Erhalten Sie Zugang zu diesem und mehr als 300000 Büchern ab EUR 5,99 monatlich.
Lo bello está siempre enfrente, en todas partes, a todas horas. Se extiende sobre los cuerpos, el ocio y las pantallas hasta saturar nuestro campo de visión. Lo buscamos con avidez y lo encontramos como una segunda piel que define nuestra forma de relacionarnos con lo real. Contra el exceso cegador de un mundo completamente estetizado, Pablo Caldera reivindica una mirada que atienda a sus sombras, sus vacíos y sus lapsus. Una mirada antiestética. El fracaso de lo bello da cuenta de la lenta muerte de una crítica carcomida por la precariedad y sin margen para desligarse del ritmo que impone la industria y su incesante producción de novedades. La alternativa que propone este libro es un tipo de crítica ágil, capaz de evidenciar los puntos ciegos de la estética e identificar los síntomas de la cultura contemporánea. Audaz como para ver la ideología que esconde un osito de peluche o detectar en el nuevo cine cruel un tipo de espectador que percibe la violencia sin implicarse en ella. Con una prosa imaginativa, híbrida entre la teoría, la sátira y la fabulación, Pablo Caldera da forma a un ensayo fundacional que revitaliza la manera de pensar y escribir sobre el arte y el cine. «Ahora, cuando el Ártico se deshiela y el panorama de contemplación que nos rodea se transforma en un limbo entre lo analógico y lo digital –entre lo político y lo pospolítico–, se hace tanto más necesaria una inflexión como la que se presenta en este libro, que muestra los vacíos de la disciplina y "los espacios en blanco del gusto común"». _Eloy Fernández Porta
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 228
Veröffentlichungsjahr: 2021
Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:
A Benot, que me dio el título y lo contradice
El punto de vista estético sobre el mundo ¿consiste esencialmente en la contemplación del mundo a través de una mirada feliz?
Ludwig Wittgenstein
Prólogo
Eloy Fernández Porta
La belleza:Epic Fail!
Una mañana en los juzgados
«Sintiéndose como un mafioso en un interrogatorio del FBI, una señora trata de encontrar una coartada para la sonrojante lista de reproducción de Spotify que había preparado para su sesión diaria de running». Esta noticia, publicada en The Onion, habla a las claras de un fenómeno que, con frecuencia y sin éxito, intentamos soslayar: la pervivencia del juicio –de su presión y su fuerza– en un momento histórico en que, como bien se señala en las páginas que siguen, la disciplina de la estética suele ser considerada cosa del pasado y el juicio parece haber quedado disuelto, o más bien suspendido, en la miríada de franjas del mercado cultural, en las subjetividades de nuevo cuño, en el vaivén de las tendencias. «Se dice –escribe Pablo Caldera, y nuestra runner lo confirma– que para gustos, los colores, y luego se categoriza socialmente en función de gustos estéticos». No es casual que fuera el principal medio satírico –fuente, a su vez, de El Mundo Today– el que atinara a plantear ese asunto y su forma distintiva: en efecto, el juicio emerge como si se tratara de una chanza, porque solo así, de manera ladina, puede hacer sentir su severidad, que, como quien no quiere la cosa, crea categorías de subjetividad, de moral, de ser e incluso –hasta ese punto– placeres culpables, musicales o de otro orden.
Velaske, ¿yo soi antiestética?
El término antiestética debe buena parte de su fortuna crítica al volumen de ensayos editado por Hal Foster en 1983. Para Foster, teórico también de la abyección y de la emergencia, tomar partido por lo anti- no implica asumir una más de las posiciones contra mundum que desde las vanguardias han menudeado, sino hacerse cargo de la propia negatividad que subyace en el concepto de Modernidad: sus lapsus, vacíos, cesuras y censuras. Implica ello poner en cuestión «la idea de que la experiencia estética existe más allá de todo “propósito”, más allá de la historia, y de que el arte puede ejercer un efecto a la vez intersubjetivo, concreto y universal». Uno de sus discípulos, Christopher P. Heuer, ha buscado recientemente los orígenes del pensamiento antiestético antes de la época posmoderna. Y los ha encontrado en el siglo xvi, en el Ártico: en las primeras representaciones visuales y escritas de glaciares, icebergs y extensiones gélidas realizadas por marinos ingleses. La distorsión cognitiva, la falta de escala, la anamorfosis y una inquietante confusión de la materia (neither land nor sea) constituyen sus rasgos distintivos. Ahora, cuando el Ártico se deshiela y el panorama de contemplación que nos rodea se transforma en un limbo entre lo analógico y lo digital –entre lo político y lo pospolítico–, se hace tanto más necesaria una inflexión como la que se presenta en este libro, que muestra los vacíos de la disciplina y «los espacios en blanco del gusto común».
Biopolítica del feo de tele
Como señaló Jean-Luc Nancy, la expresión «cuerpo estético» es una redundancia: toda corporalidad lo es. Más aún: lo corporal es la cosa de la Estética. En la misma línea, Caldera: «No es que haya una visión estética de las cosas, es que nuestra visión de las cosas es principalmente estética». Quizá sea el cine la práctica creativa en que este principio revela todo su alcance. Decía Elfriede Jelinek que como espectadores adquirimos la potestad de contemplar la cara de las estrellas: hemos llegado a sentir que esa mirada nuestra sobre su rostridad es un derecho humano. Podríamos llamarlo «derecho número 31». Con él viene una sensación de extrañeza cuando ese rostro no se corresponde con lo que estamos habituados a esperar del sistema de producción mediática. Lo pone en evidencia aquel capítulo de Los Simpson en que Moe es llevado a un programa de televisión y la regidora, al verlo, abronca al director de casting: «¡Cuando te dije que quería a un feo me refería a un feo de tele; no feo-feo!». Los feos de tele, las mujeres Dove, los actores premiados por el papel para el que engordaron veinte kilos y las actrices celebradas por la película en que una diestra maquilladora usó sus mejores mañas para lograr que no parecieran del todo agraciadas son esas figuras ante las que ejercemos nuestra aquiescencia, rebajamos nuestras razonables expectativas: nuestras exigencias. En una nueva trampa ideológica, el paulatino proceso por el que se aceptan los llamados «cuerpos diversos» –sus desviaciones de los cánones de belleza– se configura entonces como si se tratara de un mérito del contemplador, que, gourmet de visiones, sabe perdonar cuando es preciso.
Teddy Bear Théorie
Dios guarde a quien habla sobre peluches, pues habrá de internarse en algunos de los más peligrosos vericuetos del pensamiento sobre el consumo. Por Donna Haraway sabemos que en ese objeto decorativo y transicional se encuentra una de las imágenes del Poder, pues, como observó en su visita al American Museum of National History, «en el mundo al revés del Patriarcado del osito Teddy, la vida se construye mediante el oficio de matar, no en el accidente del nacimiento personal y material». Mike Kelley, por su parte, descubrió en el muñeco, generosamente regalado a un niño, la trampa del obsequio, que convierte al receptor «en un esclavo de su deuda», a la vez que vio en los peluches hechos a mano siniestras «proyecciones inconscientes del autor». Más cercano a Kelley, y remedando, como hizo el artista de Detroit, las lecciones warholianas sobre el igualitarismo social, el autor de El fracaso de lo bello identifica, en su minucioso análisis del osito, un «catalizador afectivo» donde se revelan las cualidades superficiales de la estética: la belleza y la ternura, pero también esa transversalidad de clase que lo hace presente en todos los hogares, a la vez que ausente, solo en apariencia, de los regímenes de evaluación y estudio. Más peligro hay en ese juguete impertérrito –y más sentido– que en muchos de los panfletos del autoproclamado «arte comprometido» que llena de tibias indignaciones las bienales y kunsthalles de hogaño.
Sea Vd. inclemente
En un artículo publicado en Zenda,Caldera se fijaba en las representaciones visuales que el cine nos ha dado de sus propios espectadores, y las resumía en tres categorías: embelesados, confundidos o emocionados. En ese repertorio se echaba en falta al espectador indiferente: el que, desengañado una vez más, «no está mal, pero y qué», se resigna a haber visto, como decía una viñeta del New Yorker, another forgettable movie. Pero el sentimiento de indiferencia adquiere una faceta más grave de la que puede suponerse. Cuando se trata de la indiferencia moral ante la violencia o la desgracia ajenas, esa emoción pone en crisis la idea de actitud desinteresada que constituye uno de los atributos tradicionales del acto de contemplación. Al menos desde el manifiesto del théâtre de la cruauté de 1931, las artes se han situado ante el espejo de la crueldad, que les muestra su imagen invertida: barbarie en el escenario, demasías corporales y convulsión de la ética. Podría decirse, en este sentido, que los fuegos de la crueldad se han trasladado desde las técnicas de la representación hasta la psicología del espectador. Para los directores de cine que han abordado este tema en nuestro siglo, parece indispensable imaginar, antes que a sus personajes, al cinéfilo como depósito de todas las bajas pasiones, voyeur sadiano o público inclemente y regocijado de ver una decapitación. De ahí que la antiestética se nos aparezca, a su vez, como una cartografía de los sentimientos inmorales.
A toda crítica
«Todo el mundo puede ser ya un crítico sin gozar de su estatus». Esta certera prognosis sobre el estatuto de la producción crítica en el hiperconsumo nos sitúa, en un ejercicio de ciencia ficción, ante el escenario de una monstruosa inversión de los papeles. Un porvenir de kritik sin objeto cultural del que ocuparse. Un mañana metacrítico y desobrado. Videorreacciones a videorreacciones. Comentarios a stories en páginas de Instagram muertas. Seis reseñistas en busca de autor. Prescriptor y Estragon esperando a Godot. Cazatalentos en la sabana. Popes sin promesas. Polemistas sin pólemos. Sin polis. Hooligans sin estadio. Groupies solitarios y fans fatales de bandas inexistentes. Acaso de ese modo llegará la realización completa del arte de la crítica, al fin liberada de su objeto de deseo, exonerada de las fatigosas atribuciones con que el humanismo la ha aureolado, tras haber soltado ese peso, ese lastre –¡agh, lo bello!– al que Perniola denominó «una impostura de origen griego».
Prefacio Lo que está enfrente
Ante la pregunta de si la vida merecía o no la pena, él siempre respondía que sí, y le bastaba un motivo para afirmarlo: la belleza. Otros habrían añadido más cosas a la lista: el amor, el tiempo, el deseo, el dinero, la bondad, el viento, el calor, la dicha… Pero a él le era suficiente con la belleza. Y hablaba de ríos y mares lejanos y de cosas más simples: de una cafetera italiana, de un libro o de las manzanas de Cézanne, de la imaginación y del consuelo. ¿Habríamos de considerarlo un ingenuo o bien, armonizando sutilmente su descripción, podríamos llamarlo simplemente un soñador? O un egoísta, un subjetivista violento, un pensador ramplón, un héroe estético. ¿Qué tenía su mirada para percibir lo bello por doquier? ¿Qué brillo penitente, qué mística sangrante lo condujo a supeditar su vida a la belleza, a ignorar las sombras, a perder la razón de la mirada?
Uno de los mejores apuntes sobre la contemplación lo señaló Jean-Paul Sartre, en un texto de viajes. El filósofo visitó Venecia en múltiples ocasiones, y al final se acabó jactando de conocerla al dedillo. Le parecía el epítome de la belleza. En 1953, en un arrebato estético-existencial escribió una crónica en la que afirmaba que aquello no era una isla, sino un archipiélago. Esa dulce mentira le permitía afirmar que Venecia era imposible de mirar porque, en ese archipiélago de orillas, el objeto de deseo siempre estaba enfrente. Poco importa que nos situemos en Giudecca o en el borde de la plaza de San Marcos: siempre va a haber algo enfrente que nos convoque y que tense nuestra atención. Si ese fragmento de Sartre compone sin pretenderlo una cierta imagen de la belleza, también funciona como sinónimo de la tristeza. La vida en otra parte, siempre al otro lado. La felicidad inalcanzable y ahí enfrente, por mucho que se cruce el canal o el foso o el río; siempre presente y próxima, y, sin embargo, escindida de todas las posibilidades. Estoy casi seguro de que él no llegó a leer nunca el texto de Sartre, pero, de haberlo hecho, habría compartido la misma idea de que lo que está enfrente es lo importante. La conclusión melancólica es mía. ¿Cómo colocarse adecuadamente para la contemplación?, ¿qué posición tomar? He ahí el problema estético.
Nunca he sabido responder. La posición ya está tomada. Nos enseñan a mirar de frente: siempre estamos frente a algo, afrontados o enfrentados con algo. Posición siquiera elegida o sopesada voluntariamente: ya dada, toujours-déjà. Le cedemos todo el poder a la distancia. Sin buscar la analogía, la idea sartreana también me parece una imagen impecable para definir el sistema cultural actual: la cultura siempre está enfrente. Parece inasible, pero sabemos que dejarla de lado no es una opción. Dejar que lo cultural y lo místico se alineen en el margen, y darles la espalda, como en el Ícaro de Brueghel, es hoy imposible. La cultura está en todas partes y siempre enfrente. Para los espectadores, para el ciudadano medio, para el crítico. Todo queda reducido a una cuestión de distancias y no tanto de perspectivas: ¿Hace falta mirar algo de cerca para verlo bien? ¿Cómo mirar para comprender?
Nadie nos enseña a mirar, ni mucho menos a mirar con atención, pues para ello se necesita tiempo, quietud y tolerancia a la espera. Suelen ser las reglas que rigen el espacio público las que nos invitan a pararnos: solo podemos mirar con atención un escaparate o un cartel publicitario, o mientras esperamos un semáforo o el metro o en la sala de espera del médico; mirar en el tiempo libre, en el tiempo muerto. Y siempre al otro lado. Ese cúmulo de sensaciones difusas que conforma la cultura visual es tan crucial para la mirada como un cuadro o una película. Es decir, aprendemos a mirar, detenemos la mirada solo en los espacios intermedios. Claro que esta tesis es primermundista, etnocéntrica y urbanita, como lo son las formas culturales que estudio en este libro y como lo es la idea clásica de estética. Parto de la imposibilidad de un acercamiento holístico al fenómeno de la mirada.
Sin embargo, el ocio se entiende como el verdadero epicentro de la mirada: el cine, el espectáculo, el circo o un incluso un concierto de música clásica se disfrutan sentados, atentos y en comunión de miradas. En un museo son los bancos, poco abundantes, los que subrayan la importancia de la mirada tranquila, colocados todos frente a los cuadros que de verdad merecen la atención. Son los lugares privados –que no íntimos– donde se agudiza la fuerza de la mirada. Incluso en la fiesta, donde el cuerpo activa toda su potencia extática y móvil, la mirada juega cada vez más un papel central en la interacción con los otros. Pero ¿qué ocurre con la mirada pública? ¿Somos capaces de mirar en conjunto? Si cada mirada implica un cuerpo singular, inspirado en su potencialidad como individuo ante una imagen que se presenta como común, ¿cómo lograr la conjunción? Paradójicamente, se dice que vivimos en la era de la hipervisibilidad y la exposición, pero también en la de la mercantilización de la atención y la falta de tiempo. «Todo conspira en el entorno para convertir la atención en mercancía».1 El cansancio cultural que sufre el espectador medio es un indicio. De ahí proliferan discursos facilones y soluciones ridículas, conclusiones del tipo «hemos reificado la mirada» o «ya no sabemos ver» o «ya no existe lo bello», ya nadie produce belleza. Todo ello sin entender que, si todo es parcialmente visible, nada lo es, que «nada más cercano a la ceguera que un mundo saturado de imagen»,2 y que la contemplación actual viene definida por una posición heredada, la del enfrentamiento que, como veremos, forma y constituye al sujeto.
Él se preguntaba cómo no sucumbir ante la belleza disponible en el mundo, cómo no creer milagrosa esa disponibilidad, cómo no plasmarla, hacerla eterna, blindar su valor. Pero el héroe estético, en realidad, solo quería fijar su mirada como paradigma. Lo bello, como explicó Anne Carson, está «ya comido», no puede saciar. Ha fracasado ya.
La predisposición estética
Vino el problema de la Belleza y me preguntó: ¿Me has resuelto? Y le contesté: Sí, estoy más cerca de saber menos.
Angélica Liddell
La estética sobrevive no como un campo normativo, sino como un ámbito abierto donde buscamos formas no separadas radicalmente de todo tipo de función, representaciones más bien interesadas en el conocimiento –incluso de lo que no existe– que en la verdad, experiencias despreocupadas por algún tipo de trascendencia e interesadas, más bien, en abrir posibilidades en un mundo sin normas preestablecidas. Más que una estética como disciplina encontramos lo estético como una reflexión diseminada que trabaja sobre las prácticas aún denominadas artísticas y explora el deseo o la voluntad de forma.
Néstor García Canclini
1. ¿Para qué sirve un peluche?
En un gran almacén de juguetes hay una alegría extraordinaria que lo hace preferible a un piso burgués. ¿No se encuentra allí toda la vida en miniatura, y mucho más coloreada, limpia y reluciente que la vida real?
Charles Baudelaire
No me gustan los peluches, y, sin embargo, hace unos meses me regalaron uno bordado a mano, único en su prudente expresión fatal. Mi pareja lo había comprado por internet a una empresa americana que da trabajo a desempleados de larga duración. Era bastante caro para ser un peluche y guardaba parecidos mínimos con el sujeto al que pretendía representar: Andy Warhol. El muñequito luce un pelo más parecido al de Albert Einstein, totalmente alejado de la peluca plateada más famosa de su época, así como unas gafas rojas que, creo, Warhol nunca llevó. Pero la sorpresa que me produjo el objeto fue tal que rápidamente quise dar a conocer el tierno amasijo de tela y algodón que había cobrado la forma de artista camaleónico. Mis amigos rechazaron de plano el peluche: para ellos Warhol era un ser repudiable. Me sorprendió su reacción, si bien es cierto que yo había mostrado ya mi admiración por la figura de Warhol en alguna discusión en la que todos defendían que el jefe de la Factory no era ni queer –a pesar de Douglas Crimp–ni de izquierdas ni transgresor, que era un capitalista más con rastro palpable en el perverso y despreciable mercado del arte actual. En esto último no les faltaba razón.
Warhol nunca fabricó peluches, pero sí poseía, como casi todos los norteamericanos, un achuchable osito color crema.3 Es cuando menos curioso que el maestro del arte pop mecánico reprodujese artísticamente iconos del imaginario colectivo como las cajas Brillo, las sopas Campbell e incluso la silla eléctrica y no valorase la idea de inmortalizar la imagen de Teddy Bear, el peluche más famoso de la historia, anclado en el alto espectro de lo reconocible, al igual que las latas de sopa. Todas las familias tenían uno. En la interioridad del hogar, el espacio y el tiempo que ocupan ambos objetos hace evidentes sus diferencias: la lata Campbell desaparece rápido de casa, el peluche permanece; la alacena es el espacio del desorden, la habitación lo es del cuidado. Es quizás esa dimensión de estatismo, cariño y quietud la que hace del Teddy Bear un objeto antipop por su sentimentalidad ingenua y primitiva. Sin embargo, el peluche, más allá de servir como el sujeto de fantasía de miles de niños y de compañero en las noches más oscuras, es la imagen de un siglo. Hoy su figura resulta algo añeja, apenas se vende en jugueterías ni decora las habitaciones: ahora es un objeto de coleccionista cuyo valor sentimental se ha emancipado de la función para la que fue concebido. Cómo no me iban a regalar un peluche de Warhol.
El famoso nombre del osito se remonta a una anécdota con tintes míticos: a comienzos del siglo xx, el presidente Theodor Roosevelt se encontraba cazando en Misisipi cuando su guía, Holt Collier, encontró un oso y pretendió matarlo. Tras haber dejado al animal moribundo, esperó a que el presidente le diera el último remate, y Roosevelt, argumentando con solemne hombría que era ilegítimo matar a un animal que ya se encontraba indefenso, decidió no disparar. En la fotografía del osito de Warholtomada por David Gamble pocos días después de la muerte del artista, el osito Teddy reposa junto a unas botas de cowboy y una cariátide kitsch. Extendiendo las manos en posición de abrazo, el oso parece ser el único elemento consciente del vacío del apartamento. La imagen convierte esos objetos ya sin dueño en los elementos de una composición still life o naturaleza muerta; todo el movimiento de los objetos posartísticos, el ingente ritmo de producción de la Factory, la rapidez de las imágenes montadas de Jonas Mekas, la fuerza de las Plastic Inevitables, toda la ligereza que rodeaba a Warhol y su ambiente contrasta con la solemne presencia del osito que espera ser abrazado. Es una de las mejores imágenes del duelo contemporáneo que recuerdo: el silencio de los sujetos cercanos y su sustitución por la quietud de los objetos, cargados ahora con un mayor tono afectivo, sobreviviendo al dueño. «Devuélveme el rosario de mi madre / y quédate con todo lo demás».
A diferencia de las Campbell, el peluche, imagen del interior y la interioridad, obedecía a unos ritmos de producción mucho más bajos. Quizás a Warhol no le interesó porque constató que tan solo era una imagen y no una marca –esa es la evolución de los objetos cotidianos bajo el capitalismo–, como sí lo eran Elvis Presley o Liz Taylor. Warhol no podía camuflarse en su oso de peluche como hacía con todas sus creaciones, porque eso habría despertado sospechas en torno al significado de la imagen, y todo en Warhol, desde un accidente de coche hasta una silla eléctrica, ha de estar vacío de significado. Un peluche difícilmente puede dejar de significar: está irremediablemente relacionado con lo sentimental y con la infancia, con la ternura y la memoria. El peluche camufla todos los atributos violentos, fuertes o peligrosos del animal que quiere representar mediante la adhesión a formas estéticas que producen sosiego y cercanía. La belleza sirve de coartada.
También es lógico que, una vez desaparecido Warhol, su imagen se convirtiera en marca y su marca en peluche. Un peluche siempre es una simplificación; mezcla de marca, imagen y representación. Como imagen, el peluche de Andy Warhol está más o menos conseguido: reduce el mito a cuatro características esenciales. Como marca, comercialmente hablando, y por suerte, deja mucho que desear. Como representación, es absolutamente inofensivo. Y digo inofensivo porque es evidente que las representaciones pueden llegar a ofender: demasiados años de debate sobre representación racial y de género en las películas y las series nos permiten concluir que hay representaciones justas y representaciones injustas,4 que la justicia no es solo una cosa que se hace en los tribunales delante de un código penal, sino una idea que permea cualquier relación social y que configura el espacio de visibilidad público. El peluche de Warhol es inofensivo, pero no siempre los peluches consiguen tapar con ternura la reproducción de la injusticia. Inocentes en apariencia, los peluches han ayudado, incluso antes de la formación de la cultura de masas, a forjar estereotipos. El caso del muñeco Golliwogg es paradigmático: un trozo de trapo negro, con típico pelo africano, sonrisa de payaso y adornado con una pajarita, constituyó para los niños de los años cuarenta y cincuenta del siglo pasado un divertimento esencial. El muñeco, incluso cuando solo reposaba en la sala de estar de los hogares de clase media americana y australiana, replicaba prejuicios raciales y asumía dialécticamente la violencia contra los afroamericanos: al mismo tiempo que contribuía a su consecución, reduciéndola a un estereotipo inocente, la negaba. En muchos hogares, el muñeco negro reflejó todo un comportamiento social y solo en décadas posteriores, y debido a reivindicaciones y protestas políticas, su nivel de producción bajó hasta conseguir que su mera aparición en el espacio público causase rechazo y desdén. Sería lógico pensar en esta desaparición del mercado como un triunfo de la justicia social y como una muestra de progreso y aceptación. Sin embargo, al constatar que en 2019 una forma aún más cruel de Golliwogg –más consciente de su violencia, pero también más estilizada en su estereotipo– llegó a ciertas jugueterías de New Jersey, uno no puede evitar sacar conclusiones precipitadas o emitir juicios banales entre lo ridículo y lo apocalíptico: la historia se repite primero como tragedia y después como farsa, ninguna conquista política es definitiva, las crisis del capitalismo son cíclicas, etc. ¿Realmente da para tanto un peluche? Sí: un peluche no solo es un objeto de compañía, es un catalizador afectivo. Esa importancia sentimental es una densa nube que tapa la vida secundaria del objeto, su existencia antes de llegar a los hogares, su diseño. No es que los peluches escondan nada, no pretendo sostener una teoría de la conspiración sobre su oscuro fundamento punitivo ni levantar un prejuicio sobre ellos, sino precisamente concebirlos principalmente como lo que son: configuradores de la sensibilidad, modelos estéticos y, por tanto, políticos. El Golliwogg demuestra que un objeto tan aparentemente inofensivo, cuya finalidad no es otra que divertir y apaciguar el peso de los traumas infantiles, puede servir de afrenta.
Frente al Golliwogg, el osito Teddy se muestra como el peluche estético por excelencia, porque la estética siempre se relaciona inconscientemente con la belleza, la ternura y el fulgor. Anterior a la Barbie y los muñecos de plástico, el peluche ideado por Margarete Steiff destaca por su aparente imparcialidad y su versatilidad social: que tanto un millonario como Andy Warhol como un obrero de Detroit tuvieran uno en su habitación, como se tiene una televisión, evidencia su importancia. Si, por motivos parecidos, la industria televisiva es la gran conquista cultural del capitalismo tardío, el oso Teddy es su gran conquista estética. Condensa todas las particularidades estéticas de una época al mismo tiempo que las borra y logra que las ignoremos. No podemos mirar un peluche sin pensar en el osito que debe su nombre a Theodor Roosevelt, no existe forma de desasirse de la identidad del objeto y de sus fuerzas sensibles. El osito ha sido constantemente imitado, replicado y vilipendiado; también se ha convertido en marca y en imagen de marcas, en personaje y figura.
2011. Tres días antes de que explotara la revolución de los indignados en la Puerta del Sol, un autorretrato de Andy Warhol se vendió por 38 millones de dólares en Christie’s. Fue lo más caro, pero no lo más sonado de aquella subasta: el artista suizo Urs Fischer batió su propio récord personal vendiendo un gran oso de bronce por 6,8 millones de dólares. La escultura de bronce y más de siete metros de altura representa a un oso de peluche amarillo, en postura de abandono, de cuya cabeza emerge una lámpara capaz de iluminar cualquier plaza. Así lo hizo a los pies del edificio Seagram de Nueva York diseñado por Mies van der Rohe, que le sirvió de escaparate sélfico durante meses.
Un osito Teddy devastado estimula la sensibilidad de todo aquel que lo observe, esa capacidad de iluminar que Fischer le atribuye a la figura es una especie de promesa y reclamo: «Ven, abrázame». La escultura asume su distancia histórica con lo referenciado, convierte en pop un objeto ajeno a la cultura pop. Como el Puppy de Jeff Koons, símbolo del Guggenheim de Bilbao, el osito-lámpara de Urs Fischer evidencia la suma importancia que tiene la nostalgia en el mercado del arte contemporáneo. Y, finalmente, los encargados de pensar la Estética deciden prestar más atención al osito gigante que al peluche: así se corona la tarta del aparente estudio estético y así se produce, de nuevo, la veladura social que caracteriza a la disciplina.
Entre el peluche que reposaba en la mesita de noche de Andy Warhol y el disfraz de algodón y gomaespuma tamaño gigante de Winnie de Pooh que un individuo precario debe usar para ganarse la vida en la Puerta del Sol como modelo fotográfico hay una distancia considerable en lo social, pero no en lo estético. Si miramos ambos fenómenos desde un punto de vista puramente estético, llegaríamos a anular toda evidencia social. Es un caso demasiado obvio, pero no siempre sucede así: el prisma estético es inconsciente y particularmente escapista, y, si bien desde los comienzos de la estética se ha concebido a esta como una gnoseología inferior, es decir, una peculiar forma de conocimiento de los objetos, como una singular facultad de la sensibilidad subordinada al entendimiento, se trata, en realidad, de una forma de ver, conocer y juzgar el mundo. No es que haya una visión estética de las cosas, es que nuestra visión de las cosas es principalmente estética. Por eso Andy Warhol no necesitó más que reproducir las cajas Brillo, sin añadirles una sola diferencia superficial, para convertirlas en un objeto artístico: estaban ya estetizadas.