El manzano - Christian Berkel - E-Book

El manzano E-Book

Christian Berkel

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Beschreibung

UNA ÉPICA SAGA FAMILIAR, UNA NOVELA SOBRE LA MEMORIA Y LA IDENTIDAD A medida que avanza la demencia de su madre, Christian Berkel intenta salvar lo que queda de la memoria de su familia. Revisa archivos, lee cartas, encuentra antiguas fotografías y viaja por todo el mundo. Reconstruye un puzle de emociones, y las piezas que faltan se ve obligado a imaginarlas. El resultado es una historia familiar épica que nos lleva a lo largo del siglo xx y nos cuenta una increíble historia de amor que desafía al tiempo, al espacio y al odio. Berlín 1932. Sala y Otto tienen trece y diecisiete años cuando se enamoran. Él procede de una familia obrera de los bajos fondos berlineses. Ella es judía e hija de una excéntrica familia de intelectuales. En 1938, Sala tiene que abandonar Alemania para refugiarse primero en Madrid, en plena guerra, y luego en París, hasta que los alemanes invaden Francia… mientras Otto va al frente como médico militar. Sala es denunciada e internada en el campo de concentración de Gurs, donde los prisioneros mueren de hambre y de enfermedades, y aquellos que sobreviven son deportados a Auschwitz. Pero Sala tiene suerte al poder esconderse en un tren con destino a Leipzig. Otto caerá prisionero de los rusos. Sala emprende una larga odisea para llegar a Buenos Aires, pero, pese a los años transcurridos, jamás se olvidan el uno del otro... «Una gran novela sobre el amor y la familia excelentemente contada». Frankfurter Allgemeine Zeitung «Con cautela, empecé a indagar acerca de mi historia familiar. Mi padre callaba y mi madre hablaba. Sus respuestas eran diferentes a las que recibía al hacer otras preguntas. Había cosas que no encajaban. Aparecían lagunas. Al principio no la entendía, y luego se me hizo insoportable. A veces se enredaban dos hilos narrativos distintos, a veces faltaba una transición o surgía algo que parecía improbable». «Berkel condensa su biografía [de su madre] en un apasionante destino femenino que habla de la lucha por la identidad, el anhelo por el hogar y un gran amor». Der Spiegel «Sabe cómo llevar al lector con él en su viaje literario a un mundo entre la voluntad de libertad, el glamour, la revolución y la pérdida del amor». WDR 5 Bücher «Christian Berkel teje una novela conmovedora trazando el destino de su madre y su padre, que se enamoraron en la adolescencia, que los llevó a separarse y encontrarse de nuevo a través de las décadas y las vicisitudes históricas». Le Monde

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

El manzano

Título original: Der Apfelbaum

© Ullstein Buchverlage GmbH, Berlin. Published in 2018 by Ullstein Verlag

© 2021, para esta edición HarperCollins Ibérica, S.A.

© De la traducción del alemán, Marta Armengol Royo

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.

 

Diseño de cubierta: LookatCia

Imagen de cubierta: Trevillion

 

I.S.B.N.: 978-84-9139-687-1

 

Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

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Agradecimientos

 

 

 

 

 

Este libro es una novela de ficción, aunque algunos de sus personajes sean reconocibles en ejemplos y arquetipos reales de quienes se tomaron prestados algunos detalles biográficos. Sin embargo, se trata de personajes ficticios. Sus descripciones, así como la trama que construyen y, por lo tanto, los incidentes y situaciones que resultan de ellos, son inventados.

 

 

 

 

 

Para Andrea, Moritz y Bruno

 

 

 

 

 

Cualquier destino, por largo y complicado que sea, consta en realidad de un solo momento: el momento en que el hombre sabe para siempre quién es.

 

 

Jorge Luis Borges

 

 

 

 

 

Silencio.

Un árbol cayó al suelo con estrépito. Los hombres volvieron a encender sus motosierras. Un grito. El alarido se dilató y se intensificó cuando la sierra le hincó el diente al siguiente pino. No me atrevía a darme la vuelta. Se me encogió el corazón. Oí cómo las raíces de aquel gigante centenario se quebraban, cómo su resistencia cedía con la caída del tronco.

Sentado en un poyete de ladrillo rojo en la entrada de nuestra nueva casa, contemplaba las vallas de madera recién pintadas del lado opuesto de la calle bajo el sol de la mañana y oía los ladridos de los perros en aquella de zona residencial idílica. A mi espalda, entre la hierba crecida de un jardín encantado que parecía salido de la imaginación de un niño, ocho pinos caídos. Ocho. Los había contado. Ahora solo quedaba aquel arbolito descuidado. Ese no iban a talarlo. Mi padre me lo había prometido. Con cuidado, di media vuelta en un silencio sepulcral.

Perdí el equilibrio. Me caí, llevándome un buen susto, a pesar de que intenté sostenerme haciendo fuerza hacia la izquierda. Mientras me precipitaba, o, más bien, quedaba momentáneamente suspendido, antes de que mi cabeza de niño de seis años se golpeara contra los adoquines, lo contemplé en toda su modesta belleza. El sol brillaba entre sus hojas, sus frutos resplandecían. Aún estaba en pie. Solo. Pero no perdido. Desafiante. Mi manzano.

 

1

 

 

 

 

 

 

—¿Qué, a ver a tu madre otra vez?

¿Y qué le importaba a la florista? Y, además, con aquel tonito de reproche. ¿Qué sabía ella? En Spandau se conocía todo el mundo. Era insoportable. Me apresuré en pagar y salí de la tienda.

Con las flores en la mano doblé la esquina para meterme en el callejón entre los bloques de viviendas. Al menos habían tenido el detalle de disponer aquellas cajas de zapatos alrededor de plazoletas cubiertas de césped. Mis padres habían alquilado ahí un piso después de vender su casa de Frohnau para pasar la mayor parte del año en España, cumpliendo así la promesa que mi padre le hizo a mi madre hacía ya décadas, en los años cincuenta, cuando ella volvió de Argentina y descubrió que ya no se sentía a gusto en Alemania. Ese país ya no era su patria, ya nunca podría volver a serlo.

 

 

—Entra, rápido.

Mi madre me recibió en la puerta, ataviada solamente con una bata de andar por casa. Antes de que pudiera ponerle el ramo en la mano, me arrastró al pasillo. Habían transcurrido un par de semanas desde mi última visita. El otoño pasaba entre lluvia y nieve. Había llegado el frío.

—Tengo que contarte algo.

En su pequeño salón, giró sobre los talones y miró hacia arriba.

—Me he casado.

Oímos un avión que sobrevolaba el edificio. Mi padre había fallecido nueve años antes, el 24 de diciembre de 2001.

—¿Por qué no me habías dicho nada? —pregunté.

Ella me escrutó con la mirada.

—No te preocupes, ya se ha muerto.

—Pero… ¿Cómo…?

—Del hígado.

—Ah.

—Sí, igual que tu padre, que también murió del hígado, pero en la guerra. Cayó fulminado. Muerto. Con Carl pasó parecido. Conoció a tu padre en la guerra. Estuvieron juntos en el campo de Rusia.

—¿Cómo? ¿Quién murió en Rusia?

—Pues tu padre.

—No.

—¿No? —Soltó una risotada incrédula—. ¿Qué sabré yo, si era mi marido? Aunque en tiempos de Adolf no pudimos casarnos.

—No, no puede ser que muriera durante la guerra, porque si no, yo no habría nacido… o él no sería mi padre.

—Pues claro que era tu padre. ¡Lo que faltaba! ¿A ti qué te pasa? Hay que ver, parece que estés mal de la azotea.

—Bueno, yo nací en 1957, no pudo haber caído, quiero decir, muerto, en la guerra y luego engendrarme a mí doce años después…

Me miró furibunda.

—A ti te falta una patatita para el kilo. —Me clavó los ojos turbios—. ¡Esto es para mear y no echar gota! A ver, pon bien la oreja: resulta que Carl me dejó mucho dinero porque…, bueno, porque quería asegurarse de que no me faltara de nada, y discutía constantemente con su familia por mí…

—¿Y eso?

—Pues porque venía de la familia Benz. —Hizo una pausa y me lanzó una mirada elocuente.

—¿Benz?

—Sí. Daimler Benz.

El nombre saltó de su lengua con la fuerza de un motor de ocho cilindros.

—¿Y por qué discutía con su familia por ti?

—Mira que llegas a ser duro de mollera. ¿Por qué iba a ser? ¡Tenían miedo de que estuviera con él para quedarme con su dinero! Además, Carl era mucho más joven que yo. Eso tampoco les hacía gracia, claro.

—¿Cuántos años tenía?

—Pues la verdad es que no me acuerdo exactamente. ¿Cuarenta y siete? A veces se me olvidan las cosas, ¿sabes? O cuarenta y seis, bueno, cuarenta y muchos, o cincuenta y… Bueno.

—Pero ¿no acabas de decirme que estuvo en el campo de prisioneros de Rusia con papá?

—Eso he dicho. ¿Es que no me escuchas?

—No, lo que quiero decir es que entonces no podría tener cuarenta y muchos… si estuvo con papá en el campo de Rusia. —Esperaba que ella diera su brazo a torcer, aunque era evidente que no iba a hacerlo. Nunca se había inmutado cuando le llevaban la contraria. Aún así, lo intenté—: Debería tener más o menos tu edad.

—Pues no. Era treinta años más joven. Y punto. Y, atención, me transfirió dos millones de euros a la cuenta. Y como yo no necesito el dinero, os lo quería dar a ti y a tu hermana —replicó, lanzándome una mirada satisfecha.

—Vaya, es todo un detalle, pero ¿seguro que no te lo quieres quedar?

—¿Para qué? Tengo más que suficiente, además, tampoco me queda mucho tiempo de vida. Todo esto ya me lo conozco, no tengo ganas de aburrirme. Ah, y antes de que vayamos al banco a sacar el dinero, quiero que me lleves al Hotel Intercontinental. —Le lancé una mirada interrogativa—. Es que Carl y yo pasamos allí nuestra noche de bodas, y a la mañana siguiente me dejé el vestido de novia. Aún debe de estar colgado en el armario. Me gustaría recuperarlo.

 

 

Yo había llegado con un cuaderno lleno de anotaciones para sentarme delante de mi madre y preguntarle por mi padre… Y ella no paraba de hablar de su boda con Carl Benz. Yo era consciente de que la época que me interesaba no había caído en el olvido, sino que empezaba a desdibujársele ante mis ojos. Lo que quedaba eran los fragmentos de su vida. Aparecían variaciones de elementos que se configuraban en nuevas formas, como si se hubiera roto una fotografía en mil pedazos y algunos se hubieran perdido mientras que con el resto se había recompuesto otra imagen. Como si, en el olvido, el alma se cartografiara de nuevo.

Y mi padre, junto a quien había caminado toda la vida —desde que tenía trece años—, había desaparecido, fallecido en la guerra mucho tiempo atrás para ser sustituido por Carl Benz.

Mi padre estuvo en un campo de prisioneros de guerra ruso desde marzo de 1945 hasta finales de 1950. ¿Estaba mi madre transformando el tiempo que había pasado separado de ella en su muerte? Si entonces lo creyó perdido, si había empezado a hacerse a la idea de que había muerto, como tantas mujeres hicieron entonces, aquella muerte se había convertido mucho tiempo atrás en parte de su realidad. ¿Y si ahora su memoria caprichosa había regresado a ese momento?

 

 

La sucursal de la caja de ahorros se encontraba a pocos minutos de su casa. Mi madre se acercó resuelta a un cajero y colocó una gran bolsa vacía sobre el mostrador.

—¡Buenos días! ¿Sería tan amable de enseñarme el saldo de mi cuenta? Me llamo Sala Nohl —dijo en un tono firme y casi alegre. Después de la muerte de mi padre volvió a adoptar el apellido de soltera.

—Por supuesto, señora.

El empleado del banco asintió con cortesía y me lanzó una mirada cómplice. Por un momento, perdí la certeza. No era posible. ¿O sí?

—3 766 euros y 88 céntimos, señora.

Ella lo miró.

—No, en la otra cuenta.

El cajero la miró perplejo. Mi madre se giró hacia mí y meneó la cabeza con un suspiro, como disculpándose por la incompetencia de aquel trabajador a quien aún le quedaba mucho por aprender y por el que estaba dispuesta a hacer la vista gorda.

—Lo siento, señora, pero con nosotros solo tiene esta cuenta.

—Vaya, así que solo tengo esta, ¿eh? —dijo, algo insegura, mientras su rostro se vaciaba de color—. Muy bien, pues volveré mañana, cuando esté su jefe.

Aquel pobre hombre me lanzó una mirada interrogativa.

—Por supuesto, señora.

Me la llevé de allí con cautela.

Ya en la calle, mi madre se detuvo después de algunos pasos. Me miró asustada.

—No puede ser que todo esto lo haya soñado.

 

 

Hablé con médicos y les describí lo que había observado con tanta fidelidad como me fue posible, intentando no pasar por alto las primeras señales de decadencia, y me confirmaron lo que ya sabía. No me quedaba otra que acompañarla hasta la entrada del túnel por aquel camino sin vuelta atrás, paso a paso hasta soltarle la mano en la oscuridad de la desmemoria. Un psiquiatra me aconsejó visitar a mi madre tanto como pudiera. La conversación regular y el contacto social podían mitigar el proceso. Me costaba ir a verla. Me costaba entrar en su mundo. La mayoría de las veces solo lo conseguía retrospectivamente, cuando volvía a estar solo con mis pensamientos y con el eco de su voz.

Hay quien, al recordar a su madre, piensa en la tarta que ella ponía en la mesa los domingos, en las comidas especiales o su plato favorito, cuyo aroma abre indefectiblemente las puertas de los recuerdos de su infancia. Otros se acuerdan de su perfume, sus abrazos, su solicitud durante una enfermedad, su forma de andar, sus gestos, la silueta de su espalda al apagar la luz antes de salir de la habitación, de los besos que borraban el miedo a dormirse, su risa y sus lágrimas compasivas, o de su presencia silenciosa y constante. Lo que yo recordaba eran sus palabras. Palabras que se transformaban en imágenes que se convertían en las mías propias. En el suelo, las paredes, las ventanas y las puertas de mi mundo. No recuerdo nada más perturbador en mi infancia que su silencio. ¿Y ahora? ¿Se hundiría lentamente en un mundo en el que ya no tendríamos una lengua común?

El psiquiatra me explicó que el delirio conservaba un vínculo con la realidad, aunque no era fácil de reconocer.

—Cuando visitas a un paranoico por la mañana y te explica que uno de los enfermeros ha estado atormentándolo toda la noche con rayos electromagnéticos, podemos deducir que el enfermero no fue muy simpático con él el día anterior.

Sin embargo, a juzgar por lo que yo contaba, la situación de mi madre no parecía tan grave. Pregunté por su diagnóstico y él sonrió encogiéndose de hombros.

—¿De qué le servirá una etiqueta?

Ya no insistí. ¿Para qué quería una palabra cuyo alcance no era capaz de comprender? Al despedirnos, me puso la mano en el hombro. Por un momento, me sentí como si lo conociera de siempre.

—No se desanime.

 

 

En casa, me zambullí en los álbumes familiares en busca del rastro de su pasado. Había empezado a grabar nuestras conversaciones. Escuchaba las grabaciones una y otra vez, y mi temor inicial se convirtió en una curiosidad inquieta. A la vez, me sentía como un observador secreto, un intruso. Aquellas grabaciones, que adquirieron un valor incalculable, contenían la esencia de su vida, como una moneda que cae en las profundidades insondables de un oscuro pozo de los deseos. ¿Era posible encontrar algún recuerdo en su olvido? ¿Hasta qué sótano brumoso de su mente me conduciría? ¿Y qué ocultaba la otra cara de esa moneda? ¿Era posible que los acontecimientos que más la habían marcado en su pasado aguardaran en lo más profundo de su mente para reorganizarse en una nueva realidad? ¿Caerían en el olvido las lagunas de nuestra historia familiar? ¿Acaso la versión oficial de nuestra historia no era más que un recuerdo domesticado, una versión llena de tachones y apéndices? ¿No es eso lo que todos hacemos ante la tentación de juntar los retazos dispares de nuestra existencia para formar un todo comprensible, el de nuestra identidad? A cada intento le planteaba preguntas con cautela, tratando de ahondar en mi memoria. Cuanto más lejanos eran los acontecimientos, mejor parecía recordarlos. La historia de mis padres se perfilaba ante mí, como instantáneas mágicas sumergidas en el líquido de revelado de un tiempo perdido.

 

 

Esperaba ante su puerta en Spandau. Llamé al timbre y aguardé, inquieto. Un silencio opresivo. Allí todo me parecía gris y sucio, aunque era evidente que las zonas comunes se mantenían con meticulosidad. El aire estaba lleno de humedad, nubes de tormenta se congregaban en el horizonte. ¿Y si no me abría nadie? ¿Y si se había muerto? ¿Y si su cuerpo sin vida yacía en el pasillo? ¿Se habría desplomado como una muñeca de trapo sobre la tarima flotante del salón? Llamé otra vez. A veces se ponía la música muy alta, o desconectaba el timbre porque quería estar tranquila. Estaba a punto de sacar el móvil cuando oí sus pasos acercándose. Mi madre nunca fue particularmente atlética. En las vacaciones de verano de mi infancia se pasaba el día entero en la playa, contemplando el mar desde debajo de la sombrilla. Por aquel entonces, su cuerpo parecía pesado e hinchado. Yo no sabía por qué. Sentía vergüenza al mirarla, deseando tener una madre guapa y deseable, la envidia de todos, una madre que vistiera con elegancia, con una larga melena negra como la de sus fotos de juventud. Pero hacía años que comía dulces sin mesura, que se desvivía por las salsas grasientas y pagó su falta de control, o eso pensé yo más tarde, con unos niveles muy elevados de azúcar en sangre. «Diabetes geriátrica», fue el diagnóstico. Hacía ya varios años que tenía que pincharse insulina tres veces al día. Uno de sus peores hábitos, una excentricidad que siempre me perturbó y que me siguió toda la infancia, era su colección de pelucas, atributo de las mujeres seguras de sí mismas de los años sesenta, como sugería la publicidad de entonces. Una vez, al regresar antes de tiempo de la guardería, me abrió la puerta una mujer extraña con el pelo rojo oscuro como la puerta de casa. Me quedé mirándola aterrorizado. ¿Quién era esa señora y dónde estaba mi madre? ¿Me había equivocado de casa, o era que mis padres ya no vivían allí? Entonces, el sonido de su voz me devolvió a la realidad.

La oí llamarme tras la puerta. Su voz era igual de penetrante que antes. Temerosa y estridente cuando no sabía quién llamaba a la puerta o cuando tenía prisa, sombría y apagada cuando se enfadaba, cristalina y melódica cuando contaba una de sus muchísimas historias. La puerta se abrió de un tirón. La vejez había devuelto la belleza a mi madre. Con sus pantalones oscuros y su conjunto de jersey y rebeca de color malva parecía frágil y vulnerable. Al contrario que antes, volvía a prestar atención a lo que se ponía. La besé en las mejillas a modo de saludo. De repente, sentí el impulso de abrazarla en un gesto protector. Algo inseguro, le puse una mano en el hombro. ¿Se había encogido al notar mi caricia, o se había quedado paralizada? ¿Quería alejarse de mí? ¿Le resultaba desagradable que la tocara?

En el salón, se inclinó sobre la mesita para enderezar el tapete rectangular de ganchillo. Junto a la mesita había un sofá de terciopelo dorado pegado a la pared. Sus patas de caoba curvadas hacia fuera culminaban en unas zarpas también doradas que parecían demasiado pequeñas. «Estilo imperio, antes estaba en un castillo», aclaraba mi madre a todas las visitas en tono de confidencia sin añadir nada más. Mezclaba los recuerdos con lo rocambolesco, lo vivido con lo inventado. A veces se conformaba con hacer insinuaciones, otras cargaba bien las tintas de su fantasía. Lo de que la mesa era una réplica solo lo decía para dejar bien patente lo mucho que entendía del tema. «Pero conjunta a la perfección», añadía con firmeza. Solo un idiota le hubiera llevado la contraria. Todo conjuntaba a la perfección en la estrechez atestada de su pisito de dos habitaciones que se había convertido en su nido después de que ella y mi padre decidieran escapar de Berlín para pasar sus últimos veinte años juntos en una casita blanca en mitad de un remoto paisaje lunar andaluz. En pleno parque natural de Cabo de Gata trataron de huir de sus recuerdos. A la derecha de su terraza, la mirada se perdía en un amplio paisaje vacío mientras el agua susurraba o rugía a sus pies. Un desierto en el mar.

 

 

Se acomodó en la butaca junto al sofá. Yo había vuelto a traer la grabadora. Mi propósito de escribir un libro sobre ella, sobre nuestra familia, sobre su relación con mi padre, había ido madurando a lo largo de los últimos años. La idea me llegó como un chucho abandonado: empezó acercándoseme para olisquearme, para marcar su territorio sobre mí antes de alejarse. Sí, al principio me sentí como si se me mearan en la pierna. Amigos y conocidos me animaron a poner la historia por escrito. Cada uno defendía sus razones. Me di cuenta de que cada uno se apropiaba de los episodios que yo contaba adaptándolos a mis oyentes.

Para mí eran historias extrañas y, sin embargo, no lo suficientemente lejanas. Había muchas lagunas y preguntas sin respuesta que no me atrevía a plantear. Cada relato familiar tiene su propia gramática y desarrolla sus propios símbolos, su propia sintaxis, se vuelve casi más ininteligible para los implicados que para los lectores de fuera. Lo más lejano es lo que nos queda más cerca. Igual que el entramado de raíces de un árbol, que refleja la copa en tamaño y diámetro. Hundimos nuestras raíces en lo desconocido, las enterramos a ciegas bajo tierra mientras nos expandimos hacia arriba. Los frutos, la parte visible, maduros o echados a perder, vivos o muertos, se corresponden con aquello que no podemos ver en la naturaleza y no nos está permitido descubrir en nuestra familia. Un tabú que cualquier niño reconoce con la seguridad con la que andan los sonámbulos.

 

 

La miré a la cara. Llevaba el ralo cabello blanco recogido en un moño tirante. Los veinte años en España le habían sentado bien. El sol había blanqueado su depresión, había perdido peso y arrojado sus pelucas al mar. Un acto de liberación que me devolvió una madre a quien yo apenas había visto así. De lejos, recordaba a la delicada muchachita de una foto de 1932. A los trece años tenía el cabello castaño oscuro y la mirada triste y seria. Con 91 años, la cara encogida y dominada por una nariz ganchuda y las manos grandes, que seguían queriendo agarrarlo todo con curiosidad. El torso al que la edad había devuelto la esbeltez había conservado la tensión.

El aroma dulzón de la vida anciana me trepó por la nariz. La boina amarilla de mi padre colgaba de un gancho en la entrada. La llevaba puesta en su lecho de muerte. Habían pasado cuatro años. Cada vez que veía aquella boina, percibía su olor en el aire, como si no se hubiera marchado del todo, como si en cualquier momento fuera a descolgarla del gancho y salir a dar uno de sus largos paseos. Mi madre siguió la dirección de mi mirada.

—Tu padre no pegaba nada conmigo.

Me quedé sin palabras. Era una declaración sorprendente acerca de dos personas que, con algunas interrupciones, se habían pasado toda la vida juntos.

—¿Es que había otro?

—Pues no.

—¿Nunca?

—Yo diría que no, la verdad.

Yo había oído otras historias en otras épocas, pero había empezado una nueva era. Ella seguía contemplando la boina amarilla.

—Mi padre se lo encontró un día en el zoo. Y entonces, un domingo soleado, se presentó en nuestra puerta con sus mejores galas. Yo me di cuenta enseguida de que no se sentía nada a gusto. ¡Ay, el traje que llevaba! No, de verdad, para troncharse de risa. —Ahí se detuvo.

—¿Te enamoraste al instante?

—¿Yo?

—Sí.

Ella ladeó cautelosamente la cabeza.

—Hay cosas de las que ya no me acuerdo muy bien, ¿sabes? Pero supongo que sí.

—Y tú tenías…

—Trece años.

—¿Y él?

—Diecisiete.

Inclinó la cabeza hacia delante, como si fuera a echarse un sueñecito. A continuación, siguió hablando con los ojos entrecerrados.

—A ver a qué hora aparece hoy. Qué morro, la verdad, desaparece y no se le ocurre decir adónde va o cuándo volverá. Y así toda la vida. Para mear y no echar gota.

 

2

 

 

 

 

 

 

En mayo de 1915, en la batalla de Gorlice-Tarnów, el barbero Otto Joos cayó de un disparo en el pecho cuando se disponía a asaltar la línea enemiga con su bayoneta.

Su mujer, Anna, con ayuda de una vecina que acudió a toda prisa, dio a luz a un niño delante de su hija Erna en los bajos de un bloque de viviendas del barrio de Kreuzberg. El bebé era menudo y pesaba tres kilos justos. Sin embargo, anunció su llegada al mundo de una forma sorprendentemente enérgica. El parto había durado veinte minutos.

—Pobre chiquillo, ¡sin padre! —dijo la vecina, meneando la cabeza.

—Deje de rezongar, el bebé se merece oír algo mejor.

Anna se puso el bebé al pecho. Se esforzaba por hablar con tanta claridad y corrección como podía, pero de repente hizo una mueca alarmada.

—¡Ay! Hay que ver, cómo chupa.

—Por Dios, Anna, ¿qué vas a hacer ahora? Una boca más que alimentar.

Anna no la escuchaba. Miraba a su hijo recién nacido.

—Qué lástima lo de Otto. Se te mueren todos. Qué lástima más grande, hay que ver.

—Ya puede irse, señora Kazuppke, Erna me ayudará.

La puerta se cerró. En el rellano, la señora Kazuppke meneó la cabeza un par de veces más y se secó las manos manchadas de sangre en su delantal mugriento. Ya había ayudado a alumbrar a otros niños del vecindario, y a algunos los había mandado con los angelitos. Sabía de qué iba la vida y era consciente de que aquel niño había llegado al mundo con un montón de problemas debajo del brazo.

Erna se acercó con sus piernecitas enclenques. Con cautela, asomó la cara afilada por encima del hombro de su madre.

—Qué mono —dijo en tono seco—. ¿Cómo se va a llamar?

—Otto. Como su papá.

Erna asintió.

 

 

Un par de semanas más tarde, Anna conoció a Karl, albañil desempleado, en misa. A sus otros maridos también los había conocido en los bancos de la iglesia. No era el peor lugar para tales menesteres. Todos los que acudían a la iglesia lo hacían buscando hacer examen de conciencia, introspección o consuelo para su alma atormentada. Después de misa, no era difícil entablar conversación. Un rato de charla agradable. O algo más. Quienes acudían a la iglesia dispuestos a escuchar la palabra del Señor, estaban también dispuestos a abrirse. Eso estaba claro. Y también estaba claro que Karl mala persona no era, puesto que creía en algo, y la espiritualidad significaba mucho para Anna.

Karl era un hombre corpulento. La vida lo había tratado mal, de eso Anna se dio cuenta de inmediato. Hombros anchos y un corazón herido dentro de un pecho orgulloso, esos contrastes la atraían. Reconoció en él una vivienda que necesitaba mucho trabajo, pero que, a la vez, tenía un gran potencial. Lo bueno de la gente así era que la competencia no solía percibirlo o, al menos, no tan rápido como Anna. Wilhelm, llamado Willi, su primer marido, habría llegado a ser algo en la vida. No le gustaba trabajar, pero aquello para Anna no contaba. «Sin cuartel contra el enemigo», solía decirle en su tono más engolado, y sabía perfectamente de lo que hablaba. A ella no se le caían los anillos para hacer lo necesario para proteger a su familia, para ofrecer a sus hijos y a su marido un hogar confortable. Una comida caliente al día, aunque en la sopa de guisantes raramente hubiera suficiente grasa, por no hablar de un pedazo de salchicha, y nunca faltaban un par de rebanadas de pan con mantequilla para el trabajo o la hora del recreo. Anna era pobre e ingeniosa. No temía a nada ni a nadie, ni siquiera a las autoridades. Con su ingenio innato, su encanto y su inteligencia, lograba camelarse a la gente adinerada sin ningún esfuerzo. Como mujer de la limpieza era trabajadora, rápida, meticulosa y de fiar. A menudo le pagaban más de la cantidad acordada: alguna joyita, un vestido usado, cubiertos que ya no hacían falta o un mueble que tenía que dejar sitio a uno más nuevo. Sus empleadores estaban contentísimos con aquella joven que tenía tantas ganas de aprender, que se maravillaba ante sus elegantes viviendas sin preguntar por qué no podía ella también vivir así. Anna raramente conservaba aquellos regalos. La mayoría los vendía rápidamente para alimentar sus ahorros para cuando vinieran las vacas flacas. Era una mujer que vivía con la mirada puesta en el futuro.

Willi se sentía abrumado. Se volvió cada vez más retraído, empezó a beber, a pasar noches fuera de casa, hasta que, una noche estrellada, se ahorcó en la rama de un árbol esmirriado en el bosque de Tegeler. El peso de su cuerpo partió la rama, y de la caída se partió el pescuezo. La hija mayor de Anna, Erna, de siete años, era suya. Anna quería a Erna, pero era lo bastante lista como para darse cuenta de que en su interior crecía una pequeña fulana con la que tendría que andarse con cuidado llegado el momento. Desafortunadamente, en el mismo edificio en el que ellas ocupaban el bajo había jovencitas que practicaban el oficio horizontal en los pisos superiores. Cuando Anna volvía a casa tarde del trabajo, los visitantes vespertinos pasaban junto a su ventana apestando a lujuria acumulada y reprimida. Gordos, flacos, viejos, jóvenes, guapos, feos… de buena, de mala y de peor casa. Algunos hasta daban golpecitos en su ventana o llamaban a su timbre, porque Anna no solo era joven y bella, sino que también era lo que muchos hombres describían como «atractiva». Pero Anna no estaba en venta. No juzgaba a aquellas chicas, pero tenía su orgullo y hubiera preferido pasar hambre antes que venderse a uno de esos tipos por un par de marcos. «El orgullo es lo único que le queda a una mujer pobre. Si lo vendes, estás perdido». Pero Willi, el padre de Erna, era débil. Aquello ni el buen Dios podía remediarlo.

Poco después de enterrarlo, Anna conoció a Otto en misa. Visto desde fuera, parecía lo opuesto a Willi. Menudo, más bien enclenque, de hombros estrechos y labios gruesos sobre los que reposaba un bigotito gallardo que cuidaba con esmero. Otto era peluquero. No bebía, no andaba por ahí, disponía de unos ahorrillos decentes, era blando por naturaleza y muy trabajador, aunque no tenía grandes ambiciones. Con aquello había suficiente para empezar. En poco tiempo, Anna plantó en él la semilla del deseo de convertirse en barbero. Como barbero proveería mejor para su familia, sería alguien, podría operar como un médico de verdad, arrancar dientes podridos o sajar abscesos. Uniendo sus fuerzas, pronto podrían marcharse del piso del bajo, tal vez incluso mudarse a una segunda planta, pero, por encima de todo, alejarse de las malas influencias y de las compañías aún peores, en referencia a los clientes más que a las putas. Era de ellos de quien Anna tenía miedo. No por sí misma, que sabía hacerse respetar, sino por la pequeña Erna. Sabía que entre aquellos hombres que circulaban por su bloque todos los días al caer el sol también había pervertidos que en dos o tres años como mucho tendrían prisa por extender sus dedos repugnantes hacia su niña.

Otto escaló posiciones rápidamente. Era habilidoso y, en unas condiciones más favorables, habría llegado a cirujano. Quizá lo hubiera podido conseguir con ayuda de Anna, pero entonces llegó la guerra, cuatro años de horror, y Otto cayó, como tantos otros de su quinta, por su patria, tres meses antes de convertirse en padre. Fue el gran amor de Anna, y por eso le puso su nombre al hijo de los dos.

 

* * *

Karl, el padrastro de Otto, no veía nada bueno en el niño. Celoso, se fijaba en cada gesto, en cada minúscula muestra de atención que Anna dedicaba a su hijo. Tras el nacimiento de Ingeborg, la hija que tuvieron en común, la cosa empeoró. Ahora que Karl tenía a su propio retoño, aquellos mocosos, como llamaba a Erna y Otto, le molestaban. No entendía por qué tenía que doblar el lomo por la prole de otros. Había sobrevivido a la guerra sin medalla alguna, y lo único que se había llevado de la contienda era un grave trauma en forma de ataques de pánico repentinos que combatía con alcohol con una regularidad creciente. Paso a paso, fue trasladando la guerra del exterior a su interior. El dinero que no se bebía lo apostaba con la esperanza de recuperar lo perdido. Lo echaron de la obra, poniendo fin a su sueño de convertirse en capataz. Aceptaba todo lo que le llegaba y solía encontrar empleo ocasional, sobre todo en la fábrica. Era un trabajador sin cualificación alguna, un mero peón, un don nadie. El orgullo perdido lo buscaba en vano en el fondo de las botellas de licor. Los sábados recibía un sobre con el sueldo, que solía beberse entero la misma noche. Y entonces se iba a casa para atizarles a todos una buena tunda. A todos menos a su pequeña Inge.

Anna no lo aguantaba. Sabía que tenía que poner a Otto y a Erna a salvo. A través de una empleadora descubrió el programa de evacuación de los niños al campo. Otto y Erna ofrecían una imagen tan demacrada y macilenta que consiguió encontrarles plaza rápidamente. Otto se fue con una familia en Alta Silesia, Erna fue a parar a la región del Ruhr.

A Anna le costó separarse de ellos, pero no sabía qué otra cosa hacer. Erna se había escapado varias veces últimamente, y el pequeño Otto empezaba a tartamudear de miedo con solo ver a su padrastro Karl a lo lejos. Los niños estaban a salvo, y sus familias de acogida recibirían unos ingresos adicionales del Estado por su manutención. Pasaron un año escaso separados. Para Erna fue un respiro. Para Otto, que pasó del fuego a las brasas, fue el infierno.

 

* * *

Cada mañana, a las cinco de la madrugada, Irmgard, aún medio borracha, lo arrancaba del sueño con sus gruesos brazos, lo sacaba de la casa con un frío de espanto y lo zambullía en un barreño de agua helada poniéndole la tapa hasta casi ahogarlo. Y cada mañana se reía ante sus manoteos desesperados. Otto aprendió rápidamente que Irmgard volvía a levantar la tapa en cuanto él dejaba de moverse. También había descubierto que entre la tapa y la superficie del agua quedaba una finísima capa de aire. Con mucho cuidado, asomaba la nariz y boqueaba hasta que Irmgard volvía a quitar la tapa para sacarlo del agua, como decía ella, en el último segundo.

Otto volvió a hacerse pis en la cama y a cagarse en los pantalones. Su padre de acogida lo agarraba por el pescuezo y le obligaba entre maldiciones a comerse «la mierda». Si se negaba, lo zurraba con los pantalones cagados en la cara. Al marcharse, murmuraba en tono amenazante que ya se encargaría de quitarle aquellas tonterías. Otto ya no tartamudeaba; había dejado de hablar. Llegó al punto de dejar de comer. «A quien nada quiere, nada le falta», comentó Irmgard al respecto sin inmutarse.

Once meses más tarde, Anna rescató a su hijo al borde de la inanición. Regresó con sus dos hijos a Berlín, donde empezó a gobernar su hogar con mano de hierro. Si Karl levantaba la mano a alguno de sus hijos, le atizaba con la escoba en los dedos o se negaba a dejarse tocar por la noche.

 

 

En la escuela, Otto era el más menudo y enclenque. Sus compañeros ocuparon el vacío de su padrastro y empezaron a pegarle día sí, día también. Al lavarse la cara manchada de sangre y lágrimas sobre el sucio lavamanos del baño del colegio, que apestaba a orina, se miró en el espejo y se dio cuenta de que algo tenía que cambiar. Una noche, robó unos pesados ladrillos de una obra y una barra de hierro que encontró por ahí tirada. Limó los agujeros de los ladrillos para ensancharlos, recortó la barra de hierro y se hizo unas mancuernas. En el patio interior de su edificio había un andamiaje de hierro en cuyas barras las mujeres colgaban sus alfombras baratas para atizarlas con el sacudidor. Anna había delegado ese trabajo en Karl. «Así al menos haces algo». El amor había quedado relegado al olvido. Cuando él la rondaba, ella se abría de piernas y jadeaba fuerte para que él llegara rápido. Karl no tardó en darse cuenta de que el sacudidor de alfombras también podía emplearse sobre las nalgas de su desafortunada familia.

 

 

Otto empezó a levantarse dos horas antes por la mañana. Pasaba de puntillas frente a su padrastro, que roncaba en el sofá del salón en un exilio forzado, se echaba un cubo de agua helada sobre el cuerpo desnudo mientras recordaba con rabia a su torturadora Irmgard y, en calzoncillos y camiseta interior, sacaba sus mancuernas de su escondite en el sótano y se ponía a entrenar en el patio. Al principio apenas conseguía levantar las pesas, elevarse sobre la barra de las alfombras o hacer más de tres flexiones. Pero sabía que si se rendía, estaría perdido para siempre. Era una lección clara y simple: los golpes se recibían o se repartían. No tenía muy claro si tenía ganas de repartir, pero sabía que quería dejar de recibir. Un par de semanas más tarde, los ladrillos se volvieron demasiado ligeros para él. Sisó dos cajas de cervezas de debajo de la cama de su padrastro sin que este saliera de su duermevela balbuceante y las ató con una cuerda a la barra de hierro, y progresó rápidamente de tres series de cinco a cuatro series de treinta. Desde la ventana, Anna miraba a su hijo y callaba. Lo había entendido. Cuando había patatas para comer, o apenas pan con mantequilla, guardaba su ración para Otto. Medio año más tarde, Otto seguía siendo igual de menudo, pero toda la ropa se le había quedado pequeña. Forrado de músculo, recorría taciturno el camino a la escuela que durante mucho tiempo fue un calvario.

 

* * *

Paul Meister, el archienemigo de Otto, al que todos llamaban Paule con voz temerosa, no era el más espabilado de la clase, pero con los puños era más rápido que cualquier empollón recitando las tablas de multiplicar. Molía a palos sin piedad a cualquiera que le tosiera. Y, como tampoco era particularmente elocuente, utilizaba la mirada para dar órdenes a sus tropas.

Era un lunes de diciembre por la mañana. El suelo de gravilla del patio estaba cubierto de escarcha. A la hora del recreo, Paule separó a sus compañeros en dos equipos de fútbol con un par de gestos autoritarios. Otto se quedó en un rincón sin nada que hacer. Con cuidado, sacó el bocadillo que su madre le había dado. El balón de cuero sucio se estampó contra su cara. Otra cosa no, pero Paule tenía puntería. Su claque celebró el tiro entre alaridos.

—Otto, tontorrón, te cagas en el pantalón —chilló un muchacho flaco y granujiento.

—Otto, mariquita, vete con mamaíta —añadió un chico con la cara roja que se escondía detrás de Paule y mantenía los brazos algo separados de su cuerpo fornido, como si anduviera con muletas y alguien acabara de quitárselas.

Seguro de la victoria, Paule se acercó a Otto pavoneándose. Se detuvo ante él. Con una mirada fugaz con el rabillo del ojo indicó a Otto que ocupara su posición en el equipo. A partir de ese momento, todo sucedió muy rápido. Otto le asestó un gancho al hígado con la derecha. Mientras Paule estaba al borde de la asfixia, Otto soltó el brazo izquierdo y le golpeó en la cara, primero con el puño y después con el codo, partiéndole la nariz y el pómulo. Con Otto a horcajadas encima de él sacudiéndole la cara de lado a lado sobre la grava como si fuera un trapo viejo, Paule ya no recordaba si había empezado él diciendo algo y luego tirándole a Otto el bocadillo al suelo o si la cosa había ido al revés.

La claque se retiró, muda de impresión. Paule giró su cara cubierta de sangre hacia ellos en un gesto de socorro, pero nadie se movió. Todos miraban a Otto atemorizados. El nuevo rey. Otto se puso en pie y se alejó con aire indiferente.

Un chico mayor se le acercó desde el otro extremo del patio mientras los demás se desperdigaban con discreción. El chico le tendió la mano.

—Roland.

Otto lo miró en silencio. Conocía de oídas a aquel alumno de bachillerato. Evitaba acercarse a ese tipo de gente, aunque las personas como Roland nunca se fijaban en él. Lo miró a los ojos por primera vez, de un blanco azulado como la leche, pensó. Roland no era mucho más alto que él. Sus manos huesudas colgaban junto a su cuerpo, que despedía una leve tensión, una posición peculiar, con las piernas en una posición relajada pero atenta. Un luchador. Otto lo reconoció enseguida. Le encajó la mano.

 

3

 

 

 

 

 

 

—Te presento a Otto.

Se encontraban en un viejo gimnasio. Apestaba a sudor. Varios jóvenes, la mayoría mayores y más fuertes que Otto, entrenaban sobre unas colchonetas vestidos con trajes negros y ajustados de pantalón corto. En silencio, se atacaban unos a otros. De vez en cuando, alguno de ellos exhalaba audiblemente para liberarse de una llave de palanca o rodear al contrario con brazos y piernas.

El hombre al que todos llamaban el Jefe tendría unos veintipocos años. Los ojos que asomaban bajo su frente chata se posaron en Otto con una mirada fija y fría, como si pretendiera arrancarle una confesión. Otto le devolvió la mirada sin inmutarse.

—¿Primer día?

Otto asintió. El Jefe señaló una puerta en el lado opuesto de la sala.

—Vete donde Atze y agénciate una malla. —Dicho esto, volvió su atención a los chicos del ring sin dignarse a lanzarle otra mirada. Mientras iba donde le habían mandado, Otto observó cómo se dirigía con suavidad y firmeza a los jóvenes que entrenaban para ir corrigiendo agarres o demostrar posiciones.

A lo largo de las semanas que siguieron, Otto empezó a entrenar regularmente con Roland en el Club Deportivo Lurich 02. Al Jefe solo lo veía de lejos, puesto que él no perdía el tiempo con principiantes. De vez en cuando oía su voz queda y áspera, que recordaba a la de un hombre varias décadas mayor. De los más jóvenes se encargaba Atze, un viejo caballo de guerra que, como tantos otros de su generación, había ahogado sus penas en alcohol. Sus ojos entornados en una cara llena de surcos parecían saeteros del revés, y su apariencia general era la de una fortaleza abandonada en un país de fantasmas. En realidad, su maestro era Roland, él le enseñó todos los trucos y fintas. Otto se puso cada vez más fuerte. Volvía a casa después de entrenar y el agotamiento lo sumía en un sueño profundo y feliz. Cada día descubría una nueva zona de su cuerpo. Su potencia crecía día a día, y aprendió a aplicarla con sensibilidad. Aprendió a vencer, a reducir a su oponente con rapidez, a mantenerlo contra la colchoneta con los hombros durante tres segundos. Las reglas eran sencillas: había que lanzar, derribar e imponerse. Había que hacer caer al contrario y darle la vuelta hábilmente. Otto era temido por su agarre de entrepierna. Sujetaba al contrario bajo las piernas y lo levantaba por los aires como un resorte. Pronto demostró ser un excelente fintador, desarrollando una creatividad sorprendente para reconocer los puntos fuertes y débiles de su oponente y aprovechar su fuerza contra él para tumbarlo. Era una sensación embriagadora.

En casa, el padrastro observaba la transformación del muchacho como un jefe de la manada caído en desgracia. Solo en una ocasión le levantó la mano a Otto. Se quedó congelado con la mano en el aire como si lo hubiera atenazado un dolor inesperado. Respirando pesadamente, finalmente se dio media vuelta. Sucedió poco después de cenar. Todos habían presenciado aquella escena fantasmagórica. Karl desapareció, ¿o fue su sombra quien salió de puntillas? Otto fue el único en percibir el leve temblor de sus párpados.

La paz o, mejor dicho, la tregua, no duró mucho. Al llegar Otto a casa una noche, agotado pero feliz después de su entrenamiento, le cayó un golpe en la oscuridad que por poco le parte el cuello. Su cabeza salió disparada hacia delante, y se desplomó sin hacer ruido. Karl enarboló el taburete de la cocina para rematar la faena, pero entonces lo recorrió un dolor indescriptible. Como un animal asustado, se arrastró gimoteando por el pasillo. Anna devolvió el atizador incandescente a la cocina económica con una calma sorprendente y se volvió hacia su hijo. Le curó la herida y lo acompañó a la cama. Le refrescó la frente con agua fría. Mientras le daba leche caliente con miel a cucharadas, él se quedó mirándola un largo rato y la tomó de la mano.

—No tengas miedo de mí, madre. Puedo trabajar hasta caerme muerto. Encontraré algo para ganarme la vida, os sacaré de aquí. Voy a empezar a transportar briquetas por las mañanas, a las cuatro de la madrugada, y tengo muchas otras ideas. Puedes estar tranquila, no tienes que andar siempre partiéndote la espalda por nosotros.

Anna miró a su hijo llena de orgullo. Tenía trece años y se afeitaba todas las mañanas. Veía en él los ojos y el mentón de su padre, su hombre caído en combate.

Qué tiempos tan extraños. Durante la guerra habían pasado hambre. Algunos hijos murieron antes que sus padres, otros nacieron después de que sus padres fallecieran.

—Otto —dijo mientras le agarraba una mano—. No digas tonterías. Tu padre no lo hacía. Era un buen hombre, que afeitaba y operaba a clientela adinerada. Cuando se hace de noche, los niños tienen que estar en la cama. Para sacarnos de aquí tienes que calentar la silla en la escuela, déjate de briquetas.

Otto adoraba las manos de su madre. Ojalá no se hubiera casado con aquel tipo. Su padrastro no valía para nada.

—Lo conseguiré, verás tú.

—Ya lo verás, habla bien —repuso ella sonriente.

—Ya lo verás —repitió él.

—Y lávate el pelo, o te quedarás calvo como tu padre.

—Qué va, madre, si no hago más que partir peines de lo grueso que tengo los pelos.

—El pelo —dijo ella.

—El pelo.

 

4

 

 

 

 

 

 

—¿Qué se te ha perdido por aquí, chaval?

Un tipo de aspecto tosco miraba a Otto desde arriba.

—Carbón —respondió Otto.

—¿Repartir o empacar? —Aquel hombre no tendría más de veinticinco años, pero aparentaba veinticinco más. Con la cara y las manos tiznadas, de hombros anchos y manos poderosas, tenía la piel áspera y cuarteada como un viejo delantal de cuero. Otto se quedó mirándolo. Le sonaba de algo.

—Las dos cosas —dijo Otto, colocándose ante él con las piernas separadas.

El hombre lo miró a través de las rendijas oscuras que eran sus ojos. Entonces soltó un silbido.

—Baja para acá, pipiolo, a ver si eres tan gallito trabajando como hablando. La mayoría de los que vienen por aquí andan silbando como tipos duros, pero se les caen los anillos con el trabajo duro.

—Yo no silbo al trabajar.

¿Dónde había oído esa voz? Otto estaba demasiado nervioso como para ponerse a darle vueltas.

Bajaron por la escalera en silencio hacia el sótano negro como la pez. El aire cargado de hollín hizo toser a aquel hombre. Otto se quedó boquiabierto, nunca había visto nada parecido. Había toneladas de briquetas apiladas por toda la estancia. El jefe debía de ser multimillonario.

—¿Cuándo empezó a trabajar con el carbón?

—Según mis huesos, hará como cien años.

—¿Y desde cuándo es suyo todo esto?

El hombre le soltó una colleja.

—Aquí las preguntas las hago yo, ¿te enteras? —Otto guardó silencio—. Hay que mover esa tonelada de detrás, a la izquierda, a esta pared de la derecha de aquí delante.

—¿Por qué?

—A ver, ¿has venido a estudiar o a trabajar?

Frente a aquel muro negro que se alzaba ante sus ojos, Otto pensó por primera vez que ponerse a estudiar no sonaba tan mal, y pensó con añoranza en el cómodo pupitre de la escuela en el que se quedaría dormido de agotamiento un par de horas después.

—Tienes media hora. Si lo consigues, ganarás treinta pfennig, y si no, habrás aprendido la lección y podrás irte con viento fresco. Venga, que en boca cerrada no entran moscas.

Sin dignarse a dedicarle otra mirada, su cuerpo pesado volvió a enfilar la escalera hacia el piso de arriba. La puerta se cerró con un crujido. Otto buscó a tientas el interruptor de la luz, y entonces oyó un chasquido. Tenso, oteó la oscuridad. Le hubiera gustado ponerse a hablar solo, pero temía que aquel tipo estuviera escuchando detrás de la puerta. Otro chasquido. Algo se movió. Debían de ser ratas. En su casa de Hermannstraße, su padrastro había matado una en el sótano, una bestia de unos treinta centímetros de largo con unos dientes enormes y afilados. Sus ojos se acostumbraron paulatinamente a la oscuridad. Seguía buscando el interruptor en vano cuando oyó aquella voz áspera que venía de arriba:

—Las briquetas rotas se descuentan del sueldo.

¿Quién era? Maldita sea, si lo conocía… ¿o no? Daba igual, no tenía tiempo. Ahí abajo tenía que haber algo que le aligerara el trabajo. ¿Con qué se movían aquellos palés descomunales? ¿Y a qué se refería el jefe con lo de la tonelada de detrás a la izquierda? ¿Cualquier tonelada que estuviera al fondo a la izquierda, o la que estaba más al fondo en el lado izquierdo? Fuera como fuese, primero tenía que despejar las dos filas de delante. Imposible. En media hora no podría trasladar todas las briquetas una a una. Miró a su alrededor, indeciso. Nada. ¿Y si ponía pies en polvorosa? Su madre tenía razón, era demasiado joven para ese trabajo, y la voz de aquel tipo le sonaba porque se parecía a la de su padrastro. No tenía ninguna necesidad de encerrarse en un sótano. Volvió a oír el chasquido. Las briquetas estaban apiladas en hileras junto a la pared, pero si había ratas u otros bichos correteando por allí, debía de haber algún espacio libre, y si había espacio libre, tal vez fuera allí donde se guardara lo que hacía falta para la tarea. ¿Cómo sacaban el carbón a la calle? La escalera era demasiado estrecha, y el piso de arriba no le había parecido especialmente sucio, no había visto ni rastro de hollín. Otto siguió avanzando a tientas.

—Ay. —Otto se chocó con una barra de hierro. Se agachó con cuidado y la palpó con las manos en dirección a los chasquidos. Era posible que allí hubiera un conducto por el que se transportara el carbón hacia arriba. Por allí debía de entrar luz. Tal vez hubiera herramientas. Pronto empezó a disfrutar de la tarea. Pensó en los treinta pfennig,en cuánto ganaría a la semana, al mes, en cuántos sueldos de treinta pfennig necesitaría para comprarle a su madre algo especial. Una radio nueva, eso sería cosa fina. El regalo de boda de su padrastro sonaba con un eco como de lata, y la recepción era lamentable. En la tienda de electrodomésticos tenían una en el escaparate. Había pegado la nariz al cristal en más de una ocasión para admirarla, tan bonita y sin parangón, y empezó a imaginarla mientras seguía avanzando. Aquellos diales redondos tan elegantes que tenía delante, con una funda a juego de tela de buena calidad. Aquel aparato debía de sonar celestial. Ideal para los conciertos radiados que tanto le gustaban a su madre. La caja debía de ser de caoba por lo menos. «Seguro que cuesta una fortuna», pensó. Su padrastro nunca podría permitírselo. Pero Otto sabía que su madre soñaba con algo así. Se arrodilló frente a un altísimo muro negro. Un rayo de luz casi imperceptible se colaba por las rendijas entre las briquetas. Debía de ser allí. De puntillas, alargó los brazos y retiró la hilera superior. Entró más luz. Un chasquido fuerte. Siguió con la mirada hacia arriba una bajante por la que oía trepar a una rata. A cuatro metros por encima de su cabeza vio un gran enrejado. Ese era el conducto por el que el carbón entraba y salía. Se encaramó al precario muro de briquetas. ¿A qué tipo de imbécil se le había ocurrido bloquear el acceso? ¿Y por qué? Encontró dos plataformas rodantes y un elevador móvil. Conseguido. El resto fue un juego de niños. Antes de que se le hubiera acabado el tiempo volvió a presentarse ante el jefe, que comprobó su reloj de bolsillo.

—Veintitrés minutos y doce segundos.

—El resto se lo regalo.

—Mañana a las cinco en punto. ¿Aún vas a la escuela? —Otto asintió—. ¿A qué se dedica tu padre?

—Cayó en la guerra.

—¿Dónde?

—En Gorlice-Tarnów.

—¿Dónde queda eso?

—En Galitzia.

—Una mierda de guerra. Yo perdí a mis dos hermanos.

—¿Dónde?

—En el ataque con gas en Ypres, en Bélgica. Y bien orgullosos que estaban ellos. «Pronto acabará todo —escribieron—, el gas alemán los liquidará a base de bien». Pero la cosa fue al revés. Se asfixiaron, los pobres desgraciados. Patria de mierda. Nos jodieron pero bien, nos echaron esa basura por encima. ¿Y quién se come la mierda cuando aparece? Los que nos metieron en esto no, desde luego. Fíjate en los acuerdos que han cerrado en Versalles, vas a ver lo que vamos a tener que tragar.

Le puso una moneda en la mano. Otto se quedó mirándola con incredulidad. No eran treinta pfennig, era un marco entero. El futuro le sonreía.

—No te lo gastes todo en la botella. A saber cuánto va a durar este trabajo. Y no te despistes en el colegio. Tienes algo en la sesera, no lo desaproveches. —Le tendió una mano encallecida—. Mañana a las cinco. Me llamo Egon.

Otto estaba muy erguido, como si acabaran de nombrarlo caballero. Estrechó aquella mano pesada y se sorprendió al decir con voz firme:

—Otto.

—Ya lo sé.

«Yo también», pensó Otto de repente. Egon no le soltaba la mano. Otto se sintió como si aquellos ojillos fríos en mitad de la cara ennegrecida calentaran de golpe toda la habitación.

—Sigues igual de bajito, pero has estado entrenando. Como púgil tal vez tengas futuro también. Muchos creen que para boxear hace falta fuerza, pero solo los que pelean con la cabeza salen vencedores. No te mezcles con malas compañías. Hay cada pieza en el club… A los chavales como tú se los zampan para desayunar. Y aplica lo que sabes para hacer el bien. El arte del boxeo se aprende para proteger a los débiles y a los oprimidos, no al revés. —Estas últimas palabras las pronunció en un tono culto algo torpe—. ¿Te has coscado? —concluyó rápidamente, volviendo a su tono barriobajero habitual.

Entonces sonrió por primera vez. La sonrisa se ensanchó por aquel rostro de piel curtida. Otto respondió a su apretón de manos. Se lo imaginaba. Egon era el Jefe del Club Deportivo Lurich 02.

En la calle, la luz del sol le cayó encima como un relámpago. Saltó tan alto como pudo.

 

5

 

 

 

 

 

 

Su padrastro se secó la boca con la mano y soltó un eructo con un suspiro. Se había terminado el estofado.

—Como el del frente, pero mejor.

Karl no había aguantado mucho tiempo en el frente. Una mañana se había pegado un tiro en el pie izquierdo con su arma reglamentaria y lo devolvieron a la patria con un certificado de inaptitud. Sus camaradas lo apoyaron, conscientes de que Karl era demasiado débil para la guerra y demasiado débil para la vida. Ninguno soltó prenda sobre su acto de automutilación para ahorrarle el consejo de guerra. Ya no era más que un peón, un hombre roto y corpulento.

—Lo pagamos bien caro en Versalles —dijo Otto en un tono seco.

—¿El qué? Déjate de tonterías, no te las des de listo, mocoso. Míralo, madre, lleva orejas de burro y se cree que lo sabe todo.

¿Por qué se había casado su madre con aquel zoquete? Otto sintió que lo invadía una ira helada.

—He visto burros con orejas más pequeñas que las mías zamparse a cardos borriqueros más grandes que tú.

Miró a su madre. Sabía que no le gustaba que hablara de esa manera. Se mordió la lengua y se agachó rápidamente para esquivar el plato que le lanzó a la cabeza.

—Ya la tenemos —murmuró Anna mientras recogía los pedazos.

Karl la miró amenazante con los ojos empañados, y entonces retiró el mantel de la mesa de un tirón que lanzó por los aires todo lo que había encima. Señaló el suelo resoplando.

—Hala, a recoger.

 

 

Cuando su madre fue a darle un beso de buenas noches, Otto la miró muy serio. Hablaba despacio y reflexivamente.

—Madre, me gustaría hacer el bachillerato.

Anna le puso una mano en la frente. Asintió y apagó la luz. Él permaneció despierto. Le había hablado bien, como a ella le gustaba. La luna iluminaba la habitación. La cruz del parteluz y el travesaño se reflejaban en la pared. Su hermana Erna se le metió bajo el edredón.

—¿Tú ya has follado? —Le sacaba tres años. Otto negó con la cabeza—. ¿Quieres probar? —Le agarró la mano y la puso sobre sus muslos escuálidos.

—Si no paras, te voy a atizar.

—No te preocupes, yo me encargo. —Entre risitas, se giró hacia la pared y frotó su trasero escuchimizado contra él —. Apuesto a que follas mejor que los viejos.

Otto luchó contra la oleada de asco que se apoderó de él. Sabía lo que hacía Erna para suplementar su asignación semanal. No solo iba al burdel del piso de arriba a limpiar. Empezó a echar cuentas de lo que podría ganar en las próximas semanas. Tenía que marcharse de allí. Con números relucientes revoloteando por su cabeza, cayó en un sueño intranquilo con la cadencia de los jadeos rítmicos de su hermana.

Durante los meses siguientes, se dedicó a repartir briquetas por el vecindario todas las mañanas. Por las tardes echaba una mano en el colmado transportando cajas u organizando los productos. Así también conseguía pan duro, verduras, ensalada y todos los productos que ya no estaban lo bastante frescos para la clientela adinerada. Lo llevaba todo a casa. La familia dejó de pasar hambre.

Como púgil consiguió llegar al campeonato regional. Los estatutos del club deportivo incluían el desarrollo de las habilidades intelectuales de sus miembros además del entrenamiento físico. Para que los trabajadores se recuperaran de su ardua labor entre máquinas, se transmitían ideales comunistas y conciencia de clase. Fue la primera vez que Otto oía la palabra «formación».

Y la segunda vez que oía hablar del bachillerato.

—¿Qué se te ha perdido allí? —le preguntó su padrastro.

—No lo entenderías.

Karl lo miró indeciso. Trató de cargar la mirada de determinación atemorizante. Pero dejó transcurrir mucho tiempo y pasó el momento de sacar pecho. Empezó a temblar. De repente sentía frío y calor a la vez, y un hormigueo en el brazo izquierdo. Boqueó sin hacer ruido un par de veces como un pez fuera del agua y entonces se desmayó sobre la mesa. Otto se levantó de un salto, lo bajó al suelo y lo colocó bocarriba rápido y con cuidado para empezar a presionarle con ambas manos rítmicamente sobre el pecho y hacerle el boca a boca. Karl volvió en sí. Con ayuda de su madre, Otto lo llevó a la cama. No se lo había pensado ni un segundo, no había sentido ni pizca de ira, ni de duda, ni ninguna cercanía. Anna se quedó mirando a su hijo. «Mejor que cualquier médico», pensó, aunque no dijo nada. Otto le tomó el pulso a su padrastro.

—Llamaré a una ambulancia.

 

6