El libro de los abrazos - Eduardo Galeano - E-Book

El libro de los abrazos E-Book

Eduardo Galeano

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"Pleno de gracia y de profundidad indudable." Germán Vargas, "Cronos", Colombia. "Este libro destila América por todos los poros. ¡Dichosa La tierra que tiene un trovador que La descubre a sus semejantes!" José Ángel Bermejo, Diario 16, España "Galeano recupera para la literatura la capacidad de recrear el mundo." Josep Morreres, Diario de Barcelona, España. "Una original manera de decir, una escritura eficaz que seduce al lector y establece con él un pacto secreto." Ana Inés Larre-Borges, Brecha, Uruguay. "Los grandes escritores caminan en La cuerda del equilibrista y arriesgan el cuello con cada palabra. En Memoria del Fuego, Galeano fue un acróbata triunfante. En El libro de los abrazos, se desprende de la cuerda y levita en el aire. Alan Ryan, The Washington Post, USA. "Galeano no inventa: descubre. Lo real es, para él, más fantástico que La fantasía. Una obra inclasificable." Erich Hackl, Deutsches Allgemeines Sonntagsblatt, Alemania. "Las historias más poéticas que he leído en los últimos tiempos. y también las más conmovedoras, y las más divertidas, y las más..." Herman de Coninck, De Morgen, Holanda. "Lea una historia por día y será usted feliz la mitad del año. Lea una historia por día y será usted triste la otra mitad. Cada página es tan hermosa como el libro. Koos Hageraats, HP/De Tijd, Holanda. "Estas fábulas inimitables pueden suscitar pocas dudas sobre el genio literario del autor." Lucio Lami, Il Giornale, Italia.

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Siglo XXI/ Biblioteca Eduardo Galeano

Eduardo Galeano

El libro de los abrazos

 

 

«Ple­no de gra­cia y de pro­fun­di­dad in­du­da­ble.»

Ger­mán Var­gas, Cro­nos, Colombia

«Es­te li­bro des­ti­la Amé­ri­ca por to­dos los po­ros. ¡Di­cho­sa la tie­rra

que tie­ne un tro­va­dor que la des­cu­bre a sus se­me­jan­tes!»

Jo­se Án­gel Ber­me­jo, Dia­rio 16, España

«Ga­le­a­no re­cu­pe­ra pa­ra la li­te­ra­tu­ra la ca­pa­ci­dad de re­cre­ar el mun­do.»

Jo­sep Mo­rre­res, Dia­rio de Bar­ce­lo­na, España

«Una ori­gi­nal ma­ne­ra de de­cir, una es­cri­tu­ra efi­caz que se­du­ce al lec­tor y es­ta­ble­ce con él un pac­to se­cre­to.»

Ana Inés La­rre-Bor­ges, Bre­cha, Uruguay

«Los gran­des es­cri­to­res ca­mi­nan en la cuer­da del equi­li­bris­ta y arries­gan el cue­llo con ca­da pa­la­bra. En Me­mo­ria del Fue­go, Ga­le­a­no fue un acró­ba­ta triun­fan­te. En El Li­bro de los Abra­zos, se des­pren­de de la cuer­da y le­vi­ta en el ai­re.»

Alan Ryan, The Was­hing­ton Post, EEUU

«Ga­le­a­no no in­ven­ta: des­cu­bre. Lo re­al es, pa­ra él, más fan­tás­ti­co que la fan­ta­sía. Una obra in­cla­si­fi­ca­ble.»

Erich Hackl, Deuts­ches All­ge­mei­nes Sonn­tags­blatt, Ale­ma­nia

 

«Las his­to­rias más po­é­ti­cas que he leído en los úl­ti­mos tiem­pos.

Y tam­bién las más con­mo­ve­do­ras, y las más di­ver­ti­das, y las más...»

Her­man de Co­ninck, De Mor­gen, Bélgica

 

«Lea una his­to­ria por día y se­rá us­ted fe­liz la mi­tad del año. Lea una his­to­ria por día y se­rá us­ted tris­te la otra mi­tad. Ca­da pá­gi­na es tan her­mo­sa co­mo el li­bro.»

Ko­os Ha­ge­ra­ats, HP/De Tijd, Ho­lan­da

«Es­tas fá­bu­las ini­mi­ta­bles pue­den sus­ci­tar po­cas du­das so­bre el ge­nio li­te­ra­rio del au­tor.»

Lu­cio La­mi, Il Gior­na­le, Ita­lia

Eduardo Galeano nació en Montevideo el 3 de septiembre de l940, aunque, desde principios de 1973, el exilio le llevó primero a Argentina y posteriormente a la costa catalana de España. A principios de 1985 regresó a Montevideo, donde vivió hasta su muerte el 13 de abril de 2015.

Autor de varios libros, traducidos a numerosas lenguas, en ellos llevó a cabo, sin remordimientos, una violación de las fronteras que separan los géneros literarios. A lo largo de una obra donde confluyen la narración y el ensayo, la poesía y la crónica, sus textos siempre trataron de recoger las voces del alma y de la calle, ofreciendo una síntesis de la realidad y su memoria.

En dos ocasiones fue premiado por la Casa de las Américas de Cuba y por el Ministerio de Cultura del Uruguay. Recibió el American Book Award de la Universidad de Washington, los premios italianos Mare Nostrum, Pellegrino Artusi y Grinzane Cavour, el premio Dagerman, en Suecia, y la medalla de oro del Círculo de Bellas Artes de Madrid. Fue elegido primer Ciudadano Ilustre de los países del Mercosur y fue también el primer galardonado con el premio Aloa, de los editores de Dinamarca, el Cultural Freedom Prize, otorgado de la Fundación Lannan, y el Premio a la Comunicación Solidaria, de la ciudad española de Córdoba.

Diseño de portada

RAG

Reservados todos los derechos. De acuerdo a lo dispuesto en el art. 270 del Código Penal, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes sin la preceptiva autorización reproduzcan, plagien, distribuyan o comuniquen públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, fijada en cualquier tipo de soporte.

Nota a la edición digital:

Es posible que, por la propia naturaleza de la red, algunos de los vínculos a páginas web contenidos en el libro ya no sean accesibles en el momento de su consulta. No obstante, se mantienen las referencias por fidelidad a la edición original.

© sobre el texto y las ilustraciones, Eduardo Galeano

© Siglo XXI de España Editores, S.A.

Sector Foresta, 1

28760 Tres Cantos

Madrid - España

Tel.: 918 061 996

Fax: 918 044 028

www.akal.com

www.facebook.com/SigloXXI.es

@AkalEditor

ISBN: 978-84-323-1524-4

RECORDAR: Del latín re-cordis,

volver a pasar por el corazón.

 

ESTE libro está dedicado

a Claribel y Bud,

a Pilar y Antonio,

a Martha y Eriquinho.

 

El mundo

Un hombre del pueblo de Neguá, en la costa de nColombia, pudo subir al alto cielo.

A la vuelta, contó. Dijo que había contemplado, desde allá arriba, la vida humana. Y dijo que somos un mar de fueguitos.

—El mundo es eso —reveló—. Un montón de gente, un mar de fueguitos.

Cada persona brilla con luz propia entre todas las demás. No hay dos fuegos iguales. Hay fuegos grandes y fuegos chicos y fuegos de todos los colores. Hay gente de fuego sereno, que ni se entera del viento, y gente de fuego loco, que llena el aire de chispas. Algunos fuegos, fuegos bobos, no alumbran ni queman; pero otros arden la vida con tantas ganas que no se puede mirarlos sin parpadear, y quien se acerca, se enciende.

 

 

El origen del mundo

Hacía pocos años que había terminado la guerra nde España y la cruz y la espada reinaban sobre las ruinas de la República. Uno de los vencidos, un obrero anarquista, recién salido de la cárcel, buscaba trabajo. En vano revolvía cielo y tierra. No había trabajo para un rojo. Todos le ponían mala cara, se encogían de hombros o le daban la espalda. Con nadie se entendía, nadie lo escuchaba. El vino era el único amigo que le quedaba. Por las noches, ante los platos vacíos, soportaba sin decir nada los reproches de su esposa beata, mujer de misa diaria, mientras el hijo, un niño pequeño, le recitaba el catecismo.

Mucho tiempo después, Josep Verdura, el hijo de aquel obrero maldito, me lo contó. Me lo contó en Barcelona, cuando yo llegué al exilio. Me lo contó: él era un niño desesperado que quería salvar a su padre de la condenación eterna y el muy ateo, el muy tozudo, no entendía razones.

—Pero papá —le dijo Josep, llorando—. Si Dios no existe, ¿quién hizo el mundo?

—Tonto —dijo el obrero, cabizbajo, casi en secreto—. Tonto. Al mundo lo hicimos nosotros, los albañiles.

 

La función del arte/1

Diego no conocía la mar. El padre, Santiago Kovadloff, lo llevó a descubrirla.

Viajaron al sur.

Ella, la mar, estaba más allá de los altos médanos, esperando.

Cuando el niño y su padre alcanzaron por fin aquellas cumbres de arena, después de mucho caminar, la mar estalló ante sus ojos. Y fue tanta la inmensidad de la mar, y tanto su fulgor, que el niño quedó mudo de hermosura.

Y cuando por fin consiguió hablar, temblando, tartamudeando, pidió a su padre:

—¡Ayudame a mirar!

 

La uva y el vino

Un hombre de las viñas habló, en agonía, al oído de nMarcela. Antes de morir, le reveló su secreto:

—La uva —le susurró— está hecha de vino.

Marcela Pérez-Silva me lo contó, y yo pensé: Si la uva está hecha de vino, quizá nosotros somos las palabras que cuentan lo que somos.

 

La pasión de decir/1

Marcela estuvo en las nieves del Norte. En Oslo, una noche, conoció a una mujer que canta ny cuenta. Entre canción y canción, esa mujer cuenta buenas historias, y las cuenta vichando papelitos, como quien lee la suerte de soslayo.

Esa mujer de Oslo viste una falda inmensa, toda llena de bolsillos. De los bolsillos va sacando papelitos, uno por uno, y en cada papelito hay una buena historia para contar, una historia de fundación y fundamento, y en cada historia hay gente que quiere volver a vivir por arte de brujería. Y así ella va resucitando a los olvidados y a los muertos; y de las profundidades de esa falda van brotando los andares y los amares del bicho humano, que viviendo, que diciendo va.

 

La pasión de decir/2

Ese hombre, o mujer, está embarazado de mucha ngente. La gente se le sale por los poros. Así lo muestran, en figuras de barro, los indios de Nuevo México: el narrador, el que cuenta la memoria colectiva, está todo brotado de personitas.

La casa de las palabras

 

A la casa de las palabras, soñó Helena Villagra, acudían los poetas. Las palabras, guardadas en viejos frascos de cristal, esperaban a los poetas y se les ofrecían, locas de ganas de ser elegidas: ellas rogaban a los poetas que las miraran, que las olieran, que las tocaran, que las lamieran. Los poetas abrían los frascos, probaban palabras con el dedo y entonces se relamían o fruncían la nariz. Los poetas andaban en busca de palabras que no conocían, y también buscaban palabras que conocían y habían perdido.

En la casa de las palabras había una mesa de los colores. En grandes fuentes se ofrecían los colores y cada poeta se servía del color que le hacía falta: amarillo limón o amarillo sol, azul de mar o de humo, rojo lacre, rojo sangre, rojo vino...

La función del lector/1

Cuando Lucía Peláez era muy niña, leyó una novela a escondidas. La leyó a pedacitos, noche tras oche, ocultándola bajo la almohada. Ella la había robado de la biblioteca de cedro donde el tío guardaba sus libros preferidos.

Mucho caminó Lucía, después, mientras pasaban los años.

En busca de fantasmas caminó por los farallones sobre el río Antioquia, y en busca de gente caminó por las calles de las ciudades violentas.

Mucho caminó Lucía, y a lo largo de su viaje iba siempre acompañada por los ecos de los ecos de aquellas lejanas voces que ella había escuchado, con sus ojos, en la infancia.

Lucía no ha vuelto a leer ese libro. Ya no lo reconocería. Tanto le ha crecido adentro que ahora es otro, ahora es suyo.

La función del lector/2

Era el medio siglo de la muerte de César Vallejo, y hubo celebraciones. En España, Julio Vélez organizó conferencias, seminarios, ediciones y una exposición que ofrecía imágenes del poeta, su tierra, su tiempo y su gente.

Pero en esos días Julio Vélez conoció a José Manuel Castañón; y entonces todo homenaje le resultó enano.

José Manuel Castañón había sido capitán en la guerra española. Peleando por Franco había perdido una mano y había ganado algunas medallas.

Una noche, poco después de la guerra, el capitán descubrió, por casualidad, un libro prohibido. Se asomó, leyó un verso, leyó dos versos, y ya no pudo desprenderse. El capitán Castañón, héroe del ejército vencedor, pasó toda la noche en vela, atrapado, leyendo y releyendo a César Vallejo, poeta de los vencidos. Y al amanecer de esa noche, renunció al ejército y se negó a cobrar ni una peseta más del gobierno de Franco.

Después, lo metieron preso; y se fue al exilio.

 

Celebración de la voz humana/1

Los indios shuar, los llamados jíbaros, cortan la cabeza del vencido. La cortan y la reducen, hasta que ncabe en un puño, para que el vencido no resucite. Pero el vencido no está del todo vencido hasta que le cierran la boca. Por eso le cosen los labios con una fibra que jamás se pudre.

Celebración de la voz humana/2

Tenían las manos atadas, o esposadas, y sin embargo los dedos danzaban, volaban, dibujaban palabras. Los presos estaban encapuchados; pero inclinándo se alcanzaban a ver algo, alguito, por abajo. Aunque hablar estaba prohibido, ellos conversaban con las manos.

Pinio Ungerfeld me enseñó el alfabeto de los dedos, que en prisión aprendió sin profesor:

—Algunos teníamos mala letra —me dijo—. Otros eran unos artistas de la caligrafía.

La dictadura uruguaya quería que cada uno fuera nada más que uno, que cada uno fuera nadie: en cárceles y cuarteles, y en todo el país, la comunicación era delito.

Algunos presos pasaron más de diez años enterrados en solitarios calabozos del tamaño de un ataúd, sin escuchar más voces que el estrépito de las rejas o los pasos de las botas por los corredores. Fernández Huidobro y Mauricio Rosencof, condenados a esa soledad, se salvaron porque pudieron hablarse, con golpecitos, a través de la pared. Así se contaban sueños y recuerdos, amores y desamores; discutían, se abrazaban, se peleaban; compartían certezas y bellezas y también compartían dudas y culpas y preguntas de esas que no tienen respuesta.

Cuando es verdadera, cuando nace de la necesidad de decir, a la voz humana no hay quien la pare. Si le niegan la boca, ella habla por las manos, o por los ojos, o por los poros, o por donde sea. Porque todos, toditos, tenemos algo que decir a los demás, alguna cosa que merece ser por los demás celebrada o perdonada.

Definición del arte

 

Portinari no está —decía Portinari. Por un instante asomaba la nariz, daba un portazo y desaparecía.

Eran los años treinta, años de cacería de rojos en Brasil, y Portinari se había exiliado en Montevideo.

Iván Kmaid no era de esos años, ni de ese lugar; pero mucho después, él se asomó por los agujeritos de la cortina del tiempo y me contó lo que vio:

Cándido Portinari pintaba de la mañana a la noche, y de noche también.

—Portinari no está —decía.

En aquel entonces, los intelectuales comunistas del Uruguay iban a tomar posición ante el realismo socialista y pedían la opinión del prestigioso camarada.

—Sabemos que usted no está, maestro —le dijeron, y le suplicaron:

—Pero ¿no nos permitiría un momento? Un momentito.

Y le plantearon el asunto.

—Yo no sé —dijo Portinari.

Y dijo:

—Lo único que yo sé, es esto: el arte es arte, oes mierda.

El lenguaje del arte

El Chinolope vendía diarios y lustraba zapatos en La Habana. Para salir de pobre, se marchó a NuevaYork.

Allá, alguien le regaló una vieja cámara de fotos. El Chinolope nunca había tenido una cámara en las manos, pero le dijeron que era fácil:

—Tú miras por aquí y aprietas allí.

Y se echó a las calles. Y a poco andar escuchó balazos y se metió en una barbería y alzó la cámara y miró por aquí y apretó allí.

En la barbería habían acribillado al gangster Joe Anastasia, que se estaba afeitando, y ésa fue la primera foto de la vida profesional del Chinolope.

Se la pagaron una fortuna. Esa foto era una hazaña. El Chinolope había logrado fotografiar a la muerte. La muerte estaba allí: no en el muerto, ni en el matador. La muerte estaba en la cara del barbero que la vio.

La frontera del arte

Fue la batalla más larga de cuantas se pelearon en Cuscatlán o en cualquier otra región de El Salvador. Empezó a la medianoche, cuando las primeras granadas cayeron desde la loma, y duró toda la noche y hasta la tarde del día siguiente. Los militares decían que Cinquera era inexpugnable. Cuatro veces la habían asaltado los guerrilleros, y cuatro veces habían fracasado. La quinta vez, cuando se alzó la bandera blanca en el mástil de la comandancia, los tiros al aire empezaron los festejos.

Julio Ama, que peleaba y fotografiaba la guerra, andaba caminando por las calles. Llevaba su fusil en la mano y la cámara, también cargada y lista para disparar, colgada del cuello. Andaba Julio por las calles polvorientas, en busca de los hermanos gemelos. Esos gemelos eran los únicos sobrevivientes de una aldea exterminada por el ejército. Tenían dieciséis años. Les gustaba combatir junto a Julio; y en las entreguerras, él les enseñaba a leer y a fotografiar. En el torbellino de esta batalla, Julio había perdido a los gemelos, y ahora no los veía entre los vivos ni entre los muertos.

 

Caminó a través del parque. En la esquina de la iglesia, se metió en un callejón. Y entonces, por fin, los encontró. Uno de los gemelos estaba sentado en el suelo, de espaldas contra un muro. Sobre sus rodillas, yacía el otro, bañado en sangre; y a los pies, en cruz, estaban los dos fusiles.

Julio se acercó, quizá dijo algo. El gemelo que vivía no dijo nada, ni se movió: estaba allí, pero no estaba. Sus ojos, que no pestañeaban, miraban sin ver, perdidos en alguna parte, en ninguna parte; y en esa cara sin lágrimas estaba toda la guerra y estaba todo el dolor.

Julio dejó su fusil en el suelo y empuñó la cámara. Corrió la película, calculó en un santiamén la luz y la distancia y puso en foco la imagen. Los hermanos estaban en el centro del visor, inmóviles, perfectamente recortados contra el muro recién mordido por las balas.

Julio iba a tomar la foto de su vida, pero el dedo no quiso. Julio lo intentó, volvió a intentarlo, y el dedo no quiso. Entonces bajó la cámara, sin apretar el disparador, y se retiró en silencio.

La cámara, una Minolta, murió en otra batalla, ahogada en lluvia, un año después.

La función del arte/2

El pastor Miguel Brun me contó que hace algunos años estuvo con los indios del Chaco paraguayo. Él formaba parte de una misión evangelizadora. Los misioneros visitaron a un cacique que tenía prestigio de muy sabio. El cacique, un gordo quieto y callado, escuchó sin pestañear la propaganda religiosa que le leyeron en lengua de los indios. Cuando la lectura terminó, los misioneros se quedaron esperando.

El cacique se tomó su tiempo. Después, opinó:

—Eso rasca. Y rasca mucho, y rasca muy bien.

Y sentenció:

—Pero rasca donde no pica.

 

 

Profecías/1

En el Perú, una maga me cubrió de rosas rojas y después me leyó la suerte. La maga me anunció:

—Dentro de un mes, recibirás una distinción.

Yo me reí. Me reí por la infinita bondad de esa mujer desconocida, que me regalaba flores y augurios de éxito, y me reí por la palabra distinción, que tiene no sé qué de cómica, y porque me vino a la cabeza un viejo amigo del barrio, que era muy bruto pero certero, y que solía decir, sentenciando, levantando el dedito: «A la corta o a la larga, los escritores se hamburguesan». Así que me reí; y la maga se rió de mi risa.

Un mes después, exactamente un mes después, recibí en Montevideo un telegrama. En Chile, decía el telegrama, me habían otorgado una distinción. Era el premio José Carrasco.

Celebración de la voz humana/3

José Carrasco era un periodista de la revista Análisis. Una madrugada, en la primavera de 1986, lo arrancaron de su casa. Pocas horas antes había ocurrido el atentado contra el general Augusto Pinochet. Y pocos días antes, el dictador había dicho:

—A ciertos señores los tenemos en engorde.

Al pie de un muro, en las orillas de Santiago, le metieron catorce balazos en la cabeza. Fue al amanecer, y nadie se asomó. El cuerpo estuvo allí, tirado, hasta el mediodía.

Los vecinos nunca lavaron la sangre. El lugar se convirtió en santuario del pobrerío, siempre cubierto de velas y flores, y José Carrasco se hizo ánima milagrera. En el muro, mordido por los tiros, se leen las gracias por los favores recibidos.

A principios de 1988, viajé a Chile. Hacía quince años que no iba. Me recibió, en el aeropuerto, Juan Pablo Cárdenas, el director de Análisis.

Condenado por agravios al poder, Cárdenas dormía en la cárcel. Todas las noches, a las diez en punto, entraba en prisión, y salía con el sol.

Crónica de la ciudad de Santiago

Santiago de Chile muestra, como otras ciudades latinoamericanas, una imagen resplandeciente. A menos de un dólar por día, legiones de obreros le lustran la máscara.

En los barrios altos, se vive como en Miami, se vive en Miami, se miamiza la vida, ropa de plástico, comida de plástico, gente de plástico, mientras los vídeos y las computadoras se convierten en las perfectas contraseñas de la felicidad.

Pero cada vez son menos estos chilenos, y cada vez son más los otros chilenos, los subchilenos: la economía los maldice, la policía los corre y la cultura los niega.