El legado de César - Josiah Osgood - E-Book

El legado de César E-Book

Josiah Osgood

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En abril del año 44 a. C., Cayo Octavio, un joven de dieciocho años, desembarcaba en Brindisi y reclamaba la herencia y el nombre de su tío abuelo, Cayo Julio César. Tres lustros después, este puer, este "chaval", como despectivamente lo motejara Cicerón, era el amo de Roma, tras derrotar primero a los asesinos de César, después al hijo de Pompeyo el Grande y, por último, a Marco Antonio y a la reina egipcia Cleopatra. En el proceso desmanteló la República, adoptó el nuevo nombre de Augusto y pasó a convertirse en el gobernante único de un imperio que abarcaba todo el Mediterráneo. En El legado de César. La Guerra Civil y el surgimiento del Imperio romano, su autor Josiah Osgood relata de forma apasionante la época del segundo triunvirato y el ascenso al poder de Augusto, bebiendo de un variado caudal de fuentes –literarias, arqueológicas, iconográficas, numismáticas, epigráficas…– pero yendo mucho más allá de la narración y el análisis de las intrigas políticas y las sangrientas guerras civiles, ya que nos pone en la piel de las experiencias, padecimientos y esperanzas de los hombres y mujeres que vivieron aquel tiempo convulso. Un tiempo en el que los ciudadanos de Roma y sus provincias llegaron a aceptar una nueva forma de gobierno y encontraron formas de celebrarlo, pero en el que también lloraron, en obras maestras de la literatura y en historias transmitidas a sus hijos, por las terribles pérdidas sufridas. Como ya demostró en Roma. La creación del Estado mundo, Osgood escribe historia antigua con un pulso y una empatía que rompen el inmaculado mármol con el que imaginamos a Augusto y su época, para descubrir la humanidad que la habitó, a la que podemos comprender y compadecer.

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EL LEGADO DE CÉSAR

EL LEGADO DE CÉSAR

LA GUERRA CIVIL Y EL SURGIMIENTO DEL IMPERIO ROMANO

Josiah Osgood

El legado de César. La guerra civil y el surgimiento del Imperio romano

Osgood, Josiah

El legado de César / Osgood, Josiah [traducción de Jorge García Cardiel].

Madrid: Desperta Ferro Ediciones, 2023. – 584 p., 8 de lám. : il. ; 23,5 cm – (Historia Antigua) – 1.ª ed.

D.L.: M-329-2023

ISBN: 978-84-124964-7-5

94(450) “-0044/-0031”

070.447(093.3) 355.422

 

 

EL LEGADO DE CÉSAR

La guerra civil y el surgimiento del Imperio romano

Josiah Osgood

Título original:

Caesar’s Legacy. Civil war and the Emergence of the Roman Empire

First published by Cambridge University Press

© 2006 by Josiah Osgood

ISBN: 978-0-521-67177-4

© de esta edición:

El legado de César. La guerra civil y el surgimiento del Imperio romano

Desperta Ferro Ediciones SLNE

Paseo del Prado, 12 - 1.º derecha

28014 Madrid

www.despertaferro-ediciones.com

ISBN: 978-84-124964-9-9

Revisión técnica: Alberto Pérez Rubio

Diseño y maquetación: Raúl Clavijo Hernández

Coordinación editorial: Isabel López-Ayllón Martínez

Traducción: Jorge García Cardiel

Primera edición: febrero 2023

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

Todos los derechos reservados © 2023 Desperta Ferro Ediciones. Queda expresamente prohibida la reproducción, adaptación o modificación total y/o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento ya sea físico o digital, sin autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo sanciones establecidas en las leyes.

Producción del ePub: booqlab

ÍNDICE

El legado de César

Agradecimientos

Introducción

1.   Un estadista entre soldados

2.   Combates por la libertad

3.   Confiscaciones de tierras

4.   ¿De la discordia a la armonía?

5.   La lucha por la supervivencia

6.   La nueva nobleza

7.   El sentido de compromiso

8.   El consenso nacido del caos

Anexo

Bibliografía

EL LEGADO DE CÉSAR

En abril del 44 a. C., un Cayo Octavio de dieciocho años desembarcó en Italia y emprendió la conquista del mundo romano. Tras derrotar sucesivamente a los asesinos de César, al hijo de Pompeyo el Grande y, finalmente, a Antonio y a la reina egipcia Cleopatra, desmanteló la vieja República, asumió el nuevo nombre de Augusto y gobernó durante cuarenta años más junto a su esposa Livia, una mujer tan excepcional como él. El legado de César relata la fascinante historia del ascenso al poder de Augusto, centrándose en el modo en el que las sangrientas guerras civiles desatadas por él y sus soldados transformaron las vidas de los millones de hombres y mujeres que habitaban en el mundo mediterráneo o incluso más allá de este. Durante las convulsiones del periodo, los ciudadanos de Roma y los provinciales terminaron por aceptar la nueva forma de gobierno e incluso encontraron diversas maneras de celebrarla. Pero sus lamentos por las pérdidas sufridas durante los largos años de lucha también permearon en las grandes obras literarias del momento y en las historias que contaron a sus hijos.

JOSIAH OSGOOD es Assistant Professor de Clásicas en la Universidad de Georgetown, donde imparte docencia de Historia de Roma y Literatura latina. Cursó su doctorado en la Universidad de Yale, y su tesis fue galardonada con el premio John Addison Porter al mejor ensayo académico. Este fue su primer libro.

AGRADECIMIENTOS

Debo (y lo hago con gusto) dar las gracias a las numerosas personas que durante los últimos años me han ayudado con la redacción de El legado de César.

Le estoy agradecido en especial a los miembros, antiguos y actuales, del Departamento de Clásicas de Yale. Susanna Morton Braund, directora de la tesis a partir de la que se gestó este libro, me ofreció sus sabios consejos sobre la estructura del trabajo y los textos analizados, al tiempo que me brindó absoluta libertad para desarrollar mis propias ideas. La confianza que deposita en todos sus alumnos fue para mí una inmensa fuente de motivación, sobre todo mientras batallaba por integrar en mi texto los diferentes tipos de materiales de los que se nutre.

La perspectiva más amplia que terminé por adoptar se la debo en esencia a la inspiración de tres de mis profesores. A través de toda una serie de seminarios, John Matthews me abrió los ojos sobre los distintos tipos de fuentes de los que disponemos para reconstruir la historia de Roma, y sobre algunos de los métodos más eficaces a la hora de abordarlas. La energía que John ha consagrado a nuestra disciplina en Yale ha galvanizado mi propio trabajo. El entusiasmo y la delicadeza con los que Ann Hanson aborda sus diversos temas de estudio también han constituido para mí un ejemplo a seguir. Tanto en el aula como en sus publicaciones, Ann me ha recordado constantemente la amplia diversidad de textos que conservamos de la Antigüedad, y la luz que pueden proyectar sobre los problemas históricos. Finalmente, tengo una deuda especial con Gordon Williams, quien tuvo a bien leerse varios borradores de mi tesis y me prodigó su siempre incisivo asesoramiento. No solo me he beneficiado de su estrecha familiaridad con la literatura y la historia augusteas, y con la sociedad romana en general, sino también de su interés por las conexiones entre las sociedades antiguas y modernas.

He aprendido mucho de otros miembros del departamento de Yale, como Thomas Cole, Veronika Grimm, J. J. Pollitt y Ellen Oliensis. Ramsay MacMullen tuvo la generosidad de revisar y comentar dos de los capítulos de mi tesis.

La transformación de mi tesis doctoral en un libro me hizo contraer nuevas deudas de agradecimiento. La mayor de todas ellas se la reconozco a los dos evaluadores anónimos de Cambridge University Press, pues sus abundantes y valiosas sugerencias mejoraron mi manuscrito en grado sumo. Mi editor, Michael Sharp, extrajo de sus informes una provechosa lista de recomendaciones. Le estoy inmensamente agradecido a este último, y también a Tony Rainer, quien felizmente se encargó de editar el extenso manuscrito. También me gustaría darles las gracias a mis colegas de los departamentos de Clásicas y de Historia de la Universidad de Georgetown, Tommaso Astarita, Clive Foss, Cathy Keesling, Charlie McNelis, Vicki Pedrick y Alex Sens, por sus infatigables ánimos. Tommaso se leyó todo el manuscrito y me facilitó abundantes sugerencias de mejora. Mi ayudante de investigación Christopher Caterine verificó las referencias de varios de los capítulos.

Otros amigos y familiares me han proporcionado todo tipo de apoyo académico y logístico. Entre los primeros, permítaseme mencionar a Carla Lukas, Jay Williams, Brad Boyd, Flagg Youngblood, Caroline Quenemoen, Gerard Passannante, Maya Jasanoff y Kirk Swinehart. Con Kirk, en particular, compartí un sinfín de estimulantes conversaciones sobre la tarea del historiador. En cuanto a los segundos, desearía darles las gracias sobre todo a mis padres, Russell y Paola Osgood. Aunque especializado en el Renacimiento, David Karmon me acompañó con buen ánimo en mis expediciones al mausoleo de Munacio Planco y al hipogeo de los Volumnios, entre otros yacimientos, y me facilitó además valiosos consejos editoriales sobre la primera mitad del manuscrito.

Obtuve una generosa financiación de la Academia Americana en Roma, que me galardonó con la Beca Predoctoral Samuel H. Kress Foundation/Jesse Benedict Carter para el curso 2001/2002. Desde entonces, he continuado disfrutando de los excepcionales fondos bibliotecarios de la Academia, y en este sentido les estoy especialmente agradecido a Christina Huemer, Denise Gavio y a todo el personal de la institución. La Escuela de Posgrado de la Universidad de Georgetown me facilitó dos estancias estivales de investigación para que viajara a Roma y contribuyó a financiar los costes de las ilustraciones del libro.

Por su ayuda con la obtención de las fotografías y de los permisos pertinentes, quisiera dar las gracias a Humberto DeLuigi, David Hagen, Lawrence Keppie, Diana Kleiner, Janet Larkin, Kellie Leydon, William Murray, Jeremy Ott, R. R. R. Smith, Elena Stolyarik, Luisa Veneziano y Magnus Wistrand.

Finalmente, admito la deuda que El legado de César tiene con las publicaciones de otros especialistas. Las notas a pie de página no pueden satisfacerla, sobre todo en lo referente a Ronald Syme, cuya Revolución romana, junto a sus demás libros y artículos, me proporcionaron incontables horas de aprendizaje y disfrute.

INTRODUCCIÓN

Los años silenciados

De joven, el futuro emperador Claudio acometió la redacción de una crónica de la historia reciente de Roma, para la que tomó como punto de partida el asesinato de Julio César. Contó para ello con el respaldo inicial de Tito Livio, considerado por entonces el mejor historiador del momento. Otras personas de su entorno, en cambio, se mostraron mucho más reacias. La madre de Claudio, Antonia, y su abuela, Livia, criticaron una y otra vez el proyecto, a fin de que comprendiera que no podría escribir con tanta sinceridad como deseaba. Ante tales admoniciones, Claudio terminó plasmando en su versión final el asesinato y los momentos inmediatamente posteriores a este, pero optó por omitir todo lo sucedido en las guerras civiles subsiguientes, lo que arrojó sobre ellas un elocuente manto de silencio.1 Este libro, en cierto sentido, pretende desentrañar los episodios sobre los que Claudio calló y las razones de su mutismo. Ante el lector, se sucederán las partidas de asesinos, las confiscaciones de tierras, las hambrunas, las campañas propagandísticas y, en fin, los agónicos dilemas que caracterizaron aquellos años.

Ahora bien, mi intención no es la de escribir una narración política como la que Claudio compuso. Al fin y al cabo, si el emperador ha sido una de mis principales fuentes de inspiración, también lo ha sido Virgilio, cuyas Bucólicas primera y novena ilustran el modo en el que las guerras civiles fustigaron las vidas de los itálicos de a pie durante los años silenciados por Claudio. Mi trabajo, por ende, pretende rescatar del olvido a los hombres y mujeres que combatieron y sufrieron las sangrientas luchas que asolaron el mundo romano durante el triunvirato de Marco Antonio, Octaviano y Lépido. Cuando se escribe sobre estos años, resulta tentador centrarse solo en las cuestiones institucionales y de alta política, y los libros consiguientes suelen terminar convertidos en deprimentes mamotretos. Pero la guerra civil alcanzó a toda la población. El caos que desató fue tan terrible, abrió tantas heridas y dio tanto de qué hablar que una crónica del periodo puede, y debe, incluir las historias de las pequeñas aldeas y de la gente de la calle; de las mujeres, los esclavos y los niños; de los poetas y los intelectuales, los granjeros y los soldados, los tenderos y los adivinos. Y tiene, por supuesto, que recoger las distintas versiones existentes sobre los hechos.

Para su cautivador relato sobre el ascenso al poder de Octaviano (todavía hoy paradigmático), Ronald Syme se inspiró en otra crónica perdida, la historia de las guerras civiles compilada por el incisivo Asinio Polión. En La revolución romana (1939), el historiador oxoniense se valió de un «tono pesimista y truculento» para exponer de manera irrefutable cómo la antigua aristocracia gobernante romana fue arrumbada por un grupo de itálicos pueblerinos, entre los que sin duda destacó el primer emperador, Augusto.2 Si el retrato que Syme esbozó de este «partido» resultó memorable, fue en parte gracias a la comparación implícita que planteó entre sus integrantes y los fascistas y nacionalsocialistas de la Europa de la década de 1930, y también por el singular don para la insinuación del que gozaba el propio autor, a la altura del mismísimo Tácito.3 Pero su libro apenas prestó atención a las vidas de quienes no pertenecían a dichas élites. Para Syme, «la historia romana, tanto la republicana como la imperial, es la historia de su clase dirigente».4

Además, pese al detalle con el que Syme diseccionó a esta «clase dirigente», su retrato tiene lagunas. Por ejemplo, sus protagonistas actúan siempre sin vacilar, guiados solo por su propio interés personal. Pero el desmoronamiento del Estado romano tras los idus obligó a estos individuos a tomar decisiones que rara vez fueron evidentes en sí mismas. En este libro me detengo, asimismo, en estas disyuntivas, por mucho que pertenezcan a la susodicha «clase gobernante». Y no solo lo hago porque necesitan un análisis más matizado del que por lo general han recibido, sino también porque en ocasiones permiten entrever los problemas que afectaron a toda la población. Además, argumentaré que el punto de no retorno en el ascenso al poder de Octaviano fue, precisamente, su decisión de no actuar solo en su propio beneficio, sino también escuchando las necesidades de los hombres y mujeres de Roma, Italia y las provincias. La opinión pública, al fin y al cabo, tenía su importancia.

Mi propio relato del periodo triunviral, por consiguiente, se ceñirá más a la crónica de las Guerras civiles que conservamos del historiador griego Apiano de Alejandría, quien trató, al menos en ocasiones, de examinar las repercusiones que las guerras civiles tuvieron entre los itálicos o, de una forma más excepcional, entre la sociedad provincial en su conjunto. Y es que las batallas libradas durante la época triunviral desataron la clase de guerra total que precipita cambios sociales ajenos a las circunstancias políticas que la provocaron. De hecho, el historiador Arthur Marwick identificó cuatro rasgos comunes a todo este tipo de contiendas, todos los cuales son de aplicación al periodo que estudiamos.5

Para empezar, hablamos de una guerra que provocó destrucciones y disrupciones masivas. Miles y miles de personas perdieron la vida en los campos de batalla y en las purgas políticas y amplias zonas de Italia y las provincias fueron confiscadas y repobladas con soldados veteranos. En segundo lugar, la contienda puso en jaque a las instituciones sociales y, en algunos casos, las reformó. Las mujeres itálicas, por ejemplo, quedaron sujetas a tributación, una medida sin apenas precedentes en la historia romana, y los provinciales hubieron de hacer frente a nuevos y fuertes gravámenes, al tiempo que aprendían a comunicar sus inquietudes a los triunviros en lugar de al Senado o a sus gobernadores. El pasaje en el que el geógrafo Estrabón narra cómo unos pescadores de la pequeña isla egea de Giaros despacharon una embajada ante Octaviano (y no ante el Senado) en el 29 a. C. para solicitarle una exención fiscal nos habla de una nueva manera de hacer las cosas que perduraría en la época imperial.6 En tercer lugar, se trató de un conflicto que requirió el reclutamiento de una parte significativa de la población romana. A fin de cuentas, se estima que, durante la campaña de Filipos, un veinticinco por ciento de los ciudadanos varones de entre diecisiete y cuarenta y seis años servían en alguno de los ejércitos triunvirales. La guerra también fue suya, no solo de sus generales, y sus demandas, la percepción de su propia importancia colectiva y el tiempo que pasaron congregados terminó modulando la historia de aquellos años.7 Y, en cuarto lugar, la conflagración dejó tras de sí una huella psicológica brutal. Sus horrores marcaron los recuerdos de toda una generación, incluidos sus poetas, artistas y pensadores.

Siguiendo a Asinio Polión, Syme eligió el año 60 a. C. como punto de partida de La revolución romana. En opinión de ambos historiadores, el último acto de la caída de la República romana comenzó con el llamado Primer Triunvirato de Pompeyo, César y Craso (repárese en que el suyo fue un pacto informal que nunca llegó a convertirse en acuerdo institucional oficial, como sí sucedió con el Segundo Triunvirato). Yo, en cambio, me circunscribiré a grandes rasgos a los años que Claudio al parecer eludió en su crónica: 43-29 a. C.8 A menudo, este periodo entre la dictadura de César y el nuevo principado de Augusto se ha considerado transicional, por lo que tiende a perderse entre las crónicas de la República y las del Imperio. Sin embargo, estos «años silenciados» componen una época en sí misma. Una época «confusa, caótica, atroz», caracterizada por una forma de gobierno radicalmente nueva, el triunvirato.9 Este régimen, tan autocrático como lo había sido antes el de César, fue también terriblemente inestable, pues sus miembros no lograron compartir el poder durante mucho tiempo y se enzarzaron en una lucha de la que solo uno de ellos, Octaviano, emergió al final hacia el poder supremo. La vida llegó a ser tan calamitosa durante esta autocracia, según denuncian nuestras fuentes, que la gente de la época comenzó a recordar la dictadura de César como una auténtica edad de oro.10 Los ensayos modernos rara vez han conseguido plasmar cómo fueron aquellos años para los hombres y mujeres que los presenciaron, pero esa es la meta que me he marcado en este trabajo y no la de promover una teoría más o menos novedosa sobre la caída de la República.11 En este sentido, un capítulo preliminar ayudará al lector a sumergirse en el caos de aquel periodo mediante el relato de los (en comparación) apacibles meses que mediaron entre los idus y la ratificación del triunvirato en noviembre del 43 a. C.

Para recrear la dimensión emocional de la guerra civil, he tenido que valerme, sobre todo, de la poesía y la prosa contemporáneas. Este periodo convulso dio lugar a varias de las obras más célebres de la literatura latina, todas las cuales nacieron mediatizadas por la contienda y más que dispuestas a confrontarla de las maneras más creativas. Sus autores, por cierto, no eran oriundos de la ciudad de Roma (ni, en su mayor parte, pertenecían a la élite dirigente), sino que procedían de los lugares más dispares de Italia: el exuberante y fértil valle del Po, por ejemplo, o las suaves colinas de la Apulia, la Umbría con sus ciudades encastilladas y la patria de los sabinos. Por extraño que parezca, todos estos escritos nunca han sido tratados como un corpus en sí mismo, pues la historiografía ha tendido a agrupar los textos en prosa con las producciones previas de la llamada Era de Cicerón, y los versos con los poemas posteriores de la Era de Augusto, en lugar de, como ya en su momento defendió Syme, pensar en una literatura del Periodo Triunviral que agrupara las obras creadas entre el 43 a. C. (año de la muerte de Cicerón) y el 28 a. C. (el año previo al que Octaviano asumió el nombre de Augusto).12 Además de los primeros poemas de Virgilio, en este bloque habría que incluir las crónicas de Salustio, los Epodos y las Sátiras de Horacio, los primeros poemas de amor de Propercio, las biografías de Cornelio Nepote, las últimas obras del polímata Varrón y, quizá, un poema de maldición anónimo.13

La consideración de una literatura del Periodo Triunviral manifiesta algunos temas candentes en la historia de esos quince años, como la indignación por las carreras meteóricas de los arribistas sociales, por poner por caso, o el miedo a que los varones de Roma estuvieran perdiendo su hombría. Más en general, su frecuente tono sombrío (en el que, ante todo, se trasluce la idea de que los problemas de Roma podrían ser irresolubles) contrasta a menudo con el pesimismo más sutil de las producciones tardorrepublicanas. La literatura triunviral está repleta de expectativas defraudadas y de esfuerzos vanos. Sus protagonistas, enfangados en escenas de «sometimiento, frustración y despropósito», pertenecen a lo que Northrop Frye denominó el «modo irónico» de la literatura. Una y otra vez deben lidiar con dioses furiosos o sencillamente ausentes, con asesinatos absurdos y con un mundo que amenaza con entrar en barrena.14

Y, sin embargo, pese a todo ese pesimismo, mi secuencia de textos manifiesta una deriva paralela a la situación que se estaba desarrollando en Italia. Así como la literatura más temprana tiende a dar testimonio de las pérdidas humanas provocadas por los desacuerdos entre los triunviros, en los textos más recientes resuenan ya algunas notas de la victoria que la mayor parte de Italia, e incluso algunos provinciales, compartieron con Octaviano, al tiempo que comienzan a desaparecer las voces de Antonio y sus partidarios. Los derrotados tienden a describir un mundo gobernado por una Fortuna caprichosa y sobrecogedora, que por su parte los vencedores tratan de exorcizar con proclamas, o incluso promesas, de una nueva estabilidad. De hecho, fue en el periodo triunviral, y no en la Edad de Augusto, cuando los poetas (así como los escultores y los arquitectos) comenzaron a forjar la nueva estética imperial. A la altura del 28 a. C., se habían levantado en Roma gigantescos templos de un deslumbrante mármol blanco diseñados en el emergente orden corintio para celebrar la victoria de Octaviano, las copias de su retrato se habían diseminado por toda Italia y las ciudades provinciales orientales habían instituido cultos en su honor.15

Ahora bien, la literatura no es solo un reflejo de las experiencias vividas, sino que también ayuda a las personas a plasmar su percepción de los acontecimientos históricos. La literatura contemporánea, por tanto, permite identificar algunos de los patrones que los romanos que vivieron de primera mano el periodo triunviral utilizaron para organizar sus propias experiencias. No se trata de un corpus proclive a las grandes narrativas, sino más bien a las visiones personales.16 De ahí que haya incluido en mi estudio tanto material de este tipo. Las fuentes posteriores también nos transmiten una gran cantidad de anécdotas que demuestran hasta qué punto la memoria de aquellos años se preservó de manera palpable, lo que alimentó a no tardar un sinfín de mitos. Es por todo ello que, a la hora de abordar una guerra de tanta resonancia literaria y una sociedad que encontró en la literatura creativa su principal forma de conmemoración, mi tercera fuente de inspiración fue el libro de Paul Fussell, La Gran Guerra y la memoria moderna (edición original en inglés de 1975), en el que los horrores de las trincheras se manifiestan de una forma sobrecogedora mediante el examen «de algunas de las obras literarias que los recordaron, los normalizaron y los mitificaron».17 Por ello, además de preguntarme cómo trataron los autores romanos de comprender la guerra civil a través de la literatura y cómo intentaron compartir con su público su propia galería de los horrores, en ocasiones también reflexionaré sobre el papel que sus deliberaciones desempeñaron en el nuevo imperio de Augusto.

En todo caso, y debido, precisamente, a que la literatura latina incorporó tan solo algunas respuestas personales (y, en ocasiones, harto imaginativas) frente a la guerra civil, mi proyecto de ofrecer una panorámica completa del mundo romano en el periodo triunviral me obligará a recurrir a otros tres tipos de fuentes. En primer lugar, a fin de recoger otras perspectivas adicionales, he confrontado en mi trabajo los textos literarios alusivos a los acontecimientos en Italia con el registro material conservado: monedas, inscripciones públicas, epitafios y otros elementos de arte plástico. El análisis de las confiscaciones de tierras que siguieron a la batalla de Filipos, por ejemplo, se nutre de datos arqueológicos e históricos además de la Bucólica Novena de Virgilio para relatar cómo los habitantes de Mantua perdieron sus tierras de una forma inesperada y trágica. Puesto que el poema de Virgilio silencia la perspectiva asimismo importante de los soldados veteranos, he recurrido también a las monedas acuñadas para ellos y a los monumentos funerarios que los susodichos militares levantaron en sus nuevas granjas. Y aún podemos rescatar otro enfoque si atendemos al epitafio de uno de los comisionados agrarios, que aprovechó la inscripción para celebrar su rol en el proceso. La discusión sobre la Guerra de Perusia, por su parte, compara la visión de Propercio sobre su trascendencia con los mensajes inscritos en las glandes de plomo que los combatientes se arrojaron mutuamente durante el asedio. Asimismo, lo que sabemos de la estirpe del propio Propercio puede ponerse en relación con los datos conservados sobre la familia de un enclave vecino, los Volumnios, cuya tumba nos transmite una historia análoga. Y, en la misma línea, se han contrastado los relatos literarios sobre las proscripciones con una gran inscripción privada que nos traslada el testimonio directo de uno de los supervivientes. Esta última evidencia, como es lógico, resulta de un valor inestimable para todo historiador interesado en comprender el impacto que el gobierno de los triunviros pudo tener sobre los habitantes de Italia.

Al centrarse en los (tornadizos) miembros del «partido» de Augusto, Syme restringió de forma deliberada el espacio consagrado en su Revolución romana a los «asuntos provinciales».18 Aunque comprensible, esta omisión ha contribuido a perpetuar un sesgo en los posteriores estudios sobre la cultura del periodo triunviral y el principado de Augusto, pues estos se centraron, de este modo, en la ciudad de Roma y en la península itálica.19 Sin embargo, como Octaviano bien sabía, para entonces el Imperio romano abarcaba mucho más que Italia. Desde Siria a Hispania, los hombres y mujeres de toda condición se vieron afectados por el gobierno de los triunviros. Los combates librados por doquier y las oleadas de colonos despachados a ultramar convirtieron las guerras civiles romanas en un acontecimiento trascendental en la historia del Mediterráneo. Por ende, y dado que la literatura latina apenas menciona los sucesos acaecidos en las provincias romanas, hemos de recurrir por fuerza a otro tipo de fuentes, cuyo volumen, además, nunca cesa de aumentar. Me refiero a toda una serie de inscripciones, monedas, monumentos y textos literarios, procedentes en su mayoría de la mitad oriental, grecohablante, del Imperio, que nos transmite nuevas historias sobre el periodo.

Así, por ejemplo, el ingente dosier de documentos administrativos publicados en el fastuoso complejo teatral de la ciudad de Afrodisias, en el sur de Asia Menor, ilustra el sufrimiento de la comunidad durante la guerra civil romana, y el subsiguiente intento de recuperar la prosperidad perdida mediante una embajada enviada a Roma poco después del cese de las hostilidades. Las inscripciones revelan que, pese a que los triunviros se esforzaban en recalcar ante los itálicos su respeto por la legalidad mediante el traslado al Senado de la petición de los afrodisios, estos últimos no veían impedimento en tratar directamente con el triunviro Octaviano. En aquellos momentos, su única preocupación era lograr una exención fiscal, el reconocimiento del derecho de asilo de su templo local y el reintegro de las propiedades de este sustraídas durante la guerra, que incluían una estatua de oro del dios del amor que, según creían los propios afrodisios, había sido trasladada al gran santuario de Artemisa en Éfeso. Por su parte, el monumento de Seleuco, un capitán naval sirio, ubicado en Rhosus, demuestra que, aunque Octaviano (y Virgilio) presentó Accio ante la opinión pública de Occidente como un triunfo de los itálicos sobre los orientales, el triunviro hubo de contar con el respaldo de no pocos orientales para hacerse con la victoria y se prodigó en alabanzas con ellos. Para Seleuco, Accio no significó la derrota de la supuesta degeneración oriental, sino la oportunidad de mejorar su propia posición social. En la misma línea, cuando los escritores griegos que trabajaron en época augustea, como el geógrafo Estrabón y Nicolás de Damasco, mencionan su vida anterior, dejan entrever la percepción que los provinciales tuvieron de la guerra civil romana. Y no olvidemos que Flavio Josefo, aunque posterior, utilizó los escritos de Estrabón y de Nicolás para elaborar sus crónicas sobre Judea. Aunque, a menudo, las Antigüedades judías y La guerra de los judíos se han empleado solo para recabar datos no documentados en otros autores, ambas obras preservan un recuerdo vivo del modo en el que los sucesos del periodo triunviral afectaron a los habitantes de este confín del Imperio.

Pero todos estos datos serían imposibles de interpretar, al menos desde un punto de vista histórico, sin contar con un tercer tipo fundamental de fuentes, las obras de los principales historiadores grecorromanos. Las crónicas históricas constituían el método más obvio para consignar al recuerdo los sucesos del periodo triunviral y sabemos que algunos autores coetáneos se aprestaron a la tarea: el relato de las guerras civiles de Polión se extendió hasta la batalla de Filipos (y puede que incluso hasta momentos posteriores), Tito Livio relató en latín el devenir de los acontecimientos durante todo el periodo triunviral y Estrabón hizo otro tanto en griego.20 Durante las generaciones siguientes, los historiadores como Claudio se hicieron eco de sus predecesores, y, a diferencia de lo que le ocurrió al emperador, parte de sus escritos terminaron publicándose. De todas estas crónicas, destacan tres de suma importancia, pues nos proporcionan un amplio contexto histórico en el que encuadrar los relatos más personales y, en ocasiones, contradictorios. Puesto que las Vidas de Bruto y Antonio de Plutarco, las Guerras civiles de Apiano y la Historia romana de Dion Casio se discutirán largo y tendido a lo largo de todo el libro, me limitaré aquí a dedicar unas breves palabras al tipo de información que estos autores nos transmiten y a la forma en la que la reelaboraron.

Las biografías plutarqueas de Bruto y Antonio pertenecen a la serie de Vidas paralelas que el escritor griego, gran apasionado de la filosofía, compiló durante las primeras décadas del siglo II d. C.21 Plutarco organizó las Vidas paralelas por parejas, de modo que conectó a cada griego con un romano (por ejemplo, Alejandro Magno y Julio César), no tanto para señalar las diferencias entre las dos culturas, como para formular lecciones universales sobre la virtud y el vicio.22 Aunque la mayoría de sus protagonistas (incluido Bruto, un platónico como el propio Plutarco) encarnan las cualidades nobles, el propio biógrafo reconoció haber escrito sobre Antonio y sobre el griego con el que este se empareja para ilustrar «lo censurable y malo». Y es que las Vidas de Antonio y Bruto, con una bellísima redacción, pretenden explorar dilemas éticos, no históricos. Pese a todo, su valor para los historiadores es incuestionable, pues incorporan datos recogidos de fuentes de primera mano que de otro modo desconoceríamos. Por ejemplo, para la biografía de Bruto, Plutarco complementó sus lecturas de historiadores como Polión con los elogiosos testimonios redactados por el hijastro del magnicida, Bíbulo, por uno de sus compañeros de armas y por uno de sus mentores; y, para la Vida de Antonio, sabemos que consultó, entre otras fuentes, la crónica de la Guerra Parta redactada por uno de los oficiales de Antonio, Delio, y las memorias que escribió el médico de Cleopatra, Olimpo.23

Unas pocas décadas después de que Plutarco redactara sus célebres biografías, Apiano, que había acudido a Roma para trabajar como abogado y que al parecer tiempo después terminó sirviendo en la administración del emperador Antonino Pío, escribió su crónica de Roma. Para condensar mil años de historia en solo veinticuatro libros, Apiano estructuró su obra dividiéndola según los pueblos conquistados por Roma (por ejemplo, el libro 3 trata de los samnitas). Aunque hemos perdido amplias porciones del conjunto, por fortuna conservamos las Guerras civiles (en origen, los libros 13-17), en las que el alejandrino relata las luchas que sostuvo Roma contra sí misma entre la época de los hermanos Graco y la victoria de Octaviano sobre Sexto Pompeyo en el 36 a. C.24 (la no preservada historia de Egipto, en los libros 18-21, trataba el periodo siguiente hasta el año 30 a. C.). Aunque, por supuesto, Apiano hubo de basarse en los relatos previos, incluyendo de nuevo el de Polión, los reelaboró para subrayar las diferencias fundamentales existentes entre las guerras civiles y los demás conflictos arrostrados por Roma, planteamiento este que dota al texto de un interés cardinal para quienes tratamos de comprender qué hubo de novedoso en el periodo triunviral.25 Además, dado que escribía de un modo explícito sobre una guerra civil, Apiano no narró su historia desde el punto de vista de los vencedores (como hizo la mayor parte de la historiografía romana), sino a partir de toda una amplia variedad de perspectivas.26 De hecho, los discursos más elocuentes incluidos en la obra son, precisamente, los de los enemigos de los triunviros. A lo que hay que añadir que Apiano dedicó numerosos capítulos a las víctimas menos distinguidas de los tres gobernantes y destaca por dispensar a Antonio un trato mucho más equitativo que ninguna otra de nuestras fuentes, dependientes por lo general de la (distorsionada) versión de los acontecimientos planteada por los trece libros, hoy perdidos, de la Autobiografía de Octaviano.27

Aunque más alejado en el tiempo de la era triunviral que Plutarco y Apiano, el historiador Dion Casio tuvo la ventaja de vivir durante otro periodo de guerras civiles, los turbulentos años finales de la dinastía Antonina y los que perduró la dinastía Severa.28 Sabemos que fue en torno al año 200 d. C. cuando emprendió las investigaciones que le llevarían a redactar los ochenta y dos libros de su Historia romana, una crónica que abarcó desde la fundación de Roma, pasando por la caída de la República, hasta el 229 d. C., año en el que el historiador ejerció de cónsul con el emperador Alejandro Severo como colega. A diferencia de Apiano, sin embargo, Dion Casio adoptó un planteamiento analístico más tradicional, en virtud del cual relató los acontecimientos casi año a año para recrear cómo se había desarrollado a través de los siglos el sistema imperial (del que él mismo, recordemos, era un actor protagonista) y determinar qué era lo que había provocado los problemas recientes que lo afligían en su época. Aunque, para hacer más espléndida su narración, relató escenas de batallas sumamente improbables, y aunque su propia perspectiva sobre la naturaleza humana le impidió comprender cómo los actores históricos como Octaviano evolucionaron en el tiempo, Dion Casio preserva datos apreciables sobre las actuaciones administrativas del Senado, los triunviros y otras personalidades de primera línea. Además, las fuentes externas e independientes que en ocasiones conservamos, como las inscripciones o las monedas, prueban la veracidad de algunas de estas detalladas informaciones.29

Pese a toda la riqueza de nuestras fuentes, sin embargo, debo concluir reconociendo sus limitaciones. Dije antes que las Bucólicas de Virgilio son una fuente de inspiración para el historiador de las guerras civiles; pues bien, su misma concepción nos impone de igual manera un reto. Aunque el lector pueda aprender de ellas algo sobre las confiscaciones de tierras que Claudio omitió en la versión final de sus crónicas, en última instancia el efecto general de los poemas no difiere tanto del de la historia incompleta del emperador. Leerlos es como avanzar dando traspiés por la escena de un crimen sin saber con exactitud lo que ha ocurrido. Por fortuna, la historia de las confiscaciones puede ser reconstruida, mas no sucede lo mismo con otras muchas cuyos protagonistas no tuvieron la suerte de poder hablar por sí mismos en la literatura de Roma y por lo general fueron expulsados de los libros de historia. Ni el investigador más concienzudo será capaz nunca de desenmarañar todo lo que sucedió durante los «años silenciados». Y ello no solo se debe a la consabida máxima de que son siempre los vencedores quienes escriben la historia; también depende de los recursos de los que se dispuso para conmemorar la guerra y en manos de quién quedaron. Pero lo que al final somos capaces de descubrir sobre la guerra civil romana asombra por su semejanza con las atrocidades propias de otras guerras más recientes y mejor documentadas. Las evidentes lagunas que todavía quedan en nuestros registros no hacen sino subrayar la contribución de las tecnologías modernas (y las perspectivas modernas de la historia) a la memoria de la guerra.30

NOTAS

1. Suetonio, Vidas de los doce césares, Claudio 41. Vid. infra.

2. Syme, R., 1939, viii.

3. Repárese en especial en los títulos de los capítulos 5 y 24, «The Caesarian Party» [El partido cesariano] y «The Party of Augustus» [El partido de Augusto], pero también en los que evocan momentos específicos de la reciente historia europea, como por ejemplo el 9: «The First March on Rome» [La primera marcha sobre Roma].

4. Syme, R., op. cit., 7. Los límites de la aproximación prosopográfica de Syme, ya señalados en la relevante reseña de A. Momigliano (1940), continúan discutiéndose en nuestros días, lo que da buena prueba de hasta qué punto La revolución romana marca todavía las investigaciones en nuestro campo. Vid., por ejemplo, las colecciones de ensayos de Raaflaub, K. A. y Toher, M., 1990, Habinek, T. y Schiesaro, A., 1997 y Millar, F. y Giovannini, A., 2000. A pesar de ello, los especialistas siguen mostrándose más propensos a redactar trabajos que complementan o corrigen el de Syme (vid., por ejemplo, el magistral ensayo de Brunt, P., 1988, 1-92) que a crear una nueva narrativa.

5. A. Marwick ha tratado el tema en varias de sus publicaciones. Para una breve síntesis, vid. Marwick, A., 1974, 11-14. En un breve pero sugerente artículo, Patterson, J., 1993 ya señala las ventajas de aplicar las categorías descriptivas de Marwick a las guerras civiles del siglo I a. C.

6. Estrabón 10.5.3.

7. El cálculo procede de Brunt, P., 1971, 509-512. Vid. también Brunt, P., 1988, 240-280. No obstante, las estimaciones de este sobre el tamaño de la población itálica durante la República tardía han sido consideradas excesivamente bajas: vid. infra, capítulo 1.

8. Suetonio afirma que initium autem sumpsit historiae post caedem dictatoris, sed transiit ad inferiora tempora coepitquea pace ciuili [tomó como punto de partida para su historia la etapa que siguió al asesinato del dictador César; pero pasó a tiempos más recientes y empezó por la paz civil]; a lo que, a continuación, añade: prioris materiae duo volumina posterioris unum et quadraginta reliquit [dejó dos volúmenes de su primera historia y cuarenta y uno de la segunda] (Claudio 41.2). Bücheler, F., 1915-1930, 1, 455 cree que estos últimos cuarenta y un libros cubrieron los cuarenta y un años transcurridos entre el 27 a. C. y el 14 d. C. (en tanto que los dos primeros abordarían el periodo 44-43 a. C.). Ténganse también en cuenta los argumentos de Momigliano, A., 1934, 6, n. 14.

9. La cita es de Syme, R., op. cit., 3, n. 2. Apiano, Guerra Civil 4.7 describe atinadamente el triunvirato como καινὴ ἀρχή [un nuevo comienzo].

10. Dion Casio, Historia romana, 47.15.4. Supuestamente, César ya había predicho este extremo: vid. Suetonio, Vidas de los doce césares, César 86.2.

11. Aunque estructurado como una narrativa política, el trabajo de Levi, M. A., 1933 destaca por su intento de lanzar una mirada compasiva al sentir popular de Italia durante el periodo triunviral. Las provincias, en cambio, apenas recibieron atención: vid. infra. Además, su augusto aparece demasiado idealizado.

12. Syme, R., 1964, 274-275. La propuesta se repite en Syme, R., 1978, 168-169 y 1986, 12. En cambio, la historia de la literatura latina que hoy consideramos paradigmática, la de Conte, G., 1994, contiene una parte II titulada «La República Tardía» (que finaliza con Salustio) y una parte III titulada «La Era de Augusto» (que comienza con las Bucólicas de Virgilio).

13. La fecha de todas estas obras, incluidas las Imprecaciones, se discutirá a medida que vayan mencionándose. El Panegyricus Messallae sería también triunviral si le asignamos una cronología del 31 a. C., pero algunos especialistas lo sitúan con posterioridad al 27 a. C. Repárese, asimismo, en que algunos de los poemas de Tibulo, las primeras odas de Horacio y parte de la primera péntada de Tito Livio pudieron componerse en este periodo, aunque no se publicarían hasta años después.

14. Frye, N., 1957 esboza brevemente su teoría de los modos en las páginas 33-35 y desarrolla sus tesis con más detalle en las páginas 35-67. Comprendí su gran relevancia tras leer a Fussell, P., 1975, sobre el que se hablará después.

15. Sobre la emergencia del orden corintio romano en el periodo triunviral, vid. Strong, D., 1963, 80. Sobre la retratística, vid., de forma sucinta, Smith, R., 1996. Sobre los templos de Roma y Augusto en Oriente, vid. Dion Casio, Historia romana, 51.20.6-8 y Reinhold, M., 1988.

16. Para un reflexivo análisis sobre la relación entre poesía e historia, vid. Kermode, F., 1990, 49-67.

17. Fussell, P., op. cit., ix. Entre los demás trabajos que he manejado, he encontrado algunos sugerentes sobre el reflejo de las guerras en la literatura, vid. Bergonzi, B., 1965, Spence, J., 1981, Scarry, E., 1985, Fussell, P., 1989, Eksteins, M., 1989 y Lepore, J., 1998.

18. Syme, R., 1939, vii.

19. El sesgo fue señalado por Woolf, G., 2000, 122, n. 23. Sin embargo, los destacados trabajos de Millar (en especial Millar, F., 1984a y 1984b), así como el estudio fundamental de Bowersock, G., 1965 han tratado de calibrar el impacto de toda la «Revolución romana» en las provincias, en especial en Oriente.

20. De reunir las evidencias sobre la historia de Polión se encargó Peter, HRR 2, lxxxiii-lxxxxvii y 67-70; para dos estudios recientes, con la bibliografía previa, vid. Morgan, L., 2000 y Woodman, A., 2003.

21. De entre la bibliografía reciente, los trabajos de C. Pelling han contribuido de forma sustancial a nuestra comprensión de las biografías romanas de Plutarco, atendiendo tanto a su dimensión literaria como a la historia de la República tardía y el período triunviral. Muchos de sus ensayos se han compilado en Pelling, C., 2002, aunque su comentario a la vida de Antonio (Pelling, C., 1988) representa asimismo una contribución fundamental para el estudio de la época triunviral. Vid. también Scardigli, B., 1979. En concreto sobre la biografía de Antonio, vid. igualmente los comentarios de Scuderi, R., 1984 y Brenk, F., 1992. Moles ha publicado varios trabajos valiosos sobre distintos aspectos de la Vida de Bruto y de la tradición posterior, de entre los que destacan Moles, J., 1983 y 1997.

22. Para una completa y reciente investigación sobre las biografías plutarqueas en el sentido expuesto, vid. Duff, T., 2000.

23. El empleo por parte de Plutarco de las Historias de Polión (o quizá de alguna fuente intermedia) se infiere en primer lugar de los frecuentes solapamientos con Apiano, indicio de que ambos comparten una misma fuente histórica; en segundo lugar, de la calidad de los datos que maneja Plutarco para los años posteriores al 60 a. C., el punto de partida de la crónica de Polión; y, por último, de las ocasionales referencias explícitas a Polión (por ejemplo, César 32.5, el cruce del Rubicón). Es posible que la obra de Polión se hubiera traducido al griego (FGrH 193). Para profundizar sobre todo este asunto, vid. Pelling, C., 1979, quien discute la bibliografía previa más importante, incluido Kornemann, E., 1896.

24. Sobre la sección de las Guerras civiles de Apiano dedicada al período triunviral, contamos con el espléndido análisis de Gowing, A., 1992a, cuya metodología se basa sobre todo en la comparación de Apiano con Dion Casio, aunque también, cuando es relevante, con otras fuentes. Otros estudios de interés sobre Apiano incluyen los de Levi, M. A., 1993, vol. 2, 214-237; Gabba, E., 1956; Hahn, I., 1982; Goldmann, B., 1988; Brodersen, K., 1993; Magnino, D., 1993; Hose, M., 1994; Famerie, E., 1998 y Bucher, G., 2000.

25. El uso que hace Apiano de Polión (o de una fuente intermedia) se infiere de sus frecuentes solapamientos con Plutarco al abordar los acontecimientos posteriores al 60 a. C., incluyendo aquellos en los que Plutarco depende claramente de Polión (por ejemplo, el cruce del Rubicón: Guerras civiles 2.35). Sin embargo, no está tan claro que Polión fuera la fuente principal de Apiano para el conjunto de las Guerras civiles, como defiende Gabba, E., op. cit. En particular, no tenemos evidencias de peso que permitan afirmar que Polión, cuya crónica arranca en el 60 a. C., se hubiera retrotraído hasta el periodo de los Graco, como hace Apiano; ni tampoco tenemos pruebas de que continuara su relato más allá de Filipos, lo que hace que las fuentes del libro quinto de las Guerras civiles continúen siendo bastante inciertas. Al igual que otros especialistas como Gowing, A., 1992a, me inclino a pensar que las preocupaciones de las Guerras civiles eran las que inquietaban al propio Apiano.

26. Por supuesto, la mayoría de los relatos sobre la guerra civil no se plantearon de esta manera; la Guerra civil de Julio César es solo un ejemplo de ello.

27. Las principales evidencias sobre la obra De vita sua de Octaviano, dedicada a Mecenas y Agripa, se reúnen en Peter HRR 2, lxxi-lxxvi y 54-64; sobre este texto, vid. también Lewis, R., 1993, 669-689 y la bibliografía anterior citada en este último estudio, en especial Blumenthal, F., 1913-1914.

28. Además de Gowing, A., op. cit., otros trabajos relevantes sobre Dion Casio incluyen los de Millar, F., 1964; Fadinger, V., 1969; Manuwald, B., 1979; Fechner, D., 1986; Rich, J., 1989; Reinhold, M. y Swan, P., 1990; Hose, M., op. cit. y Swan, P., 1997.

29. Por dar solo cuatro ejemplos: 1) Dion Casio, Historia romana, 47.18.5-6 refiere que, en el 42 a. C., el 12 de julio fue designado festivo en conmemoración del día en el que nació César (en realidad, el 13 de julio), y los Fasti Amiternini y los Fasti Antiates señalan asimismo este día como feriae; 2) Dion Casio, Historia romana, 48.26.5 menciona e interpreta correctamente los títulos que Labieno asumió en el 40 a. C., Imperator y Parthicus, que aparecen también en las monedas que el propio Labieno acuñó (RRC 524); 3) Dion Casio, Historia romana, 48.34.1 informa de que en el 39 a. C. los triunviros consiguieron que el Senado ratificara todas sus actuaciones hasta la fecha, y uno de los documentos de Afrodisias (Reynolds, Aphrodisias n.º 8) demuestra que esto fue, en efecto, lo que sucedió; y, 4) Dion Casio, Historia romana, 49.39.1 relata que, puesto que Antonio renunció al consulado del 35 a. C. el 1 de enero de ese mismo año, algunos dieron al año el nombre de su sustituto, L. Sempronio Atratino; los Fasti Magistrorum Vici recogen para este año M. Anton[ius M. f], mientras que los Fasti Venusini se decantan por L. Sempronius.

30. Las traducciones de las fuentes clásicas que aparecen en este libro procederán, siempre que sea posible y en su mayoría, de las ediciones de la Biblioteca Clásica Gredos. Si no, se recogerá la edición consultada.

1

UN ESTADISTA ENTRE SOLDADOS

Cuando Marco Antonio dio un paso al frente para hablar durante el funeral de Julio César, sabía a la perfección que era el difunto, y no sus asesinos, quien concitaba las simpatías de la multitud.1 Para entonces, el pueblo ya sabía que el dictador le había legado a la ciudad de Roma sus extensos jardines para la creación de un parque público, y una parte de su fortuna para cada ciudadano varón. Pese a todo, Antonio juzgó prudente abstenerse, al menos por el momento, de pronunciar palabras demasiado apasionadas. Lo más seguro es que comprendiera, como lo haría Shakespeare a su manera, que, de todos modos, la ironía actúa a menudo como la retórica más incendiaria. Por ello, arrancó leyendo una lista de los honores que en los últimos tiempos se habían votado a favor del dictador, e intercaló apenas unos pocos comentarios de su cosecha, para después pasar a recordar el juramento que los miembros del Senado habían pronunciado en el que se comprometían a proteger a César.2

Lo que siguió a continuación ofreció a los historiadores antiguos, más próximos a los dramaturgos que sus homólogos modernos, un material aún más atractivo.3 Antonio se aproximó entonces al féretro de marfil «como sobre un escenario», se inclinó brevemente sobre él y acto seguido se enderezó de nuevo para enumerar algunas de las hazañas de César. A medida que hablaba, sus ademanes se tornaron cada vez más frenéticos, pues agitaba las manos sobre la cabeza y vertía lágrimas por su amigo asesinado. Al final, se apropió del manto ensangrentado que todavía lucía el cadáver y, mientras lo sujetaba en la punta de una lanza, lo alzó a la vista de todos. En ese momento, el pueblo dejó de comportarse como mero espectador y se unió a Antonio en su lamento «como el coro de una tragedia». Aquel crimen había sido monstruoso: no en vano, muchos de los asesinos habían sido en el pasado partidarios de Pompeyo, y César, pese a ello, los había perdonado y les había encomendado ejércitos y puestos en el gobierno.4 Acompañados de cantos fúnebres, unos mimos dotados de una funesta precisión recordaron un verso de una antigua tragedia romana: «¡Que haya yo salvado a estos hombres que habían de matarme!».5 La muchedumbre estaba ya próxima al estallido de violencia cuando alguien suspendió sobre el sarcófago de César una efigie de cera de este (hubiera sido demasiado difícil levantar el cadáver) y la hizo rotar mediante un artilugio mecánico para que la concurrencia pudiera observar las veintitrés puñaladas que habían acabado con la vida del dictador.

Este macabro artificio fue la gota que colmó el vaso. Parte del gentío montó en cólera, incendió la sede del Senado y se dispersó en busca de los asesinos, que, para entonces, con buen juicio, ya se habían ocultado. En cambio, cuando uno de los agitadores comenzó a gritar que había visto a Cinna, pues confundió al poeta Helvio Cinna con el conspirador Cornelio Cinna, el furibundo gentío se lanzó sobre el literato y lo hizo pedazos.6 Al no encontrar a ninguno de los asesinos en sus casas, la turba trató de prenderles fuego también a estas y, a continuación, regresó junto al sarcófago de César. Enfervorecidos, sus integrantes decidieron prescindir de la pira que se había preparado al efecto en el Campo de Marte y en su lugar amontonaron sobre el sarcófago de marfil toda la madera que pudieron encontrar, incluido el mobiliario de las tiendas de las inmediaciones. Los miembros de la procesión funeraria añadieron sus ropas y, en el caso de los soldados, sus guirnaldas y condecoraciones militares: suficiente combustible, según refieren todas las fuentes, como para que la pira ardiera durante toda la noche. Antonio había conseguido prender la mecha que abrasaría Roma.

Los magnicidas (o, como ellos mismos se habían dado en llamar, los Libertadores) estaban en apuros. Sus problemas ya habían comenzado en los propios idus, cuando, en lugar de ser enaltecidos por sus pares como los salvadores de la patria, la mayoría de los senadores les había rehuido. Todo había ido a peor cuando el pueblo, convocado al efecto en el foro, tampoco les demostró un apoyo entusiasta. Y la situación llegó ya a un punto de difícil retorno cuando, en lugar de reanudar las sesiones del Senado y declarar tirano a César a título póstumo, como hubieran debido,7 se atrincheraron en el Capitolio y permitieron que Antonio tomara la iniciativa. Este no desaprovechó la oportunidad: convocó al Senado para el día 17, se entrevistó con Lépido (otro de los colaboradores de César, que en el ínterin había congregado una fuerza militar en el Foro) y se apoderó de los registros administrativos del dictador finado. Durante la siguiente sesión, Antonio impulsó un acuerdo de compromiso: los asesinos serían amnistiados, pero todas las disposiciones de César se respetarían y se obsequiaría a este con un funeral público.8 Tal como supo pronosticar Ático, un amigo de Cicerón y uno de los más sagaces analistas políticos de Roma, esta última concesión implicó un golpe mortal para la causa de los Libertadores.9 Al fin y al cabo, ¿qué pudieron hacer las promesas senatoriales de amnistía para contener a la turba furibunda durante las semanas que siguieron al funeral? Es más, en el punto en el que César había sido cremado, un grupo de lugareños (incluidos algunos veteranos que por entonces se disponían a partir hacia una de las colonias que el dictador había fundado para ellos) levantó un altar, mantuvo encendida una llama e instituyó un culto al gobernante difunto. Los propios judíos de la ciudad se ofrecieron a actuar como vigilantes nocturnos del enclave.10 Aquella fue su forma de agradecer a César que les hubiera eximido de la regulación que vetaba las sociedades religiosas, así como todos los demás beneficios que el dictador había dispensado a las comunidades judías a lo largo y ancho del Mediterráneo.11

Durante el mes que siguió a los idus, los conspiradores huyeron de Roma. También se evadió Cicerón, que en origen no había participado en el complot pero que desde el asesinato se había significado como el principal valedor de los magnicidas. Se separó de Ático el 7 de abril y, ese mismo día, unas horas después, inauguró lo que se convertiría en una correspondencia casi diaria que perduraría durante toda la primavera y los primeros momentos del verano. «Sea lo que sea, no solo grande, sino incluso pequeño, escríbemelo. Yo no haré ninguna interrupción».12 El ruego de Cicerón da cuenta de la incertidumbre de los tiempos, que por lo demás impregna toda la carta. El antiguo cónsul, según le revela a Ático, se detuvo para pasar su primera noche fuera de la Urbe en la casa de uno de los amigos de César, Macio, quien le reveló que Roma estaba sentenciada: «La situación no puede remediarse; en efecto, si él, con ese talento, no encontraba salida, ¿quién la va a encontrar ahora?» (14.1.1). A lo que Macio prosiguió con una broma de mal gusto, al asegurar que los galos sometidos por César volverían a marchar sobre Roma, tal como habían hecho siglos antes, en la única ocasión de su historia en que la Urbe había sido saqueada.

Aunque a Cicerón no le hizo gracia aquel lóbrego vaticinio, su insistencia en burlarse de su anfitrión (bromea, por ejemplo, sobre su calvicie) deja entrever la dificultad del orador por banalizar aquellos comentarios. La situación, en efecto, era inquietante en extremo. Todo parecía apuntar a una reedición de la guerra que había estallado entre Pompeyo y César apenas cinco años antes. Aquel conflicto había comenzado cuando los miembros más conservadores del Senado, renuentes a perder cotas de poder, habían adoptado a Pompeyo como su adalid y habían tratado de evitar que César enlazara su generalato sobre las Galias con un segundo consulado.13 Así pues, César, decidido a no quedarse sin cargos públicos, había invadido Italia cruzando el río Rubicón, lo que ocasionó el inicio de una guerra civil. Tras trasladarse con una velocidad de movimientos que se convertiría en proverbial, invadió la península itálica, derrotó a los lugartenientes de Pompeyo en Hispania, cruzó a Grecia en pos del propio Pompeyo, se apuntó una gran victoria en Farsalia y, a continuación, navegó hasta Egipto para despachar al derrotado líder republicano. No obstante, se le adelantó el traicionero monarca Ptolomeo XIII, un personaje mucho menos atractivo que su cautivadora hermana veinteañera, Cleopatra, a la que César instaló en el trono egipcio.

Mapa 1: La ciudad de Roma en los siglos II y I a. C.

Tras la partida de César, la reina dio a luz a un niño. Entretanto, el supuesto padre, moviéndose con «velocidad cesariana» por Siria y Asia Menor, reorganizó la administración provincial romana y acto seguido viajó a África para dar cuenta de un grupúsculo de tenaces pompeyanos, tras lo cual fue nombrado dictador por un periodo de diez años. Aquel título, junto a los poderes que aparejaba (por ejemplo, el derecho a nombrar gobernadores provinciales) y la subsiguiente celebración en Roma de las victorias cesarianas (incluidas las logradas sobre otros ciudadanos romanos), evidenciaron que comenzaba a emerger un nuevo tipo de gobierno antitético a los principios de la República. Algo después, en el 45 a. C., César logró una victoria definitiva en Hispania contra las trece legiones que habían reunido allí dos de los hijos de Pompeyo. Sin embargo, uno de ellos, Sexto, logró escapar y emprendió una guerra de guerrillas contra los gobernadores cesarianos de Hispania. En cuanto a César, agasajado a su regreso con el todavía más alarmante título de «dictador vitalicio», no tardó en ser asesinado.14 Si los republicanos soñaban con reagruparse, las tropas de Sexto Pompeyo (por no mencionar su propio nombre) se adivinaban cruciales.

Ahora bien, si Sexto podía sustituir a su padre en una renovada pugna entre republicanos y cesarianos, ¿quién reemplazaría a César? O, para plantear la cuestión sin rodeos, ¿acaso planeaba Antonio ocupar su lugar? Tras abandonar la villa de Macio y llegar a la suya en Tusculum, en los montes Albanos, Cicerón le pidió a Ático, auténtico especialista en tareas como aquella, que le mantuviera al tanto del asunto, pues «te hueles las inclinaciones de Antonio».15 Tras lo que continúa: «Yo, desde luego, considero que piensa más en sus banquetes que en maquinar cualquier mal» (14.3.2). El desaire revela una vez más la ligereza con la que Cicerón subestimaba a Antonio. Pero, incluso aunque hubiera estado en lo cierto, Roma, a ojos del propio orador, no dejaba de estar en serios problemas. Por mucho que Antonio hubiera abolido la dictadura, todas las medidas del dictador continuaban vigentes y los Libertadores habían sido expulsados de Roma. Y a la ecuación había que sumar que el pueblo de Roma y los veteranos se comportaban por entonces como elementos en extremo volátiles. Continuando su viaje hacia la costa campana, Cicerón escribió un día después: «La actividad está en ebullición. Pues, cuando Macio […], ¿qué piensas de los demás? La verdad es que sufro porque (cosa que nunca ha sucedido en ninguna comunidad de ciudadanos) no se ha restablecido la república junto con la libertad» (14.4.1). Pese a todo, «aun cuando todo se acumule, me consuelan los idus de marzo» (14.4.2).

Cicerón comprendía con claridad la débil posición en la que se encontraban los Libertadores: «El resto de las cosas exige dinero y tropas, de las que no disponemos en absoluto» (14.4.2). Antonio, en cambio, no tendría dificultad en reclutar cuantos soldados y oficiales deseara entre los veteranos de César, la mayoría de los cuales, a diferencia de los asesinos, sentía todavía una singular lealtad por su difunto líder. «Ves a los magistrados, si es que aquellos son magistrados; ves, en todo caso, a los satélites del tirano al mando, ves sus ejércitos, ves los veteranos a nuestro flanco; cosas todas que son inflamables» (14.5.2). Cicerón envió esta alerta roja el 11 de abril desde Ástura. Pero, mientras el orador proseguía su tenaz avance por la campiña, en la Urbe nada parecía decidido. Eso es lo que resultó más desconcertante durante las semanas siguientes. La situación podía saltar por los aires en cualquier momento. En el cierre de su carta del 11 de abril, Cicerón entrevé por primera vez otro posible giro de los acontecimientos: «Pero quisiera saber cómo fue la llegada de Octavio, si hubo concurrencia a su encuentro, si alguna sospecha de “sublevación”. Verdaderamente, pienso que no, pero, no obstante, ansío saber algo» (14.5.3).

Estas últimas palabras, «pienso que no, pero, no obstante, ansío saber algo», parecen la divisa del periodo que acababa de comenzar, unos años de profunda incertidumbre y en los que, lo que es peor, las expectativas más realistas constantemente se veían defraudadas. Tal como el propio Cicerón afirmaría más de una vez, como también lo haría Ático, aquella fue de esas épocas en las que la suerte prevalece sobre la razón.16 Un escritor de ficción no hubiera pergeñado un final más sorprendente que el que estaban viviendo el autor de toda esta correspondencia y sus coetáneos. De hecho, todos ellos habían asistido ya a varios «finales»: el asesinato de César (interpretado como si se hubiera tratado de la representación de una tragedia: «¡Que haya yo salvado a estos hombres […]!»), su funeral, el asesinato del «poeta Cinna» (que, de hecho, Shakespeare convirtió en una de las escenas más memorables de su Julius Caesar).17 Fueron todos estos giros de los acontecimientos, ingeniosos a su manera pero también satisfactorios porque daban la falsa impresión de una conclusión, los que convirtieron el malestar social en un tema (y un reto) literario. «¿Habrá alguien –se preguntaba un autor romano en relación con los meses posteriores a los idus– con un talento capaz de poner estas cosas por escrito de forma que parezcan hechos y no ficciones?».18

«Pienso que no, pero, no obstante, ansío saber algo». Dado cómo acabaron las cosas, es probable que Cicerón hubiera hecho bien en permanecer en la inopia.