorrido. Es una noche sin luna. Mientras avanzan, José, en voz baja, pide al chaval que lo haga en «ligero adelanto», para cubrirle. Quiere que al llegar al final de la calle se separen, que Manuel tire a la izquierda mientras que él torcerá a la derecha, hacia la fachada del Parque de Artillería. Así lo hacen. La estrategia les da unos segundos de ventaja. Desconciertan al centinela y esquivan el fusil que les apunta. Los dos quedan en esquinas opuestas, a resguardo de las balas. Manuel se vuelve ligeramente sobre sí mismo. Navarro ha quedado enfrente. Levantan levemente la mano en un saludo cómplice. Les ha salido bien la jugarreta. No se volverán a ver durante 27 años.

José no entra en el Parque de Artillería. Las calles están oscuras porque hace dos años que no hay alumbrado por temor a los bombardeos y esta noche no asoma la luna. Se oyen tiros por la plaza de San Francisco, donde está la sede del Partido Comunista. En realidad, hay tiros por todas partes. Aprovechando la oscuridad y fiándose de su buena suerte, José cruza Cartagena, llega al muelle y salta a una barcaza de su buque que está atracada frente al monumento a los Héroes de Cavite. Ha podido salir de la ratonera.

Los marinos van llegando a los buques. Traen noticias alarmantes y confusas de controles y detenciones de compañeros.

Amanece el día 5 y tocan zafarrancho de combate en los buques. Todos acuden a sus puestos. En tierra, por Los Dolores y alrededores de Cartagena, todo son tiros. Hacia las nueve de la mañana, en los barcos, oyen en la emisora de la flota dar vivas a Franco[6]. Como todos los días, aparece la aviación italiana. Esta vez son cinco Savoias. Las dotaciones están acostumbradas a aguantar a pie firme los bombardeos, y así lo hacen hoy, como todos los días, a «las once en punto, que era lo peor: el saber la hora en que uno va a morir»[7]. En cuanto suena la alarma, los portillos y las puertas estancas se van cerrando a golpes. Carreras de los apuntadores, servidores, jefes de pieza, telemetristas hacia los antiaéreos. Cada uno debe estar en su puesto mientras, en su caída, silban las bombas, explotan y estalla la metralla en el pequeño espacio que constituye el puerto[8].

En los últimos 28 meses han aguantado 120 bombardeos[9]. Suena el repiqueteo de los antiaéreos. El puerto se llena de humo y fuego. El Alcalá Galiano y el Lázaga que están en reparación son tocados. El destructor Sánchez Barcáiztegui recibe en la proa un impacto importante, hay muertos y heridos y queda casi hundido, ardiendo. También han tocado la tubería de suministro de petróleo del arsenal. Un espeso humo negro se expande. En la Algameca, los depósitos de combustible se han incendiado[10].

El cabo Daniel Díaz Roldan está al frente de un equipo eléctrico del Libertad. Por su puesto sabe que, si fuera preciso, todo está preparado para salir.

A las once y veinte el Libertad avisa al Cervantes que ha recibido un mensaje de radio en el que se concede un plazo de 15 minutos a la flota para que salga de la rada, amenazando con abrir fuego contra ellos por medio de las baterías de costa. Piden voluntarios para formar una columna de desembarco. Se presenta casi toda la dotación[11]. Preparan 10 hombres armados por destructor y 40 por crucero. La intención es reconquistar las calles y las baterías de costa que han caído en manos de los sublevados y amenazan la flota[12].

A las 11.35 hay contraorden. No obstante, el alférez de navío Álvaro Calderón, comandante del Sánchez Barcáiztegui, casi hundido durante el bombardeo, salta a tierra desde el arsenal con su dotación. La escapada crea una situación tensa en el arsenal, tomado por los sublevados, pero les dejan marchar[13]. Llegan al punto de amarre del destructor Ulloa, en el puerto. Álvaro Calderón sube a bordo con sus hombres. Allí, el capitán de corbeta José García Barreiro, jefe de la flotilla de destructores, le hace entrega del mando de este destructor ya que su comandante, Ignacio Figueras Alonso, ha caído en manos de los sublevados[14].

En el Libertad, un grupo, entre los que están el auxiliar alumno de Artillería, telemetrista, Juan Ponte Paseiro y el auxiliar alumno de Artillería, comandante habilitado, Eugenio Porta Rico, calificado por muchos como el mejor director de tiro de la flota, discuten sobre lo que pueden hacer. Algunos piensan en abrir fuego con la artillería contra los focos rebeldes. Porta hace ver que no es fácil. Los sublevados están en el centro de Cartagena, con lo cual habría que destruir media ciudad y matar a mucha población civil sin que estuviera garantizado hacer algo práctico[15].

Francisco Díaz Bueno, auxiliar alumno electricista del Miguel de Cervantes, está en su puesto, en la popa del crucero, al aire libre. En estos momentos es el buque insignia, ya que en él enarbola su insignia el almirante de la flota. Se trata de un crucero de 176 metros de eslora, gemelo del Libertad. Está atracado de popa al muelle. Enfrente, sobre la balconada blanca de la Muralla del Mar, rodeado por un jardín de palmeras y magnolios, está la Capitanía de la Base.

Suena la alarma anunciando un nuevo bombardeo. Hay mucha confusión en esos momentos. Al pie de la plancha a tierra se presentan el capitán de navío Antonio Ruiz González, último jefe de la Base Naval de Cartagena, José Semitiel, socialista y jefe de los servicios civiles de la Base, el teniente coronel Francisco Galán que ha sido jefe de la Base Naval durante unas horas y venía a impedir la salida de la flota, Norberto Morell[16], jefe del arsenal, ahora en manos de los sublevados, el teniente de navío Vicente Ramírez, jefe del Estado Mayor mixto de la Base de Cartagena y su secretario Adonis Rodríguez González, mayor de Artillería y capitán de Aviación.

Les acompañan personal de la Base y personal civil como el concejal y representante del Frente Popular Alejandro del Castillo Roda y un grupo que llega en coche, formado por Antonio Martínez Rodríguez, miembro del comité local del psoe, Vicente Noguera, alcalde en funciones de Cartagena[17]y el socialista Isidoro Rosa Sanjosé, ayudante de Semitiel.

Empiezan a llegar hombres, mujeres y algunos niños para escapar de la ciudad. Vienen con maletas y bultos, jadeantes y asustados. Allí está un relojero llamado Arcos, un dentista apellidado Arjona, un policía, Rafael Blasco. Suben igualmente por la plancha a tierra Doménech, albañil, y Francisco Sapena, de la cnt. También parten dos hermanos guardias de asalto, Zacarías y Mariano Gontan Romero y un capitán de Artillería del Ejército de Tierra, Amadeo Retiro. Embarcan varios carabineros, como Fernando González Martín, cuya mujer ha sido fusilada por los franquistas hace un mes. Uno de los últimos que suben es el médico Isidro Pérez San José. Es muy grueso y debe subir de costado por la frágil plancha. Le acompañan su mujer, Manuela Max y el hijo de ambos, Miguel, de siete años. Un oficial de carabineros, del que se ignora el nombre, gravemente herido en el bombardeo de la mañana, es atendido en el barco. Morirá a bordo. Suben otros heridos, como el periodista valenciano Salvador Martínez Dasí. Desde embarcaciones que se acercan al buque trepan, por escaleras de mano que les lanzan los marineros, varios militantes cenetistas, Paco Gost, Pedro Nieto, Egea, José Hernández, los Poveda, que eran un padre y sus dos hijos y Juan Alcaraz Saura, de 17 años. Y así van embarcando hasta 300 ó 350 personas[18]. Del arsenal huyen algunos, cogen botes y suben a los barcos más cercanos. Las dotaciones de las naves auxiliares lo hacen en los buques contiguos. En el Libertad embarcan exactamente 112 marinos, entre otros, la dotación del guardacostas V-25 con su comandante, el auxiliar primero naval Tomás Díaz Díaz, al frente.

Los timbres suenan con rabia «babor y estribor, de guardia». Todos se dirigen a los puestos que les corresponden en los momentos que preceden a la salida del puerto. Los barcos están a punto de zarpar.

La emisora de la flota, en la barriada de Los Dolores, tomada por los sublevados, llama pidiendo ayuda a Burgos, donde está el cuartel general de Franco. Más de 2000 presos fascistas han sido liberados durante la noche[19]. El arsenal, Capitanía, el Regimiento de Infantería de Marina y el Parque de Artillería están en manos de los sublevados. Los tanques de petróleo están ardiendo. Hay nuevas alarmas de ataques aéreos. Las baterías de costa amenazan con hundir la flota. Toda suerte de rumores y temores corren entre las dotaciones. Es tal la confusión que muchos creen que las tropas de Franco ya están a las puertas de la ciudad[20]. La situación es percibida como insostenible. A las 12.30h del domingo 5 de marzo de 1939 la flota suelta amarras.

Los ocho destructores, que estaban atracados en el puerto, van saliendo: el Almirante Valdés, el Lepanto, el Almirante Gravina, el Almirante Antequera, el Almirante Miranda, el Escaño, el Jorge Juan y el Ulloa. Después, el crucero Méndez Núñez. Salen también dos lanchas antisubmarinas cuyos tripulantes serán recogidos en alta mar por el Libertad.

Ahora debe salir el Libertad. Por una inoportuna casualidad, una de sus anclas se enreda con la de un barco que hay a babor. Tienen que cortar la cadena con un soplete y en Cartagena se queda el ancla del Libertad[21]. Mal presagio.

El submarino C-4 está en la base de submarinos en el interior del arsenal, en manos de los sublevados. El comisario político, Manuel Marcote, consigue subir a bordo. Pero su comandante, el capitán de navío Eugenio Calderón Martínez, no aparece. Cuando la nave capitana da la orden de partir, el submarino se dispone a salir junto con la flota. Entonces, aparece en el muelle el comandante. Ha sido detenido[22]por los sublevados pero ha conseguido escapar a tiempo. El C-4, inmediatamente, hace maniobra para atracar. Pero la operación, en situación tan tensa y confusa, es complicada y el C-4 choca ligeramente con la proa en el muelle. Eugenio Calderón salta a bordo y el submarino sigue a la flota aunque un poco «averiado de proa[23]».

El otro submarino que queda en Cartagena, el C-2, no puede salir del arsenal por supuesta avería. La noche del 5 al 6 radiará a la flota un aviso alarmante: Cartagena está en poder de los franquistas. El día 6 por la tarde, sale del arsenal y del puerto llevándose «la plana mayor de la subversión que dirigía Pallarés»[24]. Su destino es confuso. A bordo va el teniente coronel de Artillería de la Armada Luis Monreal Pilón y la dotación del submarino, retenida por los sublevados. Querían, al parecer, seguir la ruta de la flota. Pero, a punta de pistola del teniente coronel de Artillería de la Armada, Lorenzo Pallarés, que se había hecho con la jefatura de los sublevados en el arsenal, son obligados a dirigirse a Palma de Mallorca[25].

Desde bien temprano Josefina Valverde está asomada a la galería de su casa, en el paseo de Santa Lucía, mirando el humo cada vez más negro de las chimeneas de los barcos. De madrugada han venido dos marinos a buscar a su marido, el auxiliar alumno de Artillería Alfredo Martí Vallés, apuntador vertical en la torre directora del destructor Almirante Valdés. Le han asegurado que no partían, pero al ver el humo, oír los tiros, respirar el ambiente, ella ha preparado unos bultos y la comida para su hijo Alfredo, de dos años. Ella, allí, no se queda. Y de pronto ve los barcos enfilar la bocana del puerto. Baja corriendo a la calle, con su hijo en brazos y arrastrando el paquete con la comida, pero las piernas se le ponen a temblar y no puede dar un paso más. Paralizada, se sienta en una piedra grande, con la mirada fija en el puerto, su hijo a un lado y el paquete tirado de mala manera. De allí no se pudo levantar hasta varias horas después[26].

Por fin, el teniente de navío Diego Marón, comandante de la capitana, el Miguel de Cervantes, sube al puente. El auxiliar alumno de electricidad Francisco Díaz Bueno desconecta los hilos telefónicos que les comunican con tierra. Se oyen las cadenas de las anclas chirriar. Sólo les unen a tierra firme las gruesas estachas enganchadas en sus norays de hierro en el muelle y la plancha a tierra. Llega la orden de retirarla y de soltar los cabos. Los repetidores puente-máquina dejan oír los timbrazos agudos «¡avante despacio!».

Según algunos, la salida estaba pactada pero las dotaciones no entran en el cenáculo de esos posibles pactos, acuerdos o traiciones. José Fernández Navarro recordará siempre la salida del puerto tensa, eterna y amarga, apuntando a las baterías de costa y bajo su amenaza[27]. Al rebasar el muelle de la Curra y luego la bocana del puerto, Francisco Díaz tiene ganas de llorar y de repente se siente más viejo. Manuel Pedreiro quiere pensar que la salida es temporal, que volverán en cuanto Cartagena sea recuperada a los fascistas; en realidad esa salida se le queda atragantada y durante 60 años jamás hablará de ella. David Gasca, el comandante del Almirante Miran-da, está convencido del retorno. La víspera se ha despedido de su madre y su hermana con «la frase habitual: hasta mañana si Dios quiere»[28]. Daniel Díaz, de pronto y por primera vez, se da cuenta de que lo está perdiendo todo, la guerra, la patria, la familia.

Una gran nube negra cubre el arsenal y una polvareda blanca sube por encima de Cartagena, resuenan tiros, el tableteo de las ametralladoras y explosiones que dentro de la confusa situación nadie sabe a qué achacar[29].

Se alejan. El Miguel de Cervantes, el buque insignia, da órdenes de seguir sus aguas. A las 13.40h, ya en franquía, nuevas instrucciones: «Rumbo 180º. Formación n.º 9, 20 nudos...[30]».

LOS QUE NO SALIERON

A estos marinos que marchan con la flota, sin saber hacia dónde, el azar o la suerte les permite salvar al menos la vida.

Otros no pueden salir. Ese día no están embarcados, están heridos, nadie les avisa o, sabiendo la guerra perdida, se quedan en tierra porque no se sienten culpables de nada. Eran marinos de guerra y han hecho la guerra. Nada más. No han cometido ninguna fechoría, ningún crimen. Han hecho su trabajo y bien hecho. Algunos, ingenuamente, hasta se presentan ante las autoridades, seguros de su inocencia. Lo pagarán, en el mejor de los casos, con años de cárcel y una vida destrozada.

Este es el caso del oficial de cifra José Jorro Mayans. Ha estado durante los últimos meses de la guerra en el Gabinete de Cifra de Indalecio Prieto en Valencia. Cuando todos son evacuados, él se queda. «Era un romántico», dice su hija. No ha cometido ningún delito de sangre. No ha hecho más que su deber como marino. No teme la justicia de los vencidos. Cuando Valencia es ocupada, se presenta a las autoridades militares. Es encerrado en la plaza de toros. Allí son amontonados miles de republicanos, «tratados como animales, insultados, vejados[31]». En un descuido, durante un traslado desde la plaza de toros, consigue escapar. En este mundo inhóspito e inseguro, busca refugio en Altea, donde ha nacido. Probablemente denunciado, es de nuevo arrestado y encerrado en el penal militar de Cartagena. «De todas las cárceles donde estuvo, ésta es la de peor recuerdo[32]». En Cartagena es juzgado y condenado a muerte. Por presiones de sus dos hermanos, uno falangista y otro militar[33], la condena es conmutada por pena de 30 años y un día de cárcel. Durante los siete años de cárcel que cumplió estuvo en el destacamento de penados de Huesca, en el Puerto de Santa María y en la colonia penitenciara de El Dueso.

En Cartagena, también algunos se quedan en tierra y se presentan voluntarios a las autoridades. Es el caso de un hombre que llevaba 21 años, 9 meses y 34 días al servicio de la Marina de Guerra, Luis Fernández Marín. Había ingresado en la Marina como aprendiz en 1914. A base de estudios y tesón era auxiliar primero de Artillería, con graduación de alférez de fragata en julio de 1936. Le había sido concedida la Medalla Militar de Marruecos, la cruz de plata del Mérito naval con distintivo rojo por tres veces y Alfonso XIII en persona le había otorgado la medalla de la Paz de Marruecos. Durante la guerra asistió a los cursos de la Escuela Naval Popular de Cartagena y, habiendo aprobado los exámenes correspondientes, había sido ascendido a alférez y después a teniente de navío. El cinco de marzo de 1939 se queda en Cartagena voluntariamente y se presenta a las autoridades franquistas porque no se siente culpable de ningún delito. En consejo de guerra, celebrado el 10 de octubre de 1939, es condenado a la pena de seis años y un día de prisión. Se defiende como lo hacen muchos, dirigiéndose a los miembros del tribunal que habían sido profesores suyos, les dice: «Yo, como buen alumno y militar obedecí en el acto a mi capitán. Ahora me condenan porque puse en práctica sus enseñanzas, con respeto y profesionalidad[34]».

Vicente Palacio García de Valdivia es el segundo comandante del destructor Lazaga. Ha quedado gravemente herido en el bombardeo del cinco de marzo en Cartagena. Es capitán de la Marina Mercante, habilitado como capitán de corbeta de la Reserva Naval para contribuir al esfuerzo de guerra con la Armada republicana. Apresado, sufre juicio y es condenado a años de cárcel. Además le recae la pena accesoria de impedimento para ejercer su profesión de marino mercante.

Otros, aunque quedan en tierra y, por precaución, porque ya saben de las ejecuciones masivas de marinos republicanos en El Ferrol y en San Fernando en 1936[35], se «camuflan» en pueblecitos de la comarca de Cartagena y nadie les denuncia: el auxiliar alumno naval Adolfo Vivancos Albadalejo en Alumbres, el auxiliar alumno radiotelegrafista Augusto Alcoba en Cuesta Blanca…

Algunos acudirán a Alicante y esperarán en el puerto los barcos que nunca llegaron. Viven la espeluznante tragedia del puerto de Alicante. Cuando entran las tropas italianas son llevados a un campo de concentración improvisado en las faldas de la Serra Grossa, el «campo de los almendros» de Max Aub. Después, son encerrados en la plaza de toros de Alicante, en la cárcel, en el castillo de Santa Bárbara, en cines, en los cuarteles, en el campo de concentración de Albatera. Alicante entera es un penal. El auxiliar alumno de artillería Antonio José García está entre los que han sido llevados a la plaza de toros.

De vez en cuando llegan falangistas de Cartagena, buscando marinos o gente conocida. Tiene suerte. Nadie lo reconoce. Consigue pasar desapercibido. En un traslado, escapa. Alguien le ayuda, le esconde. Más tarde pasará a Francia clandestinamente. Terminará su particular odisea en Canadá.

1. Antonio José García en 1931 cuando era marinero especialista de Artillería.

Alfonso Roca Cayuela es auxiliar alumno de máquinas. Hace 14 años que está en la Marina. Ha servido a la monarquía y a la República. Ha sido condecorado con la cruz de plata del Mérito naval por el rey Alfonso XIII. Ha dado la vuelta al mundo. Es inquieto, habla árabe, italiano y francés. Tiene 40 años, mujer y cuatro hijos: no se plantea marchar. La guerra ha terminado. Por precaución se aleja de Cartagena y se va a la casa de los abuelos, en Morata, cerca de Lorca. Pero allí le alcanza la delación y la mano larga de la represión que enseguida se ha puesto en marcha.

Apenas terminada la ocupación de Cartagena, el 31 de marzo, se desencadena «una terrible represión cuya crueldad, duración e intensidad resulta […] difícil de concebir»[36]. Hay algunos atropellos descontrolados, cometidos por falangistas. Pero la represión pasa casi inmediatamente por las autoridades oficiales, administrativas y legislativas, perfectamente organizados y rodados desde el principio de la sublevación en 1936. Recordemos que, en el puerto de El Ferrol, los marinos defendieron la República a partir del 20 de julio de 1936 hasta la desesperación. El primer marino de los más de 170 ejecutados, lo fue el 30 de julio. Apenas 6 días después de la sublevación. Era Pedro López Amor, segundo maquinista del acorazado España[37]. En San Fernando, Cádiz, se sucedieron atropellos y ejecuciones arbitrarias[38]. Los capitanes de corbeta Virgilio Pérez Pérez y Francisco Javier Biondi Onrubia, el comandante de intendencia Antonio García Moles, el comandante de Infantería de Marina Manuel Sancha González y el capitán de Infantería de Marina Enrique Paz Pinacho fueron ejecutados sin que se haya encontrado ninguna actuación judicial[39].

En Cartagena la represión es sistemática y brutal. Rápidamente se ponen en pie tres juzgados militares permanentes, además de los civiles. Las autoridades de Marina implantan un Consejo de Guerra Permanente y hasta 57 juzgados de instrucción. Todos estos juzgados empiezan a trabajar con prontitud.

El contralmirante Camilo Molins Carreras es procesado apenas dos semanas después de la ocupación de la ciudad.

2. El contralmirante Camilo Molins Carreras.

Camilo Molins era segundo jefe de la Base de Cartagena y jefe del arsenal en julio de 1936. Por su falta de decisión en el momento de la sublevación militar se convirtió en sospechoso para el Gobierno republicano. No obstante, como su actitud había sido más bien ambigua, simplemente pasó a la reserva[40]. Se siente tan seguro con la llegada de los franquistas que aconseja al auxiliar alumno de Artillería Alfredo Martí, cuya familia conoce bien, que se quede en Cartagena porque «miraría por él»[41]. Sin embargo, y probablemente con gran sorpresa para él, fue el primer juzgado por los franquistas. Condenado a muerte, será fusilado el 23 de julio de 1939.

La delación es uno de los instrumentos utilizados por la represión franquista para sembrar el terror. Los anuncios y avisos sobre la obligatoriedad de denunciar, bajo amenaza de «sanciones de máximo rigor», se multiplican.

El Servicio de Información de Marina publica en el periódico Cartagena Nueva, un aviso informando de que «toda persona que sepa o tenga noticias de crímenes, robos y atropellos habidos durante el dominio rojo [sic], y realizado por personal de Marina, se pasará por las oficinas de Marina, Villamartín, núm. 2 y haciéndolo así cooperará a la labor de justicia y depuración necesarias»[42].

La avalancha de denuncias anónimas es tal que el Servicio de Información e Investigación de Falange hace pública una nota en la que pide que las denuncias o acusaciones vayan al menos con una firma que garantice las acusaciones…

Las delaciones son a menudo más el resultado del revanchismo que de una realidad. Se llega a acusaciones delirantes como la que inculpa al fogonero Francisco Hernández Martínez, detenido en Santa Lucía con su mujer, María García Carnet por comerse en una ensalada condimentada por la mujer ¡los sesos de un marinero desertor![43].

3. Brígido Bravo cuando fue nombrado cabo de Artillería en 1932.

Brígido Bravo Caballero no puede salir con la escuadra. Está en el hospital de Marina, seriamente herido en uno de los bombardeos de los primeros días de marzo.

Allí le viene a buscar la justicia militar. Es auxiliar alumno de Artillería, apuntador en el montaje dos del crucero Libertad. Es un buen apuntador. En ese puesto hay otro compañero, Pedro Fernández Montero que, en cambio, logra salir de Cartagena. Brígido ha sido simple y llanamente un buen profesional, consciente y concienciado. Se le incoan dos juicios: ser de Artillería y del crucero Libertad es de por sí un delito. Escapa a la pena de muerte, avalado y amparado por un hermano militar falangista que acude desde Valladolid para salvarle la vida y sacarle de la cárcel. Sin embargo, durante toda su vida, e incluso la de sus hijos, le acosará la persecución franquista, denegando una y otra vez certificados indispensables para trabajar, tomar posesión de una plaza de oposición ganada, estudiar, vivir[44]…

El 6 de abril Alfonso Roca ha salido temprano con su hijo mayor, Alfonso, a echar un vistazo a un campo de pésoles[45]que tiene detrás de la loma. Cuando el sol empieza a apretar vuelven para almorzar. Es una mañana clara de primavera. De lejos distingue los uniformes de la guardia civil delante de su casa. Lo están esperando. Alguien lo ha denunciado. No hacen falta muchas palabras. Queda arrestado. Los hijos lo ven marchar, sin comprender lo que ocurre. Su mujer, Juana, no lo volverá a ver vivo, ni siquiera muerto.

Alfonso Roca es juzgado y acusado del delito de adhesión a la rebelión.

4. Alfonso Roca Cayuela en 1924, cuando ingresó en la Marina.

El oficial primero de Torpedos, Marcelino Solana Crevillén también se ha quedado en Cartagena. Está casado y tiene cinco hijos. Durante la guerra ha sido un buen torpedista, apreciado por todos, leal al Gobierno legítimo. Los últimos meses fue director de Tiro de Torpedos en el heroico destructor José Luis Díez.

Cuando los franquistas entran en Cartagena, no se esconde. No ha hecho nada más que su deber como marino, ha sido un buen profesional, apolítico, no tiene «las manos manchadas de sangre», no teme a la justicia. Se presenta diariamente en Capitanía a las autoridades como se debe hacer cuando no se tiene aún destino hasta que un día no vuelve a casa. Lo encierran en el penal y en septiembre pasa ante un Consejo de Guerra. Es condenado a la pena de muerte por adhesión a la rebelión[46].

5. El oficial primero de torpedos Marcelino Solana Crevillén.

Es la fórmula cuanto menos asombrosa que han pergeñado los franquistas para acusar a los que se han mantenido fieles al Gobierno republicano democráticamente elegido. Por este motivo es condenado a muerte. En estos juicios sumarísimos la defensa es casi siempre confiada a los mismos militares. No son abogados pero cuentan invariablemente con algún miembro de su familia represaliado por los republicanos. No suelen tratar con sus defendidos y tampoco conocen su dossier[47]. A veces, el detalle más absurdo puede aumentar o disminuir la condena: el marinero Tomás Rubio Martínez, encausado por el mismo motivo con otros dos compañeros en 1945, es condenado a muerte, únicamente él, porque consideraron un agravante que sus padres estuvieran exiliados[48]…

Alfonso Roca es encerrado en el penal del arsenal. La cárcel ha quedado demasiado pequeña para tanto preso como hay. Es tal la cantidad de detenidos en el penal que las mujeres que se acercan allí para saber de sus hombres, hijos, parientes o para entregarles ropa, llegan a obstruir la vía pública y hay que dictar normas para que no se vuelva a producir tal situación.

En el penal empieza para Alfonso y otros muchos que pasan por allí, un periodo más o menos largo de hacinamiento, hambre, palizas, vejaciones y torturas.

Para comer, vainas de legumbres y, los días faustos, rábanos hervidos. «La Nochebuena de 1939, en el penal militar de Cartagena dieron por único alimento peladuras de naranjas»[49]. Hay muertes por inanición.

Las torturas para recabar más denuncias y las palizas son continuas. A algunos condenados los tienen que llevar en sillas ante el pelotón de ejecución[50]. Alfonso Roca, a consecuencia de las palizas, orina sangre y sufre dolores insoportables. El marino y practicante, Antonio Martínez Barahona, le da, a escondidas, unas pastillas que le alivian el dolor.

Por las noches abren y cierran las ventanillas de las celdas, dando a entender que allí está el que será ejecutado al día siguiente. A veces es verdad, otras no[51]. El día en que hay ejecución, de madrugada, golpean en todas las celdas. Los presos pasan las noches en vilo, sin saber si ésa es la última o no. «Todas las noches el ritual de las celdas abiertas y cerradas para meterles el miedo en el cuerpo para el resto de sus vidas, las listas leídas parsimoniosamente, las despedidas desgarradoras… era morir poco a poco todas las noches[52]». Todas esas maniobras son verdaderas torturas psicológicas. Algunos no soportan las palizas, las torturas y el terror y optan por el suicidio[53]. Agustín se tira por un balcón aprovechando un traslado. Tiene la desgracia de no matarse y es llevado en camilla, moribundo, con las piernas quebradas, a fusilar. Su mujer, desesperada, le hace llegar un almohadón pequeñito para que pueda reposar la cabeza en el momento de morir[54].

Manuel Díaz Martínez ha sido el barbero en el arsenal y ahora lo han mandado al penal.

Es de los pocos que puede entrar allí y tener trato directo con los presos. Conoce a casi todos. De capitán a paje, todos han pasado por sus manos. Muchos son amigos. Es un hombre profundamente bueno y modestamente valiente. En un pequeño maletín de cuero de unos cuarenta centímetros lleva su instrumental. En ese maletín, a pesar del terror que siente, saca del penal cartas, notas, algún recuerdo. Trae de fuera recados, promesas, alientos. En ese pequeño maletín saca dos cartas de Alfonso Roca y las entrega a su familia. En éstas, Alfonso se despide de su mujer y de sus hijos. Les da unos últimos consejos para seguir con rectitud la vida que a él le truncan.

6. Manuel Díaz Martínez, barbero en el Penal de Cartagena.

Con la misma celeridad con la que se realizan los juicios sumarísimos, se llevan a cabo las sentencias de muerte. La primera se ejecuta el 29 de abril, justo un mes después de la ocupación de Cartagena. Es fusilado el comandante de máquinas Benito Sacaluga Rodríguez[55], junto al auxiliar alumno de máquinas Juan Escobar Rodríguez, de Mazarrón. Benito Sacaluga está casado y tiene 9 hijos. Ha sido director de la Escuela Naval de Cartagena. Es condenado a tres penas de muerte.

Son los dos primeros marinos de una larga lista que termina el 13 de enero de 1945 con un joven marinero de 19 años, Tomás Rubio Martínez y el buzo Alfonso Martínez Peña. Cierran un siniestro rosario de más de 140 ejecuciones. Así, durante casi 6 años resonaron de madrugada en la calle Real, la que recorre la muralla del arsenal de Cartagena, domingos incluidos, la andanada del pelotón de ejecución y luego, uno a uno, los tiros de gracia.

7. El comandante de máquinas Benito Sacaluga en 1928. Foto hecha con ocasión del viaje que realizó a Washington para recoger el submarino Peral.

El 29 de mayo, a las seis en punto de la madrugada, fusilan a José Balboa López, hermano menor de Benjamín Balboa[56].

En el juicio sumarísimo es condenado a varias penas de muerte. Media hora antes de morir escribe a su madre y hermanas: «No llore, no tenga pena, que ya nos abrazaremos eternamente»[57]. Su cuerpo es enterrado en una fosa común, la parcela X.

Al principio, las ejecuciones se realizan en el muelle del Carbón del arsenal, con toda una siniestra parafernalia: asisten la guarnición de Infantería de Marina, los obreros de la Maestranza y una representación de los cuerpos de la Armada. Después, ante los cadáveres, al grito de «¡arriba España! ¡viva Franco!» desfila la tropa. A partir de junio las ejecuciones se realizan en el campo de deportes del arsenal.

En este campo, junto a la muralla, contiguo al barrio de la Concepción fusilan en la madrugada del 6 de julio al oficial primero naval Pedro Adrover Gómez.

8. El oficial primero naval Pedro Adrover Gómez.

Desde su casa, muy cerca, Josefa Ruiz Cayuela oye la andanada que acaba con la vida de su marido. Pedro llega al paredón destrozado por las torturas[58]. Cuando la escuadra marchó el 5 de marzo él se quedó en Cartagena: tiene 42 años y una familia con cuatro hijos. ¿Por qué irse? No ha cometido ningún delito. Ha pertenecido a la Masonería, pero no piensa que eso pueda ser una fechoría. Todavía, el 30 de marzo, con las tropas franquistas a las puertas de Cartagena, un compañero llamado Castillo le viene a buscar para que marche con él en el Campilo. Pero Pedro sigue negándose a partir: no ha participado en ningún atropello, no tiene «las manos manchadas de sangre». Está tranquilo. Pero poco después de entrar los franquistas en Cartagena lo arrestan, lo juzgan y le condenan a muerte. El motivo, «ser portador de órdenes», como era su obligación por ser el ayudante mayor del arsenal y «ser de antecedentes marxistas y pertenecer a la masonería»[59]. Para él, durante toda la guerra no había hecho más que su deber como marino profesional. «Jamás, jamás pensó que le podía ocurrir una cosa así», recuerda su nieto[60]. Lo ejecutan junto a otro compañero, el auxiliar segundo naval Félix Guerrero Díaz.

La madrugada del 31 de julio vienen a buscar a Alfonso Roca para ejecutar la sentencia. Le acompañan ante el pelotón otros dos marinos, José Chico Cánovas y el fogonero Elías Marché Senac. Los «reos son pasados por las armas[61]» a las seis de la madrugada. El teniente de sanidad de la Armada, Román Piña Fuster, «observa cuánto acerca del particular está prevenido», complicada y casi esotérica fórmula para indicar que han fallecido. En el certificado de defunción se dice simplemente que Alfonso Roca ha fallecido por «heridas de armas de fuego». último detalle absurdo en esta cadena de sinsentidos.

Esa madrugada también es fusilado Diego Baeza Soto, comandante de Infantería de Marina, juez permanente en el arsenal de Cartagena en julio de 1936. Después, se había hecho cargo del cuartel de Infantería de Marina de Cartagena.

Durante los primeros meses los cuerpos de los ejecutados ni siquiera son entregados a las familias. Son echados a unas fosas, unos encima de otros y cubiertos con cal viva entre ejecución y ejecución. Es la parcela X[62]. Así aparece en el certificado de enterramiento del libro de registros del cementerio del Nuestra Señora de los Remedios de Cartagena de Alfonso Roca. Esta parcela estaba a la derecha, a unos 20 ó 30 metros antes del osario. Alfonso es colocado en la segunda fila de la fosa siete. Dos días después del fusilamiento, el dos de agosto, su cuñado acude al penal con ropa limpia. En la puerta le dicen que ya no hace falta, que lo fusilaron. Sin palabras, aterrorizado, se da media vuelta y regresa a Morata, bajo un sol de justicia, a dar la noticia.

A partir de julio, alguna familia se atreve a reclamar los cuerpos pasados por las armas. Pero son pocas. Muchas no sabrán nunca dónde quedaron enterrados sus hijos, sus padres, sus maridos. Hay que recordar que la «pedagogía del miedo»[63]de la dictadura se infiltra hasta en lo más recóndito. No se puede llevar luto por un represaliado. Se le niega el saludo a la mujer de un republicano[64]. Prácticamente todos los funcionarios de Cartagena son depurados, y sufren sanciones económicas mientras se aclara o no su implicación real con la República. Según fuentes de Falange, en octubre de 1939 hay 20 000 presos en la provincia de Murcia. En Cartagena se calcula que uno de cada siete habitantes está encarcelado. Es decir, todas las familias tuvieron a alguien preso[65].

Un ejemplo absurdo pero indicativo de la fiebre inquisidora y destructora del franquismo: todas las fotos y sus negativos de uno de los fotógrafos de más solera de Cartagena son requisadas[66]. Jamás serán devueltas. No sólo se extermina físicamente al enemigo ideológico sino que también se borra hasta su imagen.

De algunos, sabemos que fueron fusilados porque así consta en el sumario del consejo de guerra, pero no porque fueran inscritos en el Registro Civil. Este es el caso del buzo de primera Cayetano Ros Girona cuya muerte no consta en el Registro Civil[67]. Lo mismo ocurre con el marinero Serafín Navarro Oliver[68], el auxiliar alumno de máquinas Alfonso Roca Cayuela, el fogonero Bautista Rubio[69]y el marinero Agustín Vergara Ors[70]