El hombre en la cola - Josephine Tey - E-Book

El hombre en la cola E-Book

Josephine Tey

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Beschreibung

Londres, años treinta. Una larga cola frente al teatro Woffington espera impaciente para ver la comedia musical del momento. De pronto, un hombre cae al suelo apuñalado por la espalda. Ni el estado de shock de la señora Ratcliffe, testigo más próxima a la víctima, ni el té en el camerino de la encantadora Ray Marcable, estrella del musical, parecen arrojar luz al caso. Y sin embargo nuestro intuitivo inspector Alan Grant ya tiene a su culpable: se trata de Jerry Lamont, mejor amigo de la víctima, un hombre de aspecto extranjero que huyó de la cola y cuya pista se sitúa ahora en un pueblecito de las Tierras Altas escocesas. Con su traje de pesca en la maleta a modo de camuflaje, Grant se sube al primer tren rumbo a Escocia dispuesto a cazar a su asesino. Pero no es oro todo lo que reluce, y puede que este caso tenga algún que otro cabo suelto que atar (y más de un prejuicio a desterrar).

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EL HOMBRE EN LA COLA

JOSEPHINE TEY

EL HOMBRE EN LA COLA

TRADUCCIÓN DE PABLO GONZÁLEZ-NUEVO

SENSIBLES A LAS LETRAS, 83

Título original: The Man in the Queue

Primera edición en Hoja de Lata: junio del 2022

© The National Trust for Places of Historic Interest and Natural Beauty, 1929

© de la traducción: Pablo González-Nuevo, 2022

© de la imagen de la portada: Helena Toraño, 2022

© de la presente edición: Hoja de Lata Editorial S. L., 2022

Hoja de Lata Editorial S. L.

Avda. Galicia, 21, 4.º E, 33212 Xixón, Asturies [España]

[email protected] / www.hojadelata.net

Diseño de la colección: Trabayadores culturales Glayíu

Corrección: Tania Galán Álvarez

ISBN: 978-84-18918-53-7

Producción del ePub: booqlab

La traducción de este libro se rige por el contrato tipo propuesto por ACE Traductores.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo las excepciones previstas por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Hoja de Lata emplea tipos de papel que garantizan el manejo ambientalmente apropiado, socialmente benéfico y económicamente viable de los bosques del mundo.

Para Brisena,                    que realmente lo escribió.

ÍNDICE

I. Asesinato

II. El inspector Grant

III. Danny Miller

IV. Raoul Legarde

V. Otra vez Danny

VI. El Dago

VII. El caso avanza

VIII. La señora Everett

IX. Grant obtiene más información de la esperada

X. Viaje relámpago al norte

XI. En Carninnish

XII. La captura

XIII. La espera

XIV. La declaración

XV. El broche

XVI. La señorita Dinmont colabora

XVII. Solución

XVIII. Conclusión

CAPÍTULO 1

ASESINATO

Eran entre las siete y las ocho de una tarde de marzo y por todo Londres los bares se vaciaban dejando escapar a sus clientes hacia las plateas y las galerías de los teatros. ¡Paf, zas, pum! Sonidos desagradables que anunciaban diversiones nocturnas. Sin embargo, ni las trompetas del juicio final habrían conseguido animar a la exhausta concurrencia del Thespis y Terpsícore, que aguardaba pacientemente formando una cola cuádruple frente a las puertas de la tierra prometida. Por supuesto, en algunos teatros no había gente esperando. En el Irving había cinco personas desperdigadas por los dos escalones de la entrada principal, renunciando al calor a cambio de un poco de comodidad. La tragedia griega no tenía demasiados adeptos. En el Playbox no había nadie. El Playbox era muy selecto e ignoraba la existencia de las localidades más populares. En el Arena, donde la temporada de ballet duraba ya tres semanas, había diez personas esperando para subir al gallinero y una larga cola para el patio de butacas. Frente al Woffington, sin embargo, las dos hileras de seres humanos parecían extenderse hasta el infinito. Hacía ya un buen rato que un empleado del teatro se había acercado a la cola de platea y, con un simple movimiento de su brazo extendido que asemejaba el corte de una guillotina, había dicho: «A partir de aquí todas las plazas son de pie». Habiendo separado a las ovejas de las cabras con un simple movimiento de su músculo deltoides, regresó con actitud altanera a la entrada del teatro, donde tras las puertas de cristal había calor y cobijo. No obstante, nadie abandonaba la larga cola. Los que estaban condenados a seguir esperando a la intemperie durante tres horas más parecían indiferentes a su martirio. Reían y charlaban e intercambiaban nutritivas onzas de chocolate envueltas en papel de aluminio. «Ha dicho que solo quedan plazas de pie, ¿verdad? Bueno, quién no aguantaría de pie, y gustosamente, la última semana de ¿No lo sabíais?». La comedia musical más londinense llevaba representándose casi dos años y este era su canto del cisne. Las butacas de patio y los palcos habían sido reservados semanas atrás, y muchos ingenuos neófitos, poco acostumbrados a colas e inacabables esperas, habían pasado a engrosar la multitud que aguardaba frente a las puertas cerradas tras comprobar que el soborno y la corrupción fracasaban en la taquilla. Parecía que todo Londres intentaba entrar a codazos en el Woffington para disfrutar del espectáculo por última vez y comprobar si Golly Gollan conseguía un nuevo éxito después de toda una vida de penurias en la carretera —Gollan había sido rescatado inesperadamente por un agente atrevido y al ver la oportunidad la había aprovechado—; y para deleitarse una vez más con la belleza y la chispa de Ray Marcable, ese cometa que dos años atrás había salido de la oscuridad deslumbrando a propios y extraños y ocultando con su brillo a estrellas más conocidas y rutilantes. Ray bailaba igual que una hoja mecida por el viento y su sonrisa discreta y algo distante había disparado las ventas de dentífricos en cuestión de seis meses. «Su inefable encanto», lo llamaban los críticos. Aunque sus seguidores lo expresaban de formas más extravagantes, al tiempo que agitaban las manos y gesticulaban cuando no eran capaces de expresar con palabras lo que sentían al contemplar su etérea belleza. Ahora se marchaba a Norteamérica, como todas las cosas buenas; y, después de los dos últimos años, Londres sin Ray Marcable iba a convertirse en un inconcebible desierto. ¿Quién no estaría dispuesto a pasar horas de pie solo con tal de verla una vez más?

Había estado lloviznando desde las cinco y de cuando en cuando una ligera y fresca brisa interrumpía el calabobos barriendo la cola de principio a fin de forma casi juguetona. Pero nadie se desalentaba. Esta noche ni siquiera las inclemencias del tiempo podían tomarse en serio y el frío no pasaba de ser un conveniente aperitivo antes de que llegara el momento de abonar la entrada. La cola se aburría y la sabiduría cockney aprovechaba al máximo cualquier clase de entretenimiento que se dignaba a aparecer en el oscuro cañón en que se había convertido la calle, ya de por sí estrecha. Primero habían llegado los repartidores de periódicos, criaturas menudas de cara flaca y ojos cansados, que recorrieron la cola de principio a fin como un fuego fuera de control antes de desaparecer dejando atrás un reguero de conversaciones y revoloteo de papeles. Después, un hombre con las piernas más cortas que el cuerpo extendió sobre el húmedo pavimento un trozo de alfombra hecho jirones y empezó a contorsionar su cuerpo hasta adoptar la apariencia de una araña pillada por sorpresa, mientras sus lastimeros ojos de sapo brillaban desde lugares distintos de la masa serpenteante, logrando que incluso el espectador más indiferente sintiera un escalofrío recorriéndole la espalda. A continuación, apareció un hombre que interpretaba al violín tonadas populares, felizmente ignorante de que la primera cuerda de su instrumento desafinaba medio tono. Luego llegaron al mismo tiempo un cantante de baladas sentimentales y un trío de swing. Después de mirarse mal mutuamente durante unos instantes, el solista trató de sacar ventaja apoyándose en el principio de que la posesión es de quien la ejerce y acometió una plañidera versión de Because you came to me. Pero el líder del trío, entregando la guitarra a su teniente, procedió a encararse con el tenor con actitud amenazante. El tenor intentó ignorarlo mirando por encima de su cabeza, lo que no le resultó nada fácil, pues el músico le sacaba varios centímetros y parecía estar en todas partes. No obstante, perseveró declamando otros dos versos y después la balada se fue diluyendo hasta convertirse en una suerte de protesta muy poco melodiosa. Dos minutos después, el pobre tipo desapareció por la calle oscura murmurando amenazas y quejas, y la orquesta tocó para la concurrencia un éxito reciente de las pistas de baile. Siendo estas melodías más del gusto de los modernos que la inapropiada sensiblería ejecutada por el desgraciado tenor, los espectadores no tardaron en olvidar a la desdichada víctima de una fuerza mayor y empezaron a mover los pies siguiendo los vivaces compases. Después de la orquesta, y de uno en uno, fueron llegando un prestidigitador, un evangelista y un hombre que pidió que lo inmovilizaran con una cuerda atada con gordos nudos de la que consiguió liberarse con asombrosa facilidad.

Todos ejecutaban su numerito y se marchaban a actuar en algún otro lugar, pero antes de irse recorrían la cola para pasar su inoportuno sombrero sin demasiada convicción entre la nutrida concurrencia al tiempo que decían «¡Gracias! ¡Gracias!», en un vano intento de alentar su generosidad. Entre actuación y actuación hacían su aparición vendedores de caramelos, vendedores de cerillas, de juguetes e incluso de postales; y la multitud se desprendía afablemente de su calderilla dando por bueno el entretenimiento.

Entonces un temblor recorrió la fila de principio a fin, un temblor que para los experimentados en la materia solo podía significar una cosa. Los taburetes fueron devueltos, las sillas se plegaron, la comida se esfumó y aparecieron las carteras. Las puertas estaban abiertas. El ameno y excitante juego comenzaba. Pero aún había mucho terreno que ganar o perder hasta llegar a la entrada. En la parte delantera de la cola, donde el orden era menos matemático que en campo abierto, por así decirlo, la emoción de la apertura había logrado echar a perder durante unos instantes el habitual instinto de los ingleses de mantener la compostura —y digo ingleses deliberadamente, pues los escoceses carecen por completo de él—, lo que había dado lugar a algunos suaves empujones y reajustes antes de que la cola volviera a convertirse en un ente inamovible formado por una masa que se apretujaba sin aliento ante la taquilla, situada justo antes de la puerta de acceso a la platea. El tintineo de monedas anunciaba las continuas y apresuradas transacciones que liberaban del guirigay a los más afortunados. Su mero sonido hizo que los que estaban detrás empujaran hacia delante inconscientemente, hasta que los que ocupaban los primeros puestos comenzaron a protestar de manera tan audible como sus oprimidos pulmones les permitieron y un guardia se puso a recorrer la cola reprendiendo a la gente.

—Vamos, vamos, retrocedan. Hay tiempo de sobra. No conseguirán entrar a base de empujones. Cada cosa a su tiempo.

Cada cierto rato la cola al completo avanzaba unos centímetros, a medida que los afortunados entraban por fin apresuradamente hacia la platea en parejas o tríos, como cuentas que escapan rodando de un collar roto. Entonces una mujer gorda interrumpió el proceso revolviendo su bolso en busca de más dinero. Desde luego la muy necia podía haber buscado antes la cantidad exacta para no hacerles esperar a todos de esa manera. Como si fuera del todo ajena a la hostilidad de cuantos la rodeaban, se volvió hacia el hombre situado tras ella y dijo enfadada:

—Oiga, le agradecería que dejara de empujar. ¿Es que una señora no tiene derecho a buscar su monedero sin que el mundo entero pierda las formas?

Pero el hombre al que se dirigía no se inmutó. Tenía la cabeza inclinada sobre el pecho y la indignada y brillante mirada de la mujer se topó únicamente con la copa de su sombrero. Ella soltó un bufido y se apartó de él colocándose de nuevo frente a la taquilla, donde depositó el dinero que había estado buscando. Al hacerlo, el hombre cayó lentamente de rodillas —de tal modo que los que se encontraban detrás a punto estuvieron de caer sobre él—, permaneció en la misma posición un instante y después siguió deslizándose aún más despacio hasta apoyar la mejilla en el suelo.

—Ese hombre se ha desmayado —dijo alguien.

Durante unos segundos nadie se movió. Que la gente hoy en día se ocupe de sus propios asuntos en una multitud tiene tanto de instinto de supervivencia como la versatilidad de los camaleones para cambiar de color. ¡Ah, ya aparecerá alguien que se ocupe de ese pobre tipo! Pero nadie lo hacía. Hasta que un hombre, quizá dotado de un mayor instinto social o de más prepotencia, se acercó para socorrer al caído. Estaba a punto de agacharse sobre el bulto inerte cuando de repente se detuvo como si acabara de recibir un picotazo y retrocedió.

Una mujer chilló horriblemente tres veces, y la impaciente y jadeante cola se paralizó por completo.

Bajo la luz blanca de la bombilla desnuda de una farola, el cuerpo del hombre, abandonado a su suerte tras la instintiva retirada de cuantos lo rodeaban, yacía expuesto hasta el más mínimo detalle. Sobresaliendo en ángulo agudo del tweed gris de su abrigo, había un pequeño objeto plateado cuyo brillo parpadeaba malévolo bajo la funesta iluminación.

Era la empuñadura de una daga.

Un instante antes de que se escuchara el grito de «¡Policía!», el agente había regresado tras su tarea pacificadora desde el final de la cola. Al escuchar el primer grito de la mujer se había dado la vuelta. Nadie chillaba de ese modo salvo ante la súbita visión de la muerte. Permaneció de pie un momento contemplando la escena, se inclinó sobre el hombre, giró su cabeza suavemente hacia la luz y la soltó dirigiéndose al taquillero:

—Llame por teléfono a una ambulancia y a la policía.

Miró hacia la cola evidentemente conmocionado.

—¿Alguno de los presentes conoce al caballero?

Pero nadie afirmó conocer aquel cuerpo inerte en el suelo.

Detrás del hombre estaba una pareja de aspecto acomodado y provinciano. La mujer gemía constantemente, aunque sin demasiada vehemencia:

—¡Oh, vámonos a casa, Jimmy! ¡Oh, vámonos a casa!

En el lado opuesto, cerca de la taquilla, estaba la mujer oronda de antes paralizada por tan inesperado horror, sujetando con fuerza su entrada con guantes negros de algodón, aunque sin hacer ningún esfuerzo por asegurarse una butaca ahora que las puertas permanecían abiertas para dejarla pasar. Más adelante, en la acera, la noticia de lo sucedido se extendió entre la gente como el fuego entre la broza —¡un hombre había sido asesinado!—. Y dentro del teatro la multitud reunida en el vestíbulo, presa de la confusión, comenzó a moverse inquieta mientras algunos trataban de huir de aquel suceso inesperado que echaba por tierra cualquier afán de entretenimiento. Algunos trataban de abrirse paso a codazos para ver qué sucedía, y los más contrariados luchaban para conservar el sitio por el que tantas horas habían estado aguardando.

—¡Oh, vámonos a casa, Jimmy! ¡Oh, vámonos a casa!

Jimmy habló por primera vez.

—No creo que podamos, querida, hasta que la policía decida si nos necesita o no.

El agente de policía escuchó sus palabras y no tardó en responder:

—Está usted en lo cierto. No pueden irse. Ustedes, los seis primeros, permanezcan donde están. Y usted, señora —añadió, dirigiéndose a la mujer gorda—. El resto circulen.

Y comenzó a hacer indicaciones como lo habría hecho para dirigir el tráfico junto a un coche accidentado.

La esposa de Jimmy rompió a sollozar histéricamente y la mujer oronda junto a la taquilla comenzó a protestar. Ella había ido a ver el espectáculo y no tenía la menor idea de quién era aquel hombre. Las cuatro personas que hacían cola detrás de la pareja provinciana parecían igualmente reacias a verse implicadas en un asunto del que nada sabían y cuyas consecuencias nadie podía prever, y también protestaron declarando su total ignorancia.

—Puede ser —respondió el policía—, pero igualmente deberán explicarlo en comisaría. No tienen nada que temer —añadió intentando tranquilizarlos, aunque sin demasiado éxito, dadas las circunstancias.

Y así el resto continuó haciendo cola. El portero trajo una cortina verde de algún lugar del edificio y cubrió el cuerpo. El automático tintineo volvió a comenzar y siguió su curso, tan indiferente como la lluvia. La difícil situación de los presentes, o quizá la esperanza de una recompensa, hizo que el portero saliera de su habitual ensimismamiento cuasi divino y se ofreciera a reservar sus legítimos asientos a los siete desgraciados. Enseguida llegó la ambulancia y un coche patrulla de la comisaría de Gowbridge. Un inspector interrogó brevemente a cada uno de los siete detenidos, anotó sus nombres y direcciones y los dejó marchar con la advertencia de que debían estar localizables y disponibles por si se requería su colaboración. Jimmy subió a un taxi con su sollozante esposa, y los otros cinco entraron rezagados al teatro y, sin perder la compostura, se dirigieron a los asientos que el portero aún vigilaba justo cuando el telón se alzaba sobre la sesión nocturna de ¿No lo sabíais?

CAPÍTULO 2

EL INSPECTOR GRANT

El superintendente Barker pulsó el botón de marfil del timbre situado en la parte inferior de su escritorio con un dedo pulcro y cuidadosamente manicurado, y allí lo mantuvo hasta que apareció uno de sus subordinados.

—Dígale al inspector Grant que quiero verlo —dijo mirando al recién llegado, que hacía todo lo posible por mostrarse obsequioso en presencia del gran hombre, si bien sus buenas intenciones se vieron frustradas tanto por el incipiente sobrepeso, que le obligaba a inclinarse ligeramente para mantener el equilibrio, como por el ángulo de su nariz, que era una apoteosis de la insolencia.

Amargamente consciente de su fracaso, el subalterno se retiró para entregar el mensaje y trató de enterrar el recuerdo de su confusión entre la indiferente perfección de los archivos y las pilas de folios que se había visto obligado a abandonar a causa de la llamada. Poco después, el inspector Grant entró en el despacho del superintendente y saludó a su jefe alegremente de igual a igual. El rostro de Barker se iluminó en su presencia de forma inesperada y a buen seguro inconsciente. Si Grant poseía alguna cualidad, aparte del esperable afán por el cumplimiento del deber y una buena reserva de valor e inteligencia, era que ni por asomo parecía policía. Era delgado y de estatura media, y era… bueno, si dijera que era apuesto, inmediatamente pensaríais en el maniquí de un sastre, algo perfecto y carente de toda singularidad, y ciertamente Grant no era así en absoluto. No obstante, si podéis imaginar a alguien apuesto, pero no como el maniquí de un sastre, entonces ese es Grant. Barker llevaba años tratando de emular sin éxito la elegancia natural de su subordinado, y lo único que había conseguido era parecer excesivamente atildado. Carecía de instinto en el vestir igual que en la mayoría de las cosas. Era lento pero concienzudo a la hora de trabajar. Aunque eso era lo peor que se podía decir acerca de él. Y cada vez que colocaba a alguien en su punto de mira, por lo general esa persona terminaba deseando no haber nacido.

Observó a su subordinado sin sombra alguna de resentimiento, admirando especialmente su frescura y lozanía —él apenas había pegado ojo en toda la noche por culpa de la ciática—, y fue directo al grano.

—En Gowbridge están más que hartos —dijo—. De hecho, los de la calle Gow han llegado a insinuar que se trata de una conspiración.

—Oh, ¿alguien ha estado provocándolos?

—No, pero el asunto de la otra noche ha sido el quinto caso gordo en su distrito en los últimos tres días y se han hartado. Quieren que nos ocupemos del caso.

—¿De qué se trata? Es lo de la cola del teatro, ¿verdad?

—Sí, y es usted el oficial al mando, así que manos a la obra. Puede llevarse a Williams. Necesito que Barber vaya a Berkshire por ese robo en Newbury. Habrá que darles mucha cera a los de la zona por el mero hecho de que nos hayan llamado a nosotros, y eso a Barber se le da mejor que a Williams. Creo que es todo. Lo mejor será que se vaya usted ahora mismo a la calle Gow. Buena suerte.

Media hora más tarde, Grant se había reunido con el forense de Gowbridge. En efecto, dijo este, el hombre estaba muerto cuando llegó al hospital. La hoja del arma era muy delgada, un estilete extremadamente afilado. Lo habían ensartado en la espalda de la víctima, a la izquierda de la columna vertebral, con tanta fuerza que la empuñadura había arrugado la ropa formando un tapón que impidió que la sangre se derramara. Solo un poco había empapado la herida sin llegar a la superficie. En su opinión, el hombre había sido apuñalado durante un tiempo considerable —quizá diez minutos o más— antes de derrumbarse, cuando la gente que tenía delante se apartó para avanzar. Estando tan apretujados en la cola, se debió mantener en pie moviéndose con la multitud. De hecho, sería del todo imposible caer en dicha situación, incluso de haber querido hacerlo. Consideraba bastante improbable que el hombre se diera cuenta siquiera de que había sido apuñalado. Con las apreturas, roces y choques involuntarios que se producen en esas situaciones, un golpe repentino y no demasiado doloroso podría pasar desapercibido.

—Hablemos de la persona que lo mató. ¿Hay algo peculiar en el apuñalamiento?

—No, excepto que fue un hombre fuerte y zurdo.

—¿No pudo ser una mujer?

—No, haría falta más fuerza que la de una mujer para ensartar la hoja del modo en que se hizo. Verá, no había espacio para que el brazo tomara impulso, de modo que el golpe hubo de ser asestado desde una posición de reposo. Oh, sí. Desde luego fue obra de un hombre. Y un hombre audaz, sin duda.

—¿Puede decirme algo sobre el fallecido? —preguntó Grant, a quien le gustaba escuchar opiniones científicas sobre cualquier materia.

—No mucho. Bien alimentado… próspero, me atrevería a decir.

—¿Inteligente?

—Sí, mucho, a mi juicio.

—¿De qué tipo?

—¿Quiere decir qué tipo de ocupación?

—No, eso puedo deducirlo por mí mismo. ¿Qué tipo de… temperamento, supongo que diría usted?

—Oh, ya entiendo. El forense meditó unos instantes y miró a su interlocutor con aire dubitativo.

—Nadie podría afirmar algo así con seguridad, ¿entiende? —Y al ver que Grant asentía, continuó—: Pero yo lo encajaría dentro de las «causas perdidas»… —levantó las cejas mirando al inspector con expresión interrogante, y al comprobar que el otro le había entendido, añadió—: Su rostro tiene rasgos de hombre práctico, pero sus manos son las de un soñador. Usted mismo podrá verlo.

Examinaron el cuerpo juntos. Era un hombre joven, de veintinueve o treinta años, pelo rubio, ojos castaños, delgado y de estatura media. Las manos, tal como el doctor había señalado, eran largas y delgadas, y en absoluto habituadas al trabajo manual.

—Probablemente pasaba mucho tiempo de pie —dijo el doctor, mirando los pies del desconocido—. Y caminaba con el pie izquierdo ligeramente escorado hacia dentro.

—¿Cree que el asaltante tenía algún conocimiento de anatomía? —preguntó Grant.

Resultaba casi increíble que por un orificio tan pequeño pudiera escaparse la vida de un hombre.

—La incisión no fue llevada a cabo con precisión quirúrgica, si a eso se refiere. En cuanto a los conocimientos de anatomía, prácticamente cualquiera que sea lo bastante mayor para haber estado en la guerra tiene algún conocimiento práctico sobre la materia. Puede haber sido un golpe de suerte… y creo que eso fue lo que sucedió.

Grant le dio las gracias y fue a reunirse con los agentes de la comisaría de Gow. Sobre la mesa estaban desperdigados los escasos objetos hallados en los bolsillos del fallecido. Grant se sintió algo decepcionado al ver tan pocas cosas. Un pañuelo blanco de algodón, un puñado de monedas (dos medias coronas, dos monedas de seis peniques, un chelín, cuatro peniques y medio penique) y —algo inesperado— un revólver reglamentario. El pañuelo estaba bastante gastado, pero no tenía marca de lavandería ni inicial bordada. No faltaba ninguna bala en el tambor del revólver.

Grant examinó todo aquello en silencio, visiblemente disgustado.

—¿Hay marcas de lavandería en la ropa? —preguntó.

No, no había marcas de ninguna clase.

¿Y no se había presentado nadie para reclamar el cuerpo? ¿Ni siquiera haciendo preguntas?

No, nadie excepto la anciana loca que tenía costumbre de reclamar todo lo que encontraba la policía.

Bien, revisaría la ropa personalmente. Examinó cada prenda con sumo cuidado. El sombrero y los zapatos estaban muy gastados; los zapatos hasta tal punto que la marca del fabricante se había borrado por completo del forro interior. El sombrero era de una firma que tenía tiendas por todo Londres y también en provincias. Ambos eran de buena calidad y, a pesar de que el uso era más que evidente, no estaban sucios. El traje de color azul era de corte moderno, incluso algo llamativo, y lo mismo podía decirse del abrigo gris. La ropa interior del fallecido era de buena calidad, pero no cara; y la camisa era de un tono bastante popular. De hecho, toda la ropa había pertenecido a un hombre al que le interesaba la moda o que vivía rodeado de gente que lo hacía. El vendedor de una sastrería, quizá. Tal como había dicho la gente de Gowbridge, no había marcas de lavandería. Eso implicaba que el hombre deseaba ocultar su identidad o que hacía la colada habitualmente en casa. Puesto que no había ningún indicio de que las marcas hubieran sido borradas, se podía deducir que la segunda opción era la más razonable. Por otro lado, el nombre del sastre había sido deliberadamente retirado del traje. Esto y las escasas pertenencias que el desconocido llevaba consigo indicaban sin duda que por algún motivo deseaba ocultar su identidad.

Y, por último, la daga; un arma pequeña y mortal, cuyo filo era de una agudeza y delgadez viperinas. La empuñadura era de plata, de unos siete centímetros y medio, y representaba la figura de algún santo, con barba y hábito. Aquí y allá se observaban rastros de esmalte en brillantes colores primarios, como los que adornan las imágenes sagradas en los países católicos. En conjunto era de un tipo bastante común en Italia y en la costa del sur de España. Grant la sujetó con cautela.

—¿Cuántas personas la han manipulado? —preguntó.

La policía la había requisado en cuanto el cadáver llegó al hospital y pudo ser extraída. Desde entonces nadie la había tocado. Pero la expresión de satisfacción desapareció del rostro de Grant en cuanto le comunicaron que no habían obtenido ningún resultado en el análisis de huellas dactilares. Ni una sola impresión borrosa tiznaba la brillante superficie del arrogante santo.

—Bien —dijo Grant—, me llevaré todo esto y empezaré a trabajar.

Dejó instrucciones a Williams para que tomara las huellas dactilares del fallecido e hiciera examinar el revólver en busca de cualquier particularidad. En su opinión, se trataba de un revólver reglamentario de lo más vulgar, tan corriente en Gran Bretaña desde la guerra como los relojes de pared. No obstante, como se ha dicho, a Grant le gustaba escuchar la opinión de los expertos en cualquier materia. Después tomó un taxi y pasó el resto de la jornada entrevistando a las siete personas que habían estado más cerca del desconocido cuando se desplomó la pasada noche.

Mientras iba en taxi de un lado para otro reflexionó sobre la situación. No tenía la menor esperanza de que los testigos le proporcionaran información útil. Todos habían negado conocer al hombre al ser interrogados por primera vez y no era probable que ahora cambiaran de opinión. Grant sabía por experiencia que el noventa y nueve por ciento de la gente proporcionaba información inútil y el resto callaba. Además, el forense había dicho que el hombre había sido apuñalado un rato antes de que la gente se percatara, y ningún asesino esperaría cerca de su víctima hasta que se descubriera lo sucedido. Incluso en el caso de que el asesino hubiera decidido esperar para asegurarse de que el hombre estaba muerto, el riesgo de ser descubierto bastaría para que cualquier persona sensata se alejara de allí lo antes posible —y el instinto de supervivencia vuelve astuto al más pintado—. No, el asesino había abandonado la cola un rato antes. Necesitaba encontrar a alguien que se hubiera fijado en la víctima antes de que se desplomara y la hubiera visto conversar con alguien. Por supuesto, debía contar con la posibilidad de que tal cosa no hubiera sucedido y el asesino se hubiera limitado a colocarse tras él y desaparecer después de asestarle el golpe fatal. En ese caso, debía encontrar a alguien que hubiera visto al hombre abandonar el lugar. No parecía complicado. Podía pedir ayuda a la prensa.

Consideró despreocupadamente qué clase de hombre estaba buscando. Ningún inglés de los pies a la cabeza utilizaría un arma semejante. De haber utilizado acero escogería una navaja de afeitar para cortarle el cuello. Y aunque lo más frecuente era la cachiporra, la segunda opción sería sin duda una pistola. El ingenioso crimen había sido cuidadosamente planeado y ejecutado con una sutileza poco habitual entre los ingleses. Su mera feminidad hacía pensar en la obra de un dago1 o al menos de alguien habituado a sus costumbres. Quizá un marinero. Un marinero inglés acostumbrado a vivir en los puertos del Mediterráneo podría haberlo hecho. Sin embargo, ¿era posible que se le ocurriera a un marinero algo tan sutil como planear un asesinato en la cola de un teatro? Lo más esperable sería que hubiera esperado a la víctima en un callejón una noche oscura. Lo pintoresco del caso era indudablemente latino. Los ingleses estaban obsesionados con el deseo de golpear y por lo general no les preocupaba demasiado la manera de hacerlo.

Esto le hizo pensar en el móvil del crimen y consideró los motivos más obvios: robo, venganza, celos, miedo. El primero lo eliminó enseguida; cualquier experto podría haber vaciado los bolsillos de la víctima una docena de veces al arropo de semejante muchedumbre sin necesidad de usar más fuerza que la que una mosca emplea para aterrizar. ¿Celos y venganza? Era muy probable. Los dagos eran sobradamente conocidos por la vulnerabilidad de sus sentimientos; un insulto era suficiente para corroer toda una vida, una fugaz sonrisa descarriada por parte de su adorada bastaba para hacerles perder la razón. ¿Quizá el hombre de los ojos marrones —era indudablemente atractivo— había conquistado a la mujer de otro?

Por algún motivo Grant pensó que no. Ni por un momento pasó por alto esa posibilidad, pero no le pareció probable. Aún quedaba la posibilidad del miedo. ¿Estaba preparado el revólver con el cargador completo para el hombre que clavó la daga de plata en la espalda de su propietario? ¿Pretendía el fallecido disparar al dago en cuanto lo viera y el asesino, consciente de ello, vivía aterrorizado? ¿O había sucedido lo contrario? Quizá la víctima llevaba el arma para defenderse y no le había servido de nada. En cualquier caso, llamaba la atención el deseo del desconocido por ocultar su identidad. Un revólver cargado en dichas circunstancias apuntaba a un posible suicidio. Pero si hubiera tenido intención de quitarse la vida, ¿por qué posponerlo yendo al teatro? ¿Qué otro motivo podía tener para preservar su anonimato? ¿Problemas con la policía, miedo a ser arrestado? ¿Había planeado disparar a alguien y por temor a no poder huir había ocultado su nombre? Era posible.

En cualquier caso, no era arriesgado suponer que el muerto y el hombre al que Grant había bautizado mentalmente como el Dago se conocieran lo bastante bien como para que saltaran chispas entre ellos. Grant no veía probable que un crimen tan pintoresco como este pudiera atribuirse a alguna sociedad secreta. Con frecuencia estas sociedades recurrían al robo y el chantaje o a métodos incluso más simples para conseguir algo a cambio de nada, y lo cierto es que no solían tener nada de pintoresco, como él bien sabía por experiencia. Es más, en la actualidad no había en Londres ninguna sociedad secreta importante, y tenía esperanzas de que siguiera siendo así. El asesinato por encargo era algo que le aburría mortalmente. Lo que le interesaba era la posibilidad de un juego de emociones, un duelo entre mentes, como la del Dago y el desconocido. Debía hacer todo lo posible por averiguar quién era el desconocido. De ese modo encontraría alguna clave sobre el Dago. ¿Por qué nadie había reclamado el cadáver? Por supuesto, aún era pronto. Alguien podía reconocer al fallecido en cualquier momento. Después de todo, para sus allegados solo llevaba desaparecido una noche, y no hay mucha gente que se apresure a buscar un cadáver solo porque su hijo o su hermano haya pasado la noche fuera.

Paciente, concienzudo y con la mente alerta, Grant interrogó a las siete personas que debía ver —ver del modo más literal—. No esperaba obtener ninguna información de ellos de forma directa, pero sí deseaba verlos en persona para así catalogarlos. Todos estaban ocupados atendiendo sus respectivos asuntos; todos menos la señora de James Ratcliffe, que seguía en la cama y estaba siendo atendida por su médico. Su hermana, una chica encantadora de cabello color miel, habló con Grant. Al entrar en el salón se mostró abiertamente hostil ante la mera posibilidad de que su hermana se viera obligada a recibir a un agente de policía teniendo en cuenta su actual estado. No obstante, al ver al policía en cuestión pareció tan sorprendida que no pudo evitar mirar de nuevo su tarjeta, y Grant sonrió por dentro un poco más de lo que se permitió hacerlo exteriormente.

—Sé que aborrecerá el mero hecho de verme —dijo disculpándose, y su tono no era del todo irónico—, pero me gustaría que me permitiera hablar con su hermana solo un par de minutos. Puede quedarse en la puerta con un cronómetro si lo desea. O entre si quiere, por supuesto. No tengo intención de preguntarle nada de índole privada. Estoy a cargo de la investigación de este caso y tengo el deber de entrevistarme con las siete personas que estaban más cerca del hombre asesinado la pasada noche. Me ayudaría enormemente si pudiera concluir dicha tarea hoy mismo para poder continuar mañana con otros asuntos. ¿Me comprende? Es una mera formalidad, aunque muy necesaria.

Tal como esperaba, este argumento tuvo éxito.

—Deje que vaya a verla un momento y trataré de convencerla —dijo la joven tras dudar unos instantes.

Su informe sobre el atractivo inspector debió ser efectivo, pues regresó enseguida y lo invitó a acompañarla a la habitación de su hermana, donde tuvo ocasión de interrogar a una mujer llorosa que no dejaba de observarlo con temible curiosidad y se quejó diciendo que no había reparado en aquel hombre hasta que lo vio caer al suelo. Ocultaba su boca tras la barricada de un pañuelo que apretaba continuamente contra los labios. A Grant le habría gustado que lo apartara un instante. Tenía una teoría según la cual las bocas eran mucho más elocuentes que los ojos, al menos en el caso de las mujeres.

—¿Estaba usted detrás de él cuando cayó?

—Sí.

—¿Y quién se encontraba a su lado?

No lo recordaba. Nadie prestaba atención a otra cosa que no fuera la entrada del teatro, y de todos modos ella nunca se fijaba en la gente por la calle.

—Lo siento —dijo débilmente cuando él se puso en pie para salir—. Me gustaría ayudarle si pudiera. No dejo de ver ese cuchillo y haría cualquier cosa con tal de que arrestaran al hombre que lo hizo.

Grant se olvidó de ella nada más abandonar la casa.

Su marido, al que tuvo que ir a visitar al centro de la ciudad —podía haber ordenado que los llevaran a todos a Scotland Yard, pero deseaba ver a qué dedicaban su tiempo el día después del asesinato—, le fue de más ayuda. Cuando las puertas se abrieron hubo bastante agitación, dijo, por lo que la relación con sus vecinos de cola se había visto ligeramente alterada en cuestión de segundos. Si no recordaba mal, la persona que había estado junto al fallecido y delante de él era un hombre que formaba parte de un grupo de cuatro y había entrado con ellos. Al igual que su mujer, reconoció no haberse fijado en la víctima hasta que empezó a desplomarse.

Los otros cinco testigos le parecieron a Grant igualmente inocentes y poco útiles. Ninguno se había fijado en el hombre asesinado, lo que sorprendió un poco a Grant. ¿Podía ser que nadie lo hubiera visto? Debió estar allí todo el tiempo. No es posible abrirse paso a codazos hasta el principio de una cola sin llamar la atención de la manera más desagradable. Incluso los menos dados a observar a la gente recuerdan por lo general lo que han visto, aunque en el momento no se den cuenta de ello. Grant continuaba dándole vueltas al asunto cuando regresó a Scotland Yard.

Desde allí envió una nota a la prensa en la que pedía que si alguien había visto a un hombre abandonar su puesto en la cola del Woffington se pusiera en contacto con Scotland Yard. Asimismo, incluía una descripción completa del fallecido y del desarrollo de la investigación hasta el momento para que se hiciera público. Después llamó a Williams a su despacho para que lo pusiera al día sobre sus progresos y este explicó que las huellas del fallecido habían sido fotografiadas, siguiendo sus instrucciones, y enviadas a los especialistas para su examen, pero que el individuo no estaba fichado por la policía. En los archivos no había huellas que se correspondieran. El experto en armas no encontró nada reseñable en el revólver. Probablemente era de segunda mano, estaba muy usado y por supuesto era un arma muy potente.

—¡Ah! —exclamó Grant, disgustado—. ¡Vaya con el experto!

Y esbozó una sonrisa.

—Bueno, dijo que el arma no tenía nada de especial —recordó el otro.

Y entonces explicó que, antes de enviar el revólver a los especialistas, él mismo lo había examinado en busca de huellas. Había muchas y las había hecho fotografiar. Aún estaba esperando los resultados.

—Bien hecho —dijo Grant.

Y fue a ver al superintendente llevando la fotografía de las huellas del fallecido. Informó con todo lujo de detalles a Barker sobre los acontecimientos del día evitando exponer cualquier teoría sobre dagos y limitándose a señalar que se trataba de un crimen muy poco inglés.

—Tenemos una colección de pistas inútiles —dijo Barker—. Todas excepto la daga, y más bien parece sacada de alguna novela que de un crimen real.

—Estoy completamente de acuerdo —dijo Grant—. Me pregunto cuánta gente habrá esta noche en la cola del Woffington —añadió, sin demasiada convicción.

La respuesta de Barker a tan fascinante cuestión se perdió para siempre cuando Williams entró en el despacho.

—Las huellas del revólver, señor —dijo sin más preámbulos, y las dejó sobre la mesa.

Grant las cogió y las comparó con las que había llevado consigo hasta entonces sin prestarles atención. Al instante se puso rígido como un pointer que ha encontrado un rastro. Había cinco huellas claras y muchas incompletas, pero ni unas ni otras pertenecían al fallecido. Junto con las huellas estaba el informe adjunto del departamento de dactilografía. En los archivos no había ningún registro de las huellas encontradas.

De nuevo en su despacho, Grant se sentó a reflexionar. ¿Qué implicaba todo aquello y qué valor tenía para la investigación? ¿El revólver no pertenecía a la víctima? ¿Acaso era prestado? Pero incluso aunque lo fuera, debería haber algún indicio de que el fallecido lo había tenido en su poder. ¿O quizá nunca lo había tenido? ¿Había sido introducido en su bolsillo por otra persona? Pero era imposible deslizar algo tan grande y pesado como un revólver del ejército en el bolsillo de un hombre sin que este se diera cuenta. No en el de un hombre vivo, aunque quizá… podría haberlo hecho después de apuñalarlo. Pero ¿por qué? ¿Con qué motivo? No se le ocurría ninguna solución. Extrajo la daga de su envoltorio y la examinó al microscopio, pero fue incapaz de encontrar nada destacable. Estaba estancado. Saldría a pasear un rato. Eran poco más de las cinco. Caminaría hasta el Woffington y hablaría con el hombre que estaba de portero en la entrada de platea la noche pasada.

La ciudad de Londres se perfilaba al atardecer contra un cielo color lavanda salpicado de delicados penachos de bruma. Grant respiró el aire con satisfacción. La primavera estaba cerca. En cuanto hubiera atrapado al Dago conseguiría un permiso —quizá una baja por enfermedad si no podía obtenerlo de otra forma— y se iría a pescar a algún lado. ¿Adónde podía ir? El mejor sitio para pescar es el norte de Escocia, pero allí la compañía solía ser terriblemente aburrida. Otra opción era pescar en el río Test… quizá en Stockbridge. Las truchas no eran la captura ideal, pero allí había un pequeño pub de lo más acogedor, y una compañía inmejorable. Y podía ir a caballo hasta allí… ¡menudos prados para cabalgar! ¡Ah! ¡Hampshire en primavera!

Así fantaseaba, caminando a buen paso por el Embankment, sobre cosas que nada tenían que ver con el asunto que debía resolver. Porque así trabajaba Grant. El lema de Barker era este: «¡Rúmialo! Rúmialo continuamente, despierto y dormido, y así llegarás al meollo». Eso era verdad para Barker, pero no para Grant. Grant le había respondido una vez que, mascando las cosas de ese modo, llegaba un momento en que uno solo era consciente de que le dolía la mandíbula, y no se trataba simplemente de una manera de hablar. Sabía por experiencia que cuando algo lo desconcertaba y llegaba a obsesionarlo se estancaba, y en el proceso perdía el sentido de la proporción. Así que cuando llegaba a un punto muerto optaba por «cerrar los ojos», como él mismo decía, y cuando volvía a «abrirlos» por lo general veía las cosas bajo una nueva luz que dejaba al descubierto perspectivas inesperadas y convertía el viejo problema en algo completamente distinto.

Esa tarde había habido matiné en el Woffington, pero encontró el teatro sumido en su habitual estado de desolación en la parte delantera y de descuidada monotonía en la trasera. El portero estaba en el edificio, aunque nadie parecía muy seguro de dónde se encontraba. Al parecer, al atardecer sus deberes eran múltiples y diversos. Después de que varios mensajeros jadeantes hubieran regresado de las entrañas del edificio para informar de que no había ni rastro de él, Grant decidió explorar por sí mismo hasta que encontró al desaparecido en un pasillo detrás del escenario. Cuando Grant le explicó quién era y qué quería, el hombre se mostró orgulloso y dispuesto a ayudar. Estaba más que acostumbrado a codearse con la aristocracia de los escenarios a una prudente distancia, pero no todos los días tenía oportunidad de conversar de manera amistosa con un personaje tan augusto como un inspector del Departamento de Investigación Criminal. Sonreía, se toqueteaba constantemente la gorra cambiando su inclinación, acariciaba los adornos de su uniforme, se secaba las manos en los pantalones, y resultaba obvio que no habría tenido reparos en afirmar que había visto a un mono en la cola con tal de complacer al inspector. Grant gimió por dentro, pero la parte de sí mismo capaz de mantener la distancia en cualquier situación —su yo observador, que en gran medida lo definía— le permitió apreciar que aquel hombre era todo un personaje. Mientras se despedía amistosamente de tan devoto inútil, allanando el camino para un hipotético encuentro futuro —una cualidad que forma parte de la naturaleza de cualquier detective profesional—, escuchó una encantadora voz que decía: «¡Pero si es el inspector Grant!», y al darse la vuelta vio a Ray Marcable con ropa de calle, que evidentemente se dirigía en esos momentos a su camerino.

—¿Está usted buscando trabajo? Porque mucho me temo que a estas horas no conseguiría ni un papel de figurante.

Esbozó una pequeña y provocativa sonrisa y lo miró afable con sus ojos grises de párpados ligeramente caídos. Se habían conocido un año antes durante la investigación del robo de un carísimo maletín neceser que le había regalado uno de sus más ricos admiradores y, aunque no se habían vuelto a ver desde entonces, era evidente que ella no le había olvidado. Grant no pudo evitar sentirse halagado, ni siquiera cuando su yo observador, consciente de lo que sucedía, se echó a reír. Explicó el motivo de su presencia en el teatro y la joven perdió la sonrisa al instante.

—¡Ay, ese pobre hombre! —dijo ella—. Pero aquí tenemos a otro —añadió de inmediato, apoyando una mano en su brazo—. Cuénteme, ¿ha estado toda la tarde haciendo preguntas? Seguro que tiene la garganta seca. Venga conmigo y tome una taza de té en mi camerino. Mi doncella está allí y lo preparará en un momento. Estamos recogiendo, ¿sabe? Es muy triste, después de tanto tiempo.

La señorita Marcable abrió la marcha hacia el camerino, una estancia cuyas paredes estaban cubiertas por armarios y espejos en la misma proporción, y que parecía más una floristería que una habitación concebida para ser ocupada por seres humanos. Señaló las flores con un gesto de la mano.

—En mi apartamento ya no cabían más, de modo que estas se quedarán aquí. Los hospitales se mostraron muy educados, pero dijeron con firmeza que ya no podían aceptar ni un solo ramo más. Yo tampoco puedo decir «No se aceptan flores», como en los funerales, sin herir los sentimientos de mis admiradores.

—Es lo más que puede hacer la mayoría —dijo Grant.

—Oh, sí. Lo sé —respondió ella—. No soy desagradecida. Pero a veces una se siente abrumada.

Cuando el té estuvo preparado, ella misma le sirvió mientras la doncella sacaba unas galletas de mantequilla de una lata. Mientras revolvía su té y ella se servía el suyo, su mente le dio una sacudida, como un jinete inexperto que tira bruscamente de las riendas del caballo al asustarse. ¡Ray Marcable era zurda!

«¡Santo cielo!», se reprochó disgustado. «No es que merezcas unas vacaciones, es que las necesitas. ¿De veras era necesario resaltar en cursiva semejante afirmación? ¿Cuántas personas zurdas crees que hay en Londres? Tus ocurrencias son cada vez más extrañas».

Para romper el silencio, y puesto que fue lo primero que se le ocurrió, dijo:

—Es usted zurda.

—Sí —respondió ella con indiferencia, tal y como merecía semejante pregunta, y continuó interrogándolo sobre la investigación.

Él contó lo que la prensa iba a publicar al día siguiente y describió la daga, que era el elemento más interesante del caso.

—La empuñadura es un pequeño santo de plata con adornos en esmalte de color azul y rojo.

Algo sobresaltó de repente la tranquila mirada de Ray Marcable.

—¿Qué? —preguntó ella involuntariamente.

Él estuvo a punto de responder: «¿Ha visto alguna parecida?», pero cambió de opinión. Supo al instante que ella diría que no, y él habría desvelado que se trataba de un detalle importante. De modo que repitió la descripción y ella dijo:

—¡Un santo! ¡Qué pintoresco! ¡Y qué inapropiado! Y, aun así, en una acción tan terrible como un crimen, supongo que no estaría de más bendecirlo.

Con gesto tranquilo y cordial extendió la mano izquierda para coger su taza, y mientras la llenaba por segunda vez él observó su muñeca firme y su actitud impasible y se preguntó si no se estaría comportando de un modo algo irracional.

«Desde luego que no», respondió su otro yo. «Puede que te dejes llevar por el instinto en lugares extraños, pero aún no has empezado a imaginar cosas».

Conversaron sobre los Estados Unidos, que Grant conocía bien y que ella visitaría pronto por primera vez. Y cuando se marchaba se sintió agradecido por el té. Había olvidado por completo la hora que era. Pero ya no sería un problema llegar tarde a cenar. Al salir pidió fuego al portero para encender un cigarrillo y, durante un nuevo arrebato de conversación y buenas intenciones por parte del empleado del teatro, Grant averiguó que la señorita Marcable había estado en su camerino desde las seis en punto de la tarde hasta que el traspunte fue a buscarla antes de su primera entrada. «Lord Lacing estaba con ella», añadió, alzando las cejas con elocuencia.

Grant sonrió asintiendo antes de salir, pero de camino a Scotland Yard la sonrisa había desaparecido de su cara. ¿Qué había sobresaltado a Ray Marcable? No era miedo, no. ¿Había reconocido la daga? Sí, eso era. Sin duda la había reconocido.

1 Término despectivo del argot británico utilizado para referirse a los extranjeros, especialmente a los italianos, pero también a portugueses y españoles. La novela fue publicada originalmente en 1929.

CAPÍTULO 3

DANNY MILLER

Grant abrió los ojos y contempló el techo de la habitación con expresión meditabunda. Llevaba varios minutos técnicamente despierto, pero su cerebro, atrapado todavía en el ovillo del sueño y consciente al mismo tiempo de la ingrata frialdad de la mañana, le había negado la capacidad de pensar. No obstante, si bien su raciocinio aún no había despertado, era cada vez más consciente de su desasosiego mental. Algo desagradable le aguardaba. Algo extremadamente desagradable. Dicha convicción se acrecentó por momentos disipando su sopor, al tiempo que su mirada clavada en el techo se enredaba con la temprana luz del sol y las sombras del plátano que se alzaba junto a su ventana. Pero seguía siendo incapaz de escapar de aquella sensación de desagrado. Era la mañana del tercer día de sus investigaciones, el día que debía rendir cuentas oficialmente por primera vez, y no tenía nada que ofrecer al juez de instrucción. No tenía ni un rastro que seguir.

Recordó los acontecimientos del día anterior. Por la mañana, con el fallecido aún sin identificar, había entregado a Williams la corbata del hombre, la prenda más nueva y menos genérica que llevaba, y lo había enviado a recorrer Londres. La corbata, al igual que el resto de su ropa, había sido comprada en una cadena dueña de numerosas tiendas, y no era probable que algún vendedor recordara al individuo al que se la había vendido. Incluso en el caso de que lo hiciera no había la menor garantía de que el hombre que recordaba fuera el mismo que en esos momentos reposaba en la morgue. Sin duda Faith Brothers habría vendido varias decenas de corbatas con el mismo estampado solamente en Londres. Pero siempre quedaba algún resquicio para la esperanza. Y Grant había sido testigo en muchas ocasiones del extraño e inesperado comportamiento del azar como para renunciar ahora con tanta facilidad a una posible vía de exploración. Cuando Williams se disponía a salir del despacho había recordado algo; aquella primera hipótesis suya de que el fallecido había sido vendedor en una tienda de ropa. Quizá no había comprado todo aquello como cliente, quizá era un empleado de Faith Brothers.

—Averigüe si alguien parecido a nuestro hombre trabajó últimamente en alguna de sus tiendas. Si oye o ve algo interesante, le parezca o no importante, hágamelo saber.

En cuanto se quedó solo revisó la prensa de la mañana. Ni siquiera se molestó en mirar las diversas crónicas del asesinato en la cola del Woffington, pero leyó el resto de las noticias con cierta atención, comenzando por una columna de opinión. No obstante, ninguna señal de alarma se activó en su cerebro. Una fotografía suya, con un pie que rezaba «El inspector Grant dirige la investigación del asesinato de la cola», le hizo fruncir el ceño.

—¡Serán zopencos! —dijo en voz alta.