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No existe forma más amena, didáctica y sencilla de conocer los secretos de la psicología aplicada que con un texto que combina la narración con los más avanzados saberes de la psicoterapia contemporánea. Como ya lograron en su aclamado El aprendiz de farero, Javier Savin y Joan Piñol nos deleitan de nuevo con un precioso relato que ahora versa sobre la vida, la muerte, el duelo, la pareja, la familia… es decir, los grandes temas que desde siempre nos incumben (y agobian). El libro consiste en una inmersión en una mentoría realizada por un maestro que –sin dejar de ser un humano imperfecto y vulnerable– te acompañará con generosidad en el viaje de conocimiento de uno mismo y del sentido que otorgamos a la vida.
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Seitenzahl: 259
Veröffentlichungsjahr: 2024
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Javier Savin y Joan Piñol
El maestro
Diez lecciones sobre la vida, la muerte y el amor
© 2024 by Joan Piñol Forcadell y Javier Savin Vallvé
© 2024 by Editorial Kairós, S.A.
Numancia 117-121, 08029 Barcelona, España
www.editorialkairos.com
Diseño cubierta: Katrien van Steen
Composición: Pablo Barrio
Primera edición en papel: Septiembre 2024
Primera edición en digital: Septiembre 2024
ISBN papel: 978-84-1121-284-7
ISBN epub: 978-84-1121-302-8
ISBN kindle: 978-84-1121-303-5
Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita algún fragmento de esta obra.
Carta al lector
Agradecimientos
Introducción: la situación
1. Perder
2. Renacer
3. El sentido de la vida
4. Sanar
5. Un principio
6. El muro
7. La mirada
8. La ciencia de la conducta
9. Derecho a la tristeza
10. Su historia
11. Aquí
12. La Tierra gira
13. La vida
14. Bravo
15. El amor
16. El desamor
17. Todo cobra sentido
18. El puerto
19. Los pilares
20. El motivo
21. La carta
A ti, lector
Bibliografía
Cubierta
Portada
Créditos
Índice
Comenzar a leer
Agradecimientos
Bibliografía
Querido lector, permítenos darte la bienvenida a esta historia que compartimos con la intención de ayudar a tantas personas como sea posible a transitar por la vida en los momentos que resultan más complicados.
La vida está compuesta, por un lado, por una serie de casualidades y, por el otro, por el resultado de lo que hacemos con ellas.
Nadie elige a sus padres, el lugar en el que nace, su propensión a enfermar o el color de sus ojos…; todo eso es fruto de la casualidad y nos pondrá en una u otra situación que hará más o menos fácil este viaje por la vida. Pero, afortunadamente, a medida que tomamos conciencia de nuestra propia identidad, tenemos cada vez más posibilidades a la hora de decidir qué hacer con cada una de estas bromas del destino. Cuánto tiempo pasamos con las personas que el azar ha puesto en nuestra vida, dónde vivir e incluso a qué dedicar la mayor parte de nuestro tiempo.
Fue precisamente la casualidad la que nos unió a los autores de este libro, la que nos hizo conocer al editor que apuesta por nuestras obras y es esa misma casualidad la que ha puesto este libro en tus manos (quizás atraído por su portada, como respuesta a una recomendación o por ser el regalo de alguien que te quiere y cree que te puede ayudar).
Si decides leerlo, durante las siguientes páginas conocerás a un auténtico maestro que, con su sabiduría y generosidad, va mostrando poco a poco el camino de vuelta a quien parecía haber olvidado lo que hace que la vida merezca la pena.
Por un lado, está la historia que te acerca a las dificultades de los protagonistas; seguro que te resultarán familiares muchas de ellas. Por otro, están los recursos que a lo largo de los años de práctica clínica psicológica hemos aprendido y compartimos contigo, para que puedas recurrir a ellos cuando los necesites.
No nos queda más que desearte que disfrutes de una entretenida lectura y que las herramientas psicológicas que compartimos aquí te acompañen y sirvan de ahora en adelante.
GRATITUD: Consiste en apreciar los aspectos (no materialistas) de la vida y la voluntad de reconocer que los demás desempeñan un papel fundamental en nuestro bienestar emocional.
A los que ya no están, a los que están y a los que estarán.
Gracias a nuestra familia y compañeros por su apoyo inquebrantable a lo largo de este viaje.
Gracias a todos los que nos han ayudado con su lectura a enriquecer este libro con su conocimiento y buenos consejos.
Gracias a todos los lectores de nuestros libros y a nuestro editor por confiar en nosotros desde el primer día que iniciamos este maravilloso proyecto de divulgar el bienestar, ayudar a los demás y enseñar parte de nuestra profesión en un relato.
Gracias a todos de corazón.
¡Sois nuestro faro!
Querido lector, este libro, El maestro, es la continuación de El aprendiz de farero. Si te has decidido a leerlo para continuar sabiendo acerca de sus protagonistas, deseamos que lo disfrutes y que las lecciones que en este compartimos te sirvan para ampliar las del libro anterior y continuar creciendo día a día.
Si, por el contrario, te has decidido a leer El maestro sin haber leído el primero o tienes ya lejana la lectura del primero, debes saber que, por sí solo, puede entenderse perfectamente.
De todos modos, te dejamos un breve resumen para que puedas situar el relato en su contexto y conocer a uno de los personajes del primer libro al que se hace referencia en varias ocasiones.
El aprendiz de farero narra la historia de un joven llamado Javi que, tras sufrir un ataque de pánico por estrés o angustia en su puesto de trabajo, se replantea toda su vida y toma la decisión de dejar su empleo en una importante empresa para ir a vivir y trabajar a un remoto faro en el que aprenderá el oficio de farero.
El ataque de pánico o crisis de angustia es el conjunto de síntomas físicos y cognitivos, entre los que destacaríamos un ritmo acelerado del corazón, una respiración rápida y superficial, mareos, pensamientos relacionados con la pérdida de control o el miedo.
Raramente tiene una duración superior a veinte minutos, aunque la intensidad de todos estos síntomas provoca la sensación de que ha durado mucho más tiempo.
Estas crisis de angustia pueden venir como consecuencia de que estamos en una situación que podría ponernos en riesgo; por ejemplo, en un lugar abarrotado, con difícil escapatoria; o también como consecuencia de darle una importancia exagerada a algunas de nuestras sensaciones o pensamientos.
Muchas veces, acabamos generalizando los pensamientos que nos hacen creer que nos encontramos en riesgo. Además, estas crisis de angustia, en caso de no ser tratadas correctamente, se pueden ir dando con mayor frecuencia y cada vez ante más estímulos.
Fueron todas estas sensaciones las que hicieron que nuestro protagonista decidiera cambiar de vida. Si quieres conocer los motivos que hicieron que Javi se sintiera en peligro, puedes leer El aprendiz de farero.
Una vez en el faro, Javi conoce a Juan, por aquel entonces el farero oficial. Juan era un hombre sabio que había tenido una vida muy interesante como directivo de éxito en grandes empresas antes de acabar viviendo y trabajando en ese apartado lugar.
Juan le enseña a Javi «las quince lecciones» que le permitirán vivir en el faro y disfrutar de la vida. Las encontrarás en El aprendiz de farero y estamos seguros de que te ayudarán a disfrutar de la vida tanto como a Javi y a todos sus lectores.
Tras algunos acontecimientos, Javi se propone cuidar de su amado faro y difundir las lecciones de Juan a tantas personas como le sea posible.
Habían pasado ya algunos años desde la muerte de Juan, mi maestro farero. Durante algún tiempo, perder a Juan condicionó por completo mi existencia; pasé, una tras otra, por cada una de las fases del duelo.
Por si no estás familiarizado con las distintas fases, y con el objetivo de que puedas entender cómo se fue dando mi transformación, te dejo unos breves apuntes que las describen de manera resumida.
El hecho de que me encontrase solo en el faro hizo que la experiencia de pasar por cada una de ellas fuera muy intensa a la vez que reveladora.
Existen varios manuales y, según cada uno de ellos, nos pueden hablar de más o menos fases del duelo; pero la mayoría de los textos y prácticamente todos los psicólogos que trabajamos el duelo y la pérdida estamos de acuerdo en las siguientes:
La primera de las fases es la negación. Quien está sufriendo por la muerte de un ser querido puede negar que en realidad esta haya llegado a ocurrir, algo que ocurre sobre todo cuando alguien desaparece de repente o en muertes repentinas en las que los allegados no pueden despedirse. En estos casos, no poder celebrar una ceremonia, no poder ver el cuerpo de la persona fallecida o la sensación de que todo carece de sentido puede provocar el pensamiento de que la persona no está realmente muerta. Sin embargo, cuando sí tenemos oportunidad de ver a la persona por última vez o cuando el final no ha llegado por sorpresa, no se pone en duda la defunción, sino que lo que se niega es que la vida ha cambiado. Seguro que conoces a personas, incluso es posible que te haya pasado a ti, que tras la muerte de un ser querido no han tomado las decisiones lógicas teniendo en cuenta que muchas cosas ya no iban a volver a ser como antes: mantener intacta la habitación de quien ya no volverá a dormir en ella, conservar objetos que seguro que no van a utilizarse nunca más o guardar montañas de ropa o zapatos. Incluso en muchas ocasiones se mantienen rutinas, como preparar más comida de la cuenta o tener algún producto que quien falleció solía consumir y que a nosotros no nos gusta. En resumen, seguir haciendo las cosas de un modo que, en caso de ser plenamente conscientes de que esta persona ha fallecido y por desgracia ya no va a volver, carecen completamente de sentido.
Para ayudar a superar la fase de negación, en ocasiones, es bueno no ocultar el poco sentido de determinadas conductas una vez que la persona haya fallecido, ya que por más que conserves la habitación, tal y como a él o a ella le gustaba, no volverá a disfrutarla.
En adelante, iré describiéndote el resto de las fases.
Yo, naturalmente, también inicié mi travesía por el duelo y en un primer momento viví la pérdida desde la negación. No negaba su muerte, de sobra sabía que Juan había fallecido. Fue todo demasiado cruel y evidente como para poder negarlo.
Encontré su cuerpo, gestioné un velatorio de lo más secreto, tal y como él me indicó, algo que en ese momento no fui capaz de comprender.
Lo que en realidad estaba negando eran las consecuencias de su muerte y no que esta hubiera tenido lugar.
Tardé mucho en cambiar la programación de las tareas, seguía con un plan que era imposible cumplir estando solo en el faro, continuaba preparando cafés para dos, comida de más, reservando su habitación y no le decía a nadie que Juan había muerto, a menos que me lo preguntaran directamente. De hecho, apenas hablaba de él a nadie, incluso hacía lo posible por ni siquiera pensar en él, intentaba por todos los medios olvidar el sufrimiento que su pérdida me había supuesto. Poco a poco, y sin ni siquiera darme cuenta, fui ocultando cualquier cosa que me pudiera recordar su existencia para poder llegar a soportar el terrible dolor que me provocaba su ausencia. La puerta de su habitación siempre cerrada, las pocas fotografías que tenía de él fueron a parar a cajones que intentaba no abrir; pero por más que me lo propusiera era imposible no tenerle presente, todo en el faro me recordaba a Juan. De hecho, él era el faro y no había absolutamente nada que yo hiciera allí que no hubiera aprendido de él.
Este esfuerzo por no sentir su pérdida iba siempre acompañado de algo que me hacía darme cuenta de que por más que lo intentara no podía huir del sentimiento que me provocaba la muerte de Juan. Por más que lo intentara, una y otra vez, no conseguía terminar lo que me había programado para cada jornada: el café quedaba frío, la comida se estropeaba por haber hecho de más, tenía la sensación de ir siempre tarde y sentía que no cubría las necesidades del faro. Además, estaba convencido que todos –marineros, vecinos del pueblo o aquellos que habían tenido la oportunidad de conocer a Juan– pensaban que yo nunca estaría a su altura, pues él era el auténtico farero; yo era tan solo un impostor que se esforzaba en destrozar un legado que en realidad no le pertenecía.
En apariencia estaba bien, cualquiera que me viera podía pensar que apenas sentía la pérdida de mi amigo y mentor; pero la realidad era muy diferente: no es que no sintiera la pena, es que hacía malabares para no pensar en ello.
Detrás de este duelo, a los ojos de todos bien llevado, se escondía mi incapacidad para ni siquiera iniciarlo.
Negar que nada volvería a ser igual, que muchas cosas tenían que cambiar y que yo no podía llevar el faro tal y como lo hacía mi antecesor eran las únicas maneras que se me ocurrían de seguir adelante.
La siguiente de las fases del duelo es la ira, la ira ante la injusticia, ante el enfado que nos produce la propia pérdida; incluso a veces sentimos ira hacia nosotros, por no haber dedicado el tiempo o la atención que nos hubiera gustado a quien ya no podemos volver a ver. También ira hacia el personal sanitario, incluso en muchos casos hacia quien ha muerto.
La ira suele llevarnos a mostrar conductas que interfieren en nuestras relaciones. Para ayudar a las personas de nuestro entorno a superar la ira es bueno marcar unos límites. De este modo, nuestro cariño, afecto y comprensión serán incondicionales, sin embargo, nuestra compañía dependerá de cómo se comportan los demás.
Poco a poco, me fui volviendo huraño, pasaba la mayor parte del día enfadado. Estaba enfadado con Juan por no haberme dicho desde el primer momento que estaba enfermo y que en realidad me estaba enseñando el oficio de farero para que yo continuara cuidando el faro tras su muerte y no tras su jubilación, que era lo que yo creía. Sentía ira también hacia mí por ser incapaz de cumplir con las exigencias del faro, estaba enfadado con todas las personas que de un modo u otro se habían relacionado con nosotros durante los últimos años, ya que pensaba que ahora que estaba solo tendrían que estar más pendientes de cómo me encontraba, aunque lo cierto es que, cuando alguno se interesaba por mí, solía contestar de manera muy seca e incluso maleducada.
Hay quienes se quedan en la ira para siempre. Seguro que conoces a alguien con carácter agrio que te dice que antes no era así. Las injusticias terminan por enfadarnos y no hay nada más injusto que la muerte de quien queremos.
El caso es que, aunque de la negación uno puede salir solo –ya que llega un momento en el que te das cuenta de que, por más que no te guste, las cosas han cambiado y no volverán a ser igual–, para salir de la ira necesitamos de los demás. La rabia se retroalimenta y crece, es en este momento en el que, si quienes se relacionan contigo empiezan a dejarte de lado, terminas por convencerte de que haces bien en estar enfadado, y si, por el contrario, para que no te enfades más te dan la razón en todo, sin quererlo, terminas por instalarte en un enfado que aunque incómodo te resulta útil.
El caso es que mi trabajo me hace relacionarme con gente de mar, y esos viejos son unos zorros: rudos en sus maneras, pero de noble corazón. No se amedrentan porque tú estés enfadado ni se ofenden con facilidad, este es el mejor modo de tratar a quien se encuentra en la fase de la ira: «No te tolero que me faltes, pero siempre que me trates con respeto podrás contar conmigo».
Poco a poco, me di cuenta de que no podía seguir estando siempre enfadado, que no me ayudaba y molestaba a los demás.
La siguiente fase del duelo es la pena. Ya no tenemos la energía que nos da la ira, ni su impulsividad, ni la falta de empatía hacia la gente de nuestro entorno.
Somos, por fin, plenamente conscientes de que esta pérdida es irreparable y esto nos entristece y nos lleva a aislarnos socialmente, comer menos, beber menos agua, a evadirnos, a descuidar nuestra propia imagen, etc. Son conductas que acentúan aún más la falta de energía y el aislamiento social.
Para ayudar a las personas que se encuentran en fase de tristeza, debemos hacerles saber de nuestra presencia y proponerles planes que antes solían disfrutar y que consideramos que pueden estar a su alcance.
Cuando ves que no sirve de nada estar enfadado es cuando aparece la pena. Primero lo hace de manera sutil, lo hace incluso confundiéndose con el enfado, uno mismo no sabe muy bien si está triste o enfadado; unas veces gritas de tristeza y otras lloras de rabia.
Seguro que has conocido a algún viejo gruñón que, cuando le has preguntado por el motivo de su enfado, te ha dicho sin dudarlo un momento que estaba muy enfadado porque apenas veía a sus hijos o a sus nietos. Aunque lo parezca, esto no es enfado; es tristeza, expresada con gritos y malos modos.
Todos tenemos algo de ese niño que fuimos y de ese anciano en el que nos convertiremos y, durante el duelo, nuestro niño y nuestro anciano aparecen mostrándonos tristes ante la injusticia o enfadados por la pérdida.
Uno de los problemas de expresar las emociones de manera equivocada es que prepara a nuestro cuerpo para lo que no necesita. Cuando sentimos ira, el corazón se acelera, la adrenalina aumenta, nuestra cara se enrojece y el flujo sanguíneo en las manos aumenta, y cuando sentimos tristeza nuestro metabolismo se vuelve más lento, se reducen nuestros niveles de energía con el objetivo de crear un estado de ánimo que facilite la asimilación de esta nueva situación tras la pérdida.
Solo quienes están muy entrenados son capaces de leer bien las emociones de las personas que no saben lo que sienten. Si alguna vez quieres ayudar a alguien y no entiendes su reacción, basta con preguntarle: «¿Qué te hace sentir así?», y analizar el motivo en lugar de la reacción. En este caso, se trata de encontrar el porqué de su emoción en lugar del para qué de su reacción.
Eran muchas las preguntas que me repetía una y otra vez y que no hacían más que aumentar mi aflicción: ¿qué sentido tiene la vida?, ¿por qué hacerse amigo de alguien si puede morir y eso te causará de nuevo un dolor casi insoportable?, etc.
Cada vez me costaba más levantarme, vestirme, apenas comía, dejé de hacer todo lo que antes tanto había disfrutado: la meditación, los paseos, cocinar alguna comida sabrosa, las largas conversaciones con algún capitán de barco que pasaba cerca del faro…
Poco a poco, los días se convirtieron en rutina, hacía las tareas del faro por responsabilidad, pero había perdido por completo la pasión por mi trabajo. Ese sentimiento de ser feliz trabajando y de sentirme completo había dado paso a una manera de entender el trabajo más propia de alguno de los valores medievales: «sufrir en esta vida para disfrutar en la siguiente».
Renunciaba a ser feliz, y eso me limitaba a hacer lo que era mi deber, a cumplir con mi obligación, pero no podía dejar de pensar en lo mucho que había disfrutado en el faro con mi amigo Juan. Yo ya había conocido la felicidad en el trabajo y, por más que lo intentara, me resultaba imposible aceptar este modo de vivir que consistía en tan solo sobrevivir.
Días largos y noches tristes. No me avergüenza decir que eran muchas las noches que conciliaba el sueño cuando el agotamiento vencía a la pena, algunas veces seco de lágrimas de tanto llorar.
Afortunadamente, mi compromiso con el faro y los barcos no me permitía rendirme del todo. Estoy seguro de que, si no hubiera sido por las obligaciones que me forzaban a levantarme de la cama cada mañana, hubiera terminado por caer en la más profunda de las depresiones.
Y no estoy utilizando la palabra «depresión» a la ligera, sino en toda su extensión. Para hablar de la depresión y de la tristeza, es necesario encontrar su origen evolutivo.
Estarás de acuerdo conmigo en que las emociones no son exclusivas de los seres humanos. ¿Has visto a los perros alegrarse porque llega su dueño? ¿A caballos tristes porque hace tiempo que no pasean? ¿A gatos enfadados? Esto nos hace ver que las emociones no son exclusivas del ser humano, y que desde luego no son algo moderno. De modo que, si queremos conocer el significado y el motivo de cada emoción, es necesario acudir a nuestros más lejanos antepasados.
¿Qué podía enfadar a nuestros antepasados? Les podía enfadar, por ejemplo, que les robasen la cosecha o les ocuparan la cueva, o que alguien intentara hacer daño a un miembro de su tribu. El enfado es la consecuencia de un abuso, y cuando esto ocurre la pupila se contrae para centrar la atención en el objetivo: el enemigo, el corazón se acelera, la respiración se vuelve rápida y superficial, y una gran oleada de energía va a parar a los brazos, lo que a nuestros antepasados les permitiría responder con violencia ante quien intentara hacerles daño o robarles.
Hoy en día, los abusos no suelen consistir en que nos roben la cosecha y la mejor respuesta no suele ser la violencia pero, por desgracia, nuestro cuerpo continúa reaccionando de la misma manera a los abusos: contrayendo la pupila, acelerando el corazón y con una respiración rápida y superficial que nos prepara para la pelea.
Pero ¿y la pena? ¿Qué ponía tristes a nuestros antepasados? La pena solía ser la consecuencia de una pérdida no esperada, por ejemplo, la muerte. Estas muertes muy probablemente se producían a manos de enemigos más fuertes o numerosos o por el ataque de depredadores.
La pena nos provoca la reacción contraria a la ira: disminuye nuestra energía y nos quita el apetito e incluso las ganas de beber. Nuestros antepasados debían de ocultarse en la cueva más profunda, casi enterrándose en vida; la falta de energía , perder el apetito y no sentir la necesidad de beber les permitiría permanecer escondidos hasta que hubiera pasado el peligro.
Hoy sentimos pena por otros motivos. A veces es por una ruptura amorosa, a veces por un despido o por la muerte de un ser querido, por culpa de una enfermedad o de un accidente, no como consecuencia del ataque de una tribu enemiga o de un depredador. La respuesta más adaptativa es intentar recuperar aquello que podamos tras la pérdida.
A Juan ni lo mató una tribu, ni se lo comió un león, pero mi instinto al poco de su muerte era el mismo que el de nuestros parientes de las cavernas: lo que me apetecía era meterme en una cueva y no volver a salir jamás. Era la enorme responsabilidad que sentía por cuidar el faro, que protegía con su haz de luz a las embarcaciones, la que me forzaba a vencer el dolor tras la muerte de mi amigo y cuidar de esa atalaya con un foco en su cúspide.
Como ves, aunque la emoción es la misma, la estrategia para hacer frente a la situación que nos provoca la pérdida tiene que ser completamente distinta. Ahora la pérdida no se supera escondiéndonos, sino que debemos hacer lo posible por volver a hacer aquello que antes daba sentido a nuestra existencia. Por desgracia, el cuerpo reacciona para prepararnos para luchar o para ocultarnos, en lugar de hacerlo para razonar y marcar límites, en el primer caso, o para aceptar la emoción y continuar con nuestra vida, en el segundo.
La palabra depresión viene del latín y la podríamos traducir por «opresión» o «abatimiento». Según el Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales (DSM, por sus siglas en inglés), las características principales de la depresión son: el estado de ánimo bajo la mayor parte del día, disminución importante del interés o del placer por todas o casi todas las actividades, fatiga o pérdida de la energía y disminución de la capacidad para pensar y concentrarse, entre otras. Todo ello acaba perjudicando tanto en lo personal como en lo profesional.
Según la Organización Mundial de la Salud (OMS), alrededor de 350 millones de personas padecen depresión, y yo estuve muy a punto de ser una más. Hasta que, poco a poco, empecé a sentir que de nuevo todo iba cobrando sentido: tanto la existencia de mi viejo amigo Juan como su pronta pérdida, lo que me permitió recuperar la paz.
No podía seguir lamentándome, me estaba traicionando a mí mismo y estaba traicionando el recuerdo de mi amigo. Llegué al faro descontento con una sociedad que me obligaba a trabajar sin descanso, que no me permitía ser yo mismo, y ahora que no podía culpar a nadie, estaba incluso peor que cuando tomé la decisión de marcharme de la ciudad en busca del sentido de mi existencia.
Para algunos, la última y, para otros, la penúltima de las fases del duelo, es la aceptación, que consiste en recuperar las conductas anteriores a la pérdida y mantener intacto el dolor por esta.
El duelo saludable es aquel en el que uno se permite sentir y busca la compañía y el apoyo de sus seres queridos cuando lo necesita. También toma decisiones coherentes y racionales con su nueva situación e incluso, en el mejor de los casos, es capaz de introducir cambios en su vida que le puedan permitir mejorar en algún aspecto.
Quienes no suelen hablar de la persona difunta, ya que para ellos es un tema tabú, no se encuentran en aceptación. La aceptación implica hacer sin dejar de sentir. Incluso hay un grupo de personas –y este es el verdadero reto– que van más allá en la gestión del duelo y consiguen transformar el dolor por la pérdida en energía para el cambio, para modificar todo aquello que depende de ellos y puede mejorar en algo su vida.
En líneas generales, la vida no es mejor, ya que la pérdida es irreparable, pero puede mejorarse la alimentación, las prioridades o dedicar más tiempo a viajar. Cosas que, a pesar de fallecer alguien importante, se pueden continuar haciendo o empezar a hacer.
No todas las personas transitan hasta el final del camino y algunas terminan estancadas en fases anteriores a la aceptación. Estos son los casos de duelo patológico, aquellos que tienen una duración más larga de lo que cabría esperar. El duelo, aunque varía en cada caso, suele durar entre varios meses y un año.
Otras alarmas que deben hacer pensar en pedir ayuda son tener un malestar muy importante o sentir la incapacidad para dormir, descansar, asearse, cuidar la propia imagen, alimentarse correctamente o relacionarse con compañeros y amigos.
Juan vivió solo en el faro durante muchos años antes de mi llegada y de sobra sé que se sentía muy orgulloso de ello. Él me preparó para esto y confiaba en que podía lograrlo.
El reto era enorme: ser capaz no tan solo de sobrevivir, sino de hacerlo sintiéndome bien conmigo mismo, tenía que ser como un Robinson Crusoe o como si fuera el último hombre en la tierra. El contacto con otras personas no era frecuente y no podía seguir dependiendo de ello para mi bienestar, ya que esto me provocaba mucha frustración.
Cambié por completo mi manera de entender la vida. Tenía que ser autosuficiente, pero no solo en lo físico, sino también en lo emocional. Así que, pasados los momentos más duros del duelo, inicié una nueva etapa viviendo como un ermitaño, dedicando la mayor parte del tiempo a la contemplación, las plegarias y al trabajo. Me convertí en un auténtico y solitario asceta.
Ser capaz de gestionar por mí mismo mis nervios fue clave en este proceso, así que aprendí a favorecer mi relajación. Recordé que son muchos los beneficios de esta práctica.
Por si no los conoces, te destaco algunos:
Reduce los niveles de cortisol, hormona muy relacionada con el estrés.
Mejora la autoestima.
Favorece una buena calidad del sueño
Disminuye la tensión arterial.
Mejora el estado de ánimo.
Favorece la concentración
Ese fue el mejor modo que encontré para vaciarme por completo antes de poder reconstruirme de nuevo.
Tras algunos meses de negociar con mis emociones, recuperé de nuevo la calma y empecé a vivir tal y como Juan, mi maestro, me había enseñado.
Cuando uno se encuentra sin el secuestro propio de los nervios, puede identificar la emoción correcta que siente, independientemente de la emoción que exprese.
La emoción surge porque ha habido un motivo, ya sea real o imaginado, pero hay que plantearse por qué el cuerpo responde de un modo determinado, qué persigue o qué pretende.
La tenue luz de los primeros rayos de la mañana marcaba el inicio de mi jornada. Ya no sentía ilusión por empezar el día, pero tampoco tristeza; lo cierto es que apenas sentía. Solo acumulaba pensamientos, uno detrás del otro, rumiaciones vacías de emoción que no tenían ninguna utilidad.
Hay muchos tipos de pensamientos y cada uno de ellos influirá de manera distinta en tu estado de ánimo y en tu conducta. Aprender a diferenciarlos resulta muy útil cuando necesitamos poner en orden nuestras ideas, tanto como yo lo necesitaba en ese momento.
Los pensamientos son todas aquellas ideas que surgen en nuestra mente como consecuencia de diferentes procesos mentales, a veces voluntarios y otras veces involuntarios, y que nos permiten percibir el mundo que nos rodea, recordar sucesos del pasado y anticipar otros que pueden darse, o no, en el futuro.
Estos pensamientos los alimentan nuestros sentidos y se ven influidos, de manera muy importante, por nuestras emociones. Pensar acerca de cómo pensamos –metapensamiento– nos permite tomar un poco de distancia, analizar los pensamientos de manera objetiva y retomar el control sobre ellos. Cuando uno está tan solo como yo lo estaba, ser capaz de ser crítico con las propias ideas puede ser la diferencia entre aprender de lo sucedido o enloquecer por ello.
Tras lavarme la cara y los dientes, solía tomarme el café junto al acantilado, ese mismo acantilado que me hizo sentir vivo el primer día que pasé en el faro. No eran pocas las mañanas en las que la idea de dar un paso de más al llegar a donde terminaba la tierra se cruzaba por mi cabeza. Afortunadamente, a esas alturas, ya conocía el modo de dirigir mis pensamientos hacia planes mucho más seguros. Para nada quería pensar este tipo de cosas, eran ideas que se cruzaban fugazmente por mi mente –de forma consciente, y aunque completamente involuntaria–, ahí estaban.