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Fui a entrevistar a Catosho Machari. Lo encontré sentado ante una pequeña hoguera en el interior de su choza. –Quiero que me cuentes de Stahl –le dije–; tú fuiste su guía. Alzó el rostro y parpadeó como queriendo evocar recuerdos. Afuera, la brisa vespertina mecía las hojas y el ruido monótono de las chicharras indicaba las tres de la tarde. De pronto, sus ojos se humedecieron y dos lágrimas rodaron por los sucos que en sus mejillas abrió el tiempo. Silencio. Sentí un nudo en la garganta por perturbar la paz de aquel anciano. Su voz quebrada por la emoción y los años, sin embargo, me sacó del aprieto. –ÉL NOS AMABA –dijo. Tres palabras. Solo tres. Pero encerraban todo lo que Stahl significó para los campas.
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Seitenzahl: 189
Veröffentlichungsjahr: 2020
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La aventura misionera de Stahl entre los campas
Alejandro Bullón
Gral. José de San Martín 4555, B1604CDG Florida Oeste, Buenos Aires, Rep. Argentina.
Él nos amaba
La aventura misionera de Stahl entre los campas
Alejandro Bullón
Dirección: Gabriela S. Pepe
Diseño: Giannina Osorio
Ilustración: Walter Laruccia
IMPRESO EN LA ARGENTINA
Printed in Argentina
Primera edición, e - Book
MMXX
Es propiedad. © 2018, 2020 Asociación Casa Editora Sudamericana.
Queda hecho el depósito que marca la ley 11.723.
ISBN 978-987-798-191-9
Bullón, Alejandro
Él nos amaba: La aventura misionera de Sthal entre los campas / Alejandro Bullón / Dirigido por Gabriela S. Pepe / Ilustrado por Walter Laruccia. - 1ª ed. - Florida : Asociación Casa Editora Sudamericana, 2020.
Libro digital, EPUB
Archivo digital: Online
ISBN 978-987-798-191-9
1. Vida cristiana. I. Pepe, Gabriela S., dir. II. Laruccia, Walter, ilus. III. Título.
CDD 248.4
Publicado el 10 de junio de 2020 por la Asociación Casa Editora Sudamericana (Gral. José de San Martín 4555, B1604CDG Florida Oeste, Buenos Aires).
Tel. (54-11) 5544-4848 (Opción 1) / Fax (54) 0800-122-ACES (2237)
E-mail: [email protected]
Web site: editorialaces.com
Prohibida la reproducción total o parcial de esta publicación (texto, imágenes y diseño), su manipulación informática y transmisión ya sea electrónica, mecánica, por fotocopia u otros medios, sin permiso previo del editor.
Por largos años, o quizá siglos, el pueblo Campa en el Perú había estado olvidado, privado de la verdadera Palabra de Dios. Nadie se interesaba en llevar el evangelio a estas personas que necesitaban desesperadamente la salvación. Quizá se debía a la fama que tenía este pueblo –se decía de ellos que eran traicioneros, malos, guerreros por naturaleza–, y muchos rehusaban ir al encuentro del bravío campa porque tenían miedo de encontrarse con la lanza o la flecha traicionera del hombre indígena. Además, ¿quién conocía la selva, sus senderos y sus trochas? ¿Quién se atrevería a desafiar los misterios del valle del Perené? Nadie que no tuviera una motivación realmente inspirada por el Espíritu de Dios.
El hombre bravo del Perené experimentaba la más terrible desesperación y angustia, a pesar que era el señor de la Sabana Verde (así se llama a la selva), pues no podía librarse del flagelo de enfermedades que diezmaban comunidades enteras. En su ignorancia, el campa sacrificaba personas vivas en señal de sanidad en sus ritos religiosos; eran viciosos de la hoja de la coca, y tenían una alimentación deficiente, que hacía que su promedio de vida fuera paupérrimo. Este pueblo adoraba las fuerzas de la naturaleza como si fueran dioses: la Luna, las sombras, la piedra, el Sol; en fin, todo lo que no podía vencer con su lanza era objeto de adoración. La condición de vida de esta gente caló en la vida de un hombre que fue llamado “el apóstol de los campas”.
Mientras que la sociedad imperante miraba al campa como un animal o, simplemente, como un salvaje o indígena ignorante, un hombre llamado Fernando Stahl lo veía como una persona, como un hijo de Dios que necesitaba ayuda urgente e inmediata; lo veía como la razón de la muerte de nuestro Señor Jesucristo y de la salvación.
“El apóstol de los campas”. ¡Que título! No pudo ser mejor, pues de verdad identifica la obra de Fernando Stahl. Con paciencia, amor y mansedumbre, fue ganando el corazón del traicionero campa. Cuando entremos en las líneas de este libro, descubriremos qué tuvo que hacer este apóstol de Jesucristo para ganarse el corazón del hombre bravío del Perené. Con una narración amena y discreta, se desenrollan los misterios de la evangelización de este pueblo. La tarea de Stahl motivó a Alejandro Bullón a escribir este libro, y dedicar tiempo para preguntar y entrevistar a personas que conocieron a Fernando Stahl.
Eso es lo que es Alejandro Bullón para los campas, un amigo. Un amigo al que le revelaron sus secretos, que supo ganarse la confianza del campa con su simpatía. Cada frase, cada misterio, cada lugar mencionado fueron revelados por el campa al autor de este libro, a quien consideran un amigo de su comunidad.
Alejandro Bullón tiene fibra de escritor nato, y bajo su pluma fluyen ideas; no es su imaginación, sino su destreza, lo que hace que la lectura de este material sea interesante; supo plasmar cada palabra dicha por los campas y pudo comprobar personalmente los hechos al pasar tres años entre ellos. Desarrolló su ministerio con éxito, mirando al hermano indígena, sus costumbres, sus anhelos y sus deseos de salvación. Viajó por los lugares más próximos a aquellos en los que estuvo Femando Stahl, para tratar de revivir la epopeya del pionero del Señor. Lugares como Metraro, Boca del Yurinaky, Pichanaki, Marankiari y otros no menos interesantes fueron el escenario que inspiró a Alejandro a escribir este maravilloso libro, que hoy ponemos en tus manos con el propósito de despertar en ti el pionerismo misionero de nuestros líderes.
Estoy seguro de que nuestra iglesia apreciará este material y gozará de su lectura. ¡Vamos! ¡Vamos juntos en esta aventura!
Melchor Ferreyra Castillo
No quiero hacer apenas historia al escribir este libro. Lo que me impulsa es el deseo de rescatar lo que parecía extraviado en la noche de los tiempos. Me mueve el arraigo que todos los humanos tenemos en el pasado, a pesar de nuestra vertiginosa proyección hacia el futuro. La deuda de los hombres de hoy con los que tejieron el ayer. Porque sin duda, como pueblo adventista, tenemos una deuda de gratitud con aquellos abnegados misioneros que, dejando las comodidades de su patria, salieron por todo el mundo a predicar el evangelio; aunque sabemos bien que ellos trabajaron para Dios y Dios es quien finalmente les dará la recompensa eterna.
De Fernando Stahl conocíamos su obra en el altiplano del Perú y de Bolivia por lo que él mismo dejó escrito en su libro En el país de los Incas. Muy poco sabíamos de su labor entre los campas.
El Señor permitió que, durante mi ministerio en el Perené, entre los años 1972 y 1974, conociera a muchos ancianos, colonos y nativos que trabajaron al lado de Stahl. Conversando con ellos, me di cuenta de que era necesario escribir este libro como inspiración para los jóvenes de hoy.
Al principio, algunos episodios me parecieron casi increíbles, pero con el tiempo, y al ir conociendo mejor a los nativos y relacionándome estrechamente con uno y otro, tuve que aceptar la veracidad de estos testimonios; más aún, sentí pena por no haberlos oído antes, pues muchos ancianos se llevaron inspiradores recuerdos a la tumba.
En las primeras páginas, te ubicaré en el marco histórico de los hechos, para que conozcas la condición humana y social del campa a la llegada de Stahl.
Toda la sucesión de aventuras misioneras que presentaré luego la recogí en mi trajinar por el Perené. Relato el fruto de mi investigación utilizando algo de imaginación a fin de darle el lenguaje literario adecuado; pero nada más. La obra de Fernando Stahl no necesita añadiduras. Su aventura misionera entre los campas es limpia, es heroica, es admirable. El heroísmo de Stahl no se nutrió del aplauso ni del interés; fue un heroísmo solitario, abnegado, desinteresado. Fue la aventura de un hombre que confiaba en Dios y sabía que tenía una misión para ser cumplida.
La vida solo vale la pena ser vivida cuando se es capaz de cumplir una misión. Cuando tienes la conciencia de esa misión, no te importan los peligros, ni las dificultades, ni los obstáculos que surjan en tu camino. Vives para cumplirla porque sabes que no estás solo. El Dios que te llamó es el Dios que te cuidará, aunque nadie vea tu sufrimiento en el cumplimiento solitario del deber.
Es más fácil ser valiente en medio de la excitación de una batalla, por ejemplo, que ante los peligros que nadie presencia, que nadie comprende y que aparecen a cada instante. La vida de Stahl siempre estaba pendiendo de un hilo. Debió sobrevivir jornadas increíbles, sortear obstáculos incalculables. Muchas veces, los nativos lo recibían con indiferencia; otras, con un hosco silencio. Solo, en medio de ellos, dependía de los cuidados de la Providencia o de los favores de los nativos. Si hubiesen deseado quitarle la vida, ¿cómo habría podido resistirlos? Si hubieran rehusado darle comida, habría tenido que morirse de hambre; si hubiese enfermado, su remedio habría estado en manos de los curanderos de rituales malignos.
Allí era necesario amontonar fibra, valor, espíritu de aventura y, sobre todo, FE. Stahl no solamente fue un hombre valiente sino, más que todo, fue un hombre de fe: fe en Dios y en su obra.
El autor
Corría el año 1972. Yo tenía apenas 22 años y era un misionero en la selva del Perené. Aquel día salí de casa rumbo a la aldea de Pumpuriani, localizada a dos horas de camino desde las márgenes del río, pero nada me hacía presentir que viviría una de las noches más terribles de mi vida. Sin embargo, las cosas son así. Los accidentes están a la vuelta de cada esquina, y son accidentes justamente porque no los prevés. Suceden repentinamente y te sorprenden.
Accidentalmente, yo perdí la trilla y me extravié en el enmarañado de árboles y vegetación. Al principio me parecía algo sin importancia. Tenía la sensación de que en cualquier momento retomaría la trilla correcta, pero el tiempo fue pasando y me empecé a preocupar. A medida que el día avanzaba, corrí de un lado a otro, pero me extravié cada vez más. Finalmente, la noche arropó con su sábana negra la inmensa selva y me di cuenta de que tendría que pasar la noche allí, rodeado de peligros y ruidos infernales, observando las sombras misteriosas de los árboles que, sacudidos por el viento, cambiaban de forma a cada instante. Entonces, el temor se apoderó de mi ser. Yo estaba perdido. Perdido en la selva. En la misma selva donde años atrás el pastor Fernando Stahl había consumido parte de su vida para evangelizar a los nativos campas.
La selva provoca admiración y despierta curiosidad, de día. Pero en la noche es misteriosa y aterradora. Hay en ella algo así como el embrujo de una personalidad extraña. La inmensidad de sus sombras, la exuberancia de su vegetación, y el color y la sonrisa enigmática de su rostro asombran y atemorizan al espíritu humano, y aun el simple turista sentirá el impacto invisible de su misterio. En el verde intenso de la selva hay música y poesía. La selva canta en la voz delicada del arroyo y en el trino de avecillas coloridas; gime en el viento y en el lamento de la cigarra; llora en la lluvia y en el musgo que cubre el árbol envejecido que yace en el suelo.
La selva es tierra de fábulas y leyendas; escondite de misterios donde hierve la vid, donde todos los seres, animados e inanimados, las palmeras y los hongos, el bejuco y el cedro, las orquídeas y las mariposas parecen alimentar la imaginación del que nunca estuvo allá.
Y, como dice el notable jurisconsulto peruano Luis Bustamante y Rivero:
“La selva es templo. Allí penetra el hombre en ademán de adoración, descubierta la cabeza y la mirada en alto. Se despoja, en presencia de esa grandeza augusta, de todos los menudos artificios de la civilización; el nuevo Adán vive su vida natural y libérrima, desnudo el torso, los pies descalzos, cristalina el alma como agua de manantial. En este vasto dominio, el tiempo se desenvuelve con un ritmo de eternidad, sin calendarios ni convenciones; los días no tienen nombre y los ojos videntes leen las horas en el reloj de los astros. Allí la frente humana adquiere un nimbo de nobleza extraña y allí la mano del hombre parece actuar con la misma simplicidad del Edén; arranca de los árboles el fruto para saciar su hambre; el río le da peces y le procura caza el proyectil silbante de su flecha”.1
Así es la selva; así era la zona del Perené en un ayer no muy lejano. El nativo asháninca era el señor de la espesura; en la maraña, abría sus sendas a golpe de fuerza y temeridad, y de pie sobre su canoa remontaba el curso del río, dueño de su selva, echado el busto hacia adelante y la mirada en llamas, como si fuera el dios de aquel territorio.
Nadie osaba entrar en su dominio. La hostilidad de la selva había rechazado la corriente expansionista del Imperio Incaico y había conservado aquella tierra ajena al intruso, guardando sus misterios, que pasaban de generación a generación, sin que el extraño osara siquiera entender.
Esta era una tierra sin memoria; donde los nativos cambiaban de lugar y reconstruían todos los días su hogar errante; donde el pasado moría cada noche sin retorno porque ellos esquivaban el recuerdo, quemando las chozas de los muertos y yéndose a vivir a otra ribera, o echando los cadáveres en una canoa hacia el olvido.
Era tierra totalmente desconocida por nuestra cultura. Era un mundo aparte. Era nada menos que la selva.
El descubrimiento de esta región se debe al franciscano Jerónimo Jiménez, misionero católico, que en sus jornadas por las pampas de Junín había oído hablar de la montaña de Chanchamayo y de sus fieros habitantes, e inició una primera incursión. En aquella ocasión, los franciscanos fueron recibidos sin violencia. Los nativos ashánincas se mostraron dóciles y escucharon con curiosidad lo que en principio se les enseñaba. Pero, al poco tiempo las circunstancias fueron cambiando porque el cacique Zampati tenía tres mujeres, una de las cuales se la había arrebatado a un súbdito suyo, y los misioneros condenaban esa actitud. La situación se puso tensa y los misioneros tuvieron que abandonar el territorio, por miedo a ser muertos.
Poco tiempo después, llegó a Quimiri una compañía de treinta soldados españoles, guiados por el sacerdote dominico Tomás Chávez, que les había dejado en claro que el objetivo principal de aquella jornada no debía ser la codicia del oro sino la conquista espiritual de aquellos nativos.
Esta segunda intención de conquistar el territorio asháninca tampoco dio resultado porque los expedicionarios fueron atacados con violencia. José Amich lo relata así:
“Llegando las balsas a cierto paraje, donde estaban en celada algunos salvajes que les aguardaban, comenzaron estos con sus arcos a tirar con notable prisa muchas saetas, que en breve quitaron la vida a los españoles. Sintiéndose herido Jerónimo Jiménez, de un flechazo que le tenía atravesado, estando de rodillas dentro de la balsa, con un crucifijo en las manos, invocando devotamente el divino favor, llegó un indio de los que iban en la balsa con él y, como bárbaro alevoso, descargó un tan fiero golpe con uno de los remos y tangana sobre la cabeza y nuca del bendito religioso que, al punto, cayó muerto con los sesos afuera.
“Estos indios más crueles que las fieras encarnizadas, luego de la muerte de la primera tropa, dieron con la segunda a tiempo que iban por la montaña adentro, subiendo una agria cuesta, fatigados y mojados del agua que caía del cielo, y con notable furia comenzaron a flechar a los españoles, y mataron a los delanteros. El padre Cristóbal Larios, con gran celo de librarlos si podía, se usó de los primeros para ver si, a voces, podía detener a los infieles; mas ellos, embravecidos, se dieron tanta prisa que, herido de muchos flechazos que le tiraron, vino rodando la cuesta abajo hasta caer a los pies de Juan de Salas Valdez, que, dejándole ya muerto, huyó de la refriega con Juan de Miranda; maravillosamente, uno y otro se escaparon y, como testigos de vista, hicieron ante mí su declaración jurídica de estas cosas. El segundo añade en su deposición que anduvo perdido por el monte muchos días y en Quimiri supo que el indio que acabó de matar a Jerónimo Jiménez con el palo y remo de la balsa en forma dicha había sido el cacique Andrés Zampati. Lo mismo refirió Francisco Cañeque, muchacho del padre Jerónimo, que iba en la balsa y sería entonces de trece o catorce años, y que, herido de un flechazo, se arrojó al río y se escapó a nado, y contó como testigo de vista a Juan Salas, que lo tiene jurado”.2
Años después, Matías Illescas, otro celoso franciscano, acompañado por dos soldados, inició una tercera intención de conquistar el territorio. Desafiando los innumerables peligros que ofrecía la navegación del Perené, se aventuró para no volver más. Nadie pudo descubrir lo que le pasó a este misionero, y solo al cabo de cuarenta años se oyó una vaga noticia de su desastrosa muerte. Se supo, de boca de los nativos, que había sido asesinado en las riberas del Ucayali, cerca de la desembocadura del río Aguaytía.
Treinta años después, los franciscanos hicieron nuevamente su aparición. Los nativos no atacaron esta vez. Parecía que todo iba a marchar mejor; incluso se levantó una pequeña capilla en Pichanaki, bajo el cuidado de Francisco Izquierdo, que no imaginaba la tragedia que vendría en poco tiempo.
Sucedió que Siquincho, cacique del Cerro de la Sal, airado contra los religiosos, envió a decir a Mancori, nativo rebelde que vivía en las cercanías de Pichanaki, que matase a los padres.
“El 4 de abril de 1674, Francisco Izquierdo amonestó con mucho amor a Mancori, pero fue tal el enojo de este que lo vieron salir del convento echando centellas por los ojos; y luego, fue convocando a los nativos, advirtiéndoles que estuviesen listos, porque quería ejecutar lo que le ordenaba Siquincho. Bien reconoció el padre Izquierdo el peligro en que estaba su vida, y estuvo todo el día en la iglesia con su compañero Andrés Pinto y un muchacho de doce años que él criaba.
“Aquella noche, habiendo Mancori acaudillado a sus paisanos, armados unos de arcos, flechas y macanas, y otros con mechones encendidos, acometieron el convento. Los religiosos, luego que oyeron el ruido, se pusieron de rodillas encomendándose al Señor. Entró capitaneando Mancori y, a la escasa luz de un mechón que llevaba otro indio, disparó su flecha contra el venerable padre con tal ferocidad que le pasó el corazón. Acudieron Pinto y el muchacho a abrazarse con su amado padre, y fue tal la lluvia de flechas que sobre ellos dispararon que, a breve rato, parecieron los tres un erizo de tan cosidos y penetrados que estaban por las saetas. Acudieron luego los salvajes con las macanas y palos, y desfogaron su furor en aquellos cuerpos, moliéndolos y quebrantándoles los huesos; y para consumar su crueldad, los ataron con bejucos y, arrastrándolos por aquellos montes, los arrojaron al río.
“Volvieron apresuradamente, agitados de la furia y, con los mechones que traían, prendieron fuego a la capilla, y el voraz elemento, en breve tiempo, redujo a cenizas todo.
“Cebado Mancori con la sangre derramada de las tres inocentes víctimas, creció su furor y determinó quitar la vida de todos los religiosos que se hallaban en la montaña. Con ese depravado intento, acompañado de todos los salvajes bien provistos de armas, se embarcaron en balsas y navegaron el Perené río arriba, con ánimo de matar a los religiosos que se hallaban en Quimiri.
“Aconteció en este tiempo que el reverendo Alonso de Robles enviaba, hacia Pichanaki, a Francisco Carrión y a Antonio Cepeda para que acompañasen y ayudasen a Izquierdo. Al segundo día de su navegación desde Quimiri, y tercero después de las muertes hechas en Pichanaki, al tiempo de mediodía por estar muy ardiente el sol, había arrimado las balsas a la ribera para descansar un rato a la sombra, a cuyo tiempo llegó a aquel paraje Mancori con los suyos. Los religiosos, alegres de ver gente de adentro, se levantaron y con los brazos en alto iban a dar la bienvenida a los indios Pichanos; pero estos, como fieros tigres, los recibieron con las flechas con que atravesaron sus cuerpos, a los que luego, magullados con las macanas, arrojaron al río”.3
A partir de entonces, la situación empeoró. Los nativos acaudillados por Mancori empezaron a atacar sin piedad y a exterminar con saña cualquier vestigio de extraños visitantes.
Los franciscanos, cansados de tantos fracasos y muertes, no sabían qué sistema emplear en la conquista de los ashánincas. Si penetraban solos, se exponían a que el indígena los matara en un momento de capricho. Si lo hacían acompañados por soldados, como garantía y defensa de sus vidas, el nativo se retiraba en espera de una oportunidad para asesinarlos.
Pasaron varios años de silencio y olvido por parte de los españoles. Cuando se ingresó nuevamente a estas tierras, se hizo dejando de lado el trabajo de evangelización. Se optó por el comercio con el fin de familiarizarse con los nativos, infundirles confianza y ganarse su simpatía.
Este nuevo intento de comunicación con los ashánincas no fue fácil al comienzo, pero el hecho de que los nativos podían adquirir cosas que no se encontraban en la selva los tornó más accesibles y, a la larga, se consiguió tener buenas relaciones comerciales con ellos.
De esta manera, la cultura occidental fue entrando lentamente, pero con pasos firmes. Ya entonces los franciscanos, amparados por el comercio, habían logrado algunas pocas conversiones; y, por otro lado, algunos arriesgados colonos habían levantado haciendas en lo que ahora viene a ser el pueblo de San Ramón.
Las cosas parecían caminar bien, cuando apareció en forma inesperada la figura de Juan Santos Atahualpa, “un indio del Cuzco que, sirviendo a un padre jesuita, había ido a España con su amo y volvió al Perú. En la provincia de Huamanga cometió un homicidio y, viéndose perseguido de la justicia, se metió a la montaña de los Andes”.4
Este se decía ser inca; llamaba a todas las tribus de la montaña y todos lo seguían. Fue un verdadero vendaval que arrasó con todo lo que tenía delante, y tomó en su poder los lugares en que los españoles tenían contacto con los nativos. Raymondi afirma lo siguiente: