Las palabras andantes - Eduardo Galeano - E-Book

Las palabras andantes E-Book

Eduardo Galeano

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Beschreibung

"Yo he venido al taller de José Borges para invitarlo a que trabajemos juntos. Le explico mi proyecto: imágenes de él, sus artes de grabado, y palabras mías. Él calla. y yo hablo y hablo, explicando. y él nada. y así sigue siendo, hasta que de pronto me doy cuenta: mis palabras no tienen música. Estoy soplando en flauta quebrada. Lo no nacido no se explica, no se entiende: se siente, se palpa cuando se mueve. Y entonces dejo de explicar; y le cuento. Le cuento las historias de espanto y de encantos que yo quiero escribir, voces que he recogido en los caminos y sueños míos de andar despierto, realidades deliradas, delirios realizados, palabras andantes que encontré -o fui por ellas encontrado. Le cuento los cuentos; y este libro nace. Con grabados de José Borges"

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Siglo XXI / Biblioteca Eduardo Galeano

Eduardo Galeano

las palabras andantes

con grabados de José Borges

Ventana sobre este libro

Una mesa remendada, unas viejas letritas móviles de plomo o madera, una prensa que quizás Gutenberg usó: el taller de José Francisco Borges en el pueblo de Bezerros, en los adentros del Nordeste del Brasil.

En el aire huele a tinta, huele a madera. Las planchas de madera, en altas pilas, esperan que Borges las talle, mientras los grabados frescos, recién despegados, se secan colgados de los alambres. Con su cara tallada en madera, Borges me mira sin decir palabra.

En plena era de la televisión, Borges sigue siendo un artista de la antigua tradición del cordel. En minúsculos folletos, cuenta sucedidos y leyendas: él escribe los versos, talla los grabados, los imprime, los carga al hombro y los ofrece en los mercados, pueblo por pueblo, cantando en letanías, las hazañas de gentes y fantasmas.

Yo he venido a su taller para invitarlo a que trabajemos juntos. Le explico mi proyecto: imágenes de él, sus artes del grabado, y palabras mías. Él calla. Y yo hablo y hablo, explicando. Y él, nada. Y así sigue siendo, hasta que de pronto me doy cuenta: mis palabras no tienen música. Estoy soplando en flauta quebrada. Lo no nacido no se explica, no se entiendo: se siente, se palpa cuando se mueve. Y entonces dejo de explicar; y le cuento. Le cuento las historias de espanto y de encantos que yo quiero escribir, voces que he recogido en los caminos y sueños míos de andar despierto, realidades deliradas, delirios realizados, palabras andantes que encontré –o fui por ellas encontrado–. Le cuento los cuentos; y este libro nace.

Eduardo Galeano nació en Montevideo el 3 de septiembre de l940, aunque, desde principios de 1973, el exilio le llevó primero a Argentina y posteriormente a la costa catalana de España. A principios de 1985 regresó a Montevideo, donde vivió hasta su muerte el 13 de abril de 2015.

Autor de varios libros, traducidos a numerosas lenguas, en ellos llevó a cabo, sin remordimientos, una violación de las fronteras que separan los géneros literarios. A lo largo de una obra donde confluyen la narración y el ensayo, la poesía y la crónica, sus textos siempre trataron de recoger las voces del alma y de la calle, ofreciendo una síntesis de la realidad y su memoria.

En dos ocasiones fue premiado por la Casa de las Américas de Cuba y por el Ministerio de Cultura del Uruguay. Recibió el American Book Award de la Universidad de Washington, los premios italianos Mare Nostrum, Pellegrino Artusi y Grinzane Cavour, el premio Dagerman, en Suecia, y la medalla de oro del Círculo de Bellas Artes de Madrid. Fue elegido primer Ciudadano Ilustre de los países del Mercosur y fue también el primer galardonado con el premio Aloa, de los editores de Dinamarca, el Cultural Freedom Prize, otorgado de la Fundación Lannan, y el Premio a la Comunicación Solidaria, de la ciudad española de Córdoba.

Diseño de portada

RAG

Diseño interior

Eduardo Galeano, con grabados de J.Borges

Reservados todos los derechos. De acuerdo a lo dispuesto en el art. 270 del Código Penal, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes sin la preceptiva autorización reproduzcan, plagien, distribuyan o comuniquen públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, fijada en cualquier tipo de soporte.

Nota editorial:

Para la correcta visualización de este ebook se recomienda no cambiar la tipografía original.

Nota a la edición digital:

Es posible que, por la propia naturaleza de la red, algunos de los vínculos a páginas web contenidos en el libro ya no sean accesibles en el momento de su consulta. No obstante, se mantienen las referencias por fidelidad a la edición original.

© Eduardo Galeano

© Siglo XXI de España Editores, S. A.

Sector Foresta, 1

28760 Tres Cantos

Madrid - España

Tel.: 918 061 996

Fax: 918 044 028

www.sigloxxieditores.com

ISBN: 978-84-323-1521-3

Visto de cerca, nadie es normal.

El autor agradece las sugerencias del Pepe Barrientos, Susana Iglesias, Iván Kmaid, Mariana Mactas, Eric Nepomuceno, Mercedes Ramírez y Chola Riccetto, quienes tuvieron la paciencia de leer la versión original.

Este libro

está dedicado

a Helena Villagra

Ventana sobre este libro

Una mesa remendada, unas viejas letritas móviles de plomo o madera, una prensa que quizás Gutenberg usó: el taller de José Francisco Borges en el pueblo de Bezerros, en los adentros del nordeste del Brasil.

El aire huele a tinta, huele a madera. Las planchas de madera, en altas pilas, esperan que Borges las talle, mientras los grabados frescos, recién despegados, se secan colgados de los alambres. Con su cara tallada en madera, Borges me mira sin decir palabra.

En plena era de la televisión, Borges sigue siendo un artista de la antigua tradición del cordel. En minúsculos folletos, cuenta sucedidos y leyendas: él escribe los versos, talla los grabados, los imprime, los carga al hombro y los ofrece en los mercados, pueblo por pueblo, cantando en letanías las hazañas de gentes y fantasmas.

Yo he venido a su taller para invitarlo a que trabajemos juntos. Le explico mi proyecto: imágenes de él, sus artes de grabado, y palabras mías. Él calla. Y yo hablo y hablo, explicando. Y él, nada.

Y así sigue siendo, hasta que de pronto me doy cuenta: mis palabras no tienen música. Estoy soplando en flauta quebrada. Lo no nacido no se explica, no se entiende: se siente, se palpa cuando se mueve. Y entonces dejo de explicar; y le cuento. Le cuento las historias de espantos y de encantos que yo quiero escribir, voces que he recogido en los caminos y sueños míos de andar despierto, realidades deliradas, delirios realizados, palabras andantes que encontré —o fui por ellas encontrado.

Le cuento los cuentos; y este libro nace.

Historia de los siete prodigios

Nunca hubo mujer tan difícil ni hombre más mago entre la boca del río de las Amazonas y la Bahía de Todos los Santos. Siete prodigios cumplió José para ganar los favores de María.

El padre de María dijo:

— Es un muerto de hambre.

Entonces José desplegó en el aire un mantel de encajes, hecho por ninguna mano, y ordenó:

— Póngase, mesa.

Y un banquete de muchas fuentes humeantes fue servido por nadie sobre el mantel que flotaba en la nada. Y aquello fue una alegría para las bocas de todos.

Pero María no comió ni un grano de arroz.

El rico del pueblo, señor de la tierra y de la gente, dijo:

— Es un pobretón de mierda.

Entonces José llamó a su cabra, que llegó brincando desde ninguna parte, y le ordenó:

—Cague, cabra.

Y la cabra cagó oro. Y hubo oro para las manos de todos.

Pero María se puso de espaldas al fulgor.

El novio de María, que era pescador, dijo:

— De pesca no entiende nada.

Entonces José sopló desde la orilla de la mar. Sopló con pulmones que no eran sus pulmones, y ordenó:

— Séquese, mar.

Y la mar se retiró, dejando la arena toda plateada de peces. Y los peces desbordaron las cestas de todos.

Pero María se apretó la nariz.

El difunto marido de María, que era un fantasma de fuego, dijo:

— Lo haré carbón.

Y las llamas atacaron a José por los cuatro costados.

Entonces José ordenó, con voz que no era su voz:

—Refrésqueme, fuego.

Y se bañó en la hoguera. Y a todos se les salían los ojos.

Pero María cerró sus párpados.

El cura del pueblo dijo:

—Merece el infierno.

Y declaró a José culpable de brujería y pacto con el demonio.

Entonces José atrapó al cura por el cuello y ordenó:

—Estírese, brazo.

Y el brazo de José, que ya no era su brazo, se llevó al cura hacia los ardientes abismos del universo. Y todos se quedaron con la boca abierta.

Pero María gritó de horror. Y en un santiamén, el larguísimo brazo trajo de vuelta al cura chamuscado.

El policía dijo:

— Merece la cárcel.

Y se vino encima de José, garrote en mano.

Entonces José ordenó:

— Pegue, palo.

Y el garrote del policía golpeó al policía, que salió corriendo, perseguido por su propia arma, y se perdió de vista. Y todos rieron. Y María también.

Y María ofreció a José una hoja de cilantro y una rosa blanca.

El juez dijo:

— Merece la muerte.

Y José fue condenado por desacato, violación del derecho de propiedad del padre sobre la hija y del muerto sobre la viuda, atentado contra el orden, agresión a la autoridad y tentativa de curicidio.

Y el verdugo alzó el hacha sobre el cuello de José, atado de pies y manos.

Entonces José ordenó:

— Aguante, pescuezo.

Y el hacha golpeó, y el cuello la hizo pedazos.

Y para todos fue una fiesta. Y todos celebraron la humillación de la ley humana y la derrota de la ley divina.

Y María ofreció a José un pedazo de queso y una rosa roja.

Y a José, vencedor desnudo, vencedor vencido, le temblaron las rodillas.

Ventana sobre la palabra (I)

Los cuentacuentos, los cantacuentos, sólo pueden contar mientras la nieve cae. Así manda la tradición. Los indios del norte de América tienen mucho cuidado con este asunto de los cuentos. Dicen que cuando los cuentos suenan, las plantas no se ocupan de crecer y los pájaros olvidan la comida de sus hijos.

Historia de la justiciera y el arcángel en el palacio de las pecadoras

Señor escritor:

No me mueve a escribirle la admiración, sino la piedad que me inspiran su escasa inspiración y su imaginación de corto vuelo. En su prosa, tan correcta como incapaz de sorpresa, el lector nunca encuentra más que lo ya leído.

Esta carta le ofrece la oportunidad de lucir sus talentos, habitualmente invisibles a los ojos del público, si es que los tiene usted escondidos en alguna parte. Créame si le aseguro que no se necesita ser un genio para cocinar una buena historia con todos los ingredientes que le estoy regalando. Se preguntará usted: ¿Por qué a mí, y no a otro? En primer lugar, porque alguien me ha dado su dirección. En segundo lugar, porque los escritores que valen la pena yacen un par de metros bajo tierra, donde no llega el cartero.

Empecemos por el escenario: el burdel de Comayagua, ubicado en lo alto de una colina, en una torre blanca que tocaba las estrellas. Debajo, estaba la iglesia. Toda la población acudía a las misas y a las procesiones y la mitad de la población acudía al burdel; y así Comayagua bostezaba su destino.

Por si le resulta de utilidad, le transcribo la opinión de las señoras decentes, tal cual fue sintetizada por un viajero de la época: Aquí el relajito empezó con el baile agarrado, cuando vino la Independencia. En tiempos de los españoles se bailaba suelto y sin tocarse, el minué de Francia, la jota de Aragón…

El burdel pertenecía a don Idilio Gallo. Las muchachas trabajaban día y noche, sin un momento de descanso. Don Idilio les exprimía la juventud hasta la última gota. Cuando ya no tenían jugo, las devolvía a la calle. Le ruego que no se extienda demasiado en este punto, señor escritor, habida cuenta de su notoria tendencia al panfleto, y permita cuanto antes la entrada en escena de Calamity Jane. Al fin y al cabo, si bien el trato dejaba que desear, las chicas de don Idilio Gallo no la pasaban tan mal —si se compara con la vida de los demás sapos que croaban en el fondo del pozo de aquella ciudad venida a menos.

Calamity Jane llegó maltrecha, tumbada en el lomo de su caballo Satán. Venía del Lejano Oeste, perseguida por los ecos de los tambores apaches. Había atravesado las montañas de tres países, guiada por los reflejos de su anillo de diamantes en las paredes rocosas. Calamity traía ese anillo, que desapareció la primera noche, y también traía su larga fama de corazón de madre y mano obligada a matar, gatillo alegre, lazo infalible, naipes marcados.

Las chicas le dieron refugio, sin que don Idilio supiera. Ella durmió una semana. Cuando despertó, lo encaró:

—El sombrero —dijo.

En lugar de descubrirse la cabeza, don Idilio, que poco tenía de caballero, se hundió el Stetson hasta las cejas. Calamity desenfundó el Colt y le voló el sombrero de un balazo.

A tiros lo sostuvo en el aire. Cuando el sombrero aterrizó, convertido en colador, don Idilio Gallo dejó escapar un gemido y Calamity sopló el humo del caño:

— Por eso no me quedé en Rapid City —dijo—. Se mata mucho en aquella mierda.

La mención de las marcas, Colt, Stetson, ¿le parece superflua? No me sorprende; pero un escritor profesional debería saber que en una narración verosímil, el todo está en lo que parece nada. Y dicho sea de paso, le sugiero tener en cuenta que Calamity usaba también un rifle Springfield, y no el fusil Winchester que le atribuyen los ignorantes.

Continuemos. Jugaron al póker. Las apuestas subían mientras bajaban las botellas de ron de Jamaica, hasta que don Idilio perdió el burdel y todo lo demás. Y entonces aquel hombre mandón y despiadado no se defendió. Sin pestañear aceptó su ruina, con aquel fatalismo de los Gallo, estirpe de centinelas, que en los terremotos se sentaban a esperar que la casa les cayera encima. Calamity le dio una carta de recomendación para el circo de Buffalo Bill. Sin otra cosa en el bolsillo, don Idilio se embarcó a París. Allá se emplumó, se disfrazó de cacique piel roja, posó de perfil para las fotos y murió de pulmonía.

El burdel, que había sido frío como un hospital y duro como un cuartel, se llenó de pájaros y guitarras y plantas y colores. Sólo se abrían piernas desde el crepúsculo, mientras duraba la noche. Durante el día, y hasta la primera campanada del ángelus, se abrían orejas. Esa idea vino de la experiencia. Las muchachas habían aprendido que todo macho en pelotas esconde un náufrago que suplica amparo. El confesionario tuvo tanto éxito que fue desbordado por las multitudes que acudían desde la enemiga ciudad de Tegucigalpa y desde todas partes. Largas colas de hombres se veían en las laderas de la colina, esperando turno para contar dudas y secretos, miedos guardados, sueños y pesadillas. La iglesia no era competencia. Los curas, como usted sabe, sólo reciben la confesión de los pecados, que es lo que la gente menos necesita confesar.

Mientras tanto, Calamity se ocupaba de arreglar papeles con el señor Gobierno. Había estrenado pollera, ella que siempre vestía pantalones. En la liga, bajo la falda, guardaba una bayoneta Collins, y el dinero en el corpiño.

— Que sea con sobre —exigió el señor Gobierno, cuando Calamity le deslizó un puñado de billetes calientes. Y un decreto exoneró de impuestos al burdel, por tratarse de una cooperativa sin fines de lucro, y prohibió la instalación de nuevos lenocinios en todo el territorio nacional.

Y en aquel año de loca prosperidad, llegó el arcángel. Según la tradición, el palacio de las pecadoras cerraba sus puertas todos los Viernes de Cuaresma. Y según la tradición, cuando Jesús Nazareno había recorrido, en hombros de las beatas, la calle del Calvario, y ya resonaban los últimos ecos de los cánticos de pasión y los rezos del Viacrucis, un jinete sin cabeza surgía, al galope, de la boca de la noche. El caballo pateaba las puertas del burdel, lanzando relinchos espeluznantes, y tras rajar las puertas se alejaba, perseguido por humaredas de azufre y remolinos de tormenta. Entonces, según la tradición, una de las ovejas descarriadas se arrepentía y llorando abandonaba la lujuria para iniciar vida honesta.

Aquel viernes, el jinete sin cabeza atropelló, ciego de furia, como todos los años, pero las puertas estaban abiertas de par en par. El caballo negro atravesó el burdel y se perdió en la lejanía; el jinete rodó por los suelos, chocó con una lámpara Tiffany y se estrelló contra la pared. Despertó en brazos de mujer:

—Oiga, señora —protestó.

—Señorita —corrigió Calamity Jane.

El jinete era un arcángel, un enanito de edad avanzada, con nariz roja y voz de niño, que Dios disfrazaba de diablo decapitado para meter miedo a las mujeres de vida licenciosa.

Hubo relámpagos y lluvia durante toda la noche y el mundo amaneció más luminoso que nunca. La mañana sorprendió al arcángel en pleno baño de asiento, metido en un tacho de leche de papaya verde. El pobrecito se había lastimado el culo cuando se rompió la cuerda que lo bajó del cielo. A su lado, Calamity, con la boca abierta, se dejaba hacer. El arcángel le estaba limpiando, con miel y canela, la lengua sucia de procaces maldiciones.

Por favor, se lo ruego, no me ofenda usted preguntando si esta historia ocurrió. Yo se la estoy ofreciendo para que usted haga que ocurra. No le pido que describa la lluvia de aquella noche de la visitación del arcángel: le exijo que me moje. Decídase, señor escritor, y por una vez al menos sea usted la flor que huele en vez de ser el cronista del aroma. Poca gracia tiene escribir lo que se vive. El desafío está en vivir lo que se escribe; y a sus años ya va siendo hora de que usted se entere.

Continúo. Como sabrá usted por la iconografía disponible, los arcángeles no tienen sexo, pero tienen barriga. Si había sucumbido Adán por una manzana cualquiera, ¿cómo no iba a sucumbir el arcángel? El burdel le ofreció las delicias de su huerto: la dorada carne del mango, el aliento mareador del maracuyá, la frescura de la piña, las suavidades de la guanábana y el aguacate.

Y como cualquiera sabe, los arcángeles tienen alma; y el alma necesita confesión, aunque no peque. Calamity hablaba mal del Lejano Oeste y el arcángel se quejaba del Cielo. De día los acompañaba el chocolate; de noche, el ron. Decía ella que si fuera dueña de Wyoming y del infierno, alquilaría Wyoming y viviría en el infierno; y él decía que se había pasado toda la eternidad sirviendo al Señor en el Paraíso, en los más pesados menesteres, y el ingrato le pagaba mandándolo a la tierra a redimir putas y borrachos. Ella contaba escabrosas confidencias del general Custer y del sheriff Wild Bill Hickok y él se desahogaba contra los asesores del Altísimo; y charlando descubrían que habían estado toda la vida solos, y que no lo sabían.

Algunas tardes, Calamity paseaba al arcángel por las calles de Comayagua, en un cochecito de bebé. Andaban muy orondos, invulnerables al rencor y la envidia. Los perseguían las malas lenguas de los anti-imperialistas, los ateos y los abogados de la virtud y las buenas costumbres, mientras los escépticos que nunca faltan se daban codazos cuchicheando: ¿Cómo es que Calamity Jane no entiende ni una palabra de inglés? ¿Qué clase de arcángel es éste, que no tiene alas, ni espada de fuego, ni sabe una jota de latín? ¿Por qué hablan los dos con acento de por aquí nomás?

No sé si fue: yo sólo sé que mereció haber sido.

Lo demás es lo de menos. El tiempo ha borrado todas las huellas. Cabe imaginar que el arcángel lo pasaba de lo más bien, la vida era mucho más divertida que la salvación; pero también se puede suponer que Calamity, a la larga, se cansó de todo aquello. Se puede suponer que en aquel palacio, tapizado de espejos que la delataban, ella ya no encontraba refugio para esconderse de sus años. Que el burdel estaba en plena gloria, con la Orquesta Sinfónica Nacional tocando hasta el amanecer, y una noche Calamity bailó la danza del ombligo, desnuda bajo las gasas rojas, y el público la celebró riendo a las carcajadas y ella se aguantó las lágrimas. Y que al día siguiente se fue. Se fue sin despedirse, cuando nadie la veía. Su caballo, Satán, se arrodilló para ayudarla a montar. Ella no volvió al norte, al origen; siguió viaje al sur, al destino. Alguien ha de haber escuchado, entre dos luces, el ruido de cascos y el silbido. Ella silbaba. ¿Para acompañarse? ¿Para darse coraje? Usted elige.

¿Y el arcángel? ¿Se lo llevó Calamity en el regazo? ¿Volvió al cielo, o intentó volver? ¿Se convirtió, macho al fin, en un nuevo Idilio Gallo? Ni se moleste en preguntar. Nadie sabrá responderle, en Comayagua ni en ningún otro lugar de este planeta. Lo lamento, señor escritor, mamífero plumífero: no tendrá usted más remedio que inventarlo.

Suyo,

(Firma ilegible)

Ventana sobre la palabra (II)

En Haití, no se puede contar cuentos durante el día. Quien cuenta de día, merece la desgracia: la montaña le arrojará una pedrada a la cabeza, su madre sólo podrá caminar en cuatro patas.

Los cuentos se cuentan en la noche, porque en la noche vive lo sagrado, y quien sabe contar cuenta sabiendo que el nombre es la cosa que el nombre nombra.

Ventana sobre la palabra (III)

En lengua guaraní, ñe´~e significa ”palabra” y también significa ”alma”.

Creen los indios guaraníes que quienes mienten la palabra, o la dilapidan, son traidores del alma.

Historia del lagarto que tenía la costumbre de cenar a sus mujeres

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