El fin del arte - Raquel Cascales Tornel - E-Book

El fin del arte E-Book

Raquel Cascales Tornel

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Beschreibung

Este libro da cuenta de uno de los tópicos más controvertidos de la Estética contemporánea: el fin del arte. Para ello, se analizan las transformaciones que sufrió el arte y las teorías filosóficas que condujeron a considerar que podría tener un final. Hegel es referente imprescindible en este contexto pues elevó el arte a la más alta consideración, pero afirmó también que era ya un tema del pasado. Esta sentencia provocó innumerables interpretaciones que el libro recoge y sintetiza. De entre las contemporáneas, la que más divulgación ha alcanzado es la de Arthur Danto. Sin embargo, con frecuencia ha sido comprendida de manera parcial y por ello este libro la contextualiza dentro del desarrollo filosófico del autor, remarcando la coherencia de su pensamiento. El diálogo establecido entre ambos filósofos permite comprender cómo lo que termina es una comprensión sobre el arte nacida en la época moderna, y aporta algunas claves para entender mejor el arte de nuestros días.

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Seitenzahl: 656

Veröffentlichungsjahr: 2020

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El fin del arte

Hegel y Danto cara a cara

Raquel Cascales

El fin del arte

Hegel y Danto cara a cara

PUV

44

Estètica & Crítica

Anacleto Ferrer, director

Romà de la Calle, director fundador

Esta publicación no puede ser reproducida, ni total ni parcialmente,ni registrada en, o transmitida por, un sistema de recuperación de información,en ninguna forma ni por ningún medio, ya sea fotomecánico, foto químico, electrónico,por fotocopia o por cualquier otro, sin el per miso previo de la editorial.

© Raquel Cascales Tornel, 2020

© De esta edición: Universitat de València, 2020

Coordinación editorial: Maite Simón

Diseño del interior: Inmaculada MesaMaquetación: Celso Hernández de la FigueraDiseño de la cubierta:Celso Hernández de la Figuera y Maite SimónCorrección: Iván García Esteve

ISBN: 978-84-9134-585-5

Edición digital

A mi madre y a mi iaio,

in memoriam

Allí donde crece el peligro

crece también la salvación.

Hölderlin

El arte tiene la bonita costumbre

de echar a perder todas las teorías artísticas.

R. Selavy

Índice

INTRODUCCIÓN. Cara a cara

1. LA HISTORIZACIÓN DEL ARTE

La conciencia histórica como base de la estética moderna

La concepción romántica del arte

La religión del arte

La mistificación estética del idealismo

2. La PROFECÍA HEGELIANA DEL «FIN DEL ARTE»

El lugar del arte en la filosofía hegeliana

La religión del arte en la Fenomenología del espíritu

La sistematicidad del arte en la Enciclopedia

La emancipación del arte en las Lecciones de estética

Distintas concepciones del carácter pretérito del arte

Fin en sentido artístico

Fin del arte en sentido gnoseológico

Fin de la religión del arte

Fin en sentido de una nueva etapa histórica

Fin del arte como liberación del arte

La actualidad perenne del arte

3. EL GIRO HEGELIANO EN LA FILOSOFÍA DE DANTO

Más allá de la filosofía analítica

El «mundo del arte» y el arte como representación

La ontología como respuesta a los indiscernibles

La configuración histórica del arte

La propuesta dantiana de la comprensión histórica

La función de las leyes generales en la historia

La historia como representación

La historia como narración

El cumplimiento de la profecía hegeliana

La aceptación del realismo narrativo y la progresión histórica

Pasado y futuro del arte

4. LA PROCLAMACIÓN DANTIANA DEL «FIN DEL ARTE»

La transfiguración de la filosofía del arte

La definición esencialista del arte

El papel transfigurador de la interpretación

La unión de esencialismo e historicismo

El desarrollo del sentido del «fin del arte»

Fin en sentido hegeliano

Fin del relato (moderno) de la historia del arte

Fin como comienzo de la época posthistórica

Después del fin

EPÍLOGO. Larga vida al arte

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

Introducción

     Cara a cara

Hoy en día la sociedad tiende a tener una buena imagen del arte. Se respetan y admiran la arquitectura de Bramante, las pinturas de Rafael o la música de Bach. Sin embargo, muchas personas encuentran serias dificultades para comprender obras o autores más contemporáneos. En la actualidad alcanzan récords históricos los números de visitantes que acuden a museos; se llenan los conciertos y teatros; se tiene al alcance de la mano toda la información que se necesita para saber más sobre aquello que se escucha o contempla. Pero, curiosamente, cuanto más «contemporáneo» es el arte, menos parece entenderse. Mucha gente se pregunta qué le ocurre al arte contemporáneo y achaca a la posmodernidad o a la degeneración de Occidente el problema de su incomprensibilidad. Sin embargo, aunque hay muchos elementos que han podido conducir a un exceso de producción y a una inflación de banalidades artísticas, la pregunta quizá debería enfocarse de otro modo. Pocas veces nos preguntamos qué nos ocurre a nosotros. ¿Cuánto tiempo dedicamos ya no a profundizar, sino al menos a tratar de conocer algo sobre el arte que estamos «consumiendo»?

Es verdad que para entender el arte contemporáneo se necesita tiempo. Pero no menos que el tiempo necesario para comprender cualquier tipo de arte de cualquier otra época y lugar. Lo único que ocurre es que la parte de la humanidad que ha recibido algún tipo de instrucción artística lo ha hecho según unos parámetros renacentistas. Y si bien esos parámetros son correctos, solo rigen para el tipo de arte que cumple los parámetros renacentistas. De esos parámetros ha vivido el arte hasta el siglo XX, pero ya no son los únicos que rigen en el panorama artístico actual.

Parece claro, entonces, que algo ha cambiado y que algo ha acabado. La cuestión es saber qué es precisamente lo que ha finalizado para poder andar por el bosque artístico contemporáneo sin perdernos. Ya Hegel, en su filosofía del arte, predijo ese final, pero sin llegar a entender cómo se produciría. Danto fue quien, al verlo realizado, comprendió con más claridad la profecía hegeliana y pudo dar cuenta de lo que significaba.

A lo largo de estas páginas trataré de enfrentar cara a cara a estos dos autores, ya que la lectura dantiana ayuda a comprender mejor la teoría hegeliana y permite ponerla en conexión con las problemáticas actuales; asimismo, ver a Danto desde Hegel permite comprender mejor el pensamiento del autor norteamericano, pues deja traslucir su gran coherencia y profundidad. Considero que el análisis de las reflexiones de ambos autores en torno al arte y a su fin aporta luces para comprender nuestro mundo contemporáneo.

Para llevar a cabo esta empresa, considero que es de vital importancia atender, como se verá en el primer capítulo, al proceso de historización que configuró el arte tal y como lo concebimos hoy en día. Puesto que la relación entre arte e historia es intrínseca, podría intentar estudiarse desde los albores de la práctica artística. Sin embargo, este trabajo se confina al comienzo de la conciencia histórica y artística que nació con la modernidad. Obviamente, la reflexión estética, la pregunta por la belleza o el arte están presentes desde la Antigüedad. No pueden ignorarse las reflexiones de Platón o Aristóteles, pero no se debe tampoco trasladar sin más la preocupación sobre la belleza de los Diálogos o la descripción aristotélica del arte como techne a nuestra manera de concebir el arte y el mundo del arte hoy en día.1

Con el auge de la Ilustración y el desarrollo de la conciencia histórica, la obra de arte asumió el cariz que tiene hoy en día. Tanto el espíritu ilustrado como el romántico y su interés por lo histórico condujeron a un progresivo traslado de la reflexión desde un concepto intemporal de belleza hacia la obra artística concreta. La modernidad, al interrogarse sobre las condiciones de posibilidad del propio conocimiento y desarrollar la preocupación metódica, puso la reflexión estética en primer plano y le otorgó la autonomía necesaria para que pudiera independizarse del resto de ámbitos filosóficos (Labrada, 1990: 18). Como acabo de decir, la preocupación por la historia centró pronto el interés estético en las obras de arte, lo que permitió al arte y a la estética ganar cierta autonomía en la modernidad.

Con el Romanticismo, el arte se revalorizó hasta ser considerado como uno de los aspectos más importantes en la vida humana. Este aprecio, unido a la convicción de que la ciencia más adecuada para su estudio era la histórica, condujo a un notable aumento de los estudios históricos del arte. Dichos estudios trataron de recoger en una narración progresiva y coherente lo que había sido el arte hasta entonces. Todo este proceso, en el que lo histórico gana cada vez más peso, es lo que denomino «historización del arte».

El impulso otorgado a lo histórico ayudó a aumentar la conciencia histórica, que a su vez se convirtió en un punto nuclear de la filosofía hegeliana, al hacer Hegel del desarrollo de la conciencia la clave del progreso de su sistema. Sin embargo, como se verá, el excesivo peso otorgado a lo histórico, así como la asimilación de la respuesta a la cuestión de qué es el arte con la narración de su historia, abrirán la posibilidad de hablar de un final.

La consideración del arte como pretérito por parte de Hegel ha sido una de las cuestiones que más controversias ha suscitado desde su enunciación. Muchos autores han aludido a ella y han intentado ofrecer sus interpretaciones, tal y como recoge bien Geulen (2006); sin embargo, el autor que le ha otorgado actualidad en nuestros días ha sido el norteamericano Arthur Danto, razón por la cual trataré no solo de ver sus relaciones, sino de intentar que dialoguen entre ellos.

En el segundo capítulo se ve cómo el espíritu estético moderno alcanza su auge con Georg Wilhelm Friedrich Hegel (1770-1831). No hay duda de la relevancia que toma con él la historia y, en concreto, la historia del arte, puesto que en ella se expresa el propio espíritu en su caminar. Pero, al mismo tiempo, la filosofía del arte de Hegel presenta una problemática difícil de superar, que puede resumirse diciendo que afirma el carácter pretérito del arte como manifestación del espíritu. Una vez que el carácter sensible del arte se ha visto superado en su época por el contenido reflexivo, parece que el tiempo del arte ha pasado. Por esta razón, tras explicar el contexto histórico y filosófico en el que surge, dedico el segundo capítulo a estudiar el carácter pretérito del arte en la filosofía hegeliana.

Puesto que dicha afirmación depende del resto de su sistema filosófico y de su comprensión del arte, he visto necesario explicar la transformación que sufre el lugar del arte a lo largo de sus diferentes obras: Phänomenologie des Geistes (1807), Enzyklopädie der philosophischen Wissenschaften (1817) y las diferentes ediciones de Philosophie der Kunst (1823, 1826 y 1828/29). Este análisis otorga el marco necesario desde el que poder entender adecuadamente la tesis del carácter pretérito del arte, así como dar cuenta de las diferentes interpretaciones que se han dado de él.

Una característica común a la ingente bibliografía dedicada al estudio del «fin del arte» en Hegel es que casi todos los trabajos tienden a concentrarse en una comprensión unilateral que varía mucho de unos autores a otros. En este sentido, hay estudiosos que defienden que el carácter pretérito debe entenderse en sentido artístico; otros, desde el punto de vista gnoseológico; otros, como fin de la religión del arte, como el comienzo de una nueva etapa histórica o como una liberación para el arte. Aunque pueda parecer una travesía larga, considero que el análisis de los diferentes sentidos y la suma de sus significados pueden ayudar en la comprensión de la tesis hegeliana. Al mismo tiempo, este análisis es crucial para comprender la influencia que tuvo en la postura dantiana, así como para poner también de manifiesto las diferencias entre las concepciones de ambos autores sobre el tema.

En el desarrollo histórico que realizo en el primer capítulo se descubre cómo la herencia de Hegel supuso que se fuera relegando el estudio del arte cada vez con más fuerza hacia los estudios de historia del arte, que con marcado espíritu científico tendían a buscar y enunciar las características de cada época, estilo u obra. Más adelante se verá cómo en el ámbito de la filosofía hubo que esperar tiempo para que se diera una revitalización de la estética filosófica y, en concreto, se estudiaran a fondo los planteamientos hegelianos a este respecto. Esta recuperación se produjo de manera especialmente significativa en dos corrientes.

Por un lado, en la tradición hermenéutica, la cual encuentra en la obra de arte un ámbito de interpretación plena. En este sentido son muy importantes las figuras de Martin Heidegger2 y George Gadamer.3 La otra línea que recupera la reflexión sobre el arte es la filosofía analítica, a través de autores como Ludwig Wittgenstein, Nelson Goodman o Arthur Danto. Este último autor es quien más tiempo y esfuerzo ha dedicado al tema del «fin del arte», razón por la cual dedico la segunda parte de este libro a analizar cómo sus reflexiones están marcadas por el pensamiento hegeliano y en qué sentido realiza una argumentación personal.

El «fin del arte» es, sin duda, la teoría más conocida de Arthur C. Danto (1924-2013). Con ella consiguió reabrir el debate sobre la estética hegeliana, especialmente en el ámbito angloamericano, y convertirse en una de las figuras más destacadas de la filosofía del arte norteamericana. A pesar de que con mucha frecuencia se abordan sus escritos sobre filosofía del arte de manera separada, considero que para poder entender de manera adecuada sus tesis en este ámbito hay que tener en cuenta su filosofía de la historia, desarrollada en los años anteriores. En efecto, uno de los mayores problemas que se encuentran a la hora de estudiar a Danto es la parcelación de ámbitos en los que se ha dividido su estudio. Es posible encontrar trabajos donde se valora o discute, por un lado, su aportación a la filosofía de la historia y, por otro, su aportación a la filosofía del arte. Sin embargo, pocos estudios consiguen destacar la intrínseca relación que existe entre ambos.4 De ahí mi interés por profundizar en este autor teniendo el panorama más completo posible.

Por esta razón, dentro del tercer capítulo analizaré con detalle su contribución a la filosofía analítica. En un contexto positivista, Danto se pregunta por cómo debemos comprender tanto el arte como la historia. A su vez, el análisis sobre las condiciones de posibilidad del saber histórico y su reflexión sobre la narración lo llevaron a ampliar la concepción de cómo debían ser los enunciados históricos. En concreto, su propuesta sobre el carácter narrativo de la historia tuvo un gran eco entre sus coetáneos, además de en él mismo. A través de esas reflexiones volvió la mirada sobre Hegel y aceptó muchos planteamientos que le condujeron a transformar su pensamiento.

Esta transformación de su filosofía fue denominada «giro hegeliano» por primera vez en 1993 por Robert C. Solomon y Kathleen M. Higgins (2012: 172-196), aunque se debió de gestar a principio de los años ochenta. Las principales características de este giro son la aceptación del realismo narrativo –es decir, la aceptación de que existen estructuras históricas objetivas– y la admisión del carácter teleológico y progresivo de la historia. La teoría hegeliana sobre el progreso de la historia y la proclamación del carácter pretérito del arte son dos hechos que a Danto se le hacen evidentes cuando trata de dar cuenta de lo que ha ocurrido en la historia del arte. A partir de entonces, defenderá que la historia del arte muestra el desarrollo de la autoconciencia, gracias a la cual el arte se verá libre de los elementos heterónomos que lo condicionaban. Todo ello llevará al filósofo norteamericano a hablar del «fin del arte». Es patente, por tanto, la importancia del estudio de su filosofía de la historia para, por un lado, volver su mirada a Hegel y, por otro, comprender la investigación que lleva a cabo sobre el arte. Además, como se verá más adelante, el filósofo americano no solo aplica estos conocimientos de filosofía de la historia a la filosofía del arte, sino que incluye definitivamente en su filosofía la dimensión histórica como parte del análisis artístico.

Antes de adentrarme en el análisis detallado de qué significa el «fin del arte» en Danto, en el cuarto capítulo expondré las coordenadas básicas de su filosofía del arte, puesto que un análisis detallado de este asunto puede encontrarse en el estudio de María José Alcaraz (2006). Tras este análisis, me centraré en el «fin del arte», que Danto formula por primera vez en 1984. El mayor problema que se encuentra al estudiar seriamente esta tesis es que no la desarrolla por extenso en un solo libro, sino que la reformula en diversas ocasiones a lo largo de los años. Los estudiosos han interpretado esta reformulación y ampliación de la tesis del «fin del arte» en algunas ocasiones como un cambio de opinión y en otras como una contradicción (Sobrevilla, 2003; García Leal, 2005; Vilar, 2009: 191-211; Bacharach, 2013; Snyder, 2018: 147-153). Sin embargo, considero que una exposición sistemática de lo dicho en las diferentes obras muestra que no hay contradicción, sino solo ampliación de la teoría, un desarrollo del sentido del fin.

En primer lugar, se puede establecer una distinción temporal: son diferentes las ideas expuestas en los trabajos de la década de los ochenta de las que presenta en los noventa. Esta división no supone una delimitación tajante de sus ideas, ya que las distintas maneras en las que comprende el fin del arte se hallan entremezcladas en el conjunto de su obra.

Los primeros trabajos5 justifican siempre la tesis del «fin del arte» en la filosofía hegeliana. Por esta razón, el primer sentido del «fin del arte» está asociado al sentido hegeliano: a la concepción progresiva de la historia (y de la historia del arte) y al sometimiento que la filosofía infringió al arte desde la definición mimética de Platón.

Las obras de la segunda etapa6 muestran una mayor confianza en que el fin del arte ya ha tenido lugar y señalan otras narrativas que también han sometido al arte a lo largo del tiempo. Dentro de estas narrativas o relatos que se han desarrollado sobre el arte destacan especialmente dos. Por un lado, el relato mimético que, aunque tiene su origen en Platón, se extiende como narración a raíz de la obra de Vasari. Por otro, el relato modernista desarrollado por Greenberg, el cual, aunque no supone una ruptura completa con el anterior, se asienta sobre una concepción purista del arte, en la cual el arte intenta desprenderse de aquello que no le es estrictamente esencial. Esta narrativa, afirma Danto, acaba con la aparición de la cinematografía, los ready-mades de Duchamp y las Cajas de Brillo de Warhol.

Además de estos dos, hay un tercer significado del fin del arte, que tiene que ver con la aparición de una nueva época del arte: la era posthistórica. Al declarar el comienzo de una nueva etapa, Danto no pretende afirmar solo que ha acabado una narrativa más del arte, una etapa que puede ser superada, sino que apunta más bien a una toma de conciencia del arte y sobre el arte que difícilmente podría volver atrás. Con la liberación de los sometimientos del arte se ha alcanzado una clarificación acerca del concepto de arte que no tiene marcha atrás.

Por tanto, puede decirse que Danto, partiendo de unos hechos históricos de su presente, mira hacia atrás y narra un relato finalizado. Al mismo tiempo, se pregunta cómo debe entenderse el arte en una época posthistórica. El arte posthistórico es para él aquel que ya no se circunscribe al estilo de una época, sino que se caracteriza por la libertad y la pluralidad, por la convivencia pacífica de todas las corrientes, sin jerarquías de ninguna clase. Esta apertura no le hará caer en un relativismo estético, más bien se esforzará en mostrar cómo puede entenderse el arte en una época que ya no está marcada por lo que la historia del arte dice que tiene que ser el arte, a pesar de la intrínseca dimensión histórica de todo arte. En su análisis se pone claramente de manifiesto que la consideración histórica sigue siendo un elemento esencial tanto en la creación e interpretación de obras de arte como en el estudio de la filosofía del arte.

Por todo lo expuesto, puede decirse que aunque Danto puso gran empeño en defender el carácter histórico del arte, no lo supeditó meramente a la historia, del mismo modo que Hegel tampoco lo hizo. No cae en la tentación de afirmar que, puesto que el arte está unido a su concreción histórica, no tenemos manera de juzgar las obras del pasado. Las críticas de arte que desarrolló durante más de veinte años, por otra parte, nos aportan luces acerca de cómo entendía que podían juzgarse las obras de arte concretas en un tiempo posthistórico.7

Desde esta perspectiva, no hay contradicción entre su filosofía de la historia y su filosofía del arte; ni con el sentido hegeliano del fin, con todos sus significados posibles; ni tampoco entre su esencialismo y su historicismo. Su filosofía del arte está plenamente imbricada con su filosofía de la historia y viceversa.

***

La imbricación de mi estudio de la filosofía con mi propia historia vital hace que sea necesario dar gracias aquí a todos aquellos que han ayudado a la elaboración de este libro. En primer lugar, a la Universidad de Navarra, por haberme dado tanto, en lo personal y en lo filosófico. En concreto a los que antaño fueron maestros y hoy son también compañeros: Montserrat Herrero, Jaime Nubiola, María Antonia Labrada, Santi Aurell y José María Torralba. También quiero agradecer su apoyo a los profesores de otras instituciones en las que he podido estar y que han sido cruciales en la elaboración de este libro, como María José Alcaraz, de la Universidad de Murcia; Tiziana Andina, de la Universidad de Turín; y Alessandro Scafi, de The Warburg Institute. Por último, quiero mostrar mi agradecimiento a mis amigos, con una mención especial a Ricardo Piñero y Rosa Fernández Urtasun, además de a mi familia. En concreto, este libro va dedicado a mi madre, Alicia, y a mi iaio Paco, que con su incondicional orgullo leerán este libro desde el cielo.

1. Tal y como afirma Pareyson, «la idea de que la estética es una disciplina moderna es poco menos que un lugar común, pero puede degenerar en un error si se

llega hasta el punto de rechazar el mundo antiguo como fuente de inspiración para el estudio del arte» (1987: 30).

2. Heidegger, especialmente en «El origen de la obra de arte» (1934), analiza el arte desde el punto de vista de su dimensión cognoscitiva. En esta obra se advierte ya el giro fenomenológico de la pregunta por el ser. Mientras que en Ser y Tiempo (1927) esa cuestión le había llevado a indagar el Dasein o existente, en esta obra considera la capacidad manifestativa del ser como verdad. El arte es concebido por Heidegger como un lugar privilegiado de manifestación o inmediación de la verdad. Es lógico, por tanto, que cuando escriba el epílogo de esta obra se refiera a la tesis de Hegel sobre el fin del arte y la trate de refutar (Heidegger, 2010: 11-62).

3. Gadamer aborda directamente este problema en La actualidad de lo bello. Rescata aquí el planteamiento hegeliano sobre el fin del arte y muestra cómo el fin se refiere a que las obras ya no son comprendidas de manera inmediata o intuitiva, sino que están necesitadas de justificación. Frente a esta postura, Gadamer trata de mostrar que hay elementos que nos siguen haciendo actual la belleza del arte, como son el carácter lúdico de las obras, que interpela al espectador y le lleva a interpretarlas; el carácter simbólico, que nos remite a la propia obra (y no a otra cosa); y la fiesta como elemento que nos reúne en el tiempo por encima de la historia (Gadamer, 1997).

4. Sin embargo, hay alguna excepción, entre las que destacan: Carroll (1999), Tozzi (2007), Parselis (2009) y Andina (2010).

5. Considero que esta primera etapa abarca las siguientes obras: «The end of art», artículo publicado en The Death of Art en 1984 (reeditado en The Philosophical Disenfranchisement of Art en 1986); «Approaching the end of art», conferencia ofrecida en 1985 en el Whitney Museum of American Art e incluida en The State of the Art (1987), y «Narratives of the end of art», conferencia «Lionel Trilling» impartida en la Universidad de Columbia, publicada en Grand Street en 1989 (reimpresa en 1990 en el libro Encounters and Reflections: Art in the Historical Present).

6. En esta segunda etapa incluyo: Beyond the Brillo Box. The Visual Arts in Posthistorical Perspective (1992); las conferencias impartidas en la galería Nacional de Arte de Washington en 1995 y publicadas con el título After the End of Art. Contemporary Art and the Pale of History (1997) y The Abuse of Beauty. Aesthetics and the Concept of Art (2003).

7. La mayoría de las críticas realizadas en el periódico The Nation pueden encontrarse publicadas en distintas obras: The State of the Art (1987); Encounters and Reflections. Art in the Historical Present (1990); Philosophizing Art. Selected Essays (1999c); The Madonna of the Future: Essays in a Pluralistic Art World (2000).

1.

La historización del arte

El deseo de comenzar de cero poniendo unos cimientos racionales y seguros al edificio del conocimiento fue uno de los grandes impulsos que propiciaron el comienzo de la modernidad. Por esta razón se ha considerado que su identidad se fue constituyendo, al menos en parte, como una ruptura con todo lo que la precedía.1 El Siglo de las Luces, o siglo XVIII, es percibido por sus propios protagonistas y en adelante como el momento a partir del cual la razón iluminará progresivamente la historia de los hombres.2 Se desarrolla, por tanto, una conciencia de ruptura, de novedad y de confianza en la razón y el progreso que se vuelven esenciales para comprender la modernidad (Vico, 2006; Finkielkraut, 2006).

Esta convicción de novedad no hubiera sido posible sin una conciencia histórica, que se separa del pasado y se proyecta en el futuro. La nueva manera de percibir la historia va acompañada por la seguridad en la razón como guía de la historia, que se convierte en garantía del progreso, una convicción justificada y simbolizada por la aceleración de los descubrimientos científicos que se da en esa época. Por esta razón, no es de extrañar que los estudios que más peso adquieran a partir de entonces sean los históricos y los científico-experimentales.

En el primer punto de este capítulo veremos cómo este afán científico favorece el nacimiento de la estética, y cómo la confianza en la historia provocará un estudio principalmente histórico del arte. Será en este contexto donde nazca el Romanticismo, una corriente cultural que eleva el arte como ninguna otra lo había hecho, hasta hacer de él prácticamente una religión. En este mismo ambiente se desarrolla el idealismo, que a su vez contribuye a una mistificación de la estética. Es el mundo con el que Hegel crece y al que mira de frente cuando habla de arte.

LA CONCIENCIA HISTÓRICA COMO BASE DE LA ESTÉTICA MODERNA

Para llegar a comprender la autonomía que el arte adquirió a partir del siglo XVIII en Europa es necesario contemplar sus avatares históricos. Este proceso parte del progresivo menosprecio con el que se miró en los siglos precedentes el modelo artesanal de producción. Los artistas comenzaron a exigir un nuevo tratamiento a su trabajo, al principio sin distinguir claramente entre arte y artesanía. Sus requerimientos se vieron poco a poco respondidos a través del desarrollo de tres fenómenos que se dieron en paralelo: la creación de los salones y la crítica, la autonomía de la estética y la progresiva unión del arte a los estudios de historia (Bozal, 2004: 19-31).

La creación de los salones y la crítica de arte fue lo que permitió la primera democratización de la visualización de las obras de arte, generando a su vez un público preparado para juzgarlas. La transformación de las colecciones reales en museos fue paralela al desarrollo progresivo de las exposiciones periódicas de artistas vivos, que además de proponer las ideas más novedosas abrían al mercado privado las puertas del arte.3 La iniciativa particular fue asesorada por los reporteros que anunciaban las exposiciones. Sus informes de prensa (que se hicieron regulares a partir de 1759) fueron especializándose hasta formar la base de la crítica de arte.

En segundo lugar, es de gran importancia en el contexto de este trabajo la autonomía que adquirió la estética como disciplina filosófica. Dando un paso más respecto de los planteamientos precedentes de Joseph Addison, Alexander G. Baumgarten o David Hume, Inmanuel Kant elevó el arte del terreno de la sensibilidad al de la racionalidad, ya que, como dice Gadamer, fue «el primero en reconocer una pregunta propiamente filosófica en la experiencia del arte y de lo bello» (1997: 57). En su tercera crítica, la Crítica del juicio (1790), Kant trató de buscar el enlace entre necesidad y libertad en el ámbito estético y presentó la imaginación como la facultad en la que ambos opuestos pudieran reconciliarse (Kant, 2007: 241).

La imaginación productiva se entiende entonces como el ámbito por excelencia de la creación artística y, por tanto, de la libertad. En este sentido, lo importante del hacer artístico es que debe poder considerarse como «naturaleza», en el sentido de que no debe advertirse la coacción de reglas impuestas por el artista. Kant pasa de sus reflexiones sobre el artista a interesarse por la figura del genio, que es quien actúa teleológicamente como la naturaleza pero sin su necesidad.4 Este actuar libre no estaría dado a todo el mundo, sino solo a unos elegidos, a los genios que han sido agraciados con el don de la naturaleza, que es la que da la regla al arte. Este hincapié en la figura del genio, accesible solo a unos pocos, provocó una fuerte subjetivización del arte, tal como le criticaron Hegel5 y, más adelante, Gadamer (1984, I: 75-87). Más allá de las discusiones concretas, la profundización en estos aspectos provocó que la estética, como saber filosófico, adquiriera importancia y lograra constituirse como ciencia autónoma dentro del ámbito de la filosofía en esta época.6

El tercer aspecto de los que he señalado antes, y en el que me detendré más, lo constituyen los cambios que se produjeron en la concepción histórica del arte, que llevaron a querer estipular un recorrido diacrónico de carácter científico sobre el desarrollo del arte. Así como existían tratados sobre la belleza ya en la Antigüedad y en la Edad Media, también en esas épocas se escribieron algunas «historias del arte», pero como ha mostrado Frances Haskell, en ningún caso poseen la ambición de historiar científicamente el pasado artístico (1990, 1994). Nada sería más ajeno a antiguos y medievales, como reseña Yvars, que la concepción del arte como «algo provisto de un sentido inmanente y un desarrollo autónomo, condiciones previas e insoslayables en toda consideración de orden historiográfico» (2004: 137).

Asimismo, es habitual referirse a Vasari como el fundador de la historiografía, pero aunque sus biografías artísticas –como las de Bellori o Burke– supongan un tesoro para conocer las vidas de algunos artistas, no poseen tampoco ninguna intencionalidad científica. De hecho, como señala Germain Bazin, Vasari no creó una nueva ciencia, sino un nuevo género literario: «no la historia del arte, sino la novela de la historia del arte» (citado en Yvars, 2004: 138). Aunque sí cabe mencionar, y más adelante volveré sobre ello, la relevancia que tuvo Vasari en la concepción progresiva del arte, esencial para comprender la configuración de las etapas marcadas por la historia del arte.

La imposición de la metodología científica no llegará hasta la Ilustración, pero a partir de entonces no se escaparán de ella ni la filosofía, ni la historia, ni la historia del arte. Una de las mejores muestras del espíritu científico, sistemático y jerárquico es L’Encyclopédie (1751-1772). En ella se puede ya encontrar la nueva denominación del arte como Beaux Arts,7 término que, gracias a su prestigio, se extendió por toda Europa en las siguientes décadas. El término de bellas artes ayudó a forjar una concepción del arte autónomo y valioso que podría merecer también un estatuto científico que, para la gran mayoría, se cifró en la historia del arte.8

Forma parte de este mismo contexto la larga Querelle des anciens et des modernes vigente en esa época. El debate entre los antiguos y los modernos (más adelante entre los clásicos y los románticos) surge de una concepción histórica del arte que permite defender a los modernos que, si el arte es histórico, lo que servía para juzgar una época ya no es válido para otra. Por eso, la toma de conciencia de los modernos respecto del arte estuvo muy relacionada con el estudio de la Antigüedad. Especialmente significativa a este respecto es la figura de Johann J. Winckelmann (1717-1768), considerado por la gran mayoría como el primero que acomete el intento de realizar una historia del arte que merezca llamarse así (Fernández Arenas, 1990: 71; Bozal, 2004: 23; Shiner, 2004: 139; Olga Hazan, 2010: 47), o al menos el primero que publicó una obra que se presentaba como historia del arte: Historia del arte de la Antigüedad (1764). En esta obra plantea un orden de belleza según el cual se pueden establecer una serie de relaciones de causas y efectos que permiten comparar los diferentes estilos y épocas. Lo interesante es que Winckelmann habla del pasado no como un modelo de grandeza inalcanzable, sino como un proyecto que, de hecho, se debe emular. De este modo, alienta no solo a mirar pasivamente el pasado, sino a proyectarlo como futura construcción.

Además, tal como afirma Bozal, en esta obra se plantea el problema de la objetividad en la investigación histórica y se pone de manifiesto que el modo de hablar del pasado influye en las proyecciones que el lector hace de su época. Winckelmann llama al lector a aspirar a metas tan esplendorosas como la belleza griega. De hecho, está apelando al protagonismo del sujeto histórico como sujeto del cambio, una idea propiamente moderna (Bozal, 2004: 25).

Todo este proceso de historización del arte que se pone de relieve con la Querelle y las obras de Winckelmann viene a mostrar que casi desde el momento en el que la estética se constituye como ciencia se produce una progresiva orientación hacia la filosofía del arte y la historia del arte. Esta orientación no es solo producto del contexto cultural en el que se desarrolla este proceso. No se puede olvidar que las obras de arte poseen dentro de sí la historia, ya que su configuración es indudablemente histórica. Por esta razón, cuando contemplamos las obras podemos trasladarnos a épocas antiguas y mundos desaparecidos. Pero al mismo tiempo, qué duda cabe, su valor no radica solo en ser piezas históricas, sino en que de algún modo trascienden el espacio y el tiempo. Por eso, como afirma Pérez Carreño, la historicidad conforma el arte de una forma peculiarísima, distinta a cualquier otro ámbito:

Poseer una historia no significa percibir lo anterior como meras etapas preparatorias para alcanzar el presente, sino como momentos ineludibles de la comprensión del presente. No pensamos y disfrutamos las obras de arte de la Antigüedad como propias sólo históricamente, sino como algo presente, como momentos de nuestra tradición: algo pasado en el presente. En este sentido, sólo porque el arte es histórico, algo del pasado, es también atemporal (2003: 380).

De todos modos, si bien es cierto que esta unión siempre se ha dado y siempre se dará, también lo es que la relevancia histórica del arte, entendida como distancia, como generación de una perspectiva temporal, fue desarrollada especialmente por la estética romántica, que dio gran peso a la historia y a la conciencia histórica. Dentro de ese contexto de exaltación histórica, artística y científica es donde debe comprenderse la filosofía del arte de Hegel.

Siendo así que comparte con ellos la voluntad de historización, sin embargo, cuando Hegel trata de mostrar que el arte no se mueve solo en el ámbito sensible, sino también en el intelectual, está sin duda haciendo una afirmación general, pero también se está enfrentando de manera concreta al entusiasmo romántico del grupo de los Nazarenos y del Athenäum.

LA CONCEPCIÓN ROMÁNTICA DEL ARTE

Son muchas las cuestiones filosóficas presentes en el origen del Romanticismo y no se trata de analizarlas todas. Deseo centrarme en mostrar cómo la estética y el arte fueron catalizadores de las inquietudes de la mayoría de los intelectuales, un punto de confluencia en el que muchos creyeron encontrar la solución a los problemas con los que se enfrentaban.

El Romanticismo se desarrolló en diferentes núcleos literarios, como el de Sturm und Drang, y filosóficos. Dentro del ámbito filosófico destaca el movimiento congregado en torno a los hermanos Schlegel y su revista Athenäum (1798-1800) (Martínez, 1992: 71-93), llamado también el Círculo de Jena o los Frühromantik de Jena. De hecho, fue Friedrich Schlegel el que acuñó el sustantivo romanticismo, que en un principio se usó para aludir a un tipo de literatura de comienzos del siglo XIX que miraba hacia lo medieval. Con el tiempo, sin embargo, la literatura romántica se desarrolló, fue adquiriendo diferentes matices y este concepto se amplió, a pesar de que algunos consideren que es mejor seguir utilizando el término de forma restringida (Lovejoy, 1974: 66-81). Ya en el siglo XX, autores como Wellek lo definieron a través de una serie de rasgos comunes que nos permiten hablar de una corriente intelectual y cultural europea. En concreto, los tres rasgos básicos para él son la imaginación como fuerza de la poesía, la naturaleza como idea del mundo y la mitología y la simbología como formas de expresión poéticas (Wellek, 1974: 181-206).

Ciertamente, las ideas del movimiento no afectaron solo a la literatura, ni a Alemania, donde nació, sino que se expandieron por Europa y consiguieron llegar a definir toda una época. A su vez, hay que tener en cuenta que se trata de un movimiento con un carácter tan definido que romanticismo llegó a convertirse también en un término común. Como afirma Safranski, «el romanticismo es una época. Lo romántico es una actitud del espíritu que no se circunscribe a una época» (2009: 14).

Aquí me interesa contextualizar el momento en el que Hegel escribe, y por eso me centraré solamente en el romanticismo alemán. En él confluyen, en una misma generación que va de 1770 a 1840, los principales representantes del idealismo y el romanticismo.

Frente al espíritu ilustrado, los románticos consideraron la idea de belleza como el eslabón perdido «entre las leyes de la naturaleza, instituidas por el entendimiento, y el uso múltiple e indefinido que la razón hace de esa diversidad de leyes particulares» (Sánchez Meca, 2013: 146). En este marco, el acto estético sería el culmen de la razón, en el que la necesidad del entendimiento y la libertad de la imaginación se integran con vistas a un fin. Lo que los románticos descubren del sentido estético es que no implica una relación determinante con los objetos, por lo que la obra de arte se convierte en el símbolo en el que la libertad se realiza o, al menos, donde «podemos intuir cómo podría ser el mundo si la libertad se realizara» (Sánchez Meca, 2013: 146).

Así, comienza a desarrollarse lo que Innerarity denomina una mitología de la razón, que, frente el mecanicismo científico ilustrado, trata en la época romántica de sintetizar todas las potencialidades de la razón.9 Además, también se desea revalorizar el papel de la imaginación, de la sensibilidad y del poder cohesionador que siempre han tenido los mitos para el ordenamiento político y social.10

Esta remitologización de la belleza forma parte de una vuelta al mito en distintos ámbitos de la cultura impulsada por el movimiento artístico Sturm und Drang y especialmente por Johann G. Herder (1744-1803). Este conocido autor escribe en 1767 «De la nueva utilización de la mitología», un artículo en el que reflexiona sobre la estructura poética de los mitos y su papel para interpretar la historia, y en el que propone la necesidad de crear una mitología política adecuada a la nueva situación histórica.

Herder contribuyó también de manera singular al desarrollo del sentimiento de nación en Alemania a través de sus destacados trabajos como lingüista. Su interés por el lenguaje le llega a través de Johann G. Hamann, para quien el arte es un lenguaje cifrado en el cual lo invisible, que es Dios, habla a través de lo visible, de la belleza, del arte.11 Herder daría un paso más allá al resaltar que Dios también habla a través de la historia. Como apunta Isaiah Berlin, para este padre del Romanticismo «los diferentes sucesos históricos, que son interpretados como sucesos empíricos ordinarios por historiadores ignorantes, son en realidad métodos por los que nos habla lo divino» (Berlin, 2000: 76).

La relevancia que Herder otorgó a lo histórico influyó a su vez en una nueva concepción del conocimiento histórico que tendría en cuenta el propio transcurrir de la historia. Esta nueva concepción herderiana partía de acontecimientos individuales de los pueblos con el fin de realizar una historia general de la civilización humana, finalidad que sobrepasaba con creces las ambiciones de Winckelmann.

Este fuerte peso que los autores románticos dan a la historia en sus obras está esencialmente relacionado con la densidad histórica de los propios acontecimientos que ellos viven durante esas décadas y la interpretación trascendental que les dan. Por ejemplo, al producirse el emblemático levantamiento del pueblo en la Revolución francesa, en un primer momento todos idealizan la Francia revolucionaria. Sin embargo, tras la exaltación inicial, pronto ven truncados los ideales que habían impulsado la Revolución. Es más, del entusiasmo pasan al rechazo cuando Napoleón trata de invadir Alemania. Además, la resistencia a lo francés no es para ellos solo una cuestión política, sino plenamente espiritual, puesto que en el giro que está dando a sus planteamientos, Francia se convierte en representante de un laicismo que está corroyendo Europa. De ahí que los alemanes se sientan con una mayor necesidad de contraatacar intelectual y artísticamente.

En este contexto, como veíamos, el arte comienza a configurarse como el ámbito en el que recuperar la libertad, lo infinito y lo divino, además de traer a la conciencia un pasado marcado por la armonía y la unidad social. Los románticos son conscientes de la influencia que tienen la estética y el arte en el espíritu individual y en el espíritu de los pueblos. Para Friedrich Schiller, por ejemplo, la libertad no surge de una revolución política, sino de la experiencia estética, que solo el arte brinda. En sus Cartas para la educación estética del hombre (Über die ästhetische Erziehung des Menschen, 1795), el autor se apoya en el libre juego de facultades kantiano y lo defiende como lo propio del sentimiento estético, pero cifrando la armonía entre imaginación y entendimiento en el «instinto de juego» (Spieltrieb). El arte se muestra aquí como el lugar en el que el hombre se libera de la necesidad e inventa la vida:12 de hecho, presentar el arte como juego significa asumir su falta de finalidad, de imposición y de utilidad. Schiller considera que el arte eleva las divisiones internas que plantea el mundo moderno y reunifica nuestra naturaleza sensorial y espiritual, de modo que las acciones morales y políticas ya no vienen externamente, sino que están integradas de tal modo en la persona que esta es libre al realizarlas.13

Schiller tratará el tema de la unidad perdida en Sobre la gracia y la dignidad; Sobre la poesía ingenua y poesía sentimental (1985), donde contrapone la poesía antigua a la moderna. Considera que la ingenuidad de la poesía antigua significa que en aquellos tiempos el sujeto no se sentía contrapuesto a la naturaleza, sino que vivía en unidad armónica con el mundo. Era precisamente esa armonía la que hacía innecesaria la mediación de la reflexión. Sin embargo, el sujeto de la época moderna ha perdido ese mundo y esa armonía, y la distancia que siente entre su sensibilidad y su inteligencia no le permite encontrar soluciones. La conciencia de la escisión con el mundo, con la naturaleza, lleva consigo un aumento de la reflexividad que se transmite a la poesía que realiza. Es a través de la reflexión como el poeta reconstruirá dicha armonía. Por tanto, para Schiller, aunque la grieta del mundo moderno incremente la nostalgia, también estimula la reflexión y enriquece el arte. Dicha reflexividad, que va a marcar todo el arte hasta nuestros días, comporta el traslado del foco de lo bello a lo «interesante». Aun así, Schiller trataba de alcanzar un tercer estadio que reconciliara las dos épocas. Esta síntesis hubiera debido ser la plenitud del Romanticismo.

En esta contraposición entre sujeto y naturaleza, como afirma Marchán Fiz, lo que está en juego no son dos épocas, sino dos maneras o modos de sentir. En este sentido, Schiller estaría «elevando el estadio histórico a la categoría de un estado estético» (Marchán Fiz, 2010: 214). En efecto, lo que aquí late no es solo la querella contra los modernos, sino el peso de la conciencia histórica que se va a desarrollar a lo largo del Romanticismo. Esta mirada al pasado, a lo clásico, a lo mitológico, no solo es un rechazo de la Ilustración, sino que se convierte en el sello de identidad del movimiento romántico.

Desde que Winckelmann exaltara el mundo antiguo contraponiéndolo con el moderno, se había considerado la escultura griega como el modelo supremo del arte, no solo por su perfección estética sino por simbolizar la unión de arte y religión cohesionadora de la civilización griega. Así, como explica Gadamer, al llevar a cabo la inversión de valores de lo nuevo por lo antiguo, el Romanticismo compartió el prejuicio ilustrado de la concepción de la tradición como contrapuesta a la libertad racional. De esta manera, concluye Gadamer, «la crítica romántica a la Ilustración desemboca así ella misma en Ilustración, pues al desarrollarse como ciencia histórica lo engulle todo en el remolino del historicismo» (1984: 343).14

Por último, quisiera nombrar algunas obras que influyeron en el modo del comprender el arte en esta época. Entre ellas hay que destacar la gran influencia que tuvieron Efusiones del corazón de un hermano lego amante del arte, de Wackenroder (1796-1797) y Fantasías sobre el arte, de Tieck (1799), en las que se transmite la idea de que el arte y la religión se asientan sobre el sentimiento. Estos autores consideran que el lenguaje solo es expresión del entendimiento y que, por tanto, solo con él no somos capaces de acceder a lo divino, algo que solo puede conseguirse a través de la Naturaleza. Es el sentimiento lo que nos permite una vinculación con Dios, presente en su creación. De ahí la importancia del lenguaje del arte, ya que «el arte es la prolongación creativa de la Naturaleza armónica por medio de los hombres» (Jamme, 1998: 17). De ahí que el arte se vincule cada vez más con lo religioso y adquiera progresivamente un sentido redentor o salvador, que estará presente en una gran parte de esta generación de autores. El arte vendría también a cubrir la función modeladora que la religión habría tenido en otras épocas,15 asumiendo así una función sin dueño. De hecho, durante esta época el arte llega a concebirse como una dimensión superior a la religión.

La religión del arte

La vertiente del espíritu romántico que mira hacia la historia pasada fue la que impulsó en los albores del siglo XIX una investigación sobre los mitos antiguos que configuró la conciencia de esta generación y que se amplió también a otros aspectos de identidad cultural: frente a los antiguos, ellos son los modernos; frente a Oriente, ellos son Occidente; frente a los paganos, ellos son cristianos. Esta misma mirada hacia la historia hace que algunos autores tiendan también a idealizar la época medieval como aquella en la que el esplendor de la religión vibraba en todos los ámbitos de la sociedad. Dicha idealización va dela mano de la estrecha relación entre arte y religión que acabamos de ver, que llevará a concebir el arte como una nueva religión capaz de aunar los espíritus tanto individual como socialmente.16

La recuperación de la vieja pintura alemana tardomedieval, así como de la pintura holandesa de los siglos anteriores, suscita un creciente interés por un arte que había quedado sumido en el olvido y el desprestigio a causa de la concepción iconoclasta del protestantismo, al menos especialmente desde Calvino (Honour y Fleming, 2002: 471). Esta revitalización artística tuvo una gran repercusión en los pintores alemanes, puesto que los lleva a sentirse, como afirma Domínguez Hernández, «con referentes pictóricos propios frente al modelo tutelar y académico de los italianos y los franceses» (2003: 133).17 Esta autoestima reflejada en el arte pronto pasó a ser parte de la configuración nacional y patriótica frente a la ocupación napoleónica comenzada en 1801. A su vez, estos acontecimientos fortalecieron una idea de la pintura que alimentó el sentimiento de resistencia contra la ocupación francesa y su cultura, lo que dio lugar al desprecio por la formación francesa que se había dado hasta entonces en las academias de pintura alemanas. En este contexto se forma un grupo de artistas llamados «los Nazarenos». Los promotores de este grupo fueron Johann Friedrich Overbeck y Franz Pforr, quienes fundaron en 1809 una especie de cofradía llamada La Liga de san Lucas (Lukasbund), a la que se unieron Hottinger, Wintergest, Vogel y Sutter.18 Entre los ideales que defendían se encontraba el de una pintura patriótica y cristiana, llegando incluso a adoptar una visión cultual del arte según la cual este debía abandonar la búsqueda del esplendor formal para hablar directamente al corazón.

La centralidad que el protestantismo otorgó desde sus comienzos a misterios como la Santísima Trinidad había implicado un fuerte viraje desde lo que habían sido las representaciones populares de santos (y muy especialmente de las imágenes marianas) hacia la abstracción, y dificultó cualquier tipo de representación divina. De ahí que entre los pintores románticos se produjera un desplazamiento de las representaciones humanas hacia el paisaje con la intención de recuperar la espiritualización del arte. Especialmente puede verse esta búsqueda simbólica en las obras de Caspar David Friedrich, en las que los personajes se ven superados por la inmensidad del paisaje, como en el caso de La Cruz en la montaña (1807) o El monje junto al mar (1809).19

Si bien el anhelo trascendente está presente en toda la corriente romántica, al grupo de los Nazarenos no les bastará una espiritualidad abstracta como la que recoge Friedrich, sino que reclamarán una sensibilidad tan concreta como la que busca recuperar la vida de los pasajes narrados en el Antiguo y Nuevo Testamento.20

Esta convicción, junto con la pasión por la Edad Media y la pintura de Rafael, llevó a los Nazarenos a realizar una obra donde primaban, por encima de todo, los temas cristianos. Entre su producción, la obra más importante y representativa es El triunfo de la religión sobre las artes (1840) de Overbeck. Esta obra fue acompañada de un texto del propio autor en el que resumía todo el programa de renacimiento de la pintura cristiana. En él puede leerse: «Las artes son celebradas aquí sólo en la medida en que contribuyen a la glorificación de Dios y, de esta manera, forman una de las flores más delicadas con las que aparece adornada su Iglesia» (Overbeck, 1999: 165).

Como puede verse, el programa está aquí por encima del propio arte, la forma está al servicio del contenido. Este hecho hará, por un lado, que la obra de estos autores en su conjunto no alcance una gran calidad, que sea escasamente valorada y duramente criticada, especialmente por Goethe. Es cierto que esta «belleza cristiana» no radica en un nuevo estilo especialmente armónico o elegante. Lo que Friedrich Schlegel defiende es la belleza del espíritu cristiano que toma conciencia de sí. En este sentido, la naturaleza del nuevo arte es «ser un arte siempre anhelante, que no hace sino indagar en pos de la Idea suprema y es concebido como una perpetua búsqueda» (Schlegel, 1999: 137). Es decir, un arte inspirado por la devoción y que mueva a la devoción.

A pesar de la mediocridad de los resultados artísticos, la teoría pictórica y el programa de los Nazarenos fueron influyentes no solo en su época, como mostraré a continuación, sino también más adelante, puesto que supusieron el desarrollo de una teoría del arte que pasaría a formar parte de todo el arte contemporáneo.

El incremento de carga filosófica de esta corriente vino determinado por la relación que estos autores tuvieron con el ya citado círculo de intelectuales románticos que se reunieron en torno a la revista Athenäum. En ella encontramos a los hermanos August (1767-1845) y Friedrich Schlegel (1772-1829), los verdaderos artífices intelectuales de este grupo. Al primero le debemos el desarrollo de la idea que asimila el arte con la pintura: August Schlegel entra en discusión abierta con Winckelmann y afirma que, si bien el arte antiguo es un buen modelo de unión de arte y religión, no deja de representar el paganismo antiguo. Para la representación de la fe moderna es mejor la pintura, pues, a través de ella, la religión cristiana podría seguir explotando la sensualidad del arte para configurar sus historias y mensajes, así como mover a la devoción de los fieles. Los Schlegel comprenden la vuelta a los temas y las formas medievales no solo como una propuesta estética, sino como una revolución con implicaciones políticas.21 Por esta razón, Friedrich Schlegel, tras convertirse al catolicismo en 1808, llevó a cabo toda una campaña política en defensa de los Nazarenos. Pudo llevarla a cabo gracias a que fue representante ante Prusia de la política cultural de Metternich. Los defendió especialmente en tres ocasiones por escrito, siendo la más significativa aquella en la que se enfrentó directamente con la crítica ejercida por Goethe a una de sus exposiciones.22

Por eso, lo más importante de esta discusión, que podría parecer marginal, es que tras ella se esconde el importante viraje del Romanticismo. Si hasta entonces el Romanticismo se había centrado en la nostalgia (Sehnsucht) de los temas y valores del pasado y en el intento de recrear ese pasado,23 ahora ese ideal se proyecta en un futuro. Ya no se trata de buscar los orígenes de la identidad, sino de definirla para tener un ideal que alcanzar como nación.

Este cambio que se cataliza alrededor de las discusiones sobre arte y religión hubiera sido inconcebible sin la noción, que ya está en Johann Gottlieb Fichte y también encontramos en A. Schlegel, de la historia como un «desarrollo dialéctico impulsado por el antagonismo entre naturaleza y libertad» (Sánchez Meca, 2013: 186). En este sentido, el debate que se genera en el seno del Romanticismo sobre dónde colocar la mirada incrementa la conciencia que estos filósofos tienen de ser sujetos históricos. Pero no solo eso, sino que además transforma la manera de entender la historia.24 El peso de la historia, en efecto, se traslada del pasado al futuro, por lo que se comienza a entender como el progresivo camino del espíritu hacia la libertad, perspectiva de vital importancia para comprender toda la filosofía de Hegel.

Pero para que el contexto de la exaltación romántica del arte sea completo, es imprescindible atender también a la mistificación idealista del arte, el proceso en el que se llegan a considerar la razón estética y el arte como el ámbito de reconciliación de la necesidad y la libertad.

La mistificación estética del idealismo

Para entender este segundo aspecto de la exaltación romántica del arte es necesario atender a otro núcleo de gran importancia en el Romanticismo. Se trata del que redacta el manifiesto del idealismo alemán, el Ältestes Systemprogram des Deutschen Idealismus (1796). De esta obra solo queda una copia manuscrita por Hegel, escrita en primera persona, pero también se ha atribuido a Hölderlin y Schelling, y es posible que lo hicieran los tres en común.25 En este breve pero intenso texto puede verse tanto la vinculación que para ellos tiene la noción de mitología (filosófica)26 con la razón, como la opinión compartida sobre el arte como algo sublime. Así, puede leerse en él: «Estoy ahora convencido de que el acto supremo de la razón, al abarcar todas las ideas, es un acto estético, y que la verdad y la bondad se ven hermanadas sólo en la belleza» (Hegel, 1984b: 220). Es aquí también donde aparece la poesía como culminación del arte y síntesis final que asume el inicio: «La poesía recibe así una dignidad superior y será al fin lo que era en el comienzo: la maestra de la humanidad» (Hegel, 1984b: 220).

De entre los tres amigos, quien se acercó con más profundidad a la poesía fue Hölderlin, pues solo él la cultivó en obras de creación y dedicó su vida a desarrollarla plenamente. Una de las mejores muestras de profunda filosofía poética es su novela Hiperión o el eremita en Grecia (Hölderlin, 1983), en la que el personaje principal, Hiperión, sueña una y otra vez con rescatar el mundo griego ya inexistente, un mundo que representa la unidad con la naturaleza frente al sistema mecánico del Estado moderno en el que ya no hay lugar para los dioses. En efecto, tanto la poesía de Hölderlin como sus escritos sobre religión tratan de recuperar el espacio de lo divino. Y para él lo divino no se manifiesta a través de la memoria –historia– ni del pensamiento –filosofía–, sino a través de la imagen poética. Como recuerda Jamme en su estudio sobre el mito, frente a las posiciones de los idealistas que consideraban que Dios era lo encubierto que se iba revelando, para el poeta, Dios no se revela nunca por completo, por esa razón solo puede entreverse en las creaciones poéticas.

Fue Hölderlin el que movió a Friedrich Schelling y el Círculo de Jena a interesarse por el arte. A su vez, Schelling desarrolló de tal manera la relación entre la filosofía y el arte que se convirtió en el filósofo de los románticos, especialmente por la importancia que otorgaba a la intuición y la fantasía. En este punto, es necesario aclarar que, a pesar de que la mistificación del arte fue asumida por muchos de los integrantes de esta generación, es necesario distinguir el grupo que se constituye alrededor de Schelling del núcleo de los filósofos y poetas que dieron cuerpo al idealismo. Si bien ambos grupos pertenecen a la misma generación, beben de las mismas fuentes y ahondan en los mismos temas, la diferencia es que, frente al énfasis que los primeros ponen en el sentimiento y la imaginación, el idealismo alemán no se desembarazará en ningún momento del poder especulativo de la razón.

En el desarrollo que Schelling hace del idealismo y, en concreto, al hablar de su interés por la imaginación, es imprescindible aludir también a la influencia de Fichte. Llega este último a la convicción de que el conocimiento no parte del fenómeno, sino del propio sujeto, que es la base del idealismo alemán. Sin embargo, mientras que en Fichte el conocimiento del yo resulta irreductible, Schelling pretende hacerlo compatible con la naturaleza (un no-yo para Fichte y, por tanto, no sujeto de la filosofía).

A su vez, también debemos tener en cuenta la estrecha relación que en Schelling tiene la naturaleza con el arte, ya que ambos parecen ser producto de una fuerza creadora inconsciente. De ahí que vea el arte como el lugar de reconciliación y unidad de la naturaleza y del hombre.27 Considera que la naturaleza no puede ser ajena al espíritu y, por tanto, si entendemos la fuerza que está operando en la naturaleza, entenderemos el espíritu. En este punto, Schelling se hace eco de la idea organicista de la naturaleza tan reiterada por los románticos y que afirma que la naturaleza es voluntad inconsciente, mientras que el hombre es voluntad ya consciente de sí misma. De esta razón se deriva no solo que el infinito se manifieste en la naturaleza finita, sino que esta sea uno de los lugares a través de los cuales el ser humano puede alcanzar lo infinito. De ahí la importancia del arte: como la tensión entre lo infinito de la conciencia y lo finito de lo natural no es tematizable, queda expresamente reservada al arte, puesto que, como explica Inciarte, «sólo el arte consigue, gracias a la imaginación creadora, reconciliar lo irreconciliable, sintetizar lo finito con lo infinito, la consciencia con la inconsciencia» (2012: 73).

En 1800 Schelling publicó Darstellung des Systems meiner Philosophie, en el que intenta superar las aporías en las que estaba embarcada la filosofía durante estos años. Afronta la tríada arte, religión y filosofía, pero al contrario que en Hegel, aquí el arte ocupa el lugar más alto del sistema, pues «sólo a él le puede ser dado satisfacer nuestro esfuerzo infinito y solucionar en nosotros la contradicción última y extrema» (Schelling, 2012: 130).

Esto se entiende si se tiene en cuenta que, para Schelling, la intuición intelectual que está en juego en la filosofía solo otorga lo que se sabe, mientras que el arte aporta la identidad de lo subjetivo y lo objetivo.28 En este sentido, el arte eleva al hombre al conocimiento supremo por encima de dualidades y, por eso, es el terreno de la libertad. El arte es el obrar libre en el que se resuelven las contradicciones, y la figura que encarna la libertad no podría ser otra que la del genio, pues él produce desde la subjetividad pero con libertad.29 De ahí que la figura del genio se acabe volviendo clave a partir de esta época, ya que encarna la auténtica subjetividad libre. Además, si con la obra de arte se puede explicar cómo lo infinito puede manifestarse en lo finito, de manera similar el ser humano podrá alcanzar lo que para él sería imposible: la Infinitud. Por todo ello, el arte se le presenta a Schelling con un carácter de totalidad superior a la filosofía.