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Surgido a finales del siglo XIX, el reformismo social es un componente fundamental de la historia contemporánea de España, pues constituye la etapa inicial del proceso de gestación e implantación del Estado del Bienestar. El objetivo de este libro es ofrecer un detallado análisis de la génesis y la naturaleza del reformismo social español, con el fin de arrojar nueva luz sobre los orígenes y las causas de aparición del Estado del Bienestar contemporáneo. La conclusión primordial a la que se ha llegado en la investigación sobre el tema es que el origen del reformismo social se encuentra en la crisis de credibilidad experimentada por el régimen económico y político liberal, como consecuencia de su incapacidad para instaurar el orden social estable, igualitario y carente de conflictos previsto en el paradigma teórico liberal y en su filosofía de la historia basada en la noción de progreso.
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Seitenzahl: 419
Veröffentlichungsjahr: 2015
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EL REFORMISMO SOCIAL EN ESPAÑA (1870-1900)
EN TORNO A LOS ORÍGENES DEL ESTADO DEL BIENESTAR
EL REFORMISMO SOCIAL EN ESPAÑA (1870-1900)
EN TORNO A LOS ORÍGENES DEL ESTADO DEL BIENESTAR
Miguel Ángel Cabrera
UNIVERSITAT DE VALÈNCIA
Esta publicación no puede ser reproducida, ni total ni parcialmente, ni registrada en, o transmitida por, un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, ya sea fotomecánico, fotoquímico, electrónico, por fotocopia o por cualquier otro, sin el permiso previo de la editorial.
© De los textos Miguel Ángel cabrera, 2014 © De esta edición: Publicacions de la Universitat de València, 2014
Publicacions de la Universitat de València http://[email protected]
Diseño de la maqueta: Inmaculada Mesa Imagen de la cubierta: Brangulí (fotògrafs) / ANC, sig. 6141
Diseño de la cubierta: Celso Hernández de la Figuera
ISBN: 978-84-370-9613-1
ÍNDICE
INTRODUCCIÓN
1. FRUSTRACIÓN DE EXPECTATIVAS Y REFORMISMO SOCIAL
2. LA CRISIS DE LA ECONOMÍA POLÍTICA
3. UN NUEVO INDIVIDUALISMO
4. EL PROBLEMA SOCIAL Y EL MOVIMIENTO OBRERO
4.1. El movimiento obrero
4.2. La Comisión de Reformas Sociales
5. LAS REFORMAS SOCIALES
5.1. La moralización de la economía
5.2. La intervención del Estado
BIBLIOGRAFÍA
AGRADECIMIENTOS
INTRODUCCIÓN
El año 1900 se promulgaron en España sendas leyes sobre las condiciones de trabajo de las mujeres y de los niños y sobre los accidentes de trabajo. A estas primeras leyes siguieron otras, en los años posteriores, sobre el descanso dominical (1904), la inspección de trabajo (1906), las huelgas (1909), la jornada máxima de trabajo de ocho horas (1910-1919) y el seguro obrero obligatorio (1919). Al mismo tiempo, se crearon dos organismos cuya función era, respectivamente, ocuparse de la situación de los trabajadores y gestionar el sistema de pensiones de vejez y de seguros obreros, el Instituto de Reformas Sociales (1903) y el Instituto Nacional de Previsión (1908). Esas leyes y organismos eran considerados como medidas de reforma social y su objetivo era contribuir a mejorar las condiciones de trabajo y de vida de los obreros. La aprobación de dichas medidas fue el resultado de la puesta en práctica de los postulados y las propuestas del denominado reformismo social. Esas medidas legales e institucionales estuvieron precedidas de un prolongado y vivo debate público entre partidarios y detractores del reformismo social en el que los primeros fueron ganando terreno a costa de los segundos, hasta alcanzar la influencia suficiente como para lograr la aceptación de sus propuestas por parte de las Cortes. Además de esa nueva legislación laboral, que es el resultado más visible y novedoso de la influencia alcanzada por el reformismo social, éste promovió medidas de reforma social en muchos otros terrenos, como el educativo, el económico, el moral y el religioso. Las leyes y organismos mencionados constituían una novedad con respecto a la situación precedente y supusieron una brusca reorientación de la política oficial en el terreno de las relaciones laborales y, en particular, en lo relativo al papel del Estado. Con anterioridad había prevalecido el principio de que el Estado debía abstenerse de intervenir en las relaciones entre obreros y patronos, mientras que a partir de ahora la intervención estatal se considera no sólo como necesaria sino como legítima. Una convicción que no dejaría de robustecerse y de extenderse en las décadas siguientes, hasta llegar a formar parte del sentido común cultural y político de la mayor parte de la sociedad española. Asimismo, esa primera legislación laboral abrió el camino y sentó las bases preliminares del llamado Estado del bienestar, que se desarrollaría en España a lo largo del siglo siguiente.
Las medidas de reforma social promulgadas a partir del cambio de siglo tenían como objetivo resolver el denominado problema social, término que hacía referencia, en general, a las desigualdades y a los conflictos sociales existentes en ese momento. El reformismo social nació como respuesta a la persistencia y recrudecimiento de dicho problema y estaba movido por el propósito expreso de encontrar remedios más eficaces con que resolverlo. Dado que el más importante de esos conflictos se localizaba en el terreno laboral y estaba protagonizado por las organizaciones obreras, éste constituía el principal objeto de preocupación del reformismo social. Mediante la adopción de medidas de reforma social los reformistas sociales pretendían apaciguar el descontento y la agitación de los trabajadores, contener el crecimiento del movimiento obrero y conjurar la amenaza de una revolución obrera. Y, de hecho, ésta era la manera en que se concebía y se presentaba a sí mismo el propio reformismo social, como una respuesta y un antídoto frente al riesgo de una posible revolución social. Dado que los reformistas sociales pensaban que el malestar obrero estaba causado por la existencia de desigualdades sociales y por las condiciones de trabajo y de vida de los propios trabajadores, sus medidas de reforma social se dirigían a reducir dichas desigualdades y a mejorar esas condiciones.
El término reformismo social –ya utilizado por sus propios partidarios– designa a un movimiento ideológico-político surgido en la década de 1870 que propugnaba y promovía la reforma de la sociedad liberal. Movidos, como he dicho, por la preocupación por el problema social y con el propósito de resolver éste, los reformistas sociales consideraban que era necesario modificar determinados aspectos de la presente organización social y adoptar ciertas medidas suplementarias. Esa reforma del régimen liberal incluía desde una revisión y reformulación de algunos de los principios del liberalismo clásico a una rectificación de la forma en que esos principios habían sido puestos en práctica e institucionalizados. En particular, el liberalismo reformista propugnaba una rectificación del régimen económico de libre concurrencia y una revisión de la noción de libertad económica sobre la que éste se asentaba. Frente al régimen de economía de mercado clásico, el reformismo social defendía la necesidad de introducir mecanismos correctores que evitaran los efectos perniciosos ocasionados por la libre concurrencia, uno de los cuales era, precisamente, en su opinión, la persistencia del problema social. Y ello porque pensaba que el hecho de que el interés propio fuera el único móvil reconocido de la actividad económica impedía una mayor distribución de la riqueza y, de ese modo, exacerbaba el descontento y alentaba las protestas de los trabajadores. En función de esa revisión teórica del liberalismo clásico, de ese diagnóstico sobre las causas del problema social y de ese propósito de rectificación práctica del sistema económico liberal, el reformismo social propuso una serie de soluciones o medidas de reforma. Entre ellas, la más novedosa –y, con el tiempo, la principal– fue la intervención del Estado mediante la promulgación de una legislación laboral que contrarrestara lo que consideraba como efectos indeseados del régimen económico de libre concurrencia.
El objetivo de este trabajo es investigar el origen y el proceso de formación del reformismo social español en el último tercio del siglo xIx, con el fin de contribuir a explicar su génesis histórica, sus presupuestos ideológicos y sus propuestas de reforma. Para llevar a cabo esta tarea, se ha procedido según el siguiente método. El punto de partida de la investigación han sido las declaraciones, manifestaciones e iniciativas prácticas de los propios reformistas sociales y la reconstrucción empírica, lo más atenta posible, de las ideas, las intenciones y las razones de algunos de los más destacados y activos miembros del movimiento (dirigentes políticos, intelectuales, académicos y publicistas), así como de los argumentos teóricos esgrimidos por ellos para justificar sus propuestas de reforma. Antes que nada, parecía necesario conocer de primera mano el ideario, las convicciones y la interpretación de la realidad circundante que profesaban los reformistas sociales y que guiaban e impulsaban sus acciones. De esta forma se ha pretendido evitar, hasta donde esto es posible, tanto caer en el anacronismo histórico de atribuirles ideas e intenciones que no tenían, como subsumir sus acciones en modelos teóricos preconcebidos carentes de base empírica. Dos de las flaquezas de que se han visto aquejados con frecuencia los estudios sobre la formación histórica del Estado del bienestar.
Una vez realizada esa operación preliminar de reconstrucción empírica del pensamiento reformista social, el paso siguiente ha sido el de indagar el origen y analizar el proceso de gestación de ese pensamiento. En este punto, se hacía particularmente necesario analizar y desentrañar la génesis del diagnóstico reformista sobre el denominado problema social, no en vano éste constituía no sólo su objeto primordial de interés y de preocupación, sino que era su razón de ser (pues fue la convicción de que existía un problema social lo que hizo que surgiera el reformismo social). A este respecto, parecía imprescindible indagar por qué y de qué manera los reformistas sociales comenzaron a interesarse y preocuparse por ciertos fenómenos sociales y a interpretarlos de la manera en que lo hicieron y, en particular, indagar cómo se forjó la idea de que dichos fenómenos constituían un problema que tenía raíces sociales (y no sólo individuales) y por qué, para solucionarlo, propusieron y creyeron en la eficacia de un cierto tipo de medidas, como la intervención del Estado. Sin una indagación de este tipo, difícilmente se podía llegar a explicar el surgimiento, las propuestas y el programa de acción práctica del reformismo social.
Era una obviedad empírica que el reformismo social había nacido como respuesta a fenómenos como la existencia de desigualdades sociales, la pobreza obrera y los conflictos laborales, pues así lo proclamaban los propios reformistas. Ahora bien, la existencia de dichos fenómenos no parecía ser suficiente para explicar ni la aparición del reformismo social, ni la forma concreta que adoptó su respuesta ni, en consecuencia, el tipo de medidas que propuso. Es cierto que alguno de esos fenómenos, como el movimiento obrero, había experimentado recientemente cambios visibles, como el aumento de los conflictos laborales, el crecimiento de las organizaciones obreras y el renacimiento y renovación del socialismo. Y es igualmente cierto que esos cambios suscitaron la preocupación y el temor de los reformistas sociales. Pero aun así parecían insuficientes para explicar la aparición, el programa de acción y hasta la propia preocupación de dichos reformistas. En primer lugar, porque lo que parecía suscitar la preocupación de éstos no era tanto el aumento de la conflictividad y de las organizaciones obreras como el hecho, desconcertante a sus ojos, de su persistencia en el tiempo. En segundo lugar, porque en estos momentos emergió una preocupación similar e igualmente inédita por esos otros fenómenos que, como las desigualdades sociales y la miseria obrera, existían desde mucho tiempo antes y, además, habían permanecido casi inalterados, en un país cuya estructura socioeconómica se había transformado muy lentamente en las décadas precedentes. Cabía pensar, por supuesto, que aunque tales fenómenos existían con anterioridad, no se había reparado en ellos hasta este momento. Pero tampoco esta explicación resultaba convincente, porque cuestiones como las desigualdades sociales, la pobreza y la conflictividad obrera habían sido objeto de interés, de debate público y de tratamiento político desde hacía décadas, pero sin embargo fue sólo en este momento cuando propiciaron la aparición de un ideario, un diagnóstico y un programa como los del reformismo social. Llegados a este punto, aún cabía pensar que el reformismo social surgió como consecuencia de la influencia alcanzada por alguna corriente de pensamiento o tendencia política. Sin embargo, como se verá más adelante, ésta tampoco parecía una explicación plausible, no sólo porque los reformistas sociales tenían una procedencia ideológica y política muy diversa, sino porque el tipo de soluciones que proponían no tenía precedentes en el programa de ninguna de las corrientes o agrupaciones políticas de las que procedían (ni siquiera el republicanismo y el denominado krausismo).
Por el contrario, lo que una observación más atenta parecía poner de manifiesto es que la preocupación de los reformistas sociales por los fenómenos mencionados y la manera en que los interpretaron y los trataron fueron una consecuencia de que, en su observación de tales fenómenos, partían de ciertos supuestos y se servían de ciertas categorías. Es decir, que la relevancia, las causas, el significado y las implicaciones que atribuían a tales fenómenos eran el resultado de que los reformistas sociales percibían y analizaban éstos desde una determinada perspectiva teórica y dando por hechos ciertos presupuestos. Entre estos presupuestos se incluían una determinada concepción de la historia humana basada en la noción de progreso, el postulado de que existe una naturaleza humana y de que ésta condiciona las relaciones sociales y económicas, la premisa de que la organización social es susceptible de manipulación consciente y la convicción, derivada de todo lo anterior, de que es posible instaurar un tipo ideal de sociedad de la que estén ausentes los conflictos. De hecho, como se verá, las desigualdades sociales, la pobreza obrera y los conflictos laborales constituyen un problema únicamente si se parte, como hacen los reformistas sociales, de tales presupuestos y, en particular, del supuesto de que la sociedad humana tiende de manera natural hacia la igualdad y la armonía. En todos los casos, se trata de presupuestos y categorías que forman parte de la concepción moderna del mundo humano, en la que están profundamente arraigados, y de la cultura política liberal de la que los reformistas sociales están imbuidos. Desde este punto de vista, el reformismo social no podría considerarse como un efecto de la existencia de los fenómenos sociales de referencia, sino más bien como el efecto de una cierta forma, conceptualmente mediada, de aprehender, concebir y analizar esos fenómenos.
Si éste era el caso, entonces para explicar adecuadamente la aparición, el ideario y las iniciativas del reformismo social no bastaba con prestar atención a los fenómenos y situaciones sociales que eran objeto de su interés y preocupación. Era preciso, además, tratar de identificar y sacar a la superficie ese conjunto de supuestos de sentido común y de categorías subyacentes y tomarlos como una variable explicativa primordial. Sin hacer esto, sería imposible explicar por qué tales fenómenos adquirieron la condición de problema social, por qué se le atribuyeron ciertas causas y por qué se tenía la convicción de que era un problema resoluble y se arbitraron las correspondientes medidas de reforma. Sin la mediación de los supuestos y categorías mencionados, difícilmente tales fenómenos hubieran aparecido, a los ojos de los contemporáneos, como un problema ni, en consecuencia, hubieran propiciado la aparición del reformismo social. Como se expondrá más adelante, lo que hizo que esos fenómenos y situaciones devinieran un problema social fue el hecho de que constituían una perturbación inesperada y, en consecuencia, provocaron el desconcierto, teórico y práctico, de quienes los contemplaban desde la óptica del imaginario moderno-liberal. Dada la incapacidad de la teoría liberal clásica para dar cuenta de la persistencia y agravamiento del problema social, fue necesario revisar el viejo diagnóstico sobre las causas del mismo, elaborar nuevas fórmulas para resolverlo, adoptar una estrategia diferente frente a las luchas obreras y acometer la correspondiente reorganización de la sociedad.
En la aparición de este Nuevo Liberalismo –como comenzó a denominarse ya desde esa época– y en sus profundas implicaciones prácticas es donde se encuentra el origen del Estado del bienestar contemporáneo.1 Éste no tiene su origen, como suele afirmarse, ni en la modernización económica e industrial, ni en la expansión del Estado, ni en el fortalecimiento del movimiento obrero, ni en las necesidades de reproducción del sistema capitalista, ni en el deseo de integrar políticamente a la clase obrera, ni en el afán de la clase dominante por aumentar el control social sobre las clases bajas, ni en la iniciativa de una u otra corriente ideológica ni, mucho menos, en algún tipo de impulso humanitarista.2 Todas estas explicaciones hacen alusión, sin duda alguna, a hechos que fueron ingredientes del proceso, a factores que intervinieron en él y a circunstancias que contribuyeron a ponerlo en marcha, pero ninguno de ellos operó como una causa generadora del Estado del bienestar. En el sentido de que ninguno de ellos implicaba ni tenía que dar como resultado la aparición de un movimiento reformista social, la adopción de medidas de reforma social y la implantación del Estado del bienestar. De hecho, muchos de esos modelos explicativos son construcciones teóricas excesivamente abstractas, tienen una base empírica muy débil y fragmentaria y, lo que es más importante, no prestan la suficiente atención a las ideas, motivaciones, intenciones e interpretaciones de la realidad de los propios protagonistas y de los grupos y organizaciones implicados. Y lo mismo puede decirse de aquellas explicaciones históricas que parten de presuposiciones que no han sido suficientemente contrastadas, como la ya mencionada de que el reformismo social fue promovido por ciertos grupos de ideología progresista (en el caso de España, el republicanismo de inspiración krausista), impulsados por su preocupación por la situación de pobreza de las clases bajas. La causa de que surgiera el Estado del bienestar parece encontrarse, sin embargo, en otro lugar: en la quiebra teórica y práctica experimentada por el liberalismo clásico y su proyecto de sociedad y en la consiguiente reorganización de las relaciones sociales, económicas y laborales derivada de dicha quiebra. Ésta es, al menos, la conclusión que se desprende de la investigación que he realizado sobre la génesis y formación del reformismo social en España.
1 Sobre la formación del Nuevo Liberalismo puede verse Michael Freeden, The New Liberalism. An Ideology of Social Reform, Oxford, Clarendon Press, 1978, D. Weinstein, Utilitarianism and the New Liberalism, Cambridge, Cambridge University Press, 2007, Avital Simhony y D. Weinstein (eds.), The New Liberalism. Reconciling Liberty and Community, Cambridge, Cambridge University Press, 2001 y William Logue, From Philosophy to Sociology. The Evolution of French Liberalism, 1870-1914, DeKalb, Northern Illinois University Press, 1983. Para el caso de España, ver Ángeles Lario, «La difusión en España del “Nuevo Liberalismo”. El Sol y la defensa de un Estado social de derecho», en Francisco Carantoña Álvarez y Elena Aguado Cabezas (eds.), Ideas reformistas y reformadores en la España del siglo xIx. Los Sierra Pambley y su tiempo, Madrid, Biblioteca Nueva, 2008, pp. 434-443.
2 Aquí estoy haciendo referencia a algunas de las principales explicaciones y modelos explicativos elaborados por los científicos sociales que se han ocupado del estudio del Estado del bienestar (desde historiadores, sociólogos y científicos políticos a economistas y antropólogos). No obstante, escapa por completo al objeto de este trabajo realizar un estado de la cuestión y entablar un debate sobre el tema. Quienes deseen profundizar en este asunto quizás puedan encontrar útil la bibliografía general incluida al final del trabajo. La inaplicabilidad al caso español de algunos de esos modelos explicativos ha sido discutida en A. Guillén, El origen del Estado de Bienestar en España (1876-1923), Madrid, Instituto Juan March, 1990.
1.FRUSTRACIÓN DE EXPECTATIVAS Y REFORMISMO SOCIAL
Para explicar la aparición y los postulados del reformismo social y las medidas de reforma a que éstos dieron lugar, es necesario tener en cuenta las condiciones históricas que los hicieron posibles y los términos del debate en que los reformistas sociales se vieron envueltos. Los reformistas sociales estaban movidos, como no cesaban de proclamar, por su preocupación por la existencia de desigualdades sociales y por la intensificación de los conflictos obreros y actuaban expresamente con el propósito de dar solución a ambas cuestiones. La existencia de esas desigualdades y conflictos no basta, sin embargo, para explicar ni el surgimiento del reformismo social ni la constitución del propio problema social como objeto de preocupación. Esa existencia es, sin duda, una condición material necesaria, pero no es una condición suficiente para explicar el hecho de que se suscitara esa preocupación, de que tales fenómenos fueran considerados como un problema que debía ser resuelto y de que se llegara a la convicción de que había que promulgar ciertas reformas sociales y de que éstas eran un medio apropiado para pacificar y estabilizar la sociedad. El reformismo social y el problema social parecen ser el resultado de un proceso histórico bastante más complejo y en el que intervinieron algunos otros factores. Por eso, para explicar la aparición de ambos es preciso dar una especie de rodeo analítico y prestar atención en primer lugar a las circunstancias que propiciaron y modelaron esa creciente e inédita preocupación por las desigualdades sociales y la conflictividad obrera.
Lo primero que se observa, cuando se rastrea el origen del reformismo social, es que el factor que desencadenó su aparición fue la insatisfacción y el desencanto de los propios liberales con respecto a los resultados producidos por la puesta en práctica de los principios del liberalismo. Fueron esa insatisfacción y ese desencanto los que llevaron a algunos liberales a ver con nuevos ojos y a prestar mayor atención a las desigualdades y conflictos laborales, pues éstos aparecían como una evidencia del fracaso del liberalismo para instaurar el tipo de sociedad que había prometido. Esta afirmación no es una mera inferencia derivada del análisis histórico, sino que reproduce las manifestaciones de los propios protagonistas. La decepción por el fracaso del liberalismo clásico fue la razón esgrimida por los propios liberales reformistas para justificar su distanciamiento de éste y su adhesión a los nuevos postulados y para explicar su cambio de actitud con respecto al movimiento obrero. Por supuesto, la insatisfacción y el desencanto con respecto al régimen liberal existían desde mucho antes, casi desde la revolución liberal misma. Durante décadas, liberales críticos y socialistas habían venido criticando al régimen liberal y el liberalismo hegemónico había tenido que defenderlo de tales ataques. En este caso, la insatisfacción y el descontento provenían básicamente de la convicción de que el ideal liberal no se había llevado plenamente a la práctica y de que para subsanar la discordancia existente entre los principios proclamados –como los de libertad e igualdad–y su plasmación legal, institucional y social era necesario completar o concluir la revolución.
Sin embargo, la insatisfacción y el desencanto que surgen en las décadas finales del siglo XIX son de una naturaleza diferente, pues no están provocados por una supuesta realización imperfecta de los ideales, sino por la constatación de que los resultados producidos por la puesta en práctica de esos ideales no son los previstos. Esos resultados aparecen como insatisfactorios no ya a la luz de unos principios liberales ideales, sino a la luz de los principios liberales tal como éstos han sido puestos realmente en práctica. Lo que se produce en estos momentos no es una mera desilusión, sino una frustración de expectativas, con respecto no sólo al régimen liberal, sino al propio liberalismo. Por eso se trata de una frustración que afecta ya no sólo a los liberales críticos, sino, sobre todo, a los propios partidarios del régimen liberal vigente y de los principios individualistas que sirven de fundamento a éste. Y de ahí que estos liberales fueran abrazando, cada vez en mayor número, los postulados del reformismo social y prestando su apoyo a las medidas de reforma social. Esa frustración de expectativas obligó a revisar algunas de las premisas y principios del liberalismo clásico, a buscar las causas de que su puesta en práctica no hubiera producido los resultados previstos y a realizar las correcciones y rectificaciones necesarias. El resultado de esta triple operación y, en general, de la crisis interna experimentada por el liberalismo clásico, fue el surgimiento del reformismo social. Es por ello que éste no constituye, como a veces se piensa, una mera prolongación del liberalismo crítico previo (aunque adopte e incorpore elementos de éste), sino que es un fenómeno nuevo, resultante de una transformación, teórica y práctica, del propio liberalismo. El hecho de que el reformismo social tuviera su origen en la frustración de expectativas con respecto al liberalismo clásico explica su fisonomía, su visión y su diagnóstico de la realidad social y la naturaleza y objetivos de las medidas de reforma que propone. Todos éstos son efectos de esa frustración y, por tanto, no pueden entenderse y explicarse cabalmente sin tener ésta en cuenta.
El liberalismo clásico partía del supuesto de que la puesta en práctica de los principios liberales daría como resultado una sociedad cada vez más igualitaria, estable y armónica. Se suponía que la derogación de la desigualdad legal, la instauración de la libertad de acción y la eliminación de toda intervención estatal (especialmente en el terreno económico y laboral) permitirían que la naturaleza humana y la iniciativa individual se desarrollaran sin trabas y que ello se traduciría en un aumento del bienestar general y en un orden social carente de conflictos. En particular, se suponía que la implantación, en el terreno económico, de la libre concurrencia y de la libertad de contratación, unidas a la búsqueda del interés personal, daría como resultado un incremento y una distribución más equitativa de la riqueza y unas relaciones laborales pacíficas. Todos estos supuestos se fundaban, a su vez, en una filosofía moderna de la historia según la cual ésta seguía un curso ascendente regido por el progreso que culminaría en el establecimiento de una organización social perfecta.
Durante décadas, éstas habían sido las convicciones profesadas por todos los liberales, ya pertenecieran a la corriente ortodoxa o a la crítica, ya fueran conservadores, progresistas o demócratas. A medida, sin embargo, que el tiempo transcurría y que el régimen liberal no producía los resultados previstos y anunciados –al contrario, la inestabilidad social crecía a ojos vistas–, el optimismo inicial fue dando paso a la frustración, y ésta a la búsqueda de nuevos medios para alcanzar ese objetivo de una sociedad igualitaria, estable y armónica. El hecho, por tanto, de que se partiera de los referidos supuestos hizo que la frustración del proyecto liberal fuera percibida y experimentada como un fracaso. Y ello determinó la naturaleza de la reacción y de la respuesta de los liberales. Si se trataba de un fracaso, entonces lo primero que la situación requería era buscar sus causas y rectificar los errores de cálculo cometidos y, a continuación, diseñar nuevos medios para alcanzar el objetivo perseguido. A partir de cierto momento, algunos liberales comenzaron a preguntarse abiertamente a qué se debía ese fracaso en las previsiones y a tratar de encontrar los medios para rectificar el rumbo del régimen liberal con el fin de recuperar su eficacia como medio para instaurar el orden social ideal. El medio encontrado para llevar a cabo esa rectificación fue el reformismo social. Por eso los reformistas sociales jamás pusieron en duda los supuestos básicos de partida, es decir, que la historia humana es un curso de progreso hacia la perfección social, que ésta es un objetivo realizable y que el régimen liberal, aunque sea con las necesarias rectificaciones, es el medio idóneo para alcanzar ese tipo de sociedad.
Esta frustración de expectativas tuvo como consecuencia una transformación del liberalismo clásico. Pues éste tuvo que ser modificado para hacer inteligible, poder dar cuenta y afrontar la situación social creada por la puesta en práctica de los propios principios liberales. Para poder explicar los efectos no previstos del régimen liberal y tratar de superar las dificultades para estabilizar la sociedad, fue necesario revisar las premisas de partida y desarrollar una serie de suplementos teóricos. El liberalismo se vio forzado a transformarse con el fin de mantener su eficacia como medio de alcanzar la armonía social. Para que continuara siendo plausible la afirmación de que la búsqueda del interés propio y el régimen económico de libre mercado conducían a un orden social igualitario y armónico fue necesario modificar y actualizar los postulados y nociones del individualismo clásico. Por supuesto, durante esa operación de reelaboración de la teoría liberal, el núcleo conceptual original de ésta se preservó intacto. La nueva realidad social obligó a revisar y reajustar los presupuestos teóricos de partida, pero éstos nunca fueron puestos en cuestión. Nunca se puso en duda que existía una naturaleza humana universal, que el individuo es un agente libre y que la organización social y económica debe ser una proyección de dicha naturaleza. De hecho, la propia interpretación de la nueva realidad social y la explicación de los efectos no previstos del régimen liberal fueron el resultado de la aplicación analítica de estos mismos presupuestos teóricos. Y de ahí que esos efectos aparecieran, a los ojos del reformismo social, no como un fracaso de los presupuestos de partida, sino más bien como un error de cálculo que podía ser subsanado desde dentro del propio liberalismo, mediante el perfeccionamiento de éste.
Ese sentimiento de frustración es el que mueve y orienta a los reformistas sociales españoles finiseculares y el que los impulsa a indagar las causas del fracaso y a buscar los medios para enmendarlo. Gumersindo de Azcárate constata que la «armonía» y la «igualdad» sociales no existen en la realidad y se pregunta a qué se ha debido, si «a que son imposibles por naturaleza» o «a vicios y defectos de la organización social» y, «si es lo segundo, ¿cuáles son los medios de corregirlos en todo o en parte?». En esto consiste, según él, el «problema social».1 Según expone Azcárate, en contra del absolutismo y el privilegio del antiguo régimen, «la revolución proclamó la li bertad en el orden político y la igualdad en el orden social». La primera, exalta la personalidad de los individuos y se opone a la intervención absorbente del Estado; la segunda, «protesta con tra las desigualdades creadas y mantenidas por la ley». Dado que la existencia de desigualdades sociales se atribuía a la existencia de privilegios, amparados por el Estado, se creyó que la proclamación de la libertad y la igualdad legal daría como resultado la igualdad social. «Se creyó, y se creyó con fe –dice Azcárate–, que uno de los efectos mágicos de proclamar la una [libertad] habría de ser el conseguir la otra [igualdad]». Pronto, sin embargo, «vino el tiempo a mostrar cuán ilusoria era esta espe ranza».2 Y no sólo eso. No sólo la libertad no trajo consigo una mayor igualdad social, sino que la propia libertad se convirtió en un factor agravante de las desigualdades. Según el propio Azcárate, «se creyó que la abolición de los privilegios iba a traer como consecuencia, ipso facto, la igualdad social, y resultó que parecía como si del seno de la libertad proclamada surgiera una desigualdad análoga a la que antes produjera el privilegio».3
También Segismundo Moret percibió y experimentó esa frustración de expectativas, y realizó una vívida descripción de la misma y de sus efectos. Según él, los revolucionarios liberales actuaron movidos por el «ardiente amor del ideal» de alcanzar un orden social perfecto.4 Sin embargo, el resultado no ha sido el esperado. La existencia de ese ideal no pudo impedir «ciertas inevitables consecuencias», como la aparición del desencanto, provocado por el hecho de que ni la prosperidad económica ni la paz social prometidas han sido alcanzadas, o al menos no lo han sido con la rapidez esperada. Moret utiliza el símil del viajero que, tras una larga noche de viaje, no encuentra la ciudad esperada, sino una desierta llanura. Y describe en qué consiste el desencanto actual y cuál es su origen: «Cuando al individuo como a los pueblos, una vez convencidos de sus males se les promete el remedio, ensalzando las bienandanzas que acompañan a un nuevo estado social; cuando se fantasean y coloran ante sus anhelantes miradas las maravillas de la tierra de promisión, entonces, si al llegar a ella la realidad se queda inferior a las promesas; si después del esfuerzo hecho y del sufrimiento experimentado la paz pública no aparece, ni la riqueza se desarrolla en la proporción y en el plazo deseados; si los beneficios se realizan en esa forma genérica y vaga que la mayoría disfruta sin apercibirse de sus ventajas, mientras que los rozamientos y las dificultades que nacen de las nuevas circunstancias se sienten y tocan por do quiera, entonces llega un momento en que el abatimiento se apodera de los espíritus y el escepticismo de las conciencias».5
A partir de cierto momento, pues, comenzó a pensarse que el liberalismo y los economistas políticos clásicos habían pecado de un exceso de optimismo. Y los liberales españoles empezaron a hacerse eco entonces de aquellos autores extranjeros que habían comenzado a rechazar ese «optimismo sentimental», como lo denomina Azcárate.6 A este declive del optimismo liberal y al consiguiente sentimiento de desencanto que empezaba a experimentarse en España se referirá Moret, años más tarde, cuando habla de «la tendencia pesimista» que caracteriza a «nuestra generación». Y que él atribuye al hecho de que «la crítica histórica, que ha deshecho tantas afirmaciones tenidas hasta ahora por exactas, ha producido necesariamente la desconsoladora negación de un sin número de creencias, que eran, por decirlo así, el ideal de lo bello en la historia y el consuelo de muchas amarguras en el presente».7 Tras salir de «las tinieblas y de las tristezas de aquel período que empezó en 1808 y que sólo en apariencia terminó con la primera guerra civil –había ya afirmado Moret en otro momento–, el entusiasmo de los reformadores y los anhelos de los pueblos hicieron creer a la generalidad en el próximo y fácil disfrute de bienes y de progresos que otros países gozaban ya en posesión tranquila. Bastaba, al parecer, extender la mano para alcanzarlos, y el voto de una ley se creía suficiente para naturalizarlos en nuestro país. Un esfuerzo no más, y el bien estaba conseguido».8
Pero transcurría el tiempo y los resultados esperados no se producían. En palabras de Moret, «se hizo el esfuerzo y se repitió varias veces sin temor al sacrificio, y el fin no se conseguía».9 Y, como consecuencia, sobrevinieron la decepción, el conformismo y el desapego con respecto al régimen liberal. «Y cuando aquella risueña esperanza –prosigue Moret–, agigantada por nuestra imaginación meridional, no se ha realizado en la medida y tiempo por cada cual soñado; cuando después de tantas desgracias y de convulsiones tan diversas los males continuaron, y los bienes, sobre todo los que nacen de la paz y de la estabilidad, no se han logrado; cuando generación tras generación un esfuerzo ha seguido a otro esfuerzo sin llegar nunca al término; entonces estas continuadas decepciones han debido engendrar una serie de movimientos más o menos excéntricos, pero ya fuera de la dirección primitiva, y modificar la situación general de los espíritus antes tan compactos y unidos, y por eso hoy, mientras unos maldicen el camino emprendido y se niegan a continuarlo, otros vuelven la vista y aun los pasos hacia atrás, y la mayoría, escéptica, descreída y poco segura del mañana, atiende sólo a utilizar, sin reparar mucho en la forma y la manera, los provechos de la hora presente, única realidad cierta y segura».10 Además, según Moret, la intensidad del entusiasmo inicial ha hecho que el desencanto actual sea aún mayor. El mismo ardor, dice, con que se abrazaron aquellos ideales y esperanzas «explica el desencanto y la tristeza de los presentes días», pues la «misma predicación elocuentísima y sonora que acarició nuestros oídos en la juventud, pintándonos las excelencias del progreso y haciendo casi una religión de la armonía en la vida humana», aparece hoy como un sarcasmo y como el fruto de la vanidad.11
El actual «estado de descreimiento y de falta de voluntad, con todo el cortejo de males que acompaña invariablemente al escepticismo», ha contribuido, según Moret, a agravar aún más la conflictividad social. Pues el desánimo y la pasividad provocados por ese escepticismo han envalentonado a las «masas» que, «apercibidas de su fuerza, se adelantan amenazadoras a reclamar su parte en el botín», como se ha puesto de manifiesto en la Commune de París.12
José Canalejas también considera que se ha producido una frustración de expectativas con respecto al liberalismo y la achaca al hecho de que los ideales liberales, proclamados en la teoría y en las leyes, no se han plasmado plenamente en la práctica. Según Canalejas, «la generosa democracia individualista adelantó bien poco en el áspero sendero de las realidades; y si llena el texto de la ley con sus máximas, si dulcifica con su influjo las costumbres, si facilita el acceso a las primacías políticas y hasta a la riqueza, proclamando principios cardinales como la igualdad jurídica, la proporcionalidad del impuesto y el haber, la independencia individual y el reconocimiento de los derechos del hombre, sus fórmulas, inspiradas en el individualismo político y económico, difundidas por la propaganda de oradores y de filósofos, impuestas mediante procedimientos de violencia, no han logrado imperar en el régimen económico y social».13 La revolución liberal, continúa, otorgó «al hombre derechos para combatir libremente por su emancipación y bienestar», pero la «soñada abolición de la miseria, que fue su estímulo primero, es en los actuales momentos problema abrumador que nos preocupa y nos amenaza».14 Pocas de las promesas del liberalismo han trascendido, según Canalejas, «desde el Código a la vida». El «bienestar económico» ha crecido, pero en desiguales proporciones: geométrica para las clases acomodadas, aritmética para los trabajadores; los salarios no están en relación equitativa con los beneficios y las tasas de analfabetismo continúan siendo elevadas.15
La frustración de expectativas afectó, de manera particular, a la Economía Política clásica. Y ello porque ésta era la que había proporcionado gran parte de los supuestos y principios teóricos en que se basaban la organización económica y las relaciones laborales del régimen liberal. El hecho de que fuera en el terreno económico y laboral donde se localizaba el problema social y en el que tenía su origen el movimiento obrero provocó que el desencanto con respecto a los postulados económicos del liberalismo fuera especialmente intenso. Al ser precisamente en el terreno económico donde el fracaso del liberalismo era más patente, la Economía Política aparecía como responsable directa de dicho fracaso. Y de ahí que la necesidad de revisar y reformular sus premisas fuera especialmente acuciante y que, en consecuencia, la crítica de la Economía Política constituyera la fuente primordial y el motor más poderoso del surgimiento del reformismo social. En particular, fue la crisis de credibilidad del individualismo económico clásico lo que determinó que la intervención del Estado se convirtiera, para los reformistas sociales, en el instrumento fundamental para resolver el problema social.
La Economía Política partía del supuesto de que sus premisas teóricas expresaban leyes naturales que reflejaban las inclinaciones intrínsecas de la naturaleza humana y de que, por tanto, al ser puestas en práctica, esas premisas darían como resultado un orden económico y social natural. Dado que el móvil natural de los seres humanos es la búsqueda del interés propio, el régimen económico y social que se corresponde con esa ley natural es aquél basado en la libertad económica y la libre concurrencia. La búsqueda individual del interés propio produciría no sólo un incremento continuado de la riqueza, sino un aumento del bienestar general. La libertad económica –de producción, de contrato y de intercambio– constituye, por tanto, el medio idóneo y más eficaz para mejorar el nivel de vida de los trabajadores y resolver, en consecuencia, el problema social. A medida que el tiempo pasaba y que los resultados anunciados no se producían –o no lo hacían en el grado esperado–, la confianza en los principios de la Economía política comenzó a flaquear y dichos principios comenzaron a ser objeto de escrutinio y de revisión críticos.
Cristóbal Botella ofrece una descripción bastante precisa de esta frustración de expectativas con respecto a la Economía Política entre los propios liberales. Y aunque el hecho de que el autor sea un defensor de ésta última imprime a sus palabras un tono irónico y hasta caricaturesco, ello no resta exactitud a su descripción. Según el cuadro dibujado por Botella, cuando el «triunfo» de la Economía Política «fue incontestable, algunos espíritus, de suyo fáciles al sentimiento y a la pasión, anunciaron que sus principios, a la manera de panacea universal, curarían todas las enfermedades sociales, pondrían remedio a los problemas más pavorosos, y hasta resolverían las crisis tremendas ocasionadas por la miseria». Sin embargo, continúa, «los resultados no correspondieron por entero a esas risueñas ilusiones. Los principios de la economía rectificaron errores, modificaron instituciones, destruyeron privilegios, pero no dieron cuenta de todas las enfermedades sociales, porque no disponían de fuerzas sobrehumanas para realizar empresas tan gigantescas». Como consecuencia de ello, según él, «esos mismos espíritus impresionables, esos mismos optimistas, auxiliados por los adversarios de la ciencia novísima que andaban por el mundo, como el pueblo judío, errantes y dispersos, llorando desastres y fracasos, levantaron en todas partes sordo y creciente clamoreo contra la ley que fija el valor y el precio y sirve de base al cambio; contra la libertad comercial; contra la libertad del trabajo, de la agricultura y de la industria; contra la libre concurrencia...; en suma, contra los conceptos fundamentales proclamados por Quesnay y Smith». Este «clamoreo», concluye la descripción de Botella, «se hizo público, se extendió rápidamente y se convirtió sin tardanza en crítica severa, que juntó a todos los enemigos de la nueva ciencia. Pronto sucedió a la crítica la afirmación de otras doctrinas, y los vencidos recobraron fuerzas, se presentaron animados por grandes energías y dispuestos a mantener ruda contienda en todas partes, con toda clase de armas y a todas horas».16
Eduardo Sanz Escartín especifica los términos y las consecuencias de la frustración de expectativas con respecto al liberalismo económico clásico, al tiempo que señala abiertamente cuáles son las implicaciones prácticas de esa frustración. Según él, «creyeron los generosos iniciadores de la revolución económica, impresionados por la vis ta de los males producidos por el exceso de la intervención oficial, que con apartar en el orden de la producción y del cambio todo obstáculo, con proclamar la libertad del trabajo y la igualdad legal entre patronos y obreros, se había hecho todo lo necesario para que se es tableciese la armonía de todas las clases socia les, y las hasta entonces desvalidas o igno rantes, se elevaran en bienestar y cultura al pleno desarrollo de todas sus facultades». Sin embargo, no fue eso lo que ocurrió y, como consecuencia, el principio de libertad económica ha comenzado a ser puesto en entredicho y se ha fortalecido la tendencia a la intervención estatal. En palabras de Sanz Escartín, «no sucedió así, empero; y una triste expe riencia se ha encargado de probar que el prin cipio de libertad, entendido como apartamien to absoluto del Estado de cuanto toca al orden económico y como abandono del individuo a sus propias fuerzas, es notoriamente insuficien te para fundar una organización social basada en justicia [sic], y en la que todos puedan gozar de las ventajas de la civilización, sin menoscabo de la libertad personal y sin el temor constante del mañana».17
Desde este punto de vista, el fracaso de la Economía Política radica en que ha sido incapaz de propiciar una distribución más equitativa de la riqueza y unas relaciones laborales pacíficas y, en consecuencia, no ha podido instaurar la armonía social que prometía. Es esta circunstancia la que ha provocado «los desengaños amargos» con respecto al «optimismo económi co» anterior, según la expresión de Cánovas en su discurso en el Ateneo de 1890.18 Como explica el propio Cánovas en otro lugar, citando a Jules Domerques, lo que ha obligado a revisar los postulados la Economía Política han sido las «promesas irrealizadas» de los economistas.19 El liberalismo económico clásico y, en particular, autores como Bastiat –continúa Cánovas parafraseando a Domerques– profetizaron el fin de las huelgas, mediante la concu rrencia universal. Sin embargo, éstas «nunca han sido más fre cuentes ni más temibles». Profetizaron «la vida fácil para el pobre, la moralización de las masas, la futura inutilidad de la gendarmería o guardia civil y de las cárceles, la progresiva elimina ción de los armamentos militares...». Pero «a todo eso el presente estado del mundo le da un gran mentís».20 Y concluye Cánovas: «Ninguna de esas profecías, tiene M. Domerques razón, se ha reali zado hasta ahora, ni se realizará jamás: dejando en muy mal lugar, fuerza es decirlo, el optimismo a veces cándido, soberbio a veces de la Escuela. Inútil es, por tanto, que continúe fulminando excátedra (sic) sus anatemas, porque todo el mundo anda ya enteradísimo de que no es, ni mucho menos, infalible».21
Como se ve, la insatisfacción y el desencanto con respecto al liberalismo económico clásico están provocados en particular por la incapacidad de éste para mejorar la situación de los trabajadores y, de este modo, apaciguar la conflictividad social (dado que se considera que entre ambas existe una conexión). Como escribe Canalejas, «la economía clásica esperaba una serie de milagros de la derogación de las trabas antiguas y del libre juego de la oferta y la demanda. A la vista están los resultados». Y de ahí que estén decayendo en el mundo entero «los antiguos entusias mos por la pretendida libertad del trabajo» y se estén buscando los medios para mitigar los «desastrosos efectos» de dicha libertad.22 Según expone Adolfo Buylla, refiriéndose al socialismo de cátedra alemán, una de las causas que provocó el surgimiento de éste fue, precisamente, la incapacidad de la Economía Política para resolver la denominada cuestión social. Dicho socialismo surgió, dice, como consecuencia del «recrudecimiento que en estos últimos tiempos se nota en lo que ha dado en llamarse cuestión social, y el poco fruto que hasta ahora produjeron los medios propuestos por la Economía antigua». Pues, prosigue, «no obstante sus teorías sobre la ilimitada concurrencia, la grande industria, la libertad de trabajo, la asociación, la instrucción de las clases trabajadoras, el ahorro, el laissez faire, el problema continúa en pie, el capital dominando, el salario decreciente, la ignorancia en alza, la desmoralización en aumento y si bien las hambres no despueblan territorios enteros, como en otros tiempos sucedía, no es raro que el pauperismo extienda su horrible garra sobre la clase operaria para recordarnos que el problema social lo tenemos al lado y en torno nuestro...». O, como sentencia más abajo, el socialismo de cátedra nació de la convicción de que «poco o nada se ha logrado con las predicaciones de los Economistas».23
En el caso de España, esta reacción crítica se produjo una vez que el régimen económico liberal había estado en vigor durante un tiempo lo suficientemente prolongado y tras tres décadas de predominio teórico y político de la Economía política clásica, predominio que llegó a su apogeo durante el Sexenio, momento en que la aplicación institucional de sus principios alcanzó un punto culminante. Sin embargo, durante ese tiempo –y, sobre todo a partir, precisamente, del Sexenio–, la inestabilidad social, en lugar de amainar, se había recrudecido. El renacimiento del socialismo (encarnado en la Primera Internacional), el crecimiento del movimiento obrero y el aumento de la conflictividad laboral venían a contradecir la suposición de que el régimen económico de libre concurrencia traería consigo la solución del problema social. Fueron estas circunstancias las que obligaron a revisar los postulados del individualismo económico clásico y a buscar nuevos medios para estabilizar la sociedad.
La frustración de expectativas con respecto al liberalismo tendrá una serie de consecuencias e implicaciones. La primera consecuencia es que provoca una reacción dentro de las filas del propio liberalismo. Moret considera que para hacer frente a esta situación de desencanto con respecto al régimen liberal es necesario reaccionar cuanto antes, con el fin de recuperar la iniciativa y de restablecer la estabilidad y la paz sociales. Esta «crisis del espíritu», dice, requiere una «reacción vigorosa», con el fin de «recobrar el equilibrio y la salud» de la sociedad.24 Además, para alcanzar ese fin ya no bastaba con dejar a los principios liberales a su propio impulso y aguardar pasivamente, como se había hecho hasta ahora, a que produjeran los frutos esperados, sino que era preciso adoptar una actitud más activa. Como argumenta el propio Moret, dada la gravedad de la crisis, la consecución del fin perseguido no se va a producir de manera espontánea, sino que requiere de una intervención decidida. Sin ésta, la organización social continuará deteriorándose. No esperéis, sentencia Moret, «que el exceso del mal traiga por sí el remedio, esperanza vulgar que la historia no confirma: antes bien, todo en ella tiende a probar que cuando un organismo social entra en un estado enfermizo y decadente, cuanto más tiempo pasa y más camino recorre en esa senda, más difícil le será ya abandonarla», como le ocurrió al Imperio Romano y a la España del siglo XVII.25 Este cambio de actitud es de gran significancia histórica, pues supone una recusación y una pérdida de confianza en el espontaneísmo liberal. Es decir, en el postulado de que el orden social ideal surgirá de manera espontánea de la simple proclamación y puesta en práctica de los principios liberales y de que, por tanto, la arribada de ese orden social es sólo una cuestión de tiempo, según la arraigada y continuamente esgrimida convicción liberal. Nos encontramos, pues, según la gráfica expresión del político conservador Salvador Bermúdez de Castro, ante una auténtica recusación de los «pasivos optimismos», provocada por el «general desengaño ante un presente tan distinto del que ilusionado nos auguraba [el optimismo liberal]». Y, en particular, una recusación del «quebrantado» «optimismo económico a lo Bastiat» y de la «fórmula del laissez-faire».26
La segunda consecuencia de la frustración de expectativas fue que obligó al liberalismo a indagar las causas de su fracaso práctico y a buscar los medios para corregir el rumbo hacia la instauración de la organización social ideal. Como argumenta Moret, no sólo no hay que ceder al «desaliento» y al «escepticismo» y hay que reaccionar frente a ellos, sino que es preciso además buscar las causas que han llevado a esta situación. Pues «sólo entonces podrá darse cuenta de los errores y de las deficiencias del pasado» y «rectificar el rumbo».27 Y a partir de ese momento, efectivamente, el nuevo liberalismo consagrará sus energías a la elaboración de un diagnóstico sobre las causas del fracaso práctico del régimen liberal –o lo que es lo mismo, a las causas del problema social y de su recrudecimiento– y a la búsqueda de nuevos y más eficaces medios para culminar con éxito el proyecto liberal de sociedad. En esa búsqueda de los factores que habían impedido que los resultados del liberalismo fueran los previstos, los liberales se vieron abocados, como se expondrá más adelante, a revisar y reformular algunos de los principios teóricos del liberalismo clásico y, en particular, su concepción de la naturaleza humana. El resultado de esa pérdida de confianza en el liberalismo clásico, del diagnóstico elaborado sobre las causas de su fracaso, de la revisión teórica del individualismo clásico y del diseño de nuevos medios de acción fue el auge del reformismo social a partir de la década de 1870.
Una vez que hubieran sido diagnosticadas las causas del fracaso y actualizados los principios teóricos liberales y una vez que esa doble operación hubiera permitido definir nuevos medios de acción, lo que cabía hacer, según los reformistas sociales, era poner en práctica los postulados del reformismo social. O dicho con palabras de Azcárate, lo que cabía era proceder a la reorganización de la sociedad sobre la base de esos principios liberales renovados. A lo que aspiraba Azcárate era «a que la sociedad moderna cristalice de nuevo, aunque sobre distinta base que la antigua, para que pierda la disgregación que hoy la caracteriza, y salga del atomismo reinante por virtud de una reorganización».28 El instrumento para llevar a cabo esa reorganización de la sociedad eran las reformas sociales, una muestra señera de las cuales es la legislación laboral que comenzó a aprobarse a partir de finales de siglo.