El ocaso de 'koinonia' - Andrea Burgos Mascarell - E-Book

El ocaso de 'koinonia' E-Book

Andrea Burgos Mascarell

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Beschreibung

Andrea Burgos y Miguel Martínez abordan en este libro la ardua tarea de documentar "el ocaso de 'koinonia'" en la literatura norteamericana. La metamorfosis de la novela utópica en ficción distópica forma parte de la historia natural de un género literario que hoy prefiere relatar las variedades inacabables de futuros de pesadilla que la búsqueda de la justicia y el mejor gobierno propios del utopismo clásico. Esta monografía constituye la primera presentación sistemática de la distopía en la literatura de los Estados Unidos, desde sus orígenes hasta la actualidad. Partiendo de un intento definitorio, se aborda la producción de autores estadounidenses cronológicamente, desde sus orígenes en el siglo XIX hasta nuestros días, en permanente diálogo con su contexto histórico y analizando el grado de acierto de sus profecías. Se profundiza también aquí en las formas que adopta la distopía en su relación con algunos de los temas que vertebran la cultura contemporánea: la otredad, el feminismo, la ecología y la literatura juvenil, responsable principal de la popularidad actual de este género literario.

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BIBLIOTECA JAVIER COY D’ESTUDIS NORD-AMERICANS

http://puv.uv.es/biblioteca-javier-coy-destudis-nord-americans.html

DIRECTORA

Carme Manuel

(Universitat de València)

El ocaso de koinonia: la distopía en la literatura norteamericana

© Andrea Burgos Mascarell & Miguel Martínez López

1ª edición de 2024

Reservados todos los derechos

Prohibida su reproducción total o parcial

ISBN: 978-84-1118-338-3 (papel)

ISBN: 978-84-1118-339-0 (ePub)

ISBN: 978-84-1118-340-6 (PDF)

Fotografía de la cubierta: Sophia de Vera Höltz

Diseño de la cubierta: Celso Hernández de la Figuera

Publicacions de la Universitat de València

http://puv.uv.es

[email protected]

Edición digital

A la meua heroïna de la vida real, ma iaia Trini, que em va ensenyar que el millor remei contra la desesperança és continuar lluitant

A mis hijos Mónica, Miguel y Manuel, con la esperanza de que la verdad que habita la distopía sirva para que permanezca siempre en la mentira de la ficción

Índice

INTRODUCCIÓN

Andrea Burgos Mascarell & Miguel Martínez López

CAPÍTULO 1

La distopía como reverso de la utopía: hacia una definición holística

Miguel Martínez López

CAPÍTULO 2

El periodo formativo de la distopía en la literatura norteamericana del siglo XIX

Miguel Martínez López

CAPÍTULO 3

La literatura distópica durante la primera mitad del siglo XX

Miguel Martínez López

CAPÍTULO 4

Discriminación y otredad en la distopía estadounidense desde 1962

Andrea Burgos Mascarell

CAPÍTULO 5

La cuestión feminista en la distopía contemporánea

Andrea Burgos Mascarell

CAPÍTULO 6

«All that you touch you change»: la cuestión ecológica

Andrea Burgos Mascarell

CAPÍTULO 7

Una nueva generación: la hegemonía de las distopías juveniles

Andrea Burgos Mascarell

BIBLIOGRAFÍA

INTRODUCCIÓN

Andrea Burgos Mascarell & Miguel Martínez López

THE YEAR WAS 2081, and everybody was finally equal. They weren’t only equal before God and the law. They were equal every which way. Nobody was smarter than anybody else. Nobody was better looking than anybody else. Nobody was stronger or quicker than anybody else. All this equality was due to the 211th, 212th, and 213th Amendments to the Constitution, and to the unceasing vigilance of agents of the United States Handicapper General.

Kurt Vonnegut, «Harrison Bergeron»,

The Magazine of Fantasy and Science Fiction, 5 de octubre, 1961

Es posible que la humanidad no sepa cómo mejorar el mundo a gusto de todos, pero la literatura es testigo de la desmedida imaginación humana a la hora de advertir sobre las indeseables consecuencias de las buenas, o no tan buenas, intenciones de aquellas personas o entidades con poder para cambiarlo. En muchos casos, estas advertencias representan el punto de vista de la oposición ideológica que recela de la ejecución práctica de los planes de cambio social; en otros, auguran la deriva decadente y autodestructiva de los estilos de vida que dominan la sociedad en un futuro cada vez más cercano. Este volumen explora esta literatura de la especulación, la desesperanza y la sátira: la novela distópica, tan popular en los últimos tiempos. Es precisamente su popularidad la que la ha convertido este siglo en un complejo fenómeno social, que ha consolidado la vuelta a la lectura de millones de jóvenes y adultos, al tiempo que ha alimentado una pujante industria editorial y cinematográfica, cuyos beneficios se cuentan por billones. La distopía, palabra de moda –setenta y cinco artículos la mencionan en el New York Times en 2022– es la palabra del día (13/12/2022), la palabra del año y una forma consoladora de contemplar y asumir el presente, por terrible que este sea, al leer la pesadilla que puede deparar el futuro.

Se ha escrito que la publicación de 1984 (Nineteen Eighty-Four) de George Orwell, en el año 1949, significó la muerte de la utopía. Es cierto que hoy se publican relativamente pocas novelas utópicas; tampoco resulta fácil encontrar series o películas que podamos clasificar, sensu stricto, como utópicas. La búsqueda de obras literarias más allá de Looking Backwards 1887-2000 o Herland puede resultar francamente desalentadora para los aficionados al género. Cuando por fin en 2013-2014 se comercializa la serie televisiva Utopia de Dennis Kelly y John Donnelly, no solo resulta ser entre poco y nada utópica, sino que el Canal 4 la retira por falta de audiencia. Una búsqueda de series sobre utopía en una plataforma de streaming arroja una sorprendente conclusión: todos los resultados son distopías.

El porqué del contemporáneo desapego de los lectores y críticos respecto a la utopía tiene sin duda una compleja red de motivaciones: por una parte, para muchos lectores contemporáneos –que conocen la historia y consecuencias para la población de los intentos de poner utopías en práctica en lugares como Rusia, China, Cuba, Venuezuela o Corea del Norte– encuentran improbable, y puede que estilísticamente poco atractivo, por ejemplo, el planteamiento de Bellamy en su mirada atrás; a diferencia del sueño de Rip Van Winkle, los ciento trece años de siesta del protagonista de Looking Backwards 1887-2000, con su despertar confusional, asumiendo en solo una semana que la sociedad de llegada era mejor que la de partida, resulta escasamente plausible, mucho menos atractivo, para el individualismo que preside las sociedades contemporáneas; fue un best seller, pero el pico de ventas tuvo lugar en 1939 (c. 530.000 ejemplares). Mientras, The Hunger Games ha llegado a vender más de 100 millones de ejemplares y sigue vendiendo a buen ritmo. La precuela publicada durante la pandemia, The Ballad of Songbirds and Snakes (2020) vendió 500.000 ejemplares… en una semana.

Así las cosas, no cabe duda que vivimos el ocaso de koinonia. Es este, que da título a nuestro libro, un antiguo concepto, presente en el pitagorismo primitivo, en Platón y en Aristóteles, y se refiere a la comunidad de bienes y a la cohesión en el ámbito familiar y político del mundo antiguo; luego, en la tradición cristiana, el término evolucionaría hacia el actual de comunión, concepto teológico que define la vinculación del ser humano con la divinidad. Su utilidad para la fundamentación de la comunidad política ideal (la utopía) ha sido estudiada con detalle (Hernández 2014; Dowson 1992) en la identificación de las fuentes clásicas de la literatura utópica. No corren buenos tiempos para la koinonia, ni para su versión evolucionada –el amicorum communia omnia de los humanistas del Renacimiento– y menos para las connotaciones del término en tanto que proyecto de comunidad política, sociedad civil, basada en una vida en común de rasgos ascéticos, una especie de organización fraternal que reduce el consumo para intentar universalizar la autosuficiencia. Se lee a menudo que la distopía vende «como si no hubiera un mañana». Y es que, quizá, la superación de la tentación utópica ha dado lugar a un triste reconocimiento, casi una aceptación resignada, de que no tiene muy buen pronóstico luchar contra la mentira, los totalitarismos o las máquinas. En este contexto, la lectura de variedades inacabables de futuros de pesadilla alimenta simultáneamente (como el terror o los zombies) la inclinación humana a confundir en los extremos el placer y el dolor, con la satisfacción de comprobar que nuestra situación presente –comparada con la descrita en estas novelas– tampoco es tan mala, especialmente en los lugares donde se producen y más se consumen productos culturales. Dicen que las ventas en Estados Unidos de 1984 de Orwell crecieron un 10.000% en 2013 y en el primer trimestre de 2017, pero la realidad de esa época, comparada con la de la Oceania orwelliana, se parece más bien a un paraíso y esto trae consigo un cierto, aunque a menudo implícito, pensamiento consolador. Por otra parte, los destinatarios de las producciones de este subgénero son muy variados: hombres y mujeres, adolescentes y adultos, ricos y pobres, de todas las razas, credos y capacidades (Gander 2012).

Además, a menudo las historias que cuentan estas novelas se alinean con los temas y preocupaciones más extendidos entre la población, incluidas las cuestiones morales y sociales que comparten adolescentes y adultos de todas las edades. La literatura distópica proporciona, por tanto, una salida a la permanente incertidumbre sobre el fin de los tiempos, clásica de los periodos de cambio de siglo en que nos encontramos. El planeta gira sobre sí cada vez más rápido, los científicos del Bulletin of the Atomic Sciences de la Universidad de Chicago han adelantado el fin de la humanidad hasta solo 90 segundos de la media noche, que es la representación simbólica del final, por algún evento catastrófico, provocado o no por el ser humano. La sensación, cada vez más invasiva, de que se está acelerando el reloj del fin de la historia permite y a menudo anima a los lectores a especular sobre cómo, dónde y cuándo será la vida después del apocalipsis; quiénes y en qué condiciones, podrán sobrevivir a él. Los frecuentes recelos frente al discurso tecnoutópico, el temor a las catástrofes naturales, la percepción, cada vez más extendida, sobre las crecientes limitaciones al ejercicio de los derechos fundamentales y las libertades públicas, alimentan la imaginación distópica y la positiva recepción del subgénero, particularmente en las sociedades desarrolladas, que pueden permitirse reflexionar y soñar sobre el futuro, al tener cubiertas, de un modo u otro, sus necesidades básicas del presente.

El carácter anticipador, a menudo con tonos casi proféticos, del género utópico también anima la lectura (y el consumo en general de los productos culturales distópicos en cualquiera de los muchos formatos disponibles). La experiencia de que tantas de las imaginaciones de siglos precedentes, que parecían del todo absurdas e inviables, hayan terminado convirtiéndose en parte de la realidad presente sugiere que pueden abordarse con provecho este tipo de novelas, pues aúnan la dimensión lúdica de la lectura con la reflexión sobre el futuro y, por tanto, sobre las posibilidades que, en nuestro presente, aún tenemos de evitarlo o de modificar al menos algunas de sus consecuencias más catastróficas.

El presente libro constituye la primera presentación sistemática de la distopía en la literatura de Estados Unidos, desde sus orígenes hasta la actualidad. Tradicionalmente, la crítica se ha centrado con más frecuencia en la literatura del Reino Unido; al fin y al cabo, el origen del término y sus más famosos desarrolladores del pasado siglo eran británicos: E.M. Forster (The Machine Stops, 1909), A. Huxley (Brave New World, 1932), G. Orwell (Nineteen Eighty-Four, 1949), A. Burgess (A Clockwork Orange, 1962), etc. Sin embargo, la evolución del género ha hecho que hoy, de la lista de las diez distopías más vendidas, ocho sean de autores norteamericanos y dos de autores ingleses (G. Orwell y J. Marrs). Qué mejor país para escribir sobre lo mejor y lo peor de la naturaleza humana en sus varias formas de organización que aquel cuyo territorio fue bautizado por muchos como el nuevo mundo, la tierra prometida, the city upon a hill y cuyo lienzo en blanco resultó teñido por la sangre de aquellos sobre cuyos hombros descansó el peso de su construcción, un espacio que se antojaba ideal y que aún hoy en día desarrolla punteramente la tecnología con la que se fraguan las sociedades de pesadilla de las distopías literarias, el baluarte antitotalitario y escenario de cazas de brujas, tierra de oportunidades y de sueños rotos. Estados Unidos y sus escasos dos siglos y medio de historia son el escenario de este ejercicio de reflexión sobre la función estético-política y social de la literatura de lo inconforme, que en este país se desarrolla de forma paralela y a menudo ambiguamente entrelazada con su versión esperanzadora, la utopía sensu stricto o eutopia.

La estructura del libro procura indagar en la definición de la distopía como subgénero literario, en su relación con otros géneros afines, y aborda la producción de autores estadounidenses en cronología directa, desde sus orígenes en el siglo XIX hasta nuestros días. Nuestra aproximación procura explorar, por una parte, las relaciones de los textos con su tiempo y, por otra, la medida en la cual sus profecías acertaron o no y el grado de vigencia en nuestros días, así como su contribución al canon de la literatura distópica en Estados Unidos. A partir del capítulo cuarto nos adentramos en una aproximación cronológica-temática que permite profundizar en las formas que toma la distopía con relación a tres cuestiones fundamentales de la sociedad actual: la cuestión del otro (la discriminación por razón de raza y el auge del posthumanismo), el feminismo y la ecología. Este volumen no podía terminar sino adentrándose en el mundo de la distopía juvenil, subgénero al que debemos la última ola de popularidad de las distopías y que se enzarza en discusiones tanto tradicionales del género como aquellas relativas a la libertad individual y al pensamiento crítico, como las surgidas en la segunda mitad del siglo XX.

Si hay una conclusión clara que el lector puede extraer tras leer el análisis que presentamos es que no parece probable que la ficción distópica deje de estar presente en el futuro a corto y medio plazo. Desde que comenzamos a idear este libro hemos vivido una pandemia, la invasión de Ucrania y la guerra en Gaza con impacto político y socioeconómico mundial, y, recientemente, el principio del pánico a las inteligencias artificiales, que se están empleando y mejorando mucho antes de que la legislación que pueda controlar su uso indebido se desarrolle. A estos eventos globales se les une uno que nunca se ha marchado: el cambio climático, que está teniendo efectos ya tangibles en las subidas de los precios de los alimentos derivadas, entre otras razones, de la pertinaz sequía y de los récords históricos de temperaturas que se han registrado en los últimos años. El único problema al que se enfrentaría la literatura distópica en este sentido sería, curiosamente, la rapidez con la que nos alcanzan los augurios de sus textos o, incluso, su uso como fuente de inspiración para el empeoramiento de la sociedad, como ya sucedió con la serie de televisión Black Mirror. Algunas de las prácticas representadas en la serie, como el «crédito social», se implantaron en países como China en 2019, aunque los creadores decidieron congelar la producción de la serie en 2020, por el aura de desolación global causada por la COVID-19: «At the moment, I don’t know what stomach there would be for stories about societies falling apart, so I’m not working away on any one of those» (Morris, 2020). Así las cosas, parece poco probable que las distopías dejen de escribirse en un futuro próximo, condenadas, cual Casandra contemporánea, a gritar los malos augurios a una sociedad que, si bien reconoce los peligros de los que advierten, no parece dispuesta a evitarlos.

CAPÍTULO 1

La distopía como reverso de la utopía: hacia una definición holística

Miguel Martínez López

La filosofía parece ocuparse sólo de la verdad, pero quizá no diga más que fantasías, y la literatura parece ocuparse sólo de fantasías, pero quizá diga la verdad.

Antonio Tabucchi, Sostiene Pereira (Barcelona: Anagrama, 1995, 11)

Los géneros literarios de nuestro siglo, a diferencia de la pulcra militancia formal de otros tiempos, son esencialmente «híbridos», «bastardos» y de contornos difusos. Sobre el subgénero al que se dedica este libro, es pacífico el acuerdo de la crítica en que no resulta fácil definir la distopía –también llamada contrautopía, cacotopía y utopía negativa, entre otros– ni distinguirla de la anti-utopía, de la ciencia ficción, de la ficción política o de cierta literatura juvenil con la que aparece frecuentemente asociada, especialmente en las últimas décadas. Una de las versiones más populares de literatura distópica es precisamente el híbrido entre literatura juvenil y novela distópica: la «novela juvenil distópica» (YA dystopian fiction en la nomenclatura crítica en lengua inglesa). Este es un ejemplo paradigmático de esa hibridez de géneros y subgéneros literarios, que hacen de la mirada del lector y del crítico el eje decisorio sobre el predominio de unos u otros elementos genéricos. Su popularidad las ha convertido este siglo en un complejo fenómeno social, que no solo ha consolidado la vuelta a la lectura de millones de jóvenes, como sugeríamos más arriba, sino que también ha alimentado una pujante industria editorial y cinematográfica, cuyos beneficios se cuentan en miles de millones; casi tres mil millones de dólares lleva recaudados hasta la fecha The Hunger Games, basada en la trilogía homónima de Suzanne Collins, situando a su autora como la décimo séptima escritora en patrimonio neto del mundo con noventa millones de dólares.

Podría decirse que la literatura juvenil (YA-young adult-literature) y la distopía comparten orígenes y evolución como subgéneros de la narrativa, con el pesimismo sobre el futuro y/o la nostalgia sobre el pasado como eficaz interfaz entre ambos: la primera probablemente nace con la distinción que plantea Sarah Trimmer, en 1802, cuando distingue la literatura infantil (children, dirigida a niños menores de 14 años) de la juvenil (young adulthood) para aquellos cuyas edades se encuentran en el intervalo de 14 a 21 años, horquilla temporal que se ha venido manteniendo hasta nuestros días.1 Por otra parte, δυσ τόπος, en su sentido etimológico del griego, mal lugar, lugar del mal, antónimo de utopía εὖ/οὐ τόπος (buen lugar o lugar del bien / no lugar, lugar que no existe) se usa por primera vez, en este sentido, según la convención, en 1868, en el Parlamento inglés: John Stuart Mill intervenía con una alocución muy crítica contra la política inglesa sobre Irlanda, o más bien sobre la ausencia de una verdadera política, que aproximara Irlanda a Gran Bretaña.2 Muchas veces se ha citado este discurso como primera referencia expresa a la «distopía» pero no se ha reparado en el contexto y la ironía con la que su fundador la vincula a la utopía hasta el punto de hacerlas indistinguibles. Considera Stuart Mill la política inglesa sobre Irlanda utópica, acusación que él mismo ha recibido y que ahora traslada al Gobierno, matizando que en lugar de acusar a Disraeli y su gabinete de utópicos, debería llamárseles «distópicos», «porque [la política sobre Irlanda] que parecen favorecer es demasiado mala para que sea viable», para que pueda llegar a existir y ser definida como una auténtica política. Resulta interesante que, de nuevo, en el nacimiento del concepto –en su dimensión de reforma social y política– encontremos esa tensión utópica entre el «lugar del bien» (εὖ τόπος) y el lugar que no existe (οὐ τόπος), lo que no puede acontecer en la historia, ya que compensa, al menos parcialmente, un desequilibrio semántico entre ambos conceptos, que afectará sin duda a la evolución de ambos subgéneros: mientras la utopía es, por definición, equívoca (ese lugar bueno que no puede existir) la distopía parece unívocamente vinculada al mal, sin que pueda predicarse del significado del prefijo griego δυσ ambigüedad alguna, ni del propio término griego δυστοπία posibilidad alguna de variabilidad etimológica que conduzca a significados tan dispares como lugar del bien vs. lugar que no existe (no-lugar). De hecho, una de las claves indiscutibles de la distopía es su formulación profética, el aviso que los males del presente sugieren una posibilidad real de que un futuro de pesadilla se despliegue en la historia futura de nuestras civilizaciones. Sin embargo, puede resultar una feliz casualidad que la retórica parlamentaria de John Stuart Mill termine recordando, en el nacimiento oficial del término, que referirse a Disraeli y su Gobierno como utópico o distópico (en este caso en la política territorial sobre Irlanda) no supone una gran diferencia. Quizá consciente del culto neologismo que aporta, lo acompaña de un sinónimo, cacotopía, que ya anticipó Jeremy Bentham, el autor del Panópticon (1791)3 –otra precuela de la distopía contemporánea– en el contexto de otra intervención parlamentaria en 1817, en la que vincula el concepto, desde su propio origen, a un lugar en el que coinciden utopía y distopía, en la percepción de una constitución, que el Gobierno cree conducente a un buen gobierno y Bentham considera cacotópica, o lo que es lo mismo, distópica.4 Como ocurriera con la utopía, la complejidad de la definición de este subgénero se anuncia ya desde la propia etimología del término. Frente a la referencia común a Stuart Mill y académica a Bentham, citadas más arriba, una investigación reciente ha encontrado una referencia aún más antigua, en la ficción utópica anónima (atribuida a Lewis Henry Young) Utopia: or Apollo’s Golden Days de 1747.5

Sin embargo, los antecedentes del subgénero distópico se remontan mucho más allá y mucho más atrás en el tiempo que lo que estas respuestas dieciochescas al concepto moreano de utopía de 1516 pudieran sugerir. Un ejemplo de la que seguramente sea la más temprana visión de distopía literaria en nuestra tradición judeocristiana, formulada en un subgénero propio y desarrollada a lo largo del tiempo, es la literatura apocalíptica, como parte del género de la literatura profética, cuyo origen radica precisamente en la reacción al incumplimiento –o, más precisamente, a la percepción de un incumplimiento– de una profecía. Los libros de Ezequiel, Isaías y, muy especialmente, el Libro de Daniel (escrito en el siglo II a.C., pero ambientado en el siglo VI a.C.), así como el Apocalipsis de San Juan, también conocido como Libro de las Revelaciones, ya en el Nuevo Testamento, trazan también un mapa de la descripción de sociedades futuras, respecto al tiempo de la escritura, donde el mal gobierno prevalece y aplasta a los individuos que las componen. Así se desprende de la interpretación futurista de estos textos, que aborda la profecía del mal encarnada en personajes históricos como Hitler o Stalin, en el marco de una escatología abierta a victorias de las fuerzas hostiles al bien a lo largo de la historia que es, a un tiempo, lineal, en la medida en que avanza, desde la creación al final de los tiempos, pero también circular y dialéctica en sus desarrollos.

Al margen de nuestra cultura occidental, Gregory Clays (Clays 2017: 4) se remonta al año 1000 a.C., cuando, citando a Norman Cohn recuerda las visiones apocalípticas de las «Profecías de Nefertiti», quien profetizaba un total desmoronamiento de su sociedad, mientras el Nilo se teñía de sangre por los cadáveres que flotaban en él, en medio de una existencia terrible, por robos, asesinatos y un desierto que invadía los pocos terrenos fértiles disponibles (Cohn 1993: 19-20).

En «Defining English utopian literature» (Martínez 1997: 14-18) yo planteaba la radical oposición entre utopía e historia: la utopía no puede realizarse en la historia, es esencialmente οὐ τόπος, una ficción que no puede existir en las dimensiones espacio-temporales en que se desarrolla la existencia humana; se trata de una función del intelecto humano que impulsa a explorar, en el campo de pruebas de la ficción, posibles vías de mejora de la existencia humana… un «what if…» esencial (¿Qué ocurriría si…?) que lleva a otro nivel el carácter especulativo de este tipo de narrativa. De ahí que, en la obra fundacional del género, encontremos tres «Thomas More»: el autor de la obra, el personaje «Thomas Morus» y el narrador «Raphael Hythlodaeus». La tensión evidente entre la devoción del narrador, que no encuentra tacha en la política, economía, sociedad y costumbres de los utopienses y las constantes críticas del personaje quasi homónimo del autor llega a su epifanía en los últimos dos párrafos del libro II:

When Raphael had finished his story, I was left thinking that not a few of the customs and laws he had described as existing among the Utopians were quite absurd. These included their methods of waging war, their religious practices, as well as other customs of theirs, but my chief objection was to the basis of their whole system, that is their communal living and their moneyless economy […]

Meanwhile, though he is a man of unquestionable learning, and highly experienced in the ways of the world, I cannot agree with everything he said. Yet I freely confess there are very many things in the Utopian commonwealth that in our societies I would wish rather than expect to see. (More 1516: 98-97)

Ilustración de la primera edición de Utopía de Tomás Moro de 1516

Si bien no es imposible que este final ambiguo y esencialmente contradictorio con la lectura eutópica del libro II haya ayudado a circunnavegar la censura, no es menos cierto que la conclusión, en términos de opera aperta, simplemente revela, de modo algo más explícito, los elementos distópicos que se esconden a lo largo del texto, disfrazados por la fina ironía de Moro, por los frecuentes elementos satíricos presentes y por las abundantes litotes. Puede argüirse también que la explicación que ofrece el personaje Morus para considerar absurda la abolición de la propiedad privada y la ausencia del uso de moneda es deliberadamente débil, pero tal debilidad no cancela la lapidaria acusación de absurdez respecto a los pilares fundamentales de la utopía, tan entusiasta como acríticamente descrita por el narrador Raphael Hythlodeaus; su posición final, como conclusión del libro, tampoco cancela el acertado augurio respecto a la suerte de los intentos de poner en práctica tales pilares en la construcción de los sistemas políticos. El comunismo fue el experimento práctico más conseguido de esta lectura literal y acrítica de la obra de Moro, que ya en su día le hizo afirmar al autor que prefería quemar sus textos antes que los tradujesen al inglés y los malinterpretasen, como de hecho sucedió desde el principio con su obra más famosa. El experimento comunista original duró escasamente lo que dura la vida de un ser humano, c. 70 años (desde la Revolución rusa de 1917 hasta la caída del muro de Berlín en 1989 o la constitución de la CEI, sucesora de la Unión Soviética6) confirmando la metamorfosis de la utopía en distopía unida a su posterior autodestrucción.

Para abordar la génesis y el desarrollo de la distopía en la literatura norteamericana es menester convenir en una definición razonada del género, que nos permita abordar justificadamente el canon de esta forma particular de ficción especulativa. También es necesario plantear una taxonomía de elementos comunes de las distintas obras que incluiremos en nuestro corpus, delimitando así los contornos del subgénero distópico, frente a otras obras fuertemente vinculadas al mismo, como la ciencia ficción o la novela fantástica. Tampoco cabe eludir la compleja definición contrastiva de la distopía frente a su presunto antónimo, la utopía, con la que guarda una relación inextricable.

Si todas las obras utópicas después de Tomás Moro (1516) constituyen una especie de diálogo con la obra fundadora del género, no es menos cierto que todas las distopías establecen un diálogo inverso, no menos evidente, con la obra que dio nombre a este, o más precisamente, al subgénero de la ficción que hoy denominamos literatura utópica y que, en el uso habitual, incluye la utopía propiamente dicha, la anti-utopía y la distopía. Puede decirse que la utopía amuebló la infancia, despertó la juventud y alumbra la madurez de la distopía. Más aún, si bien vivimos en tiempos de general sometimiento a una suerte de relativismo extremo, en el que muchos tienden a negar cualquier significado objetivo a la obra literaria, más allá de la perspectiva del observador y del contexto, cabría postular que, de alguna forma, utopía y distopía son objetivamente indistinguibles. En primer lugar, porque no importa lo depravada, totalitaria, opresiva y deprimente que nos pueda parecer una sociedad distópica, a Mustapha Mond (Un mundo feliz de Aldous Huxley, 1932), al Gran Hermano (1984 de George Orwell, 1948) y sus adláteres, como al presidente Snow (Los juegos del hambre de Suzanne Collins, 2008) y a sus élites no les ha de parecer la suya una vida particularmente desapacible, ni estar habitando una sociedad de pesadilla, sino probablemente lo contrario. La cuestión central radica en la lectura contemporánea del potencial de felicidad de la mayoría, en el marco de una visión especulativa sobre el futuro, en cuyo contexto espaciotemporal se sitúan las obras distópicas, cuya visión de futuro inequívocamente pesimista se distingue de sus orígenes en la literatura utópica.

Tampoco cabe desconocer que incluso la obra fundacional del género contiene, firmemente plantadas, en su libro II, las semillas de la distopía. No es descabellado argüir que el Libellus vere aureus, nec minus salutaris quam festivus, de optimo rei publicae statu deque nova insula Utopia de Tomás Moro (1516) permite, y hasta provoca a veces, una lectura distópica, que justifica el atemporal interés que despierta el texto entre sus lectores, quienes, al mismo tiempo, admiran y rechazan vivir en una sociedad semejante. Basta preguntar, tras la lectura y análisis del texto, a quiénes les gustaría vivir en la sociedad descrita por Tomás Moro en su Utopía, para recibir por respuesta el más sepulcral silencio… ni una sola mano de nuestros contemporáneos del mundo desarrollado se alza para manifestar su preferencia de vivir en una sociedad semejante. Podrá argumentarse que quizá quienes no sepan leer y vivan en condiciones de extrema pobreza, o si se preguntase a los desheredados de la fortuna en la Inglaterra de los albores del siglo XVI, la respuesta sería otra, lo que no deja de ser una especulación razonable, aunque de imposible verificación.

Libellus vere aureus, nec minus salutaris quam festivus, de optimo reipublicae statu, deque nova insula Vtopia (Librillo verdaderamente dorado, no menos beneficioso que entretenido, sobre el mejor estado de una república y sobre la nueva isla de Utopía), ilustrado por Ambrosius Holbein

Es probable que una de las razones para este general repudio de las comunidades utópicas radique en el incontrovertible hecho de que, en Utopía – como en sus secuelas utópicas y distópicas a lo largo de la historia del género– la condición de viabilidad de las sociedades descritas parte de la aniquilación de la libertad individual; el Estado reparte los hijos para evitar la superpoblación (en la tradición platónica de La República) abole la propiedad privada, elimina el dinero, la libre competencia y el libre mercado, al tiempo que se facilita que algunos utopienses se conviertan en magnates en las tierras continentales que conquistan, mientras se condena a una sola túnica, a una habitación rotatoria cada diez años y a seguir los dictados de un Gobernador vitalicio al resto de la sociedad (More 2011: 38-97). El Comandante Utopos (dux en el original latino), fundador de Utopía, verdadero dictador en términos de la politología moderna, tras su victoria en la guerra, convierte en isla una península, la aísla del exterior por todos los medios posibles, redacta y aprueba una constitución sin cláusula de reforma, y deja su concepción del mejor estado de la república (the best state of a commonwealth) fosilizado en el tiempo, sin refrendo popular y sin posibilidad de cambio o de progreso, en una isla a la que nadie puede entrar y de la que nadie puede salir, sin que el Estado consienta expresamente, para evitar el naufragio de cuantas naves se atrevan a intentarlo. También «condenan» a trabajos forzados, al menos dos años, en el sector primario, a la práctica totalidad de la población (39-40). Por lo que se refiere a las libertades políticas, castigan con la muerte a quien hable de política fuera del parlamento (44). Sobre su código penal, dicen tener pocas leyes (75), pero sin duda las suficientes para castigar con la esclavitud acciones como salir sin pasaporte dos veces de una ciudad para viajar a otra ciudad contigua dentro de la propia isla (53), o cometer adulterio. En caso de repetirse el adulterio, al igual que cuando un esclavo se rebela, la pena de muerte es el castigo previsto en su ordenamiento (73). También defienden conceptualmente y practican con entusiasmo la guerra preventiva, son firmes defensores del tiranicido y de la intervención militar en el exterior por razones comerciales, en defensa de aliados o para «liberar a pueblos oprimidos de la tiranía y la servidumbre» (77-84). Al final de la vida, cuando el Estado decide que el ciudadano se ha convertido en una carga insoportable para el común y sufre grandes e incurables dolores, le envían sacerdotes» y «magistrados» para que le convenzan de que lo correcto es lo que hoy se denominaría eufemísticamente «eutanasia por deprivación calórica», o sea dejar(se) morir de hambre, con la opción de solicitar que le ayuden mediante el suicidio asistido por láudano, una tintura de opio cuya ingesta en cantidades de 15 a 20 mililitros conduce a la muerte (71) aunque como analgésico, en pequeñas cantidades (equivalente a un 1% de morfina), se vendía sin receta en las farmacias españolas hasta 1978. Por lo demás, la presencia del láudano en la literatura es frecuente; baste recordar La cabaña del tío Tom (1852) de Harriet Beecher Stowe, en la que una esclava llamada Cassy habla de cómo mató a su recién nacido mediante una sobredosis de láudano para evitar que experimentara los horrores de la esclavitud, o Requiem for a Nun (1951) de William Faulkner, novela en la que Compson, el Doctor Peabody y Ratcliffe dan whisky con láudano a una banda de milicianos, que pudieron ser encarcelados mientras permanecían inconscientes.

Hay quienes han planteado (Hospers 1983) que un problema no precisamente menor de la historia humana radica en la existencia de intelectuales a los que no basta con intentar gobernar sus propias vidas, sino que deciden gobernar las de todos los demás; algunos de estos, además, dejan por escrito cómo harían felices a sus conciudadanos y al hacerlo, en sus obras utópicas –unas de adhesión voluntaria como Walden Two (Skinner 1948) y otras obligatoria como Brave New World (Huxley 1932) o Fahrenheit 451 (Bradbury 1953)– plantan en el género la semilla de la distopía, pues nada hay más opuesto a la libertad que la utopía:

Though widely separated in time and space, each of these coercive utopias exhibits a monotonously repetitive pattern, designed to stamp out individual differences and bring everyone under the total control of the State.

-There is almost always the total abolition of private property, because when a man owns his own property he has a certain degree of independence from the State, and this could not be tolerated.

-There is usually a condemnation of religion because the State wants no competition for the allegiance of its citizens, and people are often inclined to serve God above Caesar.

-The family is viewed with suspicion because parents can bring up children in a way that the State does not approve. Thus, in many utopias children are taken away from their parents at an early age and brought up by officials of the State.

-Individuals of gifted intellect are also viewed with suspicion since they think for themselves and may well challenge the sovereignty or even the legitimacy of the State. Burning of books is a recurring feature, because books can contain heretical ideas which may mislead the young. (5)

Obviamente, las semillas de distopía presentes en la obra fundacional del género no dejan de ser meras simientes, bajo un planteamiento propositivo que caracteriza una sociedad (la de los utopienses) como supuestamente mejor que la sociedad de partida, la Inglaterra de principios del siglo XVI, el tiempo y el espacio al que pertenece el autor. Vista en un contexto narrativo coherente y más sofisticado (en tanto que ficción, en la que se describe Utopía como una sociedad lógicamente precristiana, por su localización geográfico-temporal y por su aislamiento, a menos de dos décadas del primer viaje de Colón) Moro propone un modelo que, en su conjunto, en una lectura literal de la obra, no puede sino antojarse mejor. Esto es especialmente verosímil, si nos detenemos a considerar el tenor de la vida cotidiana de la mayoría de los ciudadanos ingleses, los denominados Commoners (vulgo vs. alta burguesía, Gentry) de primeros del siglo XVI, cuya existencia durante el reinado de uno de los mayores tiranos y más sanguinarios monarcas de la historia británica, Enrique VIII, bien les podía hacer ver las tres nutritivas comidas diarias, el pleno empleo y las seis horas de trabajo por jornada no festiva como una verdadera utopía, como «un mundo feliz». La vida en la Inglaterra que alumbró la obra fundacional del género no era fácil: sin mejoras en los estándares de vida, con frecuentes aumentos de la inflación que reducían el poder adquisitivo de menguantes salarios, con escasa o ninguna propiedad privada para la mayoría y con escasa esperanza de encontrar nunca un empleo estable. Con una población cada vez mayor a lo largo del siglo XVI, se hacía aún más difícil la obtención de un puesto de trabajo, y si bien las élites mejoraron significativamente su posición económica (esencialmente gracias al comercio) la mayor parte de la población seguía siendo pobre.

El final de la Guerra de las Rosas en 1487 había generado una abundante mano de obra, hasta entonces ocupada en las distintas milicias, que incrementaron considerablemente, a lo largo del siglo XVI, el número de vagabundos, lo que llevó a Enrique VIII a aprobar The Vagabonds Act en el contexto de varias«leyes de pobres» de la Inglaterra tudor, norma que permitía azotar hasta que sangraran a los mendigos que careciesen de una «impotencia» (por edad, enfermedad o minusvalía) que les impidiese trabajar. En tan inhóspito contexto, con una reducida expectativa media de vida al nacer (Cummins 3-4)7 la alternativa utópica de una vida más larga y supuestamente más «feliz» contenía, sin duda, elementos altamente seductores. Los utopienses descritos en el libro segundo del texto moreano vivían en casas espaciosas y bien ventiladas -elemento crucial para evitar infecciones respiratorias-; el gobierno inspeccionaba la salubridad de los alimentos y garantizaba la calidad del agua potable, así como la disponibilidad de comida saludable, abundante y gratuita para todos -otro de los elementos clave para la determinación de la expectativa de vida y la evitación de enfermedades infecto-contagiosas del tracto inferior-; un sistema público de seguridad social, verdadera precuela del actual NHS británico, evitaba que los enfermos se convirtieran en pobres y los pobres en enfermos, ubicando a los que, a pesar de tanta diligencia estatal, sufrían alguna dolencia en excelentes hospitales, inteligentemente situados extramuros para reducir el riesgo de transmisión de enfermedades infectocontagiosas. En este contexto, no extraña la siguiente afirmación del entregado y acrítico narrador de Moro, Rafael Hythlodaeus –etimológicamente el que trae buenas nuevas, el que cura al mundo (Rafael), pero también el que dice tonterías (experto en el absurdo, el que dice sandeces, en la etimología griega de su apellido): «[…] nowhere are people more vigorous, and liable to fewer diseases» (More 67).8

La coherencia narrativa del autor exigía llevar hasta sus últimas consecuencias el experimento intelectual (no necesariamente propuesta de sociedad ideal, o perfecta, como ha sido a menudo erróneamente interpretada la magna obra de Tomás Moro) consistente en explorar los límites de la razón en la constitución de un Estado alternativo, con sus luces y sus sombras. La garantía de autosuficiencia económica de la isla, un sistema de gobierno basado en la democracia representativa, incluso con ciertas protecciones jurídicas para toda la población, el pleno empleo, una semana laboral de 35 horas o menos o la garantía de alimentación suficiente, techo y tan saludable como virtuoso ocio para todos no podía sino despertar la ilusión de que en algún lugar de América, no contaminado por la codicia del mundo hasta entonces conocido, quizá podía existir un lugar mejor que la sociedad de partida de los autores de utopías, cuya imitación podría traer consigo mejoras importantes en favor de las mayorías sociales de las sociedades de partida del personaje viajero. Como adelantábamos más arriba, las pretensiones que se derivan de estas interpretaciones literales ya hicieron al propio autor arrepentirse en su día de la publicación de su libellus9 y siguen oscureciendo la relación de esa forma evolucionada y adaptada de utopía que es la distopía con su matriz histórica, filosófica y genérica. La Utopía de Moro no describe – probablemente nunca estuvo en su intención– un lugar perfecto, ni un modelo susceptible de trasplante (desde luego no ad pedem litterae) a la Inglaterra de su tiempo, ni a ninguna otra sociedad, de aquel presente o del futuro. Resulta una simpleza pensar, si se conoce siquiera someramente la vida y el resto de la obra de Tomás Moro, que él estaba proponiendo sustituir la monarquía británica, de cuyo representante se confiesa vasallo hasta en el cadalso (cuando dice que muere fiel siervo del rey, pero de Dios primero, «the King’s good servant, but God’s first») por una república, que se parece más en realidad a una dictadura militar; dictadura, por lo demás, iniciada por un comandante o general, dux Utopos (erróneamente traducido del latín a veces como «rey») que dicta una constitución sin cláusula de reforma, que se constituye como jefe de Estado electo, pero vitalicio, y que impone un código penal en general más severo que el inglés de la época, que sí permitía a los parlamentarios (y a la población en general) hablar de política fuera del Parlamento, sin condenarlos por ello a pena de muerte. Tampoco establecía el derecho inglés del siglo XVI pena de esclavitud (menos aún pena de muerte) por adulterio, ni exigía pasaporte y visado para ir de Londres a Chelsea. Tampoco parece razonable pensar que Santo Tomás Moro estuviese proponiendo la adopción en Inglaterra del divorcio por consentimiento mutuo, la eutanasia, la guerra preventiva o la restauración de la esclavitud. El fundador del género es simplemente coherente, desde el punto de vista narrativo, con la naturaleza ficticia de la sociedad pre-cristiana que describe su narrador, con el experimento racional de una sociedad alternativa que ni existe ni puede existir en el futuro, aunque estemos condenados a imaginarla, generación tras generación, para impulsar el progreso. Del mismo modo que resultan impensables los viajes interplanetarios actuales sin la literatura de viajes lunares que incendió la imaginación del ser humano y que se desarrolla con especial intensidad a partir del siglo XVII (e.g. Francis Godwin, The Man in the Moone or A Discourse of a Voyage Thither by Domingo Gonsales, 1638) del mismo modo parece imposible la distopía sin la utopía, tanto en el ámbito de la ficción, como en la realidad histórica que intentó, aunque sin éxito, ponerla en práctica.

Francis Godwin’s Man in the Moone de Francis Godwin (ca. 1657) (Houghton Library rare book 145245)

Otra cuestión previa se refiere al ámbito geográfico y temporal de nuestro estudio: dónde y cuándo parecen preguntas sencillas, pero al profundizar en ellas en seguida se advierte la complejidad del asunto. La distopía en la literatura norteamericana, por lo que se refiere a este estudio, se limitará al análisis de su evolución en la literatura estadounidense, a excepción de la autora canadiense Margaret Atwood, cuya obra se inspira a menudo en la teocracia puritana del siglo XVII en Estados Unidos y en el clima político del país a principios de la década de 1980. Más difícil aún resulta precisar qué obras pueden considerarse verdaderamente norteamericanas, aun en este sentido geográficamente restrictivo. La referencia más completa del canon utópico/distópico es la enciclopédica obra de Lyman T. Sargent British and American Utopian Literature 1516-1985 (Sargent 1988), bibliografía, que, en su versión original, incluye unas tres mil doscientas obras, ordenadas cronológicamente por fecha de publicación y brevemente anotadas. Desde los años 90 del siglo pasado vino señalándose la necesidad de actualizar esta obra, cuya edición original solo cubría publicaciones hasta 1975. Del mismo modo en que K. E. Roemer justificaba la ampliación de 1988 de la obra de Sargent, que llegaba hasta 1985 e incorporaba nuevas obras anteriores, que no había localizado a tiempo para la edición de 1979 o que no se adecuaban a los más severos criterios de inclusión de la obra original, cabe decir ahora que 35 años después seguimos huérfanos de una extensión de esta obra hasta nuestros días. No obstante, como impone el signo de los tiempos, la biliografía utópica de Lyman Tower Sargent se ha metamorfoseado en una base de datos en línea, en continua actualización, que es de gran utilidad para el estudioso de la utopía contemporánea.10

Son sus criterios de inclusión y su definición de americana (en tanto que obras publicadas por primera vez en Estados Unidos, frente a aquellas publicadas en otros países de habla inglesa) los que conviene tomar como referencia canónica de inclusión o exclusión, tanto por razones prácticas como académicas. Del mismo modo, con independencia de las reflexiones anteriores sobre la íntima relación entre la distopía y la utopía, la anti-utopía, la sátira, ciencia ficción y otros géneros literarios, parece razonable acotar la definición, a efectos de selección de nuestro corpus a aquellas obras que Sargent cataloga como distopías, en tanto que subgénero de la literatura utópica, según su definición operativa: «a non-existent society described in considerable detail that the author intended a contemporanous reader to view as considerably worse than the society in which that reader lived» (Sargent 1988, xii). No cabe eludir los problemas conexos a esta y a cualquier otra definición operativa, aunque sea a los solos efectos de selección de un corpus, de los que es consciente el autor, entre los que cabe destacar la siempre arriesgada opción por la recepción sincrónica de la obra como elemento determinante de la naturaleza genérica de la misma: a veces el autor pretende escribir una distopía y los lectores lo perciben como utopía y viceversa; también se asume que el escritor escribe para su público contemporáneo y no para el futuro; tampoco la expresión «en considerable detalle» parece suficientemente precisa a la hora de establecer la pertenencia o exclusión del canon. De todas formas, en el siglo de la hibridez de géneros, esta definición, con todas sus contingencias, se antoja razonable. Más allá de la inclusión o exclusión de obras literarias en el canon distópico, cabe desarrollar la definición en los siguientes términos: una distopía literaria es la representación, principalmente en una obra novelesca, de un tipo de sociedad ficticia represiva, controlada y opresiva. Suele caracterizarse por un gobierno u organización análoga (oligarquías multinacionales en Caesar’s Column, The Windup Girl, Parable of the Sower o The Year of the Flood) que ejerce un gran poder y control sobre sus ciudadanos, a menudo mediante el uso de tecnología avanzada, propaganda y censura. Las sociedades distópicas suelen tener jerarquías sociales rígidas, libertades individuales muy limitadas o ausentes, intentos de eliminación de la disidencia (incluido el pensamiento políticamente incorrecto) por parte del Estado y sus instituciones, así como una general falta de respeto a la intimidad personal.

En la novela distópica, el protagonista suele ser alguien que desafía el statu quo y lucha contra las fuerzas opresoras de la sociedad ofreciendo al lector su percepción y perspectiva sobre la naturaleza distópica de la sociedad, en abierto contraste con el gobierno, que procura imponer una visión y un relato utópico de su sociedad. Se trata de una literatura que suele percibirse en términos de advertencia sobre los peligros del totalitarismo y la importancia de la libertad y los derechos individuales. Es una literatura que parte de elementos del presente del autor, en los que identifica las raíces del mal que asolará, frecuentemente en un futuro más o menos lejano, esa misma sociedad y que ahonda en las raíces distópicas de la utopía, a las que me he referido más arriba a propósito de la obra fundacional del género, la Utopía de Tomás Moro.

Finalmente, existen elementos distópicos en muchas otras obras, que no aparecen incluidas en las bibliografías de 1979 y 1988 arriba citadas, o incluso en la base de datos actual, especialmente en las denominadas «utopías imperfectas» (flawed utopias) o utopías críticas (critical utopias). Su análisis habría llevado la extensión de este trabajo más allá de lo razonable.

CAPÍTULO 2

El periodo formativo de la distopía en la literatura norteamericana del siglo XIX

Miguel Martínez López

There is an acceleration of movement in human affairs even as there is in the operations of gravity. The dead missile out of space at last blazes, and the very air takes fire. The masses grow more intelligent as they grow more wretched; and more capable of cooperation as they become more desperate. The labor organizations of today would have been impossible fifty years ago. And what is to arrest the flow of effect from cause? What is to prevent the coming of the night if the earth continues to revolve on its axis? The fool may cry out: «There shall be no night!» But the feet of the hours march unrelentingly toward the darkness.

Ignatius Donnelly, Caesar’s Column, 1890, 1

Como establecimos en el capítulo anterior, es menester formular una definición y un momento de inicio del subgénero distópico en la literatura de Estados Unidos y, para hacerlo, parece razonable partir de su etimología. Si bien la referencia conceptual a dustopia en la obra del autor irlandés Lewis Henry Younge Utopia: or Apollo’s Golden Days de 1747, es idéntica al uso de dystopia por parte de John Stuart Mill en su discurso parlamentario de 1868, convencionalmente tenido por la primera utilización del término en lengua inglesa, resulta pacífica la asunción que, en la literatura norteamericana este subgénero distópico se inicia en el siglo XIX, como reacción al utopismo socialista y naturalista de la época y, singularmente en Norteamérica, como reacción a la publicación, en 1888, de la utopía Looking Backward: 2000-1887, de Edward Bellamy.

Jean Pfaelzer analiza los albores de la ficción distópica norteamericana como un fenómeno literario de las dos últimas décadas del siglo XIX: «In the US in the late 1880s and 1890s, dystopias formalized the conservative position both through satire of the progressive tendencies of industrialism and parody of the popular genre of utopian fiction. […] Dystopian fiction first appeared in America as a popular genre between 1887 and 1894 […]» (Pfaelzer 61).

Sin lugar a duda, el subgénero distópico en literatura norteamericana surge en un contexto de crisis, que conocía las primeras grandes huelgas y agitaciones sociales como las Pullman Strikes