El español de los traductores y otros estudios - Alicia María Zorrilla - E-Book

El español de los traductores y otros estudios E-Book

Alicia María Zorrilla

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Traducir y escribir son ejercicios que exigen plenitud intelectual y, como tales, deben desplegar la paciencia, la claridad, la mesura del decoro, la discreción de la prudencia y, sobre todo, el amor por cada letra que es germen de la palabra. Pero, al traducir, amor denota luchar sin claudicaciones en medio de una jungla verbal con la convicción de que siempre quedará un espacio intraducible entre las dos lenguas y también significa saber -ansias insaciables de saber-, un saber vigorosamente ambicioso sobre la lengua que nos identifica para darnos con más respeto a los demás, ya que cada voz nos expresa y los expresa. Los ojos ajenos y los nuestros tienen sed de deslumbrarse ante los textos traducidos, de penetrarlos, de ser palabras en las palabras de los otros y hasta de ser pensados por las palabras de los otros. Por eso, cada línea de escritura debe ser camino de belleza, un indiscutible hecho de arte.

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El español de los traductores y otros estudios

Alicia María Zorrilla

El español de los traductores y otros estudios

Alicia María Zorrilla

Editorial del CTPCBA

Colegio de Traductores Públicos de la Ciudad de Buenos Aires

Abril 2015

Índice de contenidos
Portadilla
Legales
Prólogo
Fernando Lázaro Carreter. El idioma como pasión
Claudicación en la cultura verbal
De nada, demasiado
El español de los traductores: ¿sumisión a las lenguas extranjeras o desconocimiento de la lengua de llegada?
Poesía del sustantivo y del adjetivo en la obra de Jorge Luis Borges
El baile de máscaras de los significados
El corrector de textos: valor de una profesión
El uso del español en la internet: la publicidad de los servicios de traducción
La lengua como espectáculo: entre la crónica deportiva y la noticia policial
El trabajo de corrector, ¿es una profesión?
La lengua española en la cocina
El lenguaje médico necesita del bálsamo de Fierabrás
El traductor ante la lengua española
El «énfasis» superlativo en el español de la Argentina
El superlativo absoluto en el área lingüística rioplatense: resemantización de palabras y de sintagmas
Expresión del superlativo absoluto en el ciberespacio
La liturgia de las muletillas y el silencio
Palabras «líquidas» en la sociedad interconectada
La escritura jurídica: ¿tradición o modernidad?
Bibliografía

Zorrilla, Alicia María

El español de los traductores y otros estudios / Alicia María Zorrilla. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Colegio de Traductores Públicos de la Ciudad de Buenos Aires, 2022.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga

ISBN 978-987-1763-39-9

1. Traducción. 2. Español. I. Título.

CDD 418.02092

© Colegio de Traductores Públicos de la Ciudad de Buenos Aires, Argentina, 2015

Sede de Avda. Corrientes 1834. (C1045AAN) Buenos Aires, Argentina.

Tel./Fax: (54-11) 4373-7173

Sede de Avda. Callao 289, 4.o piso. (C1022AAC) Buenos Aires, Argentina.

Tel./Fax: (54-11) 4371-8616/4372-2961/4372-7961

[email protected]

www.traductores.org.ar

Alicia María Zorrilla

Libro de edición argentina.

Reservados todos los derechos.

Hecho el depósito que dispone la Ley 11723.

Prohibida la reproducción, alquiler, préstamo, canje o reproducción pública.

Diseño y armado: Departamento de Publicaciones y Diseño del CTPCBA.

Primera edición en formato digital: diciembre de 2022

Versión 1.0

Digitalización: Proyecto451

ISBN edición digital (ePub): 978-987-1763-39-9

PRÓLOGO

ESCRIBIR ES TRADUCIR; TRADUCIR ES ESCRIBIR

Como estos no son tiempos de poesía porque así lo quieren muchos hombres que no ven más que la tierra convertida en trivial materia; el cielo, en una nota a pie de página, y que no se atreven a sacudir de sí la indolencia, hemos recurrido a la poesía —no nos resignamos a olvidarla— para interpretar desde su altura dos momentos de secreta y gozosa intimidad: escribir y traducir. Escribir es traducir; traducir es escribir. Todas las palabras nos dicen cuando las decimos. Todas las palabras aspiran a alcanzar el estado de gracia de la obra de arte.

Escribir significa consagrarse a la esperanza; entregar a los demás, con el corazón asombrado, el silencio gozoso que vive el alma en un tiempo sin relojes, más allá de la fatigosa nostalgia; en un instante sagrado que convoca la alegre pequeñez de un recuerdo, el adiós inolvidable de una tarde sin sombras verdaderas o un rostro inmemorial que se reconstruye para seguir siendo. «Los misterios son de la esperanza», murmura Fernando Pessoa detrás del jardín de su escritura. Y Jean Guitton parece contestarle: «Hay que permanecer fiel a la esperanza...» (1), pues «si desfallece la esperanza, el presente cae en la melancolía» (2).

Escribir significa amanecer para que se disipe la niebla vacía, y los ángeles tengan un lugar para sus alas. Cada palabra es una hazaña solitaria, plural como el universo, que le devuelve al aire el regocijo de tener todo el espacio para celebrar con coraje la aventura de su vuelo. Cada palabra, un sendero, una ruta, un camino para llegar al hombre y multiplicarlo por todos los hombres. Cada palabra, la vida; una vida sin máscaras, que es cósmica en el verdor de una hoja, en la tristeza del globo que pierde al niño que lo ama; una vida que no siempre juega tímida a la rayuela envuelta en el esplendor de la verdad.

Escribir significa amanecer con las manos agradecidas y en paz, para que el hombre sepa florecer sin cadenas y pueda convivir con la belleza.

Escribir es no ser el de antes; penetrar otra dimensión, casi religiosa, para que las palabras prediquen como semillas sus profecías. «Larga repercusión tienen las palabras», murmura Jorge Luis Borges desde el fervor de su escritura.

Traducir, en cambio, es ser libremente cautivos para comunicar cómo cada idioma siente el universo, cómo recorre otros adentros para revelar la sed de esa tierra espiritual que engendra el texto; traducir es ser, en el silencio, la voz de otra música y llegar a la cumbre de otro viento sin pausa, siempre sin pausa, para celebrar con otras palabras el alba primordial de las estrellas y hacer sentir hondamente el temblor de la piedra en el corazón de las estatuas.

Traducir es conducir a otra orilla después de haber penetrado el mar arduamente, porque todos los pasos cuestan cuando no se quiere desvirtuar el secreto de la creación.

Traducir significa revelar otra pasión con la propia; cuidar con celo la palabra original para que encuentre su ambiente en el otro idioma y diga lo mismo sin decir lo mismo, y haga visible lo que permanece oculto.

Escribir y traducir. En ambos verbos, ocho letras: perfecta simetría. El eje es el arte que los deja mirarse en el mismo espejo, desnudarse a la luz de la misma lumbre, en un delicado juego de afinidades. Dos momentos de un mismo rito, de la ceremonia de decir el mundo y de volver a decirlo. Escribir y volver a escribir para que se cumpla la misión borgesiana de «cambiar en palabras nuestra vida» (3).

Escribir porque duelen las palabras, porque la felicidad existe, es posible.

Traducir para compartir ese dolor y esa exultación.

Escribir para que el papel sienta el temblor de la historia.

Traducir para recuperar las realidades de esa historia y entregarlas sublimadas; para que la ternura de la letra alcance la discreción de la virtud.

Escribir para poetizar la ética, para ser entero en cada voz.

Traducir para consagrar el tiempo de la otra escritura a la transparencia de una mañana nueva constelada de pájaros en éxtasis. Entonces, como dice Octavio Paz desde su palabra encendida, «todo es inacabable nacimiento» (4).

ALICIA MARÍA ZORRILLA

1. «Fidelidad», Sabiduría cotidiana. El libro de las virtudes recuperadas. Traducción de Amanda Forns de Gioia, Buenos Aires, Sudamericana, 2002, p. 89.

2. «Esperanza», ibidem, p. 81.

3. «La luna», El hacedor, Obras Completas, Tomo II, Barcelona, Emecé Editores, 1997, p. 196.

4. «Ser natural. III», ¿Águila o Sol? (1949-1950), Obra poética (1935-1988), Barcelona, Seix Barral, 1998, p. 224.

FERNANDO LÁZARO CARRETER

EL IDIOMA COMO PASIÓN

Cuando mi voz calle con la muerte, mi canción te

seguirá cantando con su corazón vivo.

Rabindranath Tagore

Escribe François de La Rochefoucauld que «ni el sol ni la muerte pueden contemplarse fijamente». El sol nos ciega y nos transforma en seres de luz, pero no nos vemos para gozar de tal gracia; la muerte, que nos ronda desde que nacemos, nos agobia con su acoso; nos negamos a presentirla y hasta a nombrarla. Es el esqueleto y la guadaña, la oscuridad y la sombra. Tanto nos aferramos al cuerpo que no podemos mirar alma adentro para escudriñar sus lenguajes, para penetrar esa mañana sin fin que nos promete su poesía. ¿Dónde está esa poesía que respiramos en el prístino Paraíso? ¿Dónde los paraísos de nuestra sangre? ¿Dónde la belleza de las palabras? ¿Dónde la voluntad de usarlas bellamente?

Fernando Lázaro Carreter (Zaragoza, 13 de abril de 1923-Madrid, 4 de marzo de 2004), el filólogo eminente que sabía las respuestas, ha muerto. La palabra «muerte» que parece dura, impenetrable, carece de su íntimo significado cuando nos referimos a la suya porque, en realidad, de él nada ha cesado. Viven sus palabras y su pasión por enseñarlas, ya que, como bien decía Oscar Wilde, «lo que es bello es un goce para todas las estaciones, una posesión para la eternidad» (5). Don Fernando nos dejó la sabiduría de la belleza y la admiración para reflexionar sobre ella.

Licenciado en Filología Románica por la Universidad Complutense de Madrid (1945), Doctor en esta disciplina con premio extraordinario (1947), discípulo distinguido de Dámaso Alonso, su consagración a la cátedra universitaria lo convirtió en Decano de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Salamanca, y en titular de Lengua Española en la Universidad Autónoma de Madrid (1972) y en la Universidad Complutense de Madrid (1978). Fue también profesor asociado de la Sorbona y visitante en varias universidades extranjeras. En 1972 la Real Academia Española lo designó académico de número; su discurso de ingreso versó sobre el Diccionario de Autoridades entre 1713 y 1740: «... la Academia no siente preferencia especial por ninguno de los dos nombres del idioma. Si se llama a sí misma Española, y cifra su deseo en elaborar un diccionario de la lengua castellana, resulta patente en su intención la identidad referencial de ambas denominaciones. Al elegir la última, no la privilegia por razones genealógicas (tan confusas entonces) ni de primacía de lo castellano (puesto que rechazará mucho de lo castellano, y admirará en cambio muchos vocablos de otros solares regionales), sino que, considerándolas exactamente sinónimas, establece una elegante distinción, una variación retórica, entre el adjetivo que se atribuye (Española) y el que asigna a la lengua (castellana)» (6).

Fue uno de los fundadores del Departamento de Español Urgente de la Agencia EFE, miembro del Consejo Asesor de Estilo junto con Manuel Alvar, Antonio Tovar y Luis Rosales, y redactor del Manual de Estilo (1978) de la mencionada Agencia, «presentado justamente como “un nuevo esfuerzo tendente a la deseada homogeneidad de criterios idiomáticos”» (7). Desempeñó el cargo de Director de la Real Academia Española desde el 5 de diciembre de 1991 hasta el 3 de diciembre de 1998. Durante su gestión, logró el apoyo de las Academias de Hispanoamérica, Filipinas y los Estados Unidos para trabajar por la unidad del español; creó el Corpus de Referencia del Español Actual y el Corpus Diacrónico del Español. Fue nombrado miembro correspondiente de diversas Academias, como la Hondureña, la Real Academia de Buenas Letras de Barcelona y la Real Academia de Bellas y Nobles Artes de San Luis de Zaragoza; miembro de la Hispanic Society of America; Presidente de Honor de la Sociedad Española de Literatura General y Comparada; Doctor Honoris Causa por las Universidades de Zaragoza (1985), Salamanca (1986), Autónoma de Madrid (1988), Valladolid (1993), La Laguna (1994), La Coruña (1997) y otras, y miembro del Colegio de Aragón. Recibió diversos premios y distinciones, entre ellos, el Premio Aznar de Periodismo; el Premio Mariano de Cavia de Periodismo; el Premio Blanquerna de la Generalitat de Cataluña; el de Comandeur dans l’Ordre des Arts et de Lettres de Francia; el Premio Internacional Menéndez Pelayo; la Creu de Sant Jordi; la Gran Cruz de Alfonso X el Sabio; el Premio Aragón de las Letras; el Premio Nacional de Periodismo Miguel Delibes; el Premio Don Juan de Borbón al Libro del año 1997 por su obra El dardo en la palabra y, en 1998, la Orden al Mérito en Grado Oficial, otorgada por la Argentina. En marzo de 1999, la editorial Bertelsmann creó el Premio Iberoamericano de Periodismo Fernando Lázaro Carreter para «fomentar la calidad lingüística entre los jóvenes periodistas de uno y otro lado del Atlántico».

Sus libros nos hablan de su fervor por el estudio de las palabras y de la literatura de su tierra: El habla de Magallón (1945); Las ideas lingüísticas en España durante el siglo XVIII (tesis doctoral, 1949); Diccionario de términos filológicos (1953); Significación cultural de Feijoo (1957); Moratín en su teatro (1961); Menéndez y Pelayo: su época y su obra literaria (1962); Estilo barroco y personalidad creadora: Góngora, Quevedo, Lope de Vega (1966); Lope de Vega: introducción a su vida y a su obra (1966); sus manuales dedicados al ciclo de bachillerato, etcétera. Con la publicación de El dardo en la palabra, en 1997, y de El nuevo dardo en la palabra, en 2003, nos demuestra que el humor no está reñido con la enseñanza, que la palabra más pequeña debe estudiarse como la más importante, y que solo puede enseñarse con claridad lo que se sabe bien: «Saeta semanal para apresar el vocablo y verlo de cerca. Dardo también mi propia palabra, porque alguna vez podrá indignarse. Procuraré que mis comentarios sean breves: para leídos entre parada y parada de metro. Serán poco doctos, y evitaré a toda costa que huelan a casticismo de chalina y pañosa, aroma tan frecuente en el tratamiento periodístico de los males del idioma» (8). Él sabía muy bien cuáles eran esos males que quebraban el español, su lengua entrañable: «Hay una tendencia generalizada en todo a destruir matices, a mellar filos, a rematar las cosas con rebordes gordos. Es lo fácil, lo rebañego, lo espeso; lo que gusta. [...]. Se oye por todos lados que hay que relanzar la actividad productiva. Otro vocablo fundamental de estos campeones de la cultura, que, con solo consultar el Diccionario, se enterarían de que relanzar significa “repeler, rechazar” (9). Por lo cual se nos está invitando a la parálisis y al nirvana. Claro que ellos quieren decir reactivar, pero, en el vértigo electoral, les da lo mismo digo que Diego.

¿O no? ¿No estarán ofreciendo exactamente lo que dicen?» (10).

Su palabra vibrante de maestro indiscutible continúa hendiendo como una flecha nuestro aire, nuestro, a veces, cansado aire, engolado con las estridencias de este siglo XXI superficial y feroz, más preocupado por adelgazar y hacer un culto del ocio que por saber. Don Fernando, que saborea el «sentido hondo del idioma», intenta disciplinar al hablante, alejarlo de la vulgaridad y enderezar su inútil inclinación a ser cada día menos hombre a través del uso indebido de las palabras. Ese tan breve vocabulario que el hablante maltrata diariamente reduce también su visión del mundo y lo inhabilita para el alto ejercicio de la vida. Entonces, esta desflorece detrás de actos fallidos que desestiman la dificultad que entraña hablar bien el español por respeto a los demás. Por eso, escribe que «es mucho más difícil llamar la atención por esas cualidades que por prevaricar —según la palabra de Cervantes—, pero la calificación que merece quien lo logra puede ser excelente» (11).

Halla en los errores lingüísticos, más allá de ellos, la apatía del hombre, su desmedida necesidad de decir, su lamentable nostalgia de la ignorancia, pero también la prisa que deteriora los significados, la falta de cuidado que tergiversa los mensajes, los prejuicios acerca de lo normativo, en síntesis, la libertad idiomática mal entendida: «La prisa no justifica el error. No se habla mal una lengua que se conoce bien» (12). Don Fernando juzga los vicios lingüísticos, pero más aún la falta de valor para alcanzar la virtud de no tenerlos, pues el hablar y el escribir nos retratan, dicen quiénes somos, cómo pensamos, qué sentimos, cómo miramos el mundo y cómo lo recreamos: «... cuando descubro que quienes viven de la palabra, como los periodistas, los locutores de radio muy frecuentemente, o los de televisión, desprecian la lengua, me pregunto si comerán con la conciencia tranquila, pues de eso viven. [...]. Aparte de la influencia de la lengua extranjera, sobre todo del inglés, lo que yo aprecio es un empobrecimiento visible del lenguaje, muy visible. [...]. Pero si tuviera que referirme a problemas concretos, lo que encuentro peor es el mal uso de nuestra lengua, la falta de recursos sintácticos, el afianzamiento de los tópicos de la jerga periodística, el decir por ejemplo: “en otro orden de cosas” o el empleo frecuente de “volver a empezar” por “reanudar”, la extracción de multitud de palabras del léxico común para convertirlas en parte de una jerga, que afecta a campos de palabras completos y todo esto indicando ese empobrecimiento visible, general. Veo a la sociedad muy desprovista de recursos frente a ese empobrecimiento» (13).

Leemos en algunos diarios: «Se ofrece a los vecinos servicios de peluquería gratuita, asistencia médica, la renovación de documentos y tratamiento odontológico» (14); «...Claudio López, estará cuatro meses fuera de los terrenos de juego, después de que ayer se le diagnosticara una lesión de ligamentos...» (15); «La contadora [...] fue apresada en el barrio 1000 Viviendas de esta capital, tres meses después de que el fiscal federal [...] solicitara su detención» (16). En la primera oración, es evidente la falta de concordancia entre el sujeto compuesto y el verbo (voz pasiva con «se»); además, desde el punto de vista semántico, los «servicios» son gratuitos no la «peluquería», y el artículo «la» debe omitirse en el sintagma «la renovación de documentos» para unificar la generalización. Esa coma —la coma de la perezosa fatiga— después de «Claudio López» separa indebidamente sujeto de predicado, uno de los errores más comunes en la prosa periodística. Respecto de las formas verbales destacadas, dice don Fernando: «Otro atentado sintáctico contra la paz idiomática lo constituye el empleo del subjuntivo castellano en -ra como pasado del indicativo: “El Ministerio no ha cumplido lo que prometiera”. En este caso, la prensa mantiene frente al uso, y casi como rasgo distintivo propio, un arcaísmo y literarismo apenas empleado ya por los escritores. Porque ese fue el valor etimológico del imperfecto en -ra: el de pluscuamperfecto de indicativo; “Fizo enviar por la tienda que dexara (= había dejado) allá”, se lee en el Poema del Cid, con un dexara que prolonga el valor latino de esa forma verbal. Muy pronto, se utilizó no solo como pluscuamperfecto, sino como simple perfecto, como en estos versos de un romance viejo: “Allí hablara (= habló) el buen rey, / bien oiréis lo que habló”. Pero, en la lengua oral, la forma cantara iba perdiendo esos valores de indicativo, e igualándose con cantase como imperfecto de subjuntivo. A mediados del siglo XVII, ya estaba bastante fijado el sistema actual: había cantado y cantó, por un lado, y cantara o cantase, por otro. Pero he aquí que los escritores románticos, tan medievalizantes, resucitaron cantara con el valor de cantó o había cantado. “Esa noche y esa luna / las mismas son que miraran / indiferentes tu dicha”, hace decir Espronceda a la pobre Elvira, burlada por el estudiante salmantino. Y así quedó resucitado ese empleo medieval en la lengua literaria de España y de América...» (17).

Si comunicar es hacer a otro partícipe de su idioma, debe existir la intención de que el mensaje sea verdadero desde su contenido hasta cada una de sus letras, porque participar es recibir una parte de algo, compartir las palabras. Dice bien don Fernando que «el que enseña en español tiene la primaria obligación de ser profesor de español» (18), pues —agrega— «los titubeos en el manejo del idioma son de muy diversa etiología cultural y psicológica, y de difícil tratamiento cuando se ha salido de los estudios medios y universitarios sin haber establecido íntima amistad con el lenguaje, que tal vez va a servir de instrumento profesional. [...]: es nefasta la fe pedagógica en el espontaneísmo, también profesada por muchas de sus víctimas, según la cual parece sagrado lo primero que viene a la lengua o a la pluma (a la tecla, ahora)» (19). Ese espontaneísmo arbitrario va degradando el idioma, lo empequeñece. Hoy prolifera con ansias el arrogante «yo hablo así y basta» porque lo correcto en el decir es tachado de vil arcaísmo ajeno a los múltiples espacios de la posmodernidad. Sí, la lengua necesita espacios para crecer no para exhibir vacíos. Y crecer significa aumentar en espíritu para dar y para darse.

Don Fernando lucha contra la miseria cultural que socava formas y significados, y que hasta altera inescrupulosamente el orden de las palabras: «“El Foro Mundial de Mujeres exige el abandono del hogar de los agresores”. El hogar es, pues, de los agresores y, por tanto, debe ser abandonado: ¿por las mujeres? Pero otros medios cercioran de lo contrario: se exigió que los agresores abandonaran el hogar, con lo cual, el asombroso titular resulta aún más cervantino que el célebre “pidió las llaves a la sobrina del aposento”» (20).

La lengua no está enferma. La enfermamos con nuestros descuidos. Parece que el mundo se transforma con nuestro decir de muchas maneras como para probar metafóricamente la teoría humoral de Hipócrateso de los cuatro humores o líquidos del cuerpo: la sangre, la pituita o flema, la bilis amarilla y la bilis negra. El predominio de la sangre origina el temperamento sanguíneo; el de la flema, el flemático; el de la bilis amarilla, el colérico; el de la bilis negra, el bilioso o melancólico. Cuando los cuatro líquidos se mezclan con perfección, hay salud, pero si se pierde el equilibrio y uno de esos humores no se une bien con los otros, se produce la enfermedad. En materia lingüística, también influye el desorden de los «humores» y ¡cómo!

Probaremos, en primer lugar, el error en estado colérico, cuando la bilis amarilla se altera y provoca estados lingüísticos como este: «Descubra su tratamiento completo para la caída del cabello». El mensaje es absurdo, pues la persona que padece la alopecia o pérdida patológica del pelo poco ánimo tendrá de descubrir por sí misma el tratamiento completo para provocarla, es decir, de hallar ese elixir ignorado o escondido que la ayudará a perder más rápidamente el pelo. O bien, entre un pretérito imperfecto de subjuntivo mal usado y un anacoluto, la intromisión de mismo con todas sus variantes: «Como se mencionara, los posgrados en la Universidad Argentina y de lo que se tiene conocimiento en buena parte de las Universidades del mundo, el trabajo de tesis aparece como corolario de los estudios de los mismos. [...]. La determinación del Problema ya es el primer paso de tal teorización. La misma se hace sobre el hecho o fenómeno que se encuentra en la realidad y que el investigador definirá y aprehenderá sobre el mismo» (21); «La existencia de este Parque tiene como objeto proteger las Cataratas del Río Iguazú y una zona colindante a las mismas...» (22). Don Fernando destaca ese desaliño que exaspera: «Imaginemos que ese machaqueo llega a la lengua oral, y que un matrimonio llega a casa; pero el marido no encuentra la llave. Entablará con su mujer el siguiente excitante diálogo:

“—Juraría que me había echado la llave al bolsillo de la chaqueta, pero no llevo la misma en el mismo. —¿No la habrás metido en el pantalón, y estará en los bolsillos del mismo? —No, no llevo las mismas en el mismo. Al salir de casa, habré dejado la misma en algún mueble de la misma, mientras sacaba el abrigo y me ponía el mismo”» (23). Sin vacilar, tendríamos que usar aquí la marca normativa de improprie (‘no conforme a la norma’) que empleaba Elio Antonio de Nebrija para algunas palabras en su Vocabulario español-latino de 1495.

En segundo lugar, probaremos el error en estado de tranquilidad y de lentitud flemáticas: «Las otras siete naciones que clasificaron son Costa Rica, Cuba, República Dominicana, Estados Unidos, Perú, Portugal y Puerto Rico. Los diez temas que se clasificaron serán interpretados mañana...» (24). Como si la lengua fluctuara cansina entre dos formas verbales: una para acompañar las naciones, y otra, los temas —el redactor no abrió el Diccionario—, se usa el mismo verbo como transitivo y como pronominal. Si admitimos el error, deberemos preguntarnos qué clasificaron las siete naciones. Hoy ocurre esto en los medios de comunicación con «entrenar (por entrenarse)», «fugar (por fugarse)», y otros verbos, como «profugarse» y su participio «profugado», de novísima creación. Escribe don Fernando: «Sin duda, entrenar es uno de nuestros vocablos más mutantes: sabemos los prehistóricos del idioma que, en nuestros tiempos, los jugadores se entrenaban, mientras que el «coach» (por variar y modernizar el léxico) los entrenaba; primera sacudida proveniente de América; se amputó el pronombre y así, Morientes entrena cuando corre, salta y pelotea, y, a su vez, Camacho entrena a la selección. Entrenar asumía de esa manera su antiguo significado reflexivo, podía seguir siendo transitivo, y, de paso, se travestía de intransitivo. Como es natural, el Diccionario académico no ha acogido tan fea mutilación, que no es solo léxica, sino que ataca al corazón de la Gramática. Y eso es un poco más serio» (25). A veces, se emplea el mismo verbo para negar una afirmación y encender la ambigüedad: «Tres películas, [...], clausuran hoy la 53.° edición del Festival Internacional de Cannes que se clausura mañana (26)». ¿Hoy o mañana? La «o» volada que acompaña al número 53 cambia el género de la palabra «edición».

Corresponde también a lentitud cerebral la adopción de extranjerismos o la invención de palabras innecesarias, pues solo reemplazan las que ya tenemos, pero ignoramos (*satisfactoriedad, *autosuicidio, *permanentear, *intermediamiento, *atractividad, *proyectación, *vacunal, *dañosidad). Y así nos lo enseña don Fernando: «La extensión territorial del español lo hace especialmente poroso para absorber neologismos. [...]. No es desdeñable la actividad de hispanizar cuanto pueda resultarnos útil a todos, si ello ensancha el caudal de conocimientos, o aumenta la posibilidad de entender y nombrar mejor la realidad física y más aspectos del mundo moral, o dilata nuestra capacidad para percibir rasgos y establecer diferencias. A mí me parece admirable cada adquisición de este tipo, tanto si se produce en España como si viene cruzando el Atlántico. Resulta, en cambio, perfectamente ociosa la importación de material cuando se adquiere para sustituir los usos que aquí y en Ultramar reconocemos como propios, y que compartimos tal vez sin excepción» (27).

La descompostura del humor sanguíneo torna impulsivo al que escribe, y las palabras se atropellan sin reflexión ni cautela: «5 Días en Cancún! Todo incluido por solo US$ 399!!! Tres fabulosos resorts 4 estrellas para elegir!! Además dentro de esta promoción están incluídos 2niños totalmente GRATIS!!». A la doble grafía del participio «incluido» se suman las oraciones exclamativas, que renquean por falta de signos, y el anglicismo «resorts», que no aparece en letra cursiva para defender la lengua de llegada. La sintaxis de la última oración espeluzna, pues entendemos que, con la promoción, vienen dos niños de regalo. Las versales de «GRATIS», por cierto muy publicitarias, quieren destacar la autenticidad del increíble mensaje. Eso dice. Nadie puede desmentirlo. El adverbio «totalmente», sobreabundante, desconcierta, pues ¿puede haber algo «parcialmente gratis»? Aquí don Fernando nos dice: «... casi todo puede decirse, como mínimo, de otra manera que tal vez sea mejor: más clara, más rotunda, más irónica, menos enrevesada, mejor ajustada al asunto, a su intención, a las expectativas de quienes han de leerlo u oírlo, y al momento» (28). Otro ejemplo: «El Tango es el mejor embajador que puede presentar la Argentina, porque ningún ser humano está excento de ser conquistado por él considerando que la música es un atributo de Dios...». La causa pura o real no es muy convincente; el adjetivo ha perdido pudor ortográfico, y el gerundio, una vez más, no encuentra su lugar en el mundo. Sanguíneas son también las tildes que aparecen «por las dudas» en no pocos textos (*terapéuta, *entónces, *incluído, *fué, *yó, *tedéum, *márgen, *imágen, *exámen, *psiquíatra, *pedícuro) o las letras que les sobran oles faltan a tantas palabras(*hiba, *magnificiencia, *hací, *ideosincracia, *hierva, *abseso, *convalesciente, *grandielocuencia, *exhuberante, *achazo, *desenrrollar, *espúreo). Y aquí el consejo del maestro: «Más valdrá, pues, que quienes yerran en la ortografía, se enfrenten vis a vis con su propia ignorancia y la aprendan» (29). Y respecto de las afirmaciones de Gabriel García Márquez sobre el tema, agrega: «Plantear la ortografía como problema afecta no solo al idioma como memoria del oído, sino sobre todo a la memoria visual de la lengua, que es la memoria que se adquiere en la escuela. Creo que la intervención de Gabriel García Márquez en Zacatecas, rodeado de presidentes, reyes, ministros, intelectuales, puede considerarse genial, pero como actuación, ya que García Márquez se convirtió en el protagonista de la reunión. Pero lo que se planteó en esa intervención es muy grave, no solo porque nos lleva de nuevo a considerar que la lengua es de todos, o sea, de nadie, [...]. Aceptar las propuestas de García Márquez supondría una ruptura completa de la continuidad cultural de los hispanohablantes. Y sería una ruptura insoportable. Como gracia, es divertida además de insolente. Pero hay otra cosa mala en todo el asunto, y es que ese planteamiento de simplificación de la ortografía afecta a miles de personas en el mundo hispano, docentes y estudiosos que se han sentido defraudados y desmoralizados por las palabras del Premio Nobel» (30).

Cuando se altera la bilis negra, el humor melancólico se expresa de esta manera: «No obstante este bloque considera factible en bien de no adoptar posición política partidista, con el objetivo claro que siempre hemos adoptado cuando en la búsqueda de eficacia y transparencia de nuestro gobierno se trata» (31). ¡Galimatías o guirigay! El adjetivo «claro» y el sustantivo «transparencia» no corresponden, sin duda, a este texto. Escribe el autor de El dardo en la palabra: «Lo malo es que no parecemos ser muchos ya los sobrevivientes de una cierta sensibilidad por el idioma. Nuestra sociedad se muestra comprensiva, cuando no complaciente, con los disparates en el decir...» (32). Y agrega: «La instrucción pública ha sufrido tantos ataques reformadores, que es hoy mustio collado. En esto sí: o revolución o muerte» (33).

En síntesis, la vida de don Fernando se detiene en tres estaciones, en diálogo feliz con los libros: la primera, la tierra del estudio, donde sacia su deseo de saber para vivir y, sobre todo, para crecer interiormente; la segunda, el solar de la enseñanza, para darse en prolíficas y magistrales palabras; la tercera, el jardín recoleto, para la serena meditación, para el balance y la predicación ejemplar, para comprender —como decía Aristóteles— que «lo mejor es salir de la vida como de una fiesta, ni sediento ni bebido». En las tres estaciones, siempre las palabras, un universo de campanas que deben tañer armónicamente porque «una cierta pulcritud idiomática es esencial para el avance material, espiritual y político de la sociedad, y para su instalación en el mundo contemporáneo» (34).

Escribe Jean Guitton que «toda ausencia es en sí una invitación a reflexionar» (35). El admirado maestro Fernando Lázaro Carreter ha dejado una llama viva. Que no se extinga.

5. Grandes aforistas. Traducción de Ricardo Baeza, 2.ª edición, Buenos Aires, EMECÉ, 1997, p. 192.

6. «El primer Diccionario de la Academia», Estudios de Lingüística, Barcelona, Crítica, 1980, p. 94.

7. Carlos G. REIGOSA, «Los periodistas, perdidos», La Razón, Madrid, 5 de marzo de 2004.

8. El dardo en la palabra. Barcelona, Galaxia Gutenberg, 1997, p. 33.

9. En el Diccionario académico (2014), ya aparece la denotación 'volver a lanzar'.

10. Ibidem, pp. 237 y 246.

11. Ibidem, p. 22.

12. Carlos G. REIGOSA, Art. cit.

13. Francisco J. SATUÉ, «Entrevista a Fernando Lázaro Carreter», Leer. El magazine literario, N.° 89, Madrid, 1997, pp. 51-52.

14. «En pocas palabras...», La Gaceta, San Miguel de Tucumán, 16 de abril de 1999, p. 11.

15. «El “Piojo” no jugará por cuatro meses», Publimetro, Buenos Aires, 3 de noviembre de 2000, p. 15.

16. «Apresan a una contadora del Nación en Corrientes», La Prensa, Buenos Aires, 9 de mayo de 2004, p. 18.

17. «El idioma del periodismo, ¿lengua especial?», El idioma español en las agencias de prensa, Madrid, Fundación Germán Sánchez Ruipérez, 1990, p. 33.

18. Ibidem, p. 23.

19. Ibidem, p. 25.

20. El nuevo dardo en la palabra, 3.ª edición, Madrid, Aguilar, 2003, p. 116.

21. Gloria E. MENDICOA, Sobre tesis y tesistas. Lecciones de enseñanza-aprendizaje, Buenos Aires, Espacio Editorial, 2003, pp. 21 y 23.

22. Noticias. Internet para Empresas, Buenos Aires, julio de 2001, p. 4.

23. «El idioma del periodismo, ¿lengua especial?», op. cit., p. 34.

24. «Uno por uno, los Elegidos», Crónica, Buenos Aires, 20 de mayo de 2000.

25. El nuevo dardo en la palabra, ed. cit., p. 215.

26. «Cannes: Festival va llegando a su fin», Crónica, Buenos Aires, sábado 20 de mayo de 2000.

27. El dardo en la palabra, ed. cit., pp. 628-629.

28. Ibidem, p. 26.

29. Ibidem, p. 628.

30. Francisco J. SATUÉ, art. cit., pp. 52-53.

31. «No prosperó el proyecto aliancista», Semanario La auténtica opinión, Baradero, 22 de septiembre de 2000, p. 11.

32. El dardo en la palabra, ed. cit., p. 312.

33. El nuevo dardo en la palabra, ed. cit., p. 201.

34. Ibidem, p. 27.

35. Nuevo arte de pensar. Traducción: CEPLA, Santafé de Bogotá, San Pablo, 1997, p. 16.

CLAUDICACIÓN EN LA CULTURA VERBAL

Cuando pronunciamos el verbo «claudicar», nos parece hasta eufónico, pero su significado nos aleja de ese encantamiento, pues «claudicar» es, desde su origen, ‘cojear’; luego, el hablante extendió su denotación, y se usó como ‘proceder y obrar defectuosamente’; más tarde, como ‘ceder, rendirse, generalmente, ante una presión externa’. Hace mucho que sufrimos, por propia voluntad, la claudicación en el uso correcto de las palabras; hace mucho que desatendemos la cojera de nuestra cultura verbal y padecemos, pacientemente, mensajes como estos: «Murieron tres hombres y un chino en un accidente» (36), «Cerca del cadáver —no se sabe cuándo murió totalmente— se encontró una dentadura, al parecer postiza» (37), «El libro que complica al ministro, son, en realidad, sus memorias» (38); «El motociclista fue internado en estado de gravidez» o «Juan Pérez es casado con dos hijas» y «Hace dos años atrás que no lo veo». Cadáveres agonizantes, personas asesinadas antes de morir, otras que fallecen después de una larga convalecencia, locutores que cometen lacsus y vuelven a reiterarlos, ancianas muy entradas en años, peatones que caminan a pie, entornos que circundan en derredor, cuerpos mamarios con andamiaje fibroarquitectural y alteraciones arquitecturales, asesinos de envergadura delgada y tantos otros dislates son muestras reales de que existen graves problemas lingüísticos.

Hoy flaquea la vocación para todo, incluso, para hablar y escribir bien. Lamentablemente, hemos perdido el asombro que nos causaba de niños el comprobar que cada cosa tenía un nombre. Si lo conserváramos, diríamos con José Antonio Marina: «... cada vez que me acerco a la palabra me sobrecoge su complejidad, su eficacia, su maravillosa lógica, su selvática riqueza, su espectacular manera de estallar dentro de la cabeza como un fuego de artificio, los mil y un caminos por los que influye en nuestras vidas, su capacidad para enamorar, divertir, consolar, y también para aterrorizar, confundir, desesperar» (39).

Uno de los ámbitos afectados es el de la traducción. Hemos advertido con dolor que, para algunos profesionales, la lengua se ha convertido en un estorbo. Es, por usar el adjetivo correspondiente, «estorbosa». La calidad de una traducción al español depende, sin duda, de la formación del traductor, y aquella no es completa si este no usa con seguridad las herramientas para expresarse correctamente en esa lengua. El vocablo «seguridad» tiene un peso inmenso en la vida de un profesional y en el éxito de su trabajo. Proviene del latín securus ‘sin cuidado’, de sed ‘sin, aparte, lejos’, y cura ‘cuidado, preocupación’. Dice el Diccionario académico que el adjetivo «seguro» denota ‘firme, constante y que no está en peligro de faltar o caerse’, y que el sustantivo «seguro» significa ‘seguridad, certeza, confianza’. Quien está seguro no duda, y la duda es la madre de nuestros males lingüísticos. No hay seguridad perfecta, pero, sí, hay dudas que exceden toda perfección. La palabra «dudar» proviene del latín dubitare ‘titubear, vacilar entre dos posibilidades’. Este caminar sin firmeza, este tambalearse continuo entre lo que nos parece correcto y lo que nos parece incorrecto sin la búsqueda de soluciones en una bibliografía especializada o en un perfeccionamiento de posgrado, menoscaba lentamente la labor profesional. Desde nuestro punto de vista, la duda, en su primer estadio, no sabe que es duda, y la persona que carga con ella no es consciente de su ignorancia o no desea serlo. Por ejemplo, en una noticia proveniente de Boston (Reuters), leemos:

Aunque durante años se ha dicho que el té verde puede prevenir el cáncer de estómago, un estudio publicado por el New England Journal of Medicine sobre 419 casos de cáncer de estómago en japoneses demostró que el riesgo de desarrollar tumores no está vinculado con la ingesta de esta infusión (40).

El contenido de la noticia desconcierta. La conjunción concesiva «aunque» que la encabeza significa ‘a pesar de que’. El verbo «prevenir» denota ‘evitar, impedir’. Si esa clase de té impide la aparición de la enfermedad, ¿qué sentido tienen los resultados del estudio publicado? Sospechamos que, en lugar de «prevenir», el traductor de la noticia debió de querer escribir «producir» o «provocar», pues con estos verbos, tiene valor el empleo de «aunque» y el resto del contenido del mensaje.

¿Ese traductor habrá advertido más tarde los yerros? Como decía Séneca, «cuando se está en medio de las adversidades, ya es tarde para ser cauto». Nosotros agregaremos que nunca es tarde para aprender a serlo, pues ningún traspié es estéril. Lamentablemente, el traductor confió demasiado en su idoneidad y, en este caso, no dudó ni para espiar el Diccionario, ejercicio saludable que recomendamos con fervor, aunque se sientan seguros de la seguridad que poseen, para evitar otras caídas, como la que sufrió el autor de esta oración: «El propio abogado se presentó para ser autoinvestigado». El elemento compositivo «auto-» proviene del griego y denota ‘propio, por uno mismo’, por lo tanto, «El propio abogado se presentó para ser investigado por sí mismo». Este mundo está lleno de sorpresas, pero el procedimiento es, sin duda, ilegal.

Una dificultad muy común es el uso de los verbos «poseer» y «tener». El primero significa ‘tener algo en nuestro poder, algo que compramos o heredamos, y forma parte de nuestro patrimonio’: «poseemos» una casa, un automóvil, cuadros, una biblioteca, alfombras, etcétera. El segundo verbo, es decir «tener», no siempre significa ‘poseer’: no poseemos una bronquitis o una quebradura de pierna, pero sí, podemos «tenerlas» con el sentido de ‘padecerlas’.

A veces, los adverbios sufren los delirios de los que escriben y encontramos ejemplos desgarradores, como: «Fue hallada una joven de 23 años trágicamente desnuda». Intuimos que con ese «trágicamente» se ha querido decir que también estaba muerta, pero esas asociaciones semánticas no son claras en nuestra lengua.

A veces, el error no es semántico, sino léxico, y leemos: «El director de la operación utilizó libretas de notas computerizadas para compartir datos en tiempo real». Los adjetivos correctos son «computadorizadas» y «computarizadas». Ese traductor ha empleado un anglicismo real.

En su segundo estadio, la duda se asemeja a un trastabillar sin caer; todavía existe la esperanza de la luz, y tratamos de verla consultando todos los libros que están a nuestro alcance o a las personas versadas en esta materia. Leemos en una traducción: «Necesitamos una analogía con la que todos nos podamos identificar y nos permita expresar nuestro dilema por reducir el inventario de productos en proceso...» (41). Es frecuente, como en este caso, que se le asigne al vocablo «dilema» la significación de ‘problema’ y así aparece, por ejemplo, en algunas noticias de nuestros diarios, pero, en realidad, denota ‘duda, disyuntiva’.

El tercer estadio de la duda es el más grave. Aquí no hay nadie que diga con San Agustín «¡Ay de mí, que no sé ni aun aquello que no sé!», pues a pesar de la duda, no hacemos nada por evitarla e incurrimos en errores usando lo que nos parece o lo que nos suena mejor, o lo que nos gusta; si esto sucede, nuestra labor es aviesa, torcida, mediocre y poco seria. Esto ocurre cuando leemos oraciones como estas: «Los ciudadanos han desafiado a su gobernante infringiéndole una inolvidable derrota». No se infringe una derrota; «se inflige». El verbo «infringir» denota ‘quebrantar leyes, órdenes, etc.’, en cambio, «infligir» (del latín ‘herir, golpear’), ‘causar daños’, ‘imponer castigos’.

Otro ejemplo: «Su ensayo adolece de ejemplos claros» no significa ‘carece de ejemplos claros’, sino ‘padece el defecto de tenerlos’. ¡Impensable! Por lo tanto, lo que se ha querido decir es que «el ensayo adolece de falta de ejemplos claros». No advierte el hablante de hoy que existe una relación etimológica entre los verbos «adolecer» y «doler». Desde el siglo XIII, adolecer denota ‘caer enfermo, padecer alguna enfermedad, enfermar’: una persona adolece del estómago, de la garganta, es decir, de un mal. Mediante una metáfora, pasó a significar ‘tener o padecer algún defecto’. Este verbo exige, pues, los sustantivos «falta», «imperfección», «vicio», etcétera, para que su uso sea correcto: «Muchas personas adolecen de altruismo» es oración errónea, pues no se adolece de cosas positivas, ya que estas no causan mal; entonces: «Muchas personas adolecen de falta de altruismo».

«Todos estábamos pendientes de un solo arma». Como decimos «el arma», con un artículo falsamente masculino, pues procede del pronombre femenino latino illa que, luego, dio ela, en español antiguo, y después, el, los menos avezados a estos temas consideran que el sustantivo «arma» es masculino, entonces dicen y escriben «ese solo arma» o «aquel arma mortífero». Con los pronombres demostrativos este, ese y aquel no se produce cacofonía, no se unen esas dos aes de «la arma», por lo tanto, es correcto esta arma, esa arma y aquella arma. El adjetivo que modifica a ese sustantivo debe concordar con él en género femenino: arma mortífera. Lo mismo ocurre con todos los sustantivos femeninos que comienzan con «a» tónica.

Otro ejemplo: «El papel de Atila consistía en frenar este obsesivo deseo de botín a corto plazo, o sea, imponer la disciplina en la distribución del mismo como recompensa por las energías desplegadas en pro del bien de la nación huna...». No reparó el traductor en que el régimen preposicional del verbo consistir («consistía en frenar») involucra también el verbo «imponer» («consistía [...] en imponer»). Tampoco reparó en que, como tantos profesionales lo hacen, el adjetivo «mismo» no es un pronombre, carece de la función deíctica y anafórica de los pronombres. La Real Academia Española, en su Esbozo de 1973 («Del pronombre personal y del posesivo», parágrafo 2.5.8) considera que no es fórmula explícita y elegante, sino vulgar y mediocre.

Esta incorrección se ha instalado en la prosa escrita o leída, y no, en el coloquio, y pone de manifiesto la docta ignorancia en todos los ámbitos: radiales, televisivos, jurídicos, periodísticos y profesorales, los consabidos lugares donde se usa la lengua española cotidianamente.

Desde nuestro punto de vista, de los tres estadios expuestos acerca de la duda, el único laudable es el segundo, porque nos habla de la humildad y de la honradez profesional del que, realmente, quiere salir de su penumbra y conocer la verdad, del que no duda de la realidad de su duda. Para esa persona, el dudar conduce al saber, es decir, a la luz. Decía el comediógrafo latino Publio Terencio Afer (190-159 a. C.) que cuando el ánimo está dubitativo, un ligero impulso lo inclina acá o allá. En nuestro ámbito intelectual, cuando vacilamos, entran en escena las normas lingüísticas, protagonistas indiscutibles, que nos salvan de tales vicisitudes, de esos vaivenes que enardecen nuestra decepción o, como bien decía Ortega y Gasset, inspiran en el hombre presunciones de naufragio. De ahí las expresiones «hallarse en un mar de dudas» o «tener la mar de dudas». Las normas gráficas, morfosintácticas y léxico-semánticas nos orientan para cumplir exactamente con nuestro compromiso en el decir, pero para llegar a ellas y fundamentar nuestras afirmaciones, debemos estudiarlas con profundidad. Y aquí ha surgido otro sustantivo clave: «compromiso», que proviene del latín compromissum y denota ‘obligación contraída, promesa mutua’. La profesión de traductores los compromete con la expresión correcta de nuestra lengua, la lengua de trabajo, y con el prójimo que recibe el mensaje, por eso deben demostrar una sólida formación. Existen la lingüística, la gramática descriptiva y también, la normativa del español para que podamos salir airosos del escollo. Lamentablemente, lo que con frecuencia no existe es el buen conocimiento del español, de la lengua de llegada. Y esto es grave, sobre todo, si no se atiende con preocupación esa carencia. Muchos piensan que saber traducir consiste en comprender perfectamente la lengua de partida, pero esto no es suficiente; una verdadera traducción requiere saber la lengua de llegada. Estudiar el español debe ser nuestra ambición de cada día. El español no se improvisa, se sabe o no se sabe, y si no se sabe, hay que estudiarlo y estudiarlo siempre. Escribe con acierto José Antonio Marina que «no todo es luminoso en el reino de las palabras. También tiene sus zonas inquietantes» (42). Los traductores no pueden vivir en lo que llamamos «estado precario de lengua». La excelente cultura lingüística y una profunda cultura general los transformarán en profesionales prestigiosos. Como profesional, el traductor debe exponer públicamente su oficio con relevante capacidad y aplicación, y, en forma simultánea, debe cumplir la misión de enseñar a través de ese oficio, de ‘enviar’ —de acuerdo con la etimología de «misión»— su sensibilidad por el idioma transformada en usos correctos.

Hablar en español no significa saber escribir en español, conocer bien su sintaxis y, sobre todo, aplicar su normativa, palabra muy usada en distintas especialidades, pero poco empleada, sobre todo, en lo que a traducción al español se refiere. Hay que trabajar sin descanso para elevarse en la labor profesional con aspiración de cumbres, y no conformarse con esa calidad media que nos convierte en mediocres, adjetivo que, en latín, denota ‘a media altura de una montaña escabrosa’. Si nos quedamos ahí, si detenemos nuestro escalamiento, corremos el peligro de caernos. Dice burlonamente don Miguel de Unamuno que los médicos se mueven en este dilema: o dejan morir al enfermo o lo matan. No hagamos lo mismo con nuestra lengua española.

36. Juan José PANNO, Obras maestras del error, Buenos Aires, Ediciones Colihue, 1998, p. 66.

37. Ibidem.

38. Ibidem, p. 210.

39. La selva del lenguaje, Barcelona, Anagrama, 1998, p. 12.

40. La Nación, Buenos Aires, 2 de marzo de 2001.

41. Eliyahu M. GOLDRATT y Robert E. FOX, La carrera. Traducción de Nicholas A. Gibler, Monterrey, Ediciones Castillo, 1986, p. 74.

42. La selva del lenguaje, ed. cit., p. 10.

DE NADA, DEMASIADO

Decía el buen Sancho que «las aventuras y desventuras nunca comienzan por poco» (43). ¡Qué bien nos vienen estas palabras para hablar de la lengua tan aquejada de desventuras que comienzan por mucho, a causa de las múltiples batallas a que la sometemos, y no precisamente «por vía de encantamento» (44)!

Todos los años, celebramos el Día del Idioma, y cada año que pasa, se habla y se escribe con mayor descuido, casi podría decirse, con una sincera ignorancia. Más aún, se demuestra una creciente apatía por todo lo que se relaciona con nuestra lengua, como si solo fuera suficiente comunicarnos. Algunos hablantes no la sienten y ponen más maña y destreza en derribar vocablos que en elevarlos montados en un Clavileño hacia las nubes del decoro.

Lo lamentable es que cada año decimos lo mismo: que la lengua se ha degradado, que a nadie le importa hablar bien, que se desvirtúan los significados, que se desprecian las normas porque tiranizan los delicados cerebros, y que reinan las palabras malsonantes o palabrotas, que han dejado de serlo para convertirse en muletillas desganadas, que ya no ofenden los oídos de personas piadosas o de buen gusto. Muchos nos dan la razón; coinciden en que hay que predicar con el ejemplo, pero la realidad nos muestra que se vuelve a las mismas incorrecciones, e, incluso, algunos prefieren seguir hablando como saben y regresan airosos y tranquilos a su vida permisiva, a su hedonismo, a ser devorados por el consumismo, en fin, a adorar un materialismo sin límites. Demasiados -ismos para tantas carencias, para desidia tan eficaz. El hombre se va quedando tan vacío de contenidos que ya no puede hablar y cuando trata de expresar algo no pocas veces mueve a risa o deja pensativos a sus interlocutores porque no comprenden qué ha querido decir. Estos ejemplos bastan para corroborar los lamentables dislates: Efectivos de la circuncisión primera llegaron rápidamente al lugar (por «circunscripción»); Había una anomalidad en los movimientos de una panadería (por «anomalía»); Salió para dar un saludo póstumo; Esto es demasiado terrible como para agregarle declaracionismos (por «declaraciones»); Tuvimos que retroceder para atrás; Viene de una de las provincias del interior del país; Hubo colas para comprar aires acondicionados (por «aparatos de aire acondicionado»); Los monos comen esos frutos y luego los mastican en la boca; Así lo ha dicho el legislador que me predijo (por «que habló antes que yo»); Está denunciado por coimas («Lo denunciaron por coimas»); El menor fue abusado por un vagabundo (abusar es verbo intransitivo: «Un vagabundo abusó de un menor»); El tren estaba completamente parado; El asesino yacía totalmente muerto; Hay que controlar los boliches porque hay peligro de vida; Este jardín puede ser comestible, con frutos y hortalizas que nos aportarán una gratificante recompensa; Las profecías de Nostradamus. Un libro con más de mil predicciones divididas en cien cuartetas (por «expuestas o expresadas») o Lo operaron de bizcosidad («porque bizqueaba o padecía estrabismo»).

Después de este ejemplario nada ejemplar, no sorprende, pues, que el hablante ya no tenga muchas palabras para decir y que transparente esa poquedad verbal con la pegadiza, aliviadora, atlética y tan posmoderna palabra nada, con la que responde con ligereza a alguna pregunta o reflexiona en voz alta para llenar sus silencios y poner de relieve su sintaxis resquebrajadiza:

Pregunta la periodista:

—¿Cuándo llegaste a Mar del Plata?

Contesta la modelo:

—Acabo de llegar... y nada... tengo una prueba de ropa... y nada...

Otros testimonios del coloquio:

—Nada..., que ya nació mi hijo y aquí está.

—Pero bueno... nada... tenía que probar...

—Vinieron todos a casa... nada... una simple reunión familiar...

—Y bueno... nada... tipo... eso... ¿vistes?...

—Estoy sufriendo la ciática... nada... los años no vienen solos...

Esta inocente palabra de cuatro letras, siempre deshabitada por ignorancia, siempre a prueba de lenguas humanas y siempre también puesta a prueba, tiene una biografía sencilla. Comienza a usarse en 1074. En sus orígenes, carece de cargas negativas, pues procede del latín [rem] natam, ‘cosa nacida’ (empleada ya en la antigua lengua familiar latina con el sentido de ‘el asunto en cuestión’; ‘el caso que se da’): Rem natam non fecit, ‘cosa nada no hizo’, ‘no hizo el asunto’, es decir, ‘no hizo nada’. Y así nos lo demuestra Cervantes en el Capítulo VII de la Primera Parte del Quijote, cuando don Alonso Quijano, desorientado, busca el aposento donde estaban sus libros y como no lo encuentra, a pesar de que revuelve los ojos por todo, le pregunta al ama, y esta le contesta:

—¿Qué aposento o qué nada busca vuestra merced? Ya no hay aposento ni libros en esta casa, porque todo se lo llevó el mismo diablo (45).

Según Corominas, «debe dejarse abierta la posibilidad de que bajo la influencia de nadie (homines nati), la locución res nata, empleada en frases negativas, tomara el valor pronominal e indefinido que es propio de nada» (46). En catalán, se dice no ha quedadoni res,y en castellano, no ha quedado nada. Res y nada proceden de res nata, ‘la cosa nacida’. Pero los catalanes han elegido res, y los castellanos, nada para significar lo mismo (47). En un texto del siglo XXI, se usa aún la locución latina:

... y allí muy cerca, como una presencia definida, intacta, a pesar de tanto hoyo, tanta res nata que nos consume como aspirinas, tanta burbuja chocando en nuestras manos, flota la esperanza, el comienzo de la Historia, la verdadera, donde la excepción es la regla y los milagros son el pan de cada día (48).

A pesar de que alguna vez se dijo «el nada», hoy, según el Diccionario académico, es un sustantivo femenino que significa ‘no ser, carencia absoluta de todo ser’; ‘cosa mínima o de muy escasa entidad’. Como pronombre indefinido, denota ‘ninguna cosa, negación absoluta de las cosas, a distinción de la de las personas’; ‘poco o muy poco’; como adverbio de negación, se usa para decir ‘de ninguna manera, de ningún modo’.

Las nadas que, sin darse cuenta, acumulan los hablantes día a día conforman el antipoema que desintegra los silencios necesarios; el adverbio no casi es un símbolo, pues resume esa obstinada negación del escuchar que conlleva la enérgica negación del decir y contribuye aún más a imponer distancias entre lo que deberían expresar las almas:

La nada no es nada.

No somos nada.

Nada por delante, nada por detrás.

Nunca, nadie, nada.

Casi nada.

Sombras nada más...

Nadie dice nada.

Solo sé que no sé nada.

Nada se inventa de la nada.

Contra eso no se puede hacer nada.

No tenemos nada que esconder.

¡Nada más alejado de la verdad!

No hay nada como no hacer nada.

No cuesta nada.

Ganar dinero por no hacer nada.

No está nada mal.

Soñar no cuesta nada.

Peor es nada.

Nada de aire, nada de polvo, nada de luz.

Nada de alcohol; nada de azúcar; nada de sal.

¿Llevo tres días sin nada que decir o llevo tres días sin decir nada?

Nada más nada es igual a nada.

Todo de nada es nada.

Nada es lo que parece.

Nada hay más perfecto que el amor.

¡Nada de cuentos!

Verás que nada es amor,

que al mundo nada le importa...

Nada de cosas imposibles.

Nada es imposible para Dios.

Pero no cree en nada.

Hablar por hablar no cuesta nada.

Un hombre solo no vale nada.

Esto no es nada nuevo.

Vivimos en el país de no pasa nada.

¡Música y nada más!

¡Nada, nada queda en tu casa natal!

¡Nada, nada más que tristeza y quietud!

Veinte años no es nada.

Nunca hace nada.

No hay nada que lo haga feliz.

¿Cuál es el colmo del que no hace nada?

No saber nada, nada de nada.

Nada tiene tanto éxito como el fracaso.

No hay nada peor.

No hay nada que festejar.

Y aquí no ha pasado nada.

Hay páginas de la Internet que se titulan «Nada» y «Mucho de nada», y están vacías, o llenas de nada. Tal vez, sea esta la palabra de nuestros tiempos, la que mejor representa la moral neutral, la falta de compromiso frente a los valores que deben guiar nuestras vidas; el obrar desapasionado; la necesidad de reconocimiento social, aunque solo se esgrima como logro una superficialidad patética; el cubrirse con una máscara para ocultar la inmadurez progresiva, dispuesta a legalizar el repudio al saber y la vida placentera. Nada para permitirlo todo. Nada para demostrar que se codicia el éxito en favor del dinero, es decir, triunfar para ganar, no para ser mejores, más ricos espiritualmente. Nada para merecer nada. ¿Y las palabras? Entre la nada y las llamas. ¿Dónde hay un tiempo y un espacio para las palabras? ¿Dónde hay palabras para poblar tantos espacios? Ellas, también inmersas en ese exuberante facilismo, signo de nuestros días, adolecen de incoherencia humana. Ne quid nimis traducía Publio Terencio (190-158 a. C.) al latín las palabras de Solón (640-558 a. C.), uno de los siete sabios de Grecia, para expresar que todo exceso es dañino. De nada demasiado. Nosotros le agregamos a la sentencia una coma, que, desde su pequeñez, transforma el significado, y, además, signos de exclamación: «¡De nada, demasiado!». Sí, demasiadas nadas para nada.

Celebramos los Días del Idioma, pero no celebramos el idioma. Nos quedamos en los umbrales del sintagma. ¿Para qué continuar si lo demás son solo palabras? El idioma ni se introduce por la carne ni hace fuerte impresión en el ánimo. El idioma no está de moda. Muchos lo tratan como a un saldo porque no es «divertido» o «simpático», adjetivos que hoy navegan de boca en boca hasta para calificar un cuaderno. Hay un rechazo consciente al esfuerzo y al compromiso; la vida va convirtiéndose en un programa de evasión, y esto se advierte en las palabras mal elegidas, en oraciones inconclusas que esperan del interlocutor prótesis salvadoras, en monosílabos repetidos hasta el hartazgo, acompañados de sonrisas para cubrir la soledad de los huecos. Ya decía Unamuno que hay gente que subraya tanto lo que dice, que parece que habla siempre en bastardilla. No faltan quienes hasta omiten todas las tildes en sus exámenes, escritos con letra de imprenta mayúscula, para unificar criterios de burricie. Sin duda, creen que esta es la manera más segura o más cómoda de no equivocarse y de ocultar su inapetencia respecto de las reglas de acentuación.

Dice bien don Quijote:

—Sábete, Sancho, que no es un hombre más que otro,

si no hace más que otro (49).

Poco somos, pues poco hacemos por mejorar lo que nos diferencia de los animales, es decir, por hablar y escribir, y, menos aún, por intentarlo con cierto esmero.

Afirman que, cuando uno habla, debe procurar que las palabras sean mejores que el silencio. Lamentablemente, en muchos casos, el silencio es más convincente y correcto que las palabras, pues estas se enredan de tal manera que pierden sus significados y sus relaciones sintácticas. Algunos ejemplos lo corroboran:

• Se desconoce la sinonimia

El ascensor bajaba cuando descendía.

• Los verbos irregulares se convierten en regulares

A mi hermano lo mantenimos toda la vida.

• Los verbos irregulares se cargan de nuevas irregularidades

Cuando trajieron detenido al ladrón, dijieron que vivía en Haedo.

• Repeticiones irreflexivas

Son cien mil firmas que tienen que firmar.

• Neologismos innecesarios y hasta absurdos, y omisión de preposiciones:

No hay necesariedad que usted me crea.

• Ausencia completa de comas, que tergiversa los significados:

Cuando este producto se aplica directamente sobre la piel el efecto es de 4 a 6 horas y aplicado sobre la ropa de dos semanas aproximadamente. Y lo podés usar debajo de tu colonia habitual.

• Años de experiencia en informática soft, pero poquísimo estudio de la acentuación española, del uso de coma y punto y coma, de las conjunciones, las mayúsculas y las reglas de concordancia revela el texto siguiente:

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