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Ella tenía poder para cambiarlo todo… Rafaele Falcone dirigía sus empresas de automoción y su vida privada con la misma despiadada frialdad. Los sentimientos no influían en sus decisiones, y siempre exigía lo mejor, así que no dudó en pedirle a Samantha Rourke, una brillante ingeniera, que se uniera a su empresa, a pesar de que años atrás él la había abandonado. Su sexy acento italiano todavía la hacía estremecer, pero Sam sabía que no solo era a causa del intenso deseo de sentir las manos de Rafaele sobre su cuerpo otra vez, sino porque Falcone estaba a punto de descubrir su secreto más profundo, ¡uno que cambiaría su vida por completo!
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Seitenzahl: 196
Veröffentlichungsjahr: 2014
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2014 Abby Green
© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.
El poder del destino, n.º 2320 - julio 2014
Título original: When Falcone’s World Stops Turning
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-687-4539-8
Editor responsable: Luis Pugni
Conversión ebook: MT Color & Diseño
Rafaele Falcone miró el ataúd que estaba en el fondo de la tumba. La tierra que habían echado estaba esparcida por encima, junto a las flores que habían dejado amigos y conocidos. Algunos, hombres muy apesadumbrados. Al parecer, era cierto el rumor de que Esperanza Christakos, una mujer despampanante, había tenido amantes durante su tercer matrimonio.
Rafaele tenía sentimientos encontrados, al margen de la pena que sentía por la muerte de su madre. Nunca habían estado muy unidos. Ella siempre había sido una mujer esquiva y melancólica. Y guapa. Lo bastante guapa como para que su padre se volviera loco de pena cuando ella lo abandonó.
Era el tipo de mujer que tenía la capacidad de hacer que los hombres perdieran el sentido de la dignidad. Algo que nunca le sucedería a él. Un hombre centrado en su carrera profesional y en reconstruir el impero de la familia Falcone. Las mujeres bellas no eran más que una diversión. Ninguna de sus amantes esperaba de él algo más que pasar un buen rato en su compañía.
Solo en una ocasión, había estado a punto de dejarse cautivar por una mujer, pero era una experiencia que no le gustaba recordar.
Alexio Christakos, su hermanastro, se volvió hacia él con una sonrisa tensa. Rafaele sintió una presión en el pecho. Quería a su hermanastro, pero la relación entre ambos no era fácil. Para Rafaele había sido duro ver cómo su hermano se criaba con el apoyo incondicional de su padre, algo muy diferente a la manera en que él se había criado. Durante mucho tiempo, había sentido rencor hacia su hermano y, el hecho de que su padrastro demostrara antipatía hacia él, por no ser hijo suyo, no había sido de gran ayuda.
Los dos hombres se volvieron y se alejaron de la tumba, pensativos. De su madre habían heredado el color verde de sus ojos, aunque los de Alexio tenían un tono más dorado que los de Rafaele. Él tenía el cabello de color castaño y Alexio de color negro.
Los dos eran hombres altos, pero Rafaele tenía la espalda más ancha. Ese día, una barba incipiente cubría su rostro y, cuando se detuvieron junto a los coches, Alexio le hizo un comentario al respecto.
–¿Ni siquiera has podido asearte para el entierro?
–Me he despertado demasiado tarde.
No podía explicarle a su hermano que había buscado el consuelo momentáneo de una mujer ardiente de deseo para no tener que pensar en cómo se sentía tras la muerte de su madre. Ni recordar cuándo ella abandonó a su padre, años atrás, dejándolo destrozado. Su padre todavía estaba dolido y no había querido ir a presentar sus respetos a suexmujer, a pesar de que Rafaele había intentado convencerlo para que fuera.
Alexio negó con la cabeza y esbozó una sonrisa.
–Increíble. Solo llevas dos días en Atenas... Ahora comprendo por qué querías quedarte en un hotel y no en mi apartamento.
Rafaele dejó de pensar en el pasado y miró a su hermano arqueando una ceja. En ese momento, se acercó a ellos un desconocido que había llegado tarde al entierro.
Era un hombre alto y su rostro le resultaba tremendamente familiar. Era casi como mirarse en un espejo. O como mirar a Alexio, si él hubiese tenido el cabello rubio. Pero fue su mirada lo que hizo que Rafaele se estremeciera. Sus ojos eran verdes, igual que los de Alexio y los suyos, pero tenían un tono un poco más oscuro. Otros ojos iguales que los de su madre... ¿Y cómo podía ser?
–¿Puedo ayudarlo? –preguntó Rafaele con frialdad.
El hombre los miró un instante y después miró hacia la tumba en la distancia.
–¿Hay más como nosotros?
Rafaele miró a Alexio, y dijo:
–¿Como nosotros? ¿A qué se refiere?
–No lo recuerdas, ¿verdad?
Rafaele tenía un vago recuerdo. Estaba con su madre junto a una puerta abierta. Frente a ellos, un niño un poco mayor que él, con el cabello rubio y ojos grandes.
La voz de aquel hombre inundaba el ambiente.
–Ella te llevó a mi casa. Tenías unos tres años. Yo casi siete. Ella quería que me fuera con vosotros, pero yo no quise marcharme. No, después de que me abandonara.
Rafaele se quedó helado.
–¿Quién eres? –preguntó, cuando consiguió reaccionar.
El hombre sonrió, pero no se le iluminó la mirada.
–Soy tu hermano mayor. Tu hermanastro. Me llamo Cesar da Silva. He venido a presentar mis respetos a la mujer que me dio la vida... No porque lo mereciera. Sentía curiosidad por ver si había alguien más salido del mismo molde, pero parece que solo estamos nosotros.
–¿Qué diablos es...? –preguntó Alexio.
Rafaele estaba paralizado. Conocía el apellido Da Silva. Cesar estaba detrás de la prestigiosa y exitosa Da Silva Global Corporation. De pronto, se le ocurrió que podía haberlo conocido en otra ocasión sin saber que eran hermanos. No dudaba de las palabras de aquel hombre. El parecido era evidente. Podrían ser trillizos.
Él nunca había sabido la verdad porque, cada vez que le hablaba a su madre de lo que recordaba, ella cambiaba de tema. Igual que tampoco les había contado nada sobre el tiempo que había vivido en España, su país natal, antes de conocer a su padre en París, donde ella había trabajado como modelo.
Rafaele señaló a su hermano.
–Este es Alexio Christakos... Nuestro hermano pequeño.
Cesar Da Silva lo miró con frialdad.
–Tres hermanos de tres padres distintos... Sin embargo, ella no os abandonó.
Dio un paso adelante, y Alexio lo imitó. Los dos hombres estaban muy tensos y sus rostros casi se rozaban.
–No he venido aquí para pelearme contigo, hermano –dijo Cesar–. No tengo nada contra vosotros.
–Solo contra nuestra difunta madre, si lo que dices es cierto.
Cesar sonrió con amargura.
–Sí, es cierto... ¡qué lástima!
Cesar rodeó a Alexio y se dirigió a la tumba. Sacó algo del bolsillo y lo tiró al hoyo, donde golpeó con el ataúd. Permaneció allí unos momentos y regresó donde estaban ellos, sin decir nada. Al cabo de un instante, se metió en la parte trasera de la limusina plateada que estaba esperándolo y se marchó.
Rafaele se volvió hacia Alexio.
–¿Qué...? –se calló antes de terminar la frase.
–No lo sé –contestó Rafaele, negando con la cabeza.
Miró hacia el lugar vacío que había dejado el coche y trató de digerir aquel sorprendente descubrimiento.
Tres meses más tarde...
–Sam, siento molestarte, pero hay una llamada para ti por la línea uno... Alguien con voz grave y acento extranjero muy sexy.
Sam se quedó paralizada. «Alguien con voz grave y acento extranjero muy sexy...». Aquellas palabras la hicieron estremecer y provocaron que su entrepierna se humedeciera. Se amonestó en silencio por ser tan ridícula y levantó la vista del documento que estaba leyendo para mirar a la secretaria del departamento de investigación de la Universidad de Londres.
–¿Has conseguido algo durante el fin de semana? ¿O debería decir «alguien»?
Sam se estremeció una vez más, pero sonrió a Gertie.
–No he tenido la oportunidad. He pasado todo el fin de semana con Milo, trabajando en el proyecto de naturaleza de su jardín de infancia.
La secretaria sonrió, y dijo:
–Sabes que yo sigo teniendo la esperanza, Sam. Milo y tú necesitáis que aparezca un hombre estupendo dispuesto a cuidaros.
Sam apretó los dientes y siguió sonriendo para no comentar nada acerca de lo bien que estaban Milo y ella sin un hombre en casa. No obstante, no podía esperar para contestar la llamada.
–¿Has dicho en la línea uno?
Gertie guiñó un ojo y desapareció. Sam respiró hondo y contestó:
–La doctora Samantha Rourke al habla.
Se hizo un silencio y después se oyó una voz grave, sexy y fácil de recordar.
–Ciao, Samantha, soy Rafaele...
Lo que era una corazonada se convirtió en realidad. Él era la única persona, aparte de su padre, que la llamaba Samantha, a menos que en los momentos de pasión la hubiera llamado Sam. De pronto, una mezcla de rabia, culpabilidad, deseo y ternura se apoderó de ella.
Sam se percató de que no había contestado cuando él habló de nuevo.
–Soy Rafaele Falcone... ¿Me recuerdas?
Ella agarró el teléfono con fuerza, y dijo:
–No... Quiero decir, sí, te recuerdo.
¿Cómo podía olvidar a ese hombre cuando todos los días veía una réplica en miniatura de su rostro y de sus ojos verdes?
–Bene –dijo él–. ¿Cómo estás, Sam? ¿Ahora eres doctora?
–Sí –contestó ella, con el corazón acelerado–. Me doctoré después... –tartamudeó y terminó la frase en silencio. «Después de que aparecieras en mi vida y la destrozaras». Se esforzó por mantener el control y dijo–: Me doctoré después de verte por última vez. ¿En qué puedo ayudarte?
Una vez más, el nerviosismo se apoderó de ella. «¿Qué tal si lo ayudo diciéndole que tiene un hijo?».
–He venido a Londres porque hemos montado una sede de Falcone Motors en Reino Unido.
–Qué bien –dijo Sam.
De pronto, comprendió la magnitud de la situación. Rafaele Falcone estaba en Londres y había ido a buscarla. ¿Por qué? Milo. Su hijo, su mundo. El hijo de Rafaele.
En un principio, Sam pensó que él se había enterado, pero decidió que, si sus sospechas eran ciertas, él no hablaría con tanta indiferencia. No obstante, tenía que librarse de él. Y rápido.
–Mira... me alegro de oírte, pero, en estos momentos, estoy muy ocupada.
–¿No sientes curiosidad por saber por qué he contactado contigo?
El miedo se apoderó de ella al pensar en su adorable hijo.
–Sí, supongo que sí.
–Iba a ofrecerte un trabajo en Falcone Motors –dijo él con frialdad–. La investigación que estás llevando a cabo actualmente entra dentro del área que nosotros queremos desarrollar.
Al oír sus palabras, Sam no pudo evitar que el pánico se apoderara de ella. Había trabajado para ese hombre en una ocasión y, desde entonces, nada había sido igual.
–Me temo que eso es imposible –dijo ella–. Me he comprometido a trabajar por el bien de la universidad.
–Ya veo –contestó él al cabo de unos segundos.
Sam se percató de que él esperaba que ella se hubiese rendido a sus pies, aunque solo fuera por la oferta de trabajo y no por nada más personal. Era el efecto que tenía sobre la mayoría de las mujeres. Él no había cambiado. A pesar de lo que había sucedido entre ambos.
Las palabras que él había pronunciado al despedirse de ella resonaban en su cabeza como si las hubiera escuchado el día anterior. «Es lo mejor, cara. Después de todo, lo nuestro no era nada serio, ¿no?».
Era tan evidente que él deseaba que ella estuviera de acuerdo, que Sam no le había llevado la contraria. Recordaba que él se había mostrado aliviado y eso la ayudaba a creer que había hecho lo correcto al decidir que criaría a Milo sola. Sin embargo, todavía tenía remordimientos de conciencia. «Deberías habérselo dicho», pensó.
–Mira, de veras estoy muy ocupada. Si no te importa...
–¿Ni siquiera estás interesada en hablar de ello?
–No, no estoy interesada. Adiós, signor Falcone.
«Adiós, signor Falcone». Y se lo había dicho una mujer a la que había conocido íntimamente.
Rafaele miró el teléfono que tenía en la mano, tratando de asimilar que ella hubiera colgado. Las mujeres no colgaban sus llamadas.
Rafaele guardó el teléfono y apretó los labios. Samantha Rourke nunca había sido como el resto de las mujeres. Había sido diferente desde un principio. Inquieto, se puso en pie y se dirigió a la ventana de su despacho, en la nueva sede que habían abierto a las afueras de Londres.
Ella había ido a su fábrica de Italia como becaria, después de haber terminado un máster en Ingeniería Mecánica Automotriz, y había sido la única mujer en un grupo de hombres. Era una mujer brillante e inteligente, y él no habría dudado en contratarla, pagándole lo que ella hubiese pedido... Sin embargo, había permitido que su sexy silueta lo distrajera. Al igual que la ropa masculina con la que vestía y que él deseaba arrancarle para ver las curvas de su silueta. También, su tez pálida e inmaculada y sus ojos grandes de color gris, como el mar en un día de tormenta.
Recordaba cómo lo miraba y cómo se sonrojaba cuando él la pillaba mirándolo. Su manera de morderse el labio inferior y la manera en que intentaba colocarse un mechón de su cabello negro detrás de la oreja. Todo ello había provocado que, al cabo de un tiempo, un fuerte deseo se apoderara de él cada vez que la veía.
Rafaele había intentado evitarlo. No le gustaba, y menos que le sucediera en el trabajo. Había muchas mujeres trabajando en su fábrica, y ninguna de ellas había llamado su atención. Era un hombre que siempre mantenía su vida personal separada de la laboral. Aunque Samantha era una mujer muy diferente a las que él conocía, modernas y refinadas. Mujeres que sabían que eran sexys y que se aprovechaban de ello. Cínicas, como él.
Sam no era ninguna de esas cosas. Excepto sexy. Sin embargo, Rafaele era consciente de que Samantha no sabía que los hombres se fijaban en ella al pasar. La idea había provocado que Rafaele enfureciera. El fuerte sentimiento de posesión que experimentó era algo desconocido para él. ¡Incluso antes de que se besaran!
Al final, sentía tanta frustración sexual que terminó llamándola a su despacho y, sin decir palabra, le sujetó el rostro entre las manos y la besó, disfrutando de una embriagadora dulzura que nunca había saboreado antes.
Al recordarlo, Rafaele notó cómo reaccionaba su cuerpo y blasfemó. Había pensado en ella meses atrás, durante el entierro de su madre. Pensaba en Samantha más a menudo de lo que le gustaba admitir. Sam era una mujer que lo había llevado muy cerca del límite. Apenas habían compartido una breve aventura sexual. Y habían estado a punto de compartir un hijo.
Rafaele se estremeció al pensar en ello. Qué cerca había estado de tener que hacer algo que nunca había deseado hacer. Eso era lo que debía recordar.
Se volvió y miró a su alrededor. Era evidente que ella no quería nada con él.
No debería haber cedido ante la tentación de buscarla. Debía mantenerse alejado de Samantha Rourke y olvidarla para siempre. Por su bien.
Samantha despertó el sábado por la mañana al sentir que alguien se acurrucaba a su lado. Sonrió medio dormida y abrazó a su hijo.
–Buenos días, cariño.
–Buenos días, mami. Te quiero.
Ella sintió que se le encogía el corazón y lo besó en la frente.
–Yo también te quiero, cariño.
Milo echó la cabeza hacia atrás, y Sam hizo una mueca al abrir los ojos y sentir la luz de la mañana.
–Eres muy graciosa.
Sam comenzó a hacerle cosquillas, y el niño empezó a reír. Al cabo de un rato, el pequeño se levantó de la cama y comenzó a bajar por las escaleras.
–¡No enciendas la tele todavía! –gritó ella.
–Bueno, me leeré un cuento.
Sam sintió que el corazón se le encogía de nuevo. Sabía que, cuando bajara su hijo, estaría mirando su cuento, aunque todavía no había aprendido a leer. Era un niño muy bueno. Y brillante. A veces se asustaba de lo inteligente que era, porque no se sentía capaz de manejarlo.
Bridie, el ama de llaves de su padre, que se había quedado con ella después de que él falleciera dos años antes, solía decirle:
–¿Y de dónde crees que lo ha sacado? Su abuelo era profesor de física y a ti te encantaban los libros a los dos años.
Después, Bridie solía resoplar y añadía:
–Claro que, como no sé nada de su padre, no puedo especular sobre esa parte de su familia...
En ese momento, Sam solía mirarla con cara de pena y cambiaba de tema.
Si no hubiese sido por Bridie O’Sullivan, Sam nunca habría terminado el doctorado que le había permitido trabajar en el departamento de investigación de la universidad, gracias a lo cual podía comprar comida y ropa y pagar a Bridie cinco días a la semana para que cuidara de Milo.
Bridie vivía en el apartamento que habían construido junto a la casa unos años antes.
Mientras se ponía el albornoz y se disponía a bajar para preparar el desayuno, intentó suprimir el sentimiento de culpabilidad que la invadía todas las noches desde que había recibido la llamada. O, si era sincera, el sentimiento que la invadía desde hacía cuatro años. Estaba tan inquieta que dormía mal por la noche y experimentaba sueños muy realistas llenos de imágenes ardientes. Se despertaba enredada entre las sábanas, empapada en sudor, con el corazón acelerado y dolor de cabeza.
Rafaele Falcone. El hombre que le había mostrado lo aburrida que había sido su vida antes de conocerlo, y el que le había demostrado con qué facilidad se podía retornar a la monotonía. Como si ella no tuviera derecho a disfrutar de una maravillosa relación sensual.
Siempre se había preguntado por qué se había fijado en ella, y nunca se perdonaría el hecho de haberse enamorado de él.
Durante toda la semana, había intentado convencerse de que Rafaele no merecía saber la verdad sobre Milo porque él nunca lo había deseado. Todavía recordaba cómo había empalidecido cuando ella le contó que estaba embarazada.
Sam se sentó en el borde de la cama, abrumada por los recuerdos. Él se había marchado de viaje tres semanas y, durante ese tiempo, Sam había descubierto que estaba embarazada. Rafaele le había pedido que se vieran en cuanto él regresara y, después de tres semanas sin saber de él, Sam estaba emocionada. Quizá lo que le había dicho antes de marcharse no iba en serio...
«No nos vendrá mal pasar un tiempo separados, cara. Mi trabajo empieza a verse perjudicado, y tú me distraes demasiado...», recordó sus palabras.
No obstante, cuando ella entró en su despacho y vio que estaba muy serio, decidió decirle:
–Tengo que contarte una cosa.
Él la miró sorprendido.
–Adelante.
Sam se sonrojó y, por un instante, se preguntó si no estaría loca por pensar que quizá él se alegraría de oír la noticia. Solo habían estado juntos un mes. Cuatro semanas maravillosas. ¿Era tiempo suficiente para...?
–¿Sam?
Ella lo miró, respiró hondo y dijo:
–Rafaele... Estoy embarazada.
Él empalideció de golpe y ella supo que había sido una completa idiota. Temiendo que pudiera desmayarse, se acercó a Rafaele, pero él estiró la mano para que se detuviera.
–¿Cómo ha sido?
–Creo que cuando no tuvimos cuidado.
Era un eufemismo para la cantidad de veces que no habían tenido cuidado... En la ducha, en el salón del palazzo de Rafaele cuando no habían tenido paciencia para llegar al dormitorio, en la cocina de su apartamento, cuando él la colocó sobre la encimera y le bajó los pantalones...
Él la miró de manera acusadora.
–Dijiste que estabas tomando la píldora.
Sam se puso a la defensiva.
–Y estaba... Estoy tomándola, pero te dije que era una dosis muy baja y no específica para la contracepción. Además, hace unas semanas, tuve ese virus de veinticuatro horas...
Rafaele se había sentado en su silla y parecía que había envejecido diez años en unos segundos.
–No puede ser –murmuró, como si Sam no estuviera delante.
–Para mí también ha sido una sorpresa.
–¿Estás segura de que ha sido una sorpresa? ¿Cómo sé que no lo habías planeado para tenderme una trampa?
Sam se quedó paralizada y no pudo articular palabra.
–¿De veras crees que lo he hecho a propósito?
Rafaele se puso en pie y comenzó a pasear de un lado a otro. De pronto, soltó una carcajada, y dijo:
–No sería nada extraño que una mujer quisiera asegurarse de tener la vida solucionada gracias a un hombre rico.
–Eres un auténtico cretino. Nunca haría una cosa así –de pronto, recordó la expresión que tenía Rafaele cuando ella entró en el despacho–. Ibas a decirme que habíamos terminado, ¿verdad? Por eso me pediste que viniera.
Rafaele evitó su mirada un instante y, después, la miró de nuevo.
–Sí.
Eso era todo. Una palabra. La confirmación de que Sam había estado viviendo en un mundo de ilusiones, pensando en que lo que había compartido con uno de los famosos playboys había sido diferente. Incapaz de lidiar con sus emociones, Samantha salió corriendo del despacho.
Se escondió en su pequeño apartamento, evitando los intentos que hacía Rafaele para que abriera la puerta.
Entonces, un día comenzó a sangrar y sintió un fuerte dolor. Asustada, Sam le abrió la puerta, y dijo:
–Estoy sangrando.
Él la había llevado al hospital, pero Sam no pudo percatarse de su nerviosismo. Llevaba las manos sobre el vientre, deseando que las células que llevaba en su interior sobrevivieran. A pesar de que nunca había deseado tener hijos, después de haber perdido a su madre cuando era muy joven y de haberse criado con un padre ausente, en ese momento sentía un fuerte instinto de convertirse en madre.
En la clínica, un médico le informó de que no estaba sufriendo un aborto y que cierto sangrado podía ser normal. También que el dolor, probablemente, era causado por el estrés y que, si mantenía reposo, podría tener un embarazo saludable.
Sam experimentó un inmenso alivio. Hasta que recordó que Rafaele estaba al otro lado de la puerta. De pronto, sintió la terrible necesidad de proteger a su hijo.
La enfermera salió de la habitación y dejó la puerta entreabierta. La voz de Rafaele se filtró desde el pasillo y, al oír sus palabras, Sam se quedó de piedra:
–En estos momentos, estoy ocupado con un asunto... No, no es importante... Lo resolveré tan pronto como pueda y te devolveré la llamada.
Y, en ese mismo instante, se extinguió la pequeña llama de esperanza que Sam todavía albergaba. Evidentemente, gracias a la confidencialidad que los médicos debían tener para con sus pacientes, Rafaele no había sido informado de si Sam había sufrido un aborto o no.
Cuando terminó la conversación y entró en la habitación, Sam estaba mirando por la ventana. Estaba destrozada, pero se esforzó para mantener la calma por el bien del bebé.
Rafaele se había detenido junto a la cama.
–Sam...
–¿Qué? –preguntó ella, sin mirarlo.
Ella lo oyó suspirar.
–Mira, siento de veras que esto haya sucedido. No deberíamos haber tenido una aventura.
–No, no deberíamos –lo miró–. Mira, lo hecho, hecho está. Ya ha terminado. Tengo que quedarme esta noche en observación, pero mañana me iré. A casa. Vete Rafaele. Déjame.
–Esto es lo mejor, cara. Créeme... Eres joven y tienes todo tu futuro por delante. Después de todo, lo nuestro no era nada serio, ¿no crees?
Sam puso una mueca, y decidió que haría todo lo posible por centrarse en su carrera profesional y en el hijo que llevaba en el vientre. Costara lo que costara.
–Por supuesto que no. Ahora, por favor, márchate.
Rafaele había dado un paso atrás.
–Organizaré todo para tu viaje de regreso. No tendrás que preocuparte por nada.