El paradigma de la enfermedad y la literatura en el siglo XX - Gonzalo Navajas Navarro - E-Book

El paradigma de la enfermedad y la literatura en el siglo XX E-Book

Gonzalo Navajas Navarro

0,0

Beschreibung

España ha constituido durante siglos un caso excepcional en la historia intelectual y cultural europea. Lo ha sido en parte por sus errores e insuficiencias intrínsecos. No hay duda de que optó con frecuencia por caminos que eran incompatibles con el paradigma del discurso moderno. En este libro se propone una reflexión en torno a algunos de los componentes esenciales de la historia intelectual moderna europea y española en particular. España ha estado con frecuencia en los aledaños del contexto internacional pero el desarrollo y la orientación de sus eventos colectivos han estado vinculados a las causas y condicionamientos generales. Es esa la vinculación que se pretende poner de manifiesto para contribuir a una elucidación más profunda de la historia intelectual española y a la vez abrir un debate renovado sobre aspectos nucleares del discurso cultural contemporáneo.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 366

Veröffentlichungsjahr: 2013

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Gonzalo Navajas

El paradigma de la enfermedad y la literatura en el siglo XX

Prismas

4

Gonzalo Navajas

El paradigma de la enfermedad y la literatura en el siglo XX

Esta publicación no puede ser reproducida, ni total ni parcialmente, ni registrada en, o transmitida por, un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, ya sea fotomecánico, fotoquímico, electrónico, por fotocopia o por cualquier otro, sin el permiso previo de la editorial.

© El autor, 2013 ©

De esta edición: Universitat de València, 2013

Publicacions de la Universitat de València

Arts Gràfiques, 13 –46010 València

Diseño de la colección: Inmaculada Mesa

Maquetación y corrección: Communico, C. B.

Ilustración de la cubierta:

Daniel Muñoz Mendoza, La vida, la lluita (2012)

ISBN: 978-84-370-9229-4

Para Anna, Paul y Emma, por todo

AGRADECIMIENTO

Quisiera agradecer a la Universidad de California el apoyo que me ha proporcionado en la preparación y la elaboración de este libro, lo que me ha permitido disponer del tiempo necesario para llevarlo a cabo. Asimismo, estoy profundamente reconocido a todos los que, en mis intervenciones públicas en las que he presentado y verificado conceptos y contenidos diversos de este libro, me han ofrecido generosamente comentarios y análisis críticos que me han sido extraordinariamente valiosos en la elaboración y el avance de mi trabajo. Finalmente estoy agradecido a mis estudiantes en diversas universidades e instituciones de Europa y América porque me incitaron a dialogar con ellos y asumir puntos de vista que no había entrevisto antes. Sin todos estos colaboradores y promotores de mi proyecto, este libro no hubiera sido posible. Por ello, a todos ellos, muchas gracias.

Índice

INTRODUCCIÓN. EL CUERPO ENFERMO EN EL SIGLO XX

I.  LA INSTALACIÓN EN LA EXPERIENCIA DEL PATHOS

II.  LA HISTORIA INTELECTUAL Y EL NUEVO HOGAR DEL YO

III.  LA HISTORIA COMO TRAUMA

IV.  LA POLÍTICA COMO TERAPIA CULTURAL

V.  LA SÍNTESIS ESTÉTICA COMO TERAPIA

VI.  LA ENFERMEDAD POSMODERNA

VII.  EL DIAGNÓSTICO SOCIAL DE LA NARRACIÓN FÍLMICA

CONCLUSIÓN. DOMUS COSMICA. LA COMUNIDAD RECONSTRUIDA DESDE LA PALABRA ESCRITA Y VISUAL

BIBLIOGRAFÍA

INTRODUCCIÓN

EL CUERPO ENFERMO EN EL SIGLO XX

El siglo XX constituye el periodo más violento y sangriento de toda la historia de la humanidad (Judt: 17; Ferguson: 634). Ha habido ciertamente otros momentos y periodos que se caracterizaron por su volumen de violencia y agresión contra la integridad de las vidas y las pertenencias de diferentes seres humanos, considerados como sujetos individuales o como parte de grupos colectivos, sociedades y naciones. Los ejemplos son innumerables, desde las comunidades tribales del pasado prehistórico y las civilizaciones antiguas hasta los vastos imperios modernos como el español, inglés y francés. La historia humana ha tenido como una de sus fuerzas motivadoras centrales la violencia sobre el otro y, en particular, la violencia organizada y sistemática de la guerra. La máxima de Plauto, homo homini lupus, luego asumida políticamente por Thomas Hobbes en De cive y convertida en la regla general de la conducta social, se ha cumplido en una buena parte de la historia humana y ha ocurrido, además, a partir de la acción deliberada y sistemática no solo de figuras aisladas y esporádicas, sino como consecuencia del programa y el esfuerzo de un Estado o un poder organizado para la destrucción de todo lo que no sea él mismo.1

No hay motivos, por tanto, para el optimismo histórico. Incluso, los conceptos de progreso y civilización –que son decisivos para una visión comprensiva de la historia que estime y evalúe la temporalidad humana como una trayectoria de avance por encima de los contratiempos y acontecimientos regresivos–son ambivalentes e imprecisos. Civilizaciones especialmente influyentes y duraderas, como la griega y la romana, se hicieron sobre la sangre de la conquista y la sujeción de sus oponentes y enemigos tanto externos como internos. Y puede hacerse una afirmación similar con respecto a las grandes civilizaciones europeas modernas.

A pesar de que la evolución general de la humanidad está cimentada en la agresión y la violencia, en lo que Freud denomina el instinto de la muerte y la desintegración que predomina sobre el de eros y la integración afectiva, es también cierto que no ha habido ningún periodo de esa historia tan extensa y sistemáticamente destructivo y violento como el siglo XX. Y también es cierto que con frecuencia se ha incurrido en la violencia con el propósito explícito y aparente de redimir a la humanidad, o al menos a segmentos amplios de ella, de las lacras y enfermedades colectivas e individuales que la han afligido con reiteración. El siglo XX se vio a sí mismo como redentor de clases, países, ideologías y creencias oprimidos que se identificaron con una religión, una nación o una etnia –la Alemania posterior a la Primera Guerra Mundial sería el ejemplo–. O con una clase social, como el proletariado, durante los virulentos enfrentamientos sociales de la primera mitad del siglo en particular.

Algunos de los grandes programas políticos y sociales del siglo XX prometieron de manera irreal y utópica la salvación de las aflicciones colectivas y, en ese proceso supuestamente terapéutico, generaron males todavía mayores que los que pretendían solventar. De manera paradójica, los planteamientos del nazismo aspiraban a liberar Europa del desorden y el declive que habían asolado el continente a partir de la depresión económica posterior a la Primera Guerra Mundial, y crear una gran fuerza continental totalizante y unida bajo la égida de una raza y una cultura supuestamente privilegiadas y destinadas al liderazgo mundial. La pureza racial debía acompañar a la creación de un orden social y político permanente que, en primer lugar, se establecería en Europa y luego se extendería al resto del mundo. En ningún momento la ideología nazi reconoció que sus acciones utilizaron una violencia injustificada y excesiva y sus dirigentes excusaron sus acciones más sórdidas a partir del imperativo de crear un Lebensraum, un contexto necesario para el desarrollo de una sociedad revitalizada y saludable que se erigiera sobre la debilidad física y política que aparentemente se había instalado en el continente. No obstante, en ese contexto estrictamente regulado, se produjeron algunos de los programas de exterminio colectivo más extensos de toda la historia de la humanidad.

Un proceso paralelo sigue el programa de la ideología afín al socialismo comunista, sobre todo en su versión estaliniana. Dentro de ese modelo, la ascensión al poder de una clase oprimida produce no la liberación colectiva, sino la represión y la desaparición de cualquier modo de disidencia frente al poder establecido. En ambos casos, la figura definitoria e icónica de la enfermedad y el pronóstico, y la terapia que debe conducir a la curación de esa enfermedad, contextualiza el proceso social, político y cultural. Le concede, además, no solo legitimidad, sino también un marco conceptual, retórico y estético dentro del cual ubicar hermenéuticamente el gigantesco proceso de destrucción de las estructuras establecidas y de construcción de otras nuevas que conlleva el nuevo orden (Sontag: 81).

Dentro de ese marco, los mayores sacrificios colectivos y las consecuencias concomitantes que los sacrificios conllevan –exterminios, depuraciones, destierros–pueden alcanzar su justificación en nombre de la causa suprema e incuestionable de la curación definitiva y última de una sociedad, un país o la humanidad en general. Los ejemplos que ilustran esa orientación general del siglo XX son numerosos. La inclinación totalitaria y represiva de la Revolución rusa, las diversas manifestaciones del fascismo en Europa y, en particular, en su vertiente más extrema en la Alemania nazi, la brutalidad del franquismo en su intento de saneamiento de una sociedad supuestamente degenerada y pervertida, los excesos del maoísmo, el castrismo y otras ideologías de orientación mesiánica son algunas ilustraciones mayores de la tendencia colectiva de una época históricamente aciaga y autodestructiva que ha destacado por la proliferación de propuestas absolutas y definitivas de curación para las lacras colectivas.

Erigir ab nihilo un nuevo orden social y humano impecable, figuradamente equivalente a un organismo sano, requiere la extirpación y la eliminación forzosa de los elementos y componentes que pueden poner en peligro la empresa redentora. La cultura –la escrita y la literaria, la visual y la auditiva–tiene un papel determinante que jugar en esta situación ya que es susceptible de proporcionar el lenguaje, los signos y los emblemas con los que identificarse para realizar un objetivo colectivo en el que todos pueden integrarse y hallar acomodo y, con él, un sentido y una función específicos dentro de un hogar común acogedor. Kant, en un ensayo seminal, La paz perpetua, define ese movimiento que confiere a la cultura la función de horizonte y marco conceptual con los que configurar teóricamente los componentes de una humanidad estable y armónica. Para el pensador alemán, su tiempo histórico –el presente alemán y europeo del propio pensador–había alcanzado ya las condiciones adecuadas para la realización de una humanidad madura de la que se habrían eliminado los conflictos armados y en la que la guerra podía considerarse una noción innecesaria y periclitada (Kant: 125). Es claro que la visión de Kant no pudo convertirse en realidad, en parte porque las posteriores pretensiones expansivas de su propia nación lo hicieron imposible. No obstante, el impulso para detener definitivamente la temporalidad –concluir y cerrar la historia bajo un paradigma último y universal–sigue actuando a lo largo de toda la modernidad y se materializa en los megaproyectos conceptuales y políticos a los que el siglo XX ha sido particularmente adepto.

El proyecto de Kant –que es individual, estrictamente teórico y no programático–se diversifica en una multiplicidad de programas omnicomprensivos que abarcan desde el positivismo hasta el marxismo, el anarquismo y posteriormente el fascismo-nazismo. Por encima de sus profundas diferencias, en todos ellos subyace un presupuesto original compartido: el ser humano no ha desarrollado su potencial individual y colectivo en sociedad porque se lo percibe como un organismo viciado y lastrado por una serie de impedimentos que le impiden realizarse plenamente. Esos impedimentos no son constitutivos del ser humano, sino que responden a una situación provisional y rectificable de la que es posible emerger en un estado de salud y bienestar sólidos y duraderos. La función de esas filosofías sistemáticas es procurar el saneamiento y la curación de ese cuerpo enfermo y conseguir la realización de un ser humano y una humanidad finalmente reencontrados consigo mismos.

El programa de Kant es meramente filosófico y no se traduce en una práctica política específica. En otros casos, el proyecto se traslada a la realidad política y puede incluso tratar de imponerse de manera deliberada y coercitiva. Este proceso impositivo magnifica la condición rota y fragmentada de la mente moderna, que Hegel había caracterizado en la Fenomenología del espíritu como la unglückliche Seele, el alma desdichada, destacando el componente espiritual más que biológico y físico de la naturaleza humana (Phenomenology: 251). La conciencia desdichada, que caracteriza la mente y la psique modernas, incrementa progresivamente su infelicidad e insatisfacción y se transforma en un rasgo definidor y esencial de todo el siglo XX. Freud convierte esa insatisfacción en una condición existencial profunda y le atribuye la condición de carácter general de la civilización occidental moderna.

Nietzsche es el pensador que ha experimentado más intensa y dramáticamente la condición de infelicidad de la conciencia moderna, y es quien más consciente ha sido de la enfermedad congénita que lastra al ser humano a causa de su subordinación a lo que Nietzsche juzga que son los dictámenes y las presiones morales externas que le impiden ser de manera auténtica. Más allá del carácter corrosivo e incluso virulento de sus ataques a la moralidad convencional, la conclusión de la reflexión filosófica nietzscheana es, no obstante, altamente asertiva e incluso optimista, ya que procura la reconexión de la historia humana y del sujeto moderno con sus raíces míticas centradas en el núcleo de una vitalidad primordial. Esta reconexión ocurre no de manera progresiva y gradual, sino en un movimiento agitado y frenético que no produce el equilibrio y la paz de la conciencia sino su ebullición y efervescencia hasta provocar un estado de entusiasmo y exaltación del yo que es afín al éxtasis y el ensimismamiento de una visión mística y espiritual. Como consideraré en el próximo capítulo, Unamuno adopta el paroxismo vitalista de Nietzsche y lo reconfigura y redefine de modo personal y único a partir de la potenciación de la individualidad e independencia del yo por encima de cualquier limitación procedente del otro.

Para Nietzsche el concepto de terapia psicológica o intelectual es inservible porque equivale a una falsificación y, por tanto, más que la curación de la conciencia, Nietzsche pretende facilitar el proceso de reemergencia de una conciencia renovada que redescubre una nueva libertad individual que los programas ideológicos opresivos, y el cristianismo en particular, han reprimido e impedido. La propuesta de Nietzsche es, en última instancia, también de naturaleza irrealizable y utópica al estar fundamentada en una figuración imaginada y ficcional, tanto del origen supuestamente puro de la libertad individual como de su concreción futura con el Übermensch o superhombre que debe superar las limitaciones de la condición humana a través de la historia (Nietzsche, 1888: 65). De todas las propuestas, la suya es la que ha resistido mejor la prueba de fuego de la verificación histórica. Otras opciones, como el positivismo, el comunismo y el fascismo, han puesto de manifiesto sus deficiencias y excesos una vez fueron llevadas a una actualización concreta y práctica. De modo distinto, la advocación de Nietzsche a la libertad individual para realizar las opciones ilimitadas del sujeto sigue siendo vigente para la condición actual. Su pensamiento ha seguido inspirando y motivando el discurso intelectual contemporáneo desde Heidegger y Gianni Vattimo hasta Derrida y Giorgio Agamben.

La modernidad es un concepto y una experiencia. Ambos son conflictivos por definición, porque implican la reversión de paradigmas que fueron conceptual y axiológicamente prevalecientes por largo tiempo en los mecanismos más profundos e íntimos de la sociedad y que, por tanto, es difícil modificar y todavía más erradicar. La modernidad desde Kant hasta Habermas se ha considerado y realizado no como un proyecto clausurado, sino como un proceso en devenir ininterrumpido y a largo plazo dentro del cual quedan insertas invariablemente la oposición y la regresión. Los casos de Francia, Rusia o Alemania son ejemplos. La mayor parte de las figuras y los movimientos que se asocian con la transformación social y cultural de la modernidad, desde Voltaire hasta Marx, Freud y más recientemente Derrida y la filosofía deconstruccionista, son percibidos con entusiasmo por sus adherentes y con suspicacia y temor por los que se sienten amenazados o intimidados por ellos.

Para los oponentes al nuevo paradigma, los cambios y las transformaciones se visualizan como una enfermedad que es susceptible de contaminar el cuerpo y el espíritu del discurso académico, la sociedad y la nación. Por consiguiente, se impone obstaculizarlos cuando no impedirlos de manera decidida. La modernidad se propone ofrecer una vida más productiva y completa para la nación y el individuo a partir de la eliminación o la extirpación de los órganos malsanos y no productivos que debilitan el cuerpo social. Los partidarios del statu quo se defienden de lo que perciben como un ataque contra los componentes constitutivos e inalienables de la sociedad. El compromiso entre ambas posiciones no es fácil y esa es la razón de que la historia moderna se caracterice por lo que en la actualidad se denominan guerras culturales (Kulturkämpfe o Culture Wars), es decir, los enfrentamientos ideológicos que tienen ramificaciones en el medio político y social y en algunos casos generan una conflictividad extensa y general.

El caso específico de España participa de estas características comunes y al mismo tiempo revela rasgos distintivos. España ha vivido la división y la conflictividad ideológicas de manera especialmente aguda y dolorosa porque en el país las fuerzas identificadas con el statu quo han poseído un arraigo y poder mayores que los propios de otras sociedades modernas. El compromiso entre los diferentes componentes de la estructura social y cultural española se ha realizado más tarde y de manera más incompleta que en otros países. La época franquista es el periodo en el que se logró un acuerdo y consenso notables entre las fuerzas contrapuestas de la oposición al régimen y en el que se llegó, en el momento crucial de la Transición posterior al franquismo, a un acuerdo pragmático para preservar el equilibrio nacional. No obstante, como se pone de manifiesto en el discurso más reciente, el lenguaje y el estilo político y cultural nacionales no están libres todavía de la violencia ideológica de los demonios familiares colectivos, de modo que sigue latente la amenaza de pasados enfrentamientos, aunque no sea ya factible que desencadenen las confrontaciones devastadoras de otras épocas. La modernidad ha pasado a integrarse plenamente en el país tanto en sus leyes como en sus prácticas de convivencia, pero el inconsciente nacional todavía está afectado y condicionado por los movimientos reflejos de una sociedad en la que los acuerdos comunes continúan siendo difíciles.

Las propuestas que el pensamiento y el arte liberal españoles han presentado históricamente tenían en mente el bienestar y el progreso del país, pero terminaron con gran frecuencia en la decepción o el fracaso. Puede afirmarse que la historia de la cultura española oscila entre la desesperación y la lamentación, y son pocos los momentos de satisfacción general en los que la comunidad nacional opera de manera unificada por encima de la fragmentación y la disensión. Desde una perspectiva actual, ese discurso es crecientemente inviable e irrelevante para el discurso contemporáneo, que se orienta hacia la inclusividad y el acomodo de la diferencia.

Este libro es un intento de comprender las circunstancias y los motivos que históricamente han desviado el discurso cultural español de la normativa general de la cultura moderna, y ver que puede concebirse una alternativa al impasse cultural del país que ha afectado desfavorablemente su evolución a lo largo de la historia. Es más, pienso que, más allá de los avances notables en las áreas de la política y la economía de las décadas posteriores al final del franquismo, el éxito del futuro del país como comunidad equilibrada y poderosamente creativa consiste en la reconfiguración de los parámetros del discurso cultural y, en particular, en su reconceptualización dentro de un lenguaje no fatalista, sino analítico y abierto a la posibilidad de la plena integración de la cultura nacional dentro de unos parámetros más amplios y comprensivos. Integración que no equivale a la disolución o el menoscabo de las cualidades y principios propios, sino a su reescritura para que signifiquen con mayor fuerza dentro del medio cultural internacional.

Con mayor o menor justicia, España ha constituido durante siglos un caso excepcional en la historia intelectual y cultural europea. Lo ha sido en parte por sus errores e insuficiencias intrínsecos a la sociedad e historia nacional. No hay duda de que el país optó con frecuencia por caminos que eran incompatibles con el paradigma del discurso moderno. Al mismo tiempo, es también incuestionable que la época global en la que nos hallamos no favorece las aproximaciones estrictamente locales o nacionales. Solo las comunidades que sean capaces de –preservando sus rasgos fundamentales propios–integrarse decididamente dentro del lenguaje y los medios de la cultura internacional y global podrán avanzar de manera satisfactoria.

La comunidad española ha perdido demasiadas oportunidades en los últimos tres siglos para realizarse de manera plena de acuerdo con los principios y las directrices predominantes en el proyecto de la modernidad. Un modo de prevenir que se repita esa orientación de la historia es que el discurso cultural sea consciente del proceso seguido erróneamente en el pasado y que se adquiera la voluntad de emprender una Aufhebung sintetizadora de las fuerzas culturales del país, de modo que sea la convergencia de esas fuerzas y no su divergencia la que determine su evolución general. La enfermedad nacional ha consistido en los males y vicios colectivos que han afectado a todos los miembros de la comunidad más allá de las responsabilidades individuales. También ha sido un factor, sin embargo, la autopercepción de la comunidad española como una entidad marginal y desconectada del mainstream intelectual y, por tanto, incapaz de la integración en paradigmas que se juzgaban como remotos e inalcanzables –según la versión liberal, desde Larra a Valle-Inclán–o dictados por un otro ajeno e incompatible con el propio país –de acuerdo con la visión tradicionalista, desde Menéndez Pelayo a José María Pemán. La revisión de esa percepción es un factor decisivo de la reconfiguración nacional y ese proceso de recomposición y nueva lectura de la sociedad nacional debe tener como referente determinante una nueva visualización de la historia cultural e intelectual del país.

Mi libro es una reflexión en torno a algunos de los componentes esenciales de la historia intelectual moderna europea y española en particular. Sin duda, el espectro temático que abordo en mi ensayo es extenso y altamente diverso tanto en el tiempo como en su repertorio conceptual. No pretendo abarcar la ingente bibliografía en torno a los numerosos autores y textos a los que me refiero en el libro. Esa tarea, además de imposible, sería vana y podría disolverse en la dispersión y la irrelevancia. He optado por concentrarme en algunos textos y hechos determinantes de la historia intelectual del siglo XX y del incipiente siglo XXI, ubicándolos en un paradigma conceptual que espero contribuya a conferirles una orientación singular y renovadora. Aludo mayoritariamente a la situación cultural española y a sus referentes más destacados, pero integro el medio español dentro del contexto más amplio y definitorio de la circunstancia internacional. España ha estado con frecuencia en los aledaños de ese contexto, pero el desarrollo y la orientación de sus eventos colectivos han estado vinculados a las causas y los condicionamientos generales. Es esa la vinculación que pretendo estudiar y poner de manifiesto, porque pienso que debe contribuir a una elucidación más profunda de la historia intelectual nacional y debe promover una discusión renovada y diferencial de algunos presupuestos consustanciales del discurso cultural actual.

1 Leviathan (Leviatán), es la magnum opus en la que Hobbes desarrolla este concepto del imperativo universal de los vicios humanos como la envidia, el odio y la guerra que, según él, solo pueden ser sometidos no por las leyes de la naturaleza, sino por la imposición de un poder que unifique y coordine los intereses dispersos de los individuos: «To conferre all their power and strength upon one Man, or upon one Assembly of men that may reduce all their Wills by plurality of voices unto one Will» («Conferir todo su poder y fortaleza [de los hombres] a un Hombre o a una Asamblea de hombres que pueden reducir todas las Voluntades por una pluralidad de voces a una sola Voluntad», Leviathan: 120). Mi libro va a argüir que, aunque el siglo XX siguió repetidas veces y hasta el exceso la orientación de Hobbes, también generó voces y discursos poderosos que disintieron de esta opinión y generaron visiones alternativas altamente persuasivas y atrayentes.

I

LA INSTALACIÓN EN LA EXPERIENCIA DEL PATHOS

Para Unamuno, la nación, constituida como hogar espiritual y cultural más que patriótico, es el espacio donde se realizan las insuficiencias y dolencias psíquicas del sujeto individual. El yo de Unamuno transfiere al ente nacional sus propias inquietudes y las proyecta en él. Al principio de su trayectoria intelectual, Unamuno, todavía bajo el influjo del determinismo imperante en el contexto europeo, percibe en la nación un ámbito hostil que impide la realización personal del yo de un modo satisfactorio. El Unamuno de En torno al casticismo responde fundamentalmente a la crítica convencional de la cultura española que ha realizado históricamente el pensamiento nacional liberal. Es la España como cultura obstaculizante y frustrante de Larra, de la Doña Perfecta de Galdós, o de Joaquín Costa. El medio nacional como un cementerio y desierto cultural y existencial, una Villahorrenda asfixiante y retrógrada en la que no es posible subsistir. Para ser y existir libremente, el yo no tiene más opción que liberarse de los vínculos que lo atan al medio nacional. La profunda disfuncionalidad de la nación afecta al yo de manera profunda y castrante y el yo no tiene otra opción que oponerse férreamente a esa sujeción. El modelo de este primer Unamuno concibe la enfermedad como un hecho externo a él mismo y con relación al cual debe precaverse para prevenir cualquier contaminación indebida.

El voluntarismo subjetivista del Unamuno posterior, propio de Vida de don Quijote y Sancho y Del sentimiento trágico de la vida, que transforma la cultura en una prolongación y extensión del yo personal, opera ya parcialmente sobre el ente nacional para obtener su transformación. Es el otro nacional el que se halla enfermo, no el yo personal, que posee la lucidez y la claridad mental suficientes para analizar agudamente la situación en la que se halla envuelto en contra de su decisión personal. La función del texto literario es proveer un diagnóstico crítico y analítico de la condición nacional para intentar su recuperación. Esa recuperación requiere necesariamente la eliminación de los presupuestos convencionales de la cultura tradicional del país. La terapia debe ser en este caso radical y absoluta y debe incluir la penetración o, mejor todavía, la invasión de los modos culturales extranjeros más vitales en la cultura nacional.

La condición de la nación que Unamuno critica alude al estado físico de los españoles y su precaria energía y vitalidad para la acción, pero sobre todo Unamuno hace referencia a la condición espiritual e intelectual de los miembros de una comunidad cultural que se halla paralizada por su incapacidad para la creatividad y la renovación. Para Unamuno, la comunidad nacional es una entidad enferma que contamina a todos los que la habitan y se nutren de ella. No hay ninguna posibilidad de superar ese medio en el que todas las opciones de desarrollo intelectual y espiritual son irrealizables: «Bajo una atmósfera soporífera se extiende un páramo espiritual de una aridez que espanta» (Unamuno, 1979: 132). Es el contexto el que previene la regeneración espiritual de los españoles y el que impide la emergencia de una vitalidad renovadora: «No hay frescura ni espontaneidad, no hay juventud» (ibíd.: 132).

Es claro que hay una interconexión estrecha entre la situación espiritual de la nación y la condición física de sus habitantes. Forma parte del Zeitgeist de la ciencia empiricista, todavía vinculada al positivismo, el condicionar la salud psíquica al medio ambiental en el que el sujeto humano vive y se desarrolla. En realidad no hay dicotomía bien delimitada entre ambos. Los dos son parte de un mismo impulso, pero para Unamuno el origen de la enfermedad de la nación se halla en la dimensión cultural y espiritual y es en ella donde se concentra su esfuerzo reformador. Si se cura y revitaliza el espíritu de la cultura de la nación, y por asociación de sus miembros, deberá producirse un avance en la terapia general de la salud nacional.

Incluso en esta fase internacionalmente extrovertida de Unamuno, es ya posible detectar los principios de la precedencia de la idea y la subjetividad sobre los datos materiales y empíricos, independientes del yo. No obstante, este primer Unamuno comparte la visión general del pensamiento liberal español por la que la regeneración del país debe someterse a su apertura y exposición a la influencia externa. Las referencias textuales al respecto son manifiestas y demuestran que la subjetivización del repertorio cultural y su filtrado personal de los grandes iconos del archivo cultural canónico, que es característica de Unamuno, solo ocurre con posterioridad al momento en el que aparece su obra seminal En torno al casticismo. En esta obra se presenta la crítica del pensamiento tradicional, que Unamuno adscribe de manera emblemática a Menéndez Pelayo, y se hace una referencia explícita al imperativo de renovar el país precisamente a partir del rechazo de lo que Unamuno denomina el enquistamiento del discurso cultural nacional en los parámetros habituales del pensamiento tradicional.

Ménendez y Pelayo, en La ciencia española y otras obras paralelas suyas como la Historia de los heterodoxos españoles, trata de hallar los valores propios que contraponer a la ciencia, la filosofía y el pensamiento extranjeros que para él equivalen a categorías alienadas, sin advertir que la cultura se fertiliza mutuamente al margen y por encima de sus fronteras nacionales que, en el campo cultural en particular, son maleables y cambiantes. Frente a esa defensa cerrada de lo juzgado como propio, Unamuno propone una apertura hacia el repertorio supranacional, aunque no tanto como invasión sino como intercambio fecundo con otros medios lingüísticos y culturales:

«¡Mi yo, que me arrebatan mi yo», gritaba Michelet, y cosa análoga gritan los que con el agua al cuello se lamentan de la crecida del río. De cuando en cuando…lanza algún reacio conminaciones en esa lengua de largos y ampulosos ritmos oratorios que parece se hizo de encargo para celebrar las veneradas tradiciones de nuestros mayores, la alianza del altar y el trono y las glorias de Numancia, de las Navas, de Granada, de Lepanto, de Otumba y de Bailén (ibíd.: 16).

Este todavía joven Unamuno ataca, con unos conceptos y un lenguaje que reduplican los del pensamiento crítico español convencional, el aislamiento de la historia intelectual española moderna que no ha sido capaz de conectar con la cultura europea y que ha hecho de esa marginación un motivo de diferencialidad y orgullo propios. Los referentes de Unamuno (desde Menéndez Pelayo hasta Pereda y Calderón), para poner de manifiesto esta orientación endogámica del discurso político y cultural nacional, son indicativos de la posición cerrada de lo que Unamuno percibe como la incapacidad del pensamiento tradicional para asimilar la orientación de la modernidad. Incluso el lenguaje que esa orientación prefiere para la defensa de sus principios se corresponde con el vacío conceptual. La retórica oratoria es un mecanismo defensivo para ocultar bajo la brillantez lingüística las dificultades para emprender una reflexión comedida y consensuada en torno al bagaje cultural nacional. El lenguaje preciso y sobrio de los ensayos de En torno al casticismo es la contrapartida frente al lenguaje de la corriente tradicionalista y patriótica.

No obstante, la posición de Unamuno no se corresponde estrictamente con la de la crítica del pensamiento liberal. Unamuno opta por el pragmatismo y el equilibrio conceptual que luego se verán ausentes en su evolución posterior. Por esa razón, difiere de la versión del liberalismo que, desde Larra, no halla en la cultura nacional más que signos vacuos que deben estar destinados a la desaparición. El lenguaje de esa versión del liberalismo no comparte la ampulosidad y el vacío de la versión tradicionalista, sin embargo comparte con ella la incapacidad para la tolerancia y la inclusión de visiones diferenciales: «Más bajo, mucho más bajo, y no en tono oratorio, no deja de oírse a las veces el murmullo de los despreciadores sistemáticos de lo castizo y propio… y revelan hiperbólicamente sus deseos manifestando un voto análogo al que dicen expresó Renan cuando iban los alemanes sobre París, exclamando, “que nos conquisten”» (ibíd.: 16). Es claro que para Unamuno la orientación que propugna la apertura a la cultura externa puede pecar por el exceso de su posición, a pesar de la naturaleza más comedida y menos oratoria de su estilo que la distancia de las posiciones casticistas.

Frente a esa dicotomía antagonista e irreconciliable que equivale a la prolongación de una disfuncionalidad crónica de la sociedad y la vida intelectual españolas, Unamuno propone una alternativa equidistante entre las dos orientaciones, una opción que preserva los referentes icónicos y permanentes de la cultura junto con lo que Fernand Braudel denomina la poudre de l’ histoire, los pequeños hechos de la experiencia cotidiana de los seres humanos sin aparente relieve histórico (Wallerstein, 2004: 75). Paradójicamente, es este modo cultural anónimo y reservado el que constituye la esencia más profunda de la cultura, que Unamuno denomina la tradición eterna. Esa tradición emerge precisamente de las voces humildes, con frecuencia silenciadas, de los que no poseen presencia en la historia, y cuya característica más aparente es la invisibilidad, la no-existencia en la imagen pública de la colectividad nacional.

Unamuno lo afirma con su franqueza y claridad características: «La vida más oscura y humilde vale infinitamente más que la más grande obra de arte» (Unamuno, 1979: 30). Esta precedencia de la fuerza espontánea de la vida sobre la organización de ella a través de una metodología limitadamente racional está conectada con el pensamiento que se origina a partir de la decepción de las promesas de la razón científica y las grandes utopías sistemáticas que surgen en la segunda mitad del siglo XIX. Nietzsche concibe al Übermensch como una superación vitalista de las falsas promesas del optimismo de la historia totalizante y final de Hegel. Por ello, los procedimientos estilísticos y retóricos, como el sarcasmo, la elipsis o la invectiva, reemplazan metodológicamente la certeza absoluta del hegelianismo y de los movimientos filosóficos y políticos vinculados con él. La coerción y subordinación de la fuerza vital bajo la sistematización racional se presenta como una desvirtuación de la naturaleza original humana, que para Unamuno ha sufrido la deformación de los grandes sistemas de la historia decimonónica y posteriormente de la primera mitad del siglo XX.

Siguiendo la línea nietzscheana de pensamiento, las construcciones de la razón aparecen como una desviación de la trayectoria natural del ser humano y como un impedimento para el desarrollo saludable de la psique y la conciencia del sujeto. Para Unamuno, la salud individual y colectiva se logra precisamente en un desandar la trayectoria de las grandes revoluciones del tiempo histórico que precede al propio Unamuno y que se corresponde con las aserciones centrales de la historia intelectual del siglo XIX. Al final de ese proceso de reconstitución de la historia, debe hallarse la pureza original que se ha perdido en el trascurso del desarrollo y avance de la empresa de la modernidad. Hay que aclarar explícitamente que Unamuno no se opone abiertamente al proyecto de la modernidad que ha condicionado y definido la historia intelectual de los últimos tres siglos. Lo que propone más bien es un retorno subliminal e ideal a unos orígenes que supuestamente se han perdido con el proyecto moderno vinculado con un concepto universal y homogéneo de la condición humana.1

Hay que destacar que la propuesta filosófica de Unamuno, aunque focalizada y dirigida específicamente a la nación española, no tiene solamente a España como referente, sino que alude a toda la humanidad de acuerdo con un concepto universalizante de la condición humana que –más allá de las críticas de Unamuno en contra de Kant–está directamente vinculado con Kant. Es la humanidad entera, y en particular la que pertenece al paradigma de la cultura occidental, la que sufre las consecuencias de la deformación de los orígenes: «Lo original no es la mueca, ni el gesto, ni la distinción, ni lo original, lo verdaderamente original es lo originario, la humanidad en nosotros» (ibíd.: 30). Este Unamuno es transnacional y cosmopolita, no requiere todavía la identificación del yo personal con el modelo quijotesco de la existencia y la cultura, y se siente a sí mismo como un miembro de la humanidad a la que él pertenece de manera más definitoria y plena que a la nación propia.

El abandono o alejamiento de ese concepto universalista es una deformación de la mente que puede llevar a los más grandes fracasos tanto individuales como colectivos. En realidad, los ensayos publicados en los años postreros del siglo XIX y los primeros del siglo XX pueden concebirse como una advertencia premonitoria frente a la llegada del gran abismo axiológico de la Primera Guerra Mundial de 1914, que señala en la intelectualidad europea del momento la decepción frente a la razón kantiana y la llegada de la irracionalidad política del fascismo y luego de los movimientos nihilistas, como el existencialismo, que cuestionan el humanismo histórico de raigambre clásica: «¡Gran locura la de querer despojarnos del fondo común a todos, de la masa idéntica sobre que se moldean las formas diferenciales de lo que nos asemeja y une, de lo que hace que seamos prójimos, de la madre del amor, de la humanidad; en fin, del hombre, del verdadero hombre, del legado de la especie!» (Unamuno, 1979: 30).

En contraste con el Unamuno posterior que potencia la singularidad y la distintividad del sujeto individual por encima de los rasgos compartidos universalmente, esta propuesta es ortodoxa y convencional y se ajusta precisamente al programa de la modernidad, que está fundado en la homogeneidad de principios fundamentales del conocimiento humano y la afirmación de una naturaleza humana esencial. En esta fase de su pensamiento, en la frontera con la primera situación extrema y apocalíptica de un siglo que se caracteriza por las polaridades ideológicas y la violencia, Unamuno opta por un perfil personal que se corresponde con el del intelectual europeo académico, que comparte los principios del paradigma de la modernidad en los que se percibe integrado sin mayores reservas. Aunque ha rechazado ya inequívocamente los modos sistemáticamente comprensivos y, de la mano del pensamiento de filiación antihegeliana y antipositivista, muestra desconfianza hacia las propuestas reductivas y absolutas, Unamuno es todavía un pensador integrativo y solidario que halla su identidad intelectual y personal no a partir del distanciamiento del paradigma del pensamiento de su época, sino a través de su identificación con él.

De manera paralela a Kierkegaard, Bergson, Dilthey y posteriormente Ortega y Gasset y otros pensadores que se asocian con la llamada Lebensphilosophie, Unamuno, en los ensayos de este libro determinante y aleccionador, ha advertido agudamente ya las lagunas e insuficiencias fundamentales de la metodología racional analítica y lógica y de la negación antiespiritualizante que esa razón conlleva. Unamuno anticipa así la corriente crítica contra el consenso racional y moderno que Nietzsche percibe, con su penetración y dramatismo característicos, como el agente más corrosivo de la cultura moderna. Unamuno participa de ese vitalismo, pero no deja nunca de sentirse parte de la tradición cultural de raigambre clásica que, como en el caso de Nietzsche, es en todo momento la suya. Unamuno no ha dado todavía el salto hacia la contrarrazón del quijotismo ni ha identificado en Don Quijote a la figura que contraponer a las pretensiones absolutistas de la razón afín al hegelianismo (incluyendo a Marx) ni el reduccionismo materialista de filiación comtiana. Unamuno forma parte íntegra de la familia intelectual europea y occidental y está, además, satisfecho con ese perfil que lo define.

Unamuno se interesa en el estudio de la locura como uno de los motivos centrales de renovación del pensamiento y la estética. La locura constituye un elemento privilegiado del paradigma epistemológico posterior de Unamuno, como se revela en Vida de don Quijote y Sancho, por ejemplo. De modo diferencial, en en este momento, tal como es perceptible en En torno al casticismo, la locura es leída todavía literalmente y es enjuiciada como un hecho clínico que temer y curar en el plano individual y rectificar en la colectividad nacional. La locura española es en este momento la incapacidad para formar parte integral del proyecto moderno europeo. La locura consiste justamente en el extrañamiento de la normatividad, la diferencia, el no ser como los demás. Potencia, además, la idiosincrasia individual por encima del consenso colectivo y los principios constitutivos de la comunidad.

Frente a esta locura, Unamuno propone un nuevo equilibrio a partir de la compatibilización del pasado histórico con la renovación cultural del presente. Unamuno es el propulsor de una conciencia crítica nacional que, al mismo tiempo, no niegue el archivo cultural común en el que todos los miembros de la comunidad pueden integrarse. Para ello, no renuncia a la tradición clásica sino que la asimila y absorbe de nuevo a partir de los elementos que la conectan con la psique eterna y permanente de la nación que él propone. La naturaleza de esa psique va evolucionando y va transformándose a partir de los presupuestos personales de Unamuno. No obstante, en todo momento, el factor común más definitorio es la autenticidad y la legitimidad del carácter espiritual y no cuantificable de la cultura de la nación. Esa es la razón de su crítica acerba de los rasgos no genuinos de esa cultura que la distancian de la pureza de principios espirituales de su nuevo concepto de la cultura nacional.

En lugar de la retórica estéril propia del teatro que Unamuno denomina castizo, aludiendo al teatro clásico del Siglo de Oro y que produce una locuacidad gesticulante y antirreflexiva carente de significación real, Unamuno propone la reflexión y la introversión que conducen a la profundización en la psique colectiva. Unamuno condena la esterilidad del pensamiento y la creatividad que acompaña al discurso de la tradición nacional más rancia y castiza. El teatro declamatorio y ampuloso de esa tradición ejemplifica la incapacidad de la cultura nacional para la introspección y la profundidad conceptual y emotiva. La tradición eterna que conecta con el pensamiento y la cultura universales es reemplazada en este caso por el localismo y la mimetización caricaturesca de lo otro, lo externo.

De esa manera, la cultura clásica española se le aparece a Unamuno, en esta fase de su trayectoria intelectual, como un obstáculo para la verdadera reflexión cultural y humana. La enfermedad nacional consiste en la imposibilidad de conectar con la línea central del discurso intelectual europeo en el que España debiera estar inserta plenamente. La enfermedad equivale aquí a la asfixia e inutilidad de un lenguaje privado de toda efectividad a causa de su desconexión con un pensamiento vital. La locuacidad es una máscara para disfrazar el desierto conceptual que caracteriza la producción cultural nacional, asociada con el casticismo que se confunde aquí con el provincianismo y la incapacidad para la creatividad:

El desenfreno colorista y el gongorismo calidoscópico, epilepsia de imaginación que revela pobreza real de esta… las oratorias de acumular sinónimos y frases simétricas, desdibujando las ideas con rectificaciones, paráfrasis y corolarios. Y de todo ello resulta un estilo de enorme uniformidad y monotonía en su ampulosa amplitud de estepa, de gravedad sin gracia, de periodos macizos como bloques, o ya seco, duro y recortado (ibíd.: 74).

La dureza de esta aseveración responde a la necesidad de separarse inequívocamente de una trayectoria cultural nacional que es un impedimento para el desarrollo de un yo personal maduro y diferenciado. La virulencia de la evaluación de la tradición nacional responde a un meca-nismo de defensa de un yo personal que se siente oprimido por un medio simbólico –de acuerdo con el concepto de la otredad lacaniana mediada lingüísticamente–con el que no solo no puede identificarse, sino que requiere invalidar y deslegitimizar plenamente para afirmarse a sí mismo.2 La violencia del rechazo es paralela a la fuerza de la opresión del otro cultural. En realidad, la fijación de Unamuno en el otro –que se refleja en Don Juan, El otro, San Manuel bueno, mártir y alcanza dimensiones mayores en Vida de don Quijote y Sancho–se corresponde directamente con la opresión de un entorno nacional carente de estímulo para él.

La herencia del otro cultural es un lastre del que Unamuno intentará liberarse durante su trayectoria intelectual y literaria, hasta el punto incluso de crearse una segunda imagen, un perfil público en el que proyectar su diferencialidad y su distancia con relación a la psique cultural colectiva de la que Unamuno se reconoce como parte, pero que rechaza reconocer como constitutiva de su yo. El impulso para dominar al otro colectivo, o al menos regular y moderar su influencia, se convierte en todopoderoso y llega a excluir otra vía u opción. En este proceso de distanciamiento con relación al otro, la persona o el personaje público llegan a sustituir incluso al yo original que había iniciado el movimiento de distanciamiento con relación a la herencia colectiva.

Los términos con los que se caracteriza la psique nacional son altamente críticos y son análogos a los que definen el teatro clásico. La virulencia de las relaciones humanas en el país es un modo de ocultar la incapacidad para el rigor y la responsabilidad social e intelectual: «El alma castiza, belicosa e indolente, pasando del arranque a la impasibilidad, sin diluir una en otro para entrar en el heroísmo sostenido y oscuro, difuso y lento, del verdadero trabajo» (ibíd.: 82). La locuacidad y la vacuidad conceptuales son las cualidades que predominan en el carácter nacional e impiden la realización de un trabajo individual y colectivo realmente productivo. La gesticulación hiperbólica es un obstáculo para los trabajos realmente eficaces que producen satisfacción al yo personal y permiten el progreso y el avance de la colectividad cultural nacional. La presión de la colectividad predomina por encima de otras opciones que posteriormente el Unamuno subjetivizante prima de manera exclusiva.