El fruto de la vida diversa - Antonio Montesinos Gilbert - E-Book

El fruto de la vida diversa E-Book

Antonio Montesinos Gilbert

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Beschreibung

El poeta, crítico literario, narrador y ensayista Toni Montesinos reúne todo lo que ha escrito sobre autores norteamericanos, lo que hace de este libro un complemento de "La pasión incontenible. Éxito y rabia en la narrativa norteamericana" (2013). "El fruto de la vida diversa" recoge, con el estilo ameno y apasionado que caracteriza al escritor barcelonés, a un centenar de autores norteamericanos que abarcan doscientos años de literatura estadounidense y que aparecen ordenados alfabéticamente. El autor ofrece, de esta manera, textos que responden a más de veinte años de lecturas y que constituyen un enorme y diverso caudal artístico, visto, además, con conciencia desmitificadora. Y es que, por el simple hecho de venir del país de donde vienen, muchos autores estadounidenses ya traen desde los medios de comunicación y el mundo editorial un halo de sofisticación, alabanzas hiperbólicas y mercadotecnia que Montesinos trata de cuestionar en pos de ofrecer una mirada honesta, justa y cercana tanto al lector de a pie como al especializado.

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EL FRUTO DE LA VIDA DIVERSA

ARTÍCULOS SOBRE LITERATURA NORTEAMERICANA

BIBLIOTECA JAVIER COY D’ESTUDIS NORD-AMERICANS

http://puv.uv.es/biblioteca-javier-coy-destudis-nord-americans.htmlhttp://bibliotecajaviercoy.com

DIRECTORAS

Carme Manuel

(Universitat de València)

Elena Ortells

(Universitat Jaume I, Castelló)

Toni Montesinos

El fruto de la vida diversa:

artículos sobre literatura norteamericana

1ª edición de 2020

Reservados todos los derechos

Prohibida su reproducción total o parcial

ISBN: 978-84-9134-592-3

Ilustración de la cubierta: Sophia de Vera Höltz

Diseño de la cubierta: Celso Hernández de la Figuera

Publicacions de la Universitat de València

http://puv.uv.es

[email protected]

Edición digital

A mi familia de pasaporte estadounidense:lan y Emil. Y a sus hermanas Alma y Nora

Índice

NOTA INICIAL

John Ashbery y el espejo pictórico

Margaret Atwood: la mujer como propiedad

Louis Auchincloss: caduca Nueva York

Paul Auster

Elif Batuman: avatares rusos de una estudiante

L. Frank Baum: la vigencia del mundo de Oz

Elizabeth Bishop: recuerdos de una niña

Paul Bowles y su centenario protector

Ray Bradbury: escribir para no morir

Arthur Bradford: amores perros

T. C. Boyle

Pearl S. Buck: China en el corazón

Charles Bukowski: cierto encanto detestable

Truman Capote: la maestría de un niño

Don Carpenter: el sueño de ser escritor

Raymond Carver con los perdedores anónimos

John Cheever: correspondencia compulsiva

Emma Cline: las diabólicas de Mason

Don DeLillo: una pelota de béisbol

Philip K. Dick y sus paranoias

Emily Dickinson: una mente fúnebre

E. L. Doctorow

John Dos Passos

Dave Eggers: el reino del niño lobo

T. S. Eliot: el británico adoptivo

R. W. Emerson

Marian Engel: la mascota sexual

John Fante: escapar del padre

William Faulkner

F. S. Fitzgerald

Jonathan Safran Foer: un niño frente al 11-S

Richard Ford: dos siglos de short stories

Jonathan Franzen

Joshua Furst: el activista bipolar

Martha Gellhorn: la antifascista americana

Sue Grafton: un alfabeto truncado

Nathaniel Hawthorne y el Salem de las brujas

W. C. Heinz: un periodista frente al ring

Lillian Hellman: homenaje a Dashiell Hammett

Ernest Hemingway y la inutilidad de morir

O. Henry: apariencias

George V. Higgins: la mafia de Boston

Patricia Highsmith: carne de pantalla

John Irving: entre México y Filipinas

Washington Irving: tradiciones navideñas

Lee Israel: el arte de la estafa epistolar

Henry James: el lector soberbio

Jack Kerouac, Allen Ginsberg y otros

Stephen King

Nicole Krauss: el escritorio de García Lorca

Ring Lardner: un idealista desilusionado en Manhattan

William Least Heat-Moon: 13.000 millas en furgoneta

David Leavitt: la visita del matemático

Harper Lee

Jack London

H. P. Lovecraft: el maestro de la locura

Norman Mailer

Cormac McCarthy

Mary McCarthy: vuelos de grandeza

Herman Melville y el afecto desigual con Hawthorne

Arthur Miller: una sex symbol y el FBI

Henry Miller y sus cartas hamletianas

Toni Morrison: poética, dolorosa, necesaria

Alice Munro: biografiar a las mujeres

Joyce Carol Oates

John O’Hara: máscaras que caen

Eugene O’Neill

Chuck Palahniuk: la actriz crepuscular

Edgar Allan Poe: el crítico más exigente

Katherine Anne Porter: el Sur vulnerable

Richard Powers: elogio de la vida natural

Annie Proulx: la madera como negocio

Thomas Pynchon

Philip Roth

J. D. Salinger: publicar y arrepentirse

James Salter

William Saroyan: la familia en Broadway

Budd Schulberg

Linda Gray Sexton: en la calle Misericordia

Lionel Shriver: los Estados Unidos de la incertidumbre

Upton Sinclair: el dandi anticapitalista

Susan Sontag: el éxtasis del intelecto

John Steinbeck y la California prometida

Wallace Stevens: el poeta en lugar de Dios

Donna Tartt

Paul Theroux

Hunter S. Thompson: miedo y asco de un gamberro

H. D. Thoreau

John Kennedy Toole: el adolescente erudito

Lionel Trilling: la verdad de las novelas

Dalton Trumbo: el soldado muerto en vida

Mark Twain y el hogar donde nació Tom Sawyer

John Updike: el escritor de la clase media

Gore Vidal: una Italia exclusiva

Kurt Vonnegut: un autor sin complejos

David Foster Wallace: la vida antes de suicidarse

Eudora Welty: recuerdo infantil del Sur

Edith Wharton: ricos y puritanos

Walt Whitman y la igualdad celebrada

Thomas Wolfe: la ansiedad de la juventud

Tom Wolfe: malditas etiquetas

… para nosotros, lo esencial es lo estético. En los Estados Unidos, como en Inglaterra, los grupos y cenáculos literarios son menos importantes que el individuo. Las obras surgen como fruto natural de vidas diversas. Hemos preferido pues dejarnos guiar por la atracción que ejercieron sobre nosotros las obras mismas.

JORGE LUIS BORGES Y ESTHER ZEMBORAIN

Del prólogo a

Introducción a la literatura norteamericana (1967)

NOTA INICIAL

Reúno aquí todo lo que he escrito hasta la fecha sobre autores norteamericanos, con una salvedad: dejo fuera lo correspondiente al contenido de La pasión incontenible. Éxito y rabia en la narrativa norteamericana, que apareció en el año 2013 en la editorial Pre-Textos: un libro compuesto de una larga introducción y una serie de textos en los que emparejaba a autores por su cercanía personal o artística. Así, hablé de Herman Melville y Nathaniel Hawthorne, William Faulkner y Thomas Wolfe, Francis Scott Fitzgerald y Dorothy Parker, Dashiell Hammett y Patricia Highsmith, Ernest Hemingway y William Saroyan, John Fante y Budd Schulberg, William Burroughs y Jack Kerouac, Carson McCullers y Flannery O’Connor, Saul Bellow y Philip Roth, más Paul Auster, al que dejaba solo para que el lector le buscara un colega actual concomitante con su literatura.

Con todo, desde la primera página, se asomaban también la vida y obra de otro buen número de escritores de forma más o menos extensa: Edgar Allan Poe, Ray Bradbury, Truman Capote, Raymond Carver, Budd Schulberg, Chuck Palahniuk, Robertson Davies, Edward Lewis Wallant, Henry James, John Kennedy Toole, Washington Irving, Ralph Waldo Emerson, Henry David Thoreau y Walt Whitman (de estos tres últimos he hablado además profusamente en mis recientes libros de la editorial Ariel El triunfo de los principios. Cómo vivir con Thoreau y El dios más poderoso. Vida de Walt Whitman).

Ahora bien, de muchos de estos autores, naturalmente, he seguido escribiendo a raíz de algunas novedades editoriales u onomásticas significativas, de modo que este caudal de textos sí que los incorporo aquí, tratando en lo posible de evitar redundancias con respecto a mis trabajos anteriores. Por eso, en algunos casos, me he permitido revisar los textos para ampliar algún dato —colocando entre corchetes fechas para ubicar el momento de la redacción—, evitar repeticiones debidas a la publicación de diferentes artículos de un mismo autor, o en alguna ocasión fusionar diversos textos para dar con uno más homogéneo.

Agradezco a Carmen Manuel su amabilísima invitación a formar parte, con este libro recopilatorio que aúna mi interés por las letras americanas durante los últimos veinte y pico años, de esta magnífica colección. Son estos que el lector verá a continuación artículos y ensayos que he ido publicando, en su mayor parte, en el periódico La Razón, desde el año 2000, pero también —los más largos— en revistas como Clarín, Cuadernos Hispanoamericanos y Qué Leer. De ahí que su enfoque y extensión obedezcan a las características por las que nacieron: crítica literaria corta o mediana, o extensa en caso de que abriera el suplemento de Libros del diario citado; artículo de prensa sobre un autor determinado a raíz de alguna noticia; reportaje para la sección de Cultura a partir de un libro nuevo de tal escritor; textos necrológicos; más páginas que, a veces, lindaban con la información viajera, como algunos que vieron la luz en el suplemento El Viajero de El País…

Por último, quisiera decir que, para todo este maremágnum de lecturas que tratan sobre una gran cantidad de escritores de muy diversas etapas, me decanté por una estructura basada en el orden alfabético —cuando en el índice aparece sólo el nombre del autor es que le dedico más de un texto—, para un directo y rápido hallazgo de cada uno de ellos, descartando la idea de colocarlos, como suelo hacer en este tipo de trabajos, por orden de año de nacimiento.

T. M.

John Ashbery y el espejo pictórico

Era uno de los poetas más reputados y a la vez más complejos de los Estados Unidos, pues él mismo aseguró que el experimentalismo era en sí hermoso. Se le asoció a diferentes abstracciones literarias y artísticas: a pintores como Jackson Pollock, a compositores como John Cage. Y es que sus versos eran todo un desafío intelectual y sensitivo para los críticos literarios y creadores de otros ámbitos. John Ashbery murió ayer [4 de septiembre del 2017] en su casa de Hudson, en el condado de Columbia, en la ribera del río, en Nueva York, a los noventa años de edad y por causas naturales, como comunicó su marido, David Kermani, al que conoció en 1970, cuando este tenía veintitrés años y el poeta cuarenta y dos. Había nacido en 1927 en Rochester, al norte del estado neoyorquino, y a los pocos años ya la pulsión poética llamó a su puerta, y además al mismo tiempo que la homosexual, para lo cual buscaba formas de autoconocimiento y expresión. En la adolescencia también cogió los pinceles y recibió clases, para luego graduarse en la Universidad de Harvard en 1949, donde se doctoró con una tesis sobre W. H. Auden y empezó a frecuentar a otros escritores de su generación.

Una generación estudiada de continuo por el más famoso crítico literario americano, Harold Bloom, que ha dedicado sesudos estudios a desentrañar la obra del que califica de «poeta meditabundo», por su sesgo reflexivo en torno a conceptos como el silencio o el trascendentalismo. Por eso, Bloom, nacido sólo tres años después que su admiradísimo poeta, lo relaciona con la filosofía de la autoconfianza de R. W. Emerson, con la poesía e ímpetu visionario de Walt Whitman y, ya de forma más contemporánea, con el también estadounidense Wallace Stevens. Todo es posible apreciarlo en Autorretrato en espejo convexo (aparecido en 1975, obtuvo un increíble triplete al recibir el Premio Pulitzer de Poesía, el Premio Nacional del Libro y el Premio del Círculo Nacional de Críticos de Libros), en el que «Ashbery adquiere una visión en la que el arte, en vez de la naturaleza, se convierte en aquello que aprisiona el alma», en palabras de Bloom, a partir de contemplar un cuadro del pintor del siglo XVI Parmigianino: «El alma ha de permanecer donde está, / aunque se inquiete, oyendo gotas de lluvia en el cristal, / el suspirar de las hojas de otoño azotadas por el viento, / anhelando estar libre, fuera, pero debe quedarse posando en este sitio».

Ashbery siguió toda su vida vinculado a la cavilación pictórica desde el lenguaje poético. Antes de ese libro, en un periodo de diez años, 1955-1966, vivió en París como director de la edición europea del diario Herald Tribune, y algo después desempeñó tareas de crítico de Art International y de Art News, en los años sesenta. A su regreso en su país, continuó realizando la misma labor en revistas norteamericanas y se convirtió en profesor en la Universidad de Brooklyn, para luego en los ochenta enseñar lengua y literatura en Bard College, en Annandale-on-Hudson, hasta un año tan tardío como 2008, cuando decidió jubilarse.

Los reconocimientos con los que le habían agasajado, como la Medalla Nacional de Humanidades entregada por el presidente Obama en 2011, siguieron llegándole a este hombre que compuso el poema experimental «Saliendo de la estación de Atocha», publicado en 1962, en el libro El juramento de la pista de frontón, y al que es posible leer en nuestro idioma por medio de una docena de ediciones; entre ellas, por supuesto, su poemario cumbre, Autorretrato…, y también otros como Galeones de abril, Diagrama de flujo, Una ola —largos poemas en prosa en que el poeta busca nuevas vías expresivas, para poetizar asuntos eternos como el amor, la muerte y la memoria—, Secretos chinos (2002) —otra de las obras que, por su atrevimiento metafórico y extravagancias visuales puede vincularse con la escritura automática y el surrealismo—, Un país mundano —en que el Ashbery más complejo sintácticamente hablando acudía con versos llenos de encadenamientos que se arriesgaban a lo ininteligible—, o el último aparecido entre nosotros, Pasaje techado (2016).

Margaret Atwood: la mujer como propiedad

Es como si el 1984 de George Orwell y su control al ciudadano, la sociedad que Ray Bradbury predijo en Fahrenheit 451, donde es delito leer libros, la reivindicación femenina de Virginia Woolf, manifestando la necesidad de tener un cuarto propio, y la experiencia de otra canadiense como Alice Munro, que en 1961 aparecía en la portada de una revista en la que se destacaba su doble faceta de ama de casa y… escritora, estuvieran concentrados en la obra de Margaret Atwood. En su obra de carácter distópico, en lo que tituló El cuento de la criada, en 1985, que ya tiene secuela, llamada Los testamentos: se publica en castellano el 12 de septiembre [Salamandra, 2019], dos días después de su lanzamiento internacional en lengua inglesa.

Sensible desde siempre a la literatura que brinda una mirada diferente, de que la ficción más mágica encierre una lección próxima y actualizada —«Ese autoproclamado mago de Oz tiene una larga genealogía, podría ser desde un chamán hasta el Próspero de Shakespeare y siempre encuentra su par en cada época», afirmó comentando la obra infantil de L. F. Baum que se hizo tan famosa al adaptarse al cine—, Atwood concibió esta nueva novela mostrando una sociedad no tan diferente a la que, décadas atrás, o aún en ciertos países, trata a las mujeres como objetos o esclavas. Ahora, ya tiene lista la continuación, en que se narra la historia de tres mujeres y cómo se encuentra el país que ideó, Gilead, según ella, a raíz de las reacciones durante estos lustros frente a una obra adaptada y premiada de continuo. «Queridos lectores y lectoras: vuestras preguntas sobre Gilead y su funcionamiento interno han sido la fuente de inspiración de este libro. ¡Bueno, casi todo! La otra es el mundo en el que vivimos», escribió esta escritora natural de Otawa, de setenta y nueve años, miembro de Amnistía Internacional y una de las personas que presiden BirdLife International, organización en defensa de las aves.

La protagonista, Offred (es decir, «de Fred»; la mujer es una simple propiedad), había ocupado unas páginas finales, en El cuento de la criada (Salamandra, 2017), que insinuaban un futuro abierto en que no estaba claro su destino: la libertad, la prisión o la muerte. Con Los testamentos, Atwood traza ese camino de baldosas amarillas, vuelve a colocar un Gran Hermano en una sociedad ultramasculinizada; incide, quince años después de ocurridos los hechos en la primera novela, en la falta de derechos humanos fundamentales para las mujeres —en un argumento en que se promueve el miedo y la sospecha entre ellas—, con un ambiente de población jerarquizada en que un libro es un peligro, una opinión libre, una amenaza global. Una trama tan lejana y ajena como cercana y posible.

La trayectoria de Margaret Eleanor Atwood (1939), que en la actualidad divide su tiempo entre Toronto y Pelee Island, en Ontario, con todo, es mucho más que esa narración tan célebre, pues muchas de sus obras, pertenecientes a muy diversos géneros literarios —una veintena de libros de poesía, ensayos, libretos, obras de teatro, relatos infantiles…—, se han traducido a más de cuarenta idiomas. Entre sus novelas destacan Ojo de gato (1988), finalista del Premio Booker, un galardón que obtuvo con El asesino ciego (2000), su décima novela, y las que la editorial Salamandra ha ido publicando en los últimos tres años. Nos referimos a Alias Grace (1996), recreación de la vida íntima de una de las figuras femeninas más populares del siglo XIX en Canadá: Grace Marks, de dieciséis años, que en 1843 es declarada cómplice de participar en los asesinatos de un hombre a cuyo servicio trabajaba como sirvienta, y de su ama de llaves y amante, y condenada finalmente a cadena perpetua.

Así las cosas, la figura de la criada sufridora ya es parte del imaginario literario que ha ido desarrollando la autora a lo largo de décadas de escritura que, asimismo, le han valido reconocimientos tan señeros como el Premio Príncipe de Asturias de las Letras, el Governor General’s Award, la Orden de las Artes y las Letras, el Premio Montale, el Premio Nelly Sachs, el Premio Giller, el National Arts Club Literary Award, el Premio Internacional Franz Kafka y el Premio de la Paz del Gremio de los Libreros Alemanes. En Alias Grace, como suele hacer en sus narraciones, Atwood lanzaba al lector el dilema de ponerse en un lado u otro, pues había división de pareceres con respecto a la que podía ser tanto una víctima como una criminal: unos consideraban a la mujer inocente, mientras que otros sostenían que era una persona malvada o loca; más adelante, ante una Grace amnésica, un especialista en el campo de la psicopatía entrevistaba a la reclusa, quien le relataba los detalles de su historia, desde su infancia en Irlanda y sus años de pobreza y marginalidad en el Canadá Occidental hasta ir desvelando los sucesos de aquel día.

La otra obra destacable que el lector español pudo conocer gracias a Salamandra fue Por último, el corazón, otro texto que podría inscribirse en el ámbito de la ficción especulativa. En la novela, una pareja que padecía una crisis económica se instalaba en su coche tras perder su casa y, malviviendo en empleos miserables, les llegaba la información de un proyecto singular, llamado Positrón, un experimento social en el que los habitantes de la idílica ciudad de Consiliencia se dividían en dos grupos que alternaban su modus vivendi cada treinta días: mientras la mitad se recluía en la Penitenciaría Positrón para «mantener el sistema», el otro cincuenta por ciento estaba en plena libertad, llevando una vida acomodada un mes, momento en que volvían a cambiarse las tornas. Atwood, con esta imaginativa trama, lograba reflexionar sobre lo que se ha dado en denominar la extinción de la clase media, y también en torno a los hábitos de vida de la pareja moderna.

La también autora de unos Nueve cuentos malvados (Salamandra, 2019) llenos de situaciones donde se desenvolvían criaturas extrañas en torno a asuntos como la enfermedad, la vejez y la muerte, con trasfondo fantástico también, vuelve, pues, a protagonizar a escala mundial un momento importante en el plano editorial. La adaptación de El cuento de la criada se estrenó en abril de 2017 y no ha parado de recibir premios y un seguimiento masivo por parte de la audiencia de la plataforma HBO y por parte de Antena 3 en España. «Esta novela visionaria, en la que Dios y el gobierno se funden y Estados Unidos se convierte en una teocracia puritana, puede leerse como un volumen gemelo de 1984 de Orwell; de hecho, como su reverso», dejó escrito E. L. Doctorow, acerca de una historia que combina realismo y fantasía de forma inquietante, y que podría ser tanto un vaticinio de lo que vendrá como una forma de ver el pasado atroz en torno a la vulnerabilidad de las mujeres durante la historia.

En esos Estados Unidos terribles, alternativos, que Atwood propuso en los años ochenta, unos políticos teócratas se hacían con el poder, suprimiendo la libertad de prensa y, sobre todo, los derechos de las mujeres. Nacía así la República de Gilead, en la que la hembra es sólo una herramienta para hacer crecer la natalidad, pues los nacimientos han descendido de manera alarmante por culpa de las enfermedades de transmisión sexual y la contaminación ambiental; en caso contrario, de rebelarse, la ley dicta que se la ejecute de forma pública o se la destierre a unos terrenos donde le espera una muerte probable a causa de la polución de los residuos tóxicos. Se dejaba entrever, con este argumento, el fundamentalismo religioso, la crueldad de la sociedad patriarcal, el fanatismo político. Las mujeres no pueden hacer nada, no pueden poseer nada; si son fértiles, servirán, simplemente —y se las llama criadas—, y ello se justifica mediante una interpretación extremista de un versículo de la Biblia.

Algunos acontecimientos ejemplifican cómo ha trascendido el libro de Atwood y su versión televisiva: en varias manifestaciones en diversas partes del mundo, a favor del aborto legal, en contra de la misoginia o en repulsa a la elección de Donald Trump como presidente del Gobierno estadounidense, la gente acudió disfrazada de Criadas con un lema que aparece en la segunda temporada de la serie, escrito en latín: «Nolite te bastardas carborundum», una inscripción que ya se había asomado en el cuarto episodio de la temporada anterior pero que tomaba protagonismo cuando el personaje de June Osborne, Defred (encarnada por Elisabeth Moss), la sirvienta asignada a la familia del comandante Fred Waterford (con el rostro de Joseph Fiennes) descubría estas palabras grabadas en el armario por una anterior criada, que se había suicidado al no poder soportar los horrores de Gilead. Así, en una partida de Scrabble entre Defred y Fred, esta preguntaba por el significado de la expresión, a lo que él contestaba algo como «No dejes que los cabrones te hagan polvo».

Y así se continuará intentando en Los testamentos, pese a que no se ha divulgado apenas nada de su contenido, en que sin duda se seguirán las peripecias de las criadas entrenadas y educadas para servir a los líderes políticos, siendo violadas para abastecer de hijos a las élites familiares, en una sociedad distópica pero tan real en ciertas naciones hoy en día en que el color distingue a las mujeres: las de verde son las llamadas Marthas (amas de casa y cocineras), las de azul son las esposas, las de gris son las que representan la mano de obra barata y, ya saben, las vestidas de rojo son las criadas.

Louis Auchincloss: caduca Nueva York

El lector español se familiarizó con Louis Auchincloss de la mano de un par de novelas publicadas por Libros del Asteroide, El rector de Justin y La educación de Oscar Fairfax, dos de sus mejores historias de entre una obra tan amplia como su vida (murió a los noventa y dos años en Nueva York). Es la hora, gracias a la traducción de Ignacio Peyró, de conocer su narrativa corta por medio de estos diez relatos, Historias de Manhattan (Elba, 2013) en los que se recrea el escenario predilecto de este escritor de acaudalada familia y abogado en Wall Street: el Manhattan de los empresarios y de las herencias, de los hombres y mujeres ricos y desdichados, infieles y egocéntricos, egoístas y ociosos. Es el ambiente de «madres casamenteras», «fortunas inmemoriales», «ricos de siempre y nuevos ricos», «amores de verano en Bar Harbor»…, como apunta el traductor en el prólogo.

Publicados originalmente en el año 2002 con el título Manhattan Monologues, estos cuentos muestran los hábitos sociales de «la vieja Nueva York» o los compromisos de los jóvenes herederos, interesados en el hedonismo, frente a la obligación de participar en las dos guerras mundiales ante la férrea autoridad paterna. En este sentido, se trata casi siempre de conflictos generacionales, de madres que esperan buenas nueras, de viriles millonarios que aguardan que su primogénito esté a la altura de su bravura en la vida y los negocios. Todo un mundo de valores, ya caducado, de una Gran Manzana en blanco y negro y con el signo del dólar.

Paul Auster

I. Entrevista: «Nada en el trabajo está planeado»

Una voz dice mucho de un hombre. La de Paul Auster, ligeramente dulce, paciente, se acelera a medida que despegan sus respuestas, y entonces le sale su inglés neoyorquino, algo cerrado en su entonación. A menudo se ríe de sus propias reflexiones, como sorprendiéndose de lo que acaba de descubrir dentro de sí mismo; explica generosamente detalles de sus obras y estamos seguros de que contesta con la misma calidez y voluntad al experto literario que al simple lector o al encuestador ignorante. Auster debe de ser uno de los personajes de sus novelas: me refiero al ánimo taciturno y elegante que desprende, a su visión comprensiva de las debilidades humanas, a la atención sosegada por lo absurdo del azar que nos gobierna. A sus cincuenta y siete años, acaba de publicar La noche del oráculo; ya lleva escritos veinte libros, todos traducidos al español por la editorial Anagrama —el penúltimo, en este 2004, en forma de introducción del delicioso diario de Hawthorne Veinte días con Julian y Conejito—, pero parece que no pasa el tiempo por él.

—¿Le ha sido especialmente dura la escritura de La noche del oráculo tras una novela tan intensa como El libro de las ilusiones?

—Son dos tipos diferentes de libros. El libro de las ilusiones es una novela extensa. Sucede durante muchos años y en un montón de sitios. La noche del oráculo, en cambio, es una historia muy pequeña, muy compacta. Creo que es como una pieza de cámara. Fue estimulante para mí trabajar a otra escala, más pequeña, a escala intermedia, podríamos decir.

—Al acabar un texto, ¿puede pasar enseguida a la siguiente novela o necesita un tiempo para salir del mundo que acaba de crear?

—Tardo un poco en hacerlo. Me cuesta como un mes poder volver al trabajo.

—Como leemos en sus textos autobiográficos (A salto de mata, La invención de la soledad), pasó por diferentes problemas vitales y económicos antes de dedicarse a la literatura. ¿Cómo recuerda esa larga fase?

—Me acuerdo de aquello cada día. No doy nada por hecho, te lo aseguro.

—Muchos de sus personajes tienen el propósito de huir, mental o físicamente. ¿La huida es el elemento clave de toda su obra?

—En el caso del protagonista de La noche del oráculo, el escritor Sidney Orr, no. Él no quiere escaparse a ninguna parte, es feliz con su vida. Inventa un personaje, Owen, que sí tiene que escapar. Se trata de una historia dentro de una historia. Así, el narrador principal se convierte en el narrador secundario.

—La noche del oráculo sucede en Nueva York, como es habitual en sus obras. ¿No considera otros lugares para ubicar la acción de sus novelas?

—He situado libros en diferentes sitios. La mayoría pasa en Nueva York, pero pienso en libros como Mr. Vértigo, que sucede en Kansas, o La música del azar, que se supone que ocurre en Pensilvania, en el campo. Aparecen diferentes lugares en mis obras, pero es que Nueva York es mi casa, es el lugar donde vivo y es el lugar que mejor conozco. Como todo el mundo sabe, es un lugar fascinante, es una fuente constante de inspiración.

—En la novela, aparece El halcón maltés con la referencia a su personaje Flitcraft, un hombre que deja su hogar después de casi morir por accidente. En el aspecto detectivesco, ¿Hammett ha sido su mayor influencia?

—Realmente no. Me gusta el trabajo de Hammett, aunque prefiero el de otros escritores. Sin embargo, fue un pionero. ¿Sabes por qué usé la referencia de Flitcraft? Empecé a pensar por primera vez en La noche del oráculo hace veinte años. He tardado un largo periodo en acabar de inspirarme. En un momento dado, en medio de la redacción de las aventuras del libro, contactó conmigo el cineasta alemán Win Wenders. Había leído mis libros y le habían gustado mucho, así que me propuso que quizá podríamos hacer juntos una película.

—¿De qué año hablamos? No recuerdo ese film.

—Esto pasó alrededor de 1990. Le dije que deberíamos pensar en algo, y él dijo que sería fascinante coger la historia de Flitcraft y de El halcón maltés y convertirla en película. Hacer algo con esa idea del hombre que escapa de su vida. Me senté y escribí el esquema de la película. Por razones que complicaron el seguir adelante con ello, como conseguir el dinero para hacer la película, hicieron que el proyecto muriese. Pero tenía las páginas de la historia en mi cabeza todos estos años, y finalmente, cuando reuní todos los elementos que compondrían La noche del oráculo, acabé por utilizar todo eso para uno de los pasajes de la novela. Por lo tanto, Filtcraft me ha inspirado durante todos estos años.

—Y hablando de influencias literarias, ¿cuáles serían las suyas?

—Muchas. Diría que escritores americanos como Hawthorne, Thoreau, Melville; también los rusos, que fueron muy importantes para mí en mi juventud, como Tolstói y Dostoievski, y otros viejos novelistas como Dickens.

—Y supongo que también la literatura francesa. (Lo decimos porque Auster vivió en París una temporada y fue el responsable, en 1981, de una magnífica antología de poesía gala del siglo XX cuya introducción encontramos en el volumen Experimentos con la verdad.)

—Sí, por supuesto, pero no debemos olvidar la poesía de Paul Celan, y a Kakfa y Beckett, que también son de gran importancia para mí. Tengo muchas fuentes de inspiración.

—¿Y qué tal con respecto al cine? Después de los guiones de Smoke y Blue in the Face y dirigir Lulu on the Bridge, ¿tiene algún proyecto fílmico?

—No lo sé. Nada en el trabajo está planeado. Nunca se sabe lo que va a pasar en la vida. Tengo en mente un par de documentales que me gustaría escribir, pero no los voy a dirigir. El mundo del cine me parece fascinante, pero no he hecho nada al respecto durante los últimos años.

—Se ha publicado en la prensa que ha participado en varios actos contra Bush. ¿Cuál es su pronóstico para las elecciones? ¿Kerry es esperanza de algo mejor?

—Definitivamente, Kerry es la esperanza de algo mejor. Es absolutamente necesario que Bush sea vencido en noviembre para que nos libremos de él. Ha sido un desastre para el país y el mundo. No sé cómo será de terrible si Bush continúa en el gobierno, pero imagino que es capaz de hacer cualquier cosa. El domingo estuve en una manifestación en Nueva York, quinientas mil personas en la calle contra Bush. Que se manifieste medio millón de personas es realmente significativo.

—Coincidiendo con el Congreso del Partido Republicano.

—Sí. A nosotros, en Nueva York, no nos gusta Bush ni el Partido Republicano, y nos sentimos insultados por que vengan aquí para hacer la convención, explotando lo sucedido el 11 de septiembre por razones publicitarias. No está bien. No deberían estar aquí.

II. Prospect Park: flores, arte y música en el corazón de Brooklyn

«He empezado a tomarle cariño a mi barrio», dice el protagonista de Brooklyn Follies (Anagrama, 2006), la penúltima novela de Paul Auster. Se refiere, en concreto, a las inmediaciones del Prospect Park, una silenciosa zona de Brooklyn —de hecho, lo que busca el personaje austeriano es «un sitio tranquilo»— que al viajero seguramente le pasará inadvertida frente a los infinitos atractivos de Manhattan, al menos en una primera visita. Pero bien merece la pena desplazarse desde la Gran Manzana, o cualquier otra parte de Nueva York, para conocer ese esplendoroso espacio verde que, además, cuenta con otros dos atractivos: el Jardín Botánico y el Museo de Brooklyn.

Así como el Central Park constituye una suerte de oasis de paz y oxígeno en medio de la gran ciudad, el visitante que pise Prospect Park podrá trazar similitudes enseguida con aquel; este es más pequeño, desde luego (unos 2,4 km²), y sus alrededores son calles abiertas sin rascacielos que otear más allá de los árboles, pero la forma en que están pensados los dos guarda similitudes; no en vano, fueron concebidos por los mismos arquitectos, Frederick Law Olmsted y Calvert Vaux. Estos proyectaron el parque Prospect en los años sesenta del siglo XIX, y desarrollaron antes y después, tanto juntos como por separado, un intenso trabajo por todo el país a medida que veían cómo crecía la población y se ensanchaban las urbes, surgiendo así la necesidad, en un entorno urbano, de no renunciar del todo al contacto con la naturaleza.

Esta es la filosofía que vio nacer el idílico Prospect Park y la que se mantiene hoy en día, no sólo ofreciendo a la gente mil y una maneras de ocupar el tiempo de ocio, sino pidiendo su colaboración altruista, por medio de grupos de voluntarios, para el mantenimiento y la preservación de su bosque, de sus treinta mil árboles, de sus puentes y cascadas… Esta idea tan estadounidense de entregarse a la comunidad se hace especialmente ostensible en un parque muy orientado a la familia y a la educación de los más pequeños: en el zoológico, se realizan actos para que los niños observen muchas clases de animales; pero también se enseña a mirar hacia arriba, pues cientos de aves migratorias eligen el parque para reposar de su viaje por el Atlántico.

Ciertamente, las propuestas son numerosas: existen lugares idóneos donde celebrar aniversarios o incluso bodas; un lago donde remar o subirse a un barco en el que dar una vuelta mientras se degusta una copa de vino y unas rodajas de queso; una pista de patinaje sobre hielo —el Lakeside Center, abierta cuatro meses al año— y diversas áreas en las que practicar un gran número de deportes. Toda esta actividad al aire libre, claro está, se intensifica en verano; el plato fuerte entonces es su festival anual, que acoge veinticinco conciertos gratis durante nueve semanas; se trata del Celebrate Brooklyn, que este año inauguró Isaac Hayes; mientras que, en otro rincón del parque, se pudo escuchar un recital de la soprano Angela Gheorghiu y el tenor Roberto Alagna, junto con la Metropolitan Opera Orchestra and Chorus.

En el noreste del Prospect, y sólo separado por una larga avenida que lo corta de lado a lado, se halla el Jardín Botánico, fundado en 1910, que, como bien refleja su «Guía de programas», presenta una enorme cantidad de eventos para niños y adultos. Pasear por él es un regalo para la vista, tal es la variedad y belleza de flores y árboles, más de diez mil clases de plantas de todo el mundo; hasta tiene una especie de mini Palacio de Cristal en el que, justo el día en que curioseaba por allí este viajero que escribe, se celebraba una elegante ceremonia nupcial, frente a un pequeño lago con motivos orientales.

Al igual que el Prospect, el Botanic Garden también está pensado para proporcionarle al visitante un contacto directo con la naturaleza: se anima al caminante a tocar y oler las diferentes fragancias de las flores, a pararse frente al Shakespeare Garden, donde se reúnen todas las flores mencionadas por el poeta en sus obras, a que los niños descubran el hábitat de los patos y tortugas que viven allí, a conocer las hierbas medicinales y culinarias del Herb Garden, a penetrar en el invernadero lleno de plantas tropicales. Un Edén botánico, en definitiva, que además se aliña con un fondo musical en el periodo estival: «June is Rose Month», dice el lema del Jazz & Roses, una serie de conciertos que cualquiera puede disfrutar tumbado en la hierba, rodeado de cinco mil rosas de mil cuatrocientas especies diferentes, a la hora del atardecer.

¿Concebiría alguna de sus Hojas de hierba Walt Whitman, que tanto tiempo vivió en Brooklyn, en algún lugar del Prospect Park? Los Estados Unidos que vio de cerca el escritor, asistiendo a los heridos de la Guerra Civil de 1862, están bien representados en otro de los alicientes de la zona: el Brooklyn Museum, uno de los más grandes y antiguos de la nación. Construido a finales del siglo XIX, su fachada muestra un aspecto colosal y, en cuanto se cruza la puerta, una serie de hermosas estatuas de Rodin te dan la bienvenida en el gigantesco vestíbulo.

Son ocho dólares de entrada bien aprovechados, porque visitar los cinco pisos del edificio es un viaje por el arte de bastantes épocas y civilizaciones: quedan representados el arte africano, latinoamericano, asiático, europeo, egipcio, islámico, europeo y de las islas del Pacífico, a veces tanto tradicional como contemporáneo. Sin embargo, las salas del quinto piso, donde se aprecian los cuadros y las estatuas estadounidenses —más algunos objetos, ya reliquias, de la vida cotidiana de antaño—, parecen desordenadas, pese a su intención de establecer cierta cronología, desde el significativo cuadro de Francis Guy Winter Scene in Brooklyn (alrededor de 1820), pasando por las piezas que abordan la vida de los indios y los retratos de los primeros presidentes del país, hasta el nonobjective art y las tendencias a partir de 1945.

Esta isla de flores, música y arte en el corazón de Brooklyn resulta verdaderamente vigorizante. Quién sabe cómo afecta al ánimo el sitio en que uno vive, pero lo cierto es que al protagonista de Brooklyn Follies, instalándose a una manzana del Prospect Park, la vida le dará un vuelco. Había acudido allí buscando un sitio donde morir en paz, y la paradoja para él es que el barrio —y sobre todo el contacto con las gentes que respiran el aire procedente del parque— le proporcionará justo lo contrario: el sabor, renovado, de una existencia plena.

III. Un grande en el bolsillo

No podría ser más que en la Feria de Frankfurt [del año 2011], con su hervidero de citas exprés y negociaciones, donde se ha acordado un asunto menor (literario), pero de gran importancia (comercial) tanto por el protagonista como por las ventas que genera: la editorial Seix Barral lanzará una biblioteca Paul Auster (1947) en formato bolsillo de toda su obra. Aunque, en Anagrama, que ha publicado todos sus textos, incluidos los guiones cinematográficos, crónicas biográficas, ensayos y hasta poemas, verá la luz su próxima novela en 2012, algo que siempre supone un acontecimiento, pues Auster, siempre fiel a sus huellas narrativas —como la ciudad de Nueva York y la casualidad—, siempre acaba sorprendiendo.

Este rastro es identificable ya desde su primer libro relevante, Trilogía de Nueva York (1985-1986), cuando asoman los ítems que luego explotará: la falta y pérdida de dinero, el sexo enamorado, el clima de cine negro, el béisbol, Hawthorne, París, el azar amable y cruel, la soledad, el cuaderno hallado que abre enigmas… Y junto con estos elementos, siempre el tema de la huida.

Así ocurre en la que tal vez es su mejor novela, El Palacio de la Luna (1989), y también en las magistrales El libro de las ilusiones e Invisible; o en entretenidas historias como La música del azar, Leviatán, La noche del oráculo y Brooklyn Follies (la última, Sunset Park, es menos lograda); y asimismo en las de corte experimental, caso de la metaliteraria Viajes por el scriptorium y la fantasía de anticipación bélica Un hombre en la oscuridad. Una carrera fabulosa al alcance, en edición pocket, a partir del próximo febrero.

IV. Los versos del azar

Antes que en los años ochenta surgiera la voz narrativa de Paul Auster, una de las más atractivas y coherentes que hemos conocido en los últimos treinta años, otra voz habló en el mismo hombre: concisa y densa, estaba hecha de versos, y estos formaron poemarios breves que crecieron en los setenta: «Radios», «Exhumación», «Escritura moral», «Desapariciones», «Efigies», «Fragmentos del frío» y «Aceptando las consecuencias». Títulos que ignorarán incluso la mayoría de los incondicionales de Auster —y son legión— pero que serían instrumentales para que naciera La trilogía de Nueva York. Muy significativamente, esta Poesía completa (Seix Barral, 2012) acaba cronológicamente con un escrito que podríamos considerar poemas en prosa, datados en 1979: «Espacios blancos».

He aquí la transición del poeta al prosista. Hace quince años, Doce ya había ofrecido en castellano el libro austeriano de poemas y ensayos de 1970-1979 Groundwork con el nombre de Pista de despegue. Ahora, en la introducción, detalla que aquel término puede interpretarse como «cimiento, trabajo preliminar o, incluso, trabajo de “preparación”. A primera vista, el título no puede ser más explícito: el poema, o el ensayo, como preludio y cimiento de lo que más adelante dará en relato y prosa de ficción». Incluso el propio Auster ha declarado que la escritura poética le llevó a la narrativa. Unos poemas, sin embargo, que no pueden ser más distintos que sus tramas novelescas, claras y fluidas pese a estar encuadradas en complejas estructuras: poesía oscura, según él mismo, muy influida por los simbolistas franceses desde que de joven empezó a traducir a Baudelaire, Rimbaud y Verlaine.

Doce realiza un paralelismo entre la mirada del fotógrafo Auggie Wren, de la película Smoke, y la mirada poética de Auster. Una escena, la de este personaje que fotografía cada día la misma esquina de una calle de Nueva York, que sintetiza las inquietudes literarias de Auster, ya sean poéticas o narrativas: «los problemas del azar y la identidad, la disolución del yo en el discurso, la distancia entre mundo y lenguaje». De ahí que el inicio de cada poema sea una invitación enigmática, unas palabras casi tomadas por azar, como dice tan acertadamente su traductor, que arrastran al resto hacia un desarrollo poemático muy personal, complicado en su sintaxis y metáforas: la otra cara de aquel que abandonó la poesía y la dramaturgia cuando sintió, como ha contado, una «revelación» y se adentró en la narrativa.

V. El recuerdo tedioso

El espléndido memorialista de La invención de la soledad, A salto de mata y Experimentos con la verdad, impudorosamente atractivo, con una fuerza autobiográfica incomparable, Paul Auster, ha perpetrado un texto que no hace justicia a su gran carrera. Ha seguido la senda de su último libro, Diario de invierno (2012), en el que se revisaba a sí mismo a partir del estudio de su cuerpo en la que consideraba la última estación de su vida. Aquel texto, en algunas ocasiones superfluo —como cuando detallaba su enamoramiento por su mujer— y casi siempre original y audaz, había sido la guinda al pastel de una narrativa llena de aciertos en lo que respecta a literaturizar las emociones.

En cambio, este Informe del interior (Anagrama, 2013; traducción de Benito Gómez Ibáñez) presenta a un Auster que ha hecho un ejercicio memorístico demasiado personalista: él de niño, adolescente, joven, pues «a tus sesenta y tantos años persisten vestigios, el animismo de tu primera infancia aún no se ha desterrado por completo de tu intelecto». Pero lo contado se reduce a recuerdos insustanciales, de dudoso interés para los demás y que son asuntos comunes de la época: televisión, juegos, películas, la escuela; más el descubrimiento de la muerte, de la pobreza ajena, de la lectura; los Estados Unidos de los años cincuenta como telón de fondo; y el judaísmo, el alejamiento de los padres, los campamentos de verano… No ayuda la elección de la segunda persona como punto de vista narrativo; en Diario de invierno tal cosa había sido un aliciente literario más; aquí es un lastre, y la lectura se hace muy tediosa.

Más cuando Auster lo estropea aún más al empeñarse en contar dos filmes al dedillo: El increíble hombre menguante y Soy un fugitivo, y también al transcribir unas cartas que un buen día su exmujer, la escritora Lydia Davis, le envió con motivo de una donación a una biblioteca. Esto le cogió en plena escritura de Informe del interior, y entonces decidió colocar las misivas que él le había enviado en la etapa de sus estudios en la Universidad de Columbia y su viaje a París. El libro se cierra sin mayor fortuna al reproducirse fotografías de acontecimientos sociales o películas para relacionarse con el texto precedente, aunque son un parche más a un libro hecho de nostalgias blandas e información que, visto el resultado, solo competían al propio Paul Auster.

VI. El regreso a la ficción

En Informe del interior, donde aparecía un Auster que había hecho un ejercicio memorístico demasiado personalista: él de niño, adolescente, joven, mirándose al espejo de un hombre ya en la sesentena, provocaba un sabor amargo que se enfatizaba por el hecho de que Auster llevaba un considerable tiempo sin publicar una novela —la última era la irregular Sunset Park (2010)—, por más que en su caso las fronteras entre los distintos géneros narrativos no están claras. Así, en los dos libros aludidos practicaba un punto de vista en segunda persona que daba un toque estilístico muy atrayente en el primer caso pero tedioso en el segundo. Nuestra esperanza ahora radica en que aquellas nostalgias blandas e informativas que habían nutrido Informe del interior desparezcan para ver de vuelta al narrador magistral de La trilogía de Nueva York, El Palacio de la Luna o El libro de las ilusiones.

Tal cosa quizá suceda el próximo septiembre [del 2017], cuando Seix Barral publique su novela de muy singular título, 4 3 2 1, que acaba de aparecer en Estados Unidos y Reino Unido, después de que todas las anteriores obras del Premio Príncipe de Asturias de las Letras 2006 hubieran visto la luz en la editorial Anagrama (salvo su Poesía completa, ya en Seix Barral, 2012). Las informaciones al respecto nos hablan de una historia en que Auster ahonda en uno de sus temas clave: la red de coincidencias y simultaneidades que dan como resultado un destino sorprendente en la vida de sus personajes. Un destino que, más allá de entender, cabe aceptar afrontándolo con la aventura de embarcarse probablemente en relaciones arriesgadas. 4 3 2 1 cuenta así cómo Archibald Isaac Ferguson, nacido como el propio escritor en 1947, en un hospital de Newark, experimentará una suerte de desdoblamiento con cuatro personajes más que comparten el mismo nacimiento y ADN. Como en muchas de sus obras, aquí también habrá un paralelismo entre el sino de los personajes y la historia de los Estados Unidos durante la segunda mitad del siglo XX; por ejemplo, en cuanto a las reacciones de los personajes acerca de acontecimientos señeros como las revueltas estudiantiles o el asesinato del presidente John Fitzgerald Kennedy. Y todo con un Archibald que se convierte en cuatro existencias «paralelas y totalmente diferentes», «cuatro chicos que son el mismo chico». A vuelapluma, semejante argumento constituye todo un reto de imaginación y estructura narrativa de primer orden para alguien que hace unas semanas ha alcanzado los setenta años. Empieza la cuenta atrás a la espera de leerlo en español: 4, 3, 2, 1…

VII. La obra de toda una vida

Paul Auster surge en este libro autoanalítico, Una vida en palabras. Conversaciones con I. B. Siegumfeldt (Seix Barral, 2018), junto con su faceta de narrador que ha alcanzado un grado de originalidad inigualable en las últimas décadas. Todo se produce a partir de una serie de conversaciones con la profesora danesa I. B. Siegumfeldt, que demuestra el absoluto conocimiento que tiene de la obra del autor de Nueva Jersey —está siempre brillante, pero no cuestiona las obras, siempre las ensalza, y Auster tiene varias muy irregulares—, amén de una gran capacidad para sugerir modos de reflexión que empujen a revisar libro a libro toda esta maravillosa trayectoria. De este modo, Una vida en palabras, título tan simple como adecuado (traducción de Benito Gómez Ibáñez), es una formidable vía para adentrarse en sus diecisiete novelas y cinco libros autobiográficos, es decir, la casi totalidad de sus creaciones.

Es una lástima sin embargo que un trabajo tan bien concebido y llevado a término, pues en él se nota que Auster se implicó por completo, preparando fragmentos de su obra a modo de ejemplos de lo que se iba explicando y meditando profundamente sobre sus personajes y otros muchos asuntos literarios, no alcanzara la última obra, la extensísima 4 3 2 1 que vio la luz el año pasado. En la línea de toda su trayectoria, en que destaca como como uno de sus temas clave la red de coincidencias y simultaneidades que dan como resultado un destino sorprendente en la vida de sus personajes, esta novela contaba cómo el protagonista experimentaba una suerte de desdoblamiento con cuatro personajes más que compartían el mismo nacimiento y ADN. Algunas reflexiones sobre semejante reto hubiera sido deseable que hubieran aparecido en estas conversaciones, que en todo caso nos colocan a un Auster entre informal y filosófico, un Auster que reivindica su vena poética y para quien todo es «incertidumbre», cada proyecto literario un nuevo inicio con las mismas inseguridades y dudas.

Las charlas se realizaron entre los noviembres de 2011 y 2013, es decir, cuando Auster preparaba la irregular Diario de invierno, en que se revisaba a sí mismo a partir del estudio de su cuerpo en la que consideraba la última estación de su vida, e Informe del interior, un ejercicio memorístico demasiado personalista: él de niño, adolescente, joven, mirándose al espejo de un hombre ya en la sesentena. Atrás quedaba el escritor magistral de La trilogía de Nueva York, El Palacio de la Luna o El libro de las ilusiones, sobre los que Auster habla aquí en lo que constituye una joya para los amantes de su literatura. La confluencia entre realidad y ficción, la ascendente importancia del erotismo a lo largo de su trayectoria, los elementos metaficticios, su tendencia al collage narrativo…, mil y un detalles aparecen incluso interesantes para quien no haya leído ninguno de sus libros, pues penetran en temas que, en sí mismos, son materia artística de primer orden y que fueron determinados cuidadosamente con la ayuda de la lectora más inmediata de Auster, su mujer la escritora Siri Hustvedt.

Elif Batuman: avatares rusos de una estudiante

Un primer libro de género inclasificable es bien recibido. Elif Batuman, de ascendencia turca, neoyorquina de nacimiento en 1977 y formada académicamente en California, ofrece, en Los poseídos (Seix Barral, 2011), un conjunto de textos llamativos por su frescura, ingenio y pasión literaria con un nexo común: las letras rusas. Al final dirá que es en la literatura donde solo se pueden encontrar respuestas a los enigmas que nos rodean. Y es en lo que se ocupa esta profesora universitaria —cuando escribió el libro estaba en la recta final de sus estudios, lo que se refleja en las pesquisas que expone— cuando va tras los pasos de Bábel, Pushkin, Tolstói y Dostoievski.

La vida de estos autores se mezcla con la de Batuman, que consigue, desde la autobiografía (familia, compañeros, novios, viajes), desarrollar un serio análisis crítico de obras y hacer una crónica de lugares tan significativos como Yásnaia Poliana o las ciudades de Samarcanda y Venecia. El resultado es brillante por su inteligencia y entretenido por su comicidad, pero sabe a poco: la introducción es demasiado extensa para lo que apunta y el primer capítulo, sobre Isaac Bábel, empieza de forma enrevesada, aunque luego se convierte en un texto genial, cuando aparecen las anécdotas de un congreso dedicado al escritor de Caballería roja.

Tomando prestado el título de «la novela más extraña de Dostoievski, Los demonios, traducida anteriormente como Los poseídos», Batuman escribe poseída por aprender ruso y uzbeco y lanzarse a experiencias incluso peligrosas en pos de lograr sus objetivos. Es magnífico cuando ridiculiza el ambiente universitario, se burla de ella misma, propone disparates con gran rigor documental, como que a Tolstói lo asesinaron, y desacraliza la casa veneciana del autor de El idiota. Al libro le sobraría parte de los tres capítulos sobre Samarcanda, pero es el riesgo de un trabajo híbrido que cabe celebrar y nos avisa de que estamos ante una autora muy a tener en cuenta.

L. Frank Baum: la vigencia del mundo de Oz

La vieja historia en que el bien vence sobre el mal. Eso es el territorio del País de Oz. Desde que la pequeña Dorotea llega a ese lugar mágico, llevará a cabo sus dos propósitos que le salen al paso: ayudar a los personajes que lo necesitan y acabar con los malvados. ¿Hay mejor mensaje, realmente imperecedero, para los niños de cualquier época y rincón del mundo? Por eso, y otros motivos más, muy especialmente, claro está, la adaptación al cine que protagonizó Judy Garland, este cuento clásico que conoce todo el mundo pero que no muchos sabrían quién firmó ha llegado a nuestros días en plena forma. Han pasado cien años desde la muerte de su autor, Lyman Frank Baum, que escribió catorce libros relacionados con Oz, pero muchos otros títulos para niños y jóvenes: en total, cerca de sesenta novelas y más de ochenta relatos, a lo que hay que añadir unos doscientos poemas e innumerables trabajos como guionista.

De hecho, Baum, nacido en Chittenango, estado de Nueva York, en 1856, después de debutar con una colección de cuentos infantiles ilustrados por el gran pintor Maxfield Parrish, tuvo un primer éxito llegó en 1899, por medio de una antología de poesía disparatada con dibujos de otro magistral ilustrador y caricaturista como W. W. Denslow. Y con este precisamente, al cabo de poco tiempo, publicaría El mago de Oz, que conseguiría tamaño éxito que se adaptaría a la escena teatral de Broadway en los años 1903-1904. El libro ha sido ampliamente traducido y publicado, pero este próximo día 20 [mayo del 2019] El Paseo Editorial pone en las librerías El maravilloso mago de Oz —en una nueva traducción de Óscar Mariscal—, recuperando las ilustraciones de Denslow, para proporcionar al lector la increíble peripecia de Dorothy y su perro Toto, perdidos en el fantástico mundo de Oz, donde conocerán al Espantapájaros, al Leñador de hojalata y al León cobarde. Juntos, emprenderán camino hacia la Ciudad Esmeralda, en que tendrán la esperanza de lograr que el Gran Oz les dé una solución a sus peticiones de mejora personal a través de su poderosa magia.

Ya en el 2016 El Paseo publicó Historias mágicas de Oz, con los dibujos originales de otro de los grandes artistas que colaboraron con Baum, John R. Neill; en esa ocasión, se trataba de una serie de cuentos que preparó el propio escritor con el objetivo, en 1913, de que sirviera de introducción al maravilloso mundo de Oz para aquellos que no lo conocían aún, y en que destacaban algunos personajes menos conocidos, como la princesa Ozma, Jack Cabeza de Calabaza, Tik-Tok el hombre mecánico, el Tigre Hambriento, el rey Nomo y el Caballete. Tres años antes, Baum se había trasladado con su familia a Hollywood, con el ánimo de trasladar sus historias a la gran pantalla; para ello, fundó la Oz Film Manufacturing Company, pero el destino le tendría reservada una muerte cercana: moriría en su casa el 6 de mayo de 1919, a causa de un derrame cerebral.

«Baum, como Shakespeare, albergaba en su cabeza una fiebre por querer, desear, moldear, soñar, que es la que hace que todos continuemos buscando la historia de Oz, y que nos nutramos de ella», dijo el gran escritor de ciencia ficción Ray Bradbury; «Ese autoproclamado mago de Oz tiene una larga genealogía, podría ser desde un chamán hasta el Próspero de Shakespeare y siempre encuentra su par en cada época», afirmó la veterana autora canadiense Margaret Atwood; «Baum era un verdadero educador y los que leen sus libros de Oz a menudo se hacen lo que no eran: imaginativos, tolerantes, despiertos a las maravillas del mundo y a la vida», apuntó el guionista y narrador Gore Vidal. Declaraciones todas estas que remiten a la vigencia de un libro en que se proponía a sus héroes superar pruebas difíciles, venciendo sus miedos y teniendo el coraje para enfrentarse a lo desconocido para, en última instancia, descubrir sus ocultas pero infinitas capacidades.

El hombre de hojalata quería tener amor, el espantapájaros deseaba inteligencia, y el león ansiaba ser valeroso. Baum, con El mago de Oz, les estaba diciendo a los niños y adolescentes que todos poseemos esas cualidades y que, para desarrollarlas, lo único que tenemos que hacer es practicarlas, como nos recuerda Josep Santamaría en el apartado de actividades de una edición referencial de esta obra, la de la editorial Vicens Vives, la cual contó, desde su primera aparición en el año 2000 —el libro se reimprime de forma constante— con las bellísimas ilustraciones de Victor G. Ambrus. Y es que, como vemos, texto e imagen estuvieron de la mano desde el inicio en este caso; y así, en 1939, se estrenó en la gran pantalla la celebérrima adaptación cinematográfica que dirigió Victor Fleming después de un rodaje complicado, con una Garland a la que tuvieron que caracterizar para que no pareciera tan mayor (tenía dieciséis años), que ya era adicta a las drogas y al alcohol, y a la que explotaban trabajando días enteros película tras película.

Todo comenzó cuando el todopoderoso Louis B. Mayer, de la Metro Goldwin Mayer, vio las posibilidades fílmicas de The Wonderful Wizard of Oz, y decidió que se convertiría en el primer filme en color de la MGM para competir con David O. Selnick, que estaba rodando también en color Lo que el viento se llevó. La primera opción fue Shirley Temple, para el papel de Dorothy, pero no fue posible. Aun así, las aventuras de una valiente niña que es arrastrada por un ciclón desde Kansas a la tierra de Oz, gobernada por brujas y magos, donde los animales hablan, los monos vuelan y un par de zapatos de plata tienen poderes mágicos, se llevó a término felizmente. Y además, devendría no sólo un film de culto, sino que dio la que se considera la canción más importante del siglo XX por parte de la RIAA (Recording Industry Association of America).

Over the Rainbow es obra del compositor Harold Arlen y el letrista Yip Harburg; se cuenta que se necesitaba solamente una última canción para el inicio de la película, y que estaban apurados de tiempo. Pero, entonces, un día que Arlen iba en coche a casa con su mujer, tras salir del cine, vio un arcoíris y se le ocurrió la idea de una melodía que se ha versionado desde entonces por parte de todo tipo de cantantes y músicos. Una letra, que escribió a todo correr Harburg, que ha tenido múltiples interpretaciones: la de trasfondo bélico en tiempos de la Segunda Guerra Mundial, la que expresa simbolismo religioso, la que apuesta por la libertad sexual… La pieza sería merecedora del Óscar a la mejor canción original, y no podía ser menos en el país de las oportunidades: se decía en ella que los sueños pueden alcanzarse, ¿por qué no? Eso consiguen el león, el espantapájaros y el hombre de hojalata, en un cuento en que la amistad y la compasión son prevalentes y en que se nos enseña que las apariencias a veces son falsas: el mago de Oz es al fin y al cabo un viejo farsante, y Ciudad Esmeralda sólo es verde porque los que la habitan son obligados a llevar gafas de ese color. Y hay que mirar más allá, siempre por encima del arcoíris.

Elizabeth Bishop: recuerdos de una niña

A Mauricio Bach debemos la estupenda iniciativa de acercarnos la obra de Elizabeth Bishop (Worcester, 1911-Boston, 1979), una autora esencial para la cultura literaria estadounidense aunque inaccesible en español, si exceptuamos los cuatro poemas que tradujo de ella Octavio Paz y que incluyó en sus Versiones y diversiones (Círculo de Lectores, 2000). Como nuestro conocimiento de poéticas femeninas norteamericanas acaba en Emily Dickinson, resulta interesante revisar la opinión de Harold Bloom, quien considera a Bishop, junto con Marianne Moore (ambas fueron íntimas amigas) y May Swenson, el trío nacional lírico de mujeres más destacable del siglo XX.

Bishop vivió en distintas ciudades de la costa este de su país, viajó por Europa y permaneció largas temporadas en México y, sobre todo, Brasil. Entre sus selectas amistades se contaban Ezra Pound (sobre el que escribió un poema tras visitarlo en el sanatorio donde se encontraba el poeta), Randall Jarrel, Robert Lowell, Pablo Neruda y Octavio Paz, al que Bishop tradujo al inglés. Publicó libros de cuentos y de memorias, pero permanece gracias a sus cuatro poemarios: North & South (1946), A Cold Spring (1955), Questions of Travel (1965) y Geography III (1976).

Pero Una locura cotidiana (Lumen, 2001) —título quizá demasiado licencioso si tenemos en cuenta el original The Collected Prose