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Cuando Europa comenzó a explorar el Próximo Oriente, las noticias sobre la región eran sumarias y hablaban sobre todo de un pasado legendario. Dos mitos en particular recogían los dos aspectos más llamativos del paisaje: la torre de Babel como metáfora de la ciudad y el jardín del Edén como metáfora del campo. Ambos se caracterizaban por un relato de crisis y colapso: la torre de Babel había quedado incompleta y abandonada, y el jardín del Edén había sido vedado a los humanos, obligados a migrar a entornos menos hospitalarios. Pero, en lugar de ciudades, los primeros europeos que viajaron al Próximo Oriente encontraron ruinas; en lugar de jardines, encontraron el desierto. Durante siglos, estudiosos e investigadores se han preguntado por la realidad histórica de este paisaje primigenio. Mario Liverani reconstruye en este libro la formación y la historia del «Paraíso terrenal». Su indagación, que surge del cruce entre distintas disciplinas como la historia antigua, la arqueología, la agricultura, la ecología o la paisajística, descubre al lector un paisaje geográfico y cultural de extraordinaria riqueza.
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Seitenzahl: 320
Veröffentlichungsjahr: 2024
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El Paraíso y su entorno
Paisaje rural del Próximo Oriente antiguo
Mario Liverani
Traducción de Manuel Cuesta
Esta obra ha recibido una ayuda a la edición de la Comunidad de Madrid
BIBLIOTECA DE CIENCIAS BÍBLICAS Y ORIENTALES
dirigida por Julio Trebolle Barrera
Título original: Paradiso e dintorni. Il paesaggio rurale dell’antico Oriente
© Editorial Trotta, S.A., 2024http://www.trotta.es
© Gius. Laterza & Figli, 2018All rights reserved
© Manuel Cuesta, traducción, 2024
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
ISBN (edición digital e-pub): 978-84-1364-261-1
Prefacio
1. El estudio del paisaje del Próximo Oriente antiguo
2. Las condiciones de base
3. De la revolución agrícola a la revolución urbana
4. El paisaje agrario mesopotámico del III milenio
5. La agricultura de secano del III milenio
6. El paisaje agrario mesopotámico del II milenio
7. Siria y Anatolia en el Bronce Medio y Final
8. La Edad del Hierro
9. Reestructuración y cima de la agricultura del Próximo Oriente antiguo
10. Perspectivas
Apéndice: Paisaje y utopía
Fuentes y bibliografía
Bibliografía complementaria
Índice de nombres
Índice general
En la década de 1970 empecé a trabajar en un proyecto de investigación propiamente histórico sobre el paisaje rural del Próximo Oriente preclásico, proyecto que había de desembocar en una historia global de la evolución del paisaje rural del Próximo Oriente antiguo. La idea era utilizar todos los distintos materiales documentales y enfoques analíticos: desde los textos hasta los datos arqueológicos, desde la iconografía hasta la paleoecología, desde la evolución técnica hasta el trasfondo ideológico. Semejante proyecto —vaste programme, cabría ironizar con De Gaulle— iba a ser necesariamente de larga duración, y en la primera fase me centré en un asunto más bien desatendido pero de capital importancia: la dimensión y la forma de los campos. Ya entonces hice un estudio analítico sobre la forma de los campos neosumerios (1988-1989) y una presentación general (1996). Otros colegas de la «escuela de Roma» realizaron aportaciones más consistentes: el volumen de Carlo Zaccagnini sobre el paisaje agrario de Nuzi (1979), el más reciente de Lucia Mori sobre el paisaje agrario de Emar (2003), el extenso artículo de Mario Fales sobre el paisaje rural en los textos neoasirios (1990), y también —aunque menos directamente— las investigaciones de Lucio Milano sobre la geografía de la alimentación en el Próximo Oriente antiguo. Cabe decir, por tanto, que los estudiosos italianos asumieron un papel de especial relevancia en esta línea de investigación, que entretanto también ha sido cultivada, obviamente, por otros estudiosos con arreglo a sus propias perspectivas y metodologías. A nivel de síntesis destaca sobre todo el pequeño volumen del lamentablemente desaparecido Tony J. Wilkinson (2003), respecto al cual el presente libro se sitúa en un nivel más analítico. No puedo menos que dedicar este volumen mío a su memoria.
Por último, deseo dar las gracias a Carlo Zaccagnini por haber revisado una primera redacción, presentándome toda una serie de críticas constructivas; a Mario Fales por haberme hecho valiosísimas sugerencias y haberme señalado bibliografía; a Barbara Cifola, quien en la década de 1970 recopiló una nutrida bibliografía sobre la materia, y a Silvana Di Paolo por haber aceptado ocuparse de la parte ilustrativa, parte que, por lo demás, no ha sido posible incorporar completa.
Una última observación: debo confesar que, contra una costumbre que me ha acompañado durante toda la vida, en la Bibliografía también he señalado el título de algún trabajo que no he leído. Hay quien lo hace sin sentir tantos escrúpulos, pero yo quiero explicar que, por una parte, la referencia bibliográfica resulta siempre útil para quien quiera profundizar; por otra parte, mi omisión lectora es debida a la urgencia de la edad, considerando lo largo del elenco de las cosas que querría hacer antes de morir (Ars longa, vita brevis, decían los antiguos). Espero que ustedes me entiendan.
Hace un par de siglos, Europa dio inicio a su exploración del Próximo Oriente en los ámbitos de las ideas políticas, los usos sociales, y las tradiciones culturales y religiosas con lo que fue un efecto colateral —o podríamos decir una sublimación— de su intento de hacer suyas las riquezas materiales del Imperio otomano y las regiones contiguas —de Egipto a Persia—, así como las rutas comerciales de la India y el Lejano Oriente. Explorando el Próximo Oriente moderno, Europa hubo de afrontar también el pasado histórico de aquella región, un pasado dotado de un interés del todo particular en cuanto marco histórico de la Biblia.
En aquel tiempo, las únicas informaciones sobre la historia antigua del Próximo Oriente las proporcionaban la propia Biblia y autores clásicos (con Heródoto a la cabeza). Los datos disponibles eran relativamente genéricos e iban acompañados de fuertes connotaciones míticas. Había en particular dos mitos disponibles como una especie de metáfora para los dos aspectos más llamativos del paisaje: el de la torre de Babel como metáfora de la ciudad, y el del jardín del Edén como metáfora del campo. Ambos se caracterizaban por un elemento de crisis y colapso: la torre de Babel había quedado incompleta y abandonada, y el jardín del Edén había sido vedado al hombre, que por su parte se vio obligado a migrar hacia entornos menos hospitalarios. En lugar de ciudades, los primeros europeos que viajaron al Próximo Oriente encontraron ruinas; en lugar de jardines, encontraron el desierto. Los mitos modernos —concretamente románticos— sobre la ruina y el desierto, en cierto sentido suponían la compleción de los mitos antiguos, a los que, sin embargo, al mismo tiempo volvían del revés. Sea como fuere, ruina y desierto dominaron el primer acercamiento de la cultura occidental al Próximo Oriente antiguo.
En los relatos de los viajeros europeos de los siglos XVIII y XIX, uno de los puntos principales de interés residía en las interpretaciones que estos aducían de la desolación que habían encontrado en el Próximo Oriente, la cual contradecía las espléndidas gestas descritas por la Biblia y los autores clásicos. La interpretación racionalista achacaba al mal gobierno otomano, así como al retraso y a la indolencia árabes, las causas de la decadencia; la interpretación religiosa veía en esta la eficacia de la maldición divina contra los enemigos de Israel. En ambos casos, un juicio moral y una advertencia que venía de la desolación oriental se convirtieron en un elemento esencial de las filosofías de la historia entonces dominantes.
En su Voyage en Égypte et en Syrie (1787), Constantin-François Volney no dejó de advertir, atravesando la Siria interior, la presencia de numerosos y conspicuos tells, y asoció la presencia de estos a un pasado florecimiento demográfico y productivo que era congruente con el potencial agrícola de la zona, y que contrastaba con la desolación que él tenía ante los ojos, la cual había que atribuir, en consecuencia, a factores humanos (el mal gobierno otomano que ya decíamos).
Volney es solo uno de los numerosos viajeros europeos que, ampliando el tradicional grand tour que entonces se emprendía por los lugares de las antigüedades griegas y romanas, se aventuraron en un voyage en Orient. Para los filósofos racionalistas se trataba de una full immersion en la diversidad; para los religiosos, de una visita a los lugares bíblicos y evangélicos. Para ambos suponía un contacto intercultural dificultado por prejuicios ideológicos, por una escasa competencia lingüística y por la ambición de «descubrir» usanzas y costumbres exóticas susceptibles de relacionarse con utopías preconcebidas (ya fuesen positivas o negativas). En este contexto, la atención al paisaje no dejaba de ser muy limitada, superficial y ocasional; en el mejor de los casos, empezaba a tener lugar en los contactos con las actividades productivas y comerciales que daban vida al floreciente intercambio «levantino». Y más marginal aún era la atención a indicios relativos al paisaje antiguo al ser escasa la conciencia que entonces se tenía del cambio que, por factores naturales y humanos, un paisaje sufre con el correr del tiempo.
Más allá de viajeros aislados, debemos recordar las grandes iniciativas públicas: desde la expedición danesa a Oriente de 1772 —que se hizo célebre por el relato del único superviviente, Carsten Niebuhr— hasta la expedición napoleónica a Egipto (1798), la Euphrates Expedition británica (1835-1837), la Mission de Phénicie de Ernest Renan (1860), los reconocimientos estadounidenses del valle del Jordán (1847-1848) y otras más, todas distintas por sus fines —científicos, militares, comerciales— pero todas de poca relevancia para el conocimiento de las condiciones del pasado.
El hecho es que, hasta mediados del siglo XIX, no se sabía gran cosa del Próximo Oriente antiguo. El punto de inflexión se produjo entonces, sobre todo con el comienzo de la exploración arqueológica de las capitales asirias —Paul-Émile Botta en Jorsabad (1842-1843) y Austen Henry Layard en Nimrud (1845)—, y paralelamente con el cartografiado de Palestina, llevado a cabo primero por Edward Robinson y Eli Smith (1838-1852), y más tarde por Claude Reignier Conder y Horatio Herbert Kitchener (1881-1889). (La primera fase fue mucho más famosa y rica en avances, si bien se centró en la ciudad; la segunda, menos célebre, ponía, sin embargo, en primer plano el aspecto regional y, por tanto, también paisajístico). Hay que mencionar, por último, la obra del geógrafo austrohúngaro Alois Musil, quien efectuó reconocimientos desde Transjordania (1895-1898) hasta Hiyaz y el Éufrates Medio (1908-1915). Si el contraste entre la abundancia de asentamientos antiguos y la desertificación que ahora se apreciaba seguía siendo objeto de interés, la explicación ya no era filosófica o religiosa, sino positivista (cambio climático, desertificación).
Con la obra de Antoine Poidebard (1933), obra es verdad que limitada a la antigüedad tardía, y también con los viajes de Nelson Glueck a Transjordania —publicados entre 1933 y 1949—, hace su aparición la foto aérea, elemento técnico de extraordinaria eficacia de cara a trasladar la atención desde el sitio arqueológico individual al paisaje globalmente entendido. Y paralelamente surge el uso de la cerámica como instrumento de datación de los yacimientos de superficie, dato también este técnico, pero que permite nada menos que articular diacrónicamente la ocupación regional en una serie de fases distintas o, con otras palabras, reconstruir una serie de paisajes sucesivos (paisajes, si no naturales, sí antrópicos).
Con el avance de la indagación histórica y arqueológica en la segunda mitad del siglo XIX, el saber sobre la ciudad del Próximo Oriente antiguo y el campo correspondiente conocieron suertes totalmente distintas. Mientras que las informaciones sobre ciudades antiguas —de Nínive a Babilonia— aumentaron de resultas de las excavaciones y del desciframiento de la escritura cuneiforme, las informaciones sobre el campo siguieron siendo escasas o casi nulas, y el problema de una reconstrucción del paisaje agrícola permaneció desatendido durante mucho tiempo. La historia del Próximo Oriente antiguo se convirtió en una cuestión de reyes y dinastías, de ciudades y palacios, de escribas y artesanos y mercaderes. Todo el mundo sabía —tenía que saber— que la inmensa mayoría de la población antigua estaba formada por campesinos y pastores, pero la reconstrucción de la vida y el entorno de estos quedó, durante mucho tiempo, excluida del cuadro por falta de datos... y por falta de interés.
En la década de 1930, el gran Marc Bloch concibió un nuevo paradigma de investigación histórica en el que se reservaba un papel privilegiado a la reconstrucción del paisaje agrícola. Esta elección estratégica —indicativa de las concepciones históricas típicas de la Escuela de los Annales— se reveló cabal y tuvo éxito, ya fuese porque equilibraba el peso de la ciudad con el de los campos, o porque se adecuaba óptimamente a subrayar los elementos de la «larga duración» frente a las estrecheces de la «historia de acontecimientos». En la estela de Bloch, el estudio del paisaje agrario se convirtió en un obvio e importante punto de partida para la comprensión de cualquier ámbito histórico en cuanto escenario de los acontecimientos políticos y de las tendencias socioeconómicas, pero también en cuanto resultado físico de tales acontecimientos y tendencias. (En Italia destacó la obra de Emilio Sereni). El paisaje, modificado por el hombre a través del tiempo, constituye de por sí una fuente y un instrumento para la correcta valoración de la estructura social. La organización del espacio regional, que comprende tanto los asentamientos como los campos, es una especie de imagen —impresa en el terreno— del modo de producción y la estructura social que la produjeron.
Este enfoque fue eficaz en la historia medieval y moderna, y no solo por una mayor conciencia y un avance metodológico, sino también por una mayor disponibilidad y diversificación de datos (registros catastrales y archivos notariales, imágenes iconográficas y los propios restos físicos del paisaje aún visible). Para la historia antigua —y muy especialmente para la del Próximo Oriente antiguo—, la tarea ha resultado más difícil. Aparte de un evidente retraso metodológico —relacionado con la prioridad asignada a la edición de los textos y a la competencia filológica—, hay problemas adicionales derivados de la escasez de documentos: los textos catastrales se limitan a pocas zonas y periodos, y los paisajes antiguos yacen sepultados bajo la continua sedimentación de las llanuras aluviales, o bien destruidos por sucesivas intervenciones humanas.
En algunas zonas, sin embargo, la arqueología ha contribuido a reconstruir las líneas generales de la explotación agrícola. Y esto no solo rige para la Grecia clásica o la Italia romana o la Europa prehistórica o protohistórica, sino también para algunas partes del Próximo Oriente antiguo. Las amplias prospecciones efectuadas sobre todo por Robert McC. Adams en el aluvión mesopotámico abrieron una importante línea de investigación en el campo de los estudios rurales, línea de investigación que más recientemente se ha extendido a vastas zonas de la Siria interior y de la Alta Mesopotamia. Y sin embargo, la «retícula» espaciotemporal recuperada por las prospecciones arqueológicas es bastante laxa: no permite apreciar transformaciones habidas en lapsos temporales breves —con frecuencia políticamente significativos—, y en cualquier caso tiene más que ver con la utilización general del territorio que con las unidades individuales de explotación agrícola. Y esto rige igualmente para las prospecciones más circunscritas y exhaustivas, por ejemplo, las realizadas —por Tony J. Wilkinson y otros— en torno a yacimientos en proceso de excavación.
Evidentemente, estos trabajos no pueden proporcionar por sí solos una reconstrucción del paisaje agrario (al menos no en el sentido en que se suele entender para periodos históricos): proporcionan un marco general para tal reconstrucción. Identifican, en efecto, las principales tendencias diacrónicas, las peculiaridades regionales; y en este sentido destaca la óptima síntesis que produjo Tony J. Wilkinson (2003). No obstante, si queremos llegar a la retícula detallada de los campos individuales, tenemos que recurrir a los textos escritos.
En este sentido, Nicholas J. Postgate ya había dado un enorme paso adelante con su Bulletin on Sumerian Agriculture (1-8, 1984-1995), que confronta textos y datos arqueológicos, filología y ciencias de la tierra. (Sin los datos y los análisis contenidos en esta serie, gran parte del presente trabajo no habría podido llevarse a término —y acaso ni siquiera concebirse— únicamente con mis propias competencias y en un tiempo relativamente breve). En Italia atestigua el interés por el paisaje la elección del tema Landscape para la XLIV Rencontre Assyriologique, celebrada en Venecia en 1997. Es un hecho, sin embargo, que la atención prestada por los filólogos a nuestro problema no ha dejado de ser, en general, bastante escasa: incluso en el estudio de los documentos catastrales, el foco se ha puesto siempre en el mecanismo administrativo, en el organigrama burocrático, en los aspectos tecnológicos y en los niveles productivos, pero casi nunca en la disposición físico-topográfica de las unidades rurales.
Veamos, pues, más en concreto la articulación del paisaje del Próximo Oriente, distinguiendo las premisas ecológicas y las intervenciones humanas. Las premisas ecológicas difieren mucho según las zonas. Tenemos desde las tierras boscosas altas (toda la franja anatolio-armenio-iraní) hasta el desierto de arena (en Arabia) o de roca (en el Levante interior), pasando por aluviones fluviales grandes (el del Tigris-Éufrates) y menos grandes (como el del Orontes), así como por extensas zonas de colinas (el Levante mediterráneo).
Algunas de estas características son más persistentes que otras, pero todas están sometidas a la intervención humana, encaminada a maximizar su rentabilidad. Así, el desierto se colonizó —al menos en parte— mediante la creación de la red de los oasis y con la construcción de presas —pequeñas y grandes, como después veremos mejor— en el cauce-uadi; el aluvión se saneó mediante la regularización del curso de los ríos, la excavación de canales y la desecación de las ciénagas, y las tierras altas se deforestaron. Estas intervenciones humanas en el paisaje llegan a cobrar unas dimensiones y una eficacia notables. Con todo, ciertas condiciones de base resultan inmodificables, por lo que en tales casos, en lugar de adaptar el paisaje al poblamiento y a la explotación humanos, se recurrió al procedimiento inverso: adaptar el poblamiento y la explotación a las características del paisaje.
La cuestión más relevante es la de la distinción —y al mismo tiempo la coexistencia— de una agricultura estable y una ganadería móvil. Si bien las grandes concentraciones humanas —esto es, las ciudades— son el producto exclusivo de la agricultura, concretamente de una agricultura capaz de generar unas cosechas que vayan más allá de la simple subsistencia de los cultivadores, el tejido poblacional mayoritario y más extendido —el que tiene las dimensiones del asentamiento rural, del pueblo— asume, en cambio, formas que varían según el contexto sea plenamente sedentario o seminómada. Este último está íntimamente asociado a la cría de ganado caprino y ovino, dejando la ganadería bovina para las zonas agrícolas, y la porcina para las tierras altas boscosas. La cría de ganado caprino y ovino se adecúa, en efecto, a la frontera entre el valle y la meseta cercana, conllevando una trashumancia que nada tiene que ver con el nomadismo propiamente dicho. De manera que la contraposición —y en ocasiones la abierta conflictividad— entre nómadas y sedentarios es, en general, ajena al Próximo Oriente, donde un mismo asentamiento rural puede perfectamente participar de ambas economías productivas: una parte de la población se queda siempre en el pueblo cultivando la tierra, y otra parte conduce los rebaños a los pastos que corresponda en cada estación (dentro y fuera del valle). Lo cual rige tanto para la trashumancia horizontal, que presenta un poblamiento compacto en verano (en el valle) y bipartito en invierno (entre el valle y la estepa), como para la trashumancia vertical, que presenta un poblamiento compacto en invierno (en las viviendas de las tierras bajas) y bipartito en verano (entre las tierras bajas y las altas).
En el ámbito económico, el orden mundial resultante de los procesos cruzados de globalización y localismo comportó un desplazamiento del interés desde el comercio a la explotación territorial, desde los recursos en tránsito a los recursos in situ, desde las rutas principales a la presencia capilar. La imagen del Próximo Oriente actual no es la de los terminales levantinos de la ruta de las especias, sino la de los campos petrolíferos. El petróleo es el recurso principal, si bien está acompañado de otros recursos minerales y del desarrollo agrícola (el problema de las «tierras áridas»). La explotación de los recursos minerales —con el petróleo a la cabeza— está controlada por las multinacionales (privadas), pero el estudio y la puesta en práctica del desarrollo agrícola —especialmente las infraestructuras hidráulicas—, así como el crecimiento de los centros urbanos y de las redes de comunicación, se encomiendan a los Estados locales con asistencia técnica y financiera de agencias internacionales (principalmente la FAO). Agencias públicas y privadas comparten la exigencia de un control territorial basado en amplios reconocimientos topográficos, geológicos e hidrológicos. La cartografía topográfica y geológica, las fotos aéreas y las imágenes por satélite dejan obsoletas las observaciones que en otro tiempo iban registrando personalmente los viajeros día a día (diarios de viaje). Las repercusiones arqueológicas han sido inmediatas y relevantes. A partir de la década de 1950, cualquiera que emprendiese una prospección arqueológica contaba, ya desde el principio, con todos los datos geográficos y ecológicos, sin problemas para acceder o trasladarse al territorio en cuestión. El vínculo entre planificación regional e inventario arqueológico se hizo particularmente estrecho en la gran época de las prospecciones «de salvamento» que se llevaron a cabo en los embalses de los grandes diques fluviales del Nilo, el Éufrates, el Tigris y los afluentes de estos ríos.
Desde el punto de vista metodológico, los estudios de planificación regional, al estar basados en el objetivo económico de minimizar tiempos y costes y maximizar los beneficios, produjeron un cambio radical en la manera de plantearse un territorio, lo que también repercutió en las reconstrucciones que los arqueólogos realizaban. Los principios de la New Geography, que apuntaban a construir modelos racionales y normativos, se aplicaron también a la distribución espacial de los asentamientos de la antigüedad, asumiendo que los mismos factores selectivos operaban ya —de manera inconsciente y por tanto involuntaria— antes incluso de que empezase a haber una planificación intencionada, favoreciendo el éxito y la persistencia en el tiempo de los ordenamientos más eficaces y productivos. Del propósito de recuperar arqueológicamente los (pobres) restos de los paisajes antiguos conforme podían haber sido, se pasó al propósito de reconstruir los esquemas generales de dichos paisajes conforme debían haber sido.
Paralelamente, la exigencia de insertar la planificación urbana y regional en un conocimiento adecuado de los datos ecológicos tuvo consecuencias en el estudio de los paisajes antiguos. De nuevo a partir de la década de 1950, se afianzó la conciencia de que los datos histórico-arqueológicos tenían que insertarse en un marco ecológico —y en la medida de lo posible paleoecológico— que se obtenía mediante la aplicación de técnicas de análisis adecuadas. La innovación es evidente en proyectos de investigación estadounidenses relacionados con el Oriental Institute de Chicago. Ya para finales de la década de 1940, el programa de Robert J. Braidwood sobre el origen de la economía productiva introdujo, a pesar de centrarse en excavaciones —en Jarmo y otros asentamientos de las laderas de los Zagros—, la necesidad de una contextualización territorial mediante prospecciones. Asimismo, terminó experimentando desarrollos y objetivos autónomos —bajo la dirección de Robert McC. Adams— el programa de la prospección sistemática de la cuenca del Diala, prospección inicialmente al servicio de las excavaciones allí en curso.
Si bien aquí no es posible repasar los sucesivos desarrollos —haría falta un libro entero—, igualmente he querido insistir en las innovaciones que se produjeron a mediados del siglo XX, así como en la conexión de las mismas con el cuadro más amplio de la programación económico-territorial, conexión que se mantiene operativa desde entonces. El viejo objetivo de evidenciar asentamientos individuales —los grandes centros, con excavaciones todavía en curso— quedó entonces, en efecto, superado por —o, en cualquier caso, pasó a ir acompañado de— la necesidad de encuadrar tales asentamientos en su contexto ambiental, de reconstruir paisajes y esquemas de poblamiento. Incluso la valoración cualitativa —que privilegiaba los centros urbanos, los asentamientos famosos, los monumentos artísticos— lleva ahora aparejada una valoración cuantitativa como solo puede resultar del estudio de paisajes tomados en conjunto, esto es, del estudio del llamado continuum urbano-rural, que, si hoy sigue teniendo importancia, en el mundo antiguo constituía la única realidad funcionalmente existente.
La actual cobertura vegetal del Próximo Oriente es bien distinta de la originaria, que podemos no solo postular, sino reconstruir en términos concretos sobre la base de los datos paleobotánicos. Por condiciones «originarias» entendemos aquí las que se daban al principio del Neolítico, prescindiendo tanto de las más remotas —cuyas transformaciones dependen de factores extrahumanos— como de las del Paleolítico, cuya economía de subsistencia podía practicarse sin intervenciones de modificación ambiental, salvo quizá modestos actos de deforestación mediante el fuego. Es, en efecto, el tránsito desde una economía de caza y recolección hacia una economía de producción de alimentos —agricultura y ganadería— lo que hace funcionales, y de hecho necesarias, las intervenciones sobre el medio: la ampliación de los claros cultivables —lo que conlleva una deforestación más sistemática—, la regularización de los cursos de agua, la definición de unidades productivas (campos) mediante la delimitación e incluso el cercamiento, el trazado (de resultas de un uso reiterado) de recorridos para la trashumancia (cañadas), y, ya a partir del Bronce Final, intervenciones más incisivas como la construcción de terrazas y redes de canales para sanear las zonas pantanosas.
La intervención humana, cuyo objetivo era aumentar la extensión y la intensidad de los cultivos, se tradujo necesariamente en un cambio de las condiciones ambientales originarias, cambio que en ocasiones asumió el aspecto positivo del saneamiento, pero en ocasiones el negativo del deterioro. Téngase en cuenta, por lo demás, que esta caracterización opuesta pertenece a un punto de vista, más que ambiental, estrictamente humano: una ciénaga saneada es positiva para el hombre —que puede cultivarla en beneficio suyo—, pero es negativa para las especies salvajes (vegetales y animales) que la habitaban y sacaban de ella su sustento en la fase anterior. Para nosotros sería paradójico (aparte de difícil) adoptar el punto de vista (por dar un caso) de la cabra, pero conviene recordar que los intereses de la especie humana «civilizada» no coinciden en absoluto con los del resto de especies animales que pueblan o poblaban los mismos entornos.
Otro aspecto del impacto humano en el entorno es el de la selección de los cultivos y las especies animales. Dicha selección tiene dos aspectos complementarios: la eliminación de especies inútiles o nocivas y el incremento de las especies útiles. En el caso de los animales, asistimos a una reducción progresiva de los salvajes en favor de un aumento progresivo de los domesticados. En un viejo artículo divulgativo me divertía, partiendo del dicho popular: «Más vale ser león un año que oveja cien», comparando la suerte de estas especies, leones y ovejas. (Ambas nos consta que vivían en los montes Zagros a comienzos del Neolítico). Pues bien: no obstante su fuerza y agresividad desiguales —el león se come a la oveja, y no al revés—, y en contra por tanto de lo que de entrada cualquiera pensaría, los leones de aquellos montes —que siguieron en estado salvaje— se extinguieron, mientras que las cabras y las ovejas —que se habían dejado domesticar— a lo largo de diez mil años se convirtieron en millones por todo el globo. Además de la eliminación de las especies salvajes, la selección también afecta a la elección de cultivos y animales específicos, y va en el sentido de la disminución de las especies y de la homogeneización global. Es verdad que la preferencia —por dar un ejemplo banal—de la cebada sobre el trigo no se traduce en un aspecto diferente del territorio agrícola, pero la consolidación de los cultivos arbóreos en detrimento de árboles no utilizables (más allá de la madera) tiene un impacto ambiental notable: pensemos en el aspecto de un olivar o de un viñedo frente al de un bosque, o en el paisaje de aluvión con las palmeras concentradas en las orillas de los canales.
El cambio climático y las migraciones fueron dos factores de gran relevancia en la historiografía tradicional: el clima como premisa determinante del tipo y la intensidad del poblamiento humano, y las migraciones como proceso de ajuste cuantitativo de dicho poblamiento (conforme a la asunción de que los pueblos migran desde su sede «originaria» con motivo del empeoramiento de esta, trasladándose a zonas que el mismo cambio climático ha vuelto más favorables).
Ambos conceptos (cambio climático y migración) conocieron suertes distintas con la evolución de los estudios, debido más al desarrollo teórico que al aumento de la documentación pertinente. Al cambio climático le concedía gran importancia, en cuanto factor determinante, la historiografía «positivista». (El principal representante italiano de esta corriente sería Leone Caetani, con su teoría de la desecación progresiva de Arabia como causa de la difusión de los pueblos semitas). Cuando, en el periodo comprendido entre las dos guerras mundiales, tomó el relevo un enfoque «idealista», se afirmó la idea, sin embargo, de que el factor climático había de considerarse irrelevante en la medida en que se habría producido en fases prehistóricas y, tras la última glaciación, el clima se habría mantenido estable. No obstante, con el refinamiento del estudio climático —mediante la adopción de nuevas técnicas capaces de evidenciar también cambios menores— y con la consolidación de la nouvelle climatologie, el panorama se hizo más articulado (en el tiempo y en el espacio) frente a la simplista distinción entre glaciaciones y fases interglaciales. En el plano teórico cobró fuerza la consideración de que el factor climático, lejos de ser un atentado contra el libre albedrío humano —tal era la premisa implícita de la censura idealista—, constituía la determinación concreta de las condiciones de base para la realización histórica de dicho albedrío. Si las condiciones ambientales son el obvio punto de partida para formas e intensidades del poblamiento humano, la transformación diacrónica de tales condiciones pasa a concebirse y estudiarse como un factor propiamente histórico. Hoy la «censura idealista» ha dejado de considerarse razonable y ha salido del panorama de los estudios.
El factor de las migraciones experimentó una suerte distinta: según el principio de la «navaja de Ockham», se hizo evidente que desplazar a pueblos enteros es un procedimiento historiográficamente demasiado costoso como para aplicarlo sistemáticamente. No cabe duda de que se produjeron desplazamientos de pueblos en zonas y con tecnologías apropiadas —los hunos y otros nómadas de Asia Central son el ejemplo típico—, pero en el Próximo Oriente la frontera entre los pueblos semíticos y los indoeuropeos se mantuvo sustancialmente estable hasta la llegada (esta sí migratoria) de los pueblos turcófonos. Otras transformaciones —principalmente la desaparición progresiva de sumerios y hurritas— nada tienen de migratorio. Como antes señalaba, el Próximo Oriente preislámico es tierra de trashumancia (fluctuaciones estacionales bidireccionales) pero no de migración. Su «paisaje antrópico» permaneció sustancialmente estable en su diversificación de base, con ajustes ligados a factores climáticos y tecnológicos, pero no migratorios.
Las oscilaciones climáticas no son ni el único factor que determina el cambio de las condiciones de poblamiento y de producción agropastoral, ni el más influyente a corto plazo, que es como la población percibe las transformaciones. También hay un factor antrópico, que tiene que ver con las modalidades y los niveles de explotación del territorio. Los casos más llamativos de crisis y colapso —incluso «vertical»— no pueden atribuirse, en efecto, a cambios climáticos, sino más bien al resultado de una sobreexplotación de los campos. Por regla general, las comunidades locales (asentamientos rurales, grupos tribales) están tradicionalmente acostumbradas, por una experiencia de siglos, a niveles de explotación modestos pero sostenibles a la larga, así como a una capacidad de recuperación (resilience) en caso de dificultades (ocasionales pero recurrentes). Las élites palatinas, sin embargo, se embarcan en aventuras de sobreexplotación que terminan provocando colapsos (a veces graves y duraderos). Pero, más que consideraciones generales, aquí van a sernos útiles un par de ejemplos, por lo demás bien conocidos.
El primero es el del periodo de Mari. Leyendo los textos, tenemos la nítida impresión de una utilización extrema de los recursos disponibles. («¡Que los arados no queden sin usar!» es la exhortación recurrente entre los funcionarios centrales y periféricos). El valle del Éufrates Medio y el valle del Jabur —su afluente principal—, que se adecúan perfectamente a una economía agropastoral de cultivos invernales y trashumancia caprina y ovina, fueron sometidos a un esfuerzo mayor con la introducción de cultivos de verano (sésamo) y sobre todo con la institución de toda una serie de «palacios» (Mari, Terqa, Tuttul, Saggaratum, Qattunan y otros) que jalonaban el valle tragándose sus limitados recursos. La situación se volvió especialmente grave cuando Šamši-Adad I decidió equipar un nuevo palacio —su residencia de Šubat-Enlil (Tell Leilan)—, que se añadía a los palacios tradicionales de Aššur y Mari, de los que desviaba los recursos humanos y materiales necesarios. El resultado fue que, cuando Mari (o, mejor dicho, su palacio) fue destruido por Hammurabi, todo el valle (precisamente el reino de Mari) regresó a su vocación normal: quedó el palacio de Terqa (parcialmente redimensionado), los otros desaparecieron, y el Éufrates Medio se convirtió en una zona de escasa concentración humana, pasillo de tránsito entre el Alto Éufrates (de condiciones ecológicas más favorables) y el Bajo Éufrates (fuertemente colonizado y canalizado). A la actividad frenética del periodo de Mari siguió una calma que duraría más de un milenio.
El segundo ejemplo es el del Imperio neoasirio. Asiria y en general toda la Alta Mesopotamia, en la base de los montes Tauro y Zagros, es zona de agricultura de secano (lo bastante próspera para sostener asentamientos rurales y ciudades pequeñas). Sin embargo, cuando el Imperio asirio impulsó un fuerte desarrollo de sus ciudades capitales —y sobre todo de Nínive en el siglo VII—, la situación cambió. La capital se tragó los recursos humanos, y los campos quedaron infrapoblados, con lo que se alteró la relación entre productores de alimentos y noproductores hasta unos límites anteriormente inimaginables. Otro tanto vale para los recursos materiales, que se sustraían a los campos para sustentar las grandes «ciudades de consumo» (y no de producción), como se suele decir con referencia a la historia moderna. Cuando las grandes ciudades fueron destruidas por la intervención de medos y caldeos, todo el territorio quedó casi despoblado y así permaneció durante siglos.
En ambos casos, el derrumbe lo determina un acontecimiento militar destructivo. El hecho esencial es, sin embargo, que tras la destrucción no se produce una reconstrucción —como suele ser el caso—, sino que siguen largos periodos de «desertificación», por usar un término que no es tan excesivo como a primera vista puede parecer. Excesiva la explotación, excesivo el colapso. Aquí no hay esa resilience que caracteriza los altibajos normales del poblamiento humano (cuando solo intervienen factores naturales). La andadura histórica de larga duración resulta alterada por un suceso (el colapso) que no habría sido concebible sin la sobreexplotación previa.
El paisaje, que se mantendría más bien estable en el tiempo de estar únicamente sometido al condicionamiento del factor climático, se convierte en el escenario de un proceso histórico a medio plazo en la medida en que está sujeto a las consecuencias de la acción humana. Esta acción puede variar (simplificando) entre el medio y el corto plazo. Una acción a medio plazo es aquella que se concreta en intervenciones infraestructurales —deforestación, construcción de terrazas, saneamiento de las ciénagas, regularización de los cursos de agua— y en la consiguiente explotación agrícola, en sus aspectos tanto generales —un paisaje cultivado es muy distinto de uno «salvaje»— como de detalle: forma de los campos, sistemas de irrigación (tanto de superficie como subterráneos), concentración de los asentamientos en pueblos y ciudades pequeñas (en general, bien fortificadas), red viaria (más o menos organizada), flujos de recursos desde las zonas productivas a las de consumo, etcétera.
Este paisaje «historificado», que es fácil de estudiar en la realidad actual, ha de ser desmontado y remontado, época a época, en una retícula espaciotemporal lo más detallada posible. Obviamente, el grado de detalle concebible para la antigüedad remota no es comparable al que permiten siglos más recientes: aquí el panorama no es tanto una realización efectiva, sino más bien una meta teórica. El nivel de interpolaciones entre unos datos escasos y discontinuos es, por desgracia, necesariamente alto. Se impone una convergencia entre datos e instrumentos investigativos de naturaleza distinta: filológicos y arqueológicos.
Los datos que encontramos en los textos son, de lejos, los más importantes. Pensemos simplemente en la forma de los campos: tenemos numerosas representaciones (esquemáticas pero acompañadas de las medidas precisas) e incluso más representaciones virtuales (campos de los que se ofrecen las medidas de longitud y anchura), como veremos en detalle con relación a las diversas épocas. En cuanto a los niveles de productividad (relación entre simiente y cosecha), no podrían reconstruirse de no haberse conservado su registro administrativo. De la propia selección de los cultivos —la cebada frente al trigo, por ejemplo— nos informan con más frecuencia los textos que no las investigaciones paleobotánicas. Pero también hay valiosas indicaciones implícitas: la mención del aceite de sésamo supone, por poner un caso, un cultivo estivo que de otra forma no podríamos identificar; la producción de aceite de oliva supone un paisaje de olivares; la de vino conlleva la presencia de viñedos; la trashumancia caprina y ovina se infiere asimismo de los textos, etcétera.
No olvidemos, por último, el interés de los itinerarios (los conservamos sobre todo desde el periodo paleobabilónico hasta el neoasirio): si bien informan más sobre la topografía que sobre las formas del paisaje, ya su propia formulación demuestra un interés de sus autores (y comitentes) por el control del territorio y la funcionalidad del mismo de cara a la circulación de hombres y mercancías. La selección de los recorridos y de las zonas preferidas es indicativa de una experiencia de viaje que se transmite lo suficientemente invariable a lo largo del tiempo mientras no intervengan cambios tecnológicos de entidad. Además, como después veremos para los casos más explícitos, la formulación de estos itinerarios va de la mano con el acondicionamiento de los recorridos mediante estaciones de parada y descanso, en cualquier caso para mensajeros y tropas en misión oficial.
Las aportaciones de la arqueología resultan, al menos a mi juicio, menos relevantes de lo que cabría esperar. Mediante excavaciones se recuperan los instrumentos de trabajo y las instalaciones de transformación (prensas de aceite); mediante prospecciones, las grandes líneas de ocupación de un territorio a lo largo de cursos de agua y ejes varios. (Digo «grandes» pensando en el hecho de que, por poner un ejemplo, las formas cerámicas usadas como «fósiles guía» para las meritorias exploraciones de Robert McC. Adams no permitían distinguir dos periodos —Ur III e Isin-Larsa— contiguos pero bien distintos entre sí por sus ordenamientos políticos y socioeconómicos). Hay que decir, así y todo, que los progresos efectuados en las últimas décadas sobre la datación cerámica han sido notables, y que ciertas zonas —especialmente el Levante meridional— pueden analizarse bastante mejor que Mesopotamia.