El otro destierro - Alicia María Zorrilla - E-Book

El otro destierro E-Book

Alicia María Zorrilla

0,0
8,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Los cuentos reunidos en este libro constituyen una feliz sorpresa no solo por su calidad, sino también por quien los ha escrito. Alicia María Zorrilla, lingüista, presidenta de la Academia Argentina de Letras y miembro correspondiente de la Real Academia Española, fundadora y presidenta de la Fundación LITTERAE, se revela aquí como una notable creadora de ficción literaria. Autora, hasta ahora, de libros sobre la disciplina lingüística y de otros en los que, con amenidad, corrige los generalizados dislates de la escritura y del lenguaje coloquial, ha cultivado secreta y fervorosamente (como devota amante de la literatura) el género ficcional. Sus relatos son modelos de creación literaria. Alicia sabe cómo contar una historia, describir situaciones y personajes, crear atmósferas, decir y sugerir, con un estilo que, unido a su piedad y a su ternura, tornan estos textos en excelentes piezas narrativas; cuentos enriquecidos, además, por la fluidez y la belleza de un lenguaje que ha sido trabajado por quien —no podía ser de otro modo— es una maestra del idioma. Antonio Requeni Narrativa

Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:

EPUB
MOBI

Seitenzahl: 80

Veröffentlichungsjahr: 2025

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Alicia María Zorrilla

El otro destierro

Cuentos

Diseño de portada: Osvaldo Gallese

© 2024. Libros del Zorzal, SL

Rosselló 186 5º4

(08008) Barcelona

España

[email protected]

<www.delzorzal.com>

ISBN 978-84-129825-3-4

Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier medio o procedimiento, sin la autorización previa de la editorial o de los titulares de los derechos.

Índice

Más allá de la soledad | 5

El final de la victoria | 10

La espera | 14

Un día más | 19

Un instante después… | 23

La mortificación | 26

El otro destierro | 31

No me dieron la tierra | 38

Pequeñas muertes | 42

El cuadro | 48

El último ensayo | 51

No habrá olvido | 55

La víctima | 59

Camino de regreso | 62

El fracaso | 65

El intruso | 69

No entregar las alas | 72

Obsesión | 76

Más allá de la soledad

Cuando lo dejaron en la residencia geriátrica, el viejo no dijo nada. Su hijo menor le palmeó la espalda, y el otro le apretó la mano, pero él no los miraba. Era mejor así, total… La puerta se cerró y él sintió un vacío inmenso, como si la soledad lo devorara. Lo condujeron a una habitación demasiado pequeña que compartiría con otro anciano. Ni lugar para la ropa había. No quiso abrir la maleta. La dejó en el suelo y, luego, la empujó con el pie debajo de la cama. Se sentó y se apretó la cabeza con las manos; los ojos, fijos, y el corazón atado a dos estacas.

Pasaron semanas sin que nadie lo visitara. Los otros ancianos no eran muy comunicativos. Alguno se reía para adentro o gesticulaba para explicarse mejor, pero nada más. Y su nieto Manuel, ¿por qué no venía a verlo? ¿Tan pronto se olvidó del abuelo que lo hacía dormir entre sus brazos cuando todavía vivía la abuela? ¿Tan pronto se olvidó del abuelo? La vida traía sorpresas, y de las grandes. ¿Quién iba a decirle a él que viviría en «un geriátrico» o como se dijera? ¡Solo! ¿Y después…?

Allí todos los días eran iguales, rutinarios, insoportables. ¡Por fin, vinieron! El menor lo abrazó, y el otro le apretó la mano. La tristeza le ahogaba la satisfacción de verlos. Todavía le quedaba dignidad y orgullo, mucho orgullo…, pero no pudo aguantar y lloró abrazándose a sí mismo, para no molestarlos. ¿Qué le pasaba al viejo? ¿Lo atendían mal? ¿Alguien lo había ofendido? ¿No le gustaba la comida?

—No, si no es eso…, nada, la emoción de verlos…, ya saben que yo lloro por nada.

La serie de televisión no acababa nunca y estaba tan cansado. Había sido un día como todos y, tal vez, diferente. Le daba vergüenza levantarse. Era capaz de eternizarse en la silla antes que hacer ruido. Por fin, acabó y se retiró con su compañero de habitación. Mientras este dormía, empezó a escribir: «Vieja, ¡qué lejos estás! Sabés cómo necesito verte. Sabés cómo extraño tu compañía. Nuestros paseos… los domingos de sol, por las calles del barrio… no más, si lo teníamos todo. Después, el matecito y la factura…, y siempre los hijos. ¿Te acordás? Los hijos nos protegerían, nos defenderían de todo… para eso los criamos bien, como hombres…, y a los dos lo mismo, sin diferencias. Vieja, me siento solo. La palabra es fácil, pero no sabés qué es estar solo. ¡Qué suerte que no lo sabés! Es como desvivirse de a poco, lentamente. ¿Cómo te lo diré mejor? Siento que vivo para atrás, que no veo… Cuando me dicen “hoy”, no sé qué es…; en todo caso, todo es “hoy”, siempre es “hoy”, pero sin nada. Me traje el crucifijo, vieja; eso es nuestro, no se lo iba a dejar. A veces, me abrazo a él, y me da fuerzas, pero otras no puedo rezar, se me quiebra el Padrenuestro, y no me acuerdo más. Empiezo otra vez y lo mismo. Entonces, lloro, vieja, pero sin que me vean. Me da tanta vergüenza. Ayer cumplí los ochenta y cinco, pero los chicos no vinieron. Parece el más común de los argumentos: es el cumpleaños del viejo y los hijos se olvidan, porque… bueno… porque tienen otras cosas que hacer. ¡Ay, vieja, si ellos supieran qué significa cumplir ochenta y cinco sin un beso siquiera, si ellos supieran!».

Se acostó. Estaba muy cansado, pero no pudo dormir. Se dejó llevar por la lluvia —le gustaba oír la lluvia— hasta que llegó la hora del desayuno. Se levantó sin entusiasmo y repitió los mismos movimientos del día anterior. Tomó el bastón y salió al jardín. Miró el cielo —¡buen tiempo!— y comenzó su paseo habitual. ¡Avanzar! ¡Qué difícil! Las piernas le temblaban siempre un poco más. ¡Si se quedaran quietas de una vez! ¡A ver…! Trató de sostenerse sin el bastón y ensayó dos o tres pasos. Pero si parecía un chico que empezaba a caminar.

Un golpe seco despertó la atención de la enfermera. Y allí lo vio, tendido sobre el pasto húmedo, la cara llena de barro. Se sentía un mamarracho, un fantoche, un payaso. Si podía… ¿qué pensaba?

—¡Salga de ahí!

Desde ese día no habló más. Perdida para siempre la sonrisa, fue inútil toda palabra de afecto. Se negaba a comer, pero, a veces, comía algo. Los paseos por el jardín se reanudaron a duras penas. Daba dos pasos y vigilaba. No quería que lo observaran. Él era libre de hacer lo que deseara. No estaba en una prisión… ¿o sí?

El sol quemaba. Las sombras añosas de los paraísos y de los jacarandás se estremecían entre el césped. Era placentero sentir las manos tibias, los huesos calientes. El aire parecía estar en éxtasis. Olía a flores, muchas flores, pero no las veía. ¿Dónde crecerían?

Por la tarde llegaron sus hijos. ¿Hacía meses que no lo visitaban? No se acordaba. Era lo mismo. El menor lo abrazó sin énfasis, como si mecánicamente hiciera lo que se debía hacer; el otro le dio la mano. ¿Por qué no lo abrazaba nunca? El viejo se puso de pie cuando los vio, pero no pronunció una sola sílaba. Le hablaron del dinero que ganaban, de que ahora vivían bien; los chicos crecían; la tía había muerto…, el auto…, los impuestos… Aunque los miraba fijamente, no los escuchaba. «Vieja, ¡qué lejos estás!». Afirmó el bastón sobre las baldosas y empezó a caminar. Ellos lo siguieron. No se explicaban muy bien la actitud de su padre. Estaba raro el viejo. Nunca lo habían visto así.

El corredor que desembocaba en el jardín se hizo muy largo esta vez. Escoltado por sus hijos —¡sus hijos!—, llegó y se sentó en un banco muy verde, como los de la plaza del barrio. La estridente luminosidad de la siesta lo cubrió hasta desdibujar su figura.

—Hay lugar, vengan.

No dijo más. Los hijos se sentaron a su lado. «¡Vieja, vinieron los chicos! ¿Viste cómo me quieren?».

Ante su nuevo silencio, el menor y el otro se miraron y ensayaron una mueca de no entender nada. Los gorriones trazaban invisibles laberintos sonoros en el aire. Él los seguía con los ojos yertos y tan distantes.

—Papá, ¿estás bien? ¿Todo en orden? Si te falta algo, ya sabés.

El viejo hundió el bastón en la tierra y cerró los ojos.

El día que cumplió los noventa, tampoco vinieron. El invierno era duro ese año. Sentía mucho el frío, aun con las estufas. Ya no podía asir las cosas con firmeza. Todo se le caía, todo.

Una de esas tardes, llegó el menor con la noticia de la enfermedad incurable del otro. El viejo lo escuchó apesadumbrado, pero no pudo consolarlo, no supo. Su silencio fue más grande. El hijo se le iba, antes que él. ¡No podía ser, no, no! «Vieja, ¡qué lejos estás! Me siento muy solito, tan solito».

Se sentó lentamente en la silla, como pensando. Luego, miró al hijo que permanecía de pie, con la cabeza baja. Vencido por el dolor, meneó la cabeza repetidas veces y se secó con disimulo una lágrima que recorría sus arrugas resecas.

—Que no esté solo, hijo, que no esté solo.

El final de la victoria

El hombre entró en la pulpería con los ojos abismados. Dos o tres gauchos lo miraron con larvada indiferencia y volvieron a hundir su lucidez en el infinito enervante del vino.

No era de ese pago. No, el hombre venía de lejos. Su ropa despedía un penetrante hedor, mezcla de hierbas, de animales y de barro.

Cuando se acercó al pulpero, se asió fuertemente de los barrotes del mostrador y pidió una bebida cualquiera. Era lo mismo. La mano reseca sobó los labios agrietados y con un meneo de cabeza, casi involuntario, indicó que algo lo preocupaba.

El pulpero le dio el vaso y lo miró. El hombre bebió temblando, con los ojos fijos en los del pulpero. Después, se sentó. El pulpero no dejaba de observarlo. Su actitud no era la de todos.

Una interminable carcajada resonó en la mesa de los borrachos, seguida de un conato de guapeza. El puñal había caído al suelo, y nadie lo recogía. Cuando uno de ellos intentó hacerlo, cayó sin remedio y se revolcó entre el tufo del vino.

El hombre parecía petrificado. Qué haría si lo provocaban. Él no buscaba pelea. Le dolía tanto…

Nuevas carcajadas lo sacaron de su ensimismamiento. Quiso levantarse, pero una mano le oprimió con desenfado el hombro y lo obligó a continuar en su silla. Ni se atrevió a mirar la cara de quien lo amenazaba con su actitud camorrera.

El pulpero le hizo una seña casi imperceptible para que abandonase el lugar. El juego no le gustaba nada.

El puñal seguía en el suelo. El campo abrasaba de luz entrañablemente el recinto y un galope sereno, adormilado, cóncavo, conmovió apenas la inmensidad silenciosa de la siesta.