El mundo que forjó la peste - James Belich - E-Book

El mundo que forjó la peste E-Book

James Belich

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Beschreibung

En 1346 la peste negra llegó a Europa para diezmar a poblaciones enteras a lo largo y ancho del continente entre sufrimientos indecibles. Una catástrofe terrible, una tragedia humana de proporciones bíblicas, pero que desencadenó una renovación cultural y un desarrollo económico de una escala también sin precedentes. El mundo que forjó la peste es una historia panorámica de tales cambios, de cómo la peste bubónica revolucionó el trabajo, el comercio y la tecnología en Eurasia y de cómo preparó el terreno para la expansión mundial de Europa occidental que arrancó poco más de un siglo después. James Belich, catedrático de la Universidad de Oxford en Historia Global, nos lleva a través de siglos y continentes para iluminar una de las mayores paradojas de la historia: ¿cómo pudo tal catástrofe plantar las semillas de ese espectacular despegue? Belich muestra cómo la peste, diezmando la población, duplicó la capacidad económica de los supervivientes y acrecentó la demanda de sedas, azúcar, especias, pieles, oro, esclavos… Europa se expandió para satisfacer dicha demanda y la peste proporcionó los medios. La escasez de mano de obra impulsó el uso de las energías hidráulica y eólica y de la pólvora y también aceleró el desarrollo de tecnologías como los altos hornos, las armas de fuego y los galeones artillados. Al situar el ascenso de Europa en un contexto global, demuestra cómo los poderosos imperios de Oriente Medio y Rusia también florecieron tras la peste, así como la intrincada relación entre la expansión europea y actores como China o los otomanos. El mundo que forjó la peste es, pues, una ambiciosa y pionera historia global en torno a las transformaciones revolucionarias que trajo la peste negra, cuando el Medievo dio paso a la Edad Moderna, una era que resuena en la nuestra, superviviente, asimismo, de una plaga en un mundo conectado y en permanente cambio.

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Seitenzahl: 1600

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Mejor Libro de Historia Económica del Año para FiveBooks

Mejor Libro del Año para Prospect

Libro del Año para Spectator

Finalista del PROSE Award en Historia Europea, Association of American Publishers

Seleccionado para el Wolfson History Prize

«Un libro ambicioso, magistralmente conseguido».

Tom Holland, autor de Dominio

«Belich recurre a una amplia gama de material actualizado con las últimas investigaciones históricas, desde los patógenos de la peste hasta el papel de la guerra en la centralización del Estado moderno y temprano. El viaje es provocador y a menudo estimulante […] Belich plantea preguntas profundas y lo hace con considerable entusiasmo».

Peter Frankopan, Prospect

«Tan revolucionario como El Mediterráneo y el mundo mediterráneo en la época de Felipe II, de Fernand Braudel, el libro de Belich es “Gran Historia” en su máxima expresión. De hecho, Belich lleva la longue durée a la cúspide en un relato expansivo del nexo entre el trabajo, el capital, el comercio y el avance tecnológico en la evolución de la modernidad. En última instancia, la obra de Belich, con su ingenio característico, rompe los campos minados epistemológicos del debate “Occidente versus el resto”, al tiempo que hunde por su propia cuenta la dialéctica historiográfica medieval-moderna temprana-moderna».

Viktor Stoll, The English Historical Review

«Fascinante […] Pese a tener que explicar varios temas espinosos, que van desde las enfermedades hasta los mercados laborales y las guerras, lo hace de forma lúcida y atractiva.

Helen Morgan, Financial Times

«El mundo que forjó la peste recorre cinco siglos con una amplitud y profundidad extraordinarias para responder a una de las preguntas más importantes de la historia: ¿qué causó el ascenso de Europa a la hegemonía global y su “gran divergencia” del resto de Eurasia en términos de desarrollo económico en el siglo XIX? […] Belich presenta un argumento convincente a favor de la relación mutuamente beneficiosa entre el generalista que analiza el panorama general y el especialista temático, regional o cronológico.

Graeme Thompson, Dorchester Review

«Belich analiza el impacto inmediato y devastador de la peste pegra y sus efectos a medio y largo plazo en el orden económico y social. Muestra una cuidadosa consideración por las diferentes experiencias de los países y regiones de Europa y más allá […] El mundo que forjó la peste puede que sea, hasta la fecha, la mejor y más completa obra acerca de la peste negra y sus consecuencias».

Jeffrey Mazo, Survival

«Un libro australiano muy esperado […] James Belich es uno de nuestros historiadores más absolutamente necesarios; su visión es tan amplia como el propio mundo».

Geordie Williamson, The Australian

«El mundo que forjó la peste demuestra de manera convincente que la peste negra influyó en muchos aspectos de la vida humana. En resumen, es historia global».

Okori Uneke, International Social Science Review

El mundo que forjó la peste

Belich, James

El mundo que forjó la peste / Belich, James [traducción de Ricardo García Herrero].

Madrid: Desperta Ferro Ediciones, 2025 – 752 p., 8 de lám.: il. ; 23,5 cm – (Otros títulos) – 1.ª ed.

D. L: M-2230-2025

ISBN: 978-84-128984-8-4

930.9"13/17" 316.33

616-036.21

EL MUNDO QUE FORJÓ LA PESTE

James Belich

Copyright © 2022 James Belich

ISBN: 978-84-128984-8-4

All rights reserved

© de esta edición:

El mundo que forjó la peste

Desperta Ferro Ediciones SLNE

Paseo del Prado, 12 - 1.º derecha

28014 Madrid

www.despertaferro-ediciones.com

ISBN: 978-84-128984-8-4

D.L.: M-2230-2025

Traducción: Ricardo García Herrero

Diseño y maquetación: Raúl Clavijo Hernández

Coordinación editorial: Mónica Santos del Hierro

Primera edición: marzo 2025

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

Todos los derechos reservados © 2025 Desperta Ferro Ediciones. Queda expresamente prohibida la reproducción, adaptación o modificación total y/o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento ya sea físico o digital, sin autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo sanciones establecidas en las leyes.

Impreso por: Anzos

Impreso y encuadernado en España – Printed and bound in Spain

ÍNDICE

Título

Créditos

Índice

Agradecimientos

Introducción.

Paradojas de la peste

Prólogo.

Globalizar Europa

Primera Parte - Una epidemia de misterios

1

La peste negra y su época

2

Orígenes y dinámica de la peste negra

Segunda Parte - Peste y expansionismo en Europa occidental

3

¿Una edad de oro? Economía y sociedad en los albores de la peste

4

Ocupaciones expansivas

5

¿Revoluciones de la peste?

6

Fuerza de trabajo expansiva. Castas, madres de raza y varones de reemplazo

7

Estados, interestados y el kit europeo para la expansión

Tercera Parte - ¿Europa occidental o Eurasia occidental?

8

El impacto de la peste en el Sur Musulmán

9

Las globalizaciones ming y musulmana en el preludio de la Edad Moderna

10

Imperios entrelazados: la paradoja genovesa y la expansión ibérica

11

Los otomanos y la gran distracción

12

El rompecabezas holandés y la movilización de Europa oriental

13

Imperios coloniales musulmanes

14

La peste y la expansión rusa

Cuarta Parte - Expansión, industria e imperio

15

¿Imperio? ¿Qué imperio? La expansión europea hasta 1800

16

La Gran Bretaña de la peste

Conclusión

Bibliografía

Imágenes

Landmarks

Cover

Índice

AGRADECIMIENTOS

En primer lugar, permítanme agradecer al Marsden Fund de Nueva Zelanda su generoso apoyo durante el bienio 2010-2012, una ayuda que me permitió embarcarme en este proyecto. Su voluntad de dedicar parte de sus limitados fondos de investigación en humanidades a una ambiciosa historia global me parece muy meritoria. Estoy encantado de poder, por fin, entregar los frutos de su inversión. Durante este periodo, trabajé en el Stout Research Centre de la Victoria University of Wellington, donde recibí la importante ayuda y el apoyo de Richard Hill, Joe Lawson, Neil Quigley, Franchesca Walker y, sobre todo, Charlotte Bennett.

Desde 2012, y ya en Oxford, numerosos colegas, visitantes y alumnos ayudaron de diversas maneras y a todos ellos les doy las gracias. Merecen un reconocimiento especial los siguientes: Cheryl Birdseye, Erica Charters, Claire Phillips y Chris Wickham. De los más lejanos, me gustaría dar las gracias en particular a Felicity Barnes, al difunto Chris Bayly, Rob Bell, John L. Brooke, Linda Colley, Michael Kelly, Joachim Muller, Neil Pearce, James Pullen, Bob Tristram y Leslie Young. Un buen número de oyentes de mis conferencias del ciclo G. M. Trevelyan (Cambridge, 2014) sorprendió con su generoso aliento a un generalista que se estaba adentrando en sus campos de estudio. Espero que acepten un genérico pero sincero «gracias». Lo mismo cabe decir de los numerosos especialistas en cuyo trabajo me he basado –y a veces cuestionado o reutilizado–, en particular a los autores de tesis de posgrado accesibles digitalmente.

También debo dar las gracias a Ben Tate, Josh Drake, Karen Carter y Dimitri Karetnikov, de Princeton University Press; a la correctora Karen Verde; y al cartógrafo Rob McCaleb.

Por último, seis personas heroicas leyeron y comentaron provechosamente todo el manuscrito: Margaret Belich, Pekka Hämäläinen, Robert Hymes, John Darwin, David Scott y Andrew Thompson. Les estoy inmensamente agradecido por sus consejos, aunque no siempre los siguiera. Por supuesto, soy yo el único responsable de los errores y malentendidos que hayan podido quedar.

INTRODUCCIÓNPARADOJAS DE LA PESTE

En 1345, Europa y sus vecinos se vieron asolados por una terrible epidemia de peste que posiblemente fuera, en porcentaje sobre el total de la población, la catástrofe más letal de la historia de la humanidad. Surgió primero en la región del mar Negro y cuenca del río Volga, para extenderse después por todo el Mediterráneo a partir de 1347 y arrasar el norte de Europa en 1348, excepto algunas regiones rusas a las que no llegó hasta 1353. Anteriormente conocida como la gran muerte, la gran peste o, simplemente, la muerte o la peste, pasó a denominarse la peste negra. Los horrores y angustias que generó desafían todo intento de descripción, si bien los cronistas más inspirados consiguieron acercarse un tanto a lo que en realidad fue. Algunas variantes de la enfermedad mataban de manera fulgurante, en uno o dos días a lo sumo, aunque la bacteria principal acababa con las personas en una semana más o menos desde la primera aparición de los síntomas. Los enfermos agonizaban y muchas veces sus familiares se resistían a atenderlos por miedo al contagio, fallecían incluso los niños no infectados al haber perecido antes sus padres y los bebés mamaban del pecho de su madre muerta. Los médicos de la época hicieron cuanto pudieron –buena prueba de ello son los numerosos tratados acerca de la peste–, sin hallar ningún tratamiento eficaz. Francesco Petrarca, la voz del Protorrenacimiento italiano, escribió:

Nuestras viejas esperanzas yacen sepultadas con nuestros amigos. El año 1348 nos dejó solos y desamparados, pues no nos ha arrebatado cosas que puedan ser restauradas por los mares Indo, Caspio o Cárpatos. Las últimas pérdidas han sido irreparables y cualquier cosa que la muerte haya causado es ahora una herida incurable. Un solo consuelo nos queda: que seguiremos a quienes nos precedieron.1

Las recientes investigaciones en torno a la peste negra hacen necesarias hasta cuatro revisiones de nuestra comprensión de la misma. Los argumentos a favor de cada una de ellas se exponen en la Primera Parte. A continuación, examinaremos brevemente sus posibles implicaciones. La primera no es tanto una revisión como la recuperación de un enfoque más antiguo. Durante el siglo XX, la mayoría de los expertos estaban convencidos de que la peste negra era la peste bubónica, causada por la bacteria Yersinia pestis (Y. pestis), que, normalmente, solo infectaba a roedores salvajes. Entre 2001 y 2011 esa idea de la peste bubónica sufrió serias recusaciones y, sin embargo, la ciencia actual la ha confirmado finalmente de manera definitiva. Por tanto, la peste negra dio inicio a la segunda de las tres pandemias conocidas de peste bubónica. Pandemia se refiere, técnicamente, a una sola gran epidemia, pero en el habla común ha pasado a significar epidemias sucesivas de peste en un espacio amplio de tiempo. Es importante distinguirlas de las epidemias de peste puntuales y de los brotes regionales o locales –al menos estos últimos eran, y son, bastante comunes–. La primera pandemia fue la plaga de Justiniano, el emperador bizantino reinante, que afectó a la misma región que la peste negra medieval tardía –aunque ocho siglos antes– en 541. Las olas posteriores –diecisiete o dieciocho– se dejaron sentir durante dos siglos. La pandemia de peste negra, que comenzó en 1345, duró más de tres centurias e implicó en total a unas treinta epidemias de relevancia. La tercera pandemia, llamada moderna, surgió en el sudeste de China en 1894, alcanzó los cinco continentes habitados y declinó a partir de 1924. Extraemos gran parte de nuestra información acerca de la peste de esta última pandemia, pero fue mucho más corta, de alcance planetario y proporcionalmente mucho menos letal que las dos anteriores. Por tanto, la segunda peste pandémica fue un acontecimiento raro con un único precursor por lo general aceptado y ningún sucesor real. Si tenemos que elegir una sorpresa inesperada de la naturaleza que haya afectado al curso de la historia humana durante los últimos dos mil años, la pandemia de peste negra es una candidata.

Ello resulta especialmente cierto –y así llegamos a nuestra segunda revisión– si tenemos en cuenta su espeluznante mortandad. Las estimaciones habituales para la primera ola (1346-1353) oscilan entre un cuarto y un tercio de la población de Europa occidental, así que vamos a decir un 30 por ciento (un desastre, se mire como se mire). A muchos estudiosos les ha parecido una cifra elevada y poco convincente, dado que la tercera pandemia no mató a más del 3 por ciento de la población en las regiones más afectadas. Sin embargo, el análisis de nuevas pruebas y la reinterpretación de otras antiguas sugiere que el número real de víctimas fue más bien del 50 por ciento: por tanto, una masacre repentina de la mitad de la gente solo en la primera ola. Puede parecer macabro discutir los detalles de una tragedia tan terrible: ¿qué importa si la muerte se cobró un tercio o la mitad? Aunque los humanos nos caracterizamos por nuestra resistencia, por lo que la diferencia es posible que sea importante para quienes sobreviven. Si las cosechas disminuyen un 40 por ciento y perece el 30 por ciento de la gente, los vivos sufrirán penurias. Si muere el 50 por ciento, los supervivientes disfrutarán de una modesta abundancia. Nuestra tercera revisión se refiere al momento en que se recuperó la población. Ninguna de las olas posteriores tuvo la velocidad de propagación o la letalidad de la primera y, hasta hace poco, se pensaba que la recuperación fue bastante rápida, con un inicio en 1400 hasta completarse en 1500. No obstante, últimamente parece que llevó en realidad un siglo de retraso: la recuperación demográfica no fue general hasta 1500, aproximadamente, ni completa hasta 1600, más o menos. En el caso de Inglaterra, recuperó su población anterior a la pandemia en 1625, después de 275 años.2 Así pues, durante el siglo XV, Europa occidental aún tenía la mitad de su población normal, es decir, el nivel anterior a 1345 y posterior a 1600. Sin embargo, fue precisamente en este siglo cuando se inició la expansión mundial del Viejo Continente.

¿Por qué Europa? ¿Cómo es que este pequeño continente se expandió hasta alcanzar la hegemonía mundial? En 1400, los europeos occidentales controlaban alrededor del 5 por ciento de la superficie del planeta. Para 1800, se dice que controlaban alrededor del 35 y el 80 por ciento en 1900.3 Ya sabemos que la extensión territorial es una medida bien poco precisa y veremos más adelante que se ha sobreestimado el grado de control sobre esas tierras. Pese a ello, incluso en 1550, con la recuperación de la población aún no completa del todo, los europeos controlaban las fuentes de oro y plata más ricas de Sudamérica y habían empezado a asentarse en otras partes del continente. Eran actores destacados en el comercio subsahariano de oro y esclavos, así como en la dinámica actividad mercantil del océano Índico y empezaban a expandirse también por China. Después de todo, la riqueza de los mares oceánicos de Petrarca resultó ser un consuelo para los supervivientes de la peste. Aquella extraña intersección entre despoblamiento y expansión exitosa constituye la primera paradoja de la peste.

La expansión geográfica, que comenzó en el siglo XV y concluyó con la hegemonía planetaria del XIX, fue solo la mitad de la gran divergencia de Europa con respecto al resto del mundo. La otra mitad fue el desarrollo económico, que culminó en la industrialización a finales del siglo XVIII. China e India eran los líderes económicos mundiales en la Alta Edad Media (ca. 900-1300) y no está claro en qué momento Europa empezó a alcanzarlos. Sin embargo, en la Segunda Parte de este libro se habla de la época posterior a la peste (1350-1500). Esta conjunción de terribles epidemias con avances económicos y tecnológicos es la segunda paradoja de la peste, que nos encamina a nuestra cuarta y última revisión de esa pandemia. Muchos expertos siguen creyendo que la enfermedad de la peste negra también afectó a India y China en el siglo XIV, además de a Europa y sus vecinos. En la Primera Parte sugerimos que, probablemente, no fue el caso. La implicación de este hecho es que tal vez la peste tuvo que ver con esa gran divergencia. Por simplificar al máximo –y adelantarme a una posible ocurrencia–, este libro pone a prueba una nueva respuesta de dos palabras a una vieja pregunta de tres palabras: ¿por qué Europa? Yersinia pestis.

«¿Por qué Europa?». La pregunta sigue ahí por mucho que algunos quisieran hacerla desaparecer; razones no les faltan. Una mayoría de historiadores están hartos ya del autobombo europeo y de la historia de altos vuelos, esa que habla solo de la política, la diplomacia y los grandes hombres. Por fortuna, su atención se ha vuelto hacia las mayorías europeas silenciadas, hacia las capas de subjetividad que arrojan una nueva luz sobre la historia y hacia la intervención y singularidad de tantas sociedades fuera del Viejo Continente. Ello ha dado lugar a una impresionante variedad de nuevos estudios, muchos de los cuales han contribuido a la elaboración de este libro. También es comprensible que los historiadores desconfíen de las generalizaciones, sobre todo cuando se organizan en metanarrativas, esto es, relatos globales de la historia del mundo en cuyas categorías pueden ir encajando los hechos. Algunos creen incluso que el oficio mismo de buscar la verdad en la historia es una ilusión. «No hay ningún rostro detrás de la máscara»,4 lo que nos dejaría no otra cosa que unas máscaras como objeto de estudio. O bien opinan que la historia profesional está tan entrelazada con el entorno eurocéntrico y nacionalista de finales del siglo XIX en el que floreció que no es capaz de trascenderlo. En mi opinión, estas consideraciones deben llevarnos a la cautela, más que a eludir la tarea. Reconstruir la historia con total exactitud y trascender por completo el eurocentrismo seguramente resultará imposible. Pero lo que sí podemos es acercar o alejar el foco. Los argumentos generales simplifican en exceso, pero también pueden contextualizar, permitir la comparación y descubrir nuevas capas de complejidad. ¿Deberíamos dejárselos a los historiadores económicos, a los sociólogos históricos o a los historiadores populistas, más propensos a dejar de lado las partes más turbias del pasado, también conocidas como historia contingente?

Hay otro argumento que suele esgrimirse para descartar el estudio de la expansión geográfica y el crecimiento económico europeos: la supremacía mundial que proporcionó resultó efímera –digamos que de 1850 a 1950– y además desapareció hace ya tiempo. Pero ello no es motivo para que los historiadores se desentiendan del pasado. Además, se ha exagerado la muerte del predominio eurocéntrico. Si incluimos a la misma Europa, cuatro y un tercio de los seis continentes habitables del mundo –las dos Américas, Australasia y la Rusia asiática– siguen dominados por personas de ascendencia europea y que, a menudo, siguen autodefiniéndose como europeos. El gran legado de Europa, la industrialización, sigue omnipresente en todo el planeta y afecta a la mayoría de las vidas humanas para bien o para mal. Por supuesto, ya existen bibliotecas enteras de libros que explican tal influencia y la mayoría de las más recientes ha sido capaz de trascender tanto el racismo como el triunfalismo. Hay muchas teorías plausibles acerca de las causas del imperialismo europeo. Entre ellas se encuentran el aventurerismo y el evangelismo; la necesidad de repartir el excedente de mano de obra o capital europeos; la llegada de la tecnología moderna, que dio alas a antiguas aspiraciones expansionistas; y el sistema competitivo por el que cualquier Estado europeo moderno respetable debía poseer un imperio. La mayoría se centra en la era del alto imperialismo (1860-1914) o en el largo siglo XIX (1783-1914). Es cierto que este último periodo fue testigo de un auge masivo de los imperios –el sometimiento de otras sociedades–, de la colonización –la reproducción de la propia sociedad en lugares distantes a expensas de los habitantes anteriores– y del comercio a gran escala. Aunque tales procesos se basaron en siglos de expansión anterior cuyos orígenes aún no se han explicado de manera satisfactoria.

No pretendo afirmar que la peste domine el rompecabezas causal. Sí sugiero que es la pieza que ha faltado en mayor grado, cuya inclusión arroja nueva luz sobre el conjunto. Aunque algunos historiadores clarividentes han intuido una conexión, ninguno, que yo sepa, ha trazado una secuencia causal plausible entre la peste europea misma y su propagación geográfica y no digamos ya probarla. No ocurre lo mismo con el crecimiento económico. Desde 1860, si no antes, algunos estudiosos han relacionado la peste negra con el inicio del progreso económico de Europa occidental y su desarrollo tecnológico asociado.5 Esta visión parece cíclica, hasta el punto de entrar y salir periódicamente de la moda dominante. El siglo pasado fue, sobre todo, un periodo de salida. «La mayoría de los historiadores que escribieron en el siglo XX […] restaron importancia sin miramientos al impacto de la peste negra, que quedó relegada al papel de acelerador de una crisis ya en marcha».6 Algunos siguen negándole de manera explícita un papel relevante. En 2014, un destacado historiador del entorno medieval escribió que la peste negra «no logró alterar los fundamentos a largo plazo».7 En 2016, otro especialista relevante, este económico, coincidió en que «al fin, y a la postre, la peste no motivó cambios económicos significativos a largo plazo».8 En la actualidad siguen prevaleciendo las interpretaciones sin peste en relación con el crecimiento económico moderno del Viejo Continente, si bien la rueda va mostrando signos de volver a girar (vid. Capítulos 3 y 16).

El auge de la Europa moderna se ha atribuido a una sucesión de grandes movimientos intelectuales: el Renacimiento en el siglo XV, la Reforma del XVI, la Revolución científica del XVII y la Ilustración del XVIII. Este Santo Cuarteto, y muy en particular su último integrante, sigue teniendo sus defensores.9 Asimismo, en la actualidad se le da mayor crédito a determinados aspectos culturales extraordinarios y de largo aliento y a las instituciones benefactoras. «Los especialistas que le atribuyen a cualidades inherentes europeas el haber hecho posible la aparición del mundo moderno suelen hacer hincapié en la cultura o en las instituciones».10 Entre esos aspectos particulares figuran las familias nucleares, el individualismo, la curiosidad y la creatividad y, entre las instituciones, Estados centralizados fuertes, leyes estables, asambleas representativas y mercados más libres. No hay nada políticamente correcto o eurófobo en cuestionar este paquete causal. Aunque ahora despojado de racismo, sigue siendo sospechosamente fraternal con Europa. Por pura estadística –cabría pensar–, tal vez se podrían incluir algunos vicios y contingencias más y alguna virtud menos. La mayoría de las virtudes existieron y fueron relevantes, pero rara vez se nos explica su aparición y excepcionalidad, ni se nos cuenta con precisión cómo interactuaron entre sí o con la expansión geográfica y el crecimiento económico. ¿Fueron causas o efectos de la gran divergencia? ¿O surgieron, ellas y la excepcionalidad real o supuesta de Europa en general, de semillas anteriores, como los legados de la Grecia y la Roma clásicas, o la religión cristiana, o diversas epifanías medievales fechadas durante los siglos VIII, X o XII? Este libro trata de introducir la peste negra –y algunas otras nuevas variables– en esa conversación que trata no solo de Europa y su expansión geográfica y crecimiento económico, sino de la historia global.

NOTAS

1 Petrarca, «Letters on Familiar Matters», en Horrox, R., 1994.

2 Broadberry, S. et al., 2011, 32.

3 Hoffman, Ph. T., 2015, 18, notas 4 y 5, que confirma la estimación de D. K. Fieldhouse en 1973.

4 Munz, P., 1977, 16-17.

5 Por ejemplo, Burckhardt, J., 2001 (1860); Bridbury, A. R., 2016 (1962), 84-91 y Bridbury, A. R., 1973, 393-410; Herlihy, D., 1997, 51-57, 81.

6 Bailey, M., 2021, Conclusión.

7 Hoffman, R. C., 2014, 350.

8 Clark, G., 2016, 139-165.

9 Mokyr, J., 2009; McCloskey, D. N., 2010.

10 Daly, J., 2015, 31.

PRÓLOGOGLOBALIZAR EUROPA

En primer lugar, las consecuencias –y, en menor medida, las causas– de la peste negra; en segundo lugar, las causas –y, en menor medida, las consecuencias– de la expansión europea; y en tercero, la interacción de la una con la otra. Son temas suficientemente amplios para cualquier libro. Sin embargo, por mis pecados, me he convencido de que un enfoque aún más amplio –global, de hecho– es el más apropiado para arrojar nueva luz sobre ellos. Por tanto, tengo que esbozar aquí algunas particularidades de mi visión personal de la historia global. Presenta, al menos, dos formas: extensiva e intensiva. La historia global extensiva trata de ofrecer visiones generales, no necesariamente de toda la historia del planeta, sino de amplias partes de ella o de patrones generales. Debería evitar metarrelatos rígidos que privilegien a un único grupo cultural y que impliquen un progreso inexorable hacia el presente. Sin embargo, los marcos transculturales flexibles que sugieren patrones y procesos extensos siguen teniendo su utilidad siempre que no pretendan constituir la única forma respetable de hacer historia. La historia global intensiva, por el contrario, aporta perspectivas útiles de cualquier lugar y cualquier momento a problemas históricos concretos, por grandes o pequeños que sean, y luego pone a prueba la hipótesis resultante en una holgada variedad de fuentes accesibles, incluidas tesis inéditas, revistas poco conocidas y ciencia reciente. Puede parecer poco generoso a la hora de cuestionar a los especialistas de los que depende, pero, en realidad, los toma en serio y trata de realzar su profundidad con su amplitud. La historia global intensiva es la apuesta principal de este libro, sin embargo, este Prólogo sienta sus bases mediante la experimentación con la variante extensiva.

REPENSAR LA GLOBALIZACIÓN Y LA DIVERGENCIA

Muchos estudiosos sitúan el origen de la globalización, un proceso que, supuestamente, culminará en un planeta totalmente interconectado, en un pasado muy reciente, después de 1945.1 Algunos historiadores lo remontan a 1571, cuando los galeones españoles de Manila inauguraron un comercio que recorría todo el orbe, o bien a algún momento del siglo XIX, cuando se iniciaron los intercambios realmente masivos de mercancías a través de los océanos. En mi opinión, se trata de un proceso demasiado relevante para restringirlo al pasado reciente o a todo el planeta. Para mí, lo más interesante de la globalización no es la universalidad o la modernidad, sino la conectividad transformadora. Esta puede generar historias híbridas que son más que la suma de sus partes, donde uno más uno es igual a tres. El ejemplo clásico es el bronce, que requirió conectividad porque las fuentes de cobre y estaño suelen distar entre sí. La biota y las culturas también pueden hibridarse. Los camellos adaptados al frío y los dromedarios adaptados al calor se cruzaron en Sogdiana o en Bactriana hace 2500 años y dieron lugar a una bestia mucho más grande capaz de soportar tanto el frío como el calor. Las culturas híbridas afroárabe –suajili– y afroeuropea surgieron en las costas oriental y occidental de África hace unos 1000 y 500 años, respectivamente, lo que intensificó las conexiones globales del continente. La globalización también puede crear y vincular mundos subplanetarios, que dan como resultado un nuevo espacio conectado en el que transcurre la historia, un mundo conocido o ecumene cuyas partes más lejanas se conocen entre sí. Estos conceptos ya se han vuelto de uso común: el mundo islámico, el mundo atlántico. La idea resulta incluso más útil cuando se extiende más allá de cualquier imperio. Existieron los mundos romano y chino hace 2000 años, mayores que los imperios: Irlanda y Japón formaban parte del mundo en cuestión, pero no del imperio. Tres sencillas tipologías ayudan a cartografiar la escala, los motores y las intensidades de la globalización, aunque debemos tener en cuenta que los tipos son puntos fijos artificiales que nos permiten tomar un segmento de una realidad fluida para analizarlo con más detenimiento.

La globalización ha operado a tres escalas: totalmente global –afectando a los seis continentes habitables–; semiglobal –extendiéndose por la mayor parte de un hemisferio entero–; y subglobal –implicando a dos o más subcontinentes–. Solo se me ocurren dos ejemplos de la primera: la globalización moderna y la dispersión original del Homo sapiens –nosotros, los autodenominados simios inteligentes– desde África a los seis continentes, que terminó en Sudamérica hace unos 12 000 años. Un ejemplo de semiglobalización es la asombrosa expansión de los viajeros lejanos de habla austronesia, los malayo-polinesios, desde los confines del sudeste asiático a través del océano Índico hasta África y las islas del vasto Pacífico, probablemente en los últimos dos milenios y es posible que hasta alcanzar las Américas. Otra es el casi cerco del Polo Norte por culturas superpuestas adaptadas al Ártico que utilizaban renos y perros de trineo, ropa de piel impermeable y embarcaciones de piel, como las grandes umiaks para cazar ballenas, así como arpones de palanca, armaduras de hueso y arcos y flechas. Todo ello culminó en la rápida expansión de los inuit de Thule desde Siberia oriental hasta Groenlandia en torno al siglo XII, que dejaba a un lado a aleutas, amerindios, paleoinuit y, finalmente, a los nórdicos europeos en Groenlandia. Los casos clave de subglobalización de este libro son los cuatro mundos antiguos que surgieron en Afroeurasia hace 5000 años: Asia oriental, centrada en China; el mundo del océano Índico, centrado en la India; Eurasia occidental, centrada en Oriente Medio; y el mundo no centrado pero conectado de las estepas euroasiáticas, las praderas de más de 8000 kilómetros desde Manchuria hasta las llanuras húngaras.

Mapa 1: Los cuatro «viejos mundos».

Cada mundo estaba cosido o entretejido por uno o varios de los cinco motores de la conectividad. La difusión de objetos y pensamientos de un vecino a otro era el más básico. Lenta y limitada, posibilitaba, sin embargo, transferencias de importancia. En el otro extremo de la escala estaba la expansión de un único grupo cultural hacia nuevos territorios, que podía ampliar e intensificar rápidamente las conexiones. Los imperios se convirtieron en una notable forma de expansión, pero no fueron ni mucho menos la única. Los sistemas de comercio, caza y esclavitud podían extenderse, a veces violentamente, sin imperio y hubo casos de expansión en manada como los de las pequeñas ciudades-Estado griegas por todo el Mediterráneo en el último milenio antes de Cristo o las naciones-Estado europeas en el siglo XIX de nuestra era. Sin embargo, una expansión duradera requería vínculos permanentes, formales o informales, con la región de origen. Si estas conexiones desaparecían, la expansión se convertía en dispersión, nuestro tercer motor. La dispersión también podía ser un fenómeno aislado, como las migraciones populares o las protagonizadas por hombres guerreros sin pensar en el imperio ni en el regreso a casa, como la migración anglosajona a Gran Bretaña durante los siglos V y VI de nuestra era. La dispersión fue como una goma elástica que se estira y se rompe, pero deja sus fragmentos lejanos en el lugar, mientras que la expansión se estira, pero no se rompe. El cuarto motor de la globalización fue la atracción, que actuó como un imán para atraer a la gente hacia recursos preciados, como la obsidiana, o manufacturas apreciadas, como la seda. Para ello se hacía necesario llegar hasta el exterior, nuestro último motor, es decir, ir a buscar algo a su origen y regresar con ello, en lugar de comerciar con ello en algún centro intermedio o esperar a que se filtre por difusión. Alrededor del año 1500 a. C., unos antepasados de los actuales suecos perdieron la paciencia ante la lenta difusión del cobre chipriota y fueron a buscarlo ellos mismos por tierra. Más tarde, cuando volvieron a casa, demostraron su logro con dibujos rupestres de barcos a la manera mediterránea.2

Incluso un contacto ocasional puede estar en el origen de transmisiones importantes, la más baja de las cuatro intensidades y nuestra última minitipología. Los raros hallazgos de objetos procedentes de tierras lejanas, como clavo de las Molucas en una pirámide egipcia, resultan interesantes porque indican la amplitud de las redes, aunque no son significativos en sí mismos. Sin embargo, un puñado de transferencias de elementos capaces de reproducirse localmente –biota, personas, ideas– podría suponer una gran diferencia para las sociedades receptoras. De algún modo, el mijo africano llegó a la India hacia el año 2000 a. C., encajó en nichos ecológicos infrautilizados y permitió una mayor densidad de población.3 La mayor intensidad implicaba integración: los vínculos eran tan estrechos, a pesar de la distancia, que dos o más lugares lejanos se volvían dependientes mutuamente. Un ejemplo temprano es la dependencia de la Atenas clásica del cereal de Crimea.4 El nivel medio-bajo de intensidad era la interacción, cuyo indicador es el comercio de lujo bastante regular, del que podían llegar a depender las élites para demostrar que lo eran. La circulación era el nivel medio-alto; su vehículo era el comercio a granel de productos como la sal, la madera y el grano. Tanto la interacción como la circulación podían transportar también nuevas ideas, cultura material, biotecnología y enfermedades. Debemos recordar constantemente que la globalización no era buena ni inexorable por necesidad. Puede contraerse o expandirse, debilitarse o intensificarse, colapsar o emerger. Puede transmitir la sífilis y la ciencia. Algunas enfermedades, entre ellas es posible que la sífilis, podían propagarse a larga distancia por mera transmisión. La viruela podía conformarse con la interacción. En las tres pandemias, las secuencias de peste bubónica requerían circulación. Las pandemias de peste también tuvieron historias híbridas. Fueron aventuras conjuntas entre acontecimientos ecológicos aleatorios y la intensidad sostenida de la conectividad humana.

Hasta el cuarto milenio antes de Cristo, las cadenas de conectividad solían detenerse en los vastos mares, los desiertos y las estepas infinitas. Más adelante, los avances en biotecnología convirtieron esas barreras en puentes. Hacia el año 3000 a. C. ya se utilizaban barcos de vela y se habían domesticado los caballos y, poco después, los camellos bactrianos. A partir del año 2000 a. C., aproximadamente, los cuatro mundos afroeuroasiáticos empezaron a unirse. En este contexto de semiglobalización, el concepto de divergencia pasa a convertirse en algo más que un concurso de belleza en el que quien gana se parece bastante al que puntúa.

Hacia el año 2000, el debate en torno a «¿por qué Europa?» se vio renovado y reorientado por libros como La gran divergencia, de Kenneth Pomeranz, que sostenía que Europa no superó el nivel económico de China hasta más o menos 1800 y que, desde ese momento, si pudo seguir prosperando fue gracias al acceso fortuito al carbón –británico– y a las colonias –americanas–, con sus fértiles tierras.5 Esta obra apoya la idea de que la complejidad económica y la productividad europeas no superaron a las de China hasta el siglo XVIII. No obstante, el proceso de convergencia puede haber comenzado antes y desde luego lo hizo la expansión geográfica, que tal vez fuera una condición previa necesaria para el crecimiento económico. Empezó en el siglo XV, ya fuera en 1492, cuando Colón se topó con América, o en 1402, cuando los europeos hicieron su primera conquista duradera de ultramar: Lanzarote, en el archipiélago canario. El debate acerca de las causas y el momento de la divergencia ha generado una extensa y útil bibliografía. Sin embargo, todas las partes coinciden en que solo existió una gran divergencia, la que se produjo entre Europa y el resto del planeta, un consenso que, a su vez, necesita cuestionarse.

Digamos que una divergencia se inicia como una potente innovación regional en biotecnología o religión o, tal vez, en la mezcla de los dos tipos anteriores. Si la divergencia proporciona una ventaja en la expansión o la dispersión, otros tratarán de igualarla, o serán subyugados y se les impondrá. Si simplemente se considera valiosa o útil, los demás intentarán adquirirla y luego emularla produciéndola ellos mismos. Para ello es necesario que la conozcan por medio de la interacción, o bien que sean educados por las malas mediante la expansión o la dispersión. La divergencia impregnará entonces el espacio conectado y madurará en una convergencia. Es esta difusión a un elevado número de personas, y no los logros reales o supuestos del divergente, lo que hace que una divergencia sea grande. En los mundos interconectados de Afroeurasia en los últimos 5000 años existieron al menos cuatro grandes divergencias, definidas como innovaciones enormemente influyentes que llegaron del Pacífico al Atlántico. El listón está muy alto. Excluye la impresionante difusión de las influencias romana y budista, que no llegaron a ambos océanos.

LA REVOLUCIÓN EQUINA

La primera de estas grandes divergencias fue la propagación de la doma del caballo a partir del año 3000 a. C. Las pruebas al respecto, y en particular lo que la ciencia nos dice de los genomas humano y equino, son cambiantes y controvertidas. En resumen, la historia discurrió más o menos así: los caballos fueron domesticados por primera vez en Botai, al este de los Urales (actual Kazajistán, en Asia Central), hace unos 5500 años para aprovechar su leche y su carne y es posible que para la monta. Más tarde, hacia 3000 a. C., los nómadas esteparios del oeste ahora conocidos como yamna, que antes habían adoptado los carros tirados por bueyes y el pastoreo de vacas y ovejas, retomaron esa domesticación. Mi suposición es que primero montaron a dos manos, agarrando la crin y el cuello de los caballos, además de las bridas. La implicación de este hecho es que la equitación aún no era de utilidad directa en la guerra –no les quedaba una mano libre para blandir un arma–, pero sí permitía explorar y hacer incursiones más rápidamente y a mayor distancia y, además, los guerreros podían llegar frescos al campo de batalla. Es posible que esto ayudara a los yamna a extenderse con rapidez por Europa central y oriental hacia 2500 a. C. y con ellos se extendió su lengua indoeuropea.6 El despegue de la guerra ecuestre lo podemos datar con mayor seguridad hacia 2000 a. C. Por esa época, en Sintashta (también en Asia Central) nacieron los carros de guerra, que sirvieron de ayuda a los pueblos descendientes de los yamna o relacionados con ellos para emprender una nueva serie de migraciones hacia el año 1500 a. C.: a Europa occidental, los Balcanes, Anatolia, Mesopotamia, Irán, el norte de la India y la cuenca del Tarim, en lo que hoy es el noroeste de China, donde se han hallado momias de aspecto supuestamente europeo.7 Los caballos y los carros llegaron al este de China hacia 1200 a. C., época en la que ya se utilizaban desde el Atlántico hasta el Pacífico.

Hay al menos una interpretación de estos hechos que aún parece influida por ciertos residuos de arianismo, la teoría racial de la que Adolf Hitler es el exponente más conocido.8 Sin embargo, esto no ha sido más que una patraña: los hablantes indoeuropeos fueron los que llegaron más lejos, los más tempranos, y la difusión de su lengua –por Irán, Anatolia y el norte de la India, además de Europa– es, ciertamente, notable. No obstante, a pesar de los esfuerzos por atribuírselo a los yamna, las pruebas recientes parecen apoyar que la primera domesticación tuvo lugar en la cultura botai.9 Es probable que los botai no hablaran indoeuropeo ni que tuvieran ascendencia caucásica.10 Sus caballos no fueron los antepasados de los caballos modernos, pero probablemente tampoco lo fueron los caballos yamna. En contra de las hipótesis anteriores acerca de un número muy reducido de equinos Adams, la falta de diversidad genética masculina en los caballos modernos se atribuye en la actualidad a las prácticas de cría más recientes con sementales selectos.11 En cualquier caso, pueblos como los egipcios ya habían igualado a los nómadas esteparios en la guerra de carros hacia el año 1500 a. C. Aproximadamente a partir del año 1000 antes de Cristo se produjo una serie de expansiones a caballo en sentido inverso, de este a oeste, empezando por los escitas, cuya patria se creyó durante mucho tiempo localizada en las estepas europeas o cerca de ellas y ahora se sitúa en Siberia/Mongolia.12 En esa época ya se montaba a una mano, lo que permitió la aparición de la primera caballería con jabalinas, lanzas o espadas, y pronto le siguió incluso la monta sin manos, que permitía el uso de potentes arcos compuestos sobre el animal. Es posible que fueran los escitas quienes desarrollaran los primeros imperios nómadas a caballo, cuyo protagonismo en la historia mundial solo se ha reconocido recientemente. Hay indicios de que sus rebaños eran muy extensos.13 Ciertamente, desde el año 200 a. C., sucesivas migraciones y expansiones de nómadas ecuestres turcomongoles salieron de las estepas orientales hacia los demás mundos de Eurasia, que culminaron en el siglo XIII d. C. con el inmenso Imperio mongol. A partir de 1500, los europeos llevaron los caballos a América. Supusieron una breve ventaja militar, que los españoles intentaron ampliar al excluir a las yeguas de su caballería,14 pero pronto fueron adoptados por los amerindios. Así surgieron imperios nómadas de caballos amerindios, araucanos, comanches y siux lakota que desafiaron el dominio europeo hasta 1870, aproximadamente. Por tanto, lo que contaba eran los caballos, no la lengua ni el color de la piel de los jinetes.

En entornos adecuados, los arqueros a caballo lideraron la biotecnología militar durante más de 1500 años a partir de 800 a. C. y siguieron manteniendo su relevancia hasta el siglo XIX. Aunque esta fue solo la vertiente marcial de la influencia equina, porque los caballos también revolucionaron el transporte en tiempos de paz y cambiaron muchas formas de trabajo. Tirando de carros y arando eran un 60 por ciento más eficaces que los bueyes y además tenían otros muchos usos. Sin duda, la divergencia equina es notable, incluso como una revolución equina comparable a la industrial. Puede que la gente se resista a esta comparación, pero lo cierto es que los caballos triplicaron la potencia, velocidad y autonomía humanas durante cuatro milenios. En 1850 proporcionaban la mitad de toda la energía necesaria para el trabajo en Estados Unidos, tanto como los humanos, el vapor, el agua y el viento juntos.15 Es difícil pensar en un desarrollo biotecnológico entre el origen de la agricultura, hace 10 000 años, y la industrialización, hace 250, que supere a la alianza caballo-humano.

Este primer caso nos ayuda a afinar nuestra comprensión del proceso de divergencia. Ya vemos que esta no se originó en las antiguas aglomeraciones urbanas de Oriente Medio, el este de China o el norte de la India, sino en las estepas, entre nómadas. No fue el logro de algún genio individual en el entrenamiento de caballos, sino de variables ecológicas regionales combinadas con repetidos impulsos de innovación humana colectiva. Hace unos 10 000 años los caballos se habían extinguido en buena parte de su área de distribución original, incluida su patria americana, es probable que a causa de la caza humana. Contaban con importantes refugios en Eurasia, desde Yunán hasta la península ibérica, pero solo eran realmente abundantes en las estepas. Los impulsos de divergencia equina siguieron emanando de manera explosiva y repetida: expansión de jinetes a dos manos, carros, expansión de jinetes a una mano y arqueros montados, imperios nómadas con ciudades de tiendas móviles. Una ventaja militar clave, perfeccionada por los mongoles, fue que no solo llevaran un caballo, sino varios por cada hombre, que cambiaban de montura para desplazarse rápidamente a largas distancias, con ello obtenían una ventaja estratégica. Incluso en medio de la batalla, lo que les daba una ventaja táctica. Sin embargo, la hípica también se extendió y desarrolló mediante la emulación y la adaptación no esteparias, como las colleras de caballo, los estribos y los caballos de estabulación más pesados, que podían transportar mejor a los hombres acorazados y realizar trabajos agrícolas e industriales. Al final, la globalización de la divergencia redujo la ventaja relativa del divergente.

SUPERCULTIVOS, SUPERARTESANÍA

Nuestra segunda divergencia comenzó hacia 2500 a. C. en los grandes valles fluviales del este de China. Se caracterizó por el control del agua y la generalización de los arrozales inundados, un supercultivo que producía, al menos, el doble de alimentos por hectárea que cualquier otro cereal. Ello permitió la existencia de poblaciones densas, élites numerosas y ricas y una complejidad social que, a su vez, generó una superartesanía, en especial en la producción de seda. Hacia el año 2000 a. C., la India experimentó un desarrollo similar, también basado en el cultivo del arroz de regadío, pero, en este caso, con el algodón como superartesanía. La porcelana china y el acero indio de crisol se unieron más tarde a la seda y el algodón como manufacturas ampliamente deseadas. Por abreviar, nos hallamos ante una divergencia chinoindia de superartesanía basada en un supercultivo. Los grandes Estados, a menudo convertidos en imperios, protegían la especialización y la interacción regionales. La complejidad social adaptó a los productores a mercados múltiples y cambiantes. La casta, el clan y el linaje fomentaban ocupaciones hereditarias en las que los niños aprendían técnicas además de habilidades. La seda y el algodón eran tejidos ligeros y cómodos más fáciles de teñir que la lana o el lino. La ropa de color podía transmitir desde uniformidad hasta individualidad y todo el que la veía y la tocaba deseaba hacerse con ella, aunque a menudo solo las élites se la podían permitir.

La seda, el algodón y la porcelana se convirtieron en productos que los demás mundos antiguos ambicionaban y trataban de obtener o emular. «Durante más de mil años, la porcelana china fue el producto más universalmente admirado y ampliamente imitado en todo el mundo». A excepción de la seda y el algodón, añadiríamos, cuyo atractivo global era aún más antiguo y amplio.16 La seda estaba tan considerada que los euroasiáticos occidentales y los centroasiáticos viajaban a China para conseguirla, siempre en flujos modestos pero constantes. Ya en el segundo milenio antes de Cristo existían tejidos de seda fuera de China, en concreto en Bactriana; en el año 1000 a. C. en Egipto y en 500 a. C. en Europa.17 Los algodones indios llegaron al Cáucaso en torno a 1500 a. C. y a Mesopotamia a partir de 1000 a. C.18 En el último siglo antes de Cristo, las rutas de la seda por tierra se transitaban con bastante regularidad, gestionadas por alianzas de mercaderes –sobre todo sogdianos de la región de Transoxiana–, ciudades de los oasis y nómadas a caballo y camello. Igualmente, se había establecido una ruta marítima de tres etapas: desde el sur de China hasta el estrecho de Malaca; desde allí hasta la India; y desde la India hasta el golfo Pérsico o el mar Rojo, con barcos en cada uno de los tramos que navegaban impulsados por los predecibles vientos monzónicos. En cada sección operaban diversas redes mercantes y marineras y algunos persas y árabes navegaban por toda ella. El sistema, complementado con caravanas de camellos de la India a Irán, transportaba algodón indio al sudeste asiático y Eurasia occidental.19 En el siglo II de nuestra era, 120 barcos romanos navegaban cada año a la India, con cargamentos valorados en cinco toneladas de oro.20 Con respecto a la porcelana, llegó relativamente tarde a Oriente Medio, en el año 800 de nuestra era, y a España dos siglos más tarde.21 El acero indio de crisol –en forma de espadas– hizo un viaje similar más o menos por la misma época y también fue importado por China a partir del año 700 de nuestra era.22

La ventaja chinoindia en el sector textil es un reflejo de una primacía más general en el sector manufacturero que duró unos 2000 años, hasta 1800 de nuestra era. China e India importaban numerosos productos, pero, en general, las manufacturas no estaban entre ellos. El resto del mundo rara vez podía fabricar algo mejor que ellos. Esto animó a otros a llevarles bienes no manufacturados, a hacer el trabajo sucio de adquirir pieles, gemas, esclavos, tinturas y alimentos exóticos. Incluso esto no era suficiente y a menudo había que pagar los tejidos con metales preciosos.23 Ello puede explicar el intermitente desinterés chinoindio por dedicarse al comercio marítimo de largo alcance. Cierto que hubo notables excepciones, como el Imperio marítimo chola en el sur de la India (850-1279 d. C.) y las grandes flotas chinas ming de largo recorrido de principios del siglo XV.24 Pero, por lo general, el resto del mundo acudía a China e India portando sus objetos de valor. En definitiva, China e India pudieron globalizarse por atracción.25

La superioridad de la artesanía china e india estaba ampliamente reconocida, como censurada era la fuga de capitales a esos dos países. Alrededor del año 1100, un persa escribió: «Los chinos son los hombres más hábiles en artesanía. Ninguna otra nación se les acerc en esto».26 Hacia 1300, un armenio escribió acerca de China:

La gente de allí es creativa y muy inteligente, así que no tiene en gran consideración los logros de otras personas en todas las artes y ciencias […] Y su palabra se ve confirmada por el hecho de que […] de ese reino se trae tal cantidad de mercancías variadas y maravillosas con una elaboración tan indescriptiblemente delicada, que nadie es capaz de igualarla.27

Hubo otros euroasiáticos occidentales que estuvieron de acuerdo. Votaron con su sondeo de opinión más preciado –el metal precioso– e igualmente con los viajes de sus mercaderes. Desde el romano Plinio el Viejo en el siglo I d. C. hasta los gobernadores de la Compañía Británica de las Indias Orientales en el XVIII, oímos las mismas quejas relacionadas con el flujo de oro y plata en una única dirección: China e India.28 Como escribió un historiador otomano hacia 1700:

¡Cuánta riqueza se destina a bienes del Indostán mientras que la gente del Indostán no compra nada en las provincias otomanas! De hecho, lo que tenemos para vender no es lo que ellos necesitan; no gastan nada en otras tierras porque no tienen necesidades. De ahí que la riqueza del mundo se acumule en el Indostán.29

Hacia el año 800 de nuestra era, las cuatro superartesanías chinoindias habían cruzado desde el Pacífico hasta el Atlántico, por lo que esta divergencia cumple también nuestros criterios geográficos de grandeza. Sin embargo, aquí toca comprobar los hechos. ¿Hasta qué punto fue transcendente la difusión semiglobal de 1000 o 2000 toneladas de telas de lujo y de un reguero de espadas y vasijas? Los buenos historiadores desde Edward Gibbon en adelante nos han advertido contra el señuelo del comercio del lujo, cuya importancia se exagera en ocasiones. Sin embargo, las siguientes consideraciones me inclinan a creer que sí fue una gran divergencia. En primer lugar, no se hace ningún favor a las masas al subestimar la importancia de que las élites las exploten. Estas podían volverse culturalmente adictas a los lujos exóticos y exhibirlos para demostrar su posición y distribuirlos para reforzar sus apoyos. Los márgenes de beneficio eran enormes y algunos comerciantes se hicieron ricos. En segundo lugar, el escaso volumen de artículos de lujo puede resultar engañoso. Algunos eran, paradójicamente, esenciales: es decir, eran esencias de algo, no el producto final. Los aromáticos eran esencias de olor; las especias, esencias de sabor; las tinturas, esencias de color. El aroma del almizcle tibetano, ingrediente clave de los perfumes refinados, «es perceptible incluso diluido tres mil veces».30 Así, un kilogramo de almizcle podía convertirse en tres toneladas de perfume. Un kilogramo de pimienta puede dar sabor a muchos alimentos; un kilogramo de tintes preciosos colorea muchos metros de tela. Salvo en el caso de las tinturas, es obvio que esto se aplica menos a artículos manufacturados como la seda o el algodón que a las especias o las sustancias aromáticas. Sin embargo, la seda y el algodón también podían obtenerse con tejidos menores, como el fustán, una mezcla de algodón y lino. También poseían una elevada relación impacto/peso; 12 metros de seda pesaban alrededor de una libra (450 gramos); 27 metros de algodón cabían dentro de una cáscara de coco.31 Sobre todo, la adicción cultural y su elevado coste hacían que fueran emulados localmente, lo que, por un lado, extendía la divergencia y, por otro, aumentaba su impacto.

El primer paso fue importar tejidos de seda o algodón más baratos, teñirlos y decorarlos según el gusto local. El siguiente, importar la materia prima para hilarla y tejerla localmente. Por último, si se podían adquirir plantas de algodón y morera y gusanos de seda, en ese caso, se podía transferir toda la biotecnología. Incluso la segunda etapa empleaba un número sorprendente de personas, con un impacto sustancial en la economía local. Antes de la industrialización, 10 toneladas de seda cruda importada requerían, quizá, 1000 trabajadores anuales para convertirlas en unas 10 000 prendas de seda fina. Por su parte, los chinos se aferraban a sus secretos sederos. Ya en el siglo III se tejía seda en Oriente Medio, aunque con hilo chino. Los bizantinos adquirieron gusanos de seda en el siglo VI.32 Hacia el año 1000 de nuestra era, otras zonas de Oriente Medio e incluso de los confines meridionales de Europa estaban desarrollando sus propias industrias de la seda y el algodón. Pero los productores chinos e indios no se quedaron quietos y, en virtud de posteriores latidos de divergencia, conservaron su ventaja, como los nómadas a caballo de las estepas en la guerra montada. «China no perdió su ventaja tecnológica» y siguió fabricando durante mucho tiempo las mejores sedas y lo mismo la India con los algodones. La finura de las muselinas indias, la complejidad de los estampados chintz y la adherencia de sus tintes desconcertaron a otros artesanos de todo el mundo».33 Hubo una secuencia similar en la emulación del acero de crisol al estilo indio: la técnica se transfirió a Oriente Medio y a reinos hispánicos hacia el año 1000 de la era cristiana, aunque la mayor parte de Europa tuvo que esperar hasta 1400 para acercarse a las hojas damasquinadas y toledanas. Persia y Egipto fueron los primeros emuladores de la porcelana, pero nadie igualó a China en porcelana hasta principios del siglo XVIII en Sajonia, ni a la India en algodón hasta finales del XVIII, esta vez en Lancashire.

Con todo, la posición de China e India no era tan fuerte. Sus tierras eran, por lo general, pobres para la cría de caballos, lo que les obligaba a importar de forma constante animales de las estepas. La India traía equinos en grandes cantidades –muy a menudo a cambio de algodón– a través de los pasos montañosos del norte desde Asia Central y más tarde por el mar Arábigo.34 En el caso chino, intercambiaban seda por caballos con los nómadas esteparios a lo largo de la Ruta de la Seda. La importancia de esta vía comercial en ocasiones se ha cuestionado. «Una pequeña base empírica para el tan cacareado comercio de la Ruta de la Seda».35 Ciertamente, las rutas terrestres de la seda variaron con el tiempo y el tráfico fue a menudo intermitente y a pequeña escala. Es cierto que durante la dinastía Tang (618-907 d. C.) la mayor parte de la seda se destinó a las guarniciones chinas a lo largo de la mitad oriental de la ruta. Pero esas cantidades eran tan grandes –casi un millón anual de rollos de 12 metros– que, seguramente, los soldados las emplearan en buena medida para comerciar con los nómadas, bien fuera a cambio de caballos o de otros bienes; hay pruebas que lo corroboran. En 733, el Ejército tang contaba con 80 000 caballos, muchos de ellos importados,36 y antes, en el siglo I a. C., un funcionario han escribió: «un trozo de seda lisa china puede intercambiarse con los [nómadas ecuestres] xiongnu por artículos que valen varias piezas de oro y reducir así los recursos de nuestro enemigo […] Potros, caballos tordos y bayos y todo tipo de monturas pasan a nuestras manos».37 Por tanto, la divergencia artesanal china e india les ayudó a igualar, o al menos a sobrevivir culturalmente, a la divergencia equina de las estepas. Un detallado estudio realizado en 2017 contraataca a los críticos de la Ruta de la Seda y demuestra que la seda china llegaba al litoral mediterráneo en cantidades significativas desde el siglo I a. C. a través del enclave comercial sirio de Palmira.38 En cualquier caso, debemos recordar que el comercio de lujo era un sustituto de la interacción, no su totalidad. Los críticos de la Ruta de la Seda admiten que «esta modesta no carretera se convirtió en una de las superautopistas más transformadoras de la historia de la humanidad, ya que transmitía ideas, tecnologías y motivos artísticos, no simplemente bienes comerciales».39 Entre las tecnologías transferidas de China a Eurasia occidental podemos citar los estribos, la collera para caballos, la fabricación de papel, la estampación –es posible que también la impresión con tipos metálicos–, la brújula marina, la carretilla, la ballesta, la pólvora... La lista es enorme.

Habrá quien continúe argumentando que los dos milenios de precedencia global chinoindia no significaron ni una «gran divergencia» ni un «sistema mundial» sobre la base de que no existió una división global del trabajo entre el núcleo y la periferia, o de que no hubo un elemento de cultura compartida y que se autoperpetuara.40 Sin embargo, la realidad es que sí hubo una división del trabajo: China e India, por un lado, confeccionaban las manufacturas más preciadas y el resto del mundo, por otro, pagaba en productos no manufacturados, en especial oro y plata. Todos los actores compartían la creencia cultural de que los tejidos finos eran inmensamente valiosos, como también lo eran el oro y la plata, en sí mismos los metales más inútiles, inicio de una moneda semiglobal compartida, primero los lingotes de peso estándar y después las monedas. Podrá aceptarse que eran meras ilusiones, pero ilusiones compartidas. La expansión de los nómadas esteparios, así como la de islámicos y europeos, todas ellas se sintieron atraídas hacia la India y China, naciones estas poseedoras de superartesanías muy valoradas y que no podían fabricar demasiado bien por sí solas.

LA REESTRUCTURACIÓN DE EUROPA

Europa es el lugar equivocado a la hora de entender buena parte de su propia historia. No era en sí misma un mundo subglobal, sino parte de uno. Los historiadores han demostrado con gran agudeza cómo el gran Mediterráneo conectaba unas orillas con otras.41 Sin embargo, hemos descuidado la posibilidad de que otros mares hicieran lo mismo y de que toda una constelación de mares pudiera estar conectada. El Mediterráneo es el buque insignia de una flota que incluye los mares Negro, Rojo, Caspio, del Norte y Báltico, pero también el golfo Pérsico y el de Vizcaya. Los estrechos conectan algunos mares y los ríos enlazan –o casi– otros. Los sistemas fluviales rusos enlazan el Báltico con el mar Negro y el Caspio. Las cabeceras del Rin y del Danubio están muy cerca en Europa central, aunque uno desemboca en el mar del Norte y el otro en el Negro. El Tigris y el Éufrates descienden hasta el golfo Pérsico, ambos con cabeceras bastante cercanas a los mares Negro y Mediterráneo. Hace unos 12 000 años, el potencial conectivo de este mundo marítimo tricontinental se activó con el desarrollo de embarcaciones fiables para cruzar el mar, aún sin velas y que utilizaban remos en lugar de palas. Y como nuestros antepasados eran quienes eran, podemos rastrear su evolución por medio de la extinción de la megafauna insular, como los hipopótamos enanos de Chipre.42 Resulta revelador que este mundo no tenga un nombre comúnmente aceptado; asociarlo al Occidente moderno resulta engañoso. Tal vez la expresión Eurasia occidental, aunque injusta con el norte de África, sea la opción menos mala.

Por tanto, Eurasia occidental se unificó aún más con la difusión del paquete agrícola del Levante asiático, que comenzó hace unos 10 000 años. El conjunto incluía más de una docena de especies domesticadas de plantas y animales procedentes de esa costa mediterránea de Asia y sus alrededores.43 Hace 7000 años se había extendido hacia el sur y el oeste, hasta Mesopotamia y Egipto, donde contribuyó a la aparición de las civilizaciones del Creciente Fértil, y 1000 años después se había extendido también hasta los confines del norte de África, Irán y el norte de Europa. La mayor parte de Eurasia occidental compartía ahora un repertorio básico de cultura material que incluía la agricultura y la alfarería, si bien con infinitas variaciones locales. Asimismo, tenía –de forma muy desigual– un conjunto compartido de redes superpuestas que permitían la transferencia de objetos, ideas y personas. De ese modo, la transmisión e interacción resultaban más fáciles y rápidas dentro de este mundo subglobal que fuera de él. «Entre 3400 y 3100 a. C., los carros y carretas aparecieron casi de manera simultánea en una vasta zona de Mesopotamia, Europa central y las estepas ruso-ucranianas».44 Los cultivos, los animales y la metalurgia propios de Oriente Medio acabaron transfiriéndose a los otros tres mundos, por lo que podría decirse que se trató de otra gran divergencia. Pero fue lenta y además en sentido recíproco: animales domésticos como el búfalo de agua, las gallinas y el mijo llegaron en sentido contrario.

Hay que señalar dos indicadores adicionales de la cohesión de Eurasia occidental: Dios y el imperio. A partir de 900 a. C., una serie de imperios tricontinentales unieron vastas extensiones superpuestas de Eurasia occidental: asirio, persa, griego, romano, árabe y túrquico, cada uno de los cuales reivindicó para sí el manto de los precursores y se apropiaron de sus técnicas y recursos humanos. Es posible imaginar casi una situación a la manera de China, en la que dinastías sucesivas se consideraban parte de un mismo imperio. Además, Eurasia occidental compartía también una peculiar propensión al monoteísmo. Una de sus formas fue el zoroastrismo, que se inició quizá en 1200 a. C. y dio origen al maniqueísmo y al mitraísmo. Tuvo su epicentro en Irán. Sus enemigos lo tachaban de «dualista», ya que adoraba tanto al Diablo como a Dios, aunque este último tenía prioridad.45 Otro, que surgió más o menos en la misma época, fue el judaísmo, raíz de las religiones abrahámicas, que llegó a incluir al cristianismo y al islamismo. Desde el siglo IV, el cristianismo se alió con los emperadores y las élites romanas para convertirse en la religión del Estado. En las fronteras del Imperio romano, los pueblos armenio, georgiano, etíope y algunos árabes también se convirtieron al cristianismo en el siglo IV.46