El proyecto polaco - Claudio Martyniuk - E-Book

El proyecto polaco E-Book

Claudio Martyniuk

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Beschreibung

¿Qué idea de patria puede trasladar un emigrado? ¿Qué huellas deja la división territorial, la internación en un campo de concentración, el sometimiento a trabajos forzados y al hambre? ¿Qué hace la guerra en las personas? ¿Cómo se puede después formar una familia y trasladarla al otro lado del Atlántico? ¿Cómo arraigarse, cómo establecer un hogar? ¿Cómo pasar de una lengua a otra? Una vida, la bruma que agita sombras. Un joven polaco es enviado a un gulag, tras la firma del tratado de no agresión de 1939 entre Alemania y la Unión Soviética. Liberado para luchar en la Segunda Guerra, participa de la liberación de Italia. Descubre el amor. Con esperanza, emigra. Es un hombre que silba y fuma. Éste es un relato histórico, pero la historia no está ante los ojos. Frente a ellos sólo quedan restos. Sin embargo, quizá permita obtener la experiencia de una finitud que es pasado, pero que a la vez perdura, brumosa, en las formas de los instantes de nuestro presente.

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Seitenzahl: 147

Veröffentlichungsjahr: 2021

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Claudio Martyniuk

El proyecto polaco

Europa del Este, 1939 /América del Sur, 1949

Anotaciones sobre el emigrar

Martyniuk, Claudio

El proyecto polaco. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Libros del Zorzal, 2014. - (Entretiempo; 0)

E-Book.

ISBN 978-987-599-356-3

1. Literatura Argentina.

CDD A860

Diseño de tapa e ilustración: Marta Almeida

©Libros del Zorzal, 2008

Buenos Aires, Argentina

Printed in Argentina

Hecho el depósito que previene la ley 11.723

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Asimismo, puede consultar nuestra página web:

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Índice

Flotación | 8

Tristeza e indiferencia | 16

Fumar | 17

Brumas | 19

En la línea, uniformado | 20

Matiz que no se alcanza | 30

Pantano de historia | 31

Feo | 40

Encierro | 40

Recortes | 43

Soldados | 44

En el frío | 46

Distancia | 48

Noche | 49

Plegado | 49

El peine | 50

Radio | 51

Cajita musical | 51

El peso de los pies | 52

Indeseables | 54

Permitir a los infelices | 56

Reducción | 59

Certificado | 59

Cavó pozos ciegos | 61

Sellos | 62

Experiencia del saber | 63

Trajes | 63

Mapas | 64

Montañas | 68

Hambre | 68

Ucranianos | 69

Peldaños | 71

Letrada | 72

Rusos | 72

El mando soviético | 74

Katyn | 76

Pan de antes | 81

Munro | 81

Panadería | 84

Barco | 86

Palabras sin fotografías | 88

Tal vez mentiras | 91

Pérdidas | 92

Una aparición | 93

Carbón | 93

Zanja | 94

Antióxido | 95

Amasar | 96

Polvo | 97

Esquema | 97

Atlas | 98

Monte Cassino | 99

Pedir | 100

Papas | 101

Pozos | 102

El proyecto polaco | 103

Caminar | 104

Alegato | 105

Debería | 107

Para Felicitas

Flotación

Una luna, un cielo

Y el mar oscuro.

Ingeborg Bachmann, “La noche de los perdidos. El final del amor”

Veintidós días de Génova a Buenos Aires, pero eso fue después, después del viaje de la guerra y después de estancarse en el hambre, después también del amor. Primero Jan estuvo en el Oriente Medio de Montgomery, en Persia y Palestina, entre ejercicios y escaladas, en el aburrimiento, intercambiando palabras con el talento lingüístico del europeo oriental. Después en El Cairo, en los primeros encuentros con las tropas alemanas del mariscal Rommel, encuentros sin armas para enfrentar los tanques que provocaron el repliegue y la caída de Tobruk, marcha atrás que no todos pudieron concretar, y ésos terminaron en campos, en celdas ínfimas; marcha atrás para agruparse y esperar, esperar la ofensiva. Y fue a Italia, a subir Italia, para hacer subir a los nazis; estuvo en Monte Cassino. Antes de la batalla los soldados aliados capturados fueron llevados a Cinecittà y el estudio de cine se convirtió en campo de concentración. Batalla, heridas, medallas y después, entre norteamericanos e ingleses, el estancamiento del final de la guerra. Empezó el desplazamiento a campos de internación, campos para personas desplazadas. Cocinar, contar, cantar, beber, dormir en carpas y esperar. Compartir, caminar, descubrir pueblos: descubrió Moresco, con sus chicas jóvenes en el camino. Una: Bernardina. Se atraen. Como él, otros polacos son abrazados por italianas de pelo castaño; eran todos jóvenes que buscaban el sol después de años de destrucción y se encuentran con las pieles más blancas. En las laderas de las montañas, en las playas, en las casas pobres y antiguas, la felicidad no queda por siempre atada a la pobreza. Nace Anna, hija de Bernardina; nace Walter, hijo de Jole, también del pueblo de Moresco, y Enrico, polaco. A ellos, polacos padres e hijos, se les impuso el emigrar. La Cruz Roja certificó los destinos posibles, todos lejanos, pero la lejanía alienta la fantasía. Emigración, utopía del desplazamiento que hace renacer la confianza en el fin del hambre, en el encuentro del trabajo y la prosperidad, pero que lo hace poniendo en riesgo cuerpos, liquidando lenguas. Estaban tomados por la ilusión de comer más que de volver; estaban a pan y sopa, pero Bernardina ya sentía el temor de hallar el espanto en la lejanía. Ya rumbo al océano, con el miedo de que lo mejor pase a ser el presente que se abandona, un presente que abandona, que abandonó a Bernardina. Juntar ropa, sábanas, mantelería y cubiertos; guardar todo en el baúl y tomar un tren a Génova, un día antes de la partida. El embarque, una procesión en el atardecer. El barco, absorbiendo miserias y esperanzas. Se revisan cuerpos, cuerpos que deben aprobarse. Un oficial estudia papeles, muchos son pasaportes humanitarios. Ella temiendo perder a Anna. Jole sin tanto temor vigilaba a Walter. Giovanni –que era Jan, que en Italia dejó de ser Jan– y Enrico –antes Henrik–, ellos dos llevaban los bultos y los papeles. Ya entraban al espacio que se desplaza en el agua, cargado de emigrantes mal vestidos, de mirada temerosa. Un marinero los agrupaba para asignar lugares y después dar la comida. Bernardina bajaba una escalera empinada, Anna sollozaba. No entendía el inglés de los marineros; hablar se hizo tarea de Giovanni. No había parientes despidiéndolos; ya se habían despedido en Moresco. Empiezan los preparativos para salir, pero para Bernardina ya era una eternidad el tiempo afuera del pueblo, ya era enorme la distancia y el dolor preanunciaba angustias futuras. Giovanni marchaba, impulsaba ese marchar que veía como acercarse al futuro. Cansados, anocheciendo, instalados en un espacio hacinado, empezó la partida. Tenían naranjas y manzanas. Comían en la cubierta viendo alejarse las luces de la ciudad, la luz de Italia. Deslizándose por la oscuridad, el mar asediaba a Bernardina. Enrico y Giovanni hablan en voz baja, en polaco. Anna y Walter están adormecidos. La primera noche, como todas las restantes, Anna quedaba atrapada en los brazos de su mamá, madre que así apretaba sus miedos, sus prevenciones. Temía que sus peores pensamientos se realizaran. Se iban realizando. Desorden, incomodidad, mareos y vómitos, temor por Anna, por una caída, y el desprecio por la comida incomible. Y cada instante eternizándose en oscilaciones. Repetición de instantes, de unidades sin progresión. Apretando contra el pecho a Anna, lo único, lo más cierto que tenía. En el inframundo de una celda, la cotidianidad insoportable se dilata. Ella le reprocha desde su interior, mirándolo con un grave silencio: –Qué locura tu idea de ir a América. ¿Por qué me dejé llevar? Hasta que por fin se duermen juntas, Bernardina y Anna. Giovanni, entre los sueños y la impotencia, fuma en la cubierta. Mar movido, azul intenso, muy movido. Ella despreciaba los baños sucios. Asco. Ante la comida se repetían esas sensaciones. No se veía tierra. El encierro de la sala era absoluto, claustrofóbico. Decenas y decenas de personas sobre colchones de paja. Crecía la palidez de Bernardina. Abatida, quería llegar. Ya no importaba dónde. Desanimada, sólo atendía a Anna, y lo hacía con obsesión. El cansancio de la tensión la vencía hasta que los mareos volvían. Las corrientes, las olas, los vendavales eran más potentes en su interior. Sopa aguada, pan duro, lamentos y llantos. Anna aportaba amenidad. Se reía en los pasillos subterráneos. Muchos estaban despreocupados, transparente era la pobreza que los sometía. El barco, nuevo campo de refugio, ofrecía la esperanza del movimiento como principal alimento. Giovanni conversaba con todos los que podía, quería comunicarse. Bernardina sólo con Jole, y las dos mostraban gestos de desprecio por el destino y también por los otros. Más por la noche que de día, crecía la aversión al mar, y la aversión atrapaba el corazón de Bernardina. Evitaba mirarlo. Veinte días, veintidós días de temblor inquietante, de padecimiento mortal. Fue un nervio todo el viaje. Había mil setecientos pasajeros, de los cuales novecientos eran mujeres y niños. Todo estaba ocupado por italianos, italianas y polacos, polacos desesperados y alegres, ciegos y luminosos. Todos de tercera clase, viajando en las peores condiciones, pero viajando por esperanzas. No Bernardina. Los oficiales ocupaban las mejores plazas, y a Bernardina le molestaba la desigualdad. Sobre la sociabilidad, y también acerca de la operatoria marina, ella no mostraba ningún interés. Nació un dolor intenso y recurrente en Bernardina, que de las entrañas le llegaba a la cabeza. El aseo, expuesto a miradas, aunque sean femeninas, le perturbaba. Y ante el agua dulce se preguntaba si habría la suficiente. Ya en la inmensidad del océano, un día de cielo límpido y de aire fresco, pero no importaba para las familias arrinconadas, tristes, con las marcas de la miseria; eran desgraciados consumiendo las últimas fuerzas en un viaje, esperanzados en llegar, como esperando que los esperaran con un milagro. Iban a trabajar, dejando atrás desastres, infelicidad y privaciones. Desangrados, daban piedad. Los polacos, sobrevivientes de adversidades, hallaban el rincón para celebrar la amistad, para recordar anécdotas y jugar a las cartas. Doloridos e impotentes, esperaban la Argentina. ¿Será para Bernardina ese aire nuevo? Llegaban gritos de chicos, voces alzadas, palabras en genovés, en piamontés y en calabrés, canciones polacas, instrucciones en inglés. Los emigrados guardaban algunos billetes; sin saber si valían, creían en su valor. Cada tanto, en un rinconcito, ella lloraba mirando a Anna. La chiquita no entendía la pregunta de la mamá: “¿Y adónde vamos?”. Tras una tierra, lejos de la patria. Tal vez alguna ilusión de hallar la verdadera patria. O por desengaño, sólo tras la tierra, sin buscar nada más. La pasión por hallar lugar, comida y trabajo. La angustia de dejar, de no saber qué se encontrará, cuánto esfuerzo habrá que hacer antes de descansar sabiendo que mañana no habrá que partir otra vez, que de nuevo la destrucción pisa los talones. Navegar cargando los momentos terribles de la vida, mirando el mar, esperando llegar a un país donde las personas fueran como olas anónimas, impersonales, imprevisibles. Navegar con entusiasmo muerto, madre de malos augurios. Jan sí esperaba. El tiempo sana, las manos construyen, pensaba. Además, ¿qué peor se puede ya, después de todo, encontrar ahora? El océano puede alejar los padecimientos. Ya nada peor podrá suceder. Mirando al mar, letanía in crescendo, flotación en la desesperación, pronóstico de hundimiento. El estruendo de la lluvia inundaba el interior. No era ruido, era mucho sonido. Y la oscuridad se hacía absoluta. El hilo tenue de la creencia en la Argentina se convertía en simulación. El impulso de Jan, que ella acompañó con silencioso descreimiento, en la brutalidad de la vida, ¿originó un error? Jan/Bernardina/Anna, considerados en conjunto, memoria del mundo personificada. Pobres, emigrados, temblorosos, a merced del agua, de la tierra, del viento, asfixiados. Abrir cada tanto la ventanita para airear el denso interior de la sala enorme, hacinada. Las primeras discusiones con Jan; los primeros reproches. Nació la impaciencia cuando todavía se expresaban amor con la mirada. Anna vomitando. El médico, al que se tardó en llegar, dijo que es normal. ¿Qué es normal? Rezar. La miseria ítalo-polaca seguía su marcha. Amargura entremezclada con el calor ecuatorial. Buscando un pequeño empleo, fantaseaba Jan. Imaginar un capital que se va formando, un negocio algún día. Independencia y progreso. Como si se abriera la puerta al jardín infinito. Aversión al movimiento, Bernardina. Mirando al otro lado del mar, con el pensamiento que proyectaba temores, mientras el clima era cada vez más cálido. El cielo se cubrió de nubes y el viento trajo un aguacero. Había poca agua dulce fresca. El calor atropellaba. Anna con diarrea. Walter también. Aburrimiento. Alargamiento de lo más mínimo. ¿Y si llegan muertos a destino? Sentir el comienzo del desorden, quizás el final. ¿Qué queda del ánimo con el que se había emprendido la emigración? Otros, muchos, hacían bufonadas. Cielo blanco. Aguas blancas. Sol. Un dormitorio con cuatrocientas personas, entre mujeres y niños. Más de treinta grados de calor. Durmiendo con el rosario en la mano. Repartían galletas. Tosían. Hablaban en sueños. Daban vueltas. Chicos llorando. Hambre. Dolores. Sed. Nada extremo comparado con la guerra o con el campo. Cositas que van faltando. Una caldera día a día más caliente era ese dormitorio improvisado. Estaban del otro lado del ecuador, en el sur. Ella padeciendo. Jan con sus amigos, jugando a las cartas, contando historias. Ella, con Jole, cuidando a Anna y Walter. Temiendo por ellos. Por el futuro de todos. Entre tinieblas, aun bajo la blancura impuesta por el sol. Miseria errante eran. Putrefactos. Jan tomando en sus brazos a Anna. Felicidad. Miran hacia el mar. Ven vacío. Un vacío brillante. El mar se hace azul, el destino se acerca. Avance tortuoso. Miradas recelosas, fastidios, miedos. En la cucheta, Bernardina duerme abrazando a Anna; no duerme por temor. Falta todavía. La tristeza no era una máscara. Descenso, el viaje como descenso. No el tedio, las historias de robos, enfermos, muertes. Los riesgos multiplicados por la imaginación de Bernardina. Cuidar a Anna. Hacer de Anna el mástil más firmemente sujeto. Walter, el hijo de Jole y Enrico, se cayó de una escalera. Siempre hay un chico que corre o llora. Más cerca. Y renace la esperanza. Se siente un alivio. Ella quiere salir de esa tumba. Miedo que, ingenua, cree que llega a su fin. Aumentaban los murmullos, los preparativos, la ansiedad. Se acercaban a tierra. América. Río de la Plata. Ella siente falsa la esperanza. Llora. No quiere volver a mirar el agua. Veintidós. Dentro de la caverna, en el Hotel de Inmigrantes. Prejuicios confirmados. ¿Errores de traducción? El Hotel, estación de otra política de encierro. Temor por salir de la caverna. Ella, sola con Anna, con el cielo, en la caverna. Jan de noche, solo de noche con ella. Jan, ahora Juan, y la búsqueda de sustento. Cuerpos protegidos de voces incomprensibles, de corrientes incomprensibles, extrañas. Hasta Rosina, de Constitución, cerca de la estación, hasta el límite de la experiencia en la ciudad. Y los cuidados de la existencia limitados a sobrevivir, por Anna. El mundo de Bernardina, Munro, la casa, la habitación alquilada primero, después de comprar el terreno, adentro del cemento que puso Juan. Su imaginación enturbia el exterior, le provoca incertidumbre. Todos son sombras y fuegos. De su cueva sale solamente por necesidad o violencia. Sin ciencia, si ciencia es salir del pequeño mundo propio al gran mundo común (¿pero acaso no cruzó el océano?). Lo hizo siempre encavernada. Sabía que nunca hay sello suficiente para la caverna, y este saber le da dolor, le alimenta la inquietud. Su fuente de saber es la experiencia, y Bernardina es reacia a experimentar lo extraño, y eso es todo lo argentino. Alumbra figuraciones para aislar sus experiencias. Horrorizada por el ser de esos otros de América, igual aprendiendo a sobrevivir y a subsistir. Contraposiciones, luz y oscuridad, entrar y salir a la vastedad, pruebas, riesgos para su individuación. Juan –ya Juan, ni Giovanni ni Jan– traspone la costa de su porvenir. Ella, con su sombría retórica, no se permite puerta alguna. Cuidando, dándole leche a Anna, atendiendo sus restantes obligaciones, pasando el tiempo a puertas cerradas. Idiota al salir al mundo de los fenómenos, comenzando por la lengua, la nueva lengua, recibía todo como una revelación, sin que nada fuera una respuesta a una pregunta. ¿Se embota la angustia y la inquietud por tanta extrañeza? Lo que llega al oído de ella es violencia, no es su sorprendente novedad, ni tampoco su posible semejanza, es su aspecto nuevo lo que perturba. Habrá sí embotamiento de esa novedad, y el rechazo cada vez demandará menos atención. No se cansará de rechazar. Alma arrojada fuera de sus raíces, sin interés óptico ni lingüístico para hacer el tránsito. Viajó. Se encerró. Sin asombro permaneció, y permanecer es quedarse adentro. Solo salir al cielo, sin los otros. Sin fatiga, por inquietud. Sin curiosidad, con arrogancia desprecia. Retraimiento posible por la movilidad de Juan. Ella, de asombrarse retraído, vivencia actualizada de la apología del origen cultural. ¿No le era insoportable el encierro en una caverna amenazada? Tiene un conocimiento de sí, tiene recuerdos, y con ellos resiste en la penumbra de un lugar vacío. Pero necesitaba confiar, y en los límites de esa entrega había un puñadito de personas: Jan, por supuesto; Rosina paisana ya radicada en Buenos Aires, en Constitución, casada con Fernando y con una hija apenas mayor que Anna: Rita; su paisana Jole, casada con el polaco Enrico, que estuvo en un gulag, pero fue policía, con un hijo, Walter, de la misma edad de Anna; y Wanda después, la mujer de León, otro polaco, madre de Marisa, también de la edad de Anna; y, claro, Anna, ya a veces Ana. No se entregó a la promesa. Se escapó de la necesidad de confiar. Escéptica y pesimista, aun mirando al marido y a la hija. No podía ser expectativa y esperanza. Fue evasión, lamento y fractura. Dolida, mísera, infeliz en un rincón. Un ser lejos, alejada irreversiblemente de su patria, de su lengua, de su juventud, de sus padres, de su educación, de sus flores y fantasías soleadas. También para Bernardina existía el deseo de poseer algo más allá del mundo conocido, más allá de su yo, más allá del miedo con el que choca su imaginación. Pero el miedo la trastornaba. Muchos años después, en 1970, cuando Irene Kumin, la vecina rumana, y su hijo Vittorio, viajan a Europa, sube al barco a despedirla. Se angustia, o revive la angustia. Se marea, teme quedarse adentro y partir, otra vez partir. Y ya no quiere partir.

* * *

Tristeza e indiferencia

En El poder cambia de manos, una novela de Czeslaw Milosz, se encuentra un personaje Jan Martyniak. La época –la Segunda Guerra–, el país –Polonia–, las tensiones con los rusos, y por supuesto el nombre, remiten a la misma historia, cercana y distante a la vez. ¿Cómo subsiste el pasado? ¿Qué son el amor y el dolor, que pueden olvidarse y paliarse? ¿Cómo comprender los vínculos que desaparecieron y que persisten con un lugar, con un sentimiento, con las personas? En el último párrafo de la novela, el mismo marginado profesor de historia que la abre, contando su trabajo de traductor de Tucídides, dice: