El juego del matrimonio - Meredith Webber - E-Book

El juego del matrimonio E-Book

Meredith Webber

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Beschreibung

Sus corazones estaban en peligro. El momento en el que la doctora Jacinta Ford se enfrentó por fin a su jefe Mike Trent fue tremendamente acalorado. Enseguida surgió el conflicto de cómo debían dirigir la clínica, pero después de una semana trabajando juntos, acabaron besándose hasta perder la cabeza. Jacinta no podía perder el tiempo en una aventura sin futuro, mientras que Mike había jurado no volver a casarse jamás. Parecía no haber solución para aquel dilema, hasta que Jacinta descubrió lo que Mike planeaba hacer con la clínica...

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2002 Meredith Webber.

© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

El juego del matrimonio, n.º 1357 - enero 2016

Título original: The Marriage Gamble

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2003

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

I.S.B.N.: 978-84-687-7998-0

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

MICHAEL Trent se paró ante el cuadro que tres críticos y artistas famosos habían decidido que era el mejor de la exposición. Arrugó el ceño. No había visto las facturas de avión y hotel de aquellos jueces, pero sospechaba que iban a ser elevadas, aunque no creía que fueran a llegar a los veinte mil dólares que había ofrecido la Trent Medical Clinics, patrocinadora del evento, por la obra.

—Corte transversal de verruga, con pintura de floxina-tartracina vista a través de un microscopio de electrones.

Lo sorprendió la voz, pero la descripción lo hizo sonreír.

—La verdad es que no suelo dedicarle demasiado tiempo a los cortes transversales de verrugas —le comentó a la pequeña mujer de pelo castaño—, pero me ha hecho recordar mis días de estudiante.

La miró y se encontró con unos ojos marrones tan oscuros que parecían negros, una nariz recta y pequeña, y unos labios dulces y curvos.

—¿Es tan malo? —le dijo.

—Bueno… —contestó ella—. Tiene equilibrio, esas cosas con forma de ameba en un lado y las fibras musculares al otro. La combinación de colores, rosa y morado… hombre, no pondría mi casa así, pero la prefiero a la de grises y negros del segundo premio.

Michael estaba completamente de acuerdo. Se iba a presentar cuando apareció Jaclyn.

—Cariño, tienes que venir a conocer a Beau Delpratt. Está tan contento por haber ganado, que se ha ofrecido a hacer la pareja.

—¿Gratis?

Jaclyn se rio.

—Claro que no. ¿Esperas que un artista así regale su talento?

Michael siguió a Jaclyn. Al fin y al cabo, sabía que iba a tener que hablar con el ganador tarde o temprano. Lo sorprendió oír «¿talento?» a sus espaldas.

Se giró y vio que la mujer de pelo castaño estaba mirando fijamente la obra. Mientras avanzaba entre gente con exquisita vestimenta, se preguntó quién sería y si la volvería a ver.

—¡Muy buen comienzo! —murmuró Jacinta para sí misma.

Había pensado que ir a aquella exposición iba a ser la mejor manera de conocer al gran jefe, Michael Trent. Al ver la obra elegida como la mejor, le había soltado lo primero que se le había pasado por la cabeza.

Quiza había sido la impresión de verlo por primera vez en persona. En carne y hueso. En los últimos años había visto tan pocos hombres guapos, que había empezado a pensar que solo existían en las revistas.

Además, tenía una voz…

¡Pero qué vergüenza, había puesto de vuelta y media el cuadro al que él había premiado! Y, por si fuera poco, se había atrevido a poner todavía peor la obra que había quedado en segundo puesto. Pero lo más curioso era que Michael Trent no parecía molesto por ello, sino todo lo contrario.

Aquella rubia le había fastidiado el plan. No podía seguirlo y volver a hablar con él. El efecto sorpresa ya no funcionaría, como tampoco había funcionado intentar pedir cita con él ni llamar a su casa.

¡Tenía más personal de servicio que Michael Jackson!

No, tenía que ser aquella noche. Tenía que conseguir acercarse a él.

—¿Una copa de champán, señora? —le ofreció un camarero—. Chardonnay.

—No, gracias —contestó Jacinta.

Se le acababa de ocurrir algo.

Se había dado cuenta de que el uniforme que llevaban las camareras, que iban completamente de negro, no era muy diferente de su vestido.

Se fue hacia la cocina pensando que, visto que a Michael Trent tampoco parecía hacerle mucha gracia Beau Delpratt, tal vez agradeciera un poco de diversión.

Sí, eso funcionaría. Así conseguiría, entre los rollitos de tortilla rellenos de salmón con crema agria y los canapés de gambas con rábano picante, hablarle de Abbott Road.

¡Iba a ser muy fácil!

Mientras iba hacia él, sintió que el estómago le daba vueltas como si estuviera centrifugando.

Bueno, ya estaba en camino, así que no había marcha atrás. Al llegar al corro de gente que había a su alrededor, alguien comentó que había comida; comenzaron a salir manos de todas partes y, en un abrir y cerrar de ojos y sin haber conseguido llegar hasta Michael, Jacinta se encontró con la bandeja vacía y decidió volver a la cocina y rellanarla para volverlo a intentar.

—¿Qué haces, Jazzy? Creí que habías dejado el trabajo de camarera hace tiempo.

Era Adam Lockyer.

—Me habían dicho que estabas trabajando para Mike. ¿Qué pasa? ¿Os pone a trabajar de cualquier cosa para dejaros formar parte del imperio? —añadió mirándola de arriba abajo.

Desde luego, a aquel hombre se le daba fatal ligar.

—¿Lo has llamado Mike? ¿Lo conoces?

—Pues claro. Los dos somos médicos y, de hecho, hicimos las prácticas juntos en Sydney. Antes de eso, ya nos conocíamos… de jugar al rugby. Era muy bueno, no sé por qué lo dejó…

Jacinta le podría haber contestado a aquella pregunta porque se había estudiado toda la información que había encontrado sobre Michael Trent, pero no era el momento. Había que aprovechar a Adam.

—Voy a dejar la bandeja en su sitio y me lo presentas —le dijo agarrándolo del brazo para que no se le escapara—. Hazlo con naturalidad, que crea que hemos venido juntos.

Adam la miró alucinado. Bueno, no era para tanto. ¿No comprendía? ¿Cómo habría conseguido hacer la carrera de medicina?

—Venga, no es tan difícil —le aseguró Jacinta—. Todavía no lo has saludado, ¿verdad? ¿Has venido con alguien?

—No, siempre vengo solo a estas cosas —contestó Adam—. Pero nunca me voy solo… —añadió mirándola esperanzado.

Jacinta negó con la cabeza.

—Ya lo intentamos hace años, ¿recuerdas? Después de la boda de Becky y Paul, y no salió bien. En la primera cita ya nos dimos cuenta de que solo podríamos ser amigos —le dijo dejando la bandeja—. Bueno, te has enterado, ¿no? Lo saludas en plan viejos amigos y me presentas. Luego cuentas la historia del jugador de baloncesto irlandés para distraer a los que estén con él y darme tiempo para hablar con Michael.

—Pero si trabajas para él…

—Ya, pero es imposible hablar con él. Trabajo en Abbott Roal Clinic, que está a años luz de su casa de Forest Glen. No sabes la cantidad de gente que se encarga de que no llegues a él.

—¿Así que quieres hablar con él? —dijo Adam en un tono de voz tan alto que llegó al grupo.

Jacinta se dijo que debía tener paciencia. Ya casi lo habían conseguido.

—¡Mike, viejo amigo! ¡Cuánto tiempo! —exclamó Adam en ese momento.

Michael le estrechó la mano con afecto.

—¿Qué tal todo?

Tras un breve repaso por sus vidas profesionales y un par de preguntas acerca de los demás del equipo de rugby, por fin se lo presentó.

—Ah, por cierto, mira, te presento a Jacinta Ford —dijo Adam—. Es pequeña, pero matona.

Jacinta sonrió deseando poder dar a su amigo una patada en la espinilla.

—Ah, la verruga —dijo Michael—. Jacinta… un nombre muy bonito.

—Sí, pero demasiado largo —intervino Adam—. Llámala Jazzy.

Jacinta, que se había pasado tres meses trabajando para Adam años atrás y repitiéndole que no le gustaba nada aquel diminutivo, miró a Michael como retándolo a que lo hiciera.

—Prefiero que me llamen Jacinta —dijo con voz fría.

Al recordar por qué quería conocer a aquel hombre, sonrió encantadora.

Mike le estrechó la mano mientras pensaba en lo delicada, casi frágil, que era, la bonita sonrisa que tenía y qué raro haberse vuelto a encontrar sin tener que ir a buscarla.

Pero estaba con Adam Lockyer, el más ligón de toda la promoción.

Se consoló pensando que prefería a las rubias y que era demasiado bajita y menuda para él, que era alto y fuerte. En ese momento, se dio cuenta de que le estaba hablando.

Y parecía urgente.

—Por eso, si pudiera recibirme, podríamos hablar de ello y solucionarlo —le estaba diciendo.

Jaclyn escogió ese preciso instante para agarrarlo del brazo.

—Cariño, van a empezar la presentación —le dijo al oído—. Nos tenemos que ir —añadió sonriéndole.

—No hay problema —le dijo a Jacinta, avergonzado del comportamiento de Jaclyn, que ni siquiera la había mirado—. Llame a mi secretaria y que le den hora —añadió girándose para seguir a Jaclyn.

Jacinta se puso en medio y se lo impidió.

—He llamado a su secretaria diecisiete veces —le espetó mirándolo con furia—. He hablado con todos sus empleados, le he mandado faxes y correos electrónicos pidiendo que me recibiera, y siempre me han contestado que entiende mis preocupaciones y que las tiene en cuenta —añadió dando una fuerte patada al suelo.

En lugar de dar al suelo, pisó a Michael justo en la uña del pie que se le había caído.

—¡Mierda! —gritó él a pleno pulmón.

Las cabezas se volvieron hacia él, mujeres y hombres lo observaban atónitos. A él no le importaba, bastante tenía con dar saltitos con el pie entre las manos. Solo quería sentarse y quitarse el zapato hasta que se le hubiera pasado el dolor.

La culpable lo miró asustada y se puso a quitarle el zapato.

—¡Pare! —exclamó Michael en tono amenazador.

Jacinta obedeció. Menos mal, porque habría sido capaz de estrangularla si le hubiera tocado el pie.

—No pasa nada. Pronto se me pasará el dolor —le dijo intentando calmarse—. Si me quita el zapato, luego no me lo voy a poder poner.

—Dígame dónde y cuándo —dijo ella mirándolo desafiante.

—Esta noche —contestó Michael, asustado porque Jacinta tenía el pie todavía entre sus manos y podía hacerle mucho daño—. Cuando se entreguen los premios, en el despacho de Don Jacobs, el dueño de la galería. Está al fondo, seguro que lo ve —dijo mirando el reloj—. Tendrá diez minutos. Espéreme en la puerta —añadió después de calcular el tiempo que necesitaría para llegar al Hilton, donde tenía que dar un discurso tras la entrega de galardones.

Estaba furiosa y Michael pensó que le iba a hacer daño, pero, al final, le soltó el pie y se alejó.

«Diez minutos es mejor que nada», se dijo Jacinta. Tiempo suficiente para convencerlo de que se pasara por Abbott Road y viera cómo estaba aquello. Debía de apreciar aquel lugar. Al fin y al cabo, en él había empezado su imperio.

Le dio las gracias a Adam y le dijo que se diera prisa en encontrar a alguien que se fuera a cenar con él o a una discoteca después de aquello.

—Tenía esperanzas de que hubieras cambiado de opinión. Hace mucho tiempo que no nos veíamos y podríamos hablar de qué ha sido de nuestras vidas…

—Mira, eso te lo puedo contar en diez segundos. Sigo trabajando con gente sin recursos, no como tú, que te dedicas a cobrar abultadas cifras a padres ricos que quieren que sus hijos sean los más sanos e inteligentes.

—Eh, que también trabajo en un hospital público —dijo Adam, indignado.

—Ya lo sé —contestó Jacinta dándole un beso en la mejilla—. Y sé que tus pacientes te adoran. Anda, vete a buscar a alguien para cenar —añadió dándole la vuelta y empujándolo amigablemente hacia los invitados.

Luego avanzó por el pasillo hasta encontrar el despacho.

Después de un mes, había conseguido entablar contacto con Michael Trent.

¿Por qué no se sentía satisfecha?

Porque medía más de metro ochenta, era demasiado guapo y tenía una voz que la hacía derretirse.

«Esto es trabajo», se recordó.

¡Trabajo!

Entonces, ¿por qué sentía mariposas en la tripa? ¿Sería el champán que se había tomado antes de acercarse a él por primera vez?

Nerviosa, se puso a mirar a través del ventanal del despacho y vio un bonito paisaje colgado en una de las paredes. Aquello la tranquilizó… hasta que oyó su voz detrás.

—Muy bien, Jacinta Ford, pase y cuénteme para qué quiere usted hablar conmigo —dijo Michael Trent abriendo la puerta.

La dejó pasar y Jacinta se sintió más pequeña que nunca. ¿Lo habría hecho adrede? Aquello le dio fuerzas para seguir adelante.

Michael entró cojeando y se sentó.

—Antes de nada, debo advertirle que tengo cubierto el cupo de donaciones para este año —le dijo—. Y no, no necesito una agencia de publicidad, un gurú ni un estilista.

Jacinta estaba confusa.

—¿Por qué iba a creer que necesita un estilista? —consiguió decir observando el traje que llevaba, obviamente hecho a medida.

Aquel hombre alto y fuerte tenía el pelo negro salpicado de canas, rasgos marcados y unos ojos arrebatadores. El sueño de un fotógrafo.

Mejor, de una fotógrafa…

—¿Un estilista? —repitió.

—La gente se inventa cualquier cosa para llegar hasta mí —contestó él—. Le quedan siete minutos.

—Más que suficiente —le espetó Jacinta, furiosa por su desdén—. En realidad, con siete segundos me basta para decirle alto y claro que su clínica de Abbott Road es un desastre. Está vieja y sucia, oscura y cutre. Los pacientes salen peor de lo que entran porque el ambiente es pésimo. Quiero hacer todo lo que esté en mi mano para mejorarlo, pero necesito su autorización. ¿Sí o no?

¡Menuda fiera!

—¿Cómo? —le preguntó.

—Para empezar, pintar.

—¿Pintar? —repitió Michael, confuso. ¿La clínica de Abbott Road estaba hecha un desastre?

—¡Sí, pintar las paredes!

¡Ah!

—¿Se está cayendo la pintura? ¿Ese es el problema?

—¿Me escucha cuando hablo o qué? —gritó Jacinta.

Michael pensó que, si midiera unos centímetros más y fuera un hombre, ya lo habría golpeado.

—La clínica entera está hecha un asco. Pásese por allí y compruébelo. Así verá lo que su «directora» cree que es lo mejor para la clínica. Dese una vuelta, siéntese en la sala de espera, hojee una revista llena de mugre. Si su ajetreada vida social le deja una horita, claro, para bajar al mundo real.

Mike pensó que debía de ser una paciente de la clínica. Claro, por eso no había podido hablar con él. Hacía ya… ¿cuánto?… Sí, tres años que no ejercía como médico y que, por tanto, no iba por las clínicas. Bueno, no hacía falta contarle eso. Al fin y al cabo, como paciente no creía que estuviera mucho por allí. Decidió mandar a Barry, su director, o a Christine, la ayudante de Barry, para que se diera una vuelta por Abbott Road. Aquella mujer nunca se enteraría de que no había ido él en persona.

—No sabía que la cosa estuviera tan mal —le dijo en su tono más conciliador—. Iré esta misma semana.

—Bien —dijo Jacinta.

Michael la miró encantado de lo fácil que había sido quitársela de encima.

—Y será mejor que tenga más de siete minutos —añadió—. Por lo menos una hora.

Mike se fue al Hilton con Jaclyn, dio su discurso ante doscientos invitados, se quedó una hora saludando y hablando por educación con todo el mundo, dejó a Jaclyn en casa y alegó cansancio para no quedarse.

De vuelta a su casa, recordó a aquella mujer menuda de pelo castaño, pura pasión, puro fuego.

«Menos mal que, con la edad, nos atemperamos», pensó.

Sin embargo, al pensar en Abbott Road, recordó cuando él también había sido así, un joven médico que se había matado a trabajar para conseguir la primera clínica de la ciudad.

Subió la ladera que llevaba a su casa, un majestuoso edificio que daba al río. La miró orgulloso, pero aquella noche algo estaba fallando. No se encontraba tan orgulloso como otras noches de todo lo que había conseguido.

Para colmo, la luz de la biblioteca estaba encendida.

—¿Eres tú, Mike? —lo saludó su padre.

Llevaba toda la vida preguntándole lo mismo. ¿Quién iba a ser?

—Es tarde, papá —contestó dándole un beso en la frente.

—Sí, es que me he liado con los griegos estos —contestó Ted Trent—. Estoy leyendo a Aristóteles y menciona a Sócrates, así que estoy investigando a ver qué decía él —le explicó su padre señalando un montón de libros.

Le habían instalado una plataforma especialmente diseñada para que pudiera subir con la silla de ruedas y llegar a todos los libros de la biblioteca.

—Menudo trabajo —comentó Mike, maravillado de nuevo porque aquel hombre, que apenas tenía estudios, leyera a aquellos filósofos tan complicados.

—Ha llamado Libby. No puede venir mañana. Tiene algo en el colegio. Me ha contado lo de siempre de las profesoras, pero parecía realmente contenta.

Michael sintió decepción y alivio a la vez. Adoraba a su hija, pero ya tenía doce años y los planes que una vez habían compartido, como ir de picnic o a la playa, le iban pareciendo aburridos. Por eso, Michael se moría por verla, pero le daba miedo a la vez.

Sobre todo, porque había empezado a llevarse a un buen puñado de amigas cada vez que iba a casa y se convertía en invisible.

—Bueno, aprovechando que nos hemos librado de las niñas este fin de semana, ¿quieres que hagamos algo tú y yo? ¿Quieres que salgamos a navegar?

—Lo siento, hijo, pero he quedado con Jack para ir a Darling Downs. Vamos con el grupo de siempre, ¿sabes? Parece que se han unido dos viudas nuevas y… bueno, te había dejado una nota porque el autobús pasa a buscarnos a las siete y creía que no te iba a ver.

O sea, que su padre había supuesto que pasaría la noche con Jaclyn. Aquello lo enfadó. No había llegado a acostarse con ella, aunque Jaclyn parecía más que dispuesta. Había algo que a él lo echaba para atrás, que lo impedía tener una relación seria con ella.

Su hija. Libby siempre había aceptado con naturalidad a las amigas de su padre, pero cuando conoció a Jaclyn dos semanas atrás, Michael vio algo en sus ojos que lo impedía plantearse algo serio.

¡De momento!

—¿Qué tal la exposición? —le preguntó su padre.

Mike se sentó y puso los pies sobre un escabel. Con resignación, comenzó a narrarle todo con pelos y señales. Era una costumbre que había entre ellos desde siempre, desde que era pequeño. Al volver del colegio, mientras Ted cocinaba, él se sentaba en la mesa de la cocina y le contaba todos sus triunfos y fracasos.

¡El problema era que, con treinta y ocho años, había veces en las que hubiera preferido poderse ir directamente a la cama!

Mike se despertó tras pasar una mala noche y se encontró solo en casa. No tenía trabajo y no sabía qué hacer.

¿Y si llamara a Jaclyn y la invitara a desayunar? Miró el reloj. Las siete y diez. Demasiado pronto.

Intentó dormir un poco más. Nada. A las siete y media, se levantó, se duchó, se vistió y se hizo un café.

¡Abbott Road!